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LOS SALMOS DEL COMUNICADOR
Para leer, meditar y rezar con Biblia en mano
Pbro. Walter Moschetti (*)
El Salterio es el libro de oración que se fue componiendo a lo largo de varios siglos
para dialogar con Dios. Hoy, a nuestro alcance, los salmos nos ayudan a establecer una
comunicación con Dios más profunda y más íntima, universal y personal a la vez, y nos
ayuda a expresar nuestras experiencias y las aspiraciones más profundas de nuestra alma:
nuestras luchas y esperanzas, nuestros triunfos y fracasos, nuestras rebeldías y
arrepentimientos, y, sobre todo, la súplica ardiente que brota de nuestras propias miserias.
Releeremos los Salmos a la luz de la revelación dada por Jesucristo. Imitaremos a
nuestro Maestro que también los rezó: cfr. Lc.2,41-42; Mt.26,30; 27,46; Lc.23,45; Jn.19,28.
A través de un recorrido reflexivo y orante de los Salmos iremos al encuentro con
Dios a partir de nuestra vocación como comunicadores, para releer nuestra misión a la luz
de la palabra divina que, puesta en nuestros labios, se convierte en oración: súplica,
alabanza y acción de gracias de quienes ejercemos nuestro apostolado como respuesta al
llamado de Jesús que nos envía: “Vayan y anuncien el Evangelio a toda la creación” (cf. Mt
28).
El Salmo 1 “Los dos caminos” nos muestra esa realidad ambivalente desde donde
ejercemos hoy nuestra misión de comunicadores. Siempre nos encontramos en la
encrucijada que plantea el salmo: “somos como paja que se lleva el viento” (v.4) o
resolvemos “no seguir el consejo de los malvados” (v.1). Nos sumamos a una
comunicación que busca aceptación popular aportando un discurso “aceptable” que compra
la opinión pública sin límites éticos, u optamos por no traicionar nuestras convicciones.
Sólo se elige este camino cuando “se medita de día y de noche la ley del Señor” (v. 2) y se
sabe con la certeza de la fe, “que el camino de los malvados termina mal” (v.6).
La elección de nuestro camino, en la fe del Señor que nos envía, nos enfrenta con el
desafío de ir contra corriente, pero nos asegura la producción de los frutos que deseamos:
“todo lo que haga le saldrá bien” (v.3).
El Salmo 3 nos invita a la confianza en Dios, garantía de seguridad para nuestra
pequeñez. El comunicador católico experimenta siempre la pobreza de sus medios, la
pequeñez de su voz y de sus logros frente a esa “multitud innumerable” (v.7) de mensajes,
de técnicas, de valores que se transmiten en el amplio mundo de la comunicación masmedial. No puede no sentir y experimentar en algún momento la incomprensión, la burla, el
cuestionamiento permanente frente al mensaje, cuando no, la calumnia, la difamación y el
desprecio frente a sus pensamientos y palabras. “Son numerosos los adversarios que se
levantan contra mí” (v.2). Pero el creyente se sabe sostenido por la mano de Dios, por eso
no teme y espera: “Tú eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes erguida mi cabeza” (v.4).
Sabe que si “invoca al Señor en alta voz, él le responde desde su santa montaña” (v.5).
El Salmo 5 asegura el triunfo del bien y pide a Dios el fracaso de las intrigas de
quienes se comunican con mal espíritu y perjudican a los demás. Esta comunicación que
destruye y no construye, que aliena y no libera, que se revela contra la verdad y falsea la
realidad según su conveniencia, forma parte de la comunicación que muchas veces
transmiten algunos medios de comunicación social. “En su boca no hay sinceridad, su
corazón es perverso; su garganta es un sepulcro abierto, aunque adulan con su lengua”
(v.10). “Cada palabra que pronuncian es un pecado en su boca; queden atrapados en su
orgullo por las blasfemias y mentiras que profieren” (Salmo 59,13). “Ellos afilan su lengua
como una espada y apuntan como flechas sus palabras venenosas” (Salmo 64,4).
Al pedir a Dios que nos guíe por su justicia y nos abra el camino llano (salmo 5, 9)
le pedimos que nos haga siempre sinceros y veraces en nuestras expresiones, que de
nuestros labios surjan siempre palabras que iluminen y que edifique a aquellos que nos
escuchan.
Con el Salmo 8 contemplamos con ojos asombrados la obra de Dios en la creación
y a nosotros mismos que, insignificantes en comparación con la majestad del cielo,
recibimos una dignidad semejante a la de nuestro Dios (v.6). Todas las cosas fueron
sometidas a nuestro dominio (v.7). Entre lo creado por Dios y lo transformado por el
ingenio del hombre, se encuentran los medios de comunicación social, maravillosos
inventos de la técnica, frutos del ingenio creador del hombre y signos de la providencia de
Dios. El creador de la comunicación humana, de la voz, del lenguaje, los gestos y la
expresión, dio al hombre la inteligencia participada de su ser e hizo de nuestras manos
herramientas con las que con nuestro saber transformamos lo dado como don en nuevas
realidades. Así hemos amplificado nuestra voz para comunicarnos más y llegar hasta los
confines de la tierra. Le dimos imagen, luz y color a nuestras expresiones; palabras y
escritura a nuestros pensamientos y una ciencia capaz de acercarnos y hermanarnos. No
queda pues, más que exclamar: “¡Señor, nuestro Dios, que admirable es tu Nombre en toda
la tierra!” (v.10).
El Salmo 12 es un clamor a Dios frente a la mentira y la soberbia: los enemigos de
la comunicación humana. Dicen los jactanciosos: “En la lengua está nuestra fuerza;
nuestros labios nos defienden, ¿quién nos dominará?” (v.5). ¡Nos salve el Señor de la
mentira, de hablar con labios engañosos y con doblez de corazón!, porque como enseña el
Salmo 15, “habitarán en la casa del Señor los que dicen la verdad de corazón y no
calumnian con su lengua, los que no hacen mal a su prójimo ni agraviaron a sus vecinos
(v.3), los que no se retractan de lo que juraron, aunque salgan perjudicados (v.4), los que
así obran, nunca vacilarán” (v.5).
La experiencia del orante es la respuesta de un Dios que escucha. Así lo dice el
salmista en el Salmo 18: “En mi angustia invoqué al Señor, grité a mi Dios pidiendo
auxilio, y él escuchó mi voz desde su templo, mi grito llegó a sus oídos”... y también lo
dicen los salmos 5,4: “Señor, ya de madrugada escuchas mi voz”; salmo 3,5: “Invoco al
Señor en alta voz y él me responde”; salmo 28,6: “Bendito sea el Señor porque oyó la voz
de mi plegaria”; salmo 34,5: “Busqué al Señor y él me respondió”; salmo 65,3: “Tú
escuchas las plegarias”; salmo 86,7: Yo te invoco en el momento de la angustia, porque tú
me respondes”; salmo 116,1: “Amo al Señor porque él escucha el clamor de su súplica”;
salmo 118,5: “En el peligro invoqué al Señor y él me escuchó dándome un alivio”; salmo
120,1: “En mi aflicción invoqué al Señor, y él me respondió”; salmo 138,3: “Me
respondiste cada vez que te invoqué”, entre muchos otros. La verdadera comunicación
comienza con la escucha, que es la actitud humilde de quien sabe que no sabe todo, que
siempre hay algo para aprender. Es la actitud de quien está abierto a la verdad y no impone
su pensamiento, sino que se abre al diálogo y a la búsqueda en comunión de lo verdadero.
Que como los oídos de Dios, también los nuestros estén siempre abiertos para escuchar, y
sólo entonces responder.
Dios es comunicación y en su creación nos habla y nos deja su mensaje. Con la
maravilla de la lírica didáctica del Salmo 19 se alaba la creación que comunica, desde el
cielo que proclama la gloria de Dios y el firmamento que anuncia la obra de las manos de
Dios, hasta esa transmisión de un día a otro y de las noches que dan mensajes y comunican
noticias (v.2-3).
“Sin hablar, sin pronunciar palabras, sin que se escuche su voz, resuena su eco por
toda la tierra y su lenguaje, hasta los confines de la tierra” (v.4-5).
Es nuestra comunicación humana, en su lenguaje verbal y no verbal, la imagen y la
semejanza de la comunicación divina. “¡Ojalá sean siempre de nuestro agrado sus
palabras!” (v.15).
El Salmo 29 describe la voz de Dios, las cualidades de la voz divina que se
comunica con el hombre, esa voz que se siente en el interior como un trueno, esa voz que
llama, que exhorta, que consuela, que trae fuerza, luz, alegría...
Es voz potente y majestuosa (v.4), es voz que parte los cedros y lanza llamas de
fuego (v.5-7), es voz que hace temblar el desierto y retuerce las encinas (v.8-9).
El comunicador social que ejerce su misión con el importante instrumento de su
voz, debe ir permanentemente a su interior para que, en la quietud y el silencio, oír la voz
magnífica de su Dios, y convertir las cualidades de su propia voz en los atributos de la voz
divina. Que de nuestra voz, cual espada de doble filo, brote siempre la palabra de Dios para
persuadir, convencer, testimoniar, enseñar y consolar. Que sea siempre una voz que anuncie
con pasión el mensaje que rescata y salva a los hombres.
De esa voz poderosa, brota la Palabra creadora, Palabra que describe el Salmo 33.
Palabra recta y que obra con lealtad (v.4), palabra que hizo el cielo; aliento de su boca que
hizo los ejércitos celestiales (v.6). “El lo dijo, y el mundo existió, él dio una orden, y todo
subsiste” (v.9).
Son también nuestras palabras humanas imagen y semejanza de la Palabra divina.
Nuestras palabras tienen el poder de construir o destruir, sanar o herir, bendecir o
maldecir... Con una sola palabra podemos hacer mucho bien o mucho mal. Una sola palabra
que sale de nuestra boca puede destruir, perjudicar, lastimar o matar, pero también una sola
palabra salida de nuestra boca puede construir, aliviar, sanar y dar vida, por ello, le
suplicamos al Señor con el Salmo 34: “Guarda mi lengua del mal, y mis labios de palabras
mentirosas...” (v.14).
El cristiano anhela la visión de Dios, verle lleno de gloria, contemplarlo
eternamente. La imagen de Dios, borrosa hoy en el claro-oscuro de la fe, será imagen nítida
en la comunicación eterna. El Salmo 42 expresa esta nostalgia de lo que un día se revelará.
“¿Cuándo iré a contemplar el rostro de Dios?” (v.3). Dios es sólo Palabras. Nadie lo ha
visto jamás, sino el Hijo, Jesucristo, imagen del Dios invisible.
Palabras e imágenes forman parte de la cultura audiovisual en la que se comunica el
hombre de hoy. ¡Cómo no sembrar en los corazones este deseo, esta ansia, esta nostalgia
por ver a Dios!. ¡Así como la cierva sedienta va en busca el agua, así suspira nuestra alma
por Dios! (v.2).
El poder elocuente de la imagen nos abrió a un conocimiento superior a partir del
invento del cine y la televisión. Lo visto, guardado en la retina, entra con mayor fuerza en
nuestro corazón. Nuestros ojos, ventana del mundo, nos incorporan la verdad de lo que
perciben y retienen en la memoria lo que contemplan con la visión.
Así también un día será pleno nuestro conocimiento de Dios cuando lo veamos cara
a cara, y podamos exclamar: “Hemos visto lo que habíamos oído en la ciudad de nuestro
Dios” (Salmo 48,9).
Quien comunica la verdad de Dios es un enamorado que no puede silenciar su amor.
El poema nupcial en honor del Rey del Salmo 45 presenta la comunicación enraizada en el
amor que brota del corazón y se expresa en la voz. “Me brota del corazón un hermoso
poema” (v.2). Es del corazón desde donde nos comunicamos. Cuando nuestra
comunicación sale del corazón y llega a otro corazón se realiza el circuito de la
comunicación humana. Lo que brota del corazón sólo llega a otro corazón. Lo que decimos
desde nosotros mismos y de nuestra propia experiencia, de lo que reflexionamos y vivimos,
de los que “a mí me dice mucho”, hace creíble mi comunicación, veraz e indiscutible mi
discurso, y allí es eficaz hasta la fluidez de mis palabras: “mi lengua es como la pluma de
un hábil escribiente” (v.2).
Nadie puede callar esa palabra de amor que arde y quema en su corazón, pues hay
una palabra que todos deben oír y que a nosotros se nos pide pronunciar.
“Oigan esto todos los pueblos; escuche, todos los habitantes del mundo, tanto los
humildes como los poderosos, el rico lo mismo que el pobre”.
Así comienza el Salmo 49 con este llamado universal. Nosotros recibimos de
Cristo la misión de anunciar el Evangelio hasta los confines del mundo, proclamándolo
desde los tejados. Hay una buena noticia que anunciar, una verdad que decir. El mundo
tiene que saber que Jesús es el Señor: “No, nadie puede rescatarse a sí mismo, ni pagar a
Dios el precio de su liberación” (v.8). Es el mensaje de salvación que debe alcanza a todos
los hombres sobre la tierra.
Hoy, los poderosos instrumentos de la comunicación social, tan influyentes con su
influjo en la cultura actual, nos dan la posibilidad cierta y real de que “todos los pueblos y
todos los habitantes del mundo puedan oírnos”. Por ello, ya nos decía Pablo VI, que nos
sentiríamos culpables delante de Dios si no utilizáramos estos medios para evangelizar.
Esta misión evangelizadora supone la coherencia de vida para su eficacia. Anunciar
con las palabras y testimoniar con las obras es la tarea del comunicador. La dualidad de
vida: decir una cosa y hacer otra, es motivo de acusación en el Salmo 50. “¿Cómo te
atreves a pregonar mis mandamientos y a mencionar mi alianza con tu boca, tú que
aborreces toda enseñanza y te despreocupas de mis palabras?” (v.17) “...hablas mal sin
ningún reparo y tramas engaños con tu lengua” (v.19). “Haces esto, ¿y yo me voy a callar?”
(v.21).
No olvidemos que el hombre de hoy escucha más a los testigos que a los maestros.
Más que a los que enseñan, a los que dan testimonio.
Es por ello, que con la súplica del pecador arrepentido del Salmo 51 le decimos a
nuestro buen Dios: “Tú que amas la sinceridad del corazón y me enseñas la sabiduría en mi
interior... (v.8), crea en mí un corazón puro (v.12) y no retires de mí tu santo Espíritu”
(v.13). “Abre mis labios Señor, y mi boca proclamará tu alabanza” (v.17).
Nuestro corazón debe ser cada día purificado por la gracia, ya que, como
comunicadores sociales, ocupamos un puesto relevante en la sociedad. Ejercemos un poder
indiscutible sobre las personas, especialmente sobre los niños y jóvenes. Esto nos hace
responsables en el uso y abuso de los medios de comunicación.
A los que valiéndose de este poder se confabulan con el mal, los acusa el Señor en
el Salmo 52: “Tu lengua es una navaja afilada, y no haces más que engañar. Prefieres el
mal al bien, la mentira a la verdad; amas las palabras hirientes, ¡lengua mentirosa!” (v.4-6).
El comunicador cristiano siente siempre el dolor de la insensatez de los que olvidan
a Dios.
Lo que describe el Salmo 53 es también reflejo de nuestra realidad. Hoy vivimos en
un mundo que prescinde de Dios, en sociedades que se vuelven cada día más anticristianas.
Hoy vemos, como en el salmo, que “todos están pervertidos, hacen cosas abominables,
nadie practica el bien” (v.2). Y es esa verdad la que se que proclama diariamente en nuestra
crónicas: “Todos están extraviados, igualmente corrompidos” (v.4). Así somos muchas
veces profetas de calamidades y no profetas de esperanza. Nuestra fe nos da la certeza de
que al fin el bien triunfará sobre el mal, que el pecado y la muerte no tienen la última
palabra. La promesa esperanzadora con la que culmina el salmo: “Cuando el Señor cambie
la suerte de su pueblo, se alegrará Jacob y gozará Israel” (v.7), nosotros la hemos visto
cumplida en Jesús.
Con el Salmo 95 hacemos nuestro el deseo del salmista en la exhortación a la
fidelidad, que sale de la boca de Dios. También nuestro pueblo tiene que abrir su corazón a
la Palabra de Dios. “¡Ojalá hoy escuchen la voz del Señor: no endurezcan su corazón como
en Meribá, como en el día de Masá en el desierto!” (v.8). Para que ello ocurra hemos de
seguir proclamando al hombre de hoy, con el lenguaje del hombre de hoy y utilizando los
medios con los que se comunica el hombre de hoy, la novedad del Evangelio. ¿Cómo no
sentir dentro la invitación del Salmo 96?: “Anuncien su gloria entre las naciones y sus
maravillas entre los pueblos” (v.3). “Digan entre las naciones: ¡el Señor reina!” (v.10).
Aceptar esta invitación del Señor es sentir dentro su mandato y responder con todo
nuestro ser a esta vocación. Nuestra respuesta requiere entusiasmo y pasión, creatividad y
alegría, capacitación y formación permanente, para que delante del Señor podamos
exclamar de corazón: “Mi boca anunciará incesantemente tus actos de justicia y salvación”
(Salmo 71,15), uniéndonos a tantos otros hermanos que en distintas partes del mundo han
recibido el mismo llamado, la misma misión: “El Señor pronuncia su palabra y una legión
de mensajeros anuncia la noticia” (Salmo 68,12). Esos mensajeros son los que escucharon
dentro la voz desconocida que les ha dicho: “Abre tu boca y la llenaré con mi palabra”
(Salmo 81,6).
El Salmo 115 nos hace rezar: “No nos glorifiques a nosotros, Señor: glorifica
solamente tu Nombre” (v.1). El paganismo circundante de nuestra época se opone a la
profesión de fe en el único Dios. Los ídolos de hoy también “tienen boca pero no hablan,
tienen ojos pero no ven, tienen orejas pero no oyen, tienen nariz pero no huelen” (v.5-6). Ni
un solo sonido sale de su garganta (v.7).
El comunicador cristiano centra su atención en Jesucristo. Esa es la verdad que
anuncia. Se sabe instrumento en las manos de quien es el único que puede transformar el
corazón de los hombres. Su apostolado lo ejerce desde el amor a la palabra de Dios, que es
su fuente de alegría y esperanza. Es esa palabra, escuchada en la oración y vivida en las
obras, la que testifica con sus palabras y hace creíble con su testimonio. Por eso reza con el
salmista: “¡Ojalá yo me mantenga firme en la observancia de tus preceptos!”. Este versículo
del Salmo 119 forma parte del elogio que se hace a la ley del Señor y la felicidad que
tienen aquellos que la cumplen. “Conservo tu palabra en mi corazón... Enseñaré tus
preceptos” (v.11-12). “Yo proclamo con mis labios todos los juicios de tu boca” (v.13). “Mi
alegría está en tus preceptos: no me olvidaré de tu palabra” (v.16) “Tu palabra es una
lámpara para mis pasos y una luz en mi camino” (v.105).
Si no es la Palabra la luz de nuestros ojos, si no está el Señor en la meta de nuestros
trabajos, muy pocos frutos consigue el comunicador en su apostolado. Serán sólo palabras y
gestos, vacíos de todo si no está lleno de Dios. El Salmo 127 nos recuerda que sólo Dios
puede asegurar la prosperidad de los esfuerzos humanos: “Si el Señor no edifica la casa, en
vano trabajan los albañiles” (v.1). “Es inútil que ustedes madruguen; es inútil que velen
hasta muy tarde y se desvivan por ganar el pan: ¡Dios lo da a sus amigos mientras
duermen” (v.2). Y su providencia para con nosotros se manifiesta también en su insondable
sabiduría que penetra todas las cosas y sondea hasta lo íntimo de nuestro corazón: “Antes
que la palabra esté en mi lengua, tú, Señor, la conoces plenamente” (Salmo 139, 4).
Toda la obra de Dios es digna de alabanza, y especialmente nuestros labios tendrán
que alabarlo, esos labios en los que ponemos sus divinas palabras... Esos labios que hablan
de El, tendrán que hablar con El cada día, para que toda la vida sea una continua invitación
a reconocer la grandeza de Dios y brindarle alabanzas. Nuestra vida deberá proclamar lo
que el salmista proclama en el Salmo 66: “¡Aclame al Señor, toda la tierra!” (v.1). “Vengan
a ver las obras del Señor” (v.8), porque “el Señor es fiel en todas sus palabras y bondadoso
en todas sus acciones” (Salmo 145, 13), porque “envía su mensaje a la tierra y su palabra
corre velozmente” (Salmo 147, 15). “Revela su palabra, sus preceptos y mandatos” (v.19).
Por eso, aceptemos la invitación del Salmo 149 y “glorifiquemos a Dios con
nuestras gargantas, y empuñemos la espada de dos filos” (v.6).
“El Señor tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones.
¡Que los pueblos te den gracias, Señor,
que todos los pueblos te den gracias!
Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
¡Que los pueblos te den gracias, Señor,
que todos los pueblos te den gracias!
La tierra ha dado su fruto:
el Señor, nuestro Dios, nos bendice.
Que Dios nos bendiga
y lo teman todos los confines de la tierra.
(Salmo 67)
(*) Delegado Episcopal para las Comunicaciones Sociales del Arzobispado de Rosario,
Argentina. Coordinador de la Red de teología de OCLACC.-