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14 horas de viaje en autobús con música de banda de fondo, un montón de pasamontañas aun fuera de la montaña y la frialdad del piso a través de algunos cartones enmarcaron la experiencia. Después de más de una semana de discursos académicamente atípicos, podría resaltar algunas certezas que saltaron en la mayoría de ellos, de alguna u otra manera, como las líneas más definidas del reporte del vigía sobre el puesto más alto y más incómodo del barco. La primera: el capitalismo mata. Certeza compartida, teorizada es cierto, desde hace un par de siglos: lo nuevo son las formas y la sofisticación del mecanismo. Desde la visión fría y rigurosamente científica de las cifras del capital financiero, la deuda pública y la tasa de desempleo, el seminario implicó un recorrido hasta las fibras más pequeñas de nuestro mundo: los arroyos perdidos en aquella oposición mecánica pero dependiente de la ciudad que es el campo y la montaña, los minerales enterrados, escondidos tan abajo que es menester destruir milenos de capas geológicas para encontrarlos; nuestros propios genes convertidos en unidades de inversión, en patentes de una ciencia al servicio de aquellos proyectos con suficiente rentabilidad para el nuevo mercado del conocimiento, de la mercancía inmaterial. La multiplicación enfermiza de tantas formas de despojo justifica la metáfora de la hidra. La segunda: el capitalismo no enfrenta una crisis atípica: es, en sí mismo, un estado de crisis permanente cuyo actual estadio implica un mecanismo de guerra contra la humanidad. Desde las visiones más negativas, que nos permiten conectar la violencia de la policía blanca en estados unidos con la del estado islámico en el medo oriente bajo una estrategia de eliminación de un excedente poblacional; hasta las más optimistas que hablan de renovadas formas de explotación humana necesaria, la conclusión permanece: la vida entera, y no sólo la humana, es el contrincante en una batalla donde la hidra no tiene más remedio que devorar todo cuanto pueda para sobrevivir, aunque eso implique su propia destrucción. No sólo habría que caracterizarla como una cuarta guerra mundial, son como una guerra total en que las ruinas más sólidas sólo pueden ser jornadas de 10 horas tras un escritorio gris o un renovado paisaje de ácido sulfúrico y plata tratada. Tercera: la resistencia no es sólo útil para alcanzar alguna especie de bienestar social; es necesaria para sobrevivir. El panorama de la tormenta, avisorada en múltiples frentes, entrañada en múltiples formas, nos ha degradado ya a números, patrones de consumo, porcentaje poblacional en economía informal. Dejarla continuar no implicará solo una transformación más honda de cualquier esencia humana en patrones mercantilizables, sino nuestra muerte misma. El cambio climático ha cobrado ya millones de víctimas. Las células cancerígenas con empaque metalizado conforman nuestras principales causas de muerte. El crimen organizado, movido bajo las lógicas del mercado financiero, nos ha enfrentado ya a nuestros propios amigos y hermanos decapitados en cualquier plaza central de cualquier ciudad de este país. Las certezas son avasalladoras. Lo son aún más, sin embargo, las dudas que quedan, los terrenos mentales y sentimentales removidos que podrán convertirse bien en campos de siembra o en otra mina a cielo abierto. ¿Cómo resistir? ¿Qué hacer, cómo hacer? Un seminario convocado por el EZLN implicó una necesaria apelación a la posibilidad de su proyecto, a los beneficios de ser caracol, comunidad autónoma, democracia asamblearia, junta de buen gobierno y economía soldaría. Pero el modelo presentado en voz del subcomandante insurgente Moises, de las mujeres zapatistas y, de vez en cuando, entre cuentos y regaños velados por Galeano sempre vivo o un marcos ya extinto, es sólo la expresión concreta de un proceso histórico particular, cuyo balance no puede subsumir otros procesos autonómicos de resistencia y rebeldía a las lógicas de las montañas del sureste mexicano. Y ese mensaje fue siempre claro. Semillero, con la posibilidad abierta que el concepto implica, nos deja un montón de retos y una enorme tarea creativa que depende de nosotros desarrollar, habiendo ya mencionado que es algo necesario. Organizarnos y luchar, ¿cómo? Las comparticiones, la formación en colectivos, la difusión de estos conceptos y conocimientos son vías importantes. Pero apelo, en virtud de la característica crítica de este pensamiento buscado, a un proceso mucho más difícil y que no se puede dejar de lado, que tampoco puede estar separado: la reflexión sobre nosotros mismos, sobre los grupos, las identidades y nuestras certezas constitutivas. Hay una cuarta certeza, que es en realidad muchas dudas: esa hidra capitalista, de la que tanto se ha hablado, no sólo se alimenta de nosotros. También se reproduce a costa nuestra, a través de nuestras manos, nuestros caminos, nuestras ideas. El vanguardismo de la “intervención en comunidades”, el machismo de izquierda de “la rebelión necesita de mujeres que la alimenten”, el progresismo revolucionario que une nuestro tiempo al tiempo del capital, la reflexión individual y ególatra del grito “vendido, cometortas ignorante”, el racismo cortes de la alfabetización, son las cabezas más sólidas de la hidra, las más difíciles de cortar y realmente suturar. Ignorarlas es reproducirlas. Es necesario, pues, vencer a la hidra. Es necesario el pensamiento crítico para entender la realdad a la que nos enfrentamos dando, a la vez, una perspectiva proyectiva de un mundo mejor. Y, aunque no nos guste: es necesario vernos a nosotros mismos en un espejo, destruirlo, y reconstruirnos con nuestras propias manos, con la convicción de que no podemos seguir haciéndolo desde nuestras viejas fórmulas y posiciones de centinelas solitarios e iluminados. Nos necesitamos todas, todos, todoas. Distintxs y sin jerarquías, destruyéndonos y reconstruyéndonos colectivamente. No es un compromiso histórico: Es una necesidad de vida. Rogelio Estrada Colaboración para Radio Zapote.