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Publicado en NOSTROMO Revista crítica latinoamericana, número monográfico sobre Crisis ambiental, neoextractivismo y antagonismo social, año IV, núm. 5, otoño de 2011/ invierno de 2012, p. 120-134.
Jorge Riechmann
Animales humanos y no humanos:
Nobleza obliga
“Ahí está el busilis del problema: ¿las corridas de toros deben ser consideradas
cívicamente inmorales o no? Si lo son, en el sentido de que resultan
incompatibles con los derechos fundamentales sobre los que se basa nuestra
Constitución o con principios éticos inapelables sobre los que quisiéramos que se
fundase la civilización, deben ser prohibidas por mucha tradición y mucho arte
que las avale y aunque sean el modus vivendi de numerosas personas. Como
señaló la pasada Semana Santa un antitaurino, también la crucifixión de Cristo ha
dado lugar a admirables obras artísticas y venerables tradiciones piadosas, pero
no por ello autorizamos que se siga hoy en día crucificando a la gente.”1
Fernando Savater
“Los abrigos de pieles presentados con cuidados exquisitos en los escaparates de
los grandes peleteros parecen estar a mil leguas de la foca derribada a palos
sobre el banco de hielo, o del mapache aprisionado en una trampa que se roe una
pata para tratar de recobrar su libertad. La bella que se maquilla no sabe que sus
cosméticos han sido probados en conejos o cobayas que han muerto sacrificados
o han quedado ciegos. La inconsciencia y, consecuentemente, la tranquilidad de
conciencia del comprador o la compradora es total, así como es total, por
ignorancia y por falta de imaginación, la inocencia de los que se empeñan en
justificar las diversas especies de gulags2 o quienes preconizan el empleo del
arma atómica. Una civilización que se aleja cada vez más de la realidad produce
cada vez más víctimas, comprendida ella misma.”
Marguerite Yourcenar3
¿Alienígenas?
Imaginemos que –como en tantas películas de ciencia-ficción— llega del espacio una raza alienígena,
dotada de una tecnología muy avanzada, que trata por todos los medios de apropiarse de los recursos
terrestres y someter a los seres terrícolas, esclavizándolos y explotándolos despiadadamente… Como
en esas películas, esperaríamos que se encendiese la llama de la rebelión contra los crueles
alienígenas, ¿verdad?
Ay… si uno lo piensa un poco quizá llegue a ver que esos invasores ya están aquí, y somos nosotros.
Punto por punto, la descripción de su conducta podemos aplicarla al comportamiento de los seres
humanos en la biósfera. Nos comportamos frente a los seres vivos y los recursos naturales como esa
raza alienígena venida del espacio exterior. Y de esta manera destruimos; y también –porque somos
interdependientes y ecodependientes— nos autodestruimos.
1
Fernando Savater, Tauroética, Turpial, Madrid 2011, p. 18.
Un gulag es un lugar en el que se encarcelan a prisioneros políticos y sirve como un mecanismo de represión a la oposición
política del Estado.
3
Marguerite Yourcenar, “¿Quién puede saber si el alma del animal desciende bajo la tierra?”, en Andrea Padilla y Vicente Torres
(comps.), Marguerite Yourcenar y la ecología, Universidad de los Andes, Bogotá 2007, p. 55.
1
2
¿Tratar bien a un toro consiste en lidiarlo?
En mi modesta opinión, Fernando Savater –tan donoso discurridor sobre muchas cuestiones-- nunca
hila muy fino en su reflexión sobre la naturaleza, o sobre el trato que dispensamos a los animales no
humanos4. Pero el cabreo que dispensó en forma de artículo de prensa tras la histórica votación en el
Parlament de Catalunya (el 28 de julio de 2010) que había prohibido las corridas de toros sobrepasa
lo que le habíamos leído anteriormente.
“A los animales domésticos se les maltrata cuando no se les trata de manera acorde con
el fin para el que fueron criados. No es maltrato obtener huevos de las gallinas, jamones
del cerdo, velocidad del caballo o bravura del toro. Todos esos animales y tantos otros
no son fruto de la mera evolución sino del designio humano (...). Tratar bien a un toro de
lidia consiste precisamente en lidiarlo” 5.
De acuerdo con este razonamiento, tratar bien a una niña criada como esclava sexual consistiría en
violarla. Tratar bien a un gladiador ha de consistir en hacerlo pelear hasta la muerte en el circo
romano (suponiendo que fuera criado para ello). No habrá problema ninguno con el uso de los
castrati6 para diversión de príncipes y prelados, qué duda cabe de que son fruto del designio humano.
Y si a algún ingeniero genético ligero de cascos se le ocurre iniciar la producción industrial de bebés
transgénicos para elaborar con ellos cremas de belleza, adelante: tampoco ellos serían, al fin y al cabo,
producto de la evolución sino del ingenio de los hombres...
Frente a esto, sin duda Savater replicaría que no cabe tratar a humanos y no humanos aplicando el
mismo conjunto de criterios morales: para los primeros ética kantiana (o algo semejante), para los
segundos instrumentalización sin límites. Según el pensador donostiarra, nuestra relación con la
naturaleza o con los animales no humanos ha de regularla la sensibilidad o el gusto estético, pero no la
ética. Así, Savater escribe en el mismo artículo de prensa: “La moral trata de las relaciones con
nuestros semejantes y no con el resto de la naturaleza. Precisamente la ética es el reconocimiento de
la excepcionalidad de la libertad racional en el mundo de las necesidades y los instintos”. Pero aquí
está incurriendo en una petición de principio: lo que debería ser probado se asume como premisa.
Savater presupone que existe una diferencia radical entre animales humanos y no humanos, que es
precisamente lo que está en cuestión: tal “abismo ontológico” es, en mi opinión, una ventajista
construcción humana que no puede defenderse sin arbitrariedad7, sin incurrir en especismo (prejuicio
de especie).
El psicólogo inglés Richard D. Ryder empleó el término speciesism por primera vez el año 1971, en un
artículo sobre “Experiments on animals”. En 1986 el Diccionario de Oxford lo definió como “la
asunción de la superioridad humana sobre otras criaturas, lo que lleva a la explotación animal”. Peter
4
Critiqué su tratamiento de la distinción natural/ artificial en Jorge Riechmann, “La industria de las manos y la nueva naturaleza
(sobre naturaleza y artificio en la era de la crisis ecológica global)”, capítulo 4 de Un mundo vulnerable (segunda edición), Los
Libros de la Catarata, Madrid 2005.
5
Fernando Savater, “Vuelve el Santo Oficio”, El País, 29 de julio de 2010. (De forma más meditada en Tauroética, Turpial, Madrid
2011, p. 41.) El 28 de julio de 2010, el Parlamento de Cataluña aprobó con 68 votos a favor, 55 en contra y 9 abstenciones abolir
las corridas de toros en Cataluña a partir del 1 de enero de 2012.
6
Durante el siglo XVI la Iglesia Católica no permitía que las mujeres cantaran en el coro y por eso se empezó a recurrir en
hombres castrados los cuales eran llamados Il Castrato. Estos hombres llegaban a tesituras que iban desde soprano a mezosoprano, debido al retiro de sus testículos en edad puberta.
7
Critiqué esa noción de un “abismo ontológico” entre los animales humanos y los no humanos en mi libro Todos los animales
somos hermanos (segunda edición en Los Libros de la Catarata, Madrid 2005), especialmente en el capítulo 1 (“Animales
humanos y no humanos en un contexto evolutivo”).
2
Singer, en su clásico Liberación animal8, lo define como: “un prejuicio o actitud parcial favorable a los
intereses de los miembros de nuestra propia especie y en contra de los de otras”.
No demos por sentados los prejuicios de nuestra época y nuestro medio social (o los de la
época inmediatamente anterior)
La petición de principio está bien identificada como falacia desde los trabajos lógicos de Aristóteles. Al
propio maestro de Estagira (como más tarde a Nietzsche) le podía parecer autoevidente que los seres
humanos se dividían de forma natural en amos innatos y siervos innatos, y que lo natural era que los
primeros esclavizasen a los segundos “por su propio bien”: pero con ello incurría él mismo en una
clamorosa petición de principio. El prejuicio clasista de su época no podía tomarse como un dato: si
acaso, tendría que justificarlo. La situación de Fernando Savater con respecto a los animales no
humanos es análoga. Si quiere razonar a partir de su prejuicio de especie, tendrá que tratar de
justificarlo primero. La discriminación especista da por sentado que los intereses de un individuo son
de mayor o menor importancia por el hecho de pertenecer a una especie animal determinada: pero
¿por qué esa pertenencia a una especie determinada ha de ser un factor moralmente relevante? No
vale afirmar simplemente que “todo lo que cuenta en la ética [es] el reconocimiento de lo humano por
lo humano y el deber íntimo que nos impone” 9, porque tenemos buenas razones para defender que,
más allá del círculo de lo humano, hemos de considerar a los animales no humanos como pacientes
morales (aunque no como los agentes que no pueden ser, claro está).
Seguramente vale la pena recordar aquí estas importantes nociones de filosofía práctica. Agente sería
aquel individuo capaz de evaluación, deliberación y decisión moral (los agentes morales forman un
subconjunto del conjunto de los seres humanos: los bebés, por ejemplo, no son agentes morales).
Diremos que algo es digno de consideración moral si debemos tenerlo en cuenta directamente, por sí
mismo, en nuestros juicios y valoraciones morales.10 Paciente moral sería aquel beneficiario de la
conducta del agente que merece consideración moral. Por ejemplo, una niña pequeña o un
discapacitado psíquico profundo no son agentes morales, pero la mayoría de nosotros pensamos que
merecen consideración moral y deben ser kantianamente tratados como “fines en sí mismos”.11
Muchos de nosotros pensamos que todos los seres vivos merecen consideración moral (aunque
distinguiendo y jerarquizando sobre la base de las capacidades con relevancia moral que posee cada
ser vivo en concreto –y no según su pertenencia a una especie determinada).12
Derechos, deberes, intereses…
Fernando Savater defiende que “reconocer derechos a los animales debería comportar suponerles
también deberes”, dada “la correlación –no meramente lingüística, desde luego– que existe entre
‘libertad’ y ‘responsabilidad’. En una palabra, como la exigencia de reciprocidad específica al menos
potencial sin la cual la ética resulta ininteligible (lo cual también distingue el caso de los recién
nacidos o los disminuidos psíquicos de cualquier tipo de simios, por despejados que sean)” 13. Pero
debería resultar claro que no tiene razón en esa exigencia de reciprocidad. Hay relaciones éticas que
8
Peter Singer, Liberación animal, Trotta, Madrid 1999. La primera edición en inglés es de 1975.
Fernando Savater, “La barbarie compasiva”, El País, 7 de septiembre de 2010.
10
Acerca de esta noción Kenneth E. Goodpaster, “Sobre lo que merece consideración moral”, en Margarita M. Valdés (comp.),
Naturaleza y valor, FCE, México DF 2004, p. 147 y ss.
11
Esta intuición es la que recoge la noción de “paciente moral” que introdujo Geoffrey J. Warnock: The Object of Morality,
Methuen, Nueva York y Londres 1971, p. 148.
12
Un planteamiento amplio de estas cuestiones en Carmen Velayos, La dimensión moral del ambiente natural: ¿Necesitamos
una nueva ética?, Comares, Granada 1996.
13
Fernando Savater, “Filantropía o zoofilia”, Revista de Libros 27, marzo de 1999
9
3
son esencialmente asimétricas, y la más importante de las mismas es precisamente la de
responsabilidad (la capitana del barco es responsable de sus pasajeros, y no a la inversa; la cirujana
torácica es responsable de su paciente mientras lo tiene sedado en la mesa de operaciones, y no a la
inversa; el hijo es responsable de su padre demenciado, y no a la inversa…). De igual forma, también
se dan deberes asimétricos, sin exigencia de reciprocidad, y bien puede suceder que tales deberes
(humanos) puedan considerarse fundadores de derechos (cuyos titulares sean animales no humanos).
Sostener lo contrario –una correlación férrea entre derechos y deberes— nos llevaría por ejemplo al
disparate moral de negar cualquier deber hacia las generaciones humanas futuras14…
Tampoco cabe aceptar, en mi opinión, la idea de Savater según la cual no cabe hablar con sentido de
“intereses” sin elección libre15 (con lo cual los animales no humanos –o los bebés humanos-- no
poseerían intereses). Hacer depender así la existencia de intereses de la capacidad para elaborarlos
discursivamente supone, otra vez, incurrir en petición de principio. Por supuesto que una planta tiene
interés en recibir suficiente luz solar, un cerdo tiene interés en no ser degollado, y una niña pequeña
tiene interés en recibir una buena educación no sexista –y los tienen aunque sean incapaces de
articularlos racionalmente. La vida va de la mano de la posesión de intereses: todos los vivientes los
tienen.
Un manotazo arbitrario
En El cerdo que quería ser jamón (y otros 99 experimentos para filósofos de salón), Julian Baggini
fantasea en los siguientes términos:
“Tras cuarenta años de vegetarianismo, Max Berger se disponía a participar de un
banquete de salchichas de cerdo, jamón y beicon crujiente (...). Max siempre había
echado de menos el sabor de la carne, pero sus principios eran más fuertes que sus
ansias culinarias. Sin embargo, ahora era capaz de comer carne sin cargo de conciencia.
El jamón, el beicon y las salchichas procedían de una cerda llamada Priscilla a la que
había conocido la semana anterior. Había sido genéticamente diseñada para poder
hablar y, lo que es más importante, para querer que se la comieran. Priscilla había
deseado toda su vida acabar en una mesa, y el día de su matanza se despertó toda
esperanzada. Le había contado todo esto a Max justo antes de dirigirse presurosa al
confortable y humano matadero. Después de escuchar su historia, Max pensaba que
sería irrespetuoso no comérsela…”
La fantasía del filósofo británico está sugiriendo, en negativo, cuáles serían las condiciones para que
matar y comer animales superiores fuese una práctica éticamente aceptable. Savater piensa que
puede quitarse el problema de encima de la mesa con un manotazo: si son “artificiales”, entonces la
voluntad del creador de artificios se sobrepone a cualquier otra consideración. Opino que se trata de
un manotazo completamente arbitrario.
Supremacismo humano
Fernando Savater tiene razón al criticar la incoherencia de los antitaurinos que comen carne (seguro
que haberlos, conservar; aunque, mire usted por donde, yo personalmente no conozco a ninguno).
Pero pedir a los defensores de los animales que renuncien a los antibióticos (“cuyo simple nombre ya
promete matanzas”16) es pura demagogia. No hay incoherencia ética ninguna entre rechazar el
antropocentrismo moral excluyente y defenderse de una infección bacteriana que nos llevaría a la
14
Traté con detalle este asunto en Jorge Riechmann, “Responsabilidad hacia las generaciones futuras”, capítulo 7 de Un mundo
vulnerable (segunda edición), Los Libros de la Catarata, Madrid 2005.
15
Fernando Savater, Tauroética, Turpial, Madrid 2011, p. 26.
16
Fernando Savater, “La barbarie compasiva”, El País, 7 de septiembre de 2010. De otra forma:
4
tumba: los defensores de los animales no se creen, por lo general, criaturas angélicas. Saben que la
tragedia existe y que no todos los valores que estimamos son siempre conciliables.
La cuestión de fondo es que ese antropocentrismo moral excluyente afirma la prioridad de cualquier
interés humano (incluso los más frívolos) frente a los intereses básicos de criaturas sintientes con
capacidades complejas muy similares a las nuestras. Y esto es lo que mucha gente nos parece
inaceptable… Escribe Savater: “La ahimsa no sólo es incompatible con alimentarse de seres vivos, sino
también con la estreptomicina y otros medios de defendernos de los peligros que suponen esos
vivientes para nosotros”17. Este es un razonamiento falaz del tipo “da igual ocho que ochenta”, basado
en negar relevancia a la distinción entre los intereses básicos de un ser humano (no morir de hambre,
sobrevivir a una infección) y nuestros deseos triviales y quizá moralmente cuestionables (comer
carne de cordero lechal, disfrutar de una buena pelea de gallos).
Quizá “antropocentrismo” no sea ni siquiera el término más adecuado para el problema moral que
está en juego. Pues por una parte existe lo que en otros lugares he llamado “antropocentrismo en
sentido epistémico”, que es inevitable (cada ser vivo existe dentro de un mundo sensorial, cognitivo y
experiencial característico de su especie, del que no puede evadirse); y por otro lado es un hecho que
el ser humano ocupa un lugar singular dentro de la biósfera, y que sus peculiares capacidades (entre
ellas, muy destacadamente, su poder destructivo) le sitúan en un lugar “central” respecto a los demás
seres vivos. El problema moral surge cuando los intereses humanos se favorecen sistemáticamente
frente a intereses de rango equivalente de los que son portadores organismos no humanos; para esto
sería menos equívoco hablar, más que de antropocentrismo, de antroposupremacismo o
“supremacismo humano” (así como denominamos “supremacismo blanco” a la ideología racista del
Ku-Klux-Klan o los neonazis europeos).
Trabajando en las raíces
Ahora bien, la mal llamada fiesta de los toros, o las torturas de animales en variados y numerosísimos
festejos de pueblos españoles, son como la espuma cultural de un mar de fondo que no siempre
percibimos. Cuantitativamente, los toros que se lidian son desde luego muchísimos menos que los
bóvidos sacrificados por su carne18.
Si hubiéramos de identificar, en el ámbito de las prácticas materiales sobre las que se basan nuestros
modos de vida, los fenómenos que causan más dolor y daño a los animales no humanos, no sería difícil
convenir en dos conjuntos de fenómenos: la crianza industrial de animales por una parte; y la
degradación y destrucción de ecosistemas por otra.
Basta con identificar estas dos fuentes de daño para que se nos haga patente que resulta imposible
frenarlas sin un potente movimiento de autolimitación, autocontención o repliegue por parte de la
especie humana. Y hay que darse cuenta de lo que esto significa: limitar drásticamente el consumo de
carne y pescado, por ejemplo, o dejar de poseer y usar automóviles privados.
Por ejemplo: una foca adulta, en el Mediterráneo, necesita comer unos veinte kilos diarios de pescado
y marisco. Los pescadores las vieron como competidoras y exterminaron a miles de ellas; ahora se
intenta reintroducir la foca monje –la foca del Mediterráneo— en Cabo de Gata, Cadaqués y Menorca.
Pero no habrá espacio para estas focas sin alguna restricción en nuestro voraz consumo de pescado y
marisco y en nuestra salvaje ocupación de la costa. En general: no podemos tener focas en nuestras
17
Fernando Savater, Tauroética, Turpial, Madrid 2011, p. 32.
Un dato impresionante es que, según cálculos de la FAO, las emisiones de gases de efecto invernadero derivadas de la cría de
ganado suponen el 18% del total.
18
5
aguas, lobos y osos en nuestros montes, sin un movimiento de autocontención humana. Este movimiento
de autocontención representa el mayor desafío de nuestra época. Y de momento, a la hora de
afrontarlo, estamos fallando.
“Cuando me preguntan por qué gasto tanto tiempo y dinero hablando de ser amable con
los animales, cuando existe tanta crueldad hacia los hombres, yo contesto: Porque estoy
trabajando en las raíces.”19
“No hay que creer que todos los seres existen para el hombre”, prevenía Maimónides: “existen en
provecho de sí mismos”20. ¿Seremos capaces de respetar su espacio para existir, y sus tiempos para
hacerlo?
¿Quiénes forman parte de la comunidad moral?
La fórmula de Fernando Savater –“el reconocimiento de lo humano por lo humano”21— se parece
mucho a la pretensión de exclusividad de cualquier club privado: “el reconocimiento de los miembros
del Club Pickwick por los miembros del Club Pickwick”. Pero la cuestión relevante es: ¿cuáles son los
criterios de admisión y pertenencia al club?
Los iguales siempre son iguales-diferentes: esto es obvio (lo aprendemos primero, casi siempre, en las
relaciones entre mujeres y hombres). La pregunta relevante es: ¿hasta dónde llega el círculo de
nuestra comunidad moral, vale decir, el grupo de los iguales moralmente en algún sentido
significativo? La respuesta antiespecista dice: el límite no puede coincidir con la barrera de nuestra
especie, porque eso no es moralmente significativo.
¿Quiénes forman parte de la comunidad moral? Suponemos que, en el alba de nuestra especie, los
animales no humanos formaban parte de algún modo de nuestras comunidades, investidos con un
rango especial, quizá incluso divinizados (era la hipótesis de Gustavo Bueno en El animal divino, si no
recuerdo mal). Hoy, cien o doscientos mil años después, y quizá en el ocaso de esta muy
desequilibrada y muy escasamente racional especie nuestra –ojalá los dioses, ya fueren animales
idealizados, o proyecciones humanas imaginarias, o acaso símbolos de un proyecto de amor universal,
ojalá nos permitan librarnos de ese destino funesto--, hoy precisamos reintegrar a esas criaturas en el
seno de la comunidad moral: no como semidioses sino como hermanos pequeños.
¿Aspirar a lo imposible para lograr lo posible?
Se puede barruntar que, en Savater y otros autores, son las dificultades para ser moral las que desde
un segundo plano conducen a acotar de forma restrictiva (y en mi opinión arbitrariamente) la
comunidad moral. Estos autores dirían algo así: ya ven ustedes lo complicado que nos resulta tratar
éticamente al prójimo humano, no sobrecarguemos todavía más nuestros limitados recursos morales
introduciendo a demasiada gente en el club.
Pero si implícitamente se razona de esta forma, lo honesto sería poner la dificultad sobre la mesa de
forma directa, en vez de tratar de hacer pasar por buena una idea de la ética –“el reconocimiento de lo
19
George T. Angell (1823- 1909), fundador de la «Massachussets Society for the Prevention of Cruelty to Animals», MSPCA
(Sociedad de Massachussets para la Prevención de la Crueldad con los Animales).
20
Citado en Joaquín Araujo, La naturaleza, nuestro lujo, Plaza y Janés/ Nuevas ediciones de bolsillo, Barcelona 2000, p. 171.
21
Fernando Savater ha empleado esta fórmula en repetidas ocasiones, por ejemplo: “Lo propio de la ética es el reconocimiento
de lo humano por lo humano, o sea, determinar racionalmente cuáles son los verdaderos intereses que caracterizan
específicamente a la humanidad frente a la programación biológica de los seres naturales... de los cuales también formamos
parte” (“Filantropía o zoofilia”, Revista de Libros 27, marzo de 1999).Véase también El valor de educar, Ariel, Barcelona 1997.
6
humano por lo humano”— a mi entender poco convincente. Y por mi parte, reconociendo el gran peso
que hay que atribuir a esa dificultad para ser moral en nuestras consideraciones éticas, argüiría dos
cosas. En primer lugar, la dificultad se refiere al paso de una “moral de proximidad” a una “moral de
larga distancia” (el salto de la barrera de especie sería sólo una dificultad añadida): pero la forma de
hacer frente a la dificultad no puede consistir en renunciar a cualquier ética universalista,
concentrando nuestros limitados recursos morales sólo en el trato ético con los miembros de nuestro
grupo primario y círculos más cercanos…
En segundo lugar, quizá haya que tomar en serio estrategias político- morales del tipo del tipo aspirar
a lo imposible para lograr lo posible (recomendación que en su tiempo nos hicieron tanto Max Weber
como Karl Liebknecht). Probablemente deberíamos considerar la ética de un filósofo moral de la talla
de Emmanuel Lévinas como una propuesta de esta clase22: pensemos en su más que exigente noción
de responsabilidad infinita… Por cierto que también aquí apreciamos peligros (nutrir un superyó feroz
que neurotice severamente al agente moral; alimentar construcciones utópicas que nos lleven a
descuidar los deberes morales más cotidianos y evidentes), pero reconocerlos e identificarlos no sería
en mi opinión razón suficiente para ocluir esta vía.
¿Pueden ser dañados?
Volvamos a la cuestión de los animales no humanos. Víctor Gómez Pin –en otro artículo más contra la
prohibición del toreo en Cataluña, debate donde la demagogia alcanzó muy altos niveles— daba una
buena definición de lo que está en juego:
“El comportamiento ético no consistiría ya en la exigencia de no instrumentalizar a los
seres de razón y de lenguaje, sino en la exigencia de no instrumentalizar a los seres
susceptibles de sufrimiento”23.
De hecho yo reformularía (ampliando el terreno de análisis, profundizando en el mismo y pasando de
una fundamentación utilitarista a otra más o menos aristotélica24): el comportamiento ético
consistiría no dañar a aquellos seres vivos susceptibles de ser dañados, cada uno de ellos en formas
específicas (que dependen del conjunto característico de capacidades y vulnerabilidades de tal ser
vivo). Los límites de esta fórmula, claro está, se hallan en la supervivencia de los agentes morales que
tratan de comportarse éticamente y que no viven en un mundo angélico (por ejemplo, pueden
renunciar a comer carne y pescado para no dañar a animales con un sistema nervioso desarrollado,
pero habrán de comer al menos vegetales; enseguida volveré sobre esta cuestión).
Jeremy Bentham, en un famosísimo texto de 1788, anunciaba: “Llegará un día en que el resto de
animales de la creación adquieran los derechos que la tiranía humana nunca debería haberles
negado”, y defendía que la pregunta clave, a la hora de determinar nuestro trato hacia ellos, no era
“¿pueden razonar?” o “¿pueden hablar?”, sino “¿pueden sufrir?” Yo reformularía su enfoque utilitarista
de la siguiente forma: la cuestión no es –en efecto— si pueden razonar, ni tampoco –solamente— si
pueden sufrir, sino más bien: ¿pueden ser dañados? (Un roble, o una planta de muérdago sobre el
mismo, no pueden sufrir, pero sí pueden ser dañados.)
A mi entender, desde planteamientos éticos a la altura de nuestro tiempo, cuando tengamos que
vérnoslas con daños evitables la carga de la prueba recaería sobre quien desea causarlos, no sobre quien
se opone a ellos.
22
Una sugerente introducción en Hilary Putnam, La filosofía judía: una guía para la vida, Alpha Decay, Barcelona 2011.
Víctor Gómez Pin, “Anatema sobre Ronda”, El País, 2 de agosto de 2010.
24
Es lo que he tratado de defender en mi libro Todos los animales somos hermanos (segunda edición en Los Libros de la
Catarata, Madrid 2005).
23
7
El lenguaje de los derechos
Mary Ann Glandon y Victoria Camps han insistido en que el lenguaje de los derechos –característico
del universo político liberal— es un lenguaje político y moralmente pobre, porque no nos habla de
nuestros deberes y responsabilidades mutuas, y trata a los individuos como extraños entre sí.25
“El abuso del lenguaje de los derechos –como el abuso de la idea de contrato como
forma de todas las relaciones humanas— está supliendo la ausencia de solidaridad, la
falta de una interrelación más fluida y constante entre los individuos. La protección de
los animales o de la naturaleza se plantea en términos de derechos. Pero ¿no es absurdo
hablar de los derechos de los cerdos o de los árboles cuando es un hecho que la
interdependencia de la vida planetaria se está degradando? Seguramente es también la
falta de socialidad la culpable de trasladar el lenguaje de los derechos a los grupos, una
forma insatisfactoria de reconocer que los seres humanos son sociales a la vez que
autónomos: ‘No necesitamos una nueva carpeta de derechos colectivos sino un concepto
pleno de personalidad humana y una forma más ecológica de pensar en la política social’
(Mary Ann Glandon).”26
Y José Luis Pardo, en Nunca fue tan hermosa la basura, realiza una sentida defensa de la otredad:
“La animalidad, como en general la naturaleza, siempre es para nosotros, los humanos,
algo inquietante. Y uno de los remedios más extendidos contra la inquietud es la
asimilación: conceder derechos a los animales, por ejemplo, o a las plantas o a los
bosques, es decir empeñarles en no dejarles ser lo que son. Si a alguien le preocupasen
realmente los animales o la naturaleza, lo primero que haría sería levantarse al menos
con las armas del intelecto contra semejantes intentos de eliminar del mundo todo lo
que nos es ajeno”27.
Sólo una precisión: creo que en efecto abusamos del lenguaje de los derechos en detrimento de otros
lenguajes morales posiblemente más interesantes; pero no resulta más absurdo hablar de los
derechos de los cerdos que hacerlo de los derechos de los discapacitados, en este terrible contexto de
degradación ecológica y cuarteamiento de la socialidad que es el nuestro. Conceder derechos jurídicos
a un roble es tan razonable (o tan poco) como concedérselos a una empresa transnacional, y equivale
a establecer: habrá ciertas conductas que nosotros, los agentes morales (y sujetos jurídicos), nos
vedaremos frente a ese roble o a esa empresa.
Vale decir: critiquemos nuestros lenguajes político-morales en lo que éstos tengan de criticables, pero
sin incurrir en especismo (prejuicio de especie).
Ampliar la comunidad moral
Los seres humanos somos producto del mismo proceso evolutivo del que surgen las demás especies
vivas: todos los seres vivos en el planeta Tierra estamos emparentados biológicamente (hay una sola
bioquímica en la Tierra). En los seres humanos, evolución genética y evolución cultural se determinan
mutuamente.
25
Mary Ann Glandon, Rights Talk, The Free Press, Nueva York 1991 (especialmente el capítulo 4).
Victoria Camps, “Teoría y práctica de la ética en el siglo XXI”, Isegoría 28, Madrid, julio de 2003, p. 124.
27
Citado con gran aprobación en Fernando Savater, Tauroética, Turpial, Madrid 2011, p. 42.
26
8
Charles Darwin apuntó que en la selección natural que va moldeando a los mamíferos tan importantes
resultan la agresividad y la competición como el fuerte amor filial de las madres hacia sus crías,
vinculado con el éxito reproductivo de la especie. Estos afectos se hallan en el origen de vínculos
sociales más inclusivos, que abarcan a grupos amplios de seres humanos.
Los lazos afectivos orientan la agresión y la competición hacia el exterior del grupo, mientras que
dentro del mismo prevalece la cooperación. Observamos un proceso histórico de ampliación de los
límites de estos grupos (que considerados desde cierta perspectiva constituyen una comunidad
moral): de la familia extensa a la tribu, de ésta al clan, luego a la nación, y tendencialmente hoy a toda
la humanidad… Si nuestro horizonte es una ética universalista, ¿no debería este movimiento ir más
allá de las fronteras de nuestra especie? Hoy la estrategia de agresión tiende a conservarse sólo frente
a lo no humano.
Si nuestra evolución cultural y moral continúa, el siguiente paso sería pasar de la sociedad global a
una comunidad más amplia de la que formarán parte los animales no humanos, quizá la “comunidad
biótica” hacia la que apuntó Aldo Leopold. Como sugiere James Rachels,
“los seres humanos somos sólo una de las especies que habitan este planeta. Como los
seres humanos, los animales también tienen intereses que se ven afectados por lo que
hacemos. Cuando los matamos o torturamos son dañados, así como los seres humanos
son dañados cuando se les trata en esas formas. Bentham y Mill tuvieron razón al insistir
en que se debe dar igual peso a los intereses de los animales en nuestros cálculos
morales. (…) La imparcialidad exige la expansión de la comunidad moral no sólo a través
del espacio y del tiempo, sino también a través de las fronteras entre especies.” 28
Estamos acostumbrados a pensar que tenemos obligaciones para con aquellos que pertenecen a
nuestra comunidad. Pero si todos los seres vivos pertenecemos a una misma comunidad biótica…
“Al igual que todas las demás especies con que compartimos el mundo, somos el
resultado de multitud de sucesos casuales que se remontan hasta la pasmosa explosión
de formas de vida que se produjo hace quinientos millones de años, y antes de la
explosión, hasta el origen mismo de la vida. Cuando comprendemos, pensando en
nuestros orígenes, esta conexión íntima con el resto de la naturaleza, se desprende un
imperativo ético: nuestra obligación es protegerla, no causarle perjuicios. Y es nuestra
obligación, no porque seamos la única criatura sensible de la Tierra y esta superioridad
nos permita ser generosos, sino porque en un sentido básico el Homo sapiens está a la
misma altura que todas y cada una de las demás especies. Y cuando entendemos la biota
de la Tierra en términos holísticos, es decir, viéndola funcionar como un todo interactivo
que produce un mundo vivo, estable y con buena salud, acabamos por vernos a nosotros
mismos como parte de ese todo, no como especie privilegiada que puede explotarla
impunemente. El reconocimiento de que estamos arraigados en la vida y su bienestar
exige que respetemos a las demás especies, no que las arrollemos en la ciega satisfacción
de nuestros intereses.”29
UNA ARGUMENTACIÓN ZOOCÉNTRICA
para justificar que los animales merecen
consideración moral por sí mismos
28
James Rachels, Introducción a la filosofía moral, FCE, México DF 2007, p. 304.
Richard Leakey y Roger Lewin, La sexta extinción: el futuro de la vida y de la humanidad, Tusquets, Barcelona 1997, p. 273274.
29
9
(I) Los criterios intersubjetivos que aplicamos para atribuir capacidad sensitiva a otros seres humanos
son aplicables también a los animales. La ciencia nos enseña que los animales (los mamíferos por lo
menos) tienen un sistema nervioso del mismo tipo que el nuestro; las mismas endorfinas y sus
receptores neuronales que nosotros poseemos se han encontrado en los sistemas nerviosos de todos
los vertebrados investigados. No podemos dudar de que los animales sientan placer y dolor, y (por lo
menos la mayoría de los mamíferos) también sean capaces de abrigar expectativas y de experimentar
miedo, aburrimiento, excitación, etc, en mayor medida de lo que podríamos poner en duda la realidad
de sentimientos y sensaciones análogos en otros seres humanos distintos de nosotros mismos. Los
animales, en resumidas cuentas, son sin duda seres sintientes.
(II) En las sensaciones --al contrario que en las simples percepciones-- está siempre implícito un
momento de valoración positiva o negativa. Por ello, para los seres capaces de tener sensaciones tiene
sentido hablar de una calidad de vida (subjetiva). Su vida puede ser mejor o peor para ellos mismos.
Las sensaciones positivas favorecen la buena vida, las negativas la impiden. Todos los seres capaces de
tener sensaciones tienen intereses: intereses, precisamente, en una buena vida (x tiene interés en un
estado de cosas S cuando S favorece la buena vida de x).
(III) Para nuestros fines presentes, podemos explicitar lo que significa "vivir en perspectiva
moral" aproximadamente de la forma siguiente: vive moralmente quien concede la misma importancia
a la buena vida de todos los seres humanos. (Todas las morales universalistas contienen un principio
análogo a éste, formulado a veces en términos de imparcialidad, a veces en términos de igual
consideración de los intereses de todos los afectados, o de alguna otra forma.)
(IV) Pero, como hemos visto antes, los animales también pueden tener una buena o mala vida.
Excluir a los animales del universo moral, o degradarlos a objetos morales de segunda categoría, con el
mero pretexto de que no pertenecen a la especie humana, es tan arbitrario como la exclusión o
degradación de negros con el pretexto de su raza o de mujeres con el pretexto de su sexo. Incurre en
prejuicio de especie quien crea diferencias injustificadas entre las especies o se aprovecha de
diferencias moralmente irrelevantes entre ellas: el "especismo" o prejuicio de especie es tan
inaceptable como el sexismo o el racismo.
(V) Por ello, sólo vive en realidad moralmente quien concede la misma importancia a la buena vida
de todos los seres capaces de tener sensaciones. Dicho de otra manera: los animales (al menos los
animales superiores) son dignos de consideración moral por sí mismos, y tenemos deberes morales
directos para con ellos.
A partir de Angelika Krebs: "Haben wir moralische Pflichten
gegenüber Tieren? Das pathozentrische Argument in der
Naturethik". Deutsche Zeitschrift für Philosophie 41/6 (1993), p. 997
y ss. Recogí esta argumentación en un paso central de mi libro
Todos los animales somos hermanos (Los Libros de La Catarata,
Madrid 2005, p. 68-69).
“Ya está cazado todo lo cazable”
La caza industrial de ballenas, en el siglo XX, desafía la imaginación.
“Una flota factoría puede sacrificar setenta animales al día, utilizando misiles que
parecen traídos del futuro, con bridas y alerones diseñados para que exploten en
cráneos gigantes. 360.000 ballenas azules murieron de ese modo durante el siglo XX,
reduciendo su población a sólo mil individuos. Hacia la década de 1960 la ballena azul
estaba, a todos los efectos, extinguida a nivel comercial.”30
30
Philip Hoare, Leviatán o la ballena, Ático de los Libros, Barcelona 2010, p. 391.
10
Estamos hablando de animales cuyos grandes cerebros, con evolucionados neocórtex --que indican
inteligencia superior--, sólo pueden compararse con los de los seres humanos y los grandes simios.
Los cetáceos son capaces de resolver problemas, utilizar herramientas, transmitir estas habilidades
como herencia cultural... Viven en sociedades complejas, manifiestan emociones, emplean sofisticados
sistemas de comunicación...
En 1910 se cazaron 1.303 rorcuales y 43 cachalotes; en 1958, 32.587 y 21.846 para cada especie,
respectivamente. En 1965 la masacre llegó a su máximo histórico: 72.471 ballenas.
Con varias especies al borde de la extinción llegaron medidas de protección. En 1966 se prohibió la
caza de ballenas jorobadas, en 1976 de rorcuales. En 1982 la Comisión Ballenera internacional
institucionalizó una moratoria mundial. Moratoria que luego algunos países no han respetado: Japón,
Noruega... Desde que en 1987 se puso realmente en marcha (con la excepción de algunos pueblos
nativos que cazan ballenas para sobrevivir, como los esquimales o inuit en Groenlandia) se han cazado
más de 25.000 ballenas de gran tamaño.
Una terrible ironía: en 2006 Islandia anunció que iba a volver a cazar ballenas boreales... pero, al
descubrirse que los niveles de mercurio y organoclorados en las ballenas abatidas eran demasiado
altos para el consumo humano, desistió temporalmente.31
“Ya nada queda por cazar, está cazado todo lo cazable”, escribía Jesús Ibáñez en 1977.
“La especie humana sólo puede seguir su camino renunciando a la caza. El superhombre
es la superación del hombre, la superación del cazador. La relación antibiótica de la caza
tiene que ser sustituida por una relación simbiótica entre los hombres y la relación
simbiótica con la Naturaleza. Superación de la lucha de clases y de la lucha contra la
Naturaleza. Pero ¿cómo desmontar la máquina que en sus giros locos amenaza al mismo
tiempo a la especie humana y su nicho ecológico?”32
Dejar de comer carne
En la naturaleza, las plantas verdes –incluyendo al fitoplancton marino—producen materia viva a
partir de elementos muertos. Son artesanas de un milagro. Después, en los niveles superiores de las
cadenas tróficas, entramos en un reino de crueldad: comer o ser comido. Cuerpos vivos que se
alimentan de otros cuerpos vivos.
Así hasta llegar al ser humano. Éste, biológicamente omnívoro, puede optar por reducir el daño que
causa alimentándose, puede abandonar –parcialmente— el reino de la crueldad. (Sin ñoñería ninguna:
sé que no puedo reducir a cero el daño que causo existiendo. La estructura de la vida humana es
trágica. Sé que puedo minimizar el daño, no aspiro a anularlo. No soy un ángel –ni me extraviaré
intentando serlo.)
Mucho más allá del significado inmediato de semejante abstención, entrevemos un sentido profundo:
en el ser humano la naturaleza cobra conciencia de sí, se torna autorreflexiva, y despunta entonces la
conciencia moral. El ser humano desborda la matriz natural de la que procede.
La imagen utópica del lobo que pastorea sosegado junto al cordero se realiza, simbólicamente, en el
ser humano que de forma voluntaria deja de comer carne. De alguna forma, se anticipa una existencia
31
Philip Hoare, Leviatán o la ballena, Ático de los Libros, Barcelona 2010, p. 419.
Jesús Ibáñez, “La caza del consumidor”, reproducido en su libro póstumo Por una sociología de la vida cotidiana, Siglo XXI,
Madrid 1994, p. 7.
32
11
pacificada (en la cual el lince seguirá devorando conejos, pero los humanos dejaremos de asesinarnos
unos a otros y de devastar la naturaleza). Dejar de comer carne es realizar un trocito de utopía.
De ahí la importancia que, para el entero edificio de la convivencia ético-política, reviste el
vegetarianismo. Encarna –con una potencia incomparable— la opción de no dañar al otro que se halla
en la base de toda ética. Es a la vez opción moral, y símbolo de todas las demás opciones morales:
aunque podría obtener una ventaja dañándote, me autolimito para no hacerlo. Las demás criaturas no
pueden planteárselo, el ser humano sí.
El asesino que puede dejar de matar
Podemos sin duda preguntarnos: si desde una perspectiva evolucionista el ser humano es un ser
natural, ¿por qué debería autocontenerse –como el enkratés aristotélico-- en su trato con la
naturaleza? Si el choque de un gran meteorito puede causar una megaextinción ¿debe preocuparnos el
causarla nosotros? Si los grandes carnívoros matan para comer ¿a nosotros no nos será lícito? La
respuesta breve es: los seres humanos –los adultos que no padezcan excesivas discapacidades, cabe
precisar— somos agentes morales, y ninguna otra criatura en la biosfera lo es.
El pez grande se come al chico: pero el ser humano puede decidir no comerse al pez grande. Esencia
de nuestra dignidad. El historiador (y filósofo de la historia) Reinhart Koselleck escribió: “La
capacidad del hombre de matar a sus semejantes constituye quizá aún más historia humana que su
destino esencial de tener que morir.”
El valor infinito de cada vida –también las de la focha y la libélula. Con tal de que llegásemos a sentir
eso...
La gran bióloga Lynn Margulis se describía a sí misma, en cierta ocasión, como una “sindicalista de las
bacterias” –un papel nada despreciable, dada la enorme importancia del papel que estos minúsculos
seres vivos desempeñan en la biosfera, así como la variedad y robustez de sus formas de existencia.
Pero nos hace falta ir más allá. Precisamos una cultura donde los seres humanos seamos sindicalistas,
y abogados defensores, y hermanos mayores de todos los seres vivos –una muralla contra las fuerzas
de Tánatos. En cierto paso de La insoportable levedad del ser, Milan Kundera escribía:
“La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y
libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la
moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a
nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los
animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan
fundamental que de ella se derivan todas las demás.”33
Homo sapiens sapiens: el asesino que puede dejar de matar. Reducido a su condensación máxima, ¿no
sería precisamente ése nuestro programa?
Privilegio y responsabilidad
El privilegio de la conciencia, las capacidades que confluyen en la racionalidad, la cualidad de ser
agentes morales, entrañan sobre todo responsabilidades: y no un derecho de señorío sobre el resto de las
criaturas. Elias Canetti lo vio muy bien en una anotación de 1980:
33
Citado en Mark Rowlands: El filósofo y el lobo, Seix y Barral, Barcelona 2009, p. 123.
12
“Lo terrible no es que los animales se devoren unos a otros, pues ¡qué saben de la
muerte! Que los hombres que saben lo que es la muerte sigan matando, eso es lo más
terrible.”34
Podemos coincidir con Thomas Nagel y con Fernando Savater en que la ética “es el resultado de la
capacidad humana de someter las pautas motivacionales o de conducta innatas o condicionadas de
forma pre-reflexiva a la crítica y la revisión, y crear nuevas formas de conducta” 35… y sacar de ello no
la viciada conclusión según la cual un “abismo ontológico” nos faculta para tratar a los demás animales
a nuestro antojo, sino más bien aceptar que nobleza obliga, y así nuestras elevadas facultades nos
imponen responsabilidades muy exigentes. “¿Por qué debemos comprometer los humanos nuestra
propia vida y sus circunstancias no atentando contra cualquier otra vida, cuando el resto de los seres
vivos naturales actúan de forma opuesta?”, interpela Fernando Savater36. Precisamente porque
tenemos capacidades morales que los demás animales no tienen: nobleza obliga. Cuando Savater
rechaza la idea según la cual “los dolores causados por la Naturaleza son sufrimientos imprescindibles
para la vida en su conjunto, mientras que los provocados por los humanos son caprichosos y no
necesarios” 37 está contradiciéndose a sí mismo: como defensor de la libertad humana, debería tener
clara la distinción básica entre mal natural y mal social o moral.
El núcleo de lo moral, tal y como lo han concebido pensadores sociales como Zygmunt Bauman, se
halla en el compromiso con el otro a lo largo del tiempo38. Podríamos parafrasear: en el acompañarnos
unos a otros.
O el reconocimiento del otro, o el festín caníbal. Pero hoy debemos subrayar: ese “otro” no es
solamente un animal humano.
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34
Elias Canetti, Libro de los muertos, Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona 2010, p. 105.
Fernando Savater, Tauroética, Turpial, Madrid 2011, p. 29; cita a Thomas Nagel en “Ética sin biología”, un capítulo de Mortal
Questions.
36
Savater, Tauroética, op. cit., p. 32.
37
Savater, Tauroética, op. cit., p. 38.
38
Zygmunt Bauman y Keith Tester, La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Paidós, Barcelona 2002, p. 26.
13
35
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14
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Padilla y Vicente Torres (comps.), Marguerite Yourcenar y la ecología, Universidad de los Andes,
Bogotá, 2007
Jorge Riechmann (Madrid, 1962) es profesor titular de filosofía moral en la UAM
(Universidad Autónoma de Madrid), ensayista, poeta y traductor literario.
Se licenció en Ciencias Matemáticas (Universidad Complutense de Madrid, 1986) y cursó
estudios de filosofía (UNED, 1984-86) y de literatura alemana (Universidad Humboldt de
Berlín, 1986-89). Es doctor en Ciencias Políticas (Universidad Autónoma de Barcelona,
1993), con una tesis doctoral sobre Los Verdes alemanes. Vivió en Berlín, París y Barcelona
antes de regresar a Madrid en 1996. Fue director del OSE (Observatorio de la Sostenibilidad
en España), presidente de CiMA (Científicos por el Medio Ambiente) y responsable de
biotecnologías y agroalimentación del Departamento Confederal de Medio Ambiente de
CC.OO. Ha enseñado, entre otras universidades, en la UB (Universidad de Barcelona),
Universidad Carlos III de Madrid, UNAM (Universidad Nacional Autónoma de México) y
UCM (Universidad Complutense de Madrid).
Es autor de una treintena de ensayos (en solitario o en colaboración) sobre cuestiones de
ecología política y pensamiento ecológico. Ha ido formulando la vertiente ética de su
filosofía ecosocialista en una "pentalogía de la autocontención" que componen los
volúmenes Un mundo vulnerable, Biomímesis, Todos los animales somos hermanos, Gente
que no quiere viajar a Marte y La habitación de Pascal (todos ellos en la editorial Los
Libros de la Catarata).
Entre sus última obra literaria publicada destacan la traducción de René Char en Poesía
esencial (Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, Barcelona 2005); los ensayos sobre
poética de Resistencia de materiales (Montesinos, Barcelona 2006); el “diario de trabajo”
Bailar sobre una baldosa (Eclipsados, Zaragoza 2008); y los poemas de Conversaciones
entre alquimistas (Tusquets, Barcelona 2007), Rengo Wrongo (DVD, Barcelona 2008),
Pablo Neruda y una familia de lobos (Creática eds., Santander 2010), Poemas lisiados (La
Oveja Roja, Madrid 2011) o El común de los mortales (Tusquets, Barcelona 2011). Todo un
primer tramo de su poesía, de 1979 a 2000, está reunido en Futuralgia (Calambur, Madrid
2011).
Escribe regularmente en su blog: http://tratarde.org/
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