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El vanidoso
Rodolfo Wilcock
Fanil tiene la piel y los músculos transparentes, tanto que se pueden ver los distintos
órganos de su cuerpo, como encerrados en una vitrina; algunos aparentemente en
reposo, otros animados de un ritmo peculiar, pero en realidad todos en continua y
secreta actividad; lo que, por una serie de motivos, lo vuelve extremadamente
desagradable. Sobre todo porque Fanil ama exhibirse, y exhibir sus vísceras: recibe a
los amigos en traje de baño, se asoma a la ventana con el torso desnudo, se acuesta
en el sillón, primero panza abajo, después panza arriba, para que todos puedan
admirar el funcionamiento de sus órganos, el color rojo del corazón, el color violeta
del hígado, el gris verdoso de los intestinos y el amarillo de ciertas glándulas que ni
siquiera él sabe cómo se llaman. Los dos pulmones se inflan como un soplido, el
corazón late, las tripas se contorsionan lentamente; él hace alarde de eso, y como al
parecer goza de óptima salud, a sus amigos ni siquiera les queda el consuelo de
descubrir en sus órganos los síntomas incipientes de alguna enfermedad atroz.
Pero siempre es así: cuando una persona tiene una peculiaridad, en vez de
esconderla, hace alarde, y a veces llega a hacer de ella su razón de ser. Fanil bien
podría vestirse como todos los demás: si se dejara crecer la barba, con un grueso par
de anteojos oscuros, conseguiría quizás pasar inadvertido. Pero él tiene que
exhibirse, como si después de todo no tuviésemos todos un corazón, un estómago y
dos pulmones. Llegará el día, así al menos lo esperan sus amigos, en que alguien dirá:
“Oye, ¿qué es esta mancha blanca que tienes aquí, debajo de la tetilla? Antes no
estaba”. Y entonces se verá adónde van a parar sus desagradables exhibiciones.