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Sobre el calor M. Spínola Puesto que estamos en un tiempo tan caluroso, hablaremos del calor. El calor es, ante todo, un agente de mortificación, y por consiguiente, de virtud, toda vez que no puede concebirse virtud ninguna, sin mortificación. El calor purifica la atmósfera de los miasmas que la pueblan; el calor da la vida, no sólo a los animales, o mejor dicho, no sólo a todo lo que tiene vida animal, sino también a los vegetales, es decir, a las plantas y a todo lo que la tierra produce. Son inmensos los beneficios del calor, y se ha visto en ocasiones, que cuando no ha hecho calor aquí en Sevilla, donde suele hacer tanto, lea habido muchas enfermedades, porque Sevilla tiene un clima muy húmedo, y por eso e calor excesivo le es conveniente. El calor es, pues, no sólo agente de mortificación, sino que a la vez nos proporciona grandes ventajas, por lo cual le hemos de estar muy agradecidos, y mirarlo como a nuestro bienhechor. Pero hay otro calor, que es el calor del amor divino, del cual el calor natural es una imagen. Hay en nosotros dos amores, el amor de Dios que produce la ciudad de Dios que es el cielo, y el amor propio que produce la ciudad de la tierra con todas sus miserias, y con todas sus pasiones. Y en efecto, todas las pasiones tienen su raíz en el amor propio. Cuando nos alaban, en seguida sentimos cierto contentamiento, cierta complacencia en nosotros mismos. ¿Qué es esto? El amor propio. Otras veces sentimos celo, sentimos rivalidad porque aquella tiene dotes, tiene cualidades que nosotros no tenemos; su clase marcha perfectamente bien, sus alumnas se lucen todas, mientras que las nuestras, aunque hayamos trabajado mucho, no han adelantado casi nada, porque Dios no a todas las ha dotado igualmente; y nosotros nos entristecemos como he dicho antes. ¿En qué consiste esto? En el amor propio. A veces nos entristecemos porque imaginamos que a los otros les dispensan atenciones, y las tratan de otro modo distinto que suelen hacer con nosotros mismos, y esto es también amor propio, nada más que amor propio. Nos molesta el calor, y nos quejamos y nos fastidiamos; y ¿por qué? Por amor propio, porque quisiéramos estar muy cómodos y muy tranquilos. Todas nuestras pequeñas pasiones, todos nuestros defectos vienen, es indudable, de nuestro amor propio, de que nos amamos demasiado a nosotros mismos. Por el contrario, hay una virtud que se llama la humildad, contraria en todo al amor propio, y que es origen de todas las virtudes. Ya os lo he probado en varias ocasiones, hablándoos de ella. Y en efecto, la humildad que renuncia a todo gusto sensible, a todo apetito sensual, es la castidad. La humildad que se olvida de sí, para darse a los otros y sacrificarse por ellos, es la abnegación. La humildad que se inclina delante de la miseria de su prójimo y lleva la mano al bolsillo para socorrerle, es la caridad; y todas, todas las virtudes, si buscamos su raíz, hallaremos que es la humildad, y la humildad es la santidad, y la santidad no es otra cosa que el calor, el amor de Dios. Estos dos amores, el amor de Dios y el amor de nosotros mismos, o sea el amor propio, luchan en nuestro corazón de tal manera, que cuando el amor de Dios en él se asienta, el amor propio viene buscando entrada y no la encuentra; y por el contrario, cuando nuestro corazón está lleno del amor de sí mismo, el amor de Dios que quiere poseerle, no halla cabida. Y el amor es un fuego, el amor es un calor mucho más ardiente que el calor natural, ¡qué digo; que el calor natural! Si mil soles hubiera, y el calor de todos ellos pudiera reunirse en uno, todavía esto no sería nada comparado con el calor del amor divino; por eso cuando este calor del amor, prende en un corazón, le purifica de todas sus imperfecciones, así como el calor natural purifica la atmósfera de los miasmas que encierra, produciendo en el alma la santidad que es Dios, ó mejor dicho, transfigurándola en Dios mismo, Pues ahora bien, si yo os pregunto qué habéis venido buscando aquí, responderéis todas que una sola cosa: la santidad. Cada una podrá tener aspiraciones distintas, pero todas esas aspiraciones se refieren a la santidad. A nosotros se nos figura que la santidad está muy lejos, puesto que la santidad es Dios, y Dios como dice la Santa Escritura, ha colocado su asiento más allá del sol; allí tiene su Tabernáculo, allí es donde habita. Es verdad, pero la santidad se halla también muy cerca de nosotros, la santidad está en el Corazón de Jesús, que aunque more allá en las alturas, vive también en medio de nosotros, en nuestros Sagrarios, aquí en la Capilla; no tenemos más que andar unos pasos, y nos encontraremos en seguida con el Corazón de Jesús, que encierra en su seno todas las riquezas de las virtudes, Hay unas minas allá en el Río Tinto en las cuales se encuentran grandes riquezas; riquezas que hay que explotar, riquezas con las que se ha costeado ese muelle que han hecho en Huelva, y que supone millones. Pues ahora bien, el Corazón de Jesús es una mina inagotable, es un río, cuyas aguas contienen oro purísimo, el oro de la caridad, y piedras preciosas de valor inapreciable; y ese río corre continuamente, y sus aguas están al alcance de todos; no hay más que acercarse al Corazón de Jesús con confianza, y el Corazón de Jesús que es todo amor, se nos mostrará propicio y nos enriquecerá, haciéndonos participar de los tesoros que encierra. Ya tenemos, que el calor es un agente de la mortificación; tenemos que nos proporciona grandes ventajas, purificando la atmósfera de los muchos miasmas que la humedad produce, y por tanto le somos deudores de inmensos beneficios, por los que debemos estarle muy agradecidos y mirarle como a un bienhechor nuestro, Esto en cuanto al calor natural que proviene del sol; y respecto al calor de la caridad que proviene del Corazón de Jesús, tenemos que produce las mismas, y aún mayores ventajas. El calor natural purifica el ambiente y nos libra de muchas enfermedades; el calor del amor divino, purifica nuestro corazón de todo afecto terreno, librándonos de las pasiones desordenadas que a veces producen la muerte del alma. El calor natural nos mortifica, y el calor del amor divino, también es un agente de mortificación, y aunque nada he dicho antes sobre esto, bueno es añadir alguna reflexión. Todos los santos han sido dichosos, ninguno se ha considerado desgraciado, porque estaban llenos del calor de la caridad, y la caridad es luz que ilumina; y la caridad es sol que vivifica; y la caridad es sabor dulcísimo que recrea el paladar de nuestra alma; y la caridad es armonía delicada que alegra nuestros oídos; y la caridad es en una palabra, Dios; y Dios es todo, y el que a Dios tiene, riada puede faltarle y por consiguiente, los santos han sido felices porque han poseído siempre a Dios, porque el calor de la caridad ardía en sus corazones. Sin embargo, ese mismo calor de la caridad que les hacía felices, era para ellos agente de mortificación, motivo de sufrimiento. Preguntádselo a los mismos santos, preguntadlo a Santa Teresa de Jesús a quien tanto amáis, y veréis como os dice que es cierto. Y en efecto, un serafín traspasó el corazón de Teresa de Jesús con un dardo encendido, y la herida de amor que recibió, produjo en ella una dulzura y una dicha inefable, pero al mismo tiempo le hizo sentir un agudo dolor que le duró toda la vida. Eran felices los santos porque el calor de la caridad ardía en sus corazones, y sin embargo, los sorprendemos muchas veces derramando copiosas lágrimas en la oración, porque ven los pecados de los unos, la indiferencia de los otros, y el olvido de Dios en que viven la mayor parte de los hombres. Es, pues, cierto, es indudable; el calor de la caridad es manantial de dichas, pero es a la vez agente de mortificación y de sufrimientos. Pues ahora bien, este calor, del Corazón de Jesús procede, y el Corazón de Jesús está muy cerca de nosotros, no tenemos más que acercarnos al Sagrario, exponerle nuestras necesidades y recoger de allí todo cuanto hemos menester, y sobre todo, el calor de la caridad, que si tenemos esto, lo tendremos todo, lo sufriremos todo, hasta el calor del clima que tanto nos molesta; y viviremos tranquilos, en paz y dichosos aún cuando tengamos cruces y contradicciones, y después de habernos santificado aquí en la tierra, seremos eternamente bienaventurados en el cielo.