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Meditaciones filosóficas (I)
FRANCESCO DE NIGRIS*
a filosofía, es útil recordarlo en estos
tiempos, no es una ciencia en el
sentido de la física, de la matemática,
de la química o incluso de la psicología; no
busca los principios de porciones acotadas de lo
real, de su dimensión física, química, etc., sino
el sentido de la realidad misma, el porqué y para
qué de lo que hay y que, en su momento, se ha
interpretado como la realidad. La vivencia
filosófica, por ello, se caracteriza por brotar del
asombro: la falta de una verdad, cuya exigencia
generalmente se manifiesta por la confusión que
genera la presencia de innumerables verdades
irreconciliables —el “vértigo” que describía
Platón—, priva a la vida de un sentido radical,
del porqué y para qué vivir. La filosofía reciente
ha tenido, desde la segunda mitad del siglo
veinte hasta los años cincuenta, un periodo de
casi un siglo de pensamiento creador,
sistemático
y
convergente
hacia
el
L
* Doctorando. Becado de Investigación, U.C.M.
descubrimiento de la estructura de la vida
humana, cuyas dimensiones se hacen patentes
en lo esencial de cada pensamiento filosófico,
pero que sólo en Ortega encuentran su fórmula
acabada. Se ha llegado finalmente a entender
que esta necesidad de encontrarle un sentido
radical a la realidad, una verdad que dé razón de
cada una de las verdades parciales ordenándolas
en vista de un principio y de un fin, es una
pretensión intrínseca de la vida humana. La vida
personal se hace de sentido, de proyectos
personales que tienen cada uno un porqué y un
para qué radicados en la vida misma de la que
brotan. La vida, en suma, es razón, y lo es
precisamente porque busca dar razón de sí
misma a partir de sí misma. La realidad, por
eso, es la vida haciéndose, y nos pide en cada
momento buscar su sentido.
Ya Aristóteles comienza su Metafísica
viendo con estupor que “todos los hombres
por naturaleza desean saber”. No sabía
Aristóteles muy bien el porqué de esto, pero
sabía que era el supuesto de todo el
conocimiento y de la peculiaridad del ser
humano. Para Aristóteles el mundo era la
naturaleza, una estructura inmutable, sin
comienzo ni fin, hecha de cosas cuyas
conexiones estaban regidas por principios y
causas intrínsecas. El hombre tenía que
encontrar el método para participar de estos
principios, para que su vida pudiera tener
sentido, el sentido natural de las cosas hacia
el cual todo tiene que tender. Los griegos,
pues, emprenden una tarea hasta entonces
desconocida, y no porque la vida no lo
exigiera, pues hemos visto que ella misma
busca un sentido radical, sino porque el
hombre otorgaba a otras realidades la
responsabilidad o simplemente el poder, por
lo general oculto, de regir el universo sin que
hubiera ninguna esperanza de un método para
acceder a sus designios. El filósofo es quien
se hace cargo de esta necesidad intrínseca de
la vida humana y que desde entonces pesa,
inevitablemente, como la más urgente del
hombre. Ahora bien, la razón filosófica, la
del sabio, la que tenía que regir la vida moral,
era la que encontraba el método para acceder
y participar de los principios naturales; y el
supuesto lógico que permitía a la razón del
hombre descubrir y participar de la vida
natural ha sido la analogía.
El sentido más genérico al que apunta el
término analogía es al de la posibilidad de
encontrar una similitud entre dos o más
términos a partir de un elemento o perspectiva
común del que todos a su manera participan.
Entendida en estos términos genéricos, no es
difícil comprobar que el uso de la analogía es
intrínseco al pensamiento, es lo que permite
pasar de un término a otro a través de un
término medio, y por ello es el supuesto mínimo
de la razón, que es “aprehender la realidad en su
conexión”. El carácter intrínsecamente
analógico de la vida humana, la cual es la
misma razón que pone en conexión la realidad,
ha sido expresada —o mejor podríamos decir
justificada— a lo largo de la historia de la
filosofía mediante distintos esquemas lógicos
que en los sistemas filosóficos más acabados
tenían también valor ontológico, es decir, no
sólo expresaban una verdad lógica sino también
en su referencia a la consistencia concreta de las
cosas. Semejanza y participación de distintos
términos mediante una medietas, por ejemplo,
es el supuesto básico de todo raciocinio
silogístico e inductivo. El prevalecer del
raciocinio
silogístico
ha
supuesto
inevitablemente la confianza en la intuición
esencial. Aristóteles, que pretendía atenerse a
las cosas tal como se daban en la experiencia,
otorgaba a la esencia de esta prioridad lógica: lo
particular era primero en la experiencia, lo
universal en el intelecto. Desde lo particular de
los sentidos, de la experiencia, mediante
intuición esencial —la función del intelecto
agente— se pasaba a su fundamento lógico, y el
silogismo era su demostración: se probaba que,
si un universal contenía o incluso coincidía
esencialmente con un particular, es decir, tenía
su misma forma, otro particular que fuese
contenido o coincidiese con el primer particular
participaría entonces de dicha forma o
universalidad, lo cual fundaría su semejanza. La
inducción también funciona analógicamente: en
ella la observación de los casos particulares
induce o conduce por semejanza a una verdad
universal que los comprende y los justifica.
Pero este tipo de inferencia ha sido, en los
sistemas realistas, generalmente dependiente del
silogismo: sólo un conocimiento previo de la
esencia permite la inducción. En la lógica
platónica, por ejemplo, la idea es el término
medio que permite todo ascenso o descenso
dialéctico, pero esta marcha es un recorrido que
va desde las cosas a las ideas que están fuera de
ellas, y cuya intuición es posible gracias al
recuerdo que tenemos de esas ideas en el alma,
que ya las había contemplado en la otra vida.
Ahora bien, la filosofía pretende llegar a una
verdad radical que ordene y dé sentido a la
realidad toda. Para los griegos, sobrecogidos por
el movimiento caótico de las cosas y de las
opiniones acerca de ellas, la verdad tenía que
ser algo estable, permanente, idéntico y al
mismo tiempo más perfecto, jerárquicamente
superior, informador y configurador de la
naturaleza, y por eso también principio ético del
hombre cuya vida más sublime consistía en su
contemplación. Para llegar a este conocimiento,
para huir del magma de sensaciones y opiniones
de la experiencia individual, había que elevarse
y encontrar un término medio, un fundamento
de la evidencia de una misma verdad radical
para todos los hombres y, por ello, fundamento
de su convivencia. La experiencia, la empeiría,
decía Aristóteles, no puede ser enseñada,
transmitida, pues es un conocimiento individual
de familiaridad con las cosas, es irrepetible e
irreducible. El supuesto mínimo del
conocimiento es su transmisión. La técnica, por
ejemplo, es conocimiento pues permite una
cierta universalización de las cosas, un cierto
esquema o forma que un hombre puede enseñar
a otro hombre. La filosofía es la ciencia
primera, aquella que busca las formas últimas y,
por tanto, la forma última que da sentido a la
realidad toda. Con la filosofía el hombre
pretende recorrer el mismo camino de ida y
vuelta implícito en la vida humana: buscar
desde lo individual su sentido en lo universal,
en lo divino, para desde ahí poder volver a
comprender su individualidad y, de este modo,
poder convivir. La filosofía pretende, por tanto,
buscar lo divino en lo humano.
Pero no hay que olvidar que la filosofía
griega ha nacido como ontología, porque, al
no cuestionar la creencia de que la verdadera
realidad era la naturaleza, su supuesto
metafísico ya estaba dado. La naturaleza era
aquello que verdaderamente existía y desde
lo cual había que encontrar el sentido de
todos los entes, incluso de dios, que era un
término medio natural que justificaba
analógicamente toda la naturaleza: era el
agua, el indefinido, la armonía de los
contrarios, la idea de las ideas, la sustancia
perfecta o acto puro, etc. Además, como
todos los hombres eran también naturaleza,
cualquier intento de buscar la verdad y el
sentido de ésta significaba ya encontrar el
sentido de la vida humana. En otras palabras:
por ser la naturaleza el mundo común y
sustancia de todos los hombres, al descubrir
sus causas y principios se descubría
directamente el término medio de la analogía
de la convivencia, la verdad idéntica e
inmutable que daba un sentido universal a la
cambiante multiplicidad de las vidas
individuales. Por esto el raciocinio era la
operación lógica suprema: en él se
demostraban los nexos esenciales de la
naturaleza, mientras que el concepto y el
juicio dependían de él en la medida en que,
respectivamente, apuntaban y clasificaban la
realidad misma que en el raciocinio
manifestaba su esencia. Y también por eso,
dicho sea de paso, la naturaleza ha sido el
fundamento del cosmopolitismo griego y de
la idea de igualdad y democracia que han
inspirado las instituciones occidentales.
Pero la metafísica implícita de la naturaleza, el
dios natural como término medio ordenador de
todas las sustancias, incluso de los hombres, son
fundamentos cuya quiebra comienza con la
irrupción en la historia de la revelación del Dios
cristiano: un Dios persona no podía ser
comprendido desde un ámbito metafísico
naturalista. El Dios cristiano es aquella persona
que es Amor y que, por ello, permite a los
hombres amarse y ser hermanos; y la Trinidad
significa esta misma conexión analógica entre
Dios y cada hombre. La analogía cristiana, que
no se revela hasta que los conceptos griegos
alcanzan suficiente afinidad como para permitir
su expresión histórica, se escapa en el fondo a
todo límite histórico al poner en el centro de su
analogía la idea de Persona como camino y
método, como el Amor o término medio entre
los hombres. El genio de San Agustín intuye
que es la intimidad concreta del individuo el
ámbito metafísico en el que hay que encontrar a
Dios; pero su profunda vivencia filosófica y
teológica no será retomada hasta por lo menos
Descartes, es decir, hasta que la penetrante
especulación filosófica medieval no tenga
finalmente la evidencia clara de la insuficiencia
de la filosofía griega para explicar la revelación
cristiana, menesterosa de una nueva metafísica.
Empieza así un proceso rigurosamente
filosófico que, yo diría que por saturación,
debía manifestar la evidencia de las
contradicciones metafísicas naturalistas; un
proceso que sin duda fue retrasado por el uso
tardío de la filosofía de Aristóteles,
sistemáticamente repensada en clave cristiana
sólo a partir del gran Santo Tomás. La disputa
sobre los universales es el síntoma del comienzo
de esta quiebra creadora: el concepto poco a
poco pierde su contenido real hasta convertirse
en mero signo. La lógica de Ockam introduce
definitivamente el pensamiento simbólico,
instrumento fundamental de las ciencias
modernas.
El
hombre
se
acerca
matemáticamente a la naturaleza, y aquella gran
interpretación de lo real que había servido como
tácito supuesto metafísico a toda la ontología y
teología realista aparece ahora como una
hipótesis plásticamente moldeada por las
fórmulas y los instrumentos de medición
científicos. La inducción empírica de corte
sensista y abstractivo que empieza con Bacon y
el empirismo inglés cobra fuerza sobre el
silogismo, y desde entonces el método
experimental intentará ser el método de todas
las ciencias, e incluso de la filosofía, reducida
con el positivismo psicológico del siglo XIX a
psicología. Al auge renacentista de las ciencias
le corresponde la crisis de la filosofía: el
hombre ya no sabe lo que verdaderamente
existe, no tiene ya una metafísica desde la cual
encontrar una verdad radical y a Dios, el cual se
aleja de su horizonte, se hace incomprensible a
la razón y sólo puede ser objeto de la fe. Desde
ahora en adelante toda intuición filosófica
creadora
y
esperanzadora
será
irremediablemente
acompañada
de
la
desesperanza por su insuficiencia para
comprender al Dios cristiano. En Kant este
paradigma llegará a su culminación; pero es
también verdad que con Kant la filosofía
moderna alcanza —gracias a su síntesis
creadora entre el empirismo y el racionalismo
que culmina con Leibnitz— una primera
analogía para salir de la conciencia subjetiva y
reencontrarse con el mundo. El término medio
de la analogía kantiana es el ser trascendental.
Kant comprende que las posibilidades del
objeto son las mismas que las del conocimiento,
pero no radicaliza su filosofía llegando a
comprender que éstas, a su vez, son las mismas
que las de la vida humana: el ser trascendental
es una sustancia o sínolo que se constituye en la
conciencia mediante las sensaciones ordenadas
por las categorías a priori, cuyas formas
heredadas del realismo no configuran la vida
personal ni Dios, sino sólo las cosas. En efecto,
para que el idealismo consiga salir de la
conciencia y liberarse de todo solipsismo
implícito, tenía que lograr liberarse de todos los
conceptos realistas que permitían ver sólo cosas
y no las realidades personales. Como vemos, a
la filosofía moderna se le plantea el mismo
problema filosófico antiguo pero de forma
mucho más radical, pues la conciencia no es una
creencia metafísica recibida sino una idea
alcanzada intelectualmente. Por esto y por la
exigencia de comprensión que todavía pedía el
misterio de la revelación cristiana, era mucho
más difícil encontrar un sentido radical en la
conciencia que en la naturaleza. Para que el
hombre saliera de la conciencia —el análogo
conceptual moderno de la empeiría
incomunicable de la que hablaba Aristóteles—
y tuviera la evidencia de la existencia y el
sentido del mundo, necesitaba encontrar un
ámbito metafísico desde el cual la multiplicidad
cambiante y aislada de cada conciencia, de cada
mundo, se justificara sólo en vista de un mundo
común cuya esencia fuese nada menos que Dios
—y este es el famoso problema de la
comunicación de las sustancias—.
¿Cuál es la razón que me da la evidencia de que
todo lo que veo no es fruto de mi imaginación,
de mis mismas ideas que lo producen, sino
existe de verdad? ¿Existe de verdad un mundo
que sea mío y a la vez de los demás individuos
que supuestamente están ahí y que conviven
conmigo? Y ¿puede este mundo común ser al
mismo tiempo el ámbito en el que el hombre
encuentra a Dios y por eso el sentido de su
vida? Lo que se está pidiendo es mucho: una
analogía cuyo término medio sea una realidad
evidentemente común a todas las personas y, al
mismo tiempo, anterior a cada una de ellas,
realidad desde la cual pueda comprenderse
radicalmente cada persona con las demás. Toda
pretensión filosófica tiene obligatoriamente que
responder a esa cuestión, pues, como ya hemos
anticipado, es nuestra vida misma la que
implícitamente la propone y al mismo tiempo
exige explícitamente una respuesta. Pues bien,
esta realidad común a cada una de las personas
individuales es, precisamente, el ser persona;
por ello la única manera de salir del solipsismo
es encontrar aquella perspectiva o metafísica
desde la cual se comprenda que la persona,
como realidad individual, se constituye sólo
mediante otras personas individuales en una
interpretación recíproca que se funda en un
término medio, el cual es una idea genérica de
persona que cada una comparte. Pues bien, yo
creo que no se podría describir más
esquemáticamente la vocación de la filosofía
contemporánea, y en estos términos se debería
comprender el valor de las dos corrientes
filosóficas que por dos caminos paralelos pero
distintos han dado una solución a este
problema: me refiero a la fenomenología y a la
razón vital, cuyas figuras capitales son,
respectivamente, las dos parejas de maestro y
discípulo Husserl-Heidegger y Ortega-Marías.
Creo que sólo mediante un estudio profundo de
estos cuatro filósofos se podrá finalmente
encontrar la analogía que permitirá a la filosofía
seguir su camino. Pero por las razones que voy
nada más que a mencionar en las siguientes
líneas, creo que la filosofía de Ortega y sobre
todo de J. Marías es la que nos permitirá más
auténticamente encontrar este camino, que es el
que la vida humana a la vez implica y nos
obliga a descubrir, y que consiste en un método
que nos lleve hacia nosotros mismos pasando
por las demás personas y por Dios.
Husserl encuentra, sobre todo al final de su obra
—en las Meditaciones Cartesianas—, el
sentido pleno de su filosofía en la demostración
de que la conciencia, para ser un ámbito de
verdades objetivas, tiene que contar con un yo
intrínsecamente intersubjetivo. El complemento
programático de la reducción trascendental lo
halla Husserl en la reducción intersubjetiva, que
puede ser llevada a cabo sólo mediante un
estudio de la constitución del otro en la
conciencia individual. Husserl busca aquellos
esquemas de implicación que fundan la vivencia
originaria o plena del otro —constitución
estática— para luego entender cómo estos
esquemas surgen en dicha vivencia —
constitución genética—. Este análisis le permite
encontrar en la relación soma-cuerpo la
analogía que hace del yo un yo intersubjetivo
cuya constitución está intrínsecamente ligada a
la del otro. Según Husserl, el yo cuya
experiencia somática se constituye en un tiempo
sujetivo y en un espacio inhomogéneo, pues
está ligada a la experiencia del cuerpo, puede,
mediante el análogo movimiento que mi cuerposoma puede hacer respecto a otro cuerpo,
conferir realidad somática también al cuerpo del
otro, convirtiendo así la esfera espacial
inhomogénea de mi soma-cuerpo en
homogénea.
Sin entrar en más detalle, está claro que el
término medio de esta analogía, no obstante
genial, es insuficiente. No confiere un sentido
radical a la vida humana, no le permite al
hombre participar desde su individualidad de un
mundo común que, además, tenga un sentido
trascendente, en el que nos encontramos con
Dios.
Pues bien, en el próximo artículo veremos cómo
desde la filosofía de Ortega y J. Marías nos
podemos reencontrar en el mundo y con Dios,
cómo la forma más real de analogía es la
metáfora, y que todo concepto es la primera
operación lógica en cuanto que brota ya de una
analogía personal. Y veremos muchas más
cuestiones que implícitamente sugiere la obra
de estos dos grandes filósofos, que es la que
permite a la filosofía seguir su camino, porque,
como siempre me dice mi maestro Julián
Marías, “hay que seguir, hay que seguir”. La
filosofía, en efecto, como la vida, se hace sólo
en marcha.