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URUGUAY: ¿QUÉ FUTURO? Wilson Nerys Fernández Como muchos de ustedes saben, nuestra área particular de trabajo es la de las relaciones internacionales y, en particular, la de la inserción internacional del Uruguay. En esta ocasión, aprovechando esta participación en el “Corredor de Ideas del MERCOSUR”, quiero presentar una serie de preguntas sobre cuestiones que me preocupan particularmente. Es decir, no vine a dar respuestas sino, en el marco de estas jornadas, a hacer públicas mis dudas, mis incertidumbres. Pensar en cómo habrá de ser la inserción internacional del Uruguay en el futuro mediato implica, como primera tarea, procurar desentrañar de qué manera se va a resolver la actual encrucijada de caminos a la que actualmente se encuentra enfrentado nuestro país, cuando no son pocos los indicadores (cuantitativos y cualitativos) que nos están poniendo en cuestión un elemento básico inicial: Uruguay, ¿tiene futuro como Nación?. Hasta hace pocos años el “ser” uruguayo, pese a la juventud del Estado, no estaba en discusión. Más allá de las diferencias acerca de cuales habían sido los hechos y los momentos fundacionales de la Nación, una serie de elementos conjugados daban consistencia a una manera de ser que, más allá de las muchas semejanzas con los vecinos del otro lado del Río de la Plata, nos identificaba como una entidad nacional aparte, diferenciada. Eran años en los que los uruguayos aparecían como los más optimistas de América Latina y en los que los triunfos de Montevideo y Maracaná iban unidos a la frase de que “como el Uruguay no hay”. Estaba vigente la idea de la “excepcionalidad” del caso uruguayo. Sin embargo, las cosas han cambiado mucho desde entonces. Y ya no podemos hablar de crisis, como en los sesentas y setentas: vivimos en crisis desde hace más de cuatro décadas, la crisis es nuestro estado normal. Lo de ahora es más grave, es una situación, si se me acepta la expresión, donde está en juego la vida o la muerte del Estado-Nación. Los geopolíticos basados en las corrientes biologistas parten de la base de que los Estados nacen, crecen y mueren. Pues bien, pocas veces como ahora la coyuntura en la que se halla inmerso el país y las respuestas que ante ella se den desde los planos político, económico y social pueden ser tan determinantes de los escenarios futuros que podrían preverse. La década de los ochenta fue llamada la “década perdida para el desarrollo”. Pero, ¿y los 90? Aún sin nombre, la situación económica, política y social se agravó, producto en buena medida de la aplicación de las políticas neoliberales en nuestros países. Todos los Estados-miembro del MERCOSUR enfrentan, como consecuencia de ello, graves, gravísimos problemas. Pero, una vez más, la “excepcionalidad del caso uruguayo” –planteo que muchas veces molesta en el exteriorvuelve a estar presente: en esta ocasión, es su pequeñez territorial y demográfica –temas que son conocidos pero que las sucesivas administraciones políticas no tratan seriamente- la que le vuelve más frágil que al resto de los países del área. Por ello es que, en este abordaje nos proponemos plantear algunas de las cuestiones que, ineludiblemente, deben ser atendidas si se quieren procurar respuestas positivas para el futuro de este país y de sus habitantes. 1) Un primer problema a considerar es la "brasilinización" (o “latinoamericanización”) del Uruguay. En un seminario efectuado a mediados del mes de noviembre y destinado a hacer un primer balance de la gestión de los nuevos líderes del MERCOSUR, Benicio V. Schmidt, profesor de la Universidad de Brasilia y uno de los intelectuales más reconocidos del hermano país, realizó un par de menciones a este hecho. Decía el Prof. Schmidt que, hasta no hace demasiado tiempo, el venir a Uruguay (y lo mismo ocurría cuando se iba a Argentina) era, para los brasileños, hacer un viaje hacia un futuro mejor, hacia un modelo de desarrollo posible y más justo que el imperante en su país, era ir hacia una sociedad más igualitaria y más democrática. Pero, agregaba, en los últimos años los dos países del Plata involucionaron, se "brasilinizaron", en el peor sentido del neologismo: auge del informalismo y el ambulantismo, niños en situación de calle, hurgadores no sólo de deshechos para luego vender sino -más terrible aún- para comer, mendicidad, violencia, etc. Uruguay hoy es un país en el cual la mitad o más de la población declara tener problemas de empleo, donde la pobreza ha llegado a niveles anteriormente desconocidos, en el que los asentamientos irregulares han crecido hasta límites inimaginables hace poco tiempo, y donde la inseguridad es la consecuencia inevitable de tal situación. Un informe periodístico de noviembre pasado señalaba que en nuestro país hay más de 180 empresas dedicadas a brindar seguridad. Y los barrios residenciales montevideanos se pueblan de rejas. Nos vienen a la memoria los versos de Horacio Guarany, cuando decía "estamos prisioneros, carcelero, yo de estos torpes barrotes, tú del miedo". La salida a esta crítica situación -se ha planteado reiteradamente- depende de mejorar la inserción internacional del Uruguay. Y hacia ese objetivo se han abocado todos y cada uno de los gobiernos posteriores al período dictatorial. En 1990, cuando comenzaba a plantearse el tema de la integración subregional, Felipe Herrera decía, en un foro desarrollado también aquí en el Paraninfo de la Universidad, que un país de apenas tres millones de habitantes, para sobrevivir en un conglomerado de doscientos millones, tenía que destacarse por su nivel educativo. Hoy en día tenemos que, a la pérdida de capital social e intelectual que supone la masiva corriente emigratoria registrada en los últimos años, se agrega que el mantenimiento de la tasa bruta de natalidad en el Uruguay se debe a los nacimientos ocurridos en hogares pobres y, especialmente, originados en madres pobres adolescentes, cuya participación en el sistema de educación formal se da apenas en los niveles más bajos del mismo. Eso nos augura un muy complejo panorama para el futuro. Por otra parte, si analizamos las tendencias que en el ámbito demográfico se están dando tanto en el país como en la región nos hallamos con que Uruguay tiende a ser un país vacío. Más allá de la fuerte corriente emigratoria de los últimos años, las estadísticas demográficas demuestran que la cantidad de niños que habitualmente nacen en un año en el Uruguay es similar a la que lo hacen en Brasil en un día. Y que, mientras nuestro país se estancó, también los otros socios del MERCOSUR, si bien con distintos ritmos, siguen aumentando sustancialmente sus respectivas poblaciones. Para no dejar de ser nostálgicos, volvamos al año de Maracaná: en ese momento, había 25 ciudadanos brasileños por cada uruguayo; hoy en día la relación trepa a 51 a 1. Y si bien la densidad de población aún sigue siendo relativamente baja en toda la región, los espacios geográficos vacíos, cuando no son hostiles a la presencia humana, tienden a ser ocupados con el tiempo. Y si no son uruguayos, otros vendrán a hacerlo. Ya la propiedad de la tierra, ante la inercia gubernamental y pese a los reclamos que periódicamente se hacen en el Parlamento, está pasando a manos de personas físicas y jurídicas extranjeras. Y es muy probable que en el futuro esta tendencia siga creciendo. Los cuadros que adjuntamos a continuación son bien ilustrativos sobre estas tendencias: en 50 años, Uruguay aumentó un 50 % su población, Argentina la duplicó y Brasil y Paraguay más que la triplicaron. Cuadro 1 Población de los países del MERCOSUR. Años 1950, 1960, 1980 y 2000, en millones de habitantes PAÍS 1950 1960 1980 2000 17,150 20,616 28,094 37,032 Argentina 53,975 72,742 Brasil 1,488 1,842 Paraguay 2,239 2,538 Uruguay Fuente: World Population Prospects. The 2000 Revision 121,618 3,114 2,914 170,406 5,497 3,337 Cuadro 2 Porcentaje de crecimiento de la población de los países del MERCOSUR respecto del año 1950 PAÍS 1950 1960 1980 2000 100 120% 164% 216% Argentina 100 135% 225% 316% Brasil 100 124% 209% 369% Paraguay 100 113% 130% 149% Uruguay Fuente: World Population Prospects. The 2000 Revision Con estos datos como trasfondo cabe preguntarse nuevamente si el tamaño de la población es, para estos países, un problema o un atributo positivo. Por un lado tenemos el caso de Brasil, que con sus 170 millones de habitantes es el más poblado de América Latina. En él la pobreza de grandes capas de su población se manifiesta en forma de insuficiencias alimentarias, sanitarias, de vivienda decorosa, de educación suficiente, de trabajo e ingresos, de niñez en la calle, etc., todo ello acompañado de manifestaciones de violencia individual y social. Aquí podría tener asidero aquellos planteamientos que señalan que hay que romper con el círculo de reproducción de la pobreza, y que para ello deben aplicarse políticas de población restrictivas, de modo de no seguir produciendo pobres y poder atender con mayores recursos a los que ya están en este mundo. Se argumenta que la torta es finita y si siguen habiendo más bocas para alimentar, cada una recibirá menos. El crecimiento de la población obliga a crear más hospitales y centros de salud, más viviendas, más escuelas, más fuentes de trabajo, más establecimientos geriáticos, y los recursos no alcanzan para dar a todos una vida digna. Pero por otro tenemos los casos de Argentina y, ya en el extremo, de Uruguay. Ambos países fueron, en cierto modo y hasta no hace demasiado tiempo, excepcionales dentro de América Latina: sociedades bastante integradas, politizadas, con fuerte presencia de las clases medias y con escasos problemas en alimentación, educación, salud, trabajo e ingreso. Sin embargo, las políticas económicas de las últimas décadas han llevado a ambos países a las actuales crisis, en las cuales el rasgo más miserable y vergonzante de la misma es el hambre que padecen gran proporción de sus niños, hambre en países que históricamente han sido productores de alimentos. La niñez, y con ella el futuro de estas dos naciones, está hipotecada. La pauperización e inclusive la marginación de gran parte de estas dos sociedades es un fenómeno nuevo. La educación dejó de ser un elemento de ascenso social, la desindustrialización acentuó los problemas de empleo y la desesperanza cundió como reguero de pólvora, al mismo tiempo que se incrementaron los problemas de seguridad, los cuales han llegado a grados no conocidos anteriormente. En estos dos casos, a diferencia del de Brasil, tenemos que los recursos públicos sólo deben atender a poblaciones relativamente escasas. Pero si en el pasado hubo sociedades relativamente igualitarias, ahora las desigualdades son crecientes y muy notorias. El capital intelectual formado en ambos países enriquece cada vez más a las sociedades desarrolladas, hacia donde emigran ante la posibilidad de trabajar en sus países. Y en un país como Uruguay, que se está despoblando (¿desintegrando?), la falta de un mercado interno, por la ausencia de consumidores –es decir, de población suficientemente numerosa con ingresos suficientes para poder consumir-, es señalada (y reclamada) como una gran limitante de las posibilidades de crecimiento de la economía y de desarrollo del país. 2) Otro tema importante que nos interesa considerar tiene que ver con el Uruguay y los números mágicos. Cuando el gobierno de Luis Alberto Lacalle justificó públicamente la necesidad de incorporar a nuestro país al naciente acuerdo de integración argentino-brasileño, por el cual se dio origen al proceso de puesta en marcha del MERCOSUR, el discurso oficial insistía machaconamente en que esto nos abría las puertas a un mercado de "200 millones de consumidores". No hace demasiado tiempo, el Presidente Jorge Batlle hacía referencia a que quería ver "nueve mil carnicerías que vendiesen carne uruguaya" en las ciudades estadounidenses, tal como Venezuela tenía gasolineras que vendían su producto. Ahora, la panacea viene de la mano de un "acuerdo sobre inversiones" con Estados Unidos, habida cuenta que todos sabemos (y asumimos) que sin inversión no hay crecimiento del producto ni, especialmente, del empleo. Pero es falso que el MERCOSUR tenga 200 millones de consumidores, como lo demuestran claramente tanto los tímidos avances del Programa "Hambre Cero" del Presidente Lula –pieza política central de sus primeros meses de gobierno- como las múltiples manifestaciones y declaraciones del pueblo y gobierno argentinos, país donde más de la mitad de la población ha venido viviendo en los últimos tiempos de diferentes formas de caridad. Aquellos son los números de la población total, pero lamentablemente son muchos los que, por sus niveles de ingreso, no consumen. El diario Clarín, de Buenos Aires, señalaba días pasados que según las cifras oficiales del Censo del INDEC del 2001, que se acaban de procesar, en los años noventa se perdieron en ese país un millón y medio de puestos de trabajo (“verdadera radiografía del retroceso ocupacional y laboral de la Argentina de la década del 90”, dice el periodista) y que, actualmente, más de un 40% de los que tienen trabajo “se desempeña en negro”. Destaca, asimismo, que el importante incremento de la población activa –con una presencia mayoritaria de mujeres- se basa en buena medida en la destrucción de fuentes de trabajo y deterioro salarial ocurridos en esos años. En el caso de Brasil, por su parte, el IBGE desagrega el nivel de ingreso de la población en deciles y, de acuerdo con su información, apenas 3/10 de los brasileños podrían ser considerados como verdaderos consumidores de una economía de mercado. Los pobres, sabido es, consumen poco, aunque el mismo tiende a centrarse en el rubro alimentos. Y el 10% más rico de la población brasileña, poseedor de la mitad del ingreso total del país, no consume de manera proporcional a sus entradas el reducido grupo de bienes que puede exportar Uruguay. Tampoco podemos tener 9.000 carnicerías vendiendo carne uruguaya en Estados Unidos, porque la cuota que nos asigna su gobierno es de apenas 20 mil toneladas -igual que la de Argentina, con un stock ganadero cinco veces superior, y esa cifra obedece no a la extraordinaria capacidad productiva de nuestro país en relación con nuestro vecino rioplatense sino a que los intereses de los grupos económicos estadounidenses vinculados al sector agropecuario así lo imponen a su gobierno, como veremos más adelante. En un país donde el Gobierno decide otorgar anualmente 180 mil millones de dólares de subsidios a sus productores agrícolas, pensar seriamente que se puede penetrar las políticas proteccionistas allí existentes es una utopía, por decirlo suavemente. Además, en las condiciones (edáficas, climáticas y de manejo) en que se da la producción pecuaria uruguaya, los excedentes exportables (que por sus dificultades de colocación externa se distribuyen en más de 70 países) son limitados por las formas de explotación utilizadas. El campo uruguayo tolera un número limitado de cabezas de ganado (el stock ganadero bovino oscila, desde hace décadas, entre 8 y 10 millones de cabezas de vacunos) y cualquier aumento de las exportaciones de carne, por ejemplo, se ha traducido inmediatamente en escasez de la oferta del producto para el mercado interno y en el aumento subsiguiente del precio de los saldos cárnicos remanentes y de aquellos otros sustitutos que, como el pollo o el pescado, podrían compensar dicha menor oferta. Ya en los años sesenta y setenta el país vivió el absurdo de que los habitantes de Montevideo, para consumir ciertos cortes de carne, debían contrabandearlo desde el otro lado de las “fronteras” departamentales de Canelones y San José. Fueron los años de la recordada “veda” al consumo de carne vacuna. La seguridad alimentaria, es decir, la capacidad de producir los alimentos necesarios para abastecer el consumo nacional, es un tema de interés nacional para países como los Estados Unidos, según ha manifestado el propio Presidente George Bush. Pero en nuestro país no sólo no lo es sino que, de acuerdo con las políticas impulsadas en los últimos años desde el Gobierno nacional, el interés pasa en asegurarles a aquellos, los ciudadanos estadounidenses, una mayor oferta de carne vacuna. El interés de los consumidores uruguayos y de sus proveedores inmediatos, los pequeños empresarios carniceros, queda postergado ante el mayor peso que las empresas frigoríficas habilitadas para la exportación tienen entre los encargados de tomar las decisiones en el gobierno quienes, amparándose en el argumento de que existe riesgo de reingreso de la fiebre aftosa, se niegan a la importación de carne argentina y brasileña para abastecer, a menores precios, al mercado local. El hegemónico discurso económico neoliberal repetido en los últimos años en nuestro país, que abogaba por la apertura de mercados porque ésta generaría mayor bienestar para los consumidores al poder éstos acceder así a bienes mejores y más baratos, obviamente olvidó estas “distorsiones” del funcionamiento de la economía. Claro que es sabido que la realidad no es un supuesto de los modelos aplicados. Y cuando se sale hablando del establecimiento de un acuerdo sobre comercio e inversiones entre Estados Unidos y nuestro país, es necesario tener en cuenta qué cangrejo se esconde tras la piedra, porque ¿cuál puede ser el interés de establecer acuerdos de este tipo entre la hiperpotencia mundial y un pequeñito país como el nuestro? 3) Importa, entonces, tener en cuenta cuáles son los objetivos económicos y comerciales de los Estados Unidos. Las resistencias a otorgar una cuota mayor que la que ya cuentan tanto Uruguay como otros países de similar calidad en productos cárnicos obedece a los intereses de los productores ganaderos estadounidenses y de los frigoríficos de aquel país, y se mantendrá sin mayores cambios porque allí rigen las VER (Voluntary Export Restrictions) y las OMA (Orderly Market Agreement), que se mantienen en la nueva Ley Comercial de 2002, al igual que las llamadas "Sección 301", "301 Super" y "301 Especial” que han habilitado la aplicación de salvaguardas para su industria siderúrgica mediante la discriminación a las importaciones de aceros procedentes de varias naciones de América Latina y Europa, lo que recientemente motivó un fallo adverso de parte de la propia OMC. Otro ejemplo lo tenemos en la “Ley de Seguridad Agrícola e Inversiones Rurales” (HR 2646), de mayo del 2002, por la cual se autorizó al gobierno estadounidense el desembolso de subsidios por valor de 180 mil millones de dólares anuales y por el lapso de diez años. Sabido es que nadie es más sordo que el que no quiere oír ni más ciego que el que no quiere ver: la propia prensa que opera como vocera de los sectores empresariales del agro uruguayo publica, recientemente, un reportaje a Larry Birns, Director del Council on Hemisferic Affairs (COHA), quien dice que “Los productos uruguayos no son mejores ni más baratos que los que se producen con subsidios en Estados Unidos. Es probable, además, que la concreción de un acuerdo de comercio bilateral entre ambos gobiernos, a pesar de los volúmenes relativamente pequeños de la producción uruguaya, genere un conflicto de proporciones con los agricultores estadounidenses. Estos seguramente van a contar con el apoyo de los congresistas, sobre todo del Partido Republicano (...) con el agravante de que las exportaciones uruguayas compiten más con los productos agrícolas subsidiados de Estados Unidos.” El tema arancelario, en el caso de los Estados Unidos, es un asunto menor. Si nuestras exportaciones (o las argentinas, o las brasileñas, etc.) no entran a ese mercado en mayor medida no es por las tarifas aduaneras: aquí lo que importan son las cuotas, las medidas fitosanitarias y de carácter técnico, las que entran dentro del abanico de protecciones demandadas por aquellos sectores de la actividad estadounidense que no son competitivos con los productos procedentes del exterior y que, en función del accionar en lobbies, tienen el poder suficiente como para imponer sus criterios en la adopción de las políticas comerciales por parte de su gobierno. Estos sectores están principalmente vinculados a la actividad agropecuaria y a industrias productoras de bienes estandarizados. Pero hay otros asuntos: recordemos que desde las negociaciones que dieron origen a la OMC, los Estados Unidos han logrado incorporar a la discusión internacional, como asuntos de negociación comercial, algunos de los temas que más le preocupan desde hace tiempo y que tratan de aquellas áreas donde sí son ampliamente competitivos en función de su desarrollo científico-tecnológico: el comercio de servicios, los derechos de propiedad intelectual (Trade Related Intellectual Property Rights, TRIPs), la reglamentación de las inversiones extranjeras (Trade Related Investment Measures, TRIMs) y las compras gubernamentales, entre otros. En tanto no se alcanzan acuerdos de carácter global, su propósito es ir estableciendo convenios bilaterales que vayan sentando precedentes para la negociación mayor. Todas las medidas de política comercial y relativas al comercio aplicadas por el Gobierno de los Estados Unidos son congruentes con: a) sus objetivos en las negociaciones desarrolladas tanto en el ámbito del GATT/OMC como en otros foros regionales y bilaterales; b) aquellas políticas comerciales destinadas a la búsqueda de mejorar el posicionamiento comercial norteamericano; c) asegurar su acceso a los mercados de los otros países; d) incorporar los nuevos temas que son de su interés y e) defender las ventajas competitivas que en ellos poseen y que son derivados en gran medida de su superioridad tecnológica y financiera. Ninguna referencia hay a la apertura de su mercado a los productos extranjeros. Y con relación al central tema del empleo, un muy reciente informe del Carnegie Endowment for International Peace reseñado por el New Yor Times concluye que el NAFTA falló en general un crecimiento sustancial del empleo en México, afectó gravemente a miles de campesinos y tuvo un efecto neto “minúsculo” (entrecomillado en el artículo) en el empleo en los Estados Unidos. 4) Por último, está la pérdida de rumbo de la política exterior uruguaya. Luego de la salida de la dictadura, los sucesivos gobiernos que tuvo nuestro país alcanzaron, hasta la llegada de Jorge Batlle a la Presidencia, un relativo consenso en la dirección de la política exterior, al punto que pareció haberse alcanzado una política de Estado al respecto. Varias figuras prestigiosas se sucedieron al frente de la Cancillería, y las desavenencias surgidas tenían en ocasiones más que ver con hechos del pasado o con el gasto del Servicio Exterior que con la conducción de las relaciones exteriores. Durante la Administración de Luis Alberto Lacalle se dio la firma del Tratado de Asunción por el cual se creaba el MERCOSUR, la que fue avalada y ratificada por la casi totalidad de integrantes del Poder Legislativo. Las escasas voces opositoras, provenientes especialmente de grupos minoritarios de la oposición de izquierda y de la central sindical, poco a poco se fueron transformando en un apoyo crítico, en la medida en que una percepción inicial que vinculaba al MERCOSUR con la “Iniciativa para las Américas” del entonces Presidente de los Estados Unidos, George Bush padre, se fue diluyendo. Volcados los gobiernos a generar nuevos mercados y a lograr un aumento sustantivo de las exportaciones, el nuevo modelo de política exterior pareció centrarse en el sistema llamado de los “círculos concéntricos” que se hizo patente durante la gestión del Canciller Héctor Gros Espiell: primero la subregión, luego la región latinoamericana, recién después los otros mercados externos. Pero en eso llegó a la Presidencia el representante del Partido Colorado, el Dr. Jorge Batlle. Y éste, desde su campaña electoral, ya fue dando indicios de una ruptura con la conducción anterior: duras críticas a Francia y a la Unión Europea, a Brasil y al MERCOSUR. Estas actitudes fueron luego continuadas y reforzadas durante su mandato, con un progresivo distanciamiento de los socios del MERCOSUR –distanciamiento que viene haciendo eclosión en estos últimos meses- y un alineamiento con la política exterior de los Estados Unidos que no sólo ha provocado la sorpresa –cuando no la conmoción- de todos los sectores políticos de nuestra sociedad sino que, en medio del desorden y la falta de claridad en que se mueven nuestros representantes diplomáticos, también ha afectado la propia credibilidad externa de nuestro país en los foros internacionales. Esto sólo puede entenderse como un capricho presidencial, derivado de un pasado ideológico y familiar caracterizado por la enemistad con el Peronismo argentino, el distanciamiento del Varguismo brasileño y la afinidad con las políticas típicas de la Guerra Fría que la Embajada de Estados Unidos impulsaba en los años de la juventud del actual Presidente, cuando su padre conducía los destinos del país y del Partido Colorado. El apartamiento de la política de principios sustentada por las administraciones anteriores post-dictadura, único sostén que puede dar sustento y honorabilidad internacional a un pequeño país como el nuestro, carente de otro tipo de fortaleza, ha dejado al Uruguay a la deriva. Aunque esta es una figura retórica, ya que la geografía seguirá estando ahí, y la historia nos seguirá marcando. Y ellas nos ligan con Argentina y con Brasil en lo inmediato, y con la Europa latina en lo más mediato. No con el mundo anglosajón. La alianza propiciada desde la actual Presidencia nos enfrenta a nuestros vecinos, y sus anunciados beneficios no son nada evidentes. He ahí la encrucijada en la que nos ha metido la actual Administración. Montevideo, marzo de 2004.