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DESCIFRANDO EL SECRETO DE LA VIDA.
María Emilia Beyer Ruiz
¿Qué es la vida? ¿Qué nos hace capaces de respirar, comer dormir, sentir
y hasta morir? Los seres humanos han perseguido las respuestas a estas
preguntas desde hace muchos siglos. Definir la vida ha sido una tarea ardua, que
ocupa la mente de filósofos, historiadores, antropólogos, naturalistas, humanistas,
religiosos y científicos.
Para la Biología (ciencia que se encarga precisamente del estudio de la
vida) la definición debería ser fácil; sin embargo, no lo es.
Tal vez has escuchado que un organismo vivo es aquel que nace, crece, se
desarrolla, se reproduce y muere. Esta definición se tambalea ante los virus, pues
éstos siguen muchos de los pasos anteriormente señalados y sin embargo para
muchos científicos no son más que cápsulas conteniendo información capaz de
infiltrarse en las células y alterarlas hasta causar un daño al organismo hospedero.
¿Has oído que a las computadoras las atacan los virus cibernéticos? Éstos son
programas específicos creados por el ser humano pero siguen un patrón muy
parecido al del virus en la naturaleza: introducen información que obliga a la
computadora (o en su caso a la célula) a ejecutar programas que ocasionan daños
en ocasiones irreparables.
Dada la vaga definición que tenemos de la vida, no es de extrañar que la
búsqueda del secreto de la misma continuara durante años en diversas disciplinas
científicas y humanísticas.
La capacidad que tienen un organismo de heredar sus características
biológicas a través de “factores “a los descendientes fue descrita por Gregorio
Mendel quien obtuvo los conocimientos en los que actualmente se basa la
genética haciendo cruzas con plantas de chícharo en el jardín del monasterio
donde vivía. Durante su experimento Mendel encontró que las características de
las generaciones anteriores pasaban a las generaciones de plantas más jóvenes;
en algunos casos el hijo era igual a alguno de los padres y en otros el resultado
era una mezcla de la generación anterior. Mendel supuso la existencia de
unidades de transmisión de herencia, unas dominantes sobre otras, lo que
explicaba que algunas plantas aparentemente no conservaran ninguna
característica de uno de los padres.
Con observaciones de más de treinta mil plantas y creyendo firmemente en
sus resultados, Mendel escribió un artículo en 1866 y reportó los experimentos a
Kart Nägeli, un profesor de botánica de Munich, quien lo alentó a continuar
trabajando en el monasterio mientras él publicaba un extenso tratado acerca de la
herencia (sin mencionar a Mendel, por supuesto). La historia de Mendel tuvo,
después de todo, un final feliz: aunque en vida nunca disfruto de reconocimiento
alguno, su obra se redescubrió en 1900 y actualmente se le reconoce como el
padre de la genética.
Beyer, R. M. (2008) Gen o no gen. El dilema del conocimiento genético. Lectorum. México, D. F. pp.17-27
Una pareja dispareja.
En 1953, el físico inglés Francis Crick hizo un anuncio que puede
parecernos pretencioso: informó a sus colegas que había descubierto “el secreto
de la vida”.
Tenía razón.
Francis Crick trabajaba en el laboratorio Cavendish de la Universidad de
Cambridge en Inglaterra. No era un científico renombrado (aunque sus colegas
reconocían que poseía una mente crítica capaz de analizar eficientemente los
fenómenos científicos). Como puede sucederle a cualquiera de nosotros, Crick
sentía que su rendimiento en el campo profesional era bajo porque necesitaba de
un motor o una pasión. Esta pasión no la encontraría en la física sino en la
bioquímica. Lejos estaba Francis Crick de imaginar el impacto que ocasionaría en
el mundo de la ciencia su relación profesional con el biólogo estadounidense
James Watson. Watson era un joven de apenas 20 años que estaba sumamente
interesado en estudiar la molécula del ácido desoxirribonucleico o ADN.
Convenció a Crick para iniciar una investigación y así nació una de las
colaboraciones más interesantes del mundo de la ciencia.
A veces es más importante saber
observar que saber hacer…
No crean que el mérito de Watson y Crick fue descubrir el ADN, pues éste
ya se conocía desde 1870 aproximadamente. Su descubridor, sin embargo, no se
percató de la importancia que esta molécula podía tener en los mecanismos
biológicos.
Tampoco era nueva la biología celular, cuyos estudios nos permitieron
comprender que un ser vivo está compuesto por una o varias células. Estas
células pueden carecer de núcleo celular (como en el caso de las bacterias), y se
les conoce como células procariontes. El material genético generalmente se
encuentra formando un anillo. En los protozoarios, hongos, plantas y animales las
células tienen núcleos celulares en cuyo interior se albergan los cromosomas, y se
les conoce como células eucariontes. Esta información estaba al alcance de todos,
pero aún quedaban secretos por descubrir, por ejemplo: Se sabía que los
cromosomas estaban compuestos por ADN, pero se ignoraba que esta molécula
en apariencia tan simple contuviera la información necesaria para heredar las
características biológicas de toda una especie.
También se conocía la existencia de los genes desde las primeras décadas
del siglo XX. Sin embargo, no se creía que los genes estuvieran compuestos por
ADN, y la molécula permaneció en segundo plano durante décadas.
En una época en la que los científicos preferían estudiar fenómenos
relacionados con la energía, las proteínas y las reacciones químicas, Watson y
Crick fijaron su objeto de estudio en esta molécula compuesta por un azúcar
(desoxirribosa), átomos de oxígeno alrededor de un átomo de fósforo y algunas
estructuras que se conocen con el nombre de bases nitrogenadas. Comparado
con las proteínas, por ejemplo el ADN parecía una estructura demasiado sencilla
para contener información importante. Sin embargo, los estudios de ambos
Beyer, R. M. (2008) Gen o no gen. El dilema del conocimiento genético. Lectorum. México, D. F. pp. 17-27
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científicos demostraron que el secreto de la vida (al menos en el sentido
bioquímico estricto) se encontraba inmerso en la estructura del ADN
Empieza la carrera…
A pesar de que no estaba “de moda”, el ADN llamó la atención de algunos
grupos de investigadores. Uno de ellos, Linus Pauling, era considerado el mejor
químico del mundo. Su fama, además estaba bien ganada pues Pauling recibió
dos premios Nobel (Uno de ellos fue el de la Paz). El hijo de Linus Pauling
trabajaba en Cambridge. Un buen día decidió discutir los avances de su padre con
Watson y Crick. Aunque éstos se percataron de que el modelo de Pauling para
explicar la estructura del ADN tenía errores, se dieron cuenta de que la carrera por
el descubrimiento había comenzado. En principio, Watson y Crick no eran
competencia para el mejor químico del mundo. Pero la suerte les sonrió de forma
inesperada.
Watson y Crick conocían el trabajo que realizaba Rosalind Franklin. Esta
investigadora inglesa sospechaba también que el ADN escondía información que
podía ser importante. Aplicó entonces una técnica en el laboratorio, en donde
bombardeó con rayos X unas hebras de ADN y recibió en una placa fotográfica el
resultado. Obtuvo así una imagen que permitió a Watson y Crick idear un modelo
que explicaba la organización molecular del ADN.
Básicamente, encontraron una estructura retorcida a manera de escalera de
caracol (aunque los científicos decidieron llamarla “doble hélice”: parece mucho
más sencillo comparar al ADN con una estructura que todos hemos visto en la
vida cotidiana). Si imaginamos entonces que el ADN es una escalera que se
enrolla hacia arriba, encontraremos que:
El ADN está compuesto por cuatro bases nitrogenadas que son: la adenina,
la timina, la citosina y la guanina. En la escalera del ADN cada peldaño está
formado por la unión química de dos bases. Para facilitarnos la lectura, los
científicos identifican a las bases con sus letras iniciales, de modo que adenina se
abrevia como A, citosina con C, timina con la letra T y guanina se identifica con la
letra G.
Por otro lado, el pasamanos de la escalera está compuesto por el azúcar
desoxirribosa y los fosfatos. Hay un pasamanos enfrente del otro, delimitando los
escalones o peldaños.
Watson y Crick notaron que las cuatro bases que formaban los “peldaño” de
la escalera obedecían siempre de una misma regla: a la adenina (A) se le une
siempre la timina (T), mientras que la otra pareja está formada por la guanina (G) y
la citosina (C). A continuación, en la parte más divertida del experimento, Watson
y Crick se dieron a la tarea de armar modelos de la molécula en tercera dimensión
para demostrar cómo se unían las bases nitrogenadas y cómo giraba la molécula
en el espacio.
La belleza del modelo consiste en su simplicidad: se trata de una molécula
que se enrolla en el espacio, compuesta por cuatro bases que tienen una regla
específica para unirse: A siempre va con T y G se alinea con C. En pocas
palabras, toda la información de nuestra herencia se “escribe” con cuatro letras del
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mismo modo que nosotros utilizamos para escribir palabras un alfabeto que va de
la A a la Z.
Las investigaciones de Watson y Crick nos demuestran que a veces es tan
importante saber hacer como saber observar. Gran parte del conocimiento estaba
al alcance de todos desde hacía muchos años, pero fueron ellos quienes unieron
las piezas del rompecabezas.
Watson y Crick publicaron sus resultados en la prestigiada revista Nature en
abril de 1953. Una vez reconocida la importancia de su modelo, recibieron el
Premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1962 por la acertada descripción de la
estructura de “Doble hélice” que tiene el ADN, pero si repasamos las páginas
anteriores notaremos que tanto el ADN como los genes y los cromosomas se
conocían desde mucho antes.
Desafortunadamente a Rosalind Franklin no se le dio crédito alguno, y
murió de cáncer antes de que se otorgara el Premio Nobel.
Esta competencia por el descubrimiento nos deja una moraleja: se requiere
que un científico tenga la capacidad de observar claramente para evaluar la
importancia de aquello que descubre. En gran medida la unión profesional de
Watson y Crick resultó tan exitosa precisamente por eso: sacaron a la luz a una
molécula que encontramos presente en todos los organismos vivos desde hace
3500 millones de años, y por fin le dieron el papel protagónico que se merecía.
Algunos científicos califican al ADN como el descubrimiento más
trascendente del último milenio.
Beyer, R. M. (2008) Gen o no gen. El dilema del conocimiento genético. Lectorum.
México, D. F. pp. 17-27
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