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“VANIDAD DE VANIDADES”
El Evangelio de este domingo (4 de agosto, Lucas 12, 13-21) nos advierte de un peligro tan viejo
como nuevo: la ambición del corazón. La ambición por los bienes materiales. Jesús que va
educando a los discípulos, les dice y en ellos hoy a nosotros: el corazón de quien se decide por
Cristo debe estar liberado de toda ambición pagana. No es que tengamos que ser ajenos a las
realidades de este mundo, pero sí nos advierte del peligro de resultar prisioneros por la sed del
poseer y un poseer que nos lleva a olvidar lo fundamental: la vida eterna. El discípulo debe de
aspirar a una felicidad que no es para un rato, no es una felicidad temporal sino una felicidad
que es para siempre.
La ocasión para esta gran enseñanza de cuidar nuestro corazón de toda ambición se da cuando
un hombre entre la gente, le pide a Jesús que intervenga en un litigio entre él y su hermano por
cuestiones de herencia. Dos hermanos se están peleando por la herencia. ¿Conocen ustedes a
alguna familia que se haya peleado en el momento de repartir la herencia? Cuántos vínculos
familiares se han roto por cuestiones de éstas. Es una pena, pero ha sucedido y sigue
sucediendo.
A Jesús entonces, le piden que ayude a dirimir ese conflicto. Como es habitual, cuando a Jesús
le presentan casos particulares (La mujer adúltera, el pago del tributo al César, el caso del
divorcio, etc.), Él no responde directamente, sino que va a la raíz del problema; se sitúa en un
plano más elevado mostrando así el error que está en la base de la propia cuestión. Estos dos
hermanos están equivocados porque lo que está en el fondo es la codicia, no el amor a la
justicia. El vínculo entre estos dos hermanos se ha reducido a una simple herencia para repartir.
La ambición cuando se instala en el corazón, silencia todo sentimiento bueno, cosifica y
deshumaniza al hermano.
¿Cómo muestra Jesús que ellos están equivocados? Lo hace por medio de una parábola. La del
rico necio que cree tener todo bajo control porque ha acumulado muchas riquezas y a quien esa
misma noche se le pedirán cuentas de su vida. Fijémonos que Jesús concluye la parábola con
una sentencia: “Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece ante Dios”. Ante esta
realidad, en donde el hombre puede llegar a fracasar por completo, haciendo realidad lo que nos
dice el libro del Eclesiastés 1,2: “Todos es vanidad de vanidades”, existe una salida, “hacerse
rico ante Dios”. ¿De qué manera? Lo explica el mismo Jesús en el Evangelio (Lucas 12,33-34)
“Háganse bolsas que no se desgasten y acumulen un tesoro inagotable en el cielo, donde no se
acerca el ladrón ni destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su
corazón” Por lo tanto, lo más importante de la vida no es tener bienes, sino hacer el bien. El
bien poseído se queda aquí abajo; el bien hecho lo llevamos con nosotros.
Jesús nos enseña una forma segura de triunfar. Triunfar es ser más imagen de Dios. Es vivir la
dimensión humana, temporal, con ilusión y alegría y en actitud de servicio. Triunfar es negarse
a vivir sólo en un mundo cerrado, en un presente sin apertura al mañana de Dios. Lo mejor que
podemos hacer con nuestra vida es gastarla en algo que perdure más allá de la misma vida. Hay
que pensar en todo y también en el final, en la muerte, cosa que nuestro hombre rico, calificado
de necio no hizo.
Pbro. César Buitrago