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FILÓSOFOS DE LA NADA
Un ensayo sobre la Escuela de Kioto
James W. Heisig
Herder
Filósofos de la nada: Un ensayo sobre la Escuela de Kioto
James W. Heisig
Herder
www.herdereditorial.com
Diseño de la cubierta: Claudio Bado y Mónica Bazán
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez
© 2002, James W. Heisig
© 2002, Herder Editorial, S.L., Barcelona
© 2013, de la presente edición, Herder Editorial, S.L.,Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3045-9
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3
ÍNDICE GENERAL
PRÓLOGO DE RAIMON PANIKKAR
PREFACIO
ORIENTACIÓN
1 La escuela de Kioto 2 La filosofía japonesa como filosofía mundial 3
El trasfondo histórico de la filosofía occidental en Japón 4 Suposiciones
de trabajo de los filósofos de Kioto 5 La cuestión lingüística 6 El
estudio de la escuela de Kioto en el Occidente 7 Disposición del
material
NISHIDA KITARŌ (1870–1945)
8 Vida y carrera de Nishida 9 El estilo filosófico de Nishida10 Una
aventura de ideas11 La búsqueda del absoluto12 El absoluto como
experiencia pura13 El absoluto como voluntad14 El autodespertar15 La
intuición activa, conocer a través de volverse16 El arte y la moral como
autoexpresión17 La nada absoluta18 Identidad y oposición19 El mundo
histórico20 La lógica del locus21 Sujeto, predicado y universal22 El yo y
el otro23 El amor y la responsabilidad24 Cultura japonesa, cultura
mundial25 La vuelta a la filosofía política26 Rudimentos de una filosofía
política27 La religión, Dios y la correlación inversa
TANABE HAJIME (1885–1962)
28 Vida y carrera de Tanabe29 El estilo filosófico de Tanabe30 La
experiencia pura, el conocimiento objetivo, la moral31 La relación pura,
la mediación absoluta32 Una reinterpretación de la nada absoluta33 Los
orígenes de la lógica de lo específico34 Lo específico y el mundo
socio-cultural35 Lo específico y la nación36 Un nacionalismo
ambivalente37 Críticas al nacionalismo de Tanabe38 Críticas de la
ingenuidad política de Tanabe39 Respuesta a las críticas40 El
arrepentimiento41 Filosofando el arrepentimiento42 La lógica de la
crítica absoluta43 El acto religioso y el testimonio religioso44 El yo y el
autodespertar45 Una síntesis de religiones46 Una dialéctica de la muerte
NISHITANI KEIJI (1900–1990)
47 Vida y carrera de Nishitani48 El estilo filosófico de Nishitani49 Un
punto de partida en el nihilismo50 La subjetividad elemental51 Una
filosofía para el nacionalismo52 La necesidad histórica53 La energía
moral y la guerra exhaustiva54 La superación de la modernidad55 La
dimensión religiosa de lo político56 La superación del nihilismo57 Del
nihilismo a la vacuidad58 La vacuidad como punto de vista59 La
vacuidad como el terruño del ser60 El ego y el yo61 El yo, el otro y la
ética62 La ciencia y la naturaleza63 El tiempo y la historia64 Dios65 La
4
encarnación del despertar66 La crítica de la religión
PROSPECTUS
67 Situando a la escuela de Kioto68 Estudiando la escuela de Kioto69
Preguntas para la filosofía mundial70 El encuentro entre el budismo y el
cristianismo71 Filosofía y religión, Oriente y Occidente
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA
5
PRÓLOGO
Raimon Panikkar
Desde hace siglos el dinamismo portentoso del Extremo
Occidente ha invadido al resto del mundo; primero con exploraciones
que llamó descubrimientos; luego con explotaciones que denominó
comercio; en tercer lugar con guerras que justificó como males menores;
y finalmente con tecnologías que exportó como instrumentos para el
«desarrollo». El paso y el peso del tiempo si no cicatrizaron todas las
heridas, crearon anticuerpos que fueron penetrando en las venas de otras
culturas, anticuerpos que demasiado a menudo emponzoñaron sus
arterias, pero que de vez en cuando contribuyeron a simbiosis positivas.
El libro que tengo el honor de prologar es un ejemplo de ello. Su
ejemplo es paradigmático, empezando por la lengua. No está escrito ni
en el lenguaje original de la filosofía que nos presenta, ni en el idioma
nativo de su autor. La lengua hispánica, tan escandalosamente pobre en
este campo, debe un agradecimiento profundo a quien ha hecho un triple
salto mortal para ofrecer un conocimiento de primera mano precisamente
a aquella cultura que se enorgulleció de ir siempre plus ultra y que luego
parece que se olvidó (¿o arrepintió?) de sus primeras «hazañas» —para
quedarse rezagada en todo lo que se refiere al Oriente.
Este libro nos describe otra hazaña menos espectacular, pero no
menos fecunda. Es un ejemplo de la «mutua fecundación» que considero
el «imperativo cultural» de nuestra situación histórica. No podemos
respirar por mucho más tiempo dentro del ambiente cada vez más
enrarecido de una sola cultura, por global que pretenda ser.… Pero
función de un prólogo es sólo la de decir un logos previo, una palabra
introductoria como presentación de la obra.
Tres intelectuales japoneses, filósofos los llamaría yo, han sentido
la fascinación del Extremo Occidente, pero en lugar de imitarlo
servilmente, de combatirlo inútilmente o de organizar otra invasión se
han dedicado a conocerlo profundamente. Es así como han descubierto
primero para ellos y luego con repercusiones para el mismo Occidente
uno de sus filones más ricos y profundos que llevaba el nombre griego de
filosofía cuando ésta no se había aún escindido entre religión y sabiduría,
ni convertida en opus rationis exclusivamente. Estos tres pensadores, que
el autor escoge con acierto como los más conspicuos representantes de la
llamada «Escuela de Kioto», se dedicaron a estudiar el pensamiento
occidental sin resentimientos —cosa que ya prueba su magnanimidad
conociendo la historia del colonialismo occidental. Digo con amor y sin
animadversión, pero no sin «prejuicios»; han estudiado la filosofía
occidental con el pre-juicio inevitable de su cultura propia. Dicho de
forma más académica: no hay epoché fenomenológica transcultural. No
6
podemos poner entre paréntesis nuestras convicciones más profundas.
No podemos entender fuera de nuestras categorías. Entender al «otro»
exige más que buena voluntad; exige penetrar a través del logos en el
mythos del otro. Esto significa ver al «otro» no como un aliud sino como
un alter: como la «otra parte», la altera pars de nuestra misma persona
—y no digo individuo. Para ello debemos participar en el mythos del
«otro». Todos nuestros juicios emergen de un magma «pre-juicial» que
los hace posibles. Y me voy a entretener por un momento en este
pre-juicio.
Pocas cosas hay más fecundas para conocerse a sí mismo como
conocer al otro. Cuando una civilización se encierra en sí misma sin
interés por conocer a otra cultura, aparte de caer en un narcisismo
ridículo, no acaba de conocerse a sí misma. Pero cuando los muros se
derriban con demasiada violencia o las fronteras se abren con excesiva
rapidez puede haber inundaciones dañinas. No pienso ahora en el muro
de Berlín, en el muro financiero o en los embargos económicos actuales,
sino en la situación del Japón cuando se abrió a Occidente escasamente
tres años antes del nacimiento en 1870 del primer filósofo estudiado,
Nishida Kitarō.
Pero mal podemos conocer al otro si sólo le observamos desde
nuestra atalaya. Hay que entrar en diálogo con él y entonces se establece
no sólo el conocimiento mutuo sino que se adquiere otra perspectiva para
mejor conocerse a sí mismo. La interpretación que nuestros filósofos
hacen de la filosofía occidental nos revela facetas insospechadas de los
mismos pensadores que ellos estudiaron. Tanabe Hajime, para poner un
ejemplo personal, me ha descubierto aspectos de la filosofía de Kant que
yo no sospechaba. La escuela de Kioto representa «un momento decisivo
en la historia de las ideas» nos dice el autor del presente libro; nos abre
nuevos horizontes y nos ilumina aspectos desconocidos de la misma
filosofía occidental.
James Heisig, el actual director del Instituto Nanzan de Religión
y Cultura, incorporado a la Universidad de Nanzan en Nagoya, una de las
mayores metrópolis japonesas, conoce en profundidad tanto el trasfondo
japonés como el contexto euroamericano. Ello le permite hacer una
síntesis magistral de la filosofía de estos tres grandes pensadores, ellos
mismos fecundados por la filosofía europea. Si Heisig no es el inventor
de la «Escuela de Kioto» se puede decir que es posiblemente quien más
ha contribuido al conocimiento de ella allende el archipiélago. La
presente obra es pues más que una simple presentación de una filosofía
más o menos exótica en el mundo de habla hispánica; es una obra crítica
que tamiza la aportación de esta escuela a lo que el autor llama «filosofía
mundial» entendida como filosofía sin fronteras artificiales. Hablaré aún
sobre ello.
Filósofos de la nada es el título feliz de esta obra. Y aquí quisiera
7
insertar una reflexión que nos podría ofrecer una clave para evitar más de
un malentendido entre estos dos mundos culturales que demasiado
simplificadamente llamamos Oriente y Occidente. Cuando el pensar
humano escudriña la realidad hasta el máximo de sus fuerzas se tropieza
con sus propios límites. Pero descubrir el límite es percatarse que hay un
«más allá» infranqueable. Infranqueable al pensamiento, pero no a la
conciencia puesto que nos damos cuenta de que es un límite.
Una gran parte de la cultura occidental ha dado a este límite el
nombre de Dios. El llamado argumento de San Anselmo podría ser un
ejemplo extremo —aunque con raíces en Lactantius, Seneca, Boethius,
Augustinus y otros: Id quod maius cogitari nequit «Aquello mayor
(mejor) de lo cual no se puede pensar». Significativa es, a este respecto
la distinta interpretación que hace de la misma frase el filósofo shivaita
del siglo x del Kashmir, Abhinavagupta —con una diferencia. La frase
latina se refiere a los límites del pensar (cogitari); la frase sánscrita nos
habla de los límites de lo existente: na vidyate uttaram-adhikam yatah
(mayor de lo cual no hay) —aunque el verbo vidyate sea exquisitamente
ambiguo. La primera frase nos lleva a la dialéctica; la segunda al advaita,
al no-dualismo. La primera nos lleva a la negación del ser; la segunda a
su ausencia. Intercalo esta digresión como comentario al título del libro.
La especulación más profunda sobre este misterio (último) ha
descubierto su conexión con la negación de todo lo que el hombre podría
pensar, imaginar o querer —es decir, «más allá» de todo lo que es. De
ahí la filosofía y sobretodo la teología apofática. El nombre que más le
conviene es entonces No-ser, puesto que es por la negación de todo ser
como barruntamos el límite.
Otra gran parte de la cultura oriental no ha pasado a través de la
noción de Dios identificado con el Ser, o con lo que es por antonomasia
y no se ha visto obligada a apoyarse en la negación y llamar No-ser a
este último misterio. Lo ha llamado (la) nada, śūnyatā en el buddhismo
de expresión sánscrita: vacuidad.
Ahora bien, el camino recorrido ha coloreado, por así decir, esta
intuición. El camino monoteísta ha tenido que desprenderse de todo lo
que encontraba a su paso por vía de la negación, de tal manera que si
Dios era el Ser debía también abarcar al No-ser. El camino buddhista no
ha necesitado del rodeo dialéctico. Para un Ser absoluto no hay cambio
posible; de ahí la Nada absoluta (zettai mu) nos viene a decir Nishida.
Esta distinción es importante. Y aquí el castellano dispone de un
vocablo que podría servir de puente entre Oriente y Occidente —aunque
pocos hayan transitado por él, por miedo acaso al rugir de las aguas
tumultuosas que por debajo de él transcurren. Una filosofía o teología
que pretenda la certeza y la seguridad no se arriesga fácilmente… Pero
dejemos de lado estas insinuaciones.
La nada no debe confundirse con el No-ser (nothingness, Nichts,
8
rien, niente) —sin entrar en la etimología de néant (ne-entem,
ne-gentem). La nada es la nonada, lo «no nacido», el «don nadie» del
castellano castizo, el «anonadamiento» de la mística hispánica, el
non-natum etimológico —y por tanto «anterior» al Ser, no su negación.
La nada no tiene porqué «ser» la negación del Ser. No hay duda que el
No-ser ha estado siempre y paradójicamente «presente» en la filosofía
occidental; pero, por así decir, negativamente: el No-ser no «es». Las
interpretaciones desde los presocráticos hasta nuestros días son múltiples
y variadas; pero aventuro la sospecha que en la mayoría de los casos el
trasfondo general de occidente sigue siendo Parménides: «el ser es, el
no-ser no es». Posiblemente sea más importante de lo que parece que
nuestro autor haya escrito en castellano, tocando así una fibra profunda
de la mística y del alma ibérica. El haber interpretado la nada como el
no-ser condiciona la mayor parte de la especulación occidental: su
poderosa confianza en la mente —con sus correspondientes reacciones
irracionalistas.
Veámoslo de una forma esquemática. «El Ser es». Pero la mente
no sólo puede, sino que se ve forzada a pensar, ni que sea formalmente:
«El No-Ser no es». Y este pensamiento no es una quimera sino algo muy
real. Con otras palabras, la mente puede negar el Ser. Aunque la pregunta
no tenga respuesta el hombre, citando a Leibniz y a Heidegger, puede
preguntarse: «¿Por qué hay Ser y no más bien No-Ser? —aunque otras
lecturas nos digan ente (entes) y no-ente (no-entes). Equivale a lo mismo.
¿De dónde le viene a la mente este poder superior al Ser que puede
incluso negarlo —o negar todos los entes? La pregunta nos viene de
pensadores de primera fila y sería ingenuo responderles que si no hay ser
la pregunta no tiene sentido. La cuestión no es un sin sentido. La mente
humana tiene pues este poder exorbitante de negar el Ser —y todos los
entes. Y éste es el presupuesto tácito (¿inconsciente?) que da
precisamente sentido a la pregunta: la primacía del pensar sobre el Ser.
Aunque no hubiese ni Ser ni seres el Pensar (soberano) podría plantearse
la cuestión.
He aquí la aparición del pensar dialéctico en el sentido de la
primacía de la mente sobre el Ser, puesto que la mente puede negarlo e
incluso se atreve a querer probar racionalmente la existencia de un Ser
Supremo —aunque las «pruebas» no deban confundirse con las vías de
un Tomás de Aquino, por ejemplo. Mayor confianza en la mente no se
puede imaginar.
Visto así, la relación entre el Ser y el No-Ser es dialéctica.
Asistimos al nacimiento del pensar científico y de la tecnociencia. Y aquí
radica toda la fuerza (y debilidad) del pensar dialéctico y con él se crea la
base para la ciencia moderna y la tecnología occidental. Y es aquí en
donde el pre-juicio de los tres autores estudiados por James Heisig
aparece fecundo. La śūnyatā de la tradición primordialmente buddhista
9
no es el No-Ser. La vacuidad no es la negación del Ser: es más bien la
nada, lo no nacido (al Ser), no porque sea su negación, sino porque la
nada es «anterior» al Ser, la que lo hace posible y, me atrevería a decir, la
que lo hace libre. Ahí tenemos otra forma de pensar cuya fecundidad aún
«no ha nacido» en la cultura occidental moderna. Me permito aventurar
esta consideración sobre la fuerza de las metáforas y de paso sobre la
ventaja del vocablo castellano —sin decir por ello que «África empieza
en los Pirineos», como «hecho diferencial» de España con respecto a sus
vecinos norteños, aunque acaso algo haya de esto. Uno de los vocablos
japoneses de origen chino para la nada es el cielo, kū, el firmamento
cuyo límite no se ve, pero que en manera alguna es la negación del Ser
—sería acaso aún más «real» que el Ser puesto que lo hace posible: todas
las cosas se mueven y tienen su ser debajo del firmamento. Para decirlo
de forma paradójica (y no aristotélica), la potencia sería más «poderosa»,
más real que el «acto». Que no se me objete que el percatarse de la
ausencia, del «Sin-Ser», de la Nada, presupone el Ser. No lo pre-supone,
pero sí que es inseparable de él —del Ser. La ausencia es el vacío que ha
dejado una presencia. La noción del No-Ser es dialéctica. La noción de la
Nada es no-dualista, advaita. La nada es «distinta» del Ser, pero no
separable —no lo pre-supone, lo acompaña.
No es de la incumbencia de un prólogo desarrollar este tema y
apuntar la distinción entre mu (nada) y kū (vacío) y que ambas nociones
no deben confundirse con la función negadora expresada por los
caracteres hi o fu (correspondientes al «no» negativo). Acaso sea un
tributo de nuestros japoneses a la filosofía postcartesiana cuando aceptan
que la realidad nos pueda (a)parecer contradictoria. Dice Nishida
textualmente: «La nada (mu) significa auto-identidad absolutamente
contradictoria» para especular luego dialécticamente sobre ella. La
realidad sólo muestra caracteres contradictorios cuando nos acercamos a
ella bajo la luz del prisma de la mente.
Pero el hecho de que la realidad nos (a)parezca contradictoria no
equivale a que lo sea, a que la contra-dicción valga también para lo que
se revela en la «dicción». Y aquí me permito una sospecha —que
lamento por mi timidez no haber aclarado personalmente con Nishitani
Sensei: ¿No será que una gran parte de las especulaciones dialécticas
sobre el No-ser y las distinciones sutiles, que sobretodo Nishitani hace,
se deben a su acomodación al interlocutor occidental que imaginan
sumido en un pensar dialéctico? Harta conocida es la casi repugnancia
del espíritu oriental (simplificando) a la contradicción. Decir que no en
una conversación es poco menos que malos modales. Pero volviendo a
nuestro tema, la realidad no tiene porqué ser ni contradictoria ni no
contradictoria a no ser que se crea que nuestra «dicción» acerca de ella
incida de tal manera sobre la realidad que nos diga exhaustivamente lo
que ella es. No olvidemos que con pocas excepciones (que se multiplican
10
ahora felizmente y de las que nuestro autor es una causa importante) el
diálogo filosófico con el Japón (y del Oriente en general) ha sido más el
del Este con el del Oeste que viceversa. Junto a los miles de buddhistas e
hindúes occidentales hay millones de cristianos orientales; junto a los
pocos departamentos universitarios de «estudios orientales» en
Occidente hay cientos de «estudios occidentales» en las universidades de
Oriente.
Esta cuestión sobre la filosofía es uno de los múltiples problemas
que suscita el presente libro —cuya riqueza prohibe hacer un resumen
adecuado.
Un triple comentario me permito para terminar.
El libro de Heisig es una presentación poco menos que
indispensable para conocer tanto la filosofía llamada japonesa como la
llamada occidental moderna. No se puede criticar lo que se desconoce o
se conoce sólo por resúmenes de tercera mano. Los filósofos de la nada
nos describe a tres grandes pensadores japoneses como un puente abierto
en dos direcciones que permite la fecundación mencionada al principio.
Nuestro autor habla de «filosofía mundial» para liberar la filosofía de la
tutela occidental sin por eso caer en nacionalismos filosóficos. Los tres
autores estudiados ¿son representantes de una filosofía oriental u
occidental? Estas etiquetas separadoras ya no se dejan aplicar. Los
filósofos de la nada es un libro de pura filosofía y los lectores de lengua
hispánica deben estar agradecidos a su autor porque situándonos a estos
tres autores en su contexto nos brinda una auténtica lección de filosofía.
Y es en nombre de esta pura filosofía que el filósofo James Heisig está
justificado al criticar una parte del mismo proyecto de la Escuela de
Kioto. Sólo un conocedor de ambos mundos puede hacerlo.
Acaso un efecto colateral de este libro sea el de ayudar a saltar
por encima de los moldes clasificatorios a los que la cultura dominante
nos ha avezado: religión por un lado, filosofía por otro, teología
entremedio y estética como apéndice —sin por ello caer en confusiones
anárquicas e irracionalismos acríticos.
Mi segundo comentario se refiere al contexto que acabo de
mencionar. El contexto es doble, el japonés originario y el del mundo
intelectual en el que nuestros autores se han nutrido: el de la
«ilustración», predominantemente centroeuropea. No es pues de extrañar
que James Heisig, a pesar de la influencia germánica de la escuela de
Kioto, adopte la forma mentis del mundo académico en el que nuestros
autores se movieron. Aunque el libro esté escrito en castellano no tiene
más remedio que situarlo en el contexto de las corrientes filosóficas
dominantes —incluso en las universidades españolas y me temo también
que en las latino-americanas. Piénsese en Unamuno, Ortega y Zubiri para
mencionar sólo tres nombres representantes de un contexto diferente. Es
cierto que ni Nishida, ni Tanabe, ni Nishitani fueron influenciados por la
11
terna que acabo de mencionar. Poner en relación los unos con los otros es
una tarea fascinante que el estudio de Heisig ahora hace posible. Yo
vería este libro como un acicate para la mutua fecundación entre diversas
corrientes de pensamiento a la que se ha hecho alusión al principio.
Este sería un segundo efecto colateral de este libro, el de abrirnos
los ojos a un horizonte mucho más amplio que aquél en que parece
haberse restringido la cultura dominante. La tentación de «nacionalismo»
cultural contra la que tuvieron que luchar con mayor o menor éxito los
intelectuales japoneses no es única, ni hoy día es la ideología japonesa la
más peligrosa. En otros lugares he hablado de «tecnocentrismo» cultural
como más sutilmente peligroso que cualquier etnocentrismo. La tradición
de la humanidad no se puede limitar ni en el tiempo ni en el espacio.
Acaso nuestros mismos criterios filosóficos debieran ser superados. Pero
esto es otra tarea importante y difícil a la que este libro muy
discretamente nos invita. La filosofía no es griega, pero tampoco es
europea ni menos anglosajona o germánica. La filosofía, si decidimos
conservar este nombre, no tiene otro contexto que el humano —aunque
en cada caso en «relación transcendental» de los textos concretos con sus
respectivos contextos. La ciencia necesita postulados; la filosofía no
puede admitir postulados ajenos a ella misma a no ser que renuncie a ser
la última conciencia (crítica) de la realidad y se convierta en una ciencia
particular. Los posibles postulados de la filosofía pertenecerían ya a otra
filosofía o meta-filosofía que los justificase y así ad infinitum.
Hace lustros que el autor del presente prólogo rompió una lanza
en favor de lo que el autor del libro nos presenta con claridad en el
ejemplo de la «Escuela de Kioto»: que la filosofía no es monopolio de
nadie. No se trata de proponer una (sola) filosofía como «filosofía
mundial» sino el recabar los derechos de la filosofía para todo el mundo.
En tercer lugar me permito glosar el lema de este prólogo como
uno de los desafíos más fecundos de la escuela de Kioto a las religiones
monoteístas. Acaso permita al Extremo Occidente salir de su extremismo
separador y reconciliar filosofía y religión —que con la creencia en una
substancia omnisciente y omnipotente es difícil de conseguir.
El espíritu de la «Escuela de Kioto» es profundamente religioso
en el sentido más profundo de la palabra: el reconocimiento de la
peregrinación humana como algo que no se limita a un paseo por un
espacio físico y un tiempo linear y que en este camino existencial y
personal el intelecto humano es nuestro acompañante indispensable —en
caso contrario la religión es superstición y la filosofía un lujo superfluo.
Pero la razón no puede identificarse con el intelecto, ni éste puede
considerarse el solo «ingrediente» del ser humano. Y éste sería el tercer
efecto colateral de esta obra cuando se la lee como lo que efectivamente
es: un libro de filosofía —y no sólo de historiografía (filosófica). Pero la
tarea está por hacer.
12
Decir «Yo soy el que no soy» es pura contradicción irracional, si
el «soy» se toma en el mismo sentido en ambos casos, y pura
equivocación estéril si el «soy» no significa lo mismo. «Yo soy el que
soy», sin entrar en exégesis bíblicas, es un símbolo positivo y/o negativo
que caracteriza las culturas abrahámicas, que incluyen tanto el marxismo
como la concepción científica del universo además de las varias visiones
monoteístas: un último punto de referencia, llámesele Dios, Justicia o
Verdad. Una buena parte del mundo oriental no funciona, ni siquiera
formalmente, con este esquema —y a pesar de ello no renuncia a la
inteligibilidad. Acaso haya un «yo» cuya realidad no consista en jugar al
Ser con los entes, sino en jugar a la Nada con ellos. «El yo como el
«unificador» de la conciencia no es el sujeto gramatical», dice Nishida.
El «yo soy» gramatical no es el yo. Paradójicamente el yo sujeto
(gramatical) es objectivable y por tanto no es verdaderamente sujeto —el
sujeto «no es». La frase bíblica tendría entonces una paralela (y las
paralelas sólo se encuentran en el infinito). Junto al «yo soy» —y
vosotros (todavía) no sois, pero seréis (si llegáis a realizaros portándoos
bien), habría una segunda afirmación que nos invitaría a que
reconozcamos nuestra nonada, puesto que de la Nada salimos y sólo
anonadándonos nos realizamos. Estamos en las antípodas del nihilismo.
«Yo, el que no soy». Pero como diría la tradición hispánica a la que me
he referido, «esto es harina de otro costal» —y desde luego no del talego
de un simple prologuista.
Tavertet, Pascua 2001.
13
Prefacio
Durante más tiempo del que quiero acordarme, se encontraba
retenida entre los más recónditos de mis pensamientos la intención de
escribir algún día un libro sobre las figuras principales de la escuela de
Kioto. Más que ninguna otra cosa, lo que me había prevenido de
realizarla hasta ahora era la esperanza de que alguien cualificado se
dedicase pronto al proyecto, alguien que quizá incluso pediese mi ayuda.
Esta esperanza no era del todo infundada. Hay bastantes personas bien
preparadas para llevar a cabo la tarea, y muchos otros como yo
dispuestos a ayudar en la medida de lo posible. Pasaron los años, y
aunque han venido multiplicándose el número de investigaciones
especializadas sobre la escuela de Kioto, el desafío de producir una
visión general seguía abierto, tanto en Japón como en el extranjero.
Finalmente, una serie de coincidencias acabaron por convencerme de
asumir yo mismo el proyecto.
En 1999 invitamos a una joven estudiosa de la Universitat
Pompeu Fabra de Barcelona, Raquel Bouso, al Instituto Nanzan de
Religión y Cultura en Nagoya, Japón, para que completara su traducción
española de La religión y la nada de Nishitani Keiji. Vino acompañada
por los profesores Amador Vega y Victoria Cirlot, y los cuatro
colaboramos durante unas seis intensas semanas en una última revisión
del trabajo, que fue publicado unos meses después. A continuación, se
me ofreció el puesto de profesor visitante en la Pompeu Fabra, y mis
colegas del Instituto Nanzan me animaron a que aceptara la invitación,
ofreciéndose además para cumplir mientras tanto con todas mis
obligaciones. Una generosa subvención de la Fundación de Becas Itō
hizo posible la compra de una considerable colección de material
bibliográfico, necesario para emprender el trabajo fuera de Japón. Esta
colección ha sido donada íntegramente a la biblioteca de la Pompeu
Fabra, donde a partir de ahora estará disponible para todos los estudiosos
de Europa interesados en la escuela de Kioto.
Así fue como llegué a Barcelona, donde una serie de condiciones
de trabajo verdaderamente ideales hicieron posible que completara el
libro que ahora se presenta. A pesar de la organización simple de los
capítulos, y del estilo en el que están presentados, he de admitir que
repetidas veces el trabajo de abreviar datos e ideas podía conmigo.
Examinando los resultados, todavía puedo distinguir los pliegues
apretados donde páginas enteras han sido amontonadas en un solo
párrafo, y las costuras que dan muestra de cómo grandes trozos de
material han sido cortados. Para una audiencia general interesada en la
filosofía japonesa del siglo xx, puede que el contenido del libro resulte
demasiado constreñido; el lector más especializado y ya familiarizado
14
con el tema, me temo, puede encontrarlo, en cambio, demasiado suelto.
Al menos una parte de esa ambivalencia se debe al hecho de que
el proyecto ha sido ajustado a la medida de mi involucración personal en
el tema. Desde el comienzo, quise aprovechar la ocasión para distinguir
con claridad lo que había entendido verdaderamente de la escuela de
Kioto de lo que sólo creía haber entendido. Revisando los apuntes y
traducciones que había ido compilando durante largos años, pronto me
percaté de que podía incorporar directamente mucho menos de todo eso
—como también de mis publicaciones anteriores sobre el tema— de lo
que había previsto. Demasiado de lo que había publicado estaba poco
matizado o aún andaba descaminado. También me di cuenta de que
existía una gran cantidad de literatura secundaria que merecía una
atención más cuidadosa, y un juicio más reflexionado, del que le había
prestado hasta entonces. En todo caso, mi preocupación principal a lo
largo del texto ha sido exponer el sentido, a mi propia satisfacción, de las
tres figuras principales de la escuela de Kioto: Nishida, Tanabe y
Nishitani. Allí donde podía, extraía ese sentido desde sus propias
explicaciones o desde las de sus comentaristas principales; donde no lo
podía encontrar, lo traté de construir yo mismo. En las notas, he puesto el
forro al descubierto para poner a la vista no sólo las fuentes que he
consultado y mis reacciones ante muchas de ellas, sino también el enredo
de hilos y cabos sueltos ocultos por el resumen abreviado y los patrones
más limpios que he diseñado en la superficie del texto.
En el campo de los estudios orientales en general y de la filosofía
japonesa en particular, los recursos en castellano son todavía
relativamente escasos. Si pensamos que es el segundo idioma del
hemisferio occidental y el cuarto del mundo, la carencia es ya bastante
notable. Si además incluimos la larga historia de relaciones con el
extremo oriente y la creciente demanda, en los países de habla hispana,
de la riqueza de las filosofías y espiritualidades del este, reclamadas cada
vez más como una herencia legítima, el desequilibrio se vuelve
desconcertante. Estoy convencido de que las olas de atención estudiosa
que han despuntado estos últimos años alcanzarán una marea creciente
en el siglo que acaba de comenzar. Si mi predicción parece prematura, no
lo será por mucho tiempo. No pido disculpas a los lectores poco
acostumbrados a la molestia de encontrarse con glifos sino-japoneses en
las notas. Los incluyo no sólo para el escaso número de lectores que los
necesita ahora, sino también para los muchos que los necesitarán en los
próximos años.
Dejando a un lado los tecnicismos y las cuestiones de
composición, continúo convencido, como lo he estado siempre, de que
hay una sabiduría esperando ser descubierta en las filosofías de la nada
como éstas de la escuela de Kioto. Como todo despertar, se nos aparece
echando chispas, que pronto quedan apagadas otra vez por los
15
convencionalismos del pensamiento ordinario. Es cuando esas chispas
titilan más de cerca y durante ratos más largos que la oscuridad de la
jerga filosófica empieza a conceder algo de su secreto. La única razón
que puedo dar que justifique a ojos del lector un resumen tan extenso y
enrevesado como éste, ha acabado siendo la esperanza de poder llegar a
comunicar algo de la iluminación que estos filósofos me han otorgado.
Hay tanta gente a la que agradecer, que apenas sé por dónde
comenzar. Ueda Shizuteru y Horio Tsutomu han sido magnánimos al
responder durante meses a mis muchas preguntas, en general con mucho
más detalle del que había pedido. Paul Swanson, además de asumir el
cargo de director del Instituto Nanzan, ha tenido que soportar mi
persistente hostigamiento para que me buscara y enviara todo tipo de
libros y artículos. Una y otra vez, Fran J. Ruiz ha infundido su cálida
inspiración sobre todas estas páginas congeladas por la constante
revisión, ayudando al texto a fluir más libremente. Amador Vega y
Raquel Bouso leyeron el texto con meticulosa devoción y sugirieron
numerosas mejoras. Y finalmente, está esa comunidad amplia y
simpática de estudiosos de la escuela de Kioto alrededor del mundo, sin
cuyo consejo y recursos a cada paso del camino este libro sería,
indudablemente, mucho más pobre. A todos ellos les doy gracias.
James W. Heisig
Barcelona
1 de octubre de 2000
16
Orientación
1 la escuela de kioto. La emergencia de la escuela de Kioto
marca un momento decisivo en la historia de las ideas. Este grupo de
filósofos no sólo representa la primera contribución sostenida y original
de Japón a la filosofía occidental, sino que además lo hace desde una
perspectiva característicamente oriental. Lejos de un simple revestir las
preguntas tradicionales de la filosofía en un estilo oriental, es un desafío
disciplinado y bien informado para con la definición de la historia de la
filosofía misma. El hecho de que los años formativos de esta nueva
corriente de pensamiento coincidiera con un período de nacionalismo y
militarismo intensos en Japón, ha tendido a retardar el reconocimiento de
sus logros, tanto dentro como fuera del país; sin embargo, una
coincidencia de esfuerzos por ambos lados, durante las últimas dos
décadas, nos hace más fácil reconsiderar la escuela de Kioto y su lugar
en la historia. Este libro pretende tal reconsideración.
La primera vez que la designación escuela de Kioto aparece
impresa fue en el año 1932, en un artículo de periódico escrito por
Tosaka Jun bajo el título «La filosofía de la escuela de Kioto». Dos
fueron las razones que adujo Tosaka para usar este término. En primer
lugar, quiso llamar la atención sobre el hecho de que la obra pionera del
célebre Nishida Kitarō (1870–1945), quien se había jubilado hacía
algunos años, era continuada de una forma nueva e igualmente creativa
por su principal discípulo, Tanabe Hajime (1885–1962). Tanabe, que
había sucedido a Nishida en la cátedra de filosofía de la Universidad
Imperial de Kioto, era también maestro de Tosaka. Sin restar ninguna
importancia a aquellos de «la escuela de Nishida», dedicados
propiamente a «la filosofía de Nishida» (entre los que destacó a Miki
Kiyoshi, otro joven, como él mismo, cercano al marxismo), Tosaka
consideró que sus aportaciones no estaban a la altura intelectual de
Tanabe y que, en cierto modo, no habían llegado a captar la importancia
y originalidad de su propuesta.
En un artículo posterior insistirá en esta misma idea, de forma
aún más vehemente:
Al bendecir la emergencia de la escuela de Kioto quiero decir que, si
Tanabe no hubiera tomado la sucesión, probablemente la filosofía de
Nishida hubiera acabado en la mera filosofía de Nishida… Pero ya está
asegurada su transmisión a través de la escuela de Kioto. El segundo
motivo aducido por Tosaka fue el ejercicio de lo que consideró el «deber
moral» de desplegar una crítica al enfoque que Nishida había introducido
en filosofía, y que Tanabe había seguido:
La filosofía de Nishida, en pocas palabras, representa el más excelente
idealismo burgués en nuestro país si no en el mundo, …lo que quizá todo
17
el mundo da por sabido… Pese a que ha podido tratar cuestiones que
sobrepasan totalmente el fenómeno de la conciencia, no puede sino ser
llamada una fenomenología en grado sumo. El grueso de la crítica de
Tosaka era éste: en el intento de socavar desde sus bases la polaridad
entre el idealismo y el materialismo, Nishida ha sacrificado la conciencia
histórica por una preocupación por la interioridad de la conciencia del sí
mismo. Este sacrificio llegó a ser tan central en su método filosófico que,
cuando Tanabe trató de introducir la praxis histórica y la conciencia
social en el modelo para, a su manera, superar la polaridad, fue también
incapaz de alejarse de la fijación en la conciencia individual:
Si Nishida proporciona las tecnologías necesarias para la fabricación de
ideas, puede decirse que Tanabe le ha añadido el método lógico para
comercializarlas.… La filosofía Nishida-Tanabe —la filosofía de la
escuela de Kioto— parece haber saldado bien las cuentas de la filosofía
burguesa en Japón. El tono de los comentarios de Tosaka es
respetuoso, pero a la vez firme en la convicción de que la primera
filosofía propiamente japonesa carece aún de una clara visión del mundo
y de que sigue alimentándose de sus propias abstracciones en el
«invernadero» de la academia. No es que estuviera oreando críticas que
no se hubieran abordado ya en círculos próximos a Nishida y Tanabe; de
hecho, reconoció que eran de sobras conocidas. Sin embargo, consideró
necesario declarar públicamente que continuar ignorando o
menospreciando los cambios que tenían lugar en la sociedad actual
significaba la perdición para cualquier postura filosófica, al margen de la
genialidad de los que la defendieran. A pesar de su juventud y más allá
de sus simpatías socialistas, Tosaka entendió que esto tenía más que ver
con la preferencia por un método filosófico u otro. En muy pocos años
sus ideas le costarían la carrera académica y le llevarían a la cárcel,
donde moriría aún joven por sus convicciones. Por su parte, sus maestros
Nishida y Tanabe también aprenderían de las consecuencias de dejar
llevar sus ideas por los vientos turbulentos e irracionales de un sistema
político dispuesto a ejercer su poder militar a toda costa.
Quién fue el primero en acuñar la denominación escuela de Kioto
o cuándo pasó a uso corriente es difícil de determinar. Muy
probablemente, el nombre surgió de manera casual desde el círculo
bastante amplio de estudiantes y profesores que se había formado
alrededor de Nishida durante sus últimos años en Kioto, y que Tanabe
supo mantener. A decir de todos fue un grupo mixto, quizá unos
veinticinco en total, que se agrupaba para debatir más o menos
informalmente sobre una gran variedad de temas. En rigor, no puede
decirse que formaran una «escuela» en el sentido ordinario del término,
sino que se caracterizó más bien por ese tipo de espontánea vitalidad
académica que a menudo se crea alrededor de los grandes pensadores.
Mientras que las presiones de una policía especial, dedicada
18
expresamente a vigilar la circulación de ideas consideradas peligrosas
para la unidad nacional, se hacían más asfixiantes a mediados de los años
treinta, la concentración de jóvenes mentes brillantes en Kioto empezó a
llamar cada vez más atención.
El apelativo de Tosaka había llegado en buena hora y fue
rápidamente aceptado en círculos académicos y políticos, tanto de la
izquierda como de la derecha. Aunque sus intenciones pasaron
rápidamente al olvido, el nombre se conservó. Y cuanto más se usaba el
nombre, más se extendía la tendencia a nivelar las notables diferencias
filosóficas que existían entre los considerados miembros de la «escuela».
Cuando los ejércitos imperiales de Japón comenzaron a deambular de un
lado para otro en Asia, todo cambió. Muchas de las ideas que se habían
tomado por derechistas se convirtieron en izquierdistas, y viceversa. Por
ejemplo la identidad nacional y étnica, el rechazo genérico a la
democracia y cultura occidentales, o la recuperación de las raíces
asiáticas, fueron sucesivamente expropiadas en un conjunto de
despropósitos y proclamados como la filosofía de «la vía imperial». La
izquierda marxista en gran parte capituló o permaneció en silencio. La
derecha, mientras, dejó que sus ideas fueran utilizadas para engordar la
nueva ideología imperial y sus ambiciones militares. Los historiadores
posteriores recordarían estos sucesos, en las más estrictas normas de la
comprensión retrospectiva, para distinguir alas derechas, izquierdas y del
centro en la escuela de Kioto según la respuesta que sus miembros daban
a la nueva situación política.
Aunque los frenos a la libertad de expresión dentro de las
universidades públicas, y el consiguiente miedo a las represalias,
desanimaron a muchos profesores y estudiantes por su proximidad al
círculo intelectual de Kioto, un reducido grupo resistió y mantuvo viva la
tradición. El más sobresaliente del grupo fue Nishitani Keiji
(1900–1990), un estudiante en quien Nishida y Tanabe habían
reconocido pronto como una mente excepcionalmente dotada y quien
con el tiempo desplegaría su herencia en una filosofía propia. Menos
cuidadoso que sus maestros, Nishitani usó su idealismo y su considerable
erudición en polémicas con la ideología política del momento, y se
encontró con que estaba siendo arrastrado por fuerzas más arrolladoras
de lo que había previsto.
Es desde de estas tres figuras —Nishida, Tanabe y Nishitani—
que la escuela de Kioto se proyecta como un movimiento filosófico.
Dentro de su alcance circula un número de figuras secundarias, algunas
con un interés puramente filosófico, otras más bien a causa de las
relaciones del círculo con el régimen militar en Japón durante la segunda
guerra mundial. Más importante que la pregunta de quiénes de ellos
merecen ser considerados como miembros de la escuela y por qué, es la
pregunta de cuánto de esa historia debe reconstruirse para apreciar con
19
justicia el pensamiento de las tres figuras centrales. La cuestión ha
generado no poco debate. Los que se han fijado más en la trayectoria
intelectual de los tres durante la guerra, demandan más explicaciones; los
que se fijan propiamente en la filosofía se contentan con menos. En las
páginas que siguen buscaré un término medio, aunque en este punto
quisiera adelantar mi conclusión: Sólo si uno ignora, sea
deliberadamente o no, la mayor parte de los escritos de estos pensadores
puede concluir que alguna idea suya sirvió como apoyo a la ideología
imperialista de Japón en tiempo de guerra, o que esta ideología formara
parte de la inspiración fundamental de su pensamiento. Si de manera
voluntaria alguno de ellos prestó apoyo al régimen, fue una aberración
de sus metas intelectuales.
En buena medida, el mundo filosófico en Japón parece haber
encontrado su término medio en los últimos años respecto a esta
cuestión. No olvidemos que, durante la década de los setenta, el nombre
escuela de Kioto había desaparecido casi por completo del panorama
japonés, y con ello casi todo el interés por las filosofías de Nishida,
Tanabe y Nishitani, que se limitaba a su pequeña camarilla de discípulos
en Kioto. Sería demasiado concluir que el estigma político había
desarraigado de su propia tierra al primer movimiento filosófico
importante de Japón, pero desde luego sí tuvo mucho que ver para que
tan prematuramente fuera a parar al museo de las ideas pasadas de moda.
El resurgimiento del interés por la escuela de Kioto fue
estimulado, en parte, por la curiosidad que mostraron filósofos y
teólogos occidentales, y no tanto por haber examinado más
minuciosamente su historial político sino, al menos inicialmente, por no
haberse enterado de ello. Al disponer de textos traducidos, el contenido
intelectual de estos filósofos pudo ponerse directamente en relieve, con
total limpieza, mucho más de lo que se había logrado con los
especialistas de la historia de las ideas de Japón. Este interés en el
extranjero reanimó el interés en Japón, donde el enfoque inicial estuvo
más centrado en Nishida. Recientemente, el redescubrimiento del
pensamiento de Tanabe y unos primeros pasos en la comprensión
sistemática de la obra de Nishitani han empezado a destacar. Durante
estos años, además, la presencia de Nishitani ha sido un factor principal
para el éxito de la rehabilitación de Nishida y Tanabe. No sólo continuó
hasta su muerte recibiendo las visitas del extranjero interesadas en la
escuela de Kioto, sino que dio conferencias por su país hasta bien
entrados los ochenta.
El tiempo tiene su manera de tamizar los elementos incidentales
de una filosofía y en la mayoría de los casos termina borrando filosofías
enteras de la memoria colectiva. Lo que el tiempo no ha enseñado, en el
caso de los filósofos de Kioto, es que su pensamiento sí ofrece un punto
de encuentro provechoso y todavía vivo para la filosofía y la religión del
20
Oriente y Occidente. Los historiadores que quieren eclipsar esta
posibilidad desde una supuesta superioridad moral, tienen como mínimo
la obligación de presentar pruebas que expliquen por qué el tiempo ha
hecho mal su trabajo, o, si es que los que leemos su filosofía estamos
probablemente contaminados por ideas inaceptables. Esta obligación, así
me lo parece, no se ha cumplido. Al contrario, la connotación respetable
que el nombre «la escuela de Kioto» todavía disfruta en el Occidente se
ha ido extendiendo de manera paulatina por Japón, pese a que algunos
más sensibles a sus posibles connotaciones ideológicas sigan prefiriendo
hablar de Nishida, Tanabe y Nishitani como creadores de distintas pero
filosofías relacionadas. En todo caso, es alrededor de estos tres
pensadores que he organizado este ensayo.
2 la filosofía japonesa como filosofía mundial. En los filósofos
de Kioto encontramos a una escuela filosófica capaz de situarse a la
misma altura que las mayores escuelas y corrientes de filosofía de
Occidente. Más aún, es la primera corriente filosófica en Japón de la que
esto puede decirse. Nishida fue la fuente, de eso no cabe ninguna duda.
Sin embargo, como reconocía Tosaka, la obra de Nishida aislada no
habría sido suficiente para ubicar el pensamiento japonés en el mapa
mundial de la filosofía, ni aún con la ayuda de discípulos de primera.
Para eso fue necesario el contrapunto del pensamiento de Tanabe y las
ampliaciones creativas de Nishitani. No es por casualidad que las
traducciones de las obras principales de Tanabe y Nishitani catapultaran
a Nishida a una posición de prominencia en el extranjero, lo que no había
logrado para sí mismo a pesar de las múltiples traducciones que, desde
hace más de cuatro décadas, circulan de sus propias obras.
La afirmación de que una dimensión nueva ha sido añadida a la
filosofía mundial nos conduce a través de una niebla antes de revelarse
en su radicalismo. Según la definición más amplia de la palabra filosofía,
la afirmación en sí está vacía. Si prácticamente cualquier mito más o
menos elaborado y consciente, o cualquier armazón de valores, puede
calificarse como una filosofía, entonces las filosofías nuevas están todo
el tiempo yendo y viniendo por el mundo, y no hay razón alguna por la
que en Japón no hubiera sido así. Si apuramos un poco más y nos
referimos, con el término filosofía, a aquel cuerpo crítico de
pensamiento, sistemáticamente anotado, compilado y transmitido, que
trata de las preguntas últimas de la existencia, se ha de reconocer que
Japón ha producido su parte de tales filosofías desde los tiempos del
pensador del budismo esotérico Kūkai, en el siglo ix.
Pero si entendemos la filosofía en su sentido más estricto, es
decir, como esa tradición intelectual que comenzó en Atenas en el siglo
vi antes de nuestra era, que fue difundida a través de los imperios griego
y romano, echó raíces en los países de Europa en el siglo iv y en América
21
a partir del xvii, entonces cualquier afirmación sobre una supuesta
participación japonesa en la historia de la filosofía asume un significado
bien diferente. La línea de pensadores que va de Sócrates y Platón, a
Aristóteles, de Agustín de Hipona y el Tomás de Aquino, a Descartes,
Kant y James —esa línea que la historia refiere como filosofía en su
sentido más preciso— nunca ha sido quebrada, entroncada, ni ha
aumentado ni se ha visto seriamente desafiada por el pensamiento
asiático. Rudyard Kipling no pudo haber salido impune con su estribillo
de que Oriente es Oriente y Occidente es Occidente si hubiera existido
una noción inclusiva de la filosofía que aceptara como ingrediente
esencial una parte de la inmensa herencia intelectual de la India, China,
Corea y Japón. Una cosa es extender la palabra filosofía
provisionalmente y otra incluir tradiciones de pensamiento de esos países
con el propósito de hacer comparaciones, pero aun esta misma idea de
una filosofía comparativa termina confirmando la separación y,
encubiertamente, respaldando la suposición de que la única filosofía
mundial es una filosofía hecha con el molde occidental. Es precisamente
este molde que Nishida, Tanabe y Nishitani han quebrado, aunque las
consecuencias de esa ruptura apenas han comenzado a afectar a personas
comprometidas con la filosofía occidental clásica alrededor del mundo.
No es más correcto hablar de los filósofos de Kioto como
representantes de la filosofía oriental que hablar del uso que hacen del
budismo zen y de la Tierra Pura como representativo del budismo
Mahāyāna. Que no quepa duda: los filósofos de Kioto son orientales y
son budistas. Pero ni su meta ni su contexto son orientales ni budistas.
Considerar los aspectos no-cristianos y no-occidentales de sus obras
como un tipo de especia japonesa, ideal para sazonar ciertas preguntas en
el menú de la filosofía occidental, puede ser el modo más simple para
llegar a sus ideas y, también, para mantenerlas a una prudente distancia.
Éste es también el supuesto que adopta la inmensa mayoría de los
estudiosos y especialistas japoneses a la hora de hacer sus contribuciones
en filosofía, en un intento de ganarse la confianza y ser aceptados en el
Occidente. En este sentido, su resistencia a una idea más comprensiva de
la filosofía mundial ha sido igual o, incluso más intensa, que la del
Occidente. El paso que los filósofos de Kioto dieron al gran foro de la
filosofía mundial no recibió, por parte de sus colegas, la bienvenida
universal que cabía imaginar.
Para Nishida y sus colegas en la escuela de Kioto, no hubo otra
manera de romper la suposición de que la tradición filosófica occidental
debe permanecer en el dominio privado de las culturas occidentales que
actuando según la suposición opuesta. Por lo pronto, se daban cuenta de
que la filosofía mundial siempre sería al menos la filosofía occidental, y
por eso se hicieron responsables de la misma conciencia crítica siguiendo
a sus colegas de Europa y América. Su contribución no podría ser a costa
22
de todo lo que ha sido la filosofía, sino muy al contrario, aumentando su
realce.
Aunque ellos mismos no hubieran dicho algo tan presuntuoso, lo
cierto es que al igual que, por ejemplo, la manera en que leemos a
Aristóteles y a Descartes es diferente después de Kant y Hegel; nuestra
lectura de Aristóteles y Descartes, de Kant y Hegel, de Heidegger y
Nietzsche, debería ser diferente después de haber leído a Nishida, Tanabe
y Nishitani. En la medida en que esto no sucede —y con toda seguridad a
menudo no sucede— puede decirse que han fracasado y que no han
logrado sus objetivos. El asunto es realmente así de sencillo.
No existe un solo punto de vista desde el cual evaluar
definitivamente, o de manera justa, los frutos de sus esfuerzos. No se
puede negar el hecho de que sus escritos han alterado la posición de la
filosofía occidental en Japón, así como también la de la filosofía
japonesa en el Occidente. Por un lado, han tenido, y continúan teniendo,
un impacto considerable entre los teóricos de zen y del budismo de la
Tierra Pura que, por pocos que sean, buscan una autocomprensión fresca
y más abierta a otras perspectivas intelectuales, algo que no ha podido
proporcionarles la filosofía occidental clásica. Por otra parte, ayuda a
hacer más accesible la filosofía oriental a muchos occidentales que
todavía no se encuentran preparados para pensar en términos de una
filosofía mundial que incorpore elementos tanto del Oriente como del
Occidente. Es precisamente a causa de su entrega al idioma universal de
la filosofía, y del éxito con el cual lo han llevado a cabo, que esto puede
decirse.
En cuanto a su lugar en la historia de la filosofía mundial, a mi
juicio, lo mejor que los filósofos de Kioto han de ofrecer nos obliga a
colocarlos al nivel de las mejores mentes filosóficas occidentales de su
tiempo, y en su propio contexto, el japonés, a colocarlos muy por encima
de los demás. Como mis críticos me recuerdan a menudo, tengo poco
derecho a insistir en la objetividad del asunto. Después de todo, es un
juicio al que llego después de más de dos décadas zambulléndome en sus
obras, cuando podía haber estado leyendo otras cosas. Sin embargo, en
un aspecto me pongo firme. Los filósofos de la escuela de Kioto nos han
dado una filosofía mundial, que merece tanto formar parte de nuestra
herencia como el pensamiento occidental con el que lidiaron y en el que
hallaron inspiración. Y además, si se me permite la descortesía de
declarar lo que ya está implícito en lo anterior, su logro eclipsa
completamente la contribución académica que sus compatriotas
especializados en el pensamiento occidental han ido realizando a lo largo
de todo el siglo veinte.
3 el trasfondo histórico de la filosofía occidental en japón.
Visto desde la perspectiva más amplia de la historia de filosofía mundial,
23
el río filosófico en Japón tiene su línea divisoria en la persona de
Nishida. Visto desde el mismo Japón, su contribución no es más que otra
hito en la ribera. En este punto, vale la pena detenernos y considerar
brevemente el fondo histórico que dificulta a la academia japonesa
abrirse a la posibilidad de una dimensión mundial en su propio
pensamiento.
La imagen de los barcos estadounidenses bajando sus anclajes en
el golfo de la ciudad capital de Edo en 1854, con la determinación de
forzar a Japón a que abriera sus puertas después de haberse aislado
completamente durante más de dos siglos y medio, no es exacta. Es
mejor pensar en la imagen de una gallina madre picoteando la cáscara del
huevo para ayudar al pollito, que ya se ha decidido a salir. Para Japón, la
clausura autoimpuesta carecía ya de sentido. Durante bastante tiempo
había mantenido suficientes contactos con el exterior como para tener
noticia de los avances científicos y tecnológicos de Europa, de la
revolución industrial o del nacimiento de la idea de nación moderna. De
hecho, estaba ya ansioso por acceder a este nuevo mundo que había
crecido durante su aislamiento.
Desde luego, su candidez e inocencia dejaban al país en una
posición débil, cosa que los poderes económicos y políticos del
Occidente advirtieron de inmediato y de la que supieron aprovecharse.
Una vez abierta la puerta principal, Japón se vio incapaz de controlar el
ritmo del cambio, y eso le restó el tiempo necesario para reflexionar
sobre qué quería y cómo debía dirigir y asumir este cambio. De repente
el país se encontró inundado no sólo de nuevos productos, comidas,
vestidos, informaciones y tecnologías, sino también de la demanda para
los cambios sociales que la aceptación de estos bienes y servicios
reclamaba. Lo que los defensores de los valores tradicionales veían como
una invasión en toda regla, a los conquistadores les parecía el simple
ejercicio de sus derechos en un mercado libre. Este patrón, bien conocido
en Europa y Estados Unidos, se reprodujo una vez más, mientras el
proceso de la industrialización se iniciaba imparable, pisoteando
cualquier cosa que le impidiera el paso.
Una buena parte de la inteligentsia advirtió, desde el principio,
que el pueblo no estaba preparado para este «cambio del mar» que se dio
en llamar «la modernización». Vieron que, en cuanto se trataba de la
imaginación del japonés corriente, sus propias ofertas no podían
competir directamente con la obvia superioridad de los bienes y servicios
importados del Occidente. Pero, al mismo tiempo, entendían que al final
de este período de suspensión de juicio forzada —o al menos, suspendido
en cuanto a algún poder ejecutivo—, los japoneses podrían, por fin,
tomar las riendas de su destino. La preocupación más apremiante fue,
entonces, la de preparar el camino, ejercitarse en todas las novedades
impuestas por el Occidente y sobre todo, en conseguir una habilidad que
24
les permitiera una posición de fuerza. «¡Ponerse al corriente, luego
sobrepasarles!» fue el eslogan dirigido a la cooperación del populacho.
Del mismo modo que la estructura de la sociedad japonesa fue
revisada en su conjunto, a partir de unos modelos occidentales que
pudieran facilitar la apertura al exterior, también la estructura de
gobierno fue gradualmente transformada, desde el anterior sistema
feudal, en algo parecido a un estado moderno aunque centrado, al menos
nominalmente, en la familia imperial. Mientras el liderazgo del nuevo
gobierno adquiría seguridad, extendía su autoridad en dos sentidos muy
diferentes, por no decir contradictorios, que se hacían pasar por
complementarios. Por un lado, guió el sistema de enseñanza con el fin de
preservar los valores tradicionales que habían sido el baluarte de la
armonía social. Aunque esta reforma pudo haber sido bien pensada, los
integrantes de la ya moribunda orden feudal la vigilaron desde el
principio, en la sombra, favoreciendo el rechazo a la democracia
occidentalista y a sus principios morales, y propagando en su lugar la
doctrina de «¡Reverenciar al emperador, expulsar a los bárbaros!» Por
otro lado, el gobierno estaba resuelto a fortalecer militarmente el país
para proteger su prosperidad. «¡Un país rico, un ejército fuerte!» era el
eslogan que pretendía justificar el creciente uso militar de los recursos
naturales y económicos de Japón, y que tenía como objetivo lograr la
paridad militar con Occidente.
Todos estos factores entraron en juego en el espacio de una sola
generación, sembrando en el alma japonesa el germen de una neurosis
colectiva alrededor de su propia identidad. El ambiente espiritual que
heredó Japón en el siglo veinte, cuyos síntomas más vistosos fueron las
intensas agitaciones sociales y el nacionalismo ideológico, sentó también
las bases de su historia intelectual moderna. Contada de un plumazo y,
por ello con un tanto de crudeza, ésta es la atmósfera en la que los
filósofos de la escuela de Kioto vivieron y pensaron.
Uno de los primeros pasos que dieron los japoneses para ponerse
al corriente de todo lo que pasaba en el Occidente fue la traducción de
sus libros —y ¡cuántos tradujeron!—, decenas de miles de libros sobre
todos los campos, desde la literatura clásica hasta la ciencia médica. Se
tenía además la idea de enviar al extranjero a jóvenes estudiantes, para
que descubrieran los antecedentes intelectuales del mundo moderno en el
lenguaje de sus propios protagonistas. Entre 1862 y 1867 las primeras
partidas, sesenta y ocho jóvenes en total, se desperdigaron por los
principales centros académicos de Occidente, dispuestos a aprenderlo
todo y a preparar el terreno para futuros estudiantes.
En este grupo se encontraba un tal Nishi Amane, que fue enviado
a Holanda a estudiar leyes y economía pero que, por voluntad propia,
acabó dedicándose más bien a la filosofía. «En nuestro país no hay
ninguna cosa que merezca ser llamada filosofía», escribió en una carta.
25
En cuanto volvió, intentó poner remedio y modificar en lo posible una
situación tan anómala. Aunque hoy en día sus obras sólo son de interés
histórico, Nishi fue el primero en exportar la filosofía de Occidente a
Japón, y a él se le debe también la palabra japonesa acuñada para la
misma.
La historia de la modernización de Japón y de su adaptación a las
ideas occidentales es sumamente rica, y resulta algo artificial tratar de
determinar qué papel jugó la filosofía occidental y decidir en qué lugar
colocarla. Lo que parece claro es que esa no fue una preocupación muy
importante para la mayoría de los intelectuales japoneses. De hecho,
cierto número, entre los que se contaban algunos que habían ido a
estudiar al extranjero, opinaban que tanto la orientación general hacia la
especialización académica como la construcción de filosofías universales
constituía una ofensa a la idea japonesa tradicional de «enseñanza».
En todo caso, mientras el interés por la filosofía occidental
aumentaba a lo largo de los últimos decenios del siglo xix y principios
del xx, ésta no desembocó de una manera natural en los canales
profundos del pensamiento indígena. Al no encontrar una conciencia
colectiva y de alguna manera previa a la distinción entre la verdad
universal y sus representaciones vernáculas, chocó de frente con la ética
clásica confuciana y la sectaria doctrina religiosa. Durante medio siglo,
la filosofía fluyó extensamente, pero sin llegar a calar hondo, sobre la
superficie de un terreno no preparado para sus corrientes más profundas;
y sólo ocasionalmente, se desvió en la corriente predominante de ideas
budistas con pensadores como Kiyozawa Manshi e Inoue Enryō, o en
formulaciones de una ética sistemática al estilo de Fukuzawa Yukichi.
No obstante, en la mayoría de los casos la filosofía se vio más que nada
como un algo curioso, algo seguramente no tan práctico como la ciencia
occidental ni tan instructivo como su literatura.
Fue la genialidad de Nishida y sus sucesores la que dirigió por
vez primera la tradición filosófica del Occidente por surcos horadados de
nuevo y a la medida de la mente japonesa moderna. Si se comprende
cómo llegó a nacer la filosofía en Japón, se da uno cuenta de que no
disfrutó de eso que se llama una infancia normal. Se le denegó el proceso
de crianza natural que acabó dando lugar a la filosofía tal y como
nosotros la conocemos. Veinticinco siglos antes, los griegos en la costa
de Asia Menor, presionados por el avance de las civilizaciones vecinas,
habían tratado ya de liberarse de los límites de una visión del mundo
mítica y se afanaban en describir el mundo y su origen en categorías
naturales y realistas. Un siglo después, elaboraron principios metafísicos
que cristalizaron en conceptos abstractos, éstos a su vez permitieron una
crítica rigurosa al antropomorfismo mítico, con lo que el camino para un
estudio objetivo de la naturaleza quedó definitivamente abierto. Esta
confrontación del mundo de los dioses, o del más allá, con el mundo de
26
la naturaleza, o del más acá, determinó una orientación para la filosofía
que continúa dando forma a vastas áreas de la cultura occidental. Sin eso,
la historia del pensamiento libre y crítico, que es el alma misma de la
filosofía, difícilmente podría tener sentido.
Los japoneses entraron en la tradición filosófica sin esa historia,
comenzando directamente por las preocupaciones neokantianas respecto
a la epistemología, la metodología científica y la superación de la
metafísica. Esto hace aún más notable el hecho que el estudio de la
filosofía tanto antigua como moderna pudiera avanzar en la academia
japonesa tan rápidamente, y a un nivel tan alto, y que en menos de dos
generaciones produjeran su primera escuela filosófica propia. No es de
extrañar, pues, que los pensadores de esa escuela formularan las
preguntas perennes de la filosofía sobre una base de suposiciones
completamente diferentes de las del Occidente.
4 suposiciones de trabajo de los filósofos de kioto. Hablamos
de los filósofos de Kioto Nishida, Tanabe y Nishitani como de una
«escuela» no sólo por haber compartido cátedra en la misma universidad,
sino más bien porque comparten fundamentales suposiciones de trabajo.
Quizá las diferencias entre sus distintas posturas filosóficas destaquen
más claramente si primero presentamos los principios que les son
comunes.
Al hacer eso, vale la pena hacer notar que estas suposiciones son
compartidas por los tres, pero no necesariamente por otros filósofos
incluidos en la escuela. Esto es, si usamos la definición de «escuela» en
su sentido más amplio nos vemos obligados a añadir suposiciones que,
en realidad, no fueron fundamentales en estos tres pensadores. Por
consiguiente, las ideas que presento aquí han sido extrapoladas
exclusivamente de los textos de Nishida, Tanabe y Nishitani, donde con
frecuencia operan tácitamente; en todo caso, en ningún momento logran
una presentación tan sencilla como la que sigue.
También debería ser comentado que, a pesar de centrarse en lo
filosófico, éstos se acercan a la historia intelectual de Occidente como
una totalidad que abarca no sólo la filosofía sino también la religión, la
ciencia y la literatura. Esto les da una cierta libertad para brincar a través
de los siglos, y para pasar por alto los cambios en los modos de pensar y
en las prácticas culturales, económicas y políticas con una facilidad que
más bien se suele asociar a tradiciones esotéricas que a filosofías de la
corriente principal. De hecho debe decirse que, al menos hasta hace
poco, éste ha sido el trato que la filosofía occidental —e incluso el
pensamiento oriental mismo— ha dado a las tradiciones intelectuales del
lejano Oriente. Entonces, la tentación de lanzarse precipitadamente a
comparar las suposiciones que siguen en lo hondo con las ideas de la
historia occidental corre el riesgo de no tener en cuenta cómo el conjunto
27
de suposiciones como tal, demarca un punto de vista distinto que
sobrepasa la mera suma de sus partes. Es verdad que su pensamiento
conduce naturalmente a una crítica del sujeto trascendental y al regreso a
la primacía de la experiencia que ha señalado la transición de la filosofía
del siglo xix al xx, lo que hace su pensar más comprensible. Pero tales
puntos de contacto no deberían oscurecer el hecho de que no hay nada en
la tradición filosófica de Occidente que se aproxime a la constelación
específica de su modo de pensar. Como trataré de demostrar, las
suposiciones, aunque no articuladas teóricamente, se entrelazan las unas
con las otras.
Para empezar, hay una suposición importante que ellos no
comparten con la filosofía occidental en general. Y es esa delimitación
tajante entre la filosofía y la religión. El punto es tan crítico como difícil
de resumir. Quizá sea oportuno citar a Takeuchi Yoshinori, el principal
discípulo de Tanabe, que habla aquí justamente de la superación de esta
distinción en el pensamiento budista:
La vida de la religión incluye el pensamiento filosófico como su
contrapunto, como un tipo de fuerza centrífuga para sus propias
tendencias centrípetas. En rigor, el budismo no tiene ni de lejos lo que
San Pablo llama «la locura de la cruz». Esto… lo ha conducido por una
dirección diferente a la de la filosofía y la religión occidentales.… La
filosofía le ha servido al budismo como principio interior de la religión,
no como crítico exterior. Es decir, en el budismo la filosofía no es ni
especulación ni contemplación metafísica, sino más bien una metanoia,
una conversión dentro del pensamiento reflexivo que señala un regreso al
yo auténtico —el no-yo del anātman.… Es una filosofía que transciende
y vence las presuposiciones de la metafísica.… Pero, ¿cómo puede uno
explicar esta manera religiosa de filosofar, y reconstruirla en términos
satisfactorios para el mundo actual, cuando las mismas ideas de filosofía
y metafísica han sido usurpadas por los modelos occidentales?
Para
los filósofos de Kioto, o el pensar transforma el modo de ver las cosas de
la vida o no es un pensar en el sentido pleno de la palabra. Si los actuales
hábitos académicos distinguen ciertos modos de pensamiento como
religiosos, para no confundirlos con los puramente filosóficos, no viene
al caso. El pensar es, al fin y al cabo, un ver, y el ver claramente es la
satisfacción del pensar. La transformación de la conciencia de las cosas
de la vida es lo que elimina la necesidad de una distinción entre la
filosofía y la religión como distintos modos de pensamiento.
No importa cuál es el problema filosófico que aborden. Después
de todo es «la pasión por la interioridad», como la llama Takeuchi, la que
se supera. Esto no quiere decir que no exista un nivel de reflexión en
donde las diferencias entre las demandas de la lógica y la atención a los
textos históricos de la filosofía por un lado, y los ritos, prácticas y
tradiciones de la religión por el otro entren en juego. Pero como acabo de
28
decir, para los filósofos de la escuela de Kioto es la transformación de la
conciencia lo que justifica las específicas tradiciones doctrinales e
históricas, y no a la inversa. Por lo tanto, en la medida en que la filosofía
y la religión se refieren a modos de pensamiento, los conceptos no tienen
nada que perder y mucho a ganar en una co-implicación.
Paralela a esta suposición es la ausencia de un presunto
antagonismo entre la religión y la filosofía por un lado y la cultura
japonesa por el otro. Esta ausencia deriva del hecho de que, en la escuela
de Kioto, se entiende la cultura como una forma semejante a la de la
religión, quiero decir, como algo de cuya esencia puede hablarse con
independencia de las instituciones sociales en las que es incorporada.
Para decirlo sencillamente, esta esencia abarca el sistema comprensivo
de valores particulares de un grupo social y, por extensión, las artes
tradicionales en las que esos valores se piensan y están expresados. El
más amplio contexto sociológico y antropológico de la cultura, que
incluiría la génesis, transmisión y transformación del orden social de las
relaciones humanas, del trabajo, el comercio, el entretenimiento y el
poder político, etcétera, todo esto ha sido dejado fuera de discusión. El
resultado de esta concepción mermada de las posibles conexiones entre
cultura y orden social ha sido una cultura con capacidad para criticar ese
orden, pero no una cultura que en sí misma sea convertida en objeto de
crítica.
Esta postura se diferencia radicalmente de la apuesta de la cultura
occidental —incluida desde luego la cultura occidental importada a
Japón— donde los valores tradicionales de la cultura y las estructuras
sociales han sido considerados por lo general conjuntamente, como lo es
en la filosofía y la religión de Occidente al menos desde la Ilustración.
Como consecuencia, la tendencia de los filósofos de Kioto a distinguir
las cuestiones del despertar religioso de las de la conciencia social, una
tendencia que comparten con el budismo japonés tradicional, ayuda a
reprimir la aparición de principios universales que podrían propiciar una
crítica a la cultura japonesa; esto a su vez les deja libres para recurrir a
sus mismos valores ascéticos y morales para abonar su crítica a la cultura
y sociedad occidentales.
Llegados a este punto, es interesante observar que el «yo
auténtico» al que Takeuchi alude como el cometido de la empresa de su
filosofía-religión es más una metáfora de su preocupación con la claridad
del pensar y la transformación de la conciencia que una profesión de fe
en una enseñanza budista fundamental del «no-yo». La coincidencia
terminológica no ha de tomarse a la ligera, pues esa sí indica una
reinterpretación de una idea clásica. Sin embargo, no debería ser
obligada a soportar el peso total de la tradición doctrinal del anātman.
También han sido diligentes, los filósofos de la escuela de Kioto,
a la hora de evitar toda discusión con la teoría psicoanalítica, o de
29
establecer algún tipo de relación entre el no-yo y estados psíquicos
anormales o paranormales. Dado el impacto que tanto la idea del
inconsciente como la teoría simbólica han tenido en la filosofía
occidental y a la sazón del pensamiento de la escuela de Kioto, todo
parece indicar que se tomó aquella decisión deliberadamente, aunque por
motivos no clarificados en sus escritos. Permítaseme sugerir una de las
razones.
La historia intelectual de Japón, así como la del budismo chino de
la que tanto dependió, ha carecido del tipo de teoría simbólica que ha
sido esencial en el Occidente. Como ya he apuntado anteriormente, de su
interrogación filosófica no puede decirse que saliera nada parecido a una
desmitifación radical del cosmos, o a una separación de la verdad literal
de la que es meramente simbólica. Hablando sin rodeos, en las
cuestiones de filosofía y religión todo tiene un doble sentido. Centrarse
en los estratos de significado o en las distorsiones metafóricas elaboradas
por la historia particular de las psiques particulares —como hace el
análisis psicológico— no es que no tenga importancia, pero ignora la
pregunta más profunda acerca de si lo que se considera una mente
normal y saludable en psicología es más conveniente para ver a través de
la terquedad y el autoapego, que eclipsan la conciencia de la realidad tal
como es. Estos filósofos se acercan a la pregunta desde el otro extremo:
en vez de enfocar las distorsiones que cada individuo lleva a su
percepción del mundo, buscan una vía a través de los desperfectos
generales que son parte de nuestro destino común como humanos. Y a la
inversa, si vemos toda percepción como un acto simbólico, hasta las
percepciones que pensamos que son las mecánicamente más fiables y las
que revelarían hechos literalmente objetivos, esto nos distrae del
conocimiento del mundo y nos conduce al intento de manipularlo mejor,
en vez de despertarnos al mundo tal como es, sin la interferencia de la
utilidad u otras preconcepciones.
La falta de discusiones sobre afirmaciones de verdad literales,
conlleva necesariamente una omisión de toda la tradición del positivismo
lógico y de la filosofía analítica en cuestiones sobre la transformación de
la consciencia o de la iluminación filosófico-religiosa. Aquí de nuevo,
uno rastrea en vano las obras de los filósofos de Kioto buscando una
justificación. Cuando, por ejemplo, se refieren a la cuestión de la
existencia de Dios, sus suspensiones del juicio pueden parecen
especialmente molestas. El hecho es que, Nishida, Tanabe y Nishitani
hablan repetidas veces de Dios, pero no de la idea de Dios tal y como
puede aparecer en la filosofía y la teología del Occidente, sino
simplemente de Dios. Sin duda, ninguno confesó creencia en un ser
divino o en seres divinos en el sentido en que esos términos son usados
normalmente, y mucho menos en el Dios de la tradición judeocristiana.
Ni simplemente se refieren a la imagen de Dios tal y como ésta se
30
entiende en la religión o en la historia intelectual en general. Tampoco se
ha intentado delimitar el término como símbolo de la última realidad o
como principio metafísico, ni se habla de una realidad ontológica
objetiva ni de una ficción subjetiva. De hecho, éste es uno de los
aspectos más desconcertantes de la filosofía de la escuela de Kioto, y a la
vez uno de los más significativos. Del mismo modo que el concepto del
no-yo funciona como una metáfora para la persecución de un estado
completo de la conciencia, la idea de Dios parece servir como un tipo de
metáfora que apunta a la unidad esencial de la experiencia de la
conciencia con la realidad tal como es, y lo hace precisamente como una
idea o imagen que opera en las mentes de aquellos que creen en Dios.
Puede parecer que hemos ido a la deriva, empezando por unas
suposiciones más o menos claras y acabando en un tipo de preferencia
apofática, completamente libre para experimentar sin los obstáculos de la
crítica lógica o de la doctrina religiosa. Pero ésta es, quisiera insistir,
precisamente el despiste que se encuentra en los escritos de los filósofos
de Kioto. Y siendo así, parecería como si Nishida, Tanabe y Nishitani
hubieran obviado algunas de las preguntas más serias de la historia de la
filosofía, y que hubiesen justificado esta carencia por razones que sólo
pueden llamarse religiosas. De hecho, parecen haber escogido lo mejor
de ambos mundos: pretenden ser religiosamente budistas cuando una
crítica filosófica les crea algún tipo de conflicto, y a la vez están siendo
filósofos al estilo occidental cuando una objeción seria proviene del lado
budista. En general, opino que esta objeción se aplica más a menudo a
sus comentaristas que a los tres filósofos mismos; en todo caso, es el
riesgo inevitable que resulta del estar a horcajadas sobre dos mundos.
Huelga decirlo, si la única medida que tenemos para discernir
hasta qué punto el trabajo de la escuela de Kioto puede o no ser llamado
filosofía es la de su propia definición de filosofía, quedamos atrapados en
una simple tautología. Otra manera, la única que se me ocurre, sería
demostrar que la persecución de la transformación de la conciencia, en la
cual han centrado sus esfuerzos es, de hecho, suficiente para sostener un
punto de vista intrínsecamente coherente, capaz a la vez de realzar esas
áreas de la filosofía perenne que tratan el mismo tipo de pregunta, y de
revitalizar el mundo cerrado de su propia tradición intelectual por medio
del pleno peso de la crítica filosófica. Esto es lo que está por ver en el
curso de los capítulos que siguen.
5 la cuestión lingüística. He dejado fuera de las suposiciones
de trabajo mencionar la cualidad especial que el lenguaje japonés aporta
a la filosofía, y lo hice a propósito. Ha llegado el momento, en esta breve
orientación sobre la escuela de Kioto, de tratar la cuestión.
La introducción en Japón del vocabulario filosófico, en la época
Meiji, fue un asunto bastante desorganizado. Después de los primeros
31
pasos dados por Nishi Amane, el primer diccionario completo de
términos filosóficos fue preparado en 1881 bajo la dirección de Inoue
Tetsujirō. Le siguieron una serie de revisiones, mientras cada vez más
estudiosos comenzaron a especializarse en las diversas corrientes del
pensamiento occidental, lo que finalmente condujo a diccionarios más
fiables y penetrantes que comenzaron a aparecer a mediados de los años
cincuenta. Además del vocabulario, la escritura filosófica también tuvo
que hallar su propio estilo japonés, alejándose de las servilmente literales
traducciones de obras filosóficas occidentales. Cuando Nishida comenzó
a escribir, el idioma filosófico era todavía una masa mojada de arcilla en
el torno de alfarero, y los modelos existentes apenas llenaban un estante
pequeño. Al crear una filosofía original, también creaba Nishida un estilo
original para registrarla. Lo mismo puede decirse de Tanabe y Nishitani,
aunque en menor grado, pues la pauta que el maestro había marcado les
dejó en una posición menos insegura ya desde el principio.
Pocas materias hay tan propensas al debate fogoso en Japón con
respecto a la escuela de Kioto como la cuestión lingüística. Una de las
razones es que, a diferencia de la mayoría de la literatura y el
pensamiento japoneses, sus obras son casi más accesibles en traducción
al lector occidental de filosofía que al típico lector japonés en el original.
Respeto a los problemas que causa su lectura, habrá mucho más que
decir en cuanto tratemos a cada uno de estos filósofos; aquí más bien
quisiera sólo desmantelar la idea recurrente de que leerlos traducidos
constituye una desventaja de gran envergadura, como a menudo se
insiste.
Para empezar, en ningún momento ni Nishida, ni Tanabe, ni
Nishitani reclamaron un modo de pensar tan específicamente japonés
como para acabar volviéndose inaccesibles al no japonés; así que sus
traductores no tienen porqué estar disculpándose constantemente a los
lectores extranjeros, ni porqué llenar los pies de página con anotaciones
obsesivas, que intenten compensar todo lo perdido en la conversión al
idioma occidental. Al contrario, su propia razón para trabajar en el
lenguaje filosófico —y ajustar su lenguaje para acomodarse a ello— fue
que éste era un lenguaje universal. No habría servido de nada reclamar
luego una particularidad de matices japoneses tan impenetrable que
impidiera tal universalidad. Resulta por otra parte curioso que no pocos
académicos, al abordar el pensamiento de la escuela de Kioto en
presencia de los que no leen japonés, caigan fácilmente en la tentación de
suponer una barrera lingüística insuperable, mientras que en su ausencia
se sientan más libres a centrarse en su contenido intelectual como tal. Es
una posición basada más en la emoción que en el hecho. Sin embargo,
algo debe decirse sobre la materia para dejarla a un lado, si no de una vez
para siempre, al menos para que no se entrometa constantemente en las
preocupaciones de este libro.
32
La estructura y el fondo literario del idioma japonés se presentan
como una barrera formidable en extremo, excepto quizá para chinos y
coreanos. Conscientes de este hecho, intelectuales japoneses de los
últimos ciento veinticinco años han asumido la obligación de facilitar la
comunicación con el resto del mundo, por ejemplo aprendiendo los
lenguajes del Occidente. Trabajando contra los enormes obstáculos de un
sistema de educación que sólo puede ser llamado disfuncional en el
campo de la instrucción lingüística, por lo general han ido cumpliendo
con esta obligación. Por otra parte, un creciente número de occidentales
dedicados al estudio de Japón han conseguido familiarizarse hasta tal
punto con el lenguaje japonés que han contribuido a la comprensión de
su literatura y su historia intelectual, ganándose incluso el respeto del
mundo académico japonés.
No obstante, el balance de responsabilidades respecto a la
comunicación internacional se inclina claramente en dirección a la
contribución japonesa, una situación que ambos lados han llegado a dar
por supuesto. Nishida y Tanabe podían lanzarse a la construcción de sus
propias filosofías, pero a ninguno se le ocurrió invitar a especialistas del
Occidente a estudiar al lado de sus discípulos, y mucho menos a que
participaran en debates formales en japonés. En lugar de eso, seguían el
patrón vigente desde las últimas décadas del siglo pasado, alentando a
sus discípulos a estudiar en el extranjero con los filósofos principales de
Europa, y a familiarizarse con el francés y el alemán, los lenguajes
filosóficos de preferencia en aquel momento. Nishida mismo, que nunca
salió de Japón, envió a Tanabe a estudiar a Alemania y, más tarde,
Nishitani seguiría sus pasos. Tanabe preparó al menos una conferencia
en alemán para un seminario con Husserl durante su estancia en Europa,
pero ni él ni Nishida parecen haber dominado lo suficiente ningún
idioma extranjero como para hablarlo con soltura. Nishitani, cuya
facilidad para la lengua hablada fue superior a la de sus maestros, viajó al
extranjero después de jubilarse y dio charlas tanto a audiencias de
Alemania como de Estados Unidos.
Para entonces la situación había cambiado. Algunos filósofos y
teólogos diplomados de Europa estudiaban en la Universidad de Kioto
con Takeuchi Yoshinori, el discípulo de Tanabe mencionado
anteriormente, y sostenían discusiones con Nishitani en japonés con
regularidad. Traductores del extranjero habían comenzado a poner en
práctica sus habilidades al interpretar las principales obras de los
pensadores de la escuela de Kioto en inglés y alemán.
Si bien Nishida, Tanabe y Nishitani se veían a sí mismos
partícipes de la tradición filosófica occidental, nada nos hace suponer
que escribieron ni con la intención ni con la más mínima expectativa de
que sus obras fueran traducidas para un público occidental. Esto no
quiere decir que escribieran teniendo en cuenta únicamente al lector
33
japonés. En realidad, da la impresión de que los tres eran muy
conscientes del hecho de que labraban un lenguaje nuevo, en algún
sentido tan poco familiar para el lector japonés como para el occidental.
Ninguno de ellos escribió el tipo de prosa japonesa que desafía a la
traducción, o que precisa de una amplia anotación debido a una
dependencia esencial de alusiones a la literatura clásica del Oriente.
Pasajes de poesía indígena de Japón quedan, obviamente, muy
empobrecidos en cuanto se traducen, como también incluso la poesía
china sufre en su conversión al japonés. Pero esto raras veces se presenta
como un problema en sus obras. Y si nos ponemos a hablar de esa
tendencia, tan recurrente en filosofía, al retruécano y al juego de
palabras, lo que encontramos en ellos no sobrepasa la dosis normal para
el texto filosófico, desde luego nada comparable a lo que nos
encontramos, por ejemplo, en Heidegger. En seminarios con mis
alumnos, he podido comparar, línea por línea, las mejores traducciones
japonesas de Así habló Zaratustra de F. Nietzsche y Las variedades de la
experiencia religiosa de W. James con los textos originales, y tengo que
concluir que mis estudiantes japoneses que han de contentarse con leer a
Nietzsche y a James traducidos pierden mucho más de lo que el alumno
occidental pierde cuando es obligado leer traducida la filosofía de la
escuela de Kioto. Por lo general, lo que en sus obras hay de esotérico u
oscuro no es menos familiar al lector occidental de hoy de lo que resulta
la filosofía occidental para el lector japonés medio.
No cabe duda de que, si el lenguaje japonés en sí ya supone una
barrera bastante formidable para la acogida de su pensamiento en el foro
filosófico mundial, los filósofos de Kioto erigieron nuevas barreras que
fueron tanto un problema para los traductores como para sus lectores
indígenas. Dicho al revés, dada una familiaridad con el japonés escrito, la
falta de familiaridad con la historia intelectual del Oriente no representa
más problema para el lector occidental que para el japonés mismo. De
los tres, Nishida es claramente el menos endeudado con las fuentes
orientales y Nishitani el que más. Pero el avance de la erudición sobre el
pensamiento oriental no fue ni mucho menos su preocupación. Al
contrario, en un buen número de casos sus interpretaciones de textos
clásicos, incluidos materiales budistas, todavía ahora pueden parecer
arbitrarias y poco rigurosas a personas de inclinaciones más filológicas o
textualmente críticas.
En pocas palabras, el lector de las obras de Nishida, Tanabe y
Nishitani no tiene que temer la mística de la inescrutable mente oriental
camuflada en las complejas ambigüedades del idioma japonés. En
realidad, con los filósofos de Kioto la cuestión lingüística se nos aparece
notablemente menos problemática de lo que nos resultaría si nos
pusiéramos a leer, por ejemplo, novelas japonesas populares. Uno puede
acercarse a traducciones fidedignas de sus escritos con la confianza de
34
que nada esencial ha sido sacrificado en la rendición al idioma
occidental. De la misma manera, sólo con el grado normal de cautela
estos escritos pueden ser criticados por su ambigüedad innecesaria o su
razonamiento insatisfactorio, sin que el estudioso tema a que una
familiaridad mayor con el idioma japonés le aclararía las dificultades.
Ninguno de los tres fue un gran estilista a la manera de un James, un
Bergson o un Nietzsche. Es más, los tres fueron capaces de escribir mal,
lo que a menudo queda aún peor en la traducción. El traductor fiel, como
también el lector, tiene que conocer este hecho.
Me percato de que una declaración tan franca y apodíctica puede
herir las sensibilidades de quienes, convencidos de su calidad literaria,
consideran algunos de sus escritos verdaderamente inaccesibles para el
no-japonés. Después de mucho tiempo debatiendo esta cuestión con
personas que conocen la materia mucho más a fondo que yo, todavía no
veo evidencia concreta que me lleve a otra conclusión. Al contrario,
estoy más convencido que nunca de que, para que se vea cumplido el
empeño de los filósofos de Kioto —esto es, para que se injerte el
pensamiento propio de Japón en la filosofía mundial— sus obras deben
ser leídas traducidas, y no sólo el original, y su vocabulario particular
debe encontrar su lugar entre los gigantes filosóficos del Occidente. Es
cierto que han sufrido traducciones que remendaron tanto el original que
acabaron casi sin sentido, lo que, si ya es bastante triste en cualquier
traducción, redobla la complicación en el caso de traducir el japonés a las
lenguas europeas. Sin embargo, en principio no hay nada intrínseco que
impida buenas traducciones de las mismas.
Dicho todo esto, en cuanto tenga que evaluar las opiniones de los
críticos literarios japoneses que han recriminado a los filósofos de Kioto
el haber deformado la belleza natural de su lengua materna en nombre de
la filosofía, me taparé la boca con mi mano igual que Job. Repetiré
algunas de las críticas en el transcurso de este libro, consciente de que
carezco de la delicadeza de comprensión para hacer mucho más. Lo
importante es reconocer que los estilos filosóficos de Nishida, Tanabe y
Nishitani —tan desemejante el uno del otro como Kant lo fue de Hegel, y
Hegel de Schopenhauer— son una parte integral de su pensamiento, y
que presentan un desafío tan especial como las ideas que comunican.
Esto también espero aclararlo en los capítulos que siguen.
6 el estudio de la escuela de kioto en occidente. El estudio de la
filosofía de la escuela de Kioto en el Occidente se ha desarrollado en dos
direcciones más o menos simultáneamente. Por un lado, ha sido
estudiado como un capítulo en la historia de las ideas; por otro, se han
dado una serie de pasos hasta incluirla entre las corrientes dominantes
del pensamiento occidental. En general, se puede decir que la primera
dirección ha prevalecido entre los círculos filosóficos, mientras que la
35
segunda lo ha hecho entre los teológicos. Éstas son cuestiones que
necesitarían atención por sí mismas. Me contento ahora con observar que
el número de estudiosos que poseen las habilidades lingüísticas para leer
el gran volumen de materia aún no disponible en traducción, y la amplia
preparación en historia de la filosofía que se requiere para evaluarla,
sigue creciendo, lo que es buen agüero para el futuro de ambas
direcciones.
Los primeros intentos serios hechos por estudiosos occidentales
de acercarse al pensamiento de la escuela de Kioto estuvieron centrados
en el trabajo de Nishida. Husserl, Heidegger y Rickert ya se habían
enterado vagamente de su trabajo, gracias a los esfuerzos introductorios
de Tanabe y Nishitani, pero no parecen habérselo tomado muy en serio, y
no consta que hubieran animado a sus alumnos a investigarlo más
profundamente. En 1940, Robert Schinzinger escribió un ensayo en
alemán para una publicación dirigida al extranjero y publicada por la
Universidad de Sofía en Tokio, Monumenta Nipponica, en donde
presentó una primera introducción sistemática a su pensamiento. Tres
años después, publicó traducidos al alemán una serie de ensayos de
Nishida, propagando el interés por su figura en el mundo de habla
germánica.
Las primeras obras de los filósofos de Kioto en inglés aparecieron
poco después del fin de la guerra bajo los auspicios de la unesco, que
financió traducciones de destacados pensadores japoneses, entre ellos, de
D. T. Suzuki, Watsuji Tetsurō, Nishida y Tanabe. Desafortunadamente,
la mayor parte de estos libros fueron publicados por editoriales japonesas
y disfrutaron de muy pocos lectores locales, y de una casi nula
distribución fuera del país. Éstas fueron sucedidas por otras traducciones
durante los años sesenta, la mayoría difundidas en revistas especializadas
o como apéndices de tesis doctorales nunca publicadas. Muchas de las
primeras traducciones eran o poco refinadas o poco fidedignas, no tanto
en cuanto al significado superficial del texto japonés como a su fondo y
fuentes filosóficas. Como es lógico, básicamente sólo atrajeron la
atención de los estudiantes occidentales de filosofía que vivían en Japón,
ansiosos de no dejar escapar la oportunidad de saber qué ocurría en su
propio campo. Japoneses que habían estudiado filosofía en el extranjero
también probaron a hacer traducciones en lenguas occidentales, aunque
los resultados fueron a menudo ilegibles y por eso pasaron del todo
inadvertidas para la comunidad filosófica, si es que llegaron a ser
publicadas. Sea como fuere, el efecto acumulativo de estos esfuerzos fue
incitar a mejores traducciones con el paso del tiempo.
En 1965, Nishitani asumió el control como jefe editorial de The
Eastern Buddhist, una revista publicada por la Universidad de Ōtani en
Kioto y en la que D. T. Suzuki había ejercido de editor durante sus
primeros años. Desde entonces y hasta 1999, la revista ha incorporado
36
varias traducciones de Nishida, Tanabe y Nishitani, y ensayos sobre su
pensamiento. Unos contenidos rigurosos y una gran calidad en la
recensión se han visto compensados finalmente en prestigio y en una
cierta repercusión en el extranjero y, puede decirse que la revista ha sido,
y es, de gran utilidad tanto para los interesados en la escuela de Kioto
como en la filosofía budista en general.
Durante los años setenta, otros fenómenos vinieron a propagar y
consolidar el interés por la escuela de Kioto. Jóvenes japoneses que
estudiaban en el extranjero fueron introduciendo sus ideas resumiéndolas
en tesis doctorales o intentando algún que otro estudio comparativo con
filósofos europeos o americanos. Subvencionada también por la unesco,
en Japón nació Philosophical Studies of Japan, una revista de basta
producción y distribución limitada que, pese a todo, ha incluido algunas
traducciones importantes de ensayos de Nishitani y Tanabe. Otras
traducciones fueron apareciendo a partir de los años ochenta en las
páginas de Monumenta Nipponica, y se publicó un libro de Nishida en
inglés en una serie de monografías preparadas por la misma revista, en
1970. Aunque la publicación alcanzó reputación internacional, las
monografías no fueron bien distribuidas y la traducción aún resulta difícil
de conseguir.
Durante los ochenta, la escuela de Kioto ha disfrutado de gran
florecimiento en el Occidente, lo que se explica por una larga serie de
hechos que sería demasiado tedioso detallar aquí. Digamos sólo que, no
por casualidad, durante estos años Abe Masao, antiguo alumno de
Tanabe y uno de los más entusiastas defensores del pensamiento de
Nishida y Nishitani, recorrió varias universidades de los Estados Unidos
enseñando filosofía budista. El gran salto hacia adelante dado por la
economía japonesa y los esfuerzos coordinados del gobierno japonés
para favorecer la enseñanza de su idioma en universidades y centros de
todo el mundo ha supuesto un estímulo adicional para los jóvenes
estudiantes de filosofía oriental, algunos de los cuales han logrado por fin
acceder a los textos originales de la escuela de Kioto.
En Japón, una serie de conferencias internacionales conocidas
con el nombre de Los Simposios Zen de Kioto, fueron organizadas por
Hirata Seikō, Abad del templo de Tenryū-ji en Kioto en colaboración con
Nishitani y un equipo de estudiosos locales. Cada año, y desde 1983, un
grupo de académicos de Japón y del extranjero se reúne para una semana
de discusiones sobre cuestiones contemporáneas de filosofía y religión.
La presencia visible del pensamiento de la escuela de Kioto continuó tras
la muerte de Nishitani gracias a la participación activa en la organización
de Ueda Shizuteru, el más ilustre intérprete del pensamiento de Nishida
en Japón, y entonces profesor de filosofía en la Universidad de Kioto.
Además, se hizo el esfuerzo deliberado de invitar a estudiosos de Europa
y Estados Unidos que se habían distinguido justamente en el estudio del
37
pensamiento de la escuela de Kioto. De las más de 160 comunicaciones
presentadas a todo lo largo de los quince años de simposios, casi una
tercera parte de ellos se dirigían en concreto a alguno de los tres
pensadores considerados en este libro.
En 1980, el Instituto Nanzan de Religión y Cultura en Nagoya
organizó la primera conferencia de la posguerra que congregó a Nishitani
y a otros personajes vinculados de una manera directa con la escuela de
Kioto, y ese mismo año comenzó a publicar traducciones inglesas de la
escuela y trabajos inéditos sobre ella. La buena acogida que han
conocido estos libros, y el hecho de que varios de ellos hayan sido
adoptados en los cursos de licenciatura en universidades occidentales, es
sólo un símbolo de la conciencia creciente que se tiene de la importancia
de estos filósofos. Traducciones y comentarios en alemán, francés,
italiano y español van avanzando a un paso más lento, pero no por ello
menos seguro, consiguiendo además uno de los resultados más notables
y creativos.
En conjunto puede decirse que, en el día de hoy, las ideas
principales de los filósofos de la escuela de Kioto están en circulación en
el mundo occidental, y que muchos de sus conceptos claves se han
abierto paso entre los diferentes discursos teológicos y filosóficos. Y lo
que me parece aún más importante, hay una nueva generación de críticos
e investigadores que se ha puesto a la altura de las circunstancias,
analizando las ideas que Nishida, Tanabe y Nishitani legan a la filosofía
contemporánea y alentando a sus propios alumnos a que las descubran.
7 disposición del material. El armazón básico sobre el que ha
sido dispuesto el material de este ensayo es simple: un capítulo
específico para cada una de las ideas principales de las tres figuras más
destacadas de la escuela de Kioto. La simplicidad encubre un número de
decisiones en contra de posibles avances que consideré menos acertados.
Ya que mi objetivo es ofrecer una visión general de la nueva
perspectiva que la escuela de Kioto ofrece a la filosofía occidental, me
pareció que el extraer ciertas preguntas persistentes en la historia de la
filosofía y rastrear sus respuestas respectivas ofrecería resultados más
anecdóticos que sistemáticos. Aunque haya un considerable número de
estudios especializados que hacen justamente eso, la estructura básica del
modo de pensar de la escuela de Kioto no puede entenderse como un
comentario a una serie de preguntas así dadas, sino sólo como una
paráfrasis de estas preguntas desde un punto de vista completamente
original.
Por otra parte, dado que forman una «escuela» y dado que entre
los tres hay una cierta coincidencia de ideas, hice algunos primeros
intentos para disponer sus filosofías en un cuadro compuesto, esperando
de esta manera aclarar las múltiples líneas de influencia mutua no
38
siempre evidentes para el lector. Esta opción me daba además la
oportunidad de rastrear el papel que jugaron en los cambios que
sacudieron la escena intelectual en Japón durante aquellos años. En muy
poco tiempo, me di cuenta de que la superposición de vocabulario y
conceptos dominantes tendían a mezclar matices importantes en un
esmalte superficial que no hacía justicia ni a las ideologías, ni a las
filosofías con las que se confrontaban, ni a sus contribuciones
respectivas. De nuevo aquí, hay estudiosos que han tratado estas
preguntas de un modo fragmentario, pero lo que hace falta es, sin duda,
un telón de fondo más amplio para localizar estos resultados.
Una vez me decidí a hacer exposiciones separadas para Nishida,
Tanabe y Nishitani, elaboré un plan estricto de trabajo que persiguiera el
desarrollo de las ideas de cada uno. No tardé en darme cuenta de que la
ejecución de semejante plan, debido a toda la repetición que hizo falta,
acabaría por producir un volumen de al menos el doble de lo que tenía la
intención de escribir. Por consiguiente, tuve que rehacer todo mi
proyecto para focalizar la atención en los conceptos claves de cada uno,
más o menos en el orden en que fueron apareciendo, pero usando
libremente escritos posteriores para interpretar los anteriores y sin
destacar este hecho al lector, más que cuando la circunstancia lo
requería. Al mismo tiempo, en el caso de las ideas más o menos comunes
a los tres pensadores, he dejado que una exposición más amplia en uno
de los capítulos permita una mención abreviada en las otras. Así, por
ejemplo, la idea de «dialéctico» que está más desarrollada en el
pensamiento de Tanabe también se trata, pero más sumariamente, en
relación con Nishida y Nishitani; al igual que la idea del «yo verdadero»
en el capítulo en Nishitani y del «auto-despertar» en el de Nishida, que se
despachan brevemente en los otros. El resultado es que ninguno de los
capítulos es tan independiente como podría parecer, pues hasta cierto
punto depende del contenido de los otros.
La tan espinosa cuestión del pensamiento político de los filósofos
de la escuela de Kioto requirió un tratamiento especial, ya que tiene que
ver menos con una coincidencia de ideas que con una coincidencia de
condiciones históricas. En vez de dedicar un capítulo especial a la
materia, he decidido presentar diferentes aspectos del problema en
relación con cada uno de ellos. En consecuencia, el fondo político
general de Japón recibe más atención en el capítulo dedicado a Nishida,
las críticas a la escuela de Kioto por sus posiciones políticas se
despliegan en el de Tanabe y el contenido de la filosofía política se trata
especialmente en el de Nishitani. Mientras el cuadro total queda algo
confuso en cada caso, debido a esta dispersión de sus elementos, confío
en que el conjunto de las secciones relevantes dé peso suficiente a mis
conclusiones al respecto.
Las huellas de los textos y de los muchos estudios que he seguido
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para la composición de estas páginas han sido todas ubicadas en las notas
al final. Espero que los interesados en volver sobre mis pasos y en llegar
hasta las fuentes puedan encontrar allí suficiente documentación. Sólo
aquellos glifos sino-japoneses cuya ausencia podría causar alguna duda
han sido incluidos. Allí donde es posible, remito al lector a traducciones
existentes de las obras principales. Por el bien de la exactitud y la
consistencia, muchos de los pasajes ya traducidos han tenido que ser
reescritos; señalar los cambios en cada caso me pareció superfluo.
La bibliografía final tiene la pretensión de ser completa sólo en
un aspecto: incluye todas las traducciones de las obras de Nishida,
Tanabe y Nishitani publicadas en idiomas occidentales, o por lo menos,
incluye todas aquellas de las que tengo noticia. Además, contiene las
fuentes relacionadas con la escuela de Kioto y con su contexto intelectual
que han sido citadas en el texto y las notas, junto a unos pocos materiales
suplementarios. Una bibliografía completa de la escuela de Kioto está
todavía por hacer. Fue con no poco remordimiento, y sólo cuando en el
último momento me percaté de que la lista que había ido compilando
excedía una proporción adecuada al resto del libro, que decidí eliminar
más de la mitad de las entradas japonesas y una tercera parte de las de
lenguas europeas. Aún en el caso de haberlas incluido, la lista sólo
representaría aquello de lo que por una causa u otra me ha mantenido al
tanto durante los últimos años, y de ninguna manera podría pasar por
exhaustiva.
Hay una omisión manifiesta en estas páginas que he de reconocer
desde el principio. Los filósofos de Kioto regularmente recurren a ideas
budistas de zen, la Tierra Pura, Kegon y Tendai para explicar su
reinterpretación de ciertos conceptos filosóficos fundamentales. Tanabe y
Nishitani, para quienes esto está mucho más marcado de lo que está en
Nishida, han escrito hasta comentarios largos sobre el maestro zen,
Dōgen, y Nishitani tiene además extensos comentarios de un gran
número de ideas clásicas budistas. Intentar ofrecer una explicación,
siquiera introductoria, de este rango de ideas habría vuelto el libro
notablemente más largo y menos enfocado. Por otra parte, explicaciones
que a mí me dejarían satisfecho sin duda ensombrecerían el alma de los
especialistas en budología y perjudicarían la filosofía que pretenden
ilustrar. Por consiguiente, he eliminado casi toda digresión en el
pensamiento budista para retener el libro dentro de los confines del
pensamiento filosófico, pues creo que es allí donde los filósofos de Kioto
se ubican con más derecho.
Como rápidamente advertirán los lectores avezados, lo que sigue
es tanto un libro de conclusiones y juicios como uno de introducción. Ya
que no he tratado de disfrazar mis propias interpretaciones, o sus
diferencias con las interpretaciones de otros, no quisiera que éstas
distraigan del cuadro más grande que deseo pintar y, por eso, he relegado
40
la mayor parte del debate académico a las notas.
41
Nishida Kitarō (1870–1945)
8 vida y carrera de nishida. Nishida Kitarō nació el 19 de mayo
de 1870 en la prefectura de Ishikawa, en Japón central. Después de dejar
la escuela secundaria sin terminar el curso, a causa de un desacuerdo con
las autoridades sobre la reforma educativa, estudió por su cuenta para el
examen de ingreso en la Universidad Imperial de Tokio, donde fue
admitido en calidad de estudiante especial. Se licenció en filosofía en
1894, tras escribir una tesis optativa sobre la idea de la causalidad en
Hume. No tardó en volver a su prefectura como profesor de inglés, en
una escuela de enseñanza media.
Para no perder el contacto con la filosofía, Nishida estudió las
obras póstumas sobre ética del neohegeliano británico Thomas Green. Su
intención inicial fue la de escribir un texto introductorio a su
pensamiento, pero ésta se extendió al inmenso proyecto de escribir una
historia universal de la ética, desde la antigüedad hasta el presente. Las
mismas dificultades que como alumno tuvo con la rigidez del curriculum
y contra la preferencia que la administración daba al sistema de
enseñanza, frente a las necesidades reales de los estudiantes, asomaron
nuevamente en su posición de maestro. Se retiró, trasladándose a una
escuela secundaria como maestro de inglés, alemán, ética, psicología y
lógica. Pero ya entonces tenía en mente regresar a Tokio, esta vez como
profesor universitario. Durante estos años, Nishida comenzó a sentarse
en zazen en la tradición Rinzai y a meditar sobre los kōan bajo el Master
Setsumon, parece ser que animado por su amigo D. T. Suzuki. Comenzó
la práctica seria sólo en 1897, asistiendo a sesiones concentradas de
meditación en unos cuantos templos diferentes. Ese mismo año fue
despedido, a causa de más desacuerdos con la política educativa, y tomó
el puesto de maestro en su alma máter, la Cuarta Escuela Secundaria de
la prefectura de Yamaguchi, donde fue nombrado profesor en 1899.
En el ínterin, continuó su práctica de zen y en 1901 recibió de su
maestro el nombre laico budista de Sunshin («una pulgada de mente»).
Durante su primera zambullida intensa en zazen se dedicó a escribir un
diario. En sus páginas, vemos a Nishida luchando por encontrar un
camino medio entre la práctica de zen, que le puso en contacto con «la
vida», y su trabajo académico, que sentía como un destino personal.
Insiste repetidas veces, tanto en su diario como en cartas a los amigos
—en palabras que, seguro, son bien conocidas por todos los novicios de
la meditación— que no utiliza el zen únicamente como estímulo a su
carrera académica, y a la vez promete practicar zazen «para el resto de
mi vida». En realidad, abandonó la meditación zen en 1905, y nunca más
volvió a ella. Hasta 1907 aparecerán frecuentes alusiones al zen en su
diario, luego desaparecen. Quedan vestigios de sus luchas interiores, pero
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adoptan la forma de problema filosófico: ¿cómo reconciliar la conciencia
intuitiva y poco reflexiva cultivada en Oriente con la conciencia lógica y
reflexiva propia de la filosofía occidental?
Los años que Nishida pasó en Yamaguchi fueron sin duda
formativos en su carrera de filósofo y maestro. Los apodos que sus
estudiantes le pusieron —profesor Denken, profesor Schrecken, o
profesor Diógenes, éste último por su apariencia despeinada— dan una
idea de cómo era percibido por los demás. Publicó unos cuantos ensayos
que abordaban temas como la idea de la causalidad en Hume, la historia
de la ética británica, el Prolegómena a la ética de Thomas Green, la ética
de Kant y, también, un trabajo breve de cinco páginas sobre la idea de
Dios en Spinoza. Además de estos autores, se puso a leer, entre otros, a
Nietzsche, Bradley, Spinoza y Schleiermacher, y comenzó Las
variedades de la experiencia religiosa de William James. Al final de este
período publicaría en las páginas de La revista de filosofía de la
Universidad de Kioto una primera recensión de las ideas que formarían
la base del libro con el que estrenaría su carrera como filósofo.
Aunque Nishida tenía auténticas ganas de estudiar en el
extranjero ya desde 1903, esto nunca llegaría a pasar. En 1910, con
cuarenta años de edad, fue nombrado profesor asistente en la
Universidad Imperial de Kioto. Nishida siempre había dicho que
esperaría hasta los cuarenta para publicar un libro, y cumplió su palabra,
publicando al año siguiente el trabajo que había estado borrando y
puliendo desde hacía cuatro años, Indagación del bien.
Mientras tanto, la situación política en Japón experimentaba
cambios trascendentales. La guerra russo-japonesa se arrastraba desde
hacía seis años, y en ella falleció su hermano menor, que se había
alistado en el ejército. En el mismo año en que Nishida empieza su
carrera universitaria, Japón anexiona Corea. Cuatro años más tarde, la
Primera Guerra Mundial estallaría en Europa. Sus opiniones sobre estos
acontecimientos no aparecen en sus escritos, si exceptuamos un breve
arrebato de patriotismo manifestado en el recuerdo a su hermano muerto,
escrito para un periódico.
Durante sus primeros años en Kioto escribió un ensayo breve
sobre Shinran, y enseñaba a tiempo parcial también en la Universidad
Shinshū (la actual Universidad Ōtani). Publicó otros dos ensayos breves
sobre Bergson, mientras su interés se dirigía hacia los neokantianos y a
preguntas de tipo epistemológico. En 1913 empezó a dar clases sobre la
psicología de Natorp y a publicar sus pensamientos por entregas,
acabando cuatro años después con un trabajo titulado La intuición y la
reflexión en el autodespertar. Sus clases universitarias durante estos años
reflejan esa concentración, y abordan materias que van desde el
pensamiento de Bolzano, al esquema de la historia de la filosofía en
Windelband, la primera crítica de Kant, o el concepto de verdad
43
científica. El mismo año en que obtuvo su doctorado fue nombrado
profesor con una cátedra en estudios religiosos, un puesto que dejaría al
año siguiente para asumir la cátedra de historia de la filosofía. Dos años
más tarde publicará otro libro, Pensamiento y experiencia, e invitará al
joven Tanabe Hajime a la Universidad de Kioto.
El fin de la primera guerra mundial causó una depresión
económica en Japón, pero fue también un momento de activismo
estudiantil y de una creciente curiosidad intelectual por el humanismo y
la democracia. El interés de Nishida por la ética se amplió hasta abarcar
la estética y la teoría de la expresión. Al mismo tiempo, consiguió atar
los cabos sueltos de sus ideas sobre la intuición y la autoconciencia, y a
través de un número de artículos y libros fue preparando el terreno para
lo que se podría considerar la culminación de su pensamiento, una
«lógica del locus» basada en la idea del autodespertar de la nada
absoluta. En 1927 publicó su último libro como profesor universitario,
Del obrar al ver. Al año siguiente, a la edad de cincuenta y ocho años, se
jubiló, pero continuó dando conferencias. Dividía su tiempo entre Kioto
y Kamakura, donde acabaría comprando una casa y pasando sus últimos
años.
La atmósfera política estaba cambiando violentamente. Por un
lado, tras el incidente de Manchuria y la retirada de Japón de la Sociedad
de Naciones, la ideología imperialista estaba en pleno auge y los gastos
militares se disparaban. El partido comunista volvió a organizarse, con
un apoyo considerable de la población estudiantil, pero fue rápidamente
reprimido. La toma de posesión de Nanjing en 1937 y la posterior
masacre de civiles señaló otro momento decisivo. Desde hacía algunos
años Nishida pasaba por sospechoso y era vigilado por un cuerpo
especial de policía infiltrado en el mundo académico; una vez que,
invitado por el gobierno, empezó a publicar sus opiniones sobre la
cultura japonesa y el cuerpo político nacional, únicamente la ultraderecha
en el ejército seguía pensando que sus ideas supusieran un peligro.
Mientras, las facciones más moderadas en la marina pedían el apoyo de
Nishida y de su círculo de discípulos, deseando que se aportara algo de
cordura a una situación que se descontrolaba por momentos.
Entretanto, Nishida seguía escribiendo, publicando libro tras
libro, incluidos los seis tomos de Cuestiones fundamentales de la
filosofía durante el decenio de 1935 hasta su muerte en 1945 (un séptimo
volumen aparecería póstumamente, al año de su fallecimiento). En 1940
fue honrado con la Condecoración de la Cultura. Su ensayo final, «La
lógica del locus y una cosmovisión religiosa», apareció pocos meses
antes de su muerte, provocada por una infección renal cuando contaba
setenta y cinco años, algunas semanas antes de que Japón se rindiera ante
la fuerza aliada.
La mayor parte del resto de los manuscritos originales de Nishida
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ha sido recogida en la biblioteca central de la Universidad de Kioto,
donde se guarda la mayor parte de su biblioteca personal. 3.ooo
volúmenes, aproximadamente 2.000 de ellos escritos en idiomas
extranjeros sobre una gran variedad de temas. De los 5.000 libros con
que llegó a contar su biblioteca, los escritos en japonés son los menos,
sobrepasados por su colección de obras sobre el budismo, el cristianismo
y la filosofía del Oriente asiático. Algunos años después de su muerte, su
estudio fue trasladado de Kioto a su ciudad natal y se abrió en 1974
como casa museo con aproximadamente 500 volúmenes en lenguajes
occidentales y japonés respectivamente, así como también una gran
colección de volúmenes en chino clásico.
9 el estilo filosófico de nishida. De los tres filósofos de la
escuela de Kioto tratados aquí, Nishida fue sin duda el más creativo y,
por lo tanto, aquel cuyo pensamiento ha sido más comentado. El número
de nuevas ideas, señaladas típicamente por la acuñación de un
neologismo, supera con mucho los avances que posteriormente harían
Nishitani y Tanabe. No sólo ocupa un lugar destacado en la historia
intelectual moderna del Japón: Nishida se sobrepone a su tiempo como
un pensador seminal para las generaciones que lo siguieron. Cuando
consideraba que una idea se radicaba lo suficiente, no esperaba para
cosechar los resultados, sino que marchaba hacia adelante, a la búsqueda
de otros surcos que sembrar. Esta impaciencia creativa, propia de una
mente excepcionalmente curiosa, se refleja en su estilo de escribir, y
queda oscurecido por eso.
Ya desde su primer libro, Indagación del bien, Nishida escribía
con la confianza y la autoridad de alguien que conoce bien su materia. Al
acabar la lectura de sus ensayos, uno no sabe siempre cuáles de sus ideas
son simplemente un primer esbozo, cuáles no son más que un traspiés en
la oscuridad, y cuáles consideró fundamentales. Los indicios se dan sólo
con la retrospectiva del siguiente ensayo, que usualmente comienza
donde el anterior ha terminado, vuelve sobre sus pasos inseguros, quizá
con un cambio de dirección, y entonces se adelanta —pero siempre, con
la zancada confiada del viajero que sabe hacia dónde tiene que ir. Sin
lugar a dudas, su estilo filosófico remite más al de los idealistas Hegel y
Kant que al de los empiristas James y Bergson, aunque las dos corrientes
le habían atraído en su juventud.
De hecho, en cuanto más se iba desarrollando su pensamiento,
más se oscurecía en una especie de progresión darwiniana, que eliminaba
las contradicciones acumuladas y corregía un argumento al ajustarlo
periódicamente a los argumentos posteriores. Podríamos decir que sus
ideas se despliegan hacia adelante y que, como movidas por una
selección natural, las más fuertes de ellas sobreviven y el resto van
cayendo a un lado o quedan como meros vestigios. Cuando Nishida
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regresa al mismo tema otra vez, evalúa su importancia sólo en términos
de lo que ha sobrevivido. Es siempre la última etapa lo que le llama la
atención. Siempre que se movía hacia adelante, como casi siempre hacía,
y siempre que tenía la sensación de que la progresión era lógica, como
también casi siempre lo era, no se detenía por la necesidad de revisar los
cambios que se habían producido.
Al mismo tiempo, lo que su estilo camufla para el lector de
primera instancia parece haber sido inmediatamente obvio para quienes
le oyeron hablar en el aula: Nishida constantemente le estaba dando
vueltas a las ideas en su cabeza, intentando verlas desde todos los
ángulos posibles, siempre registrando conexiones, siempre en busca del
lugar adecuado donde poner un hito, o de la siguiente dirección en que
avanzar. Cuanto más lee uno a Nishida, con más facilidad se detecta este
proceso, y se entiende que lo que le interesaba era menos declarar sus
conclusiones que aclarar las huellas que su pensamiento había dejado
detrás.
Ueda Shizuteru, que ha luchado con los textos tan a fondo como
ningún otro, reflexiona:
Hay veces en que justamente no entiendo lo que está diciendo. Aun así,
al menos para mí, el sentimiento es que debo de seguir leyendo a pesar
de todo. Nishida no puso por escrito lo que había pensado bien; mejor
dicho «piensa bien escribiendo». Puede ser comparado a un minero que,
en lo profundo de una montaña, esgrime su piqueta en busca del filón de
la verdad.
La imagen es, de hecho, del mismo Nishida, pero Ueda no
la lleva hasta el final. Nishida había dicho: «Siempre he sido un minero
de mena, pero nunca he logrado refinarla». Por supuesto, él no ha sido el
primer ni el único pensador en trabajar de esta manera. Él mismo habla
en cierta ocasión de «mi manera de pensar incoherente». La clave del
argumento de Ueda está en que el intento de Nishida de fusionar el
pensamiento oriental con la filosofía le obligó no sólo a inventar nuevas
palabras y a agregar otras al lenguaje japonés, sino también a tergiversar
la gramática para acomodar la falta de homogeneidad. La íntima relación
que existe entre el modo de pensar lógico del Occidente y la gramática
de las lenguas occidentales es vista a menudo como un hándicap que los
japoneses han tenido que afrontar desde el principio. Al mismo tiempo,
Nishida estaba convencido de que no estaba trabajando con dos
filosofías, sino con una, y de que la única manera de superar la
duplicidad era fijarse implacablemente en «las profundidades de la vida
ordinaria y cotidiana».
En todo caso, cualquier intento de presentar su filosofía como una
visión unificada y elaborada gradualmente, al paso del tiempo, o como
una progresión lógica de premisas a conclusiones, puede desmentirse por
su propia manera de trabajar. Como sugiere Ueda, es como si las 5.000
páginas que forman la totalidad de los escritos de Nishida fueran un
46
único ensayo, un ensayo que le ocupó la vida entera; postular su unidad
no es más que una ficción provisional, un punto de partida para el
siguiente paso en la argumentación. Miki Kiyoshi, que conoció a Nishida
personalmente y vio de cerca su método de trabajo, dice de los «libros»
de Nishida:
Sus libros tienen un sabor muy diferente de los normales, con su
secuencia ordenada de capítulos… Nishida escribía una serie de ensayos,
que cuando se habían acumulado formaban un volumen… Cuando
terminaba un ensayo, inmediatamente sentía que algo faltaba y para
suplir la falta añadía otro. Su trabajo, como el de un artista, nunca
concluyó.
Miki nota en el mismo contexto que, mientras las clases
ordinarias de Nishida eran bastante serias y estaban bien organizadas, sus
clases especiales, que se abrían a alumnos de todas las facultades y a las
que asistían también algunos profesores, tenían todas este sorprendente
carácter errático. «En vez de simplemente explicar filosofía, Nishida
hacía que sus oyentes le acompañaran en su búsqueda filosófica». Su
intención no era tanto instruirles como ayudarles a coger «el tranquillo»
de ver el mundo desde el punto de vista de los otros, a fin de que cada
uno pudiera encontrar el propio. Hacía hincapié en que la época de
asimilar de cualquier manera la cultura occidental, sin orden ni concierto
—Japón asimiló así durante siglos la cultura china—, debía darse por
finalizada. Para asimilar realmente una enseñanza, tanto científica como
filosófica, no basta con imitar su técnica. Uno tiene que «absorber su
espíritu y apropiárselo».
De manera parecida, Nishitani recuerda:
Sus discursos no eran lo que se suelen decir bien organizados. Su
estrategia no fue nunca la de seguir un único hilo de conexiones lógicas
para presentar sus ideas como un todo unificado y bien articulado. Era
como si toda clase de ideas dieran empujones una contra otra dentro de
él, todas apresurándole hacia la salida al mismo tiempo. Antes de que
una frase se hubiera completado era interrumpida por otra, así que
resultaba del todo imposible tomar notas.
En sus clases, Nishida
rabiaría contra la estupidez, pero raramente regañó a algún estudiante.
Por lo general, mantuvo sus emociones intensas bajo control, y prefería
expresar su furia en el diario antes que en presencia de otros. Con el
tiempo, Nishida vino a reconocer la importancia de tener discípulos, pero
al mismo tiempo su actitud hacia los estudiantes —hacia esos que se
convertirían en discípulos y los que no— fue la de animarles a cada uno
a encontrar su propia manera de pensar.
Al margen de esa argumentación tan fluida y de apariencia
desordenada, el japonés escrito de Nishida evoca opiniones totalmente
diferentes entre sus lectores japoneses. Puede decirse que, entre críticos
literarios, hay generalmente poco entusiasmo por su prosa; un buen
ejemplo sería la crítica de Kobayashi Hideo, que compartió con Nishida
47
un interés por la filosofía occidental. Para Kobayashi, Nishida fue un
«ejemplo clásico» de los estudiosos arrogantes y presumidos que se
esconden tras sus ideologías, igual que los burócratas se esconden detrás
de las suyas, esto es, echando el cerrojo contra críticos empedernidos:
Su aislamiento, que se debe a una completa incapacidad para sentir la
resistencia de esos otros, ha creado para nosotros un sistema extraño que
no está escrito ni en japonés ni, claro está, en una lengua extranjera.
Estas críticas han persistido hasta hoy, y las comprenden muy
bien los traductores de Nishida, que deben de enfrentarse a su constante
repetición de términos técnicos y a sus frases gramaticales aparentemente
superfluas —que parecen intentar ocultar los saltos intuitivos de su
mente y darles una apariencia de continuidad—, y someter su propio
idioma a una desfiguración similar, si es que no optan directamente por
tacharlas.
Si Nishida mismo no llevó bien los desaires en contra de su
estilo, no está del todo claro, fijándonos en los comentarios que publicó o
en su correspondencia, que los hubiera entendido completamente. Él
insiste en la necesidad de distinguir las variedades del japonés escrito del
estilo literario, y se sorprende de que ciertas convenciones gramaticales
suyas parezcan tan extrañas. Hay que señalar que Nishida también
escribió unos artículos ligeros en un japonés más claro y refinado sobre
Goethe, la caligrafía y memorias personales. En ellos, evita las
estructuras de frase serpentinas y complicadas de sus escritos más
filosóficos, y muestra más sus sentimientos personales.
Mirando por encima la gama de opiniones que hay sobre el estilo
de Nishida, opino que simplemente criticarle por no haber escrito una
prosa más sencilla sería pedirle que sea un tipo de pensador diferente del
que de hecho era. Las discontinuidades en sus escritos reflejan la
creatividad de su forma de pensar, de su aventura de ideas en conjunto,
por lo que deben aceptarse como tales. Raras veces escribió sobre otros
filósofos para dar una presentación objetiva de su pensamiento. Escribía
sobre ellos de la misma manera en que los leía: con una pregunta en
mente, deslizándose sobre la superficie del texto hasta llegar a algo que
le pareciera útil, algo a lo que lanzarse de cabeza.
Dado su modo tan peculiar de usar textos filosóficos, si Nishida
simplemente hubiese retorcido el idioma japonés al estilo del traductor
típico de la filosofía occidental de su tiempo —un estilo que ha
sobrevivido hasta ahora—, su extrañeza habría sido excusada como
defecto inevitable del material extranjero con el que tenía que trabajar.
Sin embargo, la genialidad de Nishida como escritor consiste no en
originales habilidades literarias, sino en el hecho de que su estilo refleja
el intento de tender un puente entre mundos que hasta entonces habían
estado separados por un muro el uno del otro. Leerle es sentirse obligado
a tomar la misma posición, una posición que desafía cualquier filiación
48
simple con ninguno de esos mundos. Creo que si los mejores
comentaristas de Nishida son capaces de explicar hoy su pensamiento en
una prosa más inteligible sin tergiversarlo es porque los canales de
confluencia entre mundos que Nishida tuvo que hollar mientras
avanzaba, están ya presentes desde el principio. Su estilo pertenece a la
historia, no a la actualidad, pero pertenece a la historia como algo que se
anticipó a su época.
Característico del estilo de Nishida es el hecho de que, como
regla, no citaba la literatura secundaria, y optaba por mencionar sólo las
fuentes primarias filosóficas en sus obras. Sus diarios nos dan cierta idea
de sus hábitos de lectura, aunque parece claro que Nishida prefería la
compañía de quienes acabarían apareciendo en imprenta, que eran ante
todo pensadores occidentales de calidad. Uno puede pensar que, en gran
parte, seguía las convenciones que entonces se suponían típicas del
profesional de la filosofía. Pero lo que es peculiar a Nishida, y está bien
lejos de lo convencional, es que a menudo sacaba locuciones y hasta
frases enteras de lo que leía para elaborar las ideas que expresaban, sin
hacer la más mínima indicación acerca de quién era el autor ni de qué
obras habían sido extraídas. Durante sus luchas con el pensamiento
neokantiano, por ejemplo, este rasgo es especialmente notable. A veces,
uno simplemente no sabe si la reflexión o el punto de vista que se está
abordando es de Nishida, o de alguien a quien Nishida cita. Al lector le
conviene tenerlo en cuenta al enfrentarse a los textos, aún en traducción,
ya que la mayoría de sus traductores o no se han preocupado de localizar
las fuentes que Nishida usaba, o no se enteraron de lo que hacía.
10 una aventura de ideas. La aventura de ideas en la que se
embarcó Nishida fue la de hacer una contribución distintiva, propiamente
japonesa, a la filosofía mundial. Antes de entrar en la consideración de
sus propias ideas, vale la pena detenerse un momento y concretar lo que
esto significó para él, aunque sólo sea para alertar al lector del hecho de
que sus comentaristas, demasiadas veces, tienden a colapsar esta meta a
la medida de sus propias suposiciones sobre el lugar que Nishida dio a
esa cualidad «distintiva».
Comienzo con una afirmación suya de 1940:
¿Debemos asumir que la lógica occidental es la única lógica, y que los
modos de pensar del Oriente no son más que una forma menos
desarrollada de ella?… Dispuesto como estoy a reconocer la lógica
occidental como un magnífico desarrollo sistemático, y resuelto como
estoy a estudiarla en principio como un tipo de lógica mundial, tengo que
preguntarme si la lógica occidental representa algo más que un específico
rasgo de la vida histórica… Cosas como la lógica formal y abstracta
permanecerán lo mismo en todas partes, pero la lógica concreta, como la
forma del conocimiento concreto, no puede quedar independiente del
49
rasgo específico de la vida histórica. Lo que Nishida entiende aquí por
lógica concreta es, a diferencia de la lógica formal, por un lado las
propuestas metodológicas útiles para distinguir cuándo un argumento va
bien y cuándo mal y, por otro lado, un sentido más general de los
principios del discurso. Fue esto último lo que le interesó especialmente.
Nishida no quiso simplemente contribuir al avance del estudio de
la filosofía occidental en Japón. Por esta razón, nunca se presentó como
una autoridad de alguna escuela en particular o de algún pensador de la
tradición filosófica occidental. Tampoco se le suele dar crédito como tal
autoridad, excepto entre los más hagiográficos de sus discípulos. En los
escritos de Nishida no encontramos polémicas contra la manera en que
sus contemporáneos, fueran del Oriente o del Occidente, leían las obras
filosóficas que él mismo leía; ni ninguna tentativa de defender sus
propias interpretaciones frente a las recibidas por la tradición. Poner un
pie en ese espacio académico le hubiera distraído de su propósito más
grandioso. Es preferible ser visto como un amateur que echar a perder
una vocación filosófica con tales ejercicios. Para hablar sin rodeos,
Nishida estuvo lo suficientemente seguro de su habilidad para asimilar lo
que leía como para no ver necesaria la confirmación de expertos en el
campo; tampoco quería entretenerse demasiado desconfiando de sus
propias posibilidades. Su objetivo, como ha notado Ueda Shizuteru, fue
experimentar en sí mismo la fuerza total de la colisión entre el Oriente y
el Occidente, como carrozas que chocan la una contra la otra en una
fiesta japonesa.
Al igual que no pretendió nunca llegar a ser un experto en
ninguna de las ramas específicas de la filosofía occidental, tampoco se
consideró a sí mismo un especialista en ningún campo del pensamiento
oriental. No obstante, respecto a las ideas orientales —hay que entender
por «orientales» las ideas que Japón ha venido adaptando del mundo
asiático— Nishida, una vez reconocido como intelectual, hablaba con el
mismo grado de confianza, a pesar de que no contaba con una gran
erudición.
Todo esto parecería suficiente para descalificarle ante la
academia de hoy. Si seguimos rigurosamente sus normas, resultaría
bastante fácil descartarle como un estudioso de segunda categoría. Pero
si le juzgamos por el cometido que él mismo se impuso, tales críticas
parecen mezquinas en comparación. Para hacer una contribución
característicamente japonesa a la filosofía mundial, tuvo que desarrollar
un pensamiento original y tuvo que hacerlo en un lenguaje y una lógica
que respetara la tradición filosófica, al tiempo que mostrara la necesidad
de la aportación japonesa. Su novedad debía ser filosófica y al mismo
tiempo no-occidental, lo que en sí mismo ya resultaba bastante novedoso.
Sólo podía poner de manifiesto la distancia entre su filosofía mundial y
la filosofía que hasta entonces había esculpido sus aspiraciones
50
universales en la piedra de lor prejuicios localistas.
Los lectores japoneses que han celebrado los neologismos de
Nishida porque carecen de equivalentes en la filosofía occidental, e
incluso porque serán imposibles de traducir —lo que los haría
inteligibles únicamente a personas habituadas a su marco cultural y
lingüístico— no sólo no han entendido su meta, sino que además
empujan sus ideas en el sentido contrario a donde él se dirigió. Si
Nishida hubiera creído que alguna de sus propuestas no se entendería en
el mundo filosófico occidental, por falta de conocimientos genéricos
sobre el lenguaje y la cultura japonesa, habría considerado el fracaso
respecto a su propia meta. La cualidad distintiva de ser japonés no es más
que un valor local; esa cualidad se realza sólo cuando el núcleo de una
idea puede ser extraída y traducida en algo de alcance mundial.
Por eso, cuando sus comentaristas japoneses, incluso los mejores
de ellos, citan a Nishida en apoyo a su propio etnocentrismo dejan de
hablar de Nishida para hablar de sus propios ideas. Por supuesto, Nishida
comprendía que había mucho «conocimiento concreto» en el marco
japonés que no podría hacer recurrir en beneficio de la filosofía mundial,
o que no encontraría su lugar allí. Pero esto fue secundario en su
aventura de ideas. Su preocupación fundamental fue realzar el
conocimiento concreto más allá de Japón, por lo que el corazón de su
filosofía se mantiene igualmente vivo sin las dimensiones políticas y
culturales que quiso añadir después. De hecho, como veremos más
adelante, esta aventura grandiosa de ideas fue más adecuada a una lógica
del autodespertar que a una filosofía cultural o política. La caída de
Nishida en el «japonismo» aparece precisamente en el momento en que
se aparta de su meta general para responder a las cuestiones que, en su
condición de intelectual destacado, se esperaba que respondiera, aunque
él no acabara aportando gran cosa.
La meta expresada en la cita con la que abrí esta sección y como
acabo de describirla no fue el punto de partida de Nishida. Su pregunta
inicial fue más modesta, aunque no menos novedosa: cómo introducir el
lenguaje valioso pero radicalmente no-filosófico del zen en el mundo
cerrado de la filosofía; e inversamente, cómo usar la filosofía para darle
al zen un lenguaje con el que hablar sobre esas cosas que, consideraba,
no eran susceptibles a la racionalización. Para Occidente, y también para
Oriente, el proyecto fue contracultural. Por un lado, la idea de usar la fe o
la práctica religiosa como fundamentación filosófica es algo a lo que
Occidente se ha resistido, o que al menos ha tratado de restringir al
dominio de la teología. Por otra parte, los representantes del zen en el
Oriente habían blandido sus paradojas y sus irracionalidades como una
espada para abrirse paso entre las presunciones del racionalismo, y para
protegerse de las críticas del mismo. Nishida se propuso fundamentar
racionalmente el zen desde fuera del zen y, en el mismo proceso, poner
51
en funcionamiento esa filosofía propiamente japonesa, que todavía no era
más que un niño andando a gatas.
Esta motivación no había surgido directamente por una
comparación de dos juegos de ideas, sino que yacía en el fondo de su
primera idea filosófica, la experiencia pura. Paradójicamente, la misma
ausencia de referencias al zen en sus escritos demuestra su importancia.
Como comenta Nishitani:
Por una parte, su pensamiento había dado una vuelta al considerar el
mundo histórico como el mundo más concreto, poniéndolo en contacto
con un terreno de sentido escasas veces incluido en el mundo del zen.
Por otra, parece haber considerado que su pensamiento fue tan
completamente filosófico que no debía reducirse al zen y a sus ideas
tradicionales… Me escribió una vez en una carta que había diferenciado
su filosofía del zen para evitar ser malentendido.
Aunque
Nishida
dejaría la práctica del zen a los treinta y cinco años de edad, esto es,
después de diez años, no fue simplemente porque no estaba de acuerdo
con las ideas que estaba forjando. Tampoco era esto lo que esperaba. Ni
dejó de creer en que su filosofía como tal seguía siendo su apropiación
del zen. Nishida no se hubiera contentado nunca con un simple acuerdo
entre su originalidad filosófica y el zen antiguo como tal. Al mismo
tiempo, aunque hemos de pensar que hasta el final mantuvo la
convicción de que su filosofía era un despliegue del zen dentro de sí
mismo, como una manifestación nueva del espíritu del zen, es curioso
advertir que no parece que hubiera animado a sus jóvenes discípulos, que
no se sentían atraídos por el zen, a que se iniciaran en la meditación para
entender mejor su pensamiento. De hecho, se dice que hasta sus últimos
años Nishida nunca informó, ni a sus discípulos más íntimos, de su
estudio del zen.
La «filosofía» del «Occidente» que Nishida trataba de hacer
converger con el «pensamiento» del «Oriente» son términos que ya no
apuntan a un significado tan unívoco como cuando Nishida puso en
marcha su aventura de ideas. Cuando Miki, mirando hacia atrás, declara
que Nishida «había hecho posible una fusión de la intuición oriental con
la manera de pensar occidental, a través de lo que podría llamarse una
tergiversación oriental de la lógica occidental», da voz a una convicción
que hasta hoy se mantiene entre los discípulos de Nishida. Ideas de la
lógica, predicación, racionalidad, ego, reflexión, etcétera que Nishida
consideró representativas de Occidente y a las que ofreció su propia
«tergiversación», en muchos casos representan sólo a una tradición
concreta de la herencia filosófica, que es mucho más amplia y llena de
matices. Paulatinamente vino a entender esto y sus generalizaciones al
respecto disminuyeron. Es un error —desgraciadamente, un error común
entre sus discípulos— confundir la filosofía occidental con las
generalizaciones de Nishida sobre la misma. Reconocer su creatividad
52
requiere no perder de vista el hecho de que es la filosofía de Nishida lo
que se lee; una filosofía basada en un conocimiento impresionante pero,
no obstante, limitado, de los dos mundos entre los que intentaba tender
un puente.
11 la búsqueda del absoluto. Si echamos un vistazo a los
diarios y las cartas de Nishida durante los años en que, como maestro de
escuela secundaria, devoraba apasionadamente libros de filosofía y se
dedicaba cada vez más profundamente a la meditación zen, encontramos
un buen número de pasajes que aclaran el punto focal de su interés. Se
concentran en dos preguntas, recibidas ambas tanto del zen como de su
lectura, y fortalecidas por el ambiente intelectual de la época: el
descubrimiento del «yo» y la fidelidad a la «vida».
Representativa de su primera preocupación es una carta que
escribió a un amigo en 1897, en la que explica que para él las cosas más
importantes son las espirituales y que la meta del espíritu es «cavar más
y más profundamente en los recovecos del alma, para alcanzar el yo
verdadero y auténtico y volverse uno con él». Una anotación en su diario
del año 1902 sería representativa de la segunda preocupación: «Al fin y
al cabo, la erudición es para la vida. La vida está primero; sin ella la
erudición es inútil». Aunque estas dos ideas resuenan en su inaugural
viaje filosófico de 1911, Indagación del bien, allí tuvieron que dejar la
posición central en el escenario a otra preocupación, esto es, al intento de
convertir la conciencia en un principio absoluto y unificador de toda la
realidad.
Mucho se ha escrito acerca de este libro y de la idea de
experiencia pura con la que empieza, como el punto de partida o germen
del pensamiento de Nishida y, ciertamente, lo es. Es un libro lleno de
frases breves que condensan intuiciones y casi ideas, que tanto llaman la
atención al lector familiarizado con el trabajo posterior de Nishida como
confunden al que no lo está. Éste fue su primer libro e hizo de él lo que
muchos autores jóvenes: trató de encontrar sitio para cada idea
importante que tenía, sacrificando la claridad en los enfoques y la
continuidad argumental por una amplitud de alcance.
En el contexto de su pensamiento posterior, y dada la influencia
que el libro tuvo, debe de considerarse un clásico de la historia
intelectual japonesa. Su éxito se extiende más allá de la recepción inicial,
hasta el punto de que hoy ha llegado a ser reverenciado como un símbolo
de la paridad intelectual de Japón con el Occidente. Lo siguiente es un
ejemplo de los comentarios que Indagación del bien ha suscitado entre
los historiadores de la filosofía japonesa:
Es apreciado como el primer pensamiento japonés verdaderamente
original llevado a cabo en la arena de la filosofía occidental. Para los
japoneses de la era Meiji, que fueron sometidos al despliegue de la
53
superioridad y a la intimidación abrumadora de la cultura occidental,
parecía que mientras no hubiera una prueba del significado y de la
unicidad de la civilización oriental y japonesa, el país correría el riesgo
de ser colonizado y de perder su autonomía étnica. Por fin, casi medio
siglo después de la restauración, cuando la era Meiji tocaba a su fin, este
libro definió una forma de pensar, sólidamente versado en la razón
occidental, que podría llevar a la ebullición la sangre de los japoneses.
Aún teniendo en cuenta la relativamente breve historia de la
filosofía en Japón, el libro de Nishida se tambaleó cuando fue publicado
y lo cierto es que no hubiera llegado muy lejos en el mundo filosófico
actual por sus propios pies, sea del Oriente o del Occidente. Pese que
existen no menos de seis traducciones extranjeras de la obra, sus ideas
prácticamente no han tenido ningún impacto en el mundo filosófico o
religioso fuera de Japón. Pero las zancadas atrevidas y gigantes con que
se bamboleó consiguió que el mundo filosófico japonés se
convulsionara, y le dio a Nishida el coraje de quien tiene la convicción
de que ha hecho algo importante. Como pieza de pensamiento filosófico,
hemos de decir en todo caso que es un clásico únicamente en el contexto
del estudio del desarrollo de las ideas de Nishida y de la influencia que
tuvo en otros, donde sigue sirviendo de una fuente rica de pasajes
citables.
La irreverencia de esta última afirmación a lo mejor no va a
sentarles bien a muchos comentaristas japoneses de Nishida. En primer
lugar, la idea central del libro —la trascendencia de la dicotomía entre
sujeto y objeto—, todavía parece tener la autoridad de una crítica
característicamente oriental a la filosofía occidental, o al menos al
pensamiento de Descartes y de los idealistas alemanes, que siguen siendo
considerados centrales en esa filosofía. En cualquier caso, el hecho es
que fue un primer intento, lleno de ambigüedades e oscuridades —algo
que Nishida parece haber reconocido al completar el libro, mejor que los
de sus seguidores que persisten en leerlo retrospectivamente hasta su
trabajo posterior.
Hay diferentes motivos que explicarían esta persistencia. Abe
Masao, por ejemplo, deja pasar sin entrar en debates las muchas
incongruencias y caprichos argumentales del libro, para centrarse en lo
que considera una crítica todavía pertinente a los límites del racionalismo
occidental. Sin duda, la contundencia de esa crítica nos ayudaría a
explicar el tremendo impacto que causó el libro entre muchos jóvenes,
hasta el punto de decidirles al estudio de la filosofía. Nishitani estaría
entre ellos, y años después escribiría: «No puedo imaginar cómo hubiera
sido mi vida, ni siquiera cómo habría sido yo mismo, sin Indagación del
bien y el hombre que lo escribió». En todo caso, Nishida no quedó muy
convencido por la simplicidad de sus primeros argumentos ni por sus
conocimientos de filosofía occidental, pero procedería a pensarlos de
54
nuevo desde un buen número de ángulos diferentes.
Una segunda motivación sería la presencia en el libro de un
motivo latente, acaso insinuado en la noción de experiencia pura, un
motivo que acabaría eclipsando esta noción en trabajos posteriores: se
trata del despertar a un yo verdadero. Es la postura que toma Nishitani,
cuando sostiene que el libro representa «un sistema completo de
pensamiento» animado de raíz por dos problemas: por un lado, cómo
evitar un idealismo subjetivista, por el otro, cómo introducir en el
corazón de la metafísica tradicional la necesidad de una transformación
del yo. Esto le lleva a la conclusión: «Por sí mismo, Indagación del bien
fue una hazaña tan original, que la obra tiene asegurada un lugar entre
otros grandes sistemas de pensamiento, aunque Nishida no la hubiera
desarrollado más adelante». El argumento de Nishitani se encadena
alrededor de pasajes escogidos aquí y allá en una interpretación brillante,
y muy original, de las especulaciones de Nishida. Pero es difícil imaginar
que los lectores del libro hubieran visto en aquella época lo que vio
Nishitani. Por mi parte, me cuesta aún imaginar que Nishida mismo lo
pudiera haber visto.
En todo caso, al menos en lo que respeta a la noción de
experiencia pura, que ha llegado a ser reconocida como la noción central
del libro, hemos de ser algo más cuidadosos. En realidad, la idea de la
experiencia pura es mencionada sólo en la primera y más breve de las
cuatro partes que componen el libro. Aunque fue la última que escribió,
al esbozarla en 1908, Nishida estaba convencido, como sabemos por sus
cartas, de que sería posible construir una filosofía entera basándose en
esta idea. Como además fue concebido al final, intentó integrar el resto
alrededor de este principio y organizar un todo coherente. Se entiende
entonces que, para alguien que comienza a leer directamente por el
primer capítulo, resulte más bien difícil de situarse.
Durante los tres años siguientes Nishida revisó las partes para
tejerlas en una sola pieza: cuando terminó su trabajo, advirtió que las
costuras estaban bien visibles. En el momento en que admite que la
sección inaugural, que presenta la experiencia pura como la única e
incomparable realidad, representa sólo el principio de su pensamiento,
sugiere al lector que vuelva a leerla después de haber leído los otros
capítulos que contienen sus propias ideas. (Se puso de acuerdo con el
consejo de su editor —que temía que un libro escrito por un autor tan
poco conocido no se vendería— a ponerle un título que apuntara a la
ética como tema del trabajo.)
Por su parte, una vez terminado el libro, dejó a un lado la idea de
experiencia pura y nunca más volvió a ella. O mejor dicho, quizá
permitió que la idea se disolviera entre las mismas unidades en que
estaba compuesta. Su objetivo de encontrar un principio absoluto sobre
el que construir un sistema filosófico permanecía, pero su primer intento
55
terminó menos en un logro que en una agenda que dirigiría su trabajo en
los años posteriores.
12 el absoluto como experiencia pura. La idea de experiencia
pura no es difícil de entender, aunque aparezca complicada por una cierta
falta de claridad y por la interferencia de asociaciones de palabras que
son naturales a la filosofía tradicional, pero ajenas a la intención de
Nishida. Intentaré reconstruir esa intención y mostrar cómo se llevó a
cabo.
Comenzamos por la suposición de que la realidad es una y eso
significa que tiene un solo principio que la hace una, que la unifica.
Nishida nunca cuestionó esta suposición en sus escritos. No contempla la
posibilidad de «otros mundos», ni tampoco la posibilidad de que la
realidad podría ser fundamentalmente plural. Al mismo tiempo que la
realidad es una unidad, no es una unidad estática. Se desarrolla en el
tiempo, lo que significa que la unidad se refracta en una pluralidad de
elementos que son transitorios, están relacionados entre sí y por
consiguiente son el material relativo al que ese principio mantiene en
unidad.
De todos los elementos de la realidad que aparecen en el proceso,
sólo uno refleja la totalidad completamente. Sólo uno es capaz de estar al
filo de la unidad mientras se despliega, de ver lo que ocurre, y entonces
de hablar sobre lo que ha visto. Este elemento único es la conciencia
humana. Por eso, entender la conciencia significa tener el mejor
paradigma de la realidad misma mientras «trabaja». Y ser completamente
consciente —o todo lo completamente consciente que un ser humano
puede llegar a estar— significa lograr en sí mismo una unidad que
refleja, como si fuese un microcosmos, el último principio de la realidad,
y que la refleja desde el interior del proceso dinámico del despliegue
mismo.
Hasta ahora no hemos abandonado el campo de la suposición
para entrar en el de la prueba. La manera en que Nishida prueba que todo
esto es algo más que una mera intuición suya, de hecho, la única manera
que podía concebir para probarlo, fue partir de los hechos más
inmediatos de la experiencia humana y demostrar que sólo tal visión
puede darles sentido. Estos hechos deberían aparecer en un sentido tan
inmediato que mostraran la unidad de la conciencia individual y a la vez,
su participación en un proceso que se desarrollaría más allá de la
conciencia individual. En otras palabras, se tendría que comenzar por la
experiencia de una conciencia total, en la que la unidad y la pluralidad
del mundo se manifestaran. Sólo así tendríamos un hecho lo
suficientemente sólido como para argumentar a favor de un principio
absoluto que trabajaría en todo lo que existe.
Fue entonces cuando le vino a Nishida la idea que lanzó su
56
carrera filosófica y que, de una forma u otra, le mantendría ocupado para
el resto de su vida: es necesario superar la distinción entre sujeto y
objeto, incorporada en el lenguaje mismo con el que hablamos de la
experiencia. Si se da este paso, toda su lógica se clarifica y más y
encontramos más argumentos para ratificarla. Corremos, sin embargo, el
riesgo de meternos en un enrredo lingüístico que las diferentes
traducciones de Indagación del bien no ayudan a solucionar. Quizá un
breve desvío nos sea útil para comprender lo que empieza a tomar cuerpo
en la prosa de Nishida, y también para liberar sus conceptos de esa carga
esotérica que se le añade con tanta facilidad.
Cuando hablamos de la experiencia, normalmente pensamos en
alguien que experimenta algo. El uso lingüístico no nos permite decir
simplemente «se experimentó» o simplemente «yo experimento». El
concepto requiere de un sujeto y de un objeto. La idea de Nishida fue
«purificar» el concepto de esta demanda y hablar de la experiencia
misma, pura y directa, y desde luego hacer de ésta el principio absoluto
de la realidad. Llama a esta experiencia pura e inmediata «la visión
directa de los hechos tal como son». No está hablando de un conjunto
particular de hechos —una libertad que el idioma japonés, con su
ausencia de artículos gramaticales, facilita—, sino de la idea pura del
factum de lo que realmente es, sin que se sugiera una objetividad distinta
del sujeto; y de la idea pura del verse lo que realmente es, sin ninguna
subjetividad distinta del objeto. Debe ser un empiricum purum, una
experiencia sin ningún tipo de dato o significado. En un pasaje muchas
veces citado pero casi siempre en una traducción demasiado literal,
Nishida explica:
Desde hace mucho tiempo, he tenido la idea de intentar explicar todas las
cosas desde la consideración de la experiencia pura como la única
realidad… Por el camino, llegué a pensar que no es que haya un
individuo que tiene la experiencia, sino que hay una experiencia que
tiene al individuo, que la experiencia es más básica que cualquier
distinción que los individuos le aportan a ella. Esto me hizo evitar el
solipsismo y, al tomar la experiencia como algo activo, pude armonizarlo
con la filosofía trascendental posterior a Fichte.
Por definición, el
empiricum puro en sí mismo no puede ser experimentado ni puede
experimentar nada. Simplemente está, es el principio que se esconde
detrás de todo lo que existe. Al mismo tiempo, al hablar de una «visión
directa de los hechos tal como son» insinúa que se puede experimentar
cómo son las cosas, y que es la conciencia la que lo puede experimentar.
(El término «visión directa» es la forma japonesa habitual de traducir
Anschauung o intuición. Es un poco torpe, pero podemos prescindir de
eso por ahora, pues nos ayuda a cuestionar su conexión con la
experiencia directa.) En otras palabras, el mismo término experiencia
pura se usa referido a un fenómeno muy refinado de la conciencia y, a la
57
vez, a la fundamentación absoluta de la realidad. En ambos casos, se
afirma que supera la distinción entre sujeto y objeto. La única conclusión
posible parece ser que toda la realidad debe estar en un tipo de
conciencia en la que la conciencia individual humana no está sólo
envuelta, pero puede darse cuenta del hecho de ser envuelta. Y esta es, en
efecto, la posición que Nishida adopta.
La tesis es tan atrevida como ambigua, ya que no es una
declaración descriptiva que pueda ser probada como verdadera o falsa.
Más bien estamos ante un tipo de estrategia que parafrasea preguntas
filosóficas, una red heurística cuya relevancia o irrelevancia depende de
lo se trae a la superficie echándola y lo que se deja caer. Indagación del
bien por sí misma no será suficiente para decidir la cuestión. Como
máximo, la examina rápidamente en una sucesión de preguntas
filosóficas, para sugerir que la tesis de hecho funciona.
No resulta tendencioso relacionar la idea de la experiencia pura
con el Espíritu hegeliano, serpenteado por la historia hasta la
autoconciencia y engendrando la realidad a lo largo del camino. Nishida
mismo alude a Hegel en varias ocasiones, pero lo hace de pasada, lo que
confirma la relación a la vez que parece menospreciar la influencia. En
ningún momento expresa un desacuerdo con el modelo hegeliano,
aunque en muchas ocasiones se refiere a él en términos indirectos, como
eludiendo toda responsabilidad: «según dicen algunos…» Se puede
suponer que Nishida no estaba entonces muy familiarizado con la
filosofía de Hegel, y que básicamente la conocía a partir de su lectura del
neohegeliano Green, cuyas ideas, se recordará, estudió en relación a la
historia de la ética. Como además Hegel era uno de los filósofos más
estudiados en la época en Japón, Nishida tuvo que ser prudente. En
cualquier caso, desde luego no buscaba ninguna originalidad postulando
la conciencia como única realidad. Más bien quiso repensar la propuesta.
Sin los límites marcados de antemano por las interminables
especulaciones del opus hegeliano, pudo pensarla de nuevo y desde otro
punto de partida —ese punto anterior a la decisión de la conciencia de
verse como un sujeto ante un mundo de objetos.
Si intercambiamos el término «experiencia pura» con lo que
llama «experiencia directa» en el resto del libro, podemos llegar a
reconstruir la evolución de este principio básico en una metafísica
omniabarcadora. Primero deberíamos rastrear la aparición misma del
pensamiento puro o, de la percepción inmediata de la «intuición
intelectual». Como decimos, Nishida comienza con el hecho primario de
la experiencia pura, un estado unificado de conciencia en el que todavía
no se ha considerado la distinción entre un sujeto que experimenta y un
objeto experimentado, y donde no hay prejuicio, juicio, deliberación, ni
intención alguna. Llamar a este estado «unificado» no indica que se ha
logrado ninguna forma particular de conciencia, sino que más bien se
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quiere establecer el origen o la posibilidad de tal logro. Es, podríamos
decir, la forma de las formas de cualquier estado de conciencia.
Tanto el término como la idea de un estado consciente de unidad
no diferenciada fueron tomados de William James, cuyos ensayos de
1904 sobre la experiencia pura habían caído en las manos de Nishida
mientras escribía. James estaba interesado en el fugaz estado consciente
de por sí, un hecho observable, como él decía, que deshace la
«suposición perfectamente caprichosa» de que todo acto de conocimiento
requiere una distinción expresa entre la cosa conocida y el yo mismo.
Entreveía la experiencia pura en los estados más altos y más ricos de la
experiencia vivida, también en la conciencia de los niños o en los estados
semicomatosos del cerebro. La identificó con «el flujo inmediato de la
vida misma», y la consideró «la suma total de todas las experiencias», un
tipo de absoluto al que dio el nombre de «la experiencia pura en una
escala enorme».
En este punto Nishida se separa de James y hace de la experiencia
pura no simplemente la fundamentación de la conciencia o de la
experiencia vivida, sino de toda realidad. Da este paso al combinar dos
presupuestos: primero, que la naturaleza «unificadora» de la experiencia
pura no es la función de un orden estático impuesto al flujo experiencial
desde fuera, sino una predisposición dinámica a diferenciarse a sí misma
sistemáticamente; y segundo, que el proceso entero de esa diferenciación
es un tipo de conciencia, pese a no ser al inicio una conciencia por la que
el sujeto consciente es distinguido de los objetos de su conciencia. En
otras palabras, la conciencia va abriéndose camino hacia la
autoconciencia pasando por el juicio, el pensar racional y la
intencionalidad de la conciencia humana, pero no comienza en esas
funciones ni —se supone— termina en ellas. La autoconciencia en la que
este proceso se hace patente es llamada por Nishida «la intuición
intelectual», la forma más pura del pensar.
Por supuesto, debe de existir un eslabón entre el dinamismo de la
realidad y la conciencia que la reconoce para que el modelo funcione, y
si el modelo funciona es porque ambas, realidad y conciencia, están
fundamentalmente impulsadas. Si nos fiamos de las más de cien veces
que Nishida utiliza la palabra que puede traducirse por «demanda» o
«necesidad» en referencia a la realidad o la conciencia, vemos que casi
siempre sugiere algún tipo de deseo innato. No debemos culpar a los
traductores por no advertirlo, ya que —al menos que yo sepa— ninguno
de los comentaristas del texto original se ha enterado del hecho. Nishida
mismo menciona indirectamente, pero no desarrolla, una relación entre la
«impulsividad» de esta demanda y una idea de la voluntad o del deseo
más básico que la idea general del libre albedrío. En esta etapa de su
pensamiento anda más preocupado por el argumento por el que la
volición y el conocimiento son absorbidos en un absoluto más abarcador,
59
esto es, la experiencia pura, y que la voluntad es un aspecto intencional
de todo conocer y una actividad definitiva del yo. De ahí considera que la
voluntad verdaderamente libre es un tipo de dinámica, una «motivación»
que sostiene la unidad básica de la conciencia como una actividad del yo.
Así, puede afirmar que «no es tanto que yo produzco mis deseos, sino
que la motivación de la realidad soy yo»; y más adelante: «La voluntad
es una actividad fundamental unificadora de la conciencia, …un poder
del yo». En los años siguientes reformará estas reflexiones sobre la
voluntad en este sentido amplio de una fuerza vital fundamental, en un
principio absoluto más esencial que la conciencia, de hecho llevará a
cabo casi una reforma de la idea misma de la experiencia pura.
La idea de que «la realidad es la actividad de la conciencia» y de
que esta realidad activa es «la única actividad y la única realidad que hay
en el universo» difiere de los idealismos de Kant y Hegel en el mismo
punto en que difiere del pensamiento de James, a saber, que al final la
realidad no queda definida ni como algo subjetivo ni como pensamiento.
Además, su intencionalidad o telos no está gobernada desde fuera. El
obrar de la experiencia pura es uno mismo con lo que está siendo obrado.
La misma idea de un punto de partida o de un final es ajena a la
metafísica de Nishida. Por lo tanto, Nishida no tiene ninguna dificultad
en identificar el mundo natural con los fenómenos mentales, sin que eso
signifique que uno emana del otro. Tales oposiciones indican que la
unidad de la experiencia pura es «infinitamente» activa, lo que no da
lugar al conflicto por el que uno queda dominado por el otro, o es
reducido a él.
Nishida no vacila en llamar al fundamento de esta actividad
infinita «Dios», siempre que no se entienda por Dios esa idea
«sumamente infantil» de «un gran hombre que estaría fuera del universo,
controlándolo». Allí donde hay actividad en el universo, allí está Dios, y
puesto que toda actividad es en el fondo la actividad de una conciencia
unificante no-objetiva y no-subjetiva, es fundamentalmente buena, y «no
existe nada que pueda ser llamado absolutamente malo». Es más, ya que
esta actividad se ha elaborado hasta adquirir la forma de la conciencia
humana, la naturaleza humana ha de ser en el fondo buena, y capaz de
darse la vuelta hasta reconocer su fundamento intuitivamente. Esta
«captación profunda de la vida» que al mismo tiempo «capta la cara
verdadera de Dios» es lo que ha conmovido a todas las grandes
religiones a todo lo largo de la historia.
Una visión tan arrolladora plantea una gran cantidad de
preguntas, y ésta fue precisamente la intención de Nishida: plantear
nuevas preguntas. El concepto de experiencia pura acabó siendo una
estrategia que volvió a encauzar las preguntas de la filosofía lejos de lo
que consideró las suposiciones dualistas de la metafísica occidental por
un lado, y del empirismo antropocéntrico de la ciencia por otro; y las
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volvió a encauzar de una manera que requirieran además del
complemento de la filosofía oriental.
Dada la variedad de funciones que la experiencia pura tiene que
realizar —real, ideal, e intencional—, se exigía algún arreglo de las
ideas. La novedad de la propuesta atrajo críticas, y Nishida, aún
reconociendo la ambigüedad de su expresión, se defendió de ellas. Ni el
menor de sus problemas fue su argumento culminante de que toda la
realidad puede ser fundamentada en una intuición directa, una
«autoconciencia» desde donde trascender el mundo de objeto-sujeto. La
única forma de confirmar la existencia de tal intuición es accediendo a
ella uno mismo. Prácticamente, Nishida pide a sus lectores que den por
supuesto que él lo había logrado, y que confíen en su palabra de que ellos
podrían lograrlo igualmente. Como seguramente se dio cuenta, éste no
era un argumento muy bueno. Quedaba mucho trabajo por hacer y el
estímulo le vino finalmente tras su lectura de los filósofos neokantianos.
13 el absoluto como voluntad. Antes de que Nishida hubiera
terminado Indagación del bien, ya se había interesado por el trabajo de
los neokantianos de Friburgo, Windelband y Rickert. Inicialmente veía
en ellos, y también en Husserl, aliados en el intento de «discutir la
pregunta de valores teóricos exclusivamente desde el punto de vista de la
experiencia pura». De hecho, esto no fue más que una conjetura, por bien
informada que estuviera, sobre esa corriente principal de la filosofía
europea y, al final, resultó estar más bien equivocada. Una larga crítica a
su primer libro, publicada por un joven profesor especializado en esa
corriente de pensamiento, tomó la posición contraria de distinguir valores
y significados del mundo de hechos reales. Su respuesta igualmente larga
demuestra que Nishida se tomaba las críticas en serio. Esto, tal vez unido
a un cierto sentimiento de descontento consigo mismo por no estar al día
en el pensamiento neokantiano, le persuadió de la necesidad de
enfrentarse con la literatura de primera mano.
Fue así que se despidió de la cegadora luz del sol de la
experiencia pura para introducirse en un oscuro laberinto de túneles y
recovecos, de donde saldría sólo seis años más tarde. Aparte un número
de ensayos, posteriormente recabado en forma de libro, su producción
principal en este período consiste en una serie de ensayos eventualmente
ordenados luego en un libro bajo el título de La intuición y la reflexión
en el autodespertar, un trabajo que uno de sus traductores ingleses ha
llamado apropiadamente «el diario público de una educación filosófica».
Al final, reconocería la derrota: «He roto mi lanza, he agotado mi carcaj
y he capitulado en el campamento enemigo del misticismo». Treinta años
después, cuando está a punto de salir una nueva edición del libro,
Nishida aún se pregunta si realmente merece la pena.
No hay razón para no seguir la duda de Nishida, pero antes
61
deberíamos registrar una cierta calificación sobre sus humildes
comentarios. No es tanto el desarrollo de su propio punto de vista —la
obra empieza concibiendo la experiencia inmediata como
autoconciencia, y termina en un monismo de la voluntad libre absoluta—
como la persistencia de un método, que dirigía el modo de pensar de
Nishida hacia el futuro. Su estrategia fue reducir cada dualismo a alguna
realidad inmediatamente experimentada, y de esta manera restaurar las
divisiones a su unidad original. En este sentido, puede verse como un
experimento: tantea la idea de experiencia pura, para comprobar que
resulta de utilidad en el discurso filosófico.
El foco central es esta vez el conocimiento de un absoluto único y
omniabarcador, que se manifestaría en el interior de la mente consciente.
Su punto de partida, el cuestionamiento de las funciones aparentemente
contradictorias de la conciencia que ese conocimiento requiere. Como
intuición, necesita captar una realidad en flujo constante, sin la
interrupción del sujeto o del objeto; y como reflexión, exige dar un paso
hacia fuera del flujo de realidad, para poder reconocerla. Si se me
permite imponer una imagen mía en su proyecto, uno tiene que estar en
la tierra y en el mar al mismo tiempo. Sin la tierra sólida de un sujeto
pensando sobre un mundo objetivo, el conocer simplemente se hunde en
el océano de la intuición no diferenciada. Pero sin ese océano de la
realidad, nunca puede conocerse la realidad tal como es, sino sólo lo que
uno piensa de ella. La propuesta de Nishida es ver el autodespertar, el
acto por el que uno se hace sujeto y objeto al mismo tiempo, como si
fuera una balsa flotando sobre el mar, sin velero ni timón, en busca del
absoluto. De ahí, el título del libro.
Durante el tiempo que duró la escritura del libro, la balsa fue su
mundo. Desde ella, Nishida trata de acertar que las diferenciaciones que
aparecen en nuestra reflexión sobre el mundo de la experiencia, en forma
de oposiciones —de hecho y valor, de materia y espíritu, de yo y otro, de
sujeto y objeto, del conocimiento y la volición, del pasado y futuro, de
ser y no ser— pueden ser captadas como la forma misma de coincidencia
de opuestos que se ve en el acto del yo conociéndose a sí mismo. Con
este fin, Nishida se somete a sí mismo a la tortura del pensamiento
neokantiano, con el yo activo de Fichte y el vitalismo de Bergson
sirviéndole de contrapunto. El proyecto acaba en un regreso más bien
abrupto a una idea de voluntad que en Indagación del bien había
asociado a una fundamental fuerza «motivacional» de la vida.
Aquí convierte la voluntad en un principio absoluto situado en el
mismo centro del yo autoconsciente. La autorreflexión está siempre atada
al tiempo, y siempre ha de objetivarse en el conocimiento: por eso nunca
puede llegar al yo verdadero. En contraste, la voluntad, siempre que sea
entendida como la impulsividad de la vida misma y no simplemente
como el ejercicio del libre albedrío del sujeto, trasciende la temporalidad
62
al mismo tiempo que queda amarrada a la realidad del presente:
Como la voluntad no objetivable, como sujeto verdadero, el yo puede
hacer presente el pasado,… La voluntad es reflexión absoluta, el punto
unificador de posibilidades infinitas… Y puesto que es siempre concreta,
la voluntad, a diferencia del conocimiento, es creativa.
La voluntad
como absoluto no es sólo la base del yo, es —sugiere Nishida— el
principio de la realidad misma. Con sólo sugerir esto, el viaje puede
llegar a su fin sin naufragar en las rocas de la objetividad pura ni volcarse
en el mar de la subjetividad pura. Es como si una noche, acostado en su
balsa, Nishida hubiera mirado hacia arriba y visto otra dimensión más
allá de la tierra y del mar, una dimensión revelada en ese abismo oscuro
y profundo del cielo. Para hablar de esta visión, Nishida recurre al
lenguaje contradictorio de los místicos y gnósticos, al arte y a la religión,
a una absoluta voluntad libre que subsume en sí misma no sólo las
voluntades individuales sino toda la realidad, «un a priori subyacente a
todos los a prioris, una actividad subyacente a todas las actividades».
Si ésta era la respuesta a su búsqueda personal de un absoluto, no
acabó satisfecho. En realidad, le dejó más o menos donde Indagación del
bien le había dejado: pegado apretadamente a su toga de filósofo, pero
envuelto por el momento en el abrazo oceánico de los sentimientos
religiosos. No es por casualidad que Bergson reaparece al final de la
aventura para abrir de nuevo las ventanas al aire fresco de «la vida» que
el Lebensferne de los neokantianos hubiera sofocado. No obstante,
Nishida advirtió que había cumplido con sus obligaciones como
estudiante riguroso de la filosofía actual y que ahora era libre para usar
todo lo que había aprendido así como para dar el salto hacia una filosofía
más adecuada al puente entre el Occidente y el Oriente que quería
construir.
Llegados a este punto, creo que sería más conveniente abordar de
una manera directa las ideas más importantes del pensamiento maduro de
Nishida, sin preocuparnos estrictamente en datarlas o en seguir su
desarrollo. Muchas de estas ideas maduras pueden ser encontradas como
comentarios mencionados de pasada sin ser exploradas en sus primeros
dos libros, tratados arriba. Para evitar la trampa común de leer demasiado
en ellos, por lo general los pasaré por alto en lo que sigue.
14 el autodespertar. Nishida comenzó a hablar del
autodespertar para distanciarse de lo que en Occidente se ha dado en
llamar autoconciencia. Con el tiempo, la noción fue introduciéndose en
sus escritos y ganando peso conceptual. Puede decirse que marca un
cambio de enfoque, desde la experiencia en general hacia una búsqueda
de lo que denominó «un punto de vista del yo» que pudiera
desabsolutizar la subjetividad ordinaria del yo. La transición no se había
completado cuando Nishida acabó La intuición y la reflexión, y si
63
prefiere usar allí el término y no el de autoconciencia que domina en
Indagación del bien, es sólo con la intención de evitar la tendencia hacia
el psicologismo, tan evidente en su libro anterior.
Desde hacía tiempo, Nishida sospechaba que algo andaba mal
con la preocupación por el «ego» en la idea de la autoconciencia de la
filosofía occidental moderna, pero al mismo tiempo tenía que hablar de
la conciencia reflexiva. El término autodespertar cumplía los requisitos.
Durante unos años, subrayó una diferencia relevante al hablar del
autodespertar como la inauguración de un «sistema» de pensamiento y
como un «universal» de la lógica, pero como el término se alejaba cada
vez más de su análogo, la autoconciencia, y como su idea del yo
verdadero se distinguía cada vez más del ego ordinario, tuvo que
replantarse este manera de hablar. En todo caso, si el término comenzó a
ser usado como un compromiso temporal, gradualmente llegó a cobrar
carácter propio.
La tonalidad budista que la idea del autodespertar sugiere en el
español no está necesariamente presente en el japonés, aunque sea una de
las muchas palabras que el budismo ha asignado a propósito de la
iluminación. Nishida toma aquí una posición ambivalente y de manera
deliberada, me parece, ya que opta por no enredarse intentando definir la
experiencia de la iluminación religiosa con el lenguaje filosófico. Al
mismo tiempo, hemos de saber que la palabra japonesa como tal es muy
ordinaria y carece de la tonalidad de un término técnico o académico que
conlleva el sentido de un enterarse de algo, de conocer algo o abrir los
ojos a ello. Si a veces la abrevio a un simple despertar en el curso de mi
exposición, recuérdese el doble sentido sugerido por Nishida con el
prefijo auto-. Por un lado, significa la conciencia de una persona en su
naturaleza más íntima; y por otro, una conciencia que no es tanto llevada
a cabo por la propia persona como un acontecimiento que tiene lugar
espontáneamente, por sí mismo y sin interferencia del yo ordinario. En
otras palabras, para Nishida el despertar llegó a transmitir el sentido
combinado de un autodespertar al yo verdadero.
Teniendo lo anterior en cuenta, el lector no debe esperar una
definición del despertar en el pensamiento de Nishida. El despertar
relevó a la experiencia pura de su función de centro, y transformó el
método de trabajo no al sustituir un término por otro, sino al generalizar
el uso de un término técnico que inicialmente apuntaba una u otra de
estas funciones. Aquí llegamos a lo que fue para Nishida lo esencial: la
filosofía es la transformación de una conciencia ordinaria en una
conciencia despierta. Por eso, aun si no se puede definir la idea
estrictamente, al menos debemos ofrecer una descripción general del
papel que el despertar juega en el pensamiento de Nishida. Para empezar,
yo distinguiría cuatro atributos, cada uno de ellos prefigurado en sus
anteriores escritos. Al mismo tiempo, como se verá en la exposición, la
64
tendencia al misticismo, por la que se reprochó a sí mismo al final de sus
escapadas neokantianas, se dirigía lentamente hacia el mundo histórico.
En primer lugar, su preocupación como filósofo fue la de llegar a
conocer la realidad en su nivel más básico. Para Nishida, todo saber
dependía de la capacidad para conocer la realidad de primera mano,
hablase de ese nivel básico de la realidad como principio, como absoluto
o como universal, o bien razonara sobre ese conocimiento inductiva o
deductivamente. Este conocimiento tenía que ser intuitivo, en el sentido
que nadie puede lograrlo en lugar de otro, nadie se despierta en lugar de
otro. No es del tipo de conocimientos que se registran y acumulan en la
tradición y que pasan de unos a otros mediante el lenguaje, excepto en
forma de palabras esculpidas en la lápida sepulcral de una experiencia
vivida que había muerto. No hay otra manera de conocer lo realmente
real que «verlo por uno mismo».
En segundo lugar, no hay manera de salir de la realidad para
conocerla desde fuera y objetivamente. La forma más alta de
conocimiento tiene que lograrse desde un punto en que el cognoscente y
lo conocido son uno. Conocer cualquier elemento de la realidad significa,
claro está, distinguirlo de otros elementos y, por lo tanto, de uno mismo.
Pero «despertar» a algo es darse cuenta de que esas distinciones son sólo
relativas, manifestaciones de una realidad en el trabajo. Aquel que ha
despertado ya no puede ser llamado «yo» en el sentido ordinario de la
palabra. De hecho, el autodespertar a la realidad difiere hasta tal punto
del yo ordinario, que puede llegarse a hablar de un «no-yo».
En tercer lugar, en comparación con el modo de pensar cotidiano,
el estado del despertar es un destello de la no-temporalidad en la
temporalidad, la fugaz aparición de un todo en medio de los propósitos y
aspiraciones fragmentarias que de otra manera conducen nuestras vidas.
Es una luz repentina con la que se advierte que «las cosas son como
deberían ser» y que, al mismo tiempo, «las cosas deberían estar como
son». En este sentido, es la fuente inagotable de todo ejercicio de
responsabilidad moral.
En cuarto y último lugar, la idea del despertar como una
presencia no temporal, no subjetiva y no centrada en el ego, que abre
nuevas posibilidades hacia un nuevo punto de vista en el conocer y el
actuar, desemboca de manera natural en el reconocimiento de un yo más
auténtico, más verdadero, que actúa y conoce en el estado de
autodespertar. Mientras la autoconciencia señala un campo en donde la
realidad es captada por el yo individual, el autodespertar señala aquel
campo en donde la realidad se despierta a sí misma en el yo individual.
Es un horizonte desde donde la conciencia humana puede verse
únicamente como una forma posible, y no la forma más básica, de
conocer.
Antes de seguir deberíamos hacer una pausa y considerar la
65
cuestión del «yo verdadero» en las obras de Nishida, ya que la extensión
que esa palabra ha ido ganando, especialmente en relación con la noción
del «despertar», fácilmente puede conducir a entender mal el uso que
tiene en Nishida.
Ni el yo verdadero ni el sí mismo fueron palabras técnicas para
Nishida, aunque las usara en el contexto de su vocabulario técnico. No
consideró que la idea del despertar al yo verdadero fuera una
contribución budista a la filosofía occidental, ni tampoco, por supuesto,
la simple traducción de uno de los términos que Occidente ha empleado
para hablar del budismo, aunque estas palabras desempeñaron ambos
papeles mientras Nishida escribía su obra. Como máximo, puede decirse
que apuntan a una idea que había considerado común a los dos mundos,
y que parecía preservar el propósito central de la filosofía. En la medida
en que Nishida fue conociendo más la historia intelectual del Occidente,
fue descubriendo también expresiones y conceptos afines a un yo que se
pierde a sí mismo en el acto de despertar a sí mismo, principalmente en
la tradición mística; por lo tanto, no era necesario describir la experiencia
como estrictamente budista, ni emplear un vocabulario más propio del
budismo. Me parece justo caracterizar su distinción entre el ego (o el yo
ordinario) y el yo verdadero (o el sí mismo) como un modo de hablar de
grados de autodespertar. Al mismo tiempo, ver en el yo cognoscente,
sintiente, experimentador de la conciencia ordinaria la sierva del
autodespertar le obligó a invertir la mayor parte de la filosofía occidental
hasta entonces y, por consiguiente, la lógica que habla del autodespertar
es claramente diferenciada de la lógica de la autoconciencia del
pensamiento occidental.
En sus diarios Nishida menciona frecuentemente la idea del yo,
pero sería gratuito leer cualquier significado filosófico en el término.
Casi siempre la palabra es asociada con una u otra dimensión de la
«autoidentidad». En algunos casos, no indica más que al joven en busca
de la vocación de vida, o en lucha contra las tentaciones de la disipación.
A veces es un simple uso pronominal. Otras en cambio, indica
directamente una preocupación por seguir siendo japonés frente a los
modelos de autoidentidad arrastrados a la cultura desde el exterior. Y en
aún otras ocasiones, el término aparece en un contexto de búsqueda de
una vida interior más espiritual y bien fundada. Pero en ningún momento
hay algo así como una doctrina o una idea filosófica del «sí mismo» que
podamos relacionar con alguna corriente intelectual o tradición religiosa
de la época.
Es mi impresión que, en los escritos filosóficos de Nishida, las
alusiones al sí mismo, al yo verdadero o el ego verdadero no llegan a
significar más que metáforas que hablan de la naturaleza interior de lo
humano, que es una con la naturaleza de la realidad misma; o del ascenso
del sujeto a un autodespertar donde el sujeto ordinario, egocéntrico, da
66
paso a un principio de identidad más profundo. Aunque el término
budista eventual aparece en esta conexión, pensar que Nishida realmente
había conseguido una síntesis del budismo con la filosofía es pretender
demasiado. Fueron sus discípulos, empezando por Nishitani, quienes
desplegaron las intuiciones de Nishida.
15 la intuición activa, conocer a través de volverse. Dada la
descripción general del autodespertar, podemos acercarnos con más
seguridad al nuevo intento de Nishida de solucionar el problema que era
su punto de partida en La intuición y la reflexión.
Si el término autodespertar pudo conservar su connotación
cotidiana y ordinaria, la idea en cambio no lo fue. Cuando Nishida se
decide a integrar una idea en el núcleo de su filosofía, la señala con la
introducción de un término cuidadosamente elegido pero
inconfundiblemente técnico. Con cada término nuevo, es como si fuera
moliendo y puliendo una lente con la que mirar de nuevo las cuestiones
fundamentales de la filosofía. Si podía ver mejor con la lente, entonces
cogía la costumbre de usarla, al menos hasta que encontraba otra que la
sustituía y le descubría otras cosas. Su intención no fue simplemente
reemplazar el lenguaje prestado de experiencia pura o directa, de
intuición, de última realidad, etcétera, con términos que resonaran más
orientales —como hicieron algunos de sus predecesores y
contemporáneos en Japón—, sino reemplazar el mismo punto de vista
por el que se usa tal lenguaje. De ahí, la necesidad de tergiversar el
lenguaje para que, al usar términos habituales, tanto cotidianos como
técnicos, uno sea siempre consciente de que son usados desde una
perspectiva diferente.
Una de esas lentes fue la que dio en llamar el punto de vista de la
intuición activa. Se trata de dejar bien claro desde el principio que la
propuesta de un modo de pensar que carece de sujeto cognoscente no
lleva irremediablemente a la pasividad, ni a ninguna especie de
quietismo donde uno pueda perderse en una nube de no-conocer.
Tampoco es un fenómeno del inconsciente. Debe en cambio
experimentarse como un trabajo, un trabajo en el que uno participa con
total conciencia, pero sin colocarse en la posición de espectador pasivo o
de controlador activo de lo que es trabajado. La táctica tomada en La
intuición y la reflexión —la de perseguir el proceso del yo reflexionando
sobre el yo para superar la dicotomía entre sujeto y objeto— había sido
dejada a un lado, pero el problema persistía. Todavía necesitaba un
eslabón entre el pensar sobre cosas activamente y el darse a conocer de
las cosas pasivamente, como son. La intuición activa fue una tentativa de
teorizar este interrogante fundamental: cómo el yo y el mundo
interactúan. La mediadora sería esta vez la relación de cada uno con el
cuerpo.
67
Sin embargo, Nishida se refiere a su idea como un «punto de
vista» en vez de una «teoría», porque su objetivo no fue simplemente
describir una relación sino también proponer otro modo de ver las cosas
de la vida. En cuanto a la idea como tal, bien pudiera haberse llamado
una «actuación intuitiva» o un «intuir activamente», pues tiene ambos
sentidos. Nishida optó por la forma substantiva para sacar partido de la
paradoja aparente de llamar activo a lo que se suele considerar pasivo.
A primera vista, actuar e intuir parecen representar dos formas
distintas, pero igualmente humanas, de relacionarse con el mundo, más o
menos equivalentes a lo subjetivo y lo objetivo respectivamente. Como
sujeto, me relaciono con el mundo y me coloco en él para manipularlo,
consumirlo, reformarlo, o para actuar sobre él de cualquier otra manera,
sea física o mentalmente. Como acción mental, esta relación es la
reflexión por la que el yo trata de reflejar el mundo, incluido a sí mismo,
dentro de sí. La acción es un movimiento centrífugo del yo hacia el
mundo. Como un objeto entre otros objetos en el mundo, yo soy actuado
pasivamente por lo que me transciende a mí. Esto es lo que experimento
físicamente como el trabajar desde la necesidad o el deseo, y lo que en el
campo mental Nishida llama la intuición. Sea esta intuición una mera
percepción sensorial o una elevada inspiración artística, en todo caso, es
algo que me ocurre, en vez de algo que yo hago que ocurra. La intuición
es el movimiento centrípeto del mundo de regreso hacia el yo. Si la
reflexión intelectual destila el rol del sujeto como agente, entonces la
intuición diluye ese sujeto para poner de relieve la agencia de mundo
como objeto.
Como es su costumbre, Nishida posiciona la contradicción para
superarla. Si el yo es «un elemento dialéctico en un mundo dialéctico»,
no puede mirar esos elementos dialécticos del mundo desde fuera, sino
que debe reconocerse a sí mismo como parte de la estructura misma. Su
idea fue que la acción y la intuición, el vidente y lo visto, pueden
considerarse radicados juntos en el cuerpo que tanto ve el mundo como
sirve de receptáculo para que el mundo sea visto —así que ninguno de
los dos puede abstraerse del otro. La clave de esta conexión está en la
idea de que la actividad del yo nunca es directa, sino que siempre inplica
la instrumentalidad. Esto vale no sólo en el caso de nuestras
intervenciones físicas en el mundo, sino también en nuestras
representaciones mentales de él. Las ideas siempre intentan algo y, por
eso, son instrumentales. Nishida persigue su idea del yo actuante al
considerar la función del cuerpo.
Solemos pensarnos a nosotros mismos como si estuviéramos
separados de los instrumentos que utilizamos para manipular el mundo.
Esto es normal, comenta Nishida, ya que tenemos la libertad de usar un
instrumento o no, mientras que el instrumento mismo no disfruta de esa
misma libertad de ser o no usado. Este modo de pensar se transfiere al
68
pensar sobre nuestros cuerpos, que nos sirven como instrumentos para
percibir el mundo y movernos por él. Este modo de pensar define mi
lugar en el mundo como una cosa entre otras cosas. Si concluimos aquí,
caemos en un dualismo cuerpo-mente absolutamente idéntico al
dualismo sujeto-objeto. La mente nunca puede convertirse en cuerpo, ni
el cuerpo en mente. Ahora, la idea de Nishida es que el cuerpo no es
meramente otra cosa en el mundo, sino que es al mismo tiempo cosa y
yo. Es el instrumento paradigmático en términos del cual todos los
demás instrumentos vuelven a verse como «extensiones del cuerpo».
De esta manera, el cuerpo no puede relacionar la mente y el
mundo, a no ser que el cuerpo mismo pertenezca esencialmente a ambos.
Un mero paralelismo entre mente y cuerpo, basado en la identificación
del cuerpo con la percepción pasiva de los sentidos, y de la mente con la
revisión activa de esas percepciones hasta hacerlas ideas, es
menoscabada por una anterior identidad de yo y mundo, en la cual el yo
que intuye a través de la acción nunca puede ser separado del mundo que
actúa en toda intuición.
En todo acto de conocimiento, no está presente sólo una
captación activa y reflexionada del mundo, sino también una intuición
pasiva en la que uno es captado por el mundo. El problema es que este
conocer, sumamente ordinario y espontáneo, está oscurecido por un
prejuicio: o bien uno es subjetivo o bien es objetivo para con las cosas
del mundo, pero nunca los dos al mismo tiempo. Nishida quiere una
conversión a un punto de vista del autodespertar que hará transparente la
falsedad de esta dicotomía. La intuición pasiva no debe abrumar a la
acción mental con la promesa de un conocimiento objetivo y puro del
mundo; y la intelección activa, por su parte, no debe eclipsar la realidad
del mundo objetivo resignándose a sus propias predisposiciones
transcendentales. Más bien, debería cultivarse una relación nueva en la
que el yo y el mundo interactúen e interintuyan el uno con el otro. El yo
ha de entenderse como un sujeto que no es simplemente un no-objeto y
el mundo como un objeto que no es simplemente un no-sujeto. Como
dice Nishida, uno ha de despertarse a «un ver sin vidente».
Por muy densa que parezca la idea, en realidad no es tan
complicada. Lo que la salva de perderse en un tipo de unión mística en la
que el yo y el mundo se funden el uno en el otro en el misterio de la
percepción, es el hecho de que Nishida no trató nunca al yo y al mundo
realmente como iguales. Hasta el final, su centro de interés fue el
conocimiento y el despertar del yo, en una expansión de la conciencia, y
no dejar sencillamente a la realidad ser lo que sea y hacer lo que haga.
Damos por sentado que, en un nivel que podríamos llamar cósmico, creía
que cada incremento en la conciencia humana es una colaboración en el
trabajo de la realidad misma. Pero en última instancia, como filósofo
estaba obligado a pensar. La dificultad con que tropezó su idea de la
69
intuición activa fue que, una vez articulada, no había mucho más que
decir sobre el asunto. Como punto de vista, sí servía para criticar otros
puntos de vista, pero no lo conduciría muy lejos. No obstante, la idea
apaciguó de una vez para siempre los fantasmas de las cuestiones
epistemológicas que le habían hechizado durante su lucha con el
pensamiento neokantiano. Además, le proporcionó el esquema de una
ontología basada en el conocimiento. La intuición activa fue,
efectivamente, su definición del «ser».
Una segunda lente que Nishida pulió para ver la filosofía como
autodespertar fue la que llamó un conocer a través de volverse. La idea
de volverse algo, diferenciada de pensar sobre algo, quedó ya prefigurada
en Indagación del bien:
Todo el mundo cree que existe en el universo un principio fijo e
invariable, y que todas las cosas están en conformidad con eso… Este
principio es creativo y nosotros podemos volvernos ese principio y obrar
de acuerdo con él, pero no es algo que podamos verlo como un objeto de
la conciencia. Al margen de su contexto específico —Nishida estaba
hablando entonces de la conciencia como única realidad— la idea de
volverse algo, inactiva durante muchos años, resucitó con un uso más
general, en el sentido que uno conoce y actúa sobre elementos
particulares del mundo. Esto fue lo que Nishida llamó repetidas veces
«pensar algo a través de volverse ello, hacer algo a través de volverse
ello».
La idea tendría que esperar a Nishitani para servir de puente claro
hacia el pensamiento budista, y su específica relación cuerpo-mente.
Nishida la adoptó como expresión metafórica para llamar la atención
sobre algo que la lógica abstracta de la intuición activa tiende a
oscurecer, es decir, la transformación que tiene lugar en la persona que
intuye activamente y actúa intuitivamente. Está implícita, en la idea de
pensar y actuar a través de volverse lo que uno piensa y actúa, la
afirmación de que uno es despertado al yo y con él al mundo, en un
estado donde los dos se ven como uno, más que en el estado donde se
deja que uno de ellos domine al otro. Tal «conocimiento» no es
susceptible de ser analizado en términos objetivos o subjetivos. Por eso,
el fin de darle expresión no es ni reemplazar ni suplir el lenguaje de
sujeto y objeto, sino dar voz a la conciencia de las limitaciones de todo lo
que podemos conocer y expresar debido a esta dicotomía que
establecemos entre el yo y el mundo. En este sentido, no es un principio
epistemológico, ni siquiera es una invitación a la intuición mística. Es un
intento de colocar el «ver sin vidente» como cimiento indispensable en
todo conocimiento verdadero acerca del yo y el mundo.
16 el arte y la moral como autoexpresión. Como hemos visto,
la idea de intuición activa estuvo básicamente diseñada para demostrar la
70
interdependencia correlativa entre la actividad de reflexionar y la
pasividad de captar el mundo. No sólo los estratos de significado
contenidos en la palabra intuición, sino también la idea de actuar en el
mundo nos llevan a pensar rápidamente en la expresión artística. En el
caso de Nishida, no se trata simplemente de una asociación de palabras.
La creación artística como tal puede verse como una extensión directa de
la noción de «cuerpo» que propuso para la dialéctica de la intuición
activa.
Su primer intento sostenido de enfrentarse a la estética, y de
poner a prueba la relevancia que la estética tendría en su idea de la
intuición activa fue en el libro El arte y la moral, publicado en 1923. Su
objetivo es encontrar un fundamento común para el arte y la moral, ideas
aparentemente conflictivas. Desde el principio, Nishida rechaza tanto la
idea de ars gratia artis, que parecía borrar la distinción, como también
cualquier forma de moralismo, que engulliría el arte en sus propias
preocupaciones por ver en él un realce de la vida interior del individuo o
una expresión de juicios éticos sobre las cosas de la vida. Se
comprometió desde el principio en la defensa de un correlato o afinidad
natural entre la verdad, el bien y lo bello, y llevó a cabo este compromiso
desde su visión del arte y la moral como autoexpresiones del mismo
impulso, el impulso vital que opera en el fundamento de la conciencia
—la voluntad absoluta.
Como se recordará, Nishida había concluido sus luchas con el
pensamiento neokantiano en la idea de una voluntad absoluta. En sus
trabajos posteriores, principalmente en una colección de ensayos
publicados en 1920 bajo el título de La cuestión de la conciencia,
persiguió esa conexión entre la conciencia y la voluntad, revisando una
gran variedad de posiciones filosóficas y psicológicas, con Spinoza,
Leibniz, Wundt y Brentano destacadando más en el cuadro. A diferencia
de la impresión que daba su anterior trabajo, aquí Nishida parece
dominar su material, confirmando sus principales intuiciones filosóficas
y clarificando su propio punto de vista. El tono místico de antaño ha
desaparecido casi completamente de su idea de la voluntad absoluta.
A pesar del título, en El arte y la moral la cuestión de la estética
juega un papel obviamente secundario respecto a su preocupación
fundamental: la voluntad, entendida como principio metafísico y
unificador de la conciencia. De hecho, el espacio dedicado al proceso de
creación artística es muy poco y la valoración de obras de arte o de
artistas específicos aparece sólo de pasada. La conexión entre la voluntad
y el arte es resumida con las siguientes palabras, que dan una buena idea
de la naturaleza de su «estética» y de la complejidad del contexto en el
cual la colocó:
En la voluntad actual, sujeto y objeto están unidos y el yo se encuentra
en el contexto de la acción. Esto lo llamo el punto de vista de la voluntad
71
absoluta. De la misma manera, la actividad artística es un entrar en la
realidad verdadera que es el objeto de esta voluntad actual. Para entrar en
esa realidad, el cuerpo entero ha de concentrarse en una sola fuerza y
convertirse en una sola actividad. Lo verdaderamente actual no se
encuentra en algún punto determinado por condiciones de espacio y de
tiempo. Más bien, es algo que proyecta la conciencia en general hacia
dentro, algo que introduce en el interior de la experiencia misma el
progreso infinito de un ideal. Unidades particulares o individuales son
visibles sólo sobre un avance sin fin de la unidad. El artista no debería
pensar en estas cosas mientras no tenga su pincel. Sólo frente a su lienzo,
pincel en mano, puede ese avance infinito abrirse hasta hacer claro cómo
debe pintar. Un breve ensayo sobre Goethe que Nishida escribió diez
años más tarde, después de que amainaran sus preocupaciones sobre la
voluntad absoluta, y cuando el papel de la nada absoluta destacaba
claramente, trata este último punto de una manera mucho más completa y
satisfactoria. En él, Nishida declara que el arte es una expresión de la
belleza, en la que el yo libre transciende el tiempo para revelar la
eternidad en el momento presente. Al dejarse envolver por la realidad
cuya belleza intenta expresar, el artista puede «reflejar la eternidad en la
eternidad», y este efecto puede alcanzar a personas que miran la obra de
arte, lanzándoles a ese mismo mundo. Los Schiavi de Miguel Ángel y las
esculturas de Rodin son citados como ejemplos de «relieves tallados en
el bloque de mármol de la eternidad». En términos más filosóficos,
explica la obra de arte como el actualizar una armonía entre la intuición y
la reflexión —o como Nishida dice, entre los mundos interior y exterior
del artista mismo. Estando frente a su lienzo, pincel en mano, el pintor
puede descubrir las profundidades de su propia personalidad y, al mismo
tiempo, ceder el control a la expresión de una idea infinita. De modo
parecido escribe en un ensayo anterior sobre el arte de la caligrafía, que
el mismo Nishida practicaba: «Revela el ritmo de la vida misma… Como
una expresión directa del ritmo de por sí, puede llamarse el arte más
inmediato de nuestro yo».
Una vez Nishida logró introducir los aspectos puramente
epistemológicos de su idea de la intuición activa en el contexto más
amplio de una metafísica característicamente oriental, su interés en el
arte giró alrededor de otra cuestión, la de las diferencias básicas entre el
arte occidental y el oriental. Los elementos básicos del arte discutidos
arriba son, como él mismo reconoció, universales. La diferencia, según
Nishida, es que el Oriente tiende a ser más expresivo en cuanto al punto
en el cual el elemento personal es absorbido, creando «un eco sin voz
reverberando sin forma y sin límites» en el corazón del artista y del
espectador del arte. Lo eterno está presente justamente porque está
ausente de la expresión, y la importancia de los espacios vacíos y del
espacio de dos dimensiones, particularmente notables en el arte clásico
72
chino pero también visibles en el primer arte cristiano, son cruciales. La
formulación griega fue diferente. En Grecia, lo eterno se hace visible en
la perfección de forma y límites. Esta formulación cobró fuerzas
inusitadas en el Renacimiento, donde la persona no sólo aparecía en
primer plano, sino también en la expresión de sentimientos particulares y
de aspiraciones de trasfondo. Nishida ve esta tendencia, por ejemplo, en
la manera en que Miguel Ángel hace emerger al sujeto «desde las
turbulentas llamas negras de un abismo profundo».
El mismo patrón es aplicado a la poesía de Goethe, una poesía
donde la dimensión personal es mucho más intensa a pesar de la
influencia del panteísmo de Spinoza para quien una substantia de dos
dimensiones, sin forma y sin tiempo, saca al individuo del cuadro. La
genialidad de Goethe estriba en su habilidad para crear una resonancia
entre las profundidades sin fondo del espíritu humano y la envoltura sin
fondo de la eternidad. En Goethe, forma y espíritu se hacen uno, y esto le
acerca al Oriente y a su preocupación por una tranquilidad de espíritu
fuera del tiempo:
Cuando la historia se toma para significar… el ahora eterno, cuando
tanto el pasado como el futuro están apagados en el presente, todo viene
de ninguna parte y conduce hacia ninguna parte, y todo lo que es, es
eternamente tal como es. Este modo de pensar corre en las profundidades
de las civilizaciones del Oriente en las que hemos sido criados.
Esta
«realidad» envolvente o «ahora eterno» que envuelve al artista es
llamado aquí por primera vez una nada absoluta. Dejando a un lado la
idea por el momento, y sin entrar a debatir otros ejemplos presentados o
a valorar su comparación entre el arte del Oriente y del Occidente, lo
importante es remarcar que el interés de Nishida no fue en ningún
momento criticar o clasificar las diferentes manifestaciones específicas
del arte, sino aclarar el fondo metafísico de la cuestión. Si hay algún
juicio que distinga el buen arte del malo, hay que buscarlo en el grado en
que el artista se entrega a ese fondo. Como vimos antes, no se trata de
una voluntad consciente dirigida por la intención de expresar algo
trascendente, sino más bien de un estado del despertar por el que el
medio artístico asume el control, liberando a la mente de su subjetividad
y la realidad de su objetividad.
Entre bastidores, hay una idea más general de la «autoexpresión»
basada en el concepto de intuición activa. Nishida no vio el mundo
objetivo como un datum que puede ser observado desde fuera, sino
siempre como la autoexpresión de la realidad misma. Consecuentemente,
el mundo histórico no es meramente un ambiente para la elevación de la
conciencia individual hacia un autodespertar más amplio. Es en sí mismo
una parte del proceso. Al tratar de aclarar su relación con el mundo en
términos de una realidad común que opera en el fundamento de los dos,
la conciencia se va despertando a sí misma, más que cuando simplemente
73
trabaja en el mundo objetivo desde el punto de vista de un sujeto
pensante. El autodespertar es la forma más alta de la autoexpresión de la
realidad, precisamente porque puede penetrar en la idea ordinaria de un
sujeto que mira el mundo para ver esa fuerza común en trabajo:
Cuando nos sumerjamos a nosotros mismos en las profundidades del
autodespertar con la intuición activa y tomemos el punto de vista de un
yo cuyo ver ha negado el vidente, todas las cosas que existen se
transforman en un autodespertar y autoexpresión. Desde este punto de
vista, lo que pensamos con «yo consciente» vuelve a ser tan sólo un yo
que se hace visible porque ha sido expresado.
Desde este punto de
vista, el término «autoexpresión», sea artística o no, cobra un significado
que difiere notablemente de su significado habitual, por lo que el
individuo intercala su individualidad en lo que está siendo expresado. Lo
que alcanza la expresión transciende ahora al individuo, al mismo tiempo
que fluye de las fuentes más profundas e íntimas de la voluntad, más allá
de la voluntad del yo cotidiano.
El origen de la moral, sugiere Nishida, puede establecerse desde
el mismo punto de vista de la autoexpresión de la voluntad absoluta. No
puede basarse en leyes universales y abstractas, sino sólo en una
conciencia del impulso fundamental de la vida misma. Difiere del arte en
que su fin no es una creación artística sino la religión, por la que Nishida
entiende el esfuerzo concreto y disciplinado de borrar el yo cotidiano en
sus dimensiones intelectual, afectiva y volitiva para llegar a la libertad de
actuar espontáneamente de acuerdo con la verdad. Pero de la misma
manera que abordó la estética, Nishida elabora la moral en un nivel
metafísico, lejos de las cuestiones que normalmente asociamos a la
actividad moral.
Lo que Nishida esperaba de una idea de la moral no era
ciertamente una declaración de normas concretas, pero tampoco una
demarcación de normas más generales sobre las que basar una ética. Su
interés por la moral venía acompañado de un interés más amplio, la
conceptualización del estado de despertar, por lo que no se preocupó por
la formación y la degradación de la conciencia social o individual, ni por
la manera en que las costumbres culturales generan o matizan los
principios universales. La única cosa que Nishida esperaba fue poder
localizar los orígenes de la acción moral en la estructura del
autodespertar, imitando la pregunta de Kant, pero no su respuesta. Y no
se decepcionó a sí mismo.
Recordemos que el primer proyecto filosófico en que se embarcó
Nishida fue justamente una historia de teorías éticas. El hecho de que
nunca lo acabara, que dejara sólo fragmentos de sus investigaciones en
las páginas de Indagación del bien, no ha de sorprendernos. Cuando se
introdujo en el estudio de los neokantianos, una de sus intenciones era
aclarar la distinción entre hechos y valores, lo que había conducido a
74
Rickert y Cohen a relacionar sus estéticas con cuestiones del amor y de
la ética. Otra vez Nishida esquivó ese aspecto de su pensamiento para
tratar los valores estrictamente en términos de significado, y no de
acción. Los argumentos de El arte y la moral fluían por estos mismos
derroteros. Finalmente, el «deber» es identificado con lo real, y esta
identificación es vista como una función del autodespertar.
Lo más cerca que Nishida estará de hablar de la necesidad de
principios morales engendrados en el estado de autodespertar será su
afirmación de que una ética concreta basada en ésta no solo sería posible,
sino también deseable:
Cuando nacemos como individuos en una sociedad particular…, el
sistema legal de esa sociedad se enfrenta al yo como una autoridad
externa que no debe ser transgredida.… Cuando hemos perdido todo
respeto por la ley, debemos buscar esa autoridad dentro de nosotros
mismos… Una motivación moral que es puramente formal y sin
contenido no puede darnos una ley moral objetiva; …no puede más que
hacernos caer en el subjetivismo… La conducta moral verdadera, que
tiene su fin en sí misma y en la que se une lo interior y lo exterior,
requiere algo objetivo creado desde un a priori moral.
La
objetividad que Nishida tiene en mente no es la que genera imperativos
específicos o generales, sino la que los funda. Él compara ideales
morales particulares en una sociedad a la manera en que una especie
biológica participa en el gran flujo de la vida para darle forma y hacerla
real. Así, el despertar interior de los a priori morales es adelantado por
ser especificado en el mundo exterior, pero sólo se completa cuando el
yo regresa a un estado en que lo exterior ha sido interiorizado. Sin
detenerse en los detalles de ese proceso de la exteriorización, Nishida
restaura el descubrimiento de la ley moral en el yo como «un ambiente
interior en el cual uno hace específica la vida del espíritu».
Lo que finalmente evidencia esta complementación de
reflexiones sobre el arte por un lado y la ética por otro es que el nivel de
autodespertar logrado en la expresión artística auténtica no es fruto de
una carrera artística, sino que es un «deber» que yace dormido en toda
conciencia ordinaria, esperando que sea despertado. El yo verdadero es
una vocación humana universal; y la negativa a oír y responder es la raíz
que propaga la maldad, la falsedad, la fealdad.
17 la nada absoluta. La idea de fundamentar todo el
pensamiento en un sólo principio absoluto seguía fastidiando a Nishida,
como si una mosca zumbona volara dentro de su cabeza y hubiera sido
imposible atraparla. Aunque los términos «experiencia pura» o «voluntad
absoluta» habían desaparecido de su lenguaje, la suposición de un
absoluto más allá de sujeto y objeto, y sin embargo cognoscible, seguía
inalterable. La sospecha de que ninguna de sus soluciones habían
75
conseguido verdaderamente dislocar al sujeto cognoscente, o desplazarle
de su posición ontológica central —en sus palabras, la sospecha de que
seguía operando desde un cierto «psicologismo»— hizo más intensa la
necesidad de un absoluto para sustuitirlo. Buscó este absoluto
volviéndose hacia la religión, lo encontró finalmente en la idea de la
nada.
La idea de la nada está íntimamente entrelazada con los cambios
que tuvieron lugar en la lógica de Nishida, y de hecho es su uso
polisémico del término lo que añade las complicaciones por las que es
célebre, y lo que dejó al mismo tiempo la noción abierta a otros posibles
desarrollos, como los realizados posteriormente por Tanabe y Nishitani.
Sin embargo, dado que las variaciones en esta idea son tan características
de los filósofos de la escuela de Kioto, intentaré explicar de un solo trazo
cómo Nishida la entendió, antes de ubicarla en un contexto más amplio.
Nishida reconoció que el paso hacia una ontología de la nada
estaba desafiando una suposición fundamental de la filosofía hasta
entonces. «Creo que podemos distinguir al Occidente por haber
considerado el ser como el fundamento de la realidad», declara, «y al
Oriente por haber tomado la nada como el suyo». Con eso no quiso decir
que entendía la nada como una mera paráfrasis o imagen especular del
concepto de ser, lo que hubiera supuesto una mera adaptación de rasgos
y funciones con el modelo completamente intacto. Fue más bien una
relativización del ser, que entendió como un absoluto indispensable en el
pensamiento occidental, para con algo aún más absoluto.
Hay unas cuantas frases sugestivas sobre la nada en Indagación
del bien que no son incompatibles con la idea más amplia que Nishida
desarrollaría más tarde y que, de hecho, tampoco lo son con la ontología
tradicional, en la que la nada es entendida como un correlato del ser.
Claramente, la razón por la que Nishida comenzó hablar de la nada no
fue ontológica, sino que pretendía expresar una negación del yo, o para
ser más exactos, del yo establecido como sujeto percibiendo los objetos
del mundo. Este yo debería estar «hecho nada» o «anulado» para abrirse
a su dimensión más verdadera. La expresión hacer nada no suena tan
rara en japonés como suena en el lenguaje filosófico tradicional, que
prefiere hablar de una simple negación. La alusión al zen, donde la
meditación sobre el glifo «nada» y los discursos del no-yo y de la
no-mente son ubicuos, llamó rápidamente la atención a sus lectores
japoneses. Nishida no hizo la relación directamente, ya que no era su
contexto. Sin embargo, al igual que en el zen, no se trataba de una
negación proposicional o racional, sino de una negación construida sobre
el esfuerzo disciplinado de prescindir del prejuicio de verse a sí mismo
como sujeto colocado en un mundo de objetos.
La transición desde el uso de la nada como una expresión de
negación hasta la idea de la nada como absoluto metafísico señala un
76
gran paso que no vino directamente del zen, y que ha estado lejos de ser
aceptado universalmente en círculos zen. Por su parte, Nishida no la
introdujo como una idea zen del todo, ni tampoco como una idea budista
en general. De hacerlo, hubiera necesitado una familiaridad mayor con
las fuentes clásicas, chinas y japonesas, taoístas y budistas. Le fue
suficiente con que la idea fuera característicamente oriental.
Se llama una nada absoluta porque señala que no llega a ser ni
deja de ser y, en este sentido, se distingue del mundo del ser. Se llama
una nada absoluta —o la «nada del absoluto»— porque no puede ser
abarcada por ningún fenómeno, individuo, acontecimiento, o relación en
el mundo. Si es absoluta, lo es precisamente porque no está definida por
nada en el mundo del ser que se le oponga. Está «absuelta» de toda
oposición que la podría hacer relativa, así que su única oposición al
mundo del ser es la de un absoluto para con lo relativo. La negación de
sujeto y objeto, o la negación del yo que se establece sobre esta
distinción, es relativa, dado que se define en oposición a la afirmación de
estas cosas. Esas negaciones no llegan a ser una nada absoluta hasta que
no son absueltas de esa oposición definitoria, es decir, hasta que no son
vistas como un primer paso en la autodeterminación de la nada del
absoluto mismo. Una vez aquí, lo que ha sido negado en el mundo del
ser vuelve a ser reafirmado tal como es. En la nada absoluta, dirá
Nishida, «la negación verdadera es una negación de la negación».
Ahora bien, llamar a la realidad misma una nada absoluta
significa que toda la realidad está sujeta a una dialéctica de ser y no-ser,
esto es, que la identidad de cada cosa en el mundo está atada a una
contradictoriedad absoluta. En otras palabras, la nada no sólo relativiza el
«fundamento del ser», sino que relativiza cualquier modelo de
coexistencia o armonía que sublima, transciende, debilita o, de otra
manera, oscurece esa contradicción. Al mismo tiempo, significa que el
ascenso de la nada hacia el despertar en la conciencia humana, el «ver el
ser mismo directamente como la nada», es tanto el punto en el que el yo
puede intuirse a sí mismo directamente, como el punto en el que el
absoluto llega a ser más plenamente real.
Si la nada comenzó siendo una especie de «idea infinita» intuida
en lo profundo del yo, poco a poco se convertiría para Nishida en un
principio metafísico propio. Lo llama «lo universal de los universales»,
pues entiende que es el principio más alto de la realidad, el que relativiza
todos los demás universales del pensamiento. La identidad de cada
elemento individual es una coincidencia de dos principios limitativos: su
propia actividad (la autodeterminación de lo individual) y el hecho
objetivo de ser uno entre muchos (la determinación de lo universal).
Aunque el tiempo puede entenderse como la formación dinámica del
mundo por las dos determinaciones de individualidad y universalidad, el
tiempo no provee el fundamento de las dos, y ninguna de las dos
77
determinaciones puede explicar a la otra. El fundamento ha de buscarse
en una totalidad que es absoluta en relación a toda determinación, sea del
individuo o sea de una multiplicidad. Debe ser como una
no-temporalidad en el tiempo, un ahora eterno.
La conciencia no está fuera del mundo para observar todo esto
desde un punto de vista superior. Como cualquier otro elemento del ser,
está autodeterminada y, a la vez, determinada por lo universal. Respeto a
la temporalidad, también, la conciencia es uno entre los muchos
elementos del mundo del ser: a la vez es un proceso (en cuanto que
ocurre en el transcurso del tiempo) y no es un proceso (en cuanto que
está ubicada en el fundamento permanente y no-temporal de la nada). Al
igual que con todas las cosas, así con la conciencia humana, es la nada
absoluta la que ha de proporcionar un locus para que la autoidentidad
tenga lugar, un lugar que ni el mundo histórico del tiempo ni la
conciencia misma pueden proporcionar. Una vez este lugar ha sido
establecido como el último horizonte, Nishida puede regresar a la idea
del tiempo y verlo, no sólo como parte del mundo de los seres relativos,
sino también como una «autodeterminación» de la nada absoluta en el
mundo histórico. Es decir, en la contradicción misma del momento
presente como continuo con el pasado y discontinuo hacia el futuro, el
absoluto de la nada se manifiesta. Al mismo tiempo, Nishida puede
regresar a la idea de la conciencia y reconocer que el logro del
autodespertar verdadero no termina en la simple conciencia de la realidad
como una actividad de la nada, sino que esta autoactualización está
expresada paradigmáticamente en la unidad del yo despierto mismo.
18 identidad y oposición. En Indagación del bien, Nishida
había hablado de una unidad en la realidad que existe antes de que la
mente actúe, según el dualismo entre sujeto y objeto, para convertirla en
algo inteligible. Con el tiempo, cambió modismos para hablar de lo real
en términos de autoidentidad. No fue un gran cambio de contenido, sólo
de énfasis. Sin embargo, el empleo de la nueva palabra es significativo.
Rechazando la idea de un principio de individuación tal y como la
encontró en la filosofía occidental —que proporcionaría a cada cosa su
identidad y que se basa en la idea de una substancia subyacente en las
cosas—, Nishida sugiere que la identidad verdadera de lo individual sólo
emerge a través de una coexistencia de elementos opuestos. El
dispositivo que establece la identidad por medio de la contradicción hace
algo más que criticar nuestra manera habitual de identificar los elementos
del mundo con el lenguaje o las ideas que hemos creado para separarlos
del ámbito que les sería propio y alojarlos en el ámbito de pensamiento.
Este aspecto está seguramente presente, pero no fue el más importante
para Nishida. De la misma forma que su idea de la nada se extendió más
allá de la lógica hacia la ontología, así también la autoidentidad acabó
78
asumiendo el papel que substantia o hypokeimenon habían jugado en la
filosofía tradicional desde Aristóteles. Por lo tanto, es una autoidentidad
en el doble sentido notado previamente: actúa espontáneamente y apunta
a la naturaleza verdadera de las cosas.
Con la introducción de un principio de individuación basado en la
oposición, Nishida no quería insinuar un dualismo de principios
absolutos en el mundo o innato en la naturaleza de los elementos
particulares del mundo. Tampoco quería simplemente relativizar los
opuestos desde un punto de vista más elevado, o localizarlos en un
proceso dialéctico en donde, a la larga, la oposición quedaría disuelta. La
única unidad o principio unificador verdadero que Nishida podía
reconocer era aquel que permitiese estar a los individuos, tal como son,
el uno con el otro en situación de contradicción absoluta. Sólo de este
modo puede conocerse su identidad verdadera:
Como Hegel ha declarado, la realidad es contradictoria, y cuanto más
intensa es la contradicción, tanto más podemos pensar en ella como la
realidad verdadera. Pues cuanto más profunda y espontánea se vuelve la
unidad interna, tanto más incluye la contradicción dentro de sí misma.
Al igual que con todo en la filosofía de Nishida, aquí también
todas las cuestiones lógicas o metafísicas responden a la cuestión
fundamental de iluminar el yo. No se trata de encontrar un punto de vista
que «transcienda» toda oposición, sino más bien de resituarla al nivel de
la conciencia, en un punto de vista que denominó de
«transdescendencia». En este sentido, el paradigma final de la
coexistencia de los opuestos en la realidad no lo encontró en el cosmos,
sino en el autodespertar del individuo.
A Nishida, entender la totalidad como una coincidencia o
armonía de opuestos le resultaba familiar, pues la idea disfruta en la
filosofía occidental de una larga y variada historia. Las oposiciones
principales que empujaron a Nishida a introducir una noción semejante
en su propia filosofía, como se ve en un ensayo tardío sobre el tema,
fueron las oposiciones entre sujeto y objeto, y pasado y futuro. Al
principio, se refirió a una «constelación de autocontradicciones», pero
más tarde acuñó un término más torpe pero propiamente suyo, el de «la
autoidentidad de contradictorios absolutos». Una vez elaborada la idea,
la aplicó a una gran cantidad de oposiciones y recurrió libremente a ideas
análogas en la historia de la filosofía y en el pensamiento místico para
aclarar su significado. Sin embargo, la función más difundida de la idea
en sus escritos no viene acompañada por la fórmula, y se manifiesta en la
creciente adaptación de expresiones gramaticales que combinan la
afirmación con la negación.
Para Nishida, la autoidentidad verdadera no toma la forma de «A
es A» sino la de una unidad de contradictorios, así que, como acabamos
de ver, «cuanto más contradictorios son los opuestos, tanto más es una
79
autoidentidad». Desde luego, no pretende negar el principio de
no-contradicción, sino relativizarlo porque es impropio si lo que
queremos es hablar de la realidad. En otras palabras, Nishida no quiere
decir «A es no-A», sino más bien algo así como «A-en-no-A es A». Para
expresarlo con una cierta ingenuidad, la lógica de Nishida tiene todo el
aspecto de una lógica de «ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario».
Por eso, merece ser estudiada más atentamente, para que no sea
rápidamente descartada como un mero galimatías, aunque a veces se
acerque a eso. En realidad, no resulta tan difícil de entender.
La conjunción copulativa «–en» traduce un glifo chino
(generalmente pronunciada soku en japonés) de conocida ambigüedad.
Sus significados incluyen «es decir», «al mismo tiempo», y también,
«o», «inmediatamente» y «como tal». El elemento común a todos ellos
es el acoplamiento de dos elementos o atributos, el segundo del cual
forma parte del primero naturalmente y por supuesto. El glifo por sí
mismo no indica es en el sentido de lo contrario a no es y, desde luego,
no puede decirse que implique el principio de no-contradicción. Por
consiguiente, no hay ninguna razón lingüística que prevenga su uso para
unir elementos que en el lenguaje lógico ordinario crearían una simple
contradicción.
Nishida no se detiene explícitamente en la lógica del soku hasta
su último ensayo, cuando la menciona en el contexto de la lógica budista
y su idea de la correspondencia inversa, que consideraremos luego. Por
ahora, es suficiente señalar que el soku que vincula contradictorios no
señala el mismo tipo de relación que las lógicas ordinarias, las cuales no
pueden expresar sin forzar los elementos en la fórmula «A no es B».
Nishida no tuvo ninguna intención de dispensarse con las reglas
gramaticales «A no es no-A» y «B es no-A», ambas implicadas en la
distinción entre es y no es. Si lo hubiera hecho, tendría que haber
abandonado por completo la argumentación racional. Lo que quiere decir
es más bien algo como esto: «A no es simplemente A y, no-A no es
simplemente no-A; ni son ambos simplemente dos aspectos distintos de
la misma cosa; A es A y no-A es no-A, pero ninguno de los dos es real
siempre que los dos no pertenezcan el uno al otro tal como son». Eso le
permitirá afirmar que «A transforma B y B transforma A» en virtud de
«algo común a ambos».
En este punto puede surgir una cierta confusión al ver que lo que
Nishida llama «contradictorios» a menudo tiene más parecido a lo que de
hecho podríamos llamar «contrarios» o « correlativos».
Afirmación-en-negación,
continuidad-en-discontinuidad,
sujeto-en-objeto, y ser-en-nada son, con razón, copulaciones de
contradictorios. No pueden estar presentes en la misma cosa sin ofender,
al mismo tiempo, las reglas del discurso lógico. Por otra parte,
yo-en-otro, muerte-en-vida y uno-en-multiplicidad, no son obviamente
80
contradictorios pues, se entiende, comparten una base común —como el
encuentro humano, la creatividad, la voluntad, la totalidad etc.. Declarar
que hay una afirmación al mismo tiempo y tal como es una negación, o
que existe una conexión que es al mismo tiempo y tal como es una
desconexión, es simplemente decir tonterías. Pero para hablar de la
identidad del yo como algo que implica al otro, de la vida implicando la
muerte, es ver estos términos como correlativos, cada cual requiriendo al
otro y ambos requiriendo un medio o universal para poder entenderse. Es
así como funciona la lógica dialéctica, y no hay nada lógicamente
«contradictorio» en ello.
La pregunta es, por cuál de las dos optó Nishida.
Asombrosamente, parece haber sido por la primera. Ya desde sus
primeros escritos Nishida había hablado del mundo histórico como de un
proceso dialéctico, pero su idea de la nada absoluta como explicación
última de por qué las cosas son y por qué son como son, necesitó de una
formulación lógica distinta. La convicción de Hegel de que el ser y la
conciencia son finalmente idénticos, el uno desarrollándose desde el otro,
yacía en las raíces de su dialéctica. También le permitió dar un paso —si
era necesario o no, es otra cuestión— más allá de la mera mediación
dialéctica para ver la contradicción lógica como una expresión de esta
evolución en acción.
Algo de esto hay también en Nishida. En concreto, su idea de la
afirmación-en-negación está cortada por el mismo patrón que la conocida
idea de Hegel, por la que una negación aclara el significado de una
afirmación. La diferencia es que Nishida no se había comprometido a
reconocer que la dialéctica obraba en los acontecimientos históricos
singulares, como lo hizo Hegel, ni concluyó que toda contradicción, sea
en las categorías del pensamiento, sea en movimientos sociales, es
simplemente la manifestación de una unidad más profunda que les
proporciona su realidad. Los ejemplos que Nishida eligió fueron
seleccionados por dos motivos: o bien iluminaron la manera en que la
conciencia cae en la dicotomía sujeto-objeto y después se levanta de ella,
o bien apuntaron a la contradicción básica entre el ser y la nada. Su modo
de llevarlo a cabo fue epistemológico en esta primera instancia,
ontológico en la segunda.
Epistemológicamente, hablar de la conjunción de contradictorios
absolutos llama la atención sobre las limitaciones del lenguaje y de las
formas lógicas para expresar el significado total de la experiencia
consciente. Como sujeto, yo tomo las cosas del mundo como objetos. Me
interesa «qué» es esta cosa, y el lenguaje y la lógica me sirven para
distinguirla tanto de cualquier interferencia mía como de otras cosas.
Pero cuando me fijo en el simple hecho de «que» esta cosa es
experimentada, debo liberarme de mi objetividad desinteresada y tener
en cuenta la manera en que los significados que se acumulan en la
81
experiencia, a causa del afecto, la voluntad, la memoria, el prejuicio,
etcétera, se entremezclan en mi «conocer» lo que esa cosa es. De modo
semejante, el «que» de la experiencia requiere tener en cuenta la relación
que cualquier cosa tiene con las otras cosas, algo de lo que han de
abstraerse los juicios sobre su «qué». Los juicios claros de la afirmación
y de la relación se quiebran. Si de la experiencia misma puede decirse
que posee una identidad que incluye tanto al experimentador como lo
experimentado, entonces su identidad desborda las reglas del lenguaje.
Decir que el lenguaje es inadecuado no quiere decir que la
formulación de la identidad de eso «que» como una autoidentidad de
contradictorios absolutos es mejor, por ejemplo, que la expresión poética
o artística, donde la realidad puede fluir sin seguir modelos de afirmación
o negación, continuidad o discontinuidad. La razón que justifica la
fórmula ha de buscarse, pues, en otro sitio.
El segundo motivo, el ontológico, se funda en un principio
metafísico, según el cual si cada cosa relativa que es, al mismo tiempo
está ubicada en la fundación absoluta de una nada, entonces su identidad
es automáticamente una coincidencia de lo relativo y lo absoluto. Aquí
se aclara el punto central de la fórmula de una autoidentidad de
contradictorios absolutos: la autoidentidad no es un realce de un
elemento de la realidad o un atributo, sino simplemente un modo de
afirmar el hecho de que, si cada cosa tiene una identidad propia no es
debido a algo interno —a un principio sustancial—, sino que se basa en
la localización del mundo relativo del ser en un absoluto de la nada.
Estas dos motivaciones no son paralelas sino concurrentes.
Cuando vimos a los contradictorios y a los contrarios coincidir en el
mundo del ser, vimos cómo la conciencia y el lenguaje tienen problemas
para acceder a los hechos crudos de la experiencia tal y como se nos
presentan; al mismo tiempo, los vimos como un microcosmos de la
dialéctica última del ser y la nada. Al fin, la forma lógica de la
autoidentidad de contradictorios absolutos es otra versión del prototipo
de la conciencia humana en su reflejo de cómo es la realidad.
19 el mundo histórico. El lugar que Nishida concedió a la
historia es una de las dimensiones más débiles de su pensamiento, lo que
se hará más evidente cuando se dedique a cuestiones de filosofía política.
Como en ningún momento hace una exposición detenida de su posición,
hay que reensamblar comentarios y alusiones acerca de la historia,
dispersos a lo largo de todos sus ensayos.
Por lo general, Nishida habla de la historia como «el mundo
histórico». El término es revelador. Su preocupación final no es tanto la
sucesión de acontecimientos, cuyo despliegue nos da nuestra idea
concreta de la historia como un transcurso del tiempo, sino el lugar
metafísico que ocupa la historia. El mundo histórico puede verse
82
entonces como una totalidad que se relativiza si se ubica en un contexto
más amplio de lo que «expresa», a saber, el de la autoactualización de la
nada absoluta. Éste no es un salto intuitivo que Nishida da de repente,
sino una paulatina y paciente construcción de una idea de la historia del
mundo del ser, que a su vez ha de ser desconstruida para penetrar en su
verdad más profunda.
El mundo histórico es definido por su contínua transición «desde
lo hecho hasta lo que está haciéndose», esto es, desde lo que ya se ha
acabado hasta lo que está todavía en proceso. Pero Nishida no lo
considera desde el punto de vista de los resultados acumulativos —por
ejemplo, del avance y retirada de las civilizaciones, los progresos
tecnológicos, etcétera—, sino desde el punto de vista de la conciencia
individual atrapada en el tiempo, siempre con un pie puesto en el pasado
y el otro poniéndose en el futuro. La dimensión concreta se manifiesta a
través de lo que llama «el cuerpo histórico», que básicamente es una
extensión natural de la idea del cuerpo, como mediador entre la
conciencia y el mundo en la intuición activa, hacia la función de un
mediador de la historia. Esta función tiene una doble orientación: el
cuerpo hace concreta la vida histórica, mientras que el mundo histórico
proporciona al cuerpo un espacio en el que obrar. En fin, el cuerpo
histórico sirve para realzar el despertar del yo o, como dice Nishida,
«para dar fundamento al yo en las profundidades del cuerpo». Estas dos
funciones contrarias del cuerpo son experimentadas por el yo como una
lucha, entre las determinaciones del ambiente concreto en que uno está
situado, y el deseo de liberarse de ellas, de superar lo que ha sido creado
y crear algo propio.
En esta atadura del mundo histórico a la conciencia humana,
Nishida subsume la historia del mundo natural, que en sí mismo no es
consciente del proceso, en la búsqueda personal del yo para un
significado más profundo. La conciencia del momento presente, en
consecuencia, disfruta de una posición privilegiada en la historia, una vía
media dialéctica entre los hechos del pasado y las posibilidades del
futuro. La forma que el tiempo parece otorgar a la historia es sólo la
superficie de una sin forma subyacente, una nada absoluta que se expresa
en el mundo y que la conciencia reconoce en un autodespertar que ha
superado la consciencia del yo ordinario. Así es como entiendo a Nishida
cuando define el tiempo del mundo histórico, análogo al tiempo en
general, como «una determinación que es al mismo tiempo una negación
de la determinación».
Nishida, por consiguiente, no ve que la contradicción entre
pasado y futuro quede superada con el avance de la historia, sólo para ser
contínuamente regenerada de nuevo. La cuestión básica de la filosofía de
la historia es, para Nishida, cómo unificar las contradicciones del tiempo
y cómo unificar todos los seres sujetos a ellas —es decir, darle a la
83
historia su autoidentidad «como una contradicción absoluta de lo uno y
lo múltiple». Y la única manera de responder a esta cuestión es
trascender la temporalidad. Por eso, no le interesa tanto la manera en que
el pasado y el futuro pueden entenderse para coexistir en los mismos
acontecimientos y condiciones del presente, como localizar el punto de
un ahora eterno que revelaría la identidad verdadera del tiempo y de la
historia. De este modo, la temporalidad del tiempo es reubicada en la
trascendencia del presente, el locus de un proceso más fundamental de la
autodeterminación de la realidad. Así ha de entenderse a Nishida cuando
dice que el autodespertar del presente es «una autoidentidad
contradictoria del tiempo y del espacio».
De este modo, Nishida pudo «localizar» el mundo histórico en su
fundamento metafísico y, al mismo tiempo, conservar la temporalidad
del mundo histórico, no como un rasgo inherente de las cosas del mundo,
sino como una relación percibida entre lo que las cosas han sido y
aquello en lo que se están convertiendo. La naturaleza esencial de la
historia no debe buscarse en el curso de los acontecimientos temporales,
sino en el fundamento de todo en la nada.
Esta concepción del tiempo y de la historia se adecúa bien a su
idea del conocer las cosas tal como son a través de volverse ellas. Este
conocimiento verdadero tiene lugar en un locus que está en el
fundamento de su historia y no en la temporalidad de su devenir propio.
Así, cuando pretende que uno necesita volverse un bambú para llegar a
conocer qué es un bambú, está hablando del conocimiento de la
naturaleza interna del bambú, no de su historicidad. Para liberarse del
apego a la distinción sujeto-objeto, Nishida ha de hacer caso omiso del
hecho de que las cosas y las mentes que las conocen tienen una historia.
En otras palabras, lo que uno podría aprender de un bambú por cultivar
un bambú, desde el brote hasta la planta adulta no es más que un
conocimiento relativo de un objeto histórico por un sujeto histórico. El
foco de Nishida fue el ahora eterno del bambú, que puede ser intuido
sólo si uno se aleja del tiempo y se sitúa en un locus fuera del tiempo. La
suposición era que, una vez que se había visto el mundo desde este locus,
uno podría contemplar el mundo del devenir histórico con una
compenetración renovada y más profunda. Sin embargo, Nishida no
tendrá éxito al incorporar este aspecto en su filosofía.
Es difícil juzgar lo dicho hasta ahora, pues Nishida parece flotar a
una altura bastante por encima del mundo histórico, tal y como lo
entendemos normalmente. Aún así, se ató una cuerda al tobillo, y fijó el
otro extremo en un lugar muy concreto de la historia, a saber, la tradición
viva de la cultura japonesa. Dejaremos los detalles de sus comentarios
para después. Por ahora, es el armazón histórico en el cual colocó esas
reflexiones lo que nos interesa.
La brecha que Nishida había dejado entre el fundamento
84
metafísico del mundo histórico en la nada absoluta y los acontecimientos
actuales que caracterizan el mundo, tal y como lo vivimos, era
demasiado grande como para cruzarla de un solo salto. Surgen tal
número de preguntas en el cambio de enfoque hacia el autodespertar del
yo y el análisis de las estructuras del cambio histórico que, tal como el
mismo Nishida era consciente, resulta imposible abordarlo todo de una
vez. Al mismo tiempo, la exigencia de un compromiso más arraigado en
el presente le dejó poco margen para dar un paso estudiado y definitivo.
Tras una cierta vacilación, la respuesta de Nishida fue saltar sobre la
brecha y lanzarse directamente a comparaciones muy genéricas sobre la
historia del Oriente y la del Occidente, con la esperanza de acercar su
pensamiento a un campo por el que no había transitado todavía, el de la
conciencia social.
Los griegos, según Nishida, veían el tiempo histórico como una
sombra formada por las ideas eternas, que desembocaba en el presente
desde el pasado. El cristianismo en cambio desarrolla una visión de la
historia orientada hacia el eschaton, donde el presente desemboca
siempre en el futuro. La cultura oriental de Japón se aleja de ambas, y
observa en la historia una simbiosis de pasado y de futuro, de aquí y de
ahora, que hace al tiempo fluir en ambas direcciones. En este sentido, su
imagen de historia subsume los opuestos dialécticos de las culturas
griega y cristiana.
Pese a que, obviamente, las tres culturas han desarrollado una
pluralidad de perspectivas respecto a la historia, como punto de partida
para abordar la interacción de modos de pensar culturales resulta bastante
interesante. Ahora bien, dado que el proyecto general de Nishida es
introducir ideas orientales en la filosofía occidental justo a partir del
punto en que esta última deja de describir la realidad, la realidad tal y
como es experimentada, es natural esperar que nos ofrezca alguna
declaración al respecto. Se esperaría, además, que sea una declaración
sobre modos de pensar y, desde luego, del mismo nivel de abstracción
que el resto de su filosofía. En lugar de eso, la mejor conexión que nos
ofrece es la sugerencia de que «el punto de contacto entre las culturas del
Oriente y Occidente puede buscarse en Japón». Por lo demás, su
discusión del mundo concreto se limita a la actualidad política y cultural
de Japón y sólo de Japón. En una palabra, el mundo vivo de la historia se
equipara a cuestiones del espíritu japonés vivo, del emperador, del
cuerpo político nacional, del papel de la cultura japonesa en Asia,
etcétera.
En este contexto, sus alusiones a la filosofía occidental se limitan
a comentar su incapacidad para captar la esencia de la mente oriental y
japonesa. De esta manera, su filosofía aterriza en un modo de discurso
que parece presentarla como una justificación de la realidad de su país,
en un momento concreto. Fue un paso realmente desafortunado. Más
85
aún, agravado por el hecho de que la pregunta moral, otrora tratada muy
abstractamente en su pensamiento, aparece inesperadamente aquí en
forma específica: la nación, por ejemplo, es vista como el fundamento de
«la realidad moral».. Trataremos este paso más adelante. Por ahora,
debería decirse algo sobre esa naturaleza abstracta de su idea de la moral.
En principio, la nada de Nishida no tiene la naturaleza espiritual
de un Dios que trasciende el mundo histórico, aunque en asuntos morales
se muestra más alejada de ese mundo que la propia ontología cristiana.
Esta cuestión preocupará más tarde a Tanabe y a Nishitani. Sin embargo,
el problema no está en la idea de la nada absoluta como tal, sino en cómo
Nishida veía la historia y por lo tanto, en la deshistoricización de la
moral en su propia filosofía.
Nishida ve una contradicción fundamental entre forma y
contenido en la composición del yo moral. Por un lado, tenemos el ideal
moral al que el individuo aspira —la forma— y por otro, la realidad de la
imperfección del individuo —el contenido. Cuanto más es consciente
uno de su propia imperfección, tanto más brilla el ideal. El conflicto
acaba ocasionando un tipo de ruptura en el interior del yo que luego se
abre a la conciencia religiosa. Según piensa Nishida, esta contradicción
puede quedar relativizada si la angustia moral, y el yo que la sufre,
consiguen elevarse en un absoluto donde no hay ni bondad ni maldad, ni
pecado ni ideal —sólo la nada. Esto, para Nishida, es la esencia de la
experiencia de «la salvación». De este modo, la moral es desviada fuera
del mal en el mundo y resituada en la conciencia del mal en el yo. Y con
eso, las imperfecciones del mundo se dejan a la historia, donde han de
resolverse.
Esta es una de las pocas veces en que Nishida entrelaza ejemplos
del zen para ilustrar sus comentarios, reconfirmando el hecho de que la
responsabilidad moral hacia el mal concreto en la historia ha sido,
tradicionalmente, el talón de Aquiles del zen. Con mi crítica no pretendo
culpar a Nishida sencillamente porque no enfocó su pensamiento
filosófico de otra manera. Lo que quería indicar es que uno no debería
esperar demasiado de Nishida en cuanto a problemas éticos e históricos
y, al mismo tiempo, que hay de sorprenderse por el hecho que se hubiera
lanzado a la arena política armado únicamente con una filosofía centrada
en la expansión y el despertar de la conciencia y no, como uno esperaría
de una filosofía política, en la localización de las raíces de los prejuicios
y las injusticias.
20 la lógica del locus. El primer tratado de Nishida sobre la
lógica del locus apareció en 1926. A diferencia de las otras ideas de
Nishida, anteriores o posteriores, ésta actuó como un imán que atrajo
para sí al resto e iba creciendo en su poder de atracción, aunque no en
más claridad de definición, hasta su último ensayo. Sin ninguna duda
86
esta idea, más que cualquier libro o ensayo particular, representa la
culminación del pensamiento de Nishida.
La idea en sí misma no es especialmente complicada, ni puede
decirse que significara una especie de ruptura en su pensamiento. De
hecho, había hablado de un «locus de la voluntad» desde 1919, y el
término locus aparece varias veces en El arte y la moral. Pese a que en
ningún momento tuvo un carácter técnico, Nishida la aplicó un poco
como se aplica la idea de «campo» en la física, aunque usara otra
palabra. Lo que está claro es que con ella no quiere indicar ni algo
temporal ni algo espacial, sino sólo el «punto» abstracto en que una
actividad «tiene lugar».
De cualquier manera, el uso filosófico del término supuso una
reorganización de todo su pensamiento. Como hemos visto, hasta ahora
su filosofía solía girar en torno a un principio metafísico absoluto (la
experiencia pura, la voluntad, o la nada), a un modo ideal de la
conciencia (la intuición activa o el autodespertar) o, a una combinación
de los dos (la autoidentidad en la contradicción absoluta). La lógica del
locus trastoca todo el esquema. No apunta a un ideal particular, a un
principio o, a una actividad, sino más bien al esquema general para
«localizar» todas estas cosas. Nishida mismo declara que el
descubrimiento le ayudó a
asirme a algo que desde hace mucho tiempo yacía en el fondo de mi
manera de pensar, la transición de un voluntarismo tipo Fichte a un tipo
de intuicionismo que diera a la intuición una orientación y un contenido
diferentes al intuicionismo tradicional. Mi meta no es pensar en la línea
de algo basado en la intuición de una unidad entre sujeto y objeto, sino
ver el obrar de todas las cosas que existen como sombras que reflejan el
yo dentro de un yo que se ha anulado, un tipo de ver sin vidente hasta el
fondo de todas las cosas.
Lo que Nishida nos viene a sugerir aquí es
que entendamos la imagen de la caverna de Platón al revés. En vez de
considerar la liberación de la ilusión como un dejar la penumbra de una
ignorancia encerrada en sus mismas opiniones, donde el mundo sólo
puede aparecer como sombras bailando en el muro, por el brillante sol de
la realidad donde las cosas pueden ser vistas como son, Nishida busca un
punto de vista por el que el sujeto, ubicado firmemente en la luz del
mundo real y objetivo, se manifiesta como una ilusión que puede ser
quebrada y penetrada sólo en virtud de negar el yo y examinar todas las
cosas moviéndose en el mundo como sombras del yo verdadero y
despertado. No se trata, pues, de un punto de vista por el cual ver las
cosas del mundo claramente, con el fin de confirmar o refutar la verdad
de nuestras ideas sobre ellas, sino de renunciar a ese punto de vista del
sujeto claramente vidente frente a objetos claramente vistos, a favor de
un punto de vista por el que el yo puede encontrar la verdad de sí mismo
reflejado en todas las cosas tal como son. La lógica del locus, podríamos
87
decir, en un intento por explicar el proceso por el cual el primer punto de
vista se abre al segundo, por dislocar el yo ordinario de su morada
aparentemente fijada en un paisaje de sujetos y objetos y relocalizarlo en
su paisaje verdadero que, como el fondo en la pintura oriental
mencionado anteriormente, es una nada absoluta.
Muy probablemente, la lógica del locus se le ocurrió a Nishida en
el orden inverso en que la presenta. Comienza por la idea de una última
morada para el yo verdadero, pero es explicada en términos de un
proceso de elevación espiritual. En la iluminación del yo despertado, el
yo del conocimiento ordinario se revela como un tipo de centro ficticio
de la actividad consciente. Todo conocimiento empírico, escribe Nishida,
comienza en el sentido más básico de algo que «se me vuelve
consciente». No es que primero exista un yo establecido que mira el
mundo por encima, como un elemento superior a los otros, y se lo
apropie por su percepción y juicio. Más bien, el yo pertenece totalmente
y desde el principio al campo de la experiencia. No es un tipo de «punto»
organizativo centrado en la conciencia, sino el «acontecimiento» de
llegar al despertar de la realidad. Nos acercamos mejor al hecho de este
acontecimiento cuando decimos «se me ocurrió la idea» que cuando
decimos «yo tuve la idea». En otras palabras, no es que yo soy
despertado o que la conciencia me pertenece a mí, sino que el que
despierta soy yo y que yo pertenezco a la conciencia.
Esto coloca al yo en una posición más bien ambigua, si es que no
contradictoria. Si el yo es de hecho el autodespertar de una experiencia,
debe ser afirmado. Al mismo tiempo, ya que el yo por sí mismo no tiene
ningún significado, debe ser negado. Aquí tenemos el prototipo de la
lógica de autoidentidad en la contradicción discutida arriba. El yo es yo
porque a la vez es no-yo. Es, puede decirse, un «yo-en-no-yo». Lo
importante no es el modismo con que se expresa, sino el hecho de que
advierte que, siempre que hablamos del sujeto consciente, desde un
punto de vista estamos abstrayendo sólo una parte de un acontecimiento
más amplio que, desde otro punto de vista requiere la negación del yo
que hace la abstracción.
Dado que el sentido del yo es derivado del estado de
autodespertar y no es el primer motor de este estado, es posible hablar
del autodespertar como si se extendiera fuera del yo individual hasta
incluir el autodespertar del mundo mismo, lo que ya hicimos notar arriba
cuando hablábamos de la relación entre la conciencia subjetiva y la
autodeterminación de la nada absoluta. Como Hegel, Nishida se separa
de Kant por considerar la «cosa en sí» no como el misterio escondido de
la realidad al que el sujeto preestructurado sólo puede acercarse
asintóticamente, sin llegar a alcanzarla nunca, sino más bien como un
hecho de la realidad, una parte de cuya dinámica consiste en estructurar
el sujeto. En todo caso, dada la naturaleza derivada del yo, sería más
88
exacto hablar del yo no como una entidad preexistente sino como un
locus de actividad.
En un modelo de círculos concéntricos, Nishida da una serie de
pasos que conducen, desde el yo dominador, que juzga el mundo
fenoménico de forma y materia, hacia un yo humillado por la reflexión
sobre su propio trabajo y las limitaciones del lenguaje, y desde allí a un
yo desencantado de su propia subjetividad por despertar a sí mismo
como el objeto de las cosas que conoce; finalmente, llega al verdadero yo
que ha despertado a sí mismo como una instancia del autodespertar de la
realidad misma, es decir, a una nada absoluta manifestándose en la
experiencia inmediata del mundo tal como es. El mundo es afirmado
radicalmente sólo si se ubica sobre este último fondo. Entonces, el
despertar deja de definirse respecto al ser y pasa a definirse respecto a la
nada.
En las palabras de Nishida, este proceso concluye cuando uno «se
sumerge en el fondo de la conciencia misma». Es una conversión del yo
ordinario en una nada para volverse lo que Nishida denomina «la
conciencia en general», tomando prestado un término de Kant utilizado
en un contexto diferente. De esta manera, pinta el locus de la nada no
sólo como un fondo, sino como un fondo sobre el que todo reaparece en
primer plano, en su relieve más claro. Su misma formulación es
recóndita pero concisa:
Lo general transdesciende hacia abajo hasta el fondo de lo general, y lo
inmanente transdesciende hacia abajo hasta el fondo de lo inmanente, y
el locus hacia el fondo del locus.
Aquí de nuevo, vemos cómo
Nishida hace de la conciencia el prototipo para la ontología en general.
El locus de sujetos y objetos es la predicación lógica; el locus de la
predicación lógica es la conciencia; el locus de la conciencia es el yo
verdadero que ha despertado plenamente, donde el mundo del ser
reaparece sobre el fondo de su propio locus último, la nada. Nishida
habla de este proceso como una progresión «desde el obrar hacia el ver»
(y éste fue justamente el título del volumen en que describe detallamente
por primera vez su lógica del locus). Es un proceso que cuestiona el
trabajo de reflexión que trata de conocer la realidad por relocalizar los
objetos del mundo en juicios proposicionales, rechaza el absolutismo
aparente del yo obrante como relativo, y finalmente conduce a la
conciencia de lo que subyace al mundo y a nuestro obrar en él. Es un
movimiento perspicaz que aclara el locus ordinario del yo, nos permite
penetrarlo y llegar hasta el abismo del verdadero absoluto de la nada,
oscuro e impenetrable al ojo del ego.
Anteriormente Nishida había intentado definir la culminación del
ser en la nada por medio de la idea de la intuición activa. Ahora reconoce
que el ser es siempre un «estar localizado» y que esta localización es sólo
finita. Es decir, es en sí mismo un locus dentro de un locus que,
89
finalmente, no es un locus sino un horizonte infinito: la nada absoluta. La
calificamos de absoluta no sólo porque no está «localizada», como todas
las cosas del mundo del ser y de la conciencia, sino también porque todo
conocimiento alcanzado en cualquier otro locus es relativo al
reconocimiento que ese conocimiento mismo encuentra respecto a su
propio terruño en la nada.
La imagen de Dios como un círculo cuyo centro está en todas
partes y cuya circunferencia no está en ninguna —una idea de origen
gnóstico-alquímico que Nishida había descubierto en el Cusano— le fue
realmente muy útil para expresar el locus de la nada absoluta en que
concluye su lógica. Cada realidad concreta de la conciencia es
circunscrita como un mundo, que resulta no ser más que un microcosmos
dentro de un mundo más amplio y, así sucesivamente, hasta llegar al
macrocosmos del autodespertar, que se revela entonces como un punto
abriéndose infinitamente en todas direcciones y ubicado en el locus de
todos los locus, la nada absoluta. Todo lo que existe, entonces, está
colocado a horcajadas entre dos lugares contradictorios: está en el mundo
del ser y está en el mundo de la nada. Este estar a horcajadas es su
autoidentidad, una unidad de los opuestos.
21 sujeto, predicado y universal. Tendremos la clave para
adentrarnos en los textos de Nishida sobre la lógica del locus cuando
entendamos cómo retoma la dialéctica central de la intuición activa
—entre el sujeto como la reflexión mental y el objeto como el mundo
intuido—, reestructurándola en función de las relaciones entre el sujeto y
el predicado gramaticales, en los juicios que se da esta colaboración entre
el yo activo y el mundo intuido.
Quizá el mejor punto de partida sea su idea de lo universal.
Básicamente, puede decirse que Nishida usa la idea de lo universal en
tres sentidos. Primero, tiene el sentido lógico ordinario de un atributo o
una relación que es compartida por varios individuos y que permite que
sean agrupados como una clase. Esto no es más que una taxonomía
racional, necesaria para hablar sensatamente. En segundo lugar, lo
universal indica una potencialidad que es actualizada en individuos. Aquí
la insinuación es más metafísica, pues viene a decir que las cosas
concretas que encontramos en el mundo están limitadas en cuanto a su
devenir y que, al identificar estas limitaciones, conocemos algo sobre
cómo estas cosas, y el mundo en que se sitúan, están construidas. En
ninguno de estos dos sentidos Nishida quiere decir que lo universal es
«real», o que «exista» siempre que no se incorpore en un ser individual
del mundo temporal. A este nivel, sólo en un sentido metafórico
podemos afirmar que un universal determina a lo individual por
proporcionarle una u otra cualidad o atributo particular o, que lo
individual determina lo universal, al proporcionarle una actualidad en el
90
mundo.
Pero hay un tercer sentido de lo universal, uno que es derivado de
estos dos y que le resultó a Nishida mucho más estimulante: la idea de
que lo universal se determina a sí mismo. Ahora sí que lo universal se ve
como algo real que funciona para dar forma a los propios elementos del
mundo. Si cada cosa real es concreta y determinada, lo es porque es la
expresión de una realidad mayor en formación: lo universal. La identidad
de un individuo, su autodeterminación, es al mismo tiempo la
manifestación de la autoidentidad de lo universal determinándose a sí
mismo a través de lo individual.
En seguida surge una pregunta: cómo relacionar estas dos
autodeterminaciones y cómo explicar el hecho de que no están nunca en
un contínuo desacuerdo la una con la otra. La terminología de la
autodeterminación estaba presente en los escritos de Nishida de una
etapa temprana. Pero sólo con la formulación de la lógica del locus pudo
aclararse este acertijo fundamental.
Si combinamos la idea de un universal activo y autodeterminante
que obra detrás del tiempo histórico con los dos sentidos más lógicos de
lo universal mencionados arriba y, dada además la línea general de la
lógica del locus, tal y como la hemos explicado anteriormente, desprende
otra idea. De la misma manera que hay clases dentro de clases (la clase
de tulipanes rojos en la clase de tulipanes, la clase de tulipanes en la
clase de flores, la clase de flores en la clase de plantas y, así,
sucesivamente), también pueden haber universales autodeterminantes
abarcados por universales autodeterminantes aún más abarcadores. De
hecho, vimos que Nishida habla de la historia, la sociedad y el individuo
como modos de autodeterminación. Y si hay una clase de todas las clases
—es decir, una clase de las cosas que son reales— entonces debe haber
un universal de todos los universales —es decir, una realidad última que
lo determina todo, a la vez que se determina a sí misma. La transición de
una clase a otra fue justamente aquello que Nishida trató de captar con su
lógica del locus, localizando los universales dentro de los universales y
llegando, finalmente, a localizarlo todo en la nada absoluta.
Ésta fue la visión básica de Nishida de cómo la realidad «obra»
para que sea lo que es y de cómo obra para aparecer de la manera en que
aparece a ojos de la conciencia humana. La lógica del locus provee así un
puente desde el obrar hasta el ver que es, al mismo tiempo, un puente
entre la intuición de la realidad tal como es y el juicio lógico, que
constituye la reflexión racional sobre esa intuición.
El lenguaje puede parecer a veces desesperadamente enredado,
pero con las ideas básicas a mano es posible desenmarañarlo y llegar a
un sentido general de lo que Nishida quiere decir. Este pasaje
típicamente difícil puede sernos de utilidad:
Los individuos pueden ser considerados como la autodeterminación de
91
un universal. Además, lo individual mismo puede verse como un
universal que se determina. Pues en la lógica de lo concreto, cada
individuo es un universal y cada sujeto un predicado. Todo lo que es real
tiene este tipo de estructura lógica. En este sentido, puede pensarse que la
unidad dialéctica posee en sí misma su propia identidad, al ser una
autoidentidad. En la lógica aristotélica, observa Nishida, la idea de una
sustancia subyacente que da a los individuos su identidad es expresada a
partir de algo que existe en el interior del sujeto, algo que impide que «el
sujeto se convierta en un predicado». Del tulipán puedo decir que es rojo
o azul, que es lacio o fresco, que florece en un campo o que ha sido
cortado y metido en un florero. Estos son todos atributos del tulipán,
pero el tulipán mismo no puede convertirse en un atributo de cualquier
otra cosa. Desde luego, la autoidentidad está en una situación de
ambivalencia respecto a lo universal. Lo determina y al mismo tiempo
queda determinada por él, siempre subordinada a las clases más amplias
de las que permanece como miembro. Por lo tanto, si bien el sujeto que
no puede convertirse en un predicado puede pensarse como la sustancia
sólida de la que el mundo está hecho, «en la forma tradicional del juicio,
el predicado que no puede convertirse en un sujeto se piensa como un
marco más amplio que el del sujeto».
Nishida pone este modo de pensar patas arriba, sugiriendo que
necesitamos una lógica que permita que un sujeto se convierta en
predicado, y que el predicado universal se convierta en el sujeto final. Si
no lo hacemos, la idea misma de individuos determinándose a sí mismos
y, en el proceso, siendo la autodeterminación de un algo fuera de ellos, se
cae hecha pedazos. El texto continúa de la siguiente manera:
Que algo posea su propia identidad no quiere decir que sea únicamente
una cosa, que sea simplemente un sujeto que no puede convertirse en un
predicado. Si lo fuera, no sería más que una asíntota o un centro sin radio
—en una palabra, no habría ningún punto donde asirlo. Para ser idéntico
consigo mismo, además de ser un sujeto que no puede ser un predicado
debe ser un predicado de sí mismo; el individuo se debe determinar a sí
mismo en la manera de una predicación. O para expresarlo a la inversa,
el predicado se convierte en el sujeto a fin que el sujeto se determine a sí
mismo en la predicación.
Obviamente, los sujetos no pueden
convertirse en predicados en los juicios normales, o la gramática se
desintegraría en la contradicción de no tener sobre qué hablar: una ristra
de atributos sin ningún sitio en que ubicarlos. Nishida no niega esto. Lo
que quiere decir, como explicamos arriba, es que el locus de juicios
normales, donde los universales son aplicados a cosas fijas para
clasificarlas, no nos pone en contacto con lo que realmente está
aconteciendo en la realidad. Hemos de trascender este tipo de lógica y
llegar a un punto de vista donde esa lógica entera pueda ser vista como
predicado de otra actividad más cercana a la realidad. Este lugar es el
92
locus de la conciencia, que no es un simple espejo de la realidad sino una
forma de captar la realidad y obrarla. Ver un elemento individual del
mundo colocado en la conciencia es, en este sentido, ver su identidad no
como una substancia independiente, sino como dependiente de una
conciencia que predica a las cosas su identidad. El «sujeto» que
llamamos individuo consciente, por ello, hace predicados de esos
«sujetos» que llamamos individuos. En los términos de Nishida, el sujeto
consciente es lo universal de esos sujetos lógicos, y esto es su identidad.
Por otra parte, ya que la conciencia puede descubrirse en el acto
de obrar racionalmente, su autoidentidad es su propia obra en un sentido
más pleno que, por ejemplo, en el caso del tulipán. No sólo puede
atribuir la autoidentidad a las cosas que intuye fuera de sí mismo (esto es,
hacerlas sujetos de una predicación), sino que, puede hacer de esos
mismos juicios, sujetos de una predicación.
Ésta es la esencia de la autoconciencia, en donde el sujeto («este
tulipán») del cual algo es predicado («es rojo») puede en sí mismo ser
visto como un predicado de la conciencia. Por captarse a sí mismo en el
trabajo, la autoconciencia se identifica a sí misma —es un individuo que
se determina a sí mismo y reconoce que lo está haciendo. Ésta no es
simplemente la autoconciencia de un yo que reflexiona sobre sí mismo,
sino de un yo que se ha despertado a sí mismo como medio por el que
proporciona su identidad a los individuos. No es simplemente una unidad
cerrada en sí misma, sino un locus en el cual el mundo logra un tipo de
unidad. Es, en las palabras de Nishida, un «dialéctico universal», en el
sentido que provee el ambiente o «locus» para que tanto los universales
del juicio como los individuos concretos interactúen, de tal manera que
se vuelvan reales. Es la noesis (el proceso cognitivo) del noema (lo
conocido).
Pero todavía no hemos llegado al final, pues, si termináramos
aquí, los universales no serían más que un tipo de conciencia subjetiva,
lo que nos dejaría en un idealismo, si no un solipsismo, en que el
principio absoluto de toda realidad sería el sujeto pensante. Nishida da
otro paso: relativiza este universal respecto a un universal aun más
elevado y abarcador. Resume este paso:
Ésta no es la autoidentidad verdadera, ya que retiene el sentido de ser
«una cosa» más. La autoidentidad verdadera no puede ser considerada ni
como un simple universal (sujeto) ni como una simple individualidad
(predicado). Debe ser algo que puede pensarse al mismo tiempo como
una línea recta y un círculo —es decir, una nada absoluta. En cuanto la
conciencia proporciona a las cosas su identidad, puede ser llamada el
locus universal de esas cosas. Pero al mismo tiempo, ya que existe sólo
encarnada en las personas individuales que son atribuidas, no puede ser
el locus universal de su propia identidad. Por consiguiente, la
autoconciencia es intrínsecamente contradictoria y asintótica, semejante
93
a un espejo reflejando un espejo, o una línea recta circular. El único
locus en donde esta contradicción final y absoluta de la conciencia puede
ser resuelta para producir una identidad sería una autoconciencia sin un
yo, un ver sin vidente, un despertar que sería a la vez espontáneo y
autodeterminaría todo lo que existe —es decir, sería la localización del
yo en la nada absoluta. En cierto sentido, esta nada puede verse como
una negación del ser, del mismo modo que cualquier clase que envuelve
otra clase es al mismo tiempo una negación de la ultimidad de lo que
envuelve. Pero la nada absoluta no es sólo una negación de la ultimidad
del contexto de la conciencia. Es en sí mismo la última clase de todas las
clases, el contexto de todos los contextos o, como dice Nishida, lo
«universal de todos los universales». Es un absoluto y una nada —un
predicado que nunca puede convertirse en un sujeto.
La agregación del sujeto y predicado gramaticales en el cuadro
hace aumentar geométricamente el número de formas en que la idea de la
autodeterminación de lo universal puede ser parafraseada. Uno casi
puede abrir al azar los ensayos de Nishida escritos después de su
introducción de la lógica del locus y descubrir aquí o allá una nueva
mezcolanza de los ingredientes. Al mismo tiempo, aún en una manera
algo intrincada, ayuda a relacionar su idea de autodespertar como un ver
sin vidente, con la idea de que este modo de ver es la autoexpresión de la
nada absoluta en el mundo histórico del ser, que proporciona a las cosas
sus identidades individuales y, al pensamiento racional, su lugar legítimo
en el esquema de la realidad.
22 el yo y el otro. En la teoría de la intuición activa, se
recordará, el cuerpo fue presentado como el punto de contacto entre el yo
y el mundo, pero el problema de los otros yoes fue pasado por alto. Es
evidente que la noción de cuerpo, como la idea de la intuición activa de
por sí, no era suficiente para captar este ingrediente importante de la
relación entre el yo y el mundo: el hecho de que existen otros centros de
conciencia, con cuya interacción sale a la luz más conocimiento del yo
propio. La lógica del locus contribuyó a presentar de nuevo la cuestión, y
a colocarla en la filosofía general de Nishida.
El autodespertar, en cuanto conciencia de la verdadera identidad
de la persona individual, no puede establecerse en simple oposición a
otras personas; esto volvería a introducir por la puerta trasera la
dicotomía de sujeto y objeto. Debe haber un sentido de la autoidentidad
en que el yo y el otro han de dejar de ser simplemente dos. La idea de la
identidad-en-oposición y del locus último de la nada absoluta nos
permitirán encontrar este sentido.
«¿Qué es este yo nuestro? ¿Qué es el mundo real en el que este
yo nace, en el que actúa y en el que muere?» La pregunta de Nishida es
ahora más profunda que aquella pregunta por la relación entre el yo y el
94
mundo que yacía tras su noción de la intuición activa. Está preguntando
sobre la identidad, o el locus, de los elementos mismos de esa relación.
El fundamento común del yo y el mundo ya no será simplemente la
realidad mediada por el cuerpo, sino la realidad como el locus de la nada
absoluta.
Esta pregunta es tratada en un libro de 1932 titulado Yo y tú, que
debería ser leído como continuación de un ensayo completado unos
cuatro meses antes, «El amor del yo, el amor del otro y la dialéctica».
Desde el principio está claro que el acercamiento de Nishida será
sumamente abstracto, ya que no era su intención hacer una reflexión
sobre el encuentro interpersonal y sus implicaciones filosóficas, sino más
bien localizar ese encuentro en su lógica del locus. Su reflexión no deja
tras de sí ninguna idea o ningún concepto nuevos, sino que es
reabsorbida en la categoría general del amor religioso, que fue su origen.
De hecho, la idea del amor como una manifestación de la nada absoluta
que sólo puede tener lugar entre personas surge tan inesperadamente en
el pensamiento de Nishida y desaparece en categorías familiares ,tan
pronto y casi sin dejar huella en sus escritos posteriores, que se hace
difícil pensar en la relación yo-tú como una pregunta filosófica central en
el pensamiento de Nishida. Las nuevas ediciones del libro en Japón y las
traducciones a otros idiomas nos señalan que, al fin y al cabo, conserva
su interés, aunque en definitiva desarrolle ideas anteriores y no avance
otras nuevas.
Para Nishida, sólo un yo radicalmente negado es capaz de
encontrar el mundo tal como es. Pero si el yo y el mundo pertenecen a lo
universal del «ser» como sus polos subjetivo (autoconciencia) y objetivo
(fenoménico) respectivamente, entonces cada encuentro con los
fenómenos del mundo —incluyendo el encuentro con otros sujetos—
termina reforzando el yo. Por consiguiente, sólo un universal de la nada,
que haya restaurado la dicotomía sujeto-objeto a su unidad puede
permitir un encuentro verdaderamente autodespertado con el mundo. Las
consecuencias de esta transición del ser a la nada para el encuentro entre
el yo y el otro son principalmente tres.
Primero, desde que el locus final y omniabarcador de la realidad
es para Nishida la nada, cualquier cualidad del ser que esté apegada a
acontecimientos, procesos, individuos, o a las categorías de pensamiento
usadas para expresarlos, y que se presuma por otra parte que apunta a
algo «último», debe ser resituada dentro de un horizonte más amplio, un
horizonte desde donde la cualidad se manifieste como algo secundario o
derivado. Además, puesto que la estructura última de la nada, tal y como
se presenta a la conciencia, es la de una «autoidentidad de contradictorios
absolutos», cualquier relación de individuos basada en un «estando con»
o «encuentro» que mitigue la alteridad absoluta del uno para con el otro
se considerará anclada en una ficción mental de «la unidad en el ser».
95
Entender la realidad como una nada absoluta supone que no hay
relación que esté exenta de la dialéctica entre el llegar a ser y el dejar de
ser. Toda continuidad es relativa a una discontinuidad radical. Cuando
Nishida dice que «cada individuo es individuo únicamente en oposición a
otro individuo», no está haciendo una declaración metafísica sobre toda
la existencia como una coexistencia y, ciertamente, no está optando por
ningún tipo de personalismo que ve en el encuentro interpersonal un
prototipo de toda la realidad. Para Nishida, la opción por el personalismo
en su sentido estricto queda excluida desde el principio, precisamente
porque la realización completa del yo es posible mediante su
transformación en un no-yo. Lo que pretende afirmar es que la misma
idea del ser de un individuo requiere que ese no sea otro ser individual y,
sin embargo, que se defina en términos de ese otro que no es. De haber
algo como una atmósfera general que rodeara y penetrara esta interacción
del ser y el no-ser, de afirmación y negación, de nacimiento y muerte,
debería caracterizarse como algo distinto a simplemente la suma de todas
las partes en movimiento, o al mínimo denominador común —es decir,
como la nada en vez del ser.
En segundo lugar, cuando Nishida habla de un locus de la nada
absoluta, se refiere a algo muy diferente de un fundamento común en el
que los individuos podrían encontrarse los unos con los otros y,
mutuamente, elevar la calidad de sus vidas. No es que no le importe tal
posibilidad, como veremos más adelante. Es sólo que su preocupación
principal es introducir en el cuadro el proceso de autodespertar, el logro
culminante y definitivo de un mundo en incesante cambio. Lo hace para
desafiar la primacía dada a la idea del intelecto disciplinado que razona
sobre el mundo. Como hemos visto, para Nishida, el locus de sujetos
tratando objetos, cualquiera que sea el nivel de su logro, es un círculo
pequeño y artificial dibujado dentro del locus más ancho de la
experiencia inmediata, en donde no hay distinción entre sujeto y objeto.
Por último, la historia del encuentro interpersonal es purgada del
sentido normal que damos al «desarrollo» de una relación, y se abstrae a
la conciencia de un ahora eterno que interrumpe la historia de manera
ahistórica. Utilizando una distinción que veíamos arriba, Nishida
introduce el elemento de la historia en el encuentro del yo y el otro en
términos de una transición de una conciencia noémica (aquí enfocada en
los objetos, o en el proceso de los objetos avanzando a lo largo de un
continuo temporal, desde el pasado hacia el futuro) a una conciencia
noética (aquí enfocada en la conciencia como una actividad de la
realidad determinándose a sí misma fuera de ese continuo). La idea de
invertir la determinación del tiempo por la introducción de un ahora
eterno, que actúa sobre el presente desde el futuro, en confrontación
intencionada con las filosofías de Bergson y Hegel, figura,
predominantemente, en el texto Yo y tú desde los párrafos inaugurales,
96
una clara continuación de su anterior ensayo:
Pensar la realidad como autodeterminante no quiere decir pensar en
términos de una continuidad, donde un punto progresaría hacia el
siguiente y le daría su origen, sino de una continuidad discontinua, una
continuidad que a cada momento dejaría de existir, una vida a través de
la muerte. Pensar de esta manera no significa concebir la nada como algo
en el fondo que tendría como objeto de su obra determinar los últimos
límites del ser, sino como algo que transciende y envuelve por completo
este tipo de determinación —una nada que se determina a sí misma por
envolver al ser, con el resultado de que el ser se hace visible.
La
estrategia no es inesperada, dada la orientación general del pensamiento
de Nishida. Tarde o temprano acaba penetrando, a través de algún
acontecimiento del mundo histórico, en el círculo final sin
circunferencia, el locus de la nada absoluta donde todo contacto de la
conciencia con la realidad, todo intento de expresar racionalmente su
estructura última, todo encuentro con la realidad, sea entre el yo y el otro
o entre el yo y los objetos inanimados, son negados y entonces
recuperados, uno por uno, en una afirmación consciente del mundo
fenoménico tal como es.
Por eso, en el ejercicio de la lógica del locus, no puede haber
nada absoluto en la relación interpersonal misma —sean quienes sean los
partícipes— porque el yo y el otro siempre se relacionan entre sí como
contradictorios absolutos. Es decir, son «absolutamente independientes y
están absolutamente ligados» el uno al otro. Sólo de este modo puede la
autonegación del yo cumplirse radicalmente y, al mismo tiempo, abrirse
a una realidad más allá del personalismo del yo o de otros yoes. El
absoluto tiene, pues, que localizarse en otro sitio. Ni puede la
contrariedad entre el yo y el otro reducirse a una mera paradoja o
contradicción lógica adscrita a las limitaciones del conocimiento
humano, o a la trascendencia de uno de los partícipes. Para Nishida, la
estructura de la realidad no puede ser descrita según el modelo de un
diálogo entre personas, al igual que la nada no puede ser reducida a la
afirmación o la negación de una mera cualidad compartida por seres
individuales. En Nishida, el ahora eterno que penetra a través del tiempo
en el encuentro de un yo y un tú nunca se convierte en un Tú eterno.
Ya desde las primeras páginas de Yo y tú se nos dice que la
actividad definitiva de la individualidad es la autorreflexión, el diálogo
entre yo y yo, y que éste es el locus del encuentro entre el yo y el otro. El
fruto de este diálogo es el significado, que no es algo inherente a las
cosas por el mero hecho de su existencia, un hecho objetivo que sólo
debe ser reconocido por el sujeto consciente. Para Nishida, el significado
más bien debe ser una actividad de la realidad misma y, por eso, la
unidad de la conciencia que organiza constelaciones de significado desde
el flujo interminable de acontecimientos, debe ser al final la
97
particularización de un universal que no distinga entre lo que expresa y
lo que es expresado. Es decir, lo universal de la nada:
Cada elemento que entra en esta constelación de significado es una
expresión de la conciencia individual. El significado verdadero de la
unidad consciente consiste en el hecho de que quién expresa y lo
expresado son lo mismo. El yo está en diálogo con el yo en el interior de
la mente. … El yo de ayer y el yo de hoy existen en el mundo de la
expresión, tal como yo y tú… Todo individuo debe, de una manera u
otra, ser concebido como la determinación de un universal… y, del
mismo modo, el individuo debe determinar lo universal.… El significado
de lo individual y lo universal debe constar de una determinación
dialéctica entre los dos —no un universal del ser que determina el
individuo, sino un universal de la nada, en la que la determinación tiene
lugar sin un determinante.
He extraído este comentario de una densa
prosa donde puede entreverse la estructura básica del argumento de
Nishida. La impresión inicial, de que la relación yo-tú no es nada más
que una función secundaria y derivada de la autorreflexión en el campo
de la nada absoluta, se confirma repetidas veces. El encuentro del yo con
un tú no es más que un suceso, algo que le pasa al yo en su camino hacia
su propia negación en el despertar a la nada:
Lo que pensamos como trascendente al yo siempre nos confronta a uno
de estos tres modos: (1) como una cosa, (2) como un tú, o (3) como un
yo trascendente… El autodespertar personal que ve un otro absoluto
dentro del yo incluye estas tres confrontaciones.
Hablar del yo que se
contempla a sí mismo significa que el yo ve a un otro absoluto, pero este
otro no es al fin y al cabo un tú, sino el yo mismo reconocido por medio
del encuentro con el tú. Lo que aúna al vidente y lo visto, lo que
determina sin un determinante, es lo universal de la nada en que toda
personalidad, y desde luego todo encuentro interpersonal, han sido
abolidos.
23 el amor y la responsabilidad. Dado el patrón lógico que obra
tras las ideas de Nishida sobre la relación yo-tú, apenas puede
sorprendernos que no sea hasta las páginas finales de Yo y tú, cuando
Nishida detenga por fin su atención en el amor, cuando se da cuenta de la
dimensión afectiva del encuentro entre el yo y el tú. También en «El
amor del yo, el amor del otro y la dialéctica», la combinación yo-tú (o,
más frecuentemente, yo-otro) se refiere principalmente a la unidad básica
de la sociedad humana y, ni siquiera al hablar de la perfección del amor,
se eleva a las alturas del sentimiento religioso o personal. Al fin y al
cabo, como acabamos de comprobar, el yo-tú no señala más que una
etapa del autodespertar, la etapa en que uno toma conciencia del hecho
de la existencia social:
Lo que define al yo como un yo define al tú como un tú. Ambos nacen en
98
el mismo ambiente y ambos son allí extensiones de lo mismo universal…
El individuo nace en la sociedad; la conciencia social, en algún sentido,
precede a la conciencia individual. La implicación de que la sociedad
presenta de alguna manera relaciones y obligaciones que son cruciales
para el despertar del yo es, sin embargo, dejada a un lado. Antes al
contrario: el yo que se ha liberado de la relación sujeto-objeto para con el
mundo también debe liberarse de la relación yo-tú en el orden social
externo, y redescubrirla en los recesos interiores de la conciencia de sí
mismo. El conocimiento del otro implica un yo despersonalizado que
encuentra a un otro desobjetivado, un ver sin vidente ni visto. Ambos se
realzan recíprocamente en el encuentro, pero la cuestión de si,
consecuentemente, se produce un realce de la estructura social en que ha
tenido lugar ese encuentro queda de repente eclipsada por otro hecho, la
lenta conversión del yo a un no-yo. Y el no-yo afirma todo lo que toca
negando su propio apego al ser, tanto en el mundo natural como en el
humano.
Además de la cuestión de la dimensión social, hemos de
preguntarnos por qué la idea de «conocer a través de volverse» no fue
aplicada aquí. Le hubiera dado a Nishida la posibilidad de extender la
relación yo-tú al mundo inanimado y, por lo tanto, a un descubrimiento
del yo verdadero a través de la naturaleza. Lo más cerca que Nishida está
de referirse a esto es cuando afirma que el yo reconoce la alteridad
absoluta del otro en lo profundo del yo mismo:
Como un contacto directo entre una persona y otra, el yo que conoce a un
tú, o el tú que conoce a un yo, debe tomar la forma de una intuición
inmediata. Pero no se trata, como estamos acostumbrados a pensar en la
forma clásica de intuición, la intuición artística, de una unión directa con
un objeto, sino de reconocer que uno mismo encubre en los recesos de la
interioridad un otro absoluto y de voler a verlo como un otro absoluto, no
unirse con ello.
Las referencias al encubramiento del otro y a la
conciencia social conducen al discurso del amor y de la responsabilidad
ética del yo. Las declaraciones más claras de Nishida sobre el amor
aparecen en contraste con el fracaso del amor: el amor no debe verse
como la satisfacción de un deseo personal. No convierte al otro en
objeto. El amor descubre al yo por negar al yo. No aprecia al otro en
términos de lo que queda fuera del otro. No es racional, sino espontáneo.
No es anhelo, sino sacrificio. Uno no puede amarse a sí mismo sin amar
a los otros. Estas apreciaciones bien directas de Nishida se expresan en el
idioma de una dialéctica que parafrasea expresiones clásicas acerca del
amor. Nótese por ejemplo la siguiente descripción del agapé cristiano:
Viendo al otro absoluto en lo profundo de mi propia interioridad —eso
es, reconociendo allí a un tú— yo soy yo. Pensar de esta manera, o lo que
llamo «el autodespertar de la nada absoluta», implica el amor. Así es
como entiendo el agapé cristiano… No es un amor humano sino divino;
99
no es el ascenso de la persona hacia Dios, sino el descenso de Dios hacia
la persona… Como dice Agustín, yo soy yo porque Dios me ama, es por
el amor de Dios que yo soy verdaderamente yo… Nos convertimos en
personas por amar a nuestro prójimo, como a nosotros mismos en
imitación del agapé divino. No queda claro si Nishida está utilizando la
idea cristiana del amor desinteresado de Dios hacia la humanidad para
parafrasear la idea del autodespertar de la nada absoluta, o si es al revés.
Ni queda claro si una idea contribuye a la otra, ni en qué manera lo hace.
En todo caso, afirma que este despertar amoroso a la nada absoluta,
manifiesta una «responsabilidad infinita» del yo ubicado en la historia
para con un tú histórico. Tomar esta declaración literalmente —es decir,
aceptarla como algo más que un mero eslabón en la cadena de su
argumento— nos lleva a una pregunta importante, si pensamos que la
totalidad de sus escritos parecen apuntar en un sentido diametralmente
opuesto, es decir, alejándose de toda responsabilidad respecto a las
exigencias concretas del mundo histórico.
No cabe duda de que Nishida ve el amor como una función del
sentido de responsabilidad engendrada en el encuentro yo-tú, desde el
que «el verdadero autodespertar debe ser social»:
No hay responsabilidad, siempre y cuando el tú que se ve en el fondo del
yo sea pensado como el yo. Redescubro una responsabilidad infinita en
el fondo de mi existencia misma sólo cuando yo soy yo debido al tú que
encubro en lo profundo de mí mismo. Este tú no puede ser abstracto y
universal, ni el reconocimiento de un objeto específico como un simple
hecho histórico simple.… El «deber» auténtico es concebible únicamente
en un reconocimiento del otro como un tú histórico, dentro de la
situación históricamente determinada del yo. Así, el yo del autodespertar
de Nishida se relaciona con el mundo y con el tú como un tipo de no-yo,
lo que supuestamente hace que se entregue más plenamente al otro
porque se funda en una nada, y no en el ser. Todo queda encerrado en el
proceso del ascenso del yo al autodespertar. Pese a que, insiste, está
hablando en términos concretos, a fin de cuentas la concretización no nos
emplaza a una reforma de valores ni tampoco a la práctica de los
mismos, sino simplemente a un incremento del despertarse a sí mismo.
Por lo que he podido indagar en las obras de Nishida, las
consecuencias de su posición pueden resumirse de la siguiente manera: el
no-yo que emerge del autodespertar de la nada absoluta tiene un poco el
aire de una ataraxia muy cultivada, una autotranscendencia cuya gran
virtud consiste en su incapacidad para ser conmovido por el bien o el
mal. De hecho, como veremos más adelante, ésta será una de las más
hirientes críticas que le hará Tanabe. Sin embargo, y ya que la dimensión
concreta ha estado sorprendentemente ausente en estas reflexiones sobre
el encuentro interpersonal, hemos de seguir buscando, ahora en una serie
de nuevas propuestas que formularían una suerte de filosofía política.
100
24 cultura japonesa, cultura mundial. Desde sus inicios, las
alusiones a la cultura japonesa y, en general, a las culturas orientales
habían sido habituales en los escritos de Nishida, y con el tiempo fueron
matizándose en comparaciones entre las expresiones artísticas y poéticas
de Oriente y de Occidente. Algunas de estas comparaciones ya las hemos
visto. Pero fue sólo en 1934 cuando Nishida saca a colación la
posibilidad de que las ideas filosóficas que había elaborado pudieran ser
arraigadas directamente en la cultura y no vistas sólo como ideas
trascendentales en busca de alguna confirmación o despliegue por medio
de expresiones culturales.
El contexto de sus comentarios intenta presentar una tipología
cultural que pueda fundar las principales diferencias entre la cultura
clásica del Oriente y la del Occidente sobre diferencias en sus
metafísicas respectivas. Resume con audacia su punto de partida:
Desde un punto de vista metafísico, entonces, ¿cómo se distingue la
forma cultural del Oriente de la del Occidente? Creo que podemos
distinguir al Occidente por haber tomado el ser como el fundamento de la
realidad y, al Oriente, como haber tomado la nada como el suyo. O
podríamos decir, uno contó con la forma, el otro con la sin forma.
Respecto a la distinción entre filosofías del ser y de la nada,
Nishida no tardó en poner límites a esta generalización, reconociendo,
por ejemplo, elementos de la nada en la teología negativa o incluso en la
ciencia moderna. Además, respecto a la distinción entre culturas
occidentales y orientales, reconoce el claroscuro de unas culturas como
las de la India antigua o de la Rusia moderna.
La concepción de la cultura oriental como basada en la «sin
forma» empieza en una comparación generalizada de China y Japón por
un lado, y de Grecia y Roma por otro, que le lleva a hacer un boceto
rápido de la cultura japonesa como aquella que prefiere la inmanencia a
la transcendencia, el aquí-y-ahora a la eternidad, la emoción al intelecto,
los lazos de familia al orden público, la sin forma de la temporalidad a la
geometría sólida del espacio. Y hace esta elección precisamente porque
es una cultura basada en la nada absoluta, cuya negación radical de
cualquier otra realidad que no sea la realidad en que nos encontramos, es
al mismo tiempo la afirmación más radical de esa realidad tal como es,
en toda su inmediatez efímera.
Al sugerir una relación directa entre las diferentes maneras
filosóficas de acercarse a la realidad y los modos subyacentes de
pensamiento específicos a una cultura, Nishida corre el riesgo de
relativizar su comprensión del absoluto. Pues si la realidad vista como
una nada y la realidad vista como el ser son únicamente expresiones de
diferencias culturales, aun su declaración de que la cultura puede verse
como parte de una historia más amplia, la historia de la conciencia, que
101
intuye activamente el mundo (o lo que ahora puede llamar la
«autodeterminación del mundo histórico colocada en la nada absoluta»),
tendría que encontrar un fundamento más allá de la cultura, para
justificarse como una interpretación más exacta de cómo opera la
realidad que la interpretación que ofrecería una idea de historia basada en
el absoluto del ser.
De hecho, Nishida no se hizo esta pregunta a sí mismo, aunque
muy probablemente la conocería de su lectura de los neokantianos de la
escuela de Friburgo. Sin embargo, podemos deducir una respuesta a
partir de las conclusiones que dio a estas comparaciones. Lo que las
diferentes culturas comparten es el hecho de ser todas ellas
encarnaciones específicas de «un autodespertar del mundo de la realidad
histórica». Esta especificidad debe ser preservada a través de una
dialéctica en que cada una se defina a sí misma en el contexto más
amplio del mundo, mientras ese mundo más amplio se defina en el
contexto de cada cultura específica. «Una verdadera cultura mundial
toma forma», declara, «por el autodesarrollo de cada cultura a través de
la mediación del mismo mundo», no por el autodesarrollo de sus propias
particularidades ni porque se fusionen y se conviertan en una.
Estas palabras pueden leerse como una apología de su propia
aventura de ideas, ya que sin una idea tal del mundo, su filosofía nunca
hubiera podido tomar forma. Aquellos que interpretan a Nishida como si
insinuasen una superioridad de la cultura japonesa porque tomó su propia
metafísica de la nada como modelo para entender qué es la cultura, y
cómo las diferentes culturas interactúan para formar un solo mundo,
tienen que presuponer lo que Nishida nunca presupuso: que su filosofía
es principalmente parte del patrimonio intelectual y espiritual de Japón.
Ya en un artículo breve escrito en 1917 había observado con
desagrado a aquellos que se resignan al hecho de que, «al igual que
nosotros no podemos verdaderamente entender la cultura occidental, así
también hay cosas en la moral y el arte de nuestro pueblo que personas
de otros países nunca serán capaces de entender». Si aceptamos una
premisa así, los esfuerzos filosóficos de Nishida estarán condenados al
fracaso. Lo que no pueda ser entendido por una cultura u otra —y
Nishida reconoce que habrá cosas— debería en todo caso irse
descubriendo en el acercamiento, pero no presuponerse desde el
principio. Si la filosofía de Nishida fue una filosofía mundial, fue
precisamente porque, desde el principio hasta el final, él creyó que podía
comprender al Occidente, como el Occidente podría comprenderle a él.
Esto le dio fuerzas para hacer una crítica a la filosofía occidental,
que daba por sentado que podía prescindir del pensamiento del Oriente.
En su frase, si la unicidad de una cultura no se ve como parte de una
unidad mayor de la comunidad humana, si, frente a las presiones de las
culturas dominantes, simplemente se erige a sí misma como única, esa
102
cultura acaba meramente idiosincrásica. Él mismo termina reconociendo
que su propio interés en la filosofía ha de formar parte de un esfuerzo
cultural más amplio:
Quiero más bien que procedamos desarrollando una cultura característica
nuestra, una que se haga cada vez más japonesa; y junto con esto, quiero
que nosotros nos convirtamos en un ingrediente indispensable a la
cultura mundial.… Quiero ver la grandeza y las profundidades del
espíritu detrás de la cultura de Japón… En palabras de Nietzsche, «Amo
a aquellos quienes quieren crear desde dentro de sí mismos lo que va más
allá de sí mismos y, de este modo, llegar al fondo de las cosas».
La
filosofía de la nada de Nishida carece de todo significado si es vista
simplemente desde de su contexto japonés. Su tratamiento de la cultura
necesita leerse no sólo como una confirmación de esa filosofía, sino
también como una confirmación de las motivaciones que le condujeron a
ella.
Dado el temperamento filosófico de Nishida y el punto de vista
que hemos esbozado, no nos sorprendería ahora que nos lo
encontráramos trenzando sus comentarios sobre las culturas históricas
específicas con sus acostumbradas fórmulas filosóficas muy abstractas,
para fortalecer y dar carácter a esas fórmulas. Lo que sí nos sorprendería,
y no sería nada característico de Nishida, es si al contrario hubiese
tratado de repensar sus ideas filosóficas en términos de una cultura
histórica específica con el fin de fortalecer esa forma cultural. Y sin
embargo, fue precisamente eso lo que se le pidió. Lamentablemente,
aceptó la petición y los resultados han hechizado la imagen de Nishida
desde entonces.
En 1935, el Ministerio de Educación entró en contacto con
Nishida para que se uniera a Watsuji Tetsurō, Tanabe y otros en un
comité especial que dirigiría la reforma de la educación y de la academia.
Sabía bien que las presiones contra las actitudes liberales aumentaban día
tras día y también los intentos de silenciar las protestas o las críticas; la
resistencia era tan débil que estas actuaciones se propagaron, hasta que
recibieron el apoyo del gobierno mismo. Nishida, en privado, no vaciló
en llamar «fascista» a esta tendencia, pero estaba convencido de que
pronto se extinguiría, y consideró prudente no provocar un
enfrentamiento para no poner su cabeza en el tajo. De todas maneras, y
aún presintiendo que no serviría de mucho, decidió ir a la primera
reunión convocada por el Ministerio. Pero los líderes le parecieron de
miras tan estrechas y tan dogmáticos que no tardó en abandonar el
comité. Dos meses después, un golpe de estado derribó al gobierno.
Como la mayoría de los ciudadanos, Nishida pensaba que la
situación política en su país iba de mal en peor y echó la culpa al
gobierno por haber cortejado al ejército tan ingenuamente. Sus planes de
pasar una jubilación tranquila, dedicada al estudio y a la escritura, y sus
103
esperanzas de que la razón saldría finalmente victoriosa cada vez le
parecían más ilusorias. Sin embargo, no renunció a toda esperanza y en
ningún momento compartió sus opiniones públicamente pero se
desahogó en cartas a amigos de confianza. Dos años más tarde, en agosto
de 1937, el ejército emprendió la invasión de China.
Entretanto, el control del ejército y de la guardia sobre el mundo
académico y el sistema educativo se volvía cada vez más y más estrecho
y, tanto la libertad de expresión como de conciencia sufrían continuos
ataques en nombre de la unidad nacional. Al mismo tiempo, el Ministerio
de Educación trataba de asegurar todo el apoyo posible a su política, por
lo que atraía a estudiosos e intelectuales y los invitaba a participar en sus
comités especiales para «la reforma». Nishida aceptó la petición de dar
un discurso en uno de estos grupos, sobre el tema de «La erudición».
Por supuesto, Nishida entendió muy bien que lo que se le pedía
era que prestara su posición en el mundo académico y sus ideas
distintivas para justificar el statu quo. Pero pensaba que podría
enfrentarse a quienes trataban de utilizarle y, quizá, ganar la atención de
aquellos que realmente querían restaurar alguna medida de sentido
común en medio de aquel delirio. Inexperto en asuntos de estado, y sin
ningún modelo claro que lo guiara, consideró su deber hacer oír al puro
sentido común, y creía que si lo hacía prudentemente podría ayudar a
liberar a sus oyentes de los clichés de la propaganda oficial. Se equivocó
punto por punto. Y sin embargo, con la conciencia crítica del filósofo
como guía, Nishida se lanzó al lenguaje predominante y se involucró en
lo que Ueda Shizuteru ha llamado «un combate por palabras». Parece ser
que ya sospechaba lo que iba a pasar, fijémonos sino en esta carta que le
escribió a un ex-alumno:
Cuando nosotros decimos «mundo», ellos oyen «cosmopolita», y cuando
decimos «universalmente», ellos piensan que estamos hablando de las
generalidades abstractas de la ciencia. Solamente sacan palabras fuera de
contexto y las usan como munición para sus propios ataques.
El
combate estaba perdido de antemano. En primer lugar, no se trataba sólo
de escoger palabras e ideas cuidadosamente y divulgarlas, hasta que
llegaran a los oídos apropiados. Cuando, por ejemplo, tomó la iniciativa
y escribió cartas a los líderes políticos reclamando moderación, su acción
no causó el más mínimo impacto. Además, creyó que podría obrar por su
propio esfuerzo, sin nada de base política, porque la mayor parte de esas
bases le parecieron carecer de coherencia intelectual. Cuando se le invitó
a compartir sus pensamientos como parte de un programa que escapaba
por completo a su control, intuitivamente debería haber rehusado la
invitación.
Si leemos este discurso, vemos que siguiendo su particular estilo
comienza donde su ensayo anterior sobre la cultura había acabado, es
decir, en una exhortación idealista a que el patrimonio japonés encuentre
104
su identidad desde su propia contribución a la cultura mundial.
Probablemente, debería haberse detenido en este punto. Lo que tenía en
mente mientras explicaba y repetía sus consideraciones —el llamamiento
a una erudición sólida y a una actitud intelectual crítica, y a una
fecundación mutua de la filosofía y la política— no llegó a ser ni mucho
menos tan importante como el énfasis que estaba poniendo de hecho y
sin querer: apoyando al cultivo del «espíritu japonés» como portador de
«verdades que son iguales, si no superiores a cualquier cosa que pueda
encontrarse en el Occidente».
Las palabras de Nishida, por cuidadosamente escogidas que
estuvieran, no podían competir con la realidad simbólica del contexto en
el que fueron dichas. Pronunció su discurso en el Parque de Hibiya, en
Tokio, compartiendo la tribuna con el ministro de educación, quien tomó
primero la palabra. Por supuesto, hubo quienes en el gobierno y el cuerpo
militar le escucharon atentamente y lo percibieron como una amenaza,
pero en general la suya fue el tipo de voz crítica que la Realpolitik acaba
finalmente absorbiendo, sin especiales problemas. Si bien más tarde se
quejó en una carta y aseguró que nunca más volvería a tomar parte en
aquella clase de «teatro callejero», parece que el simbolismo más
profundo del acontecimiento se le escapó completamente.
25 la vuelta a la filosofía política. Las alusiones de Nishida
sobre la necesidad de establecer vínculos entre la política y la filosofía
abrieron la posibilidad de añadir esta dimensión a su pensamiento y, a su
vez, crearon la expectación, entre algunos guardianes de la ideología
oficial, de que acabaría haciéndolo de un modo que sirviera a sus
intereses. Recordemos que antes había pasado directamente de la idea
del mundo concreto de la historia a la religión, cayendo en brazos de un
universal omniabarcador, y por el camino no había mostrado el más
mínimo interés por los principios morales o la estructura de la sociedad.
Por la misma razón que no desarrolló su pensamiento en esta dirección,
no debería haber pisado el campo de la filosofía política sin una
preparación previa. Fueran cuales fueran sus móviles, no hay manera de
aclararlos por los textos o las cartas a familiares y diarios que quedan. El
trabajo se lo dejo a quienes comprendan mejor la psicología de quien está
escribiendo y desplegando ideas bajo condiciones como las que se vivían
en Japón en aquella época. Por mi parte, no pretendo más que concluir
que sus incursiones en temas como la nación, la constitución, la
monarquía imperial, o el cuerpo político nacional, lejos de enarbolar las
velas de la aventura de ideas que había orientado su pensamiento hasta
entonces, la arrastraron como un ancla pesada.
Antes que nada, deberíamos dar marcha atrás por un momento y
ver los sucesos en una perspectiva más amplia, con el fin de entender
mejor y situar en su propio contexto las propuestas de Nishida en el
105
campo de filosofía política.
Desde el inicio de la carrera profesional de Nishida como maestro
y hasta el final de sus días, su país había estado en guerra o preparándose
para la guerra. El ideal Meiji de colocar a Japón en una posición de
igualdad con el resto de naciones, por «enriquecer el país y fortalecer al
ejército», comenzaba a dar sus frutos al final de la década de los noventa,
cuando el país estaba preparado para extender su presencia entre los
vecinos asiáticos. Las guerras con China de 1894 a 1895 y con Rusia en
1904 y 1905 tenían precisamente esta meta muy bien definida. En gran
medida se saldaron con éxito: Corea, Manchuria, China y el área
alrededor del Mar Amarillo concluyeron con las victorias japonesas. El
pago de los gastos para mantener el control sobre las ganancias y los
conductos de materias primas que suministraban a las islas de Japón tuvo
que ser asegurado estructuralmente, lo que hizo necesaria una presencia
militar fuerte y constante en el gobierno. Además, sociedades patrióticas,
algunas secretas, trabajaban entre bastidores para garantizar que Japón
quedara primus inter pares respecto a sus vecinos, que los vencedores de
los conflictos europeos ratificaran sus acciones, y que la gente de la calle
pensara que todo sucedía como parte de su derecho y deber imperiales.
El incidente de Manchuria en 1931 puso a prueba la determinación del
ejército para conspirar e insubordinarse a la política diplomática oficial
del gobierno central, y aún para ignorar las reprimendas de la Sociedad
de las Naciones, que deseó detener cuanto antes lo que consideró un
precedente peligroso.
Sin embargo, las agresiones se multiplicaban, especialmente en
China del norte donde en 1937 estallaron campañas de gran escala en el
Puente de Marco Polo, fuera de Beijing, sin que el gobierno central
hubiera hecho ninguna declaración formal de guerra. Estas campañas,
que continuarán hasta 1945, se justificaban en el interior de Japón
recurriendo a un ideal eufemístico que había comenzado a tomar cuerpo
en los años treinta: la creación de un nuevo orden en «la Gran Asia
oriental», de «coexistencia y co-prosperidad» que, de una vez para
siempre, daría al traste con el imperialismo que Occidente había
organizado durante el siglo xix. Este ideal fue popularizado, además,
como una manera de preservar el «orden antiguo» de Japón. La divinidad
del emperador, la unicidad del cuerpo político nacional, la misión de la
raza de propagar y compartir su patrimonio cultural por tierras
extranjeras —todos estos ingredientes se combinaron para confeccionar
la papilla insípida de una visión del mundo con que se pretendía
alimentar el sistema educativo, con o sin el apoyo de los intelectuales,
quienes permanecieron siempre bajo el ojo vigilante de un cuerpo
especial de policía.
Entre los intelectuales la resistencia fue más bien débil, y en
general prefirieron la seguridad de sus estudios y sus respectivas
106
especializaciones. A fin de cuentas, la guerra sucedía a distancia, y a
pesar de las bajas que las familias, individualmente, tenían que soportar,
las críticas aisladas a la guerra carecieron de apoyo popular. La ética
enseñada en las escuelas, y encapsulada con la publicación en 1937 de
los Principios del cuerpo político nacional, contribuyó enormemente a
marginar las voces de oposición. La gente era educada en la creencia de
que «no son esencialmente seres aislados del Estado, sino que cada uno
tiene su parte asignada en formar parte del Estado», y que adquirían su
identidad en un armonioso «cuerpo de gente, bajo el emperador, de una
sangre y de una mente». Cualquier cosa que contradijera este modo de
pensar era considerada una afrenta al espíritu tradicional de Japón.
El pacto con Alemania de 1936 en contra del comunismo
internacional supuso para Japón un respiro en la creciente amenaza de
los rusos que, eventualmente, culminó en un pacto de no agresión. Como
la victoria de los nazis en Europa parecía todo menos cierta en 1940,
Japón firmó un pacto tripartito con Alemania e Italia. Aún a riesgo de
enemistarse con las potencias occidentales, que se aferraban a sus
colonias del sudeste asiático, Japón se volvió hacia el sur para conseguir
las materias primas que necesitaba para mantener a pleno rendimiento su
economía de guerra: eso sí, siempre bajo el estandarte de la nueva Esfera
de Co-prosperidad de la Gran Asia oriental. Después de que los esfuerzos
diplomáticos fallaran, una y otra vez, y con las escaseces volviéndose
críticas, Japón puso en marcha la Guerra del Pacífico. Sería la última.
En el interior del país, mientras, se propagaba la retórica sobre la
liberación de Asia de los poderes coloniales y la creación de un nuevo
orden mundial, un orden donde todos los países asiáticos podrían
prosperar, y en el que los valores morales de Japón se convertirían en el
fundamento de una nueva «esencia espiritual», frente a la cual el
«materialismo del Occidente» no podría competir. En un decir amén, el
impacto fue sentido por el japonés de a pie: primero, las dificultades
económicas que implicaba mantener las campañas en el extranjero;
después la experiencia de ver a Japón mismo convertido en un campo de
batalla. El proyecto entero, destinado a fracasar desde el principio,
naufragó por completo con la derrota de Japón en agosto de 1945.
Éstas son, a grandes rasgos, las condiciones históricas que
marcaron a Nishida mientras desplegaba su propia aventura: la
contribución japonesa a la filosofía mundial. Si se condensan, como yo
he hecho, medio siglo de sucesos en unos cuantos párrafos, parece casi
inconcebible que puede dedicarse uno a la filosofía sin agregar un punto
de vista político a su pensamiento. Pero fue sólo en el último momento
que Nishida se decidió a dar el paso, enfrentándose a cuestiones que
anteriormente no le habían parecido más que una molestia.
En 1938, diez años después de su jubilación, Nishida aceptó
presentar una serie de tres conferencias sobre «La cuestión de la cultura
107
japonesa» en la Universidad de Kioto. La ocasión pretendía simbolizar
una reacción contra los intentos del gobierno y de los ideólogos militares
de orquestar el sistema educativo sobre su tradicionalismo japonés de
manual, en simple oposición al mundo occidental y sus valores. El
organizador de las conferencias era Amano Teiyū, un profesor de
filosofía que aquel mismo año había sido atacado, bajo una nueva ley
que regulaba las vistas públicas de empleados civiles, por criticar las
reformas educativas como una forma de reducir la educación en el pensar
racional a una serie fija de ejercicios militares. A cambio de mantenerse
en el cargo, el libro en el que había expuesto estas ideas fue retirado de la
imprenta. Las conferencias significaron para Amano un tipo de réplica
indirecta, y Nishida se entusiasmó por tomar parte, en contra del consejo
de quienes le recomendaban tener cuidado. Sus discursos fueron
redactados luego en un pequeño libro que vendió 40.000 ejemplares,
nada más fue publicado. Como se ve, Nishida fue una voz de no poca
autoridad para un gran número de personas.
Los discursos parecen proseguir sus habituales incursiones
tipológicas entre el pensamiento del Oriente y del Occidente. La
conclusión de su discurso final es la misma que antes, una «cultura
original» que uniría a ambos pueblos:
¿Acaso la comparación posibilita no una complementariedad mutua que
aclara la profundidad y la anchura de la cultura humana misma?… No es
cuestión de que el Oriente se desarrolle hasta el punto de absorber al
Occidente, o viceversa. Este y Occidente no se hallan completamente
separados uno del otro, sino que son como dos ramas en el mismo árbol.
Estas ideas, tan vagas como son, eran más adecuadas a su
pensamiento filosófico hasta entonces que a una filosofía política
aplicable a la política del momento. Sin embargo, el texto concluye
dando un paso justamente en esa dirección. No es que anduviera tan lejos
por el camino. La cosa más notable es, que en el espacio de unas pocas
páginas, Nishida amplía su base de vocabulario para incluir términos tan
sobrecargados ideológicamente como «el espíritu japonés», «el cuerpo
político nacional», «conflictos étnicos, «imperialismo», «la sucesión
imperial» y «virtudes morales». Sus argumentos, si exceptuamos alguna
que otra frase de su filosofía general que colorea el texto, en realidad, no
forman más que un bosquejo. El estilo es directo y, aunque las ideas
pasen volando rápidamente una tras otra, las frases no están complicadas
por su usual acrobacia gramatical.
El mundo, según dice Nishida, ya se ha convertido en un solo
ámbito, y la humanidad se encuentra en medio de la crisis de no saber
cómo manejar este hecho. Las actuales luchas étnicas, viene a decir, lejos
de carecer de sentido son el signo del nacimiento de una nueva cultura.
Un simple balance de poderes no es suficiente para garantizar la paz. Ha
de nacer una «nueva vida histórica». Justamente aquello que está
108
provocando conflicto entre las naciones, incluidas la batalla sobre los
recursos naturales y la lucha de los colonizados por la independencia,
puede también echar los cimientos de un único mundo que restaure unas
relaciones sociales tranquilas y provechosas para todos. El proceso debe
incluir la reforma a nivel social, no sólo una mejora de relaciones
individuales. El sujeto y el ámbito se complementan el uno al otro, por
negarse mutuamente.
En cuanto a la ética, Nishida contempla una transición desde la
ética horizontal a la vertical. La horizontal, que culminó en Kant, la
Ilustración y la revolución francesa, era racional y estaba abierta a todos.
La vertical en cambio despliega un punto de vista jerárquico e
imperialista de lo humano, y tiene como ejemplo la Europa
decimonónica y, por extensión, la Europa de hoy en día. Hegel consideró
el espíritu absoluto como un fundamento común de «subjetividad» que
podía salvar a las naciones de una caída en el imperialismo. Pero éste era
sólo el modelo occidental. Nishida sugiere que el modelo de fondo de la
cultura oriental, es decir, el de un mundo autocreante que relativiza la
subjetividad, puede conducir a una unión verdadera de los
contradictorios de ámbito y sujeto. Dentro de este proceso, los grupos
étnicos —y de las grandes personas que sobresalen y los representan—
han de ser vistos como una unidad compuesta de una pluralidad
contradictoria. La confrontación directa entre un grupo y otro es
autodestructiva. Sólo la creación de una unidad permite que los
individuos puedan florecer por sí mismos. Al igual que la nación, el
grupo étnico llega a ser un tipo de «sujeto moral». Y, puesto que los
humanos somos esencialmente una creación social e histórica, la meta de
la praxis moral no es el mero cumplimiento de los deberes particulares
para con el gran «deber» de la nación, sino un ponerse al «servicio» de
su energía moral.
Hasta aquí he parafraseado el texto poniendo el énfasis en las
frases que se hacen eco de las ideas que Nishida había elaborado antes,
pero que al mismo tiempo indican la manera en que se ha lanzado en lo
más reñido del vocabulario que entonces imperaba. Una vez dado el
paso, el entusiasmo por encontrar nuevas aplicaciones a su pensamiento
parece haberse vuelto central. El hecho de que sus ideas no estuvieran
condenadas provocó que los sectores más moderados del poder le
animaran a continuar, y aceptó el desafío. Pero cuanto más pisaba el
pantano, tanto más su argumentación filosófica se deterioraba en una
mera aplicación de su lógica abstracta maniobrando entre ideas que, sin
duda, merecían ser tratadas con mucho más cuidado, aun a pesar de la
situación política.
De hecho, cuanto más se acercaba Nishida a una filosofía
política, más claramente se ponían de manifiesto sus puntos débiles
como pensador. Esto se vislumbra en su tipología cultural. Mientras
109
habla de la dimensión filosófica de las culturas occidentales, avanza con
paso firme. Pero, cuando empieza a comparar la psicología y los modos
cotidianos de pensar culturales que ha conocido por propia experiencia
con los que conoce principalmente por sus lecturas filosóficas, está
cometiendo el mismo error metodológico que los ideólogos a quienes
pretendía oponerse y, en verdad, el mismo error que las tipologías
occidentales del momento, basadas en una ignorancia semejante respecto
al Oriente.
Un conocimiento más o menos riguroso de modos culturales de
pensamiento es, desde luego, sólo uno de los requisitos de una filosofía
política. No obstante, Nishida construyó los rudimentos de su
pensamiento político combinando la situación actual del mundo y, en
particular, la posición de Japón en el mundo, con una lógica basada en la
historia como autodeterminación de la realidad. Las variables que
intervienen en el proceso —es decir, la mayor parte de lo que establece
los fundamentos de una teoría política— fueron pasadas por alto. No es
que no pudiera producirse una teoría política del pensamiento de
Nishida, y de hecho algunos comentaristas lo han intentado, reuniendo
ideas de sus escritos y elaborándolas. Es, más bien, que Nishida no
debería haberlo intentado bajo la presión de un debate ideológico cuyos
parámetros no podía elegir. Nishida mismo siente haber acabado con
«una mezcla gruesa de cosas que se me ocurrieron» y lamentó haber
«odiado estrujarme los sesos en cosas tan estúpidas» para evitar palabras
que enojaran a los enemigos del pensamiento libre, que le estaban ya
echando el ojo.
26 rudimentos de una filosofía política. El hecho de que
Nishida continuara desarrollando estas ideas con la vista puesta en una
filosofía política no puede ser explicado simplemente como una reacción
en contra de los efectos deletéreos de la guerra sobre la libertad del
pensamiento. Al fin y al cabo, se justificaba esa represión con una
ideología que anteponía la unidad de los japoneses, bajo la figura del
emperador, al libre desarrollo de la conciencia individual. Pero éstas eran
justamente las preguntas que Nishida esquivaba cuidadosamente, lo que
en la práctica significó dar apoyo a lo que más detestaba. Si fue en
verdad un juego de la cuerda sobre el significado de las palabras, la
cuerda era tan floja que la mayor parte de sus lectores no se dieron
cuenta de la tensión y, en todo caso, sus adversarios en el otro extremo
de la cuerda no se movieron de su posición ni un milímetro.
En cuanto a la moralidad de la guerra y la paz, Nishida nunca
pronunció una opinión filosófica. La guerra formaba parte de la vida, una
parte cruel y llena de absurdidades, pero una parte al fin y al cabo. Con
ocasión de la muerte de su hermano menor en la guerra russo-japonesa
de 1904, Nishida publicó un elogio en el periódico que concluye con un
110
tributo a su hermano como un buen soldado, escrito con el orgullo de
quien sabe que su muerte no ha sido en vano. Sus sentimientos no
diferían de los de cualquier ciudadano convencido de la rectitud del
esfuerzo bélico de su nación:
Si uno piensa que como resultado de esta guerra los esfuerzos de nuestro
país han sido expandidos en la Asia oriental y, que los cuerpos de los
caídos se han convertido en la piedra angular de un nuevo imperio, el
sentimiento de excitación que eso aporta es casi insoportable.
Siete
meses más tarde, cuando las noticias de la caída de Port Arthur llegaron a
Japón, Nishida escribe en su diario, en un chino clásico que imitaba las
frases de zen citadas el día anterior: «¡Una alegría incontrolable! El
triunfo de muchachos valientes y leales del norte. Suenan las campanas y
redoblan los tambores por toda la ciudad». Tres días después, ya harto de
las celebraciones que interrumpían su meditación zen, se queja en su
diario de la desconsideración de la gente, que «ni piensa en cuántas vidas
se han sacrificado, ni en todo el camino que todavía queda por recorrer».
Nacido en un país en guerra y sin ninguna razón categórica para
oponerse a ella, Nishida debería verse más bien como un resignado,
aunque en su correspondencia privada ocasionalmente acusa de excesos
a quienes controlaban los implementos de la guerra. Hasta el final, deseó
que la identidad nacional estuviera basada en un «nivel espiritual más
alto en vez de en el poder bélico», pero nunca hizo de este deseo una
cuestión filosófica. Hasta las referencias a las «luchas étnicas» que
hemos citado no equivalían más que a otro ejemplo de cómo los opuestos
operan de manera dialéctica, para actualizar una identidad nueva.
En 1936, Miki Kiyoshi intentó responder a la pregunta de qué
entendía Nishida con el término de nación, observando «que no la había
discutido en detalle». Después de hacer una extrapolación de la lógica
del locus, Miki concluyó que «Nishida parece ver la nación como un tipo
de sociedad particular», subordinada a un «esquema mundial» como el
locus de autoexpresión de un absoluto, de tal forma que en ella «los
individuos siempre mantienen su independencia de la sociedad a la vez
que son determinados por ella». La respuesta no andaba ni mucho menos
desencaminada, aunque Miki no pudo haber previsto, y ciertamente no
habría aprobado, la manera en que Nishida acabaría presentando estas
ideas.
En un ensayo de 1941 sobre «La cuestión de la razón del estado»,
Nishida interrelaciona el individuo, el grupo étnico y el cuerpo político
nacional como una serie de clases, ordenadas de tal manera que la más
grande resume las oposiciones de la más pequeña en un tipo de unidad.
Teóricamente, esto permitiría que una gran variedad de razas
coexistiesen dentro del mismo cuerpo nacional, pero Nishida no se
atrevió en ningún momento a hacer extensiva esta conclusión a su propio
país, eludiendo entrar en un tema particularmente delicado para los
111
puristas raciales. De hecho, como veremos pronto, acepta el principio de
la unidad étnica como fundamento de la idea de nación como una sola
«familia». En todo caso, en cada nivel de emergencia de la nación, la
oposición absoluta es relativizada por una unidad superior, que se erige
en nuevo absoluto, a su vez relativizado en el siguiente nivel. Esta idea
de absolutos relativos conduciendo a un absoluto último coincide más o
menos con su lógica general.
Ahora bien, la unidad política superior, el cuerpo de la familia
nacional, es en sí misma una configuración histórica específica que se
opone a otras unidades de la misma clase, y que necesita una unidad aun
más alta que abarque esta oposición. Esto es lo que Nishida llama el
único mundo, donde la pluralidad de los diversos estados, cada uno
relativamente absoluto para con las oposiciones que resume, se unifican.
Este único mundo está todavía en formación, así que la oposición entre
naciones sigue siendo un choque de contradictorios opuestos. En tales
condiciones, el absolutismo del estado japonés sólo puede promover esa
unidad superior si es en sí mismo una unidad verdadera que protege la
coexistencia de opuestos dentro de su propia unidad. Como vemos,
Nishida salta sobre la pregunta de una pluralidad de grupos étnicos y fija
su atención en la localización del individuo dentro del estado absoluto.
El absoluto que garantiza la identidad de los individuos en el
estado japonés es, obviamente, el emperador. Nishida aceptó como dada
la estructura del país durante la era Meiji, cuando la figura del emperador
fue restaurada y se beneficiaba de una posición de autoridad
administrativa sobre el país. También aceptó como hecho cultural el
simbolismo de una línea no interrumpida de sucesión imperial, fundada
en los antiguos mitos del Shintō. La familia imperial había protegido
Japón, declara Nishida, y consiguió evitar que el país fuera sacudido por
revoluciones desde un principio absolutizante al otro, lo que hubiera
hundido o fragmentado el país definitivamente. La rivalidad entre los
distintos clanes regionales, «los principios subjetivos», encontraron en el
emperador un punto común de «la reviviscencia» que fue al mismo
tiempo un rejuvenecimiento, «un paso adelante hacia un mundo nuevo,
como la restauración Meiji señala mejor que ninguna otra cosa».
Aplicando la terminología de su idea del locus del mundo
histórico como algo que trasciende el tiempo, Nishida describe a la
familia imperial como un punto de referencia estable en medio de los
caprichos de la historia, el punto que ofrece aquel principio de
continuidad que el mero paso del tiempo o el progreso de la civilización
no proporcionan. Una vez localizado el presente en esta línea histórica de
sucesión, ya no tiene ningún problema en aceptar la idea corriente que
une al emperador y a su pueblo en una gran familia:
La familia imperial es el alfa y omega del mundo. La quintaesencia de
nuestro cuerpo político como nación es la familia imperial. Es el centro
112
desde el que procede todo desarrollo que vive y respira, la
autodeterminación de un presente absoluto, que abraza el pasado y el
futuro… Se dice que es como una familia, y estoy de acuerdo con eso.
Ésta es la belleza y fuerza de nuestro cuerpo político nacional. No hay
ningún otro ejemplo, desde el comienzo de la historia hasta ahora, de un
solo grupo étnico que se desarrolle como una familia, como el nuestro lo
ha hecho… Únicamente en Japón se encuentra la visión de un cuerpo
político nacional que se ha desarrollado en la forma de un
Estado-en-moral.
En 1941, Nishida fue invitado a dar un discurso de
año nuevo ante el emperador. En él, refunde su idea general de que la
vida espiritual de un pueblo trasciende el paso del tiempo, aunque el
mundo alrededor se esté transformando, gracias a la interacción con otras
culturas, de un ámbito local a otro mundial. Llama a este proceso de
cambio «nacionalismo», lo que significa «no que cada país debería
volverse hacia dentro, en sí mismo, sino que cada uno debería tomar su
propia posición en el mundo». Acaba su discurso con una paráfrasis,
cuidadosamente expresada, de su idea de la familia imperial como
portadora del espíritu fundador de Japón, que garantiza una armonía
entre la totalidad y el individuo.
A pesar de que Nishida rechazó la idea de que la nación japonesa
debía prolongar su propio centro y absorber a otras naciones, sí opinaba
que el espíritu japonés en cierto modo tenía la misión especial de dirigir
los otros países de Asia, a través de iniciativas políticas y económicas,
hasta una forma nueva y colectiva. En vez de establecerse a sí mismo
como un sujeto moral en competencia con los otros para el control
absoluto, Japón debería convertirse en el locus para un nuevo orden que
sobrepasara la mera polarización entre «sujetos». De esta manera, y
mientras rechaza la idea de imperialismo (palabra que en Japón sugiere
un imperio occidental, a diferencia de la palabra que se usa para referirse
a su propio emperador), se muestra convencido de que Japón puede
reunir a otras naciones dentro del espíritu japonés, por el bien de todos.
La garantía de que este proceso sería «moral» residiría en el hecho de
que sería la autoexpresión de una vida histórica más amplia, y no
simplemente la propia expresión de los intereses nacionales de Japón.
La laguna entre esta idea de Nishida y la de la esfera de
co-prosperidad que el gobierno había declarado después de que todas las
demás justificaciones fracasaron en su intento de convencer a la
comunidad internacional, fue demasiado sutil como para que el lector
ordinario se diera cuenta. Como resultado, sus críticas a la ideología
oficial fueron en gran parte ignoradas, como de hecho siguen siendo
ignoradas hoy, al menos para los lectores occidentales que corren rápido
sobre el texto como si no fuera más que otra octavilla ideológica de la
época. Uno ha que suponer que Nishida no se había enterado de que la
idea de una esfera de co-prosperidad servía de cortina de humo para el
113
plan de garantizar los recursos naturales necesarios para mantener en
funcionamiento la máquina bélica que dominaba entonces el país. En
cualquier caso, el hecho es que acabó apoyando la idea. No pienso que
pueda negarse que los opúsculos de Nishida sobre el espíritu japonés y el
cuerpo político de la nación acabaran teniendo todo el aire de la
ideología oficial y no, como se había propuesto, que levantaran una voz
fuerte en su contra.
La valoración de sus discípulos y de los historiadores posteriores
no es unívoca, sino, más bien, tenemos opiniones contradictorias que se
basan más o menos en los mismos documentos. Después de haber
buceado por esta literatura hace varios años, y nuevamente ahora en la
preparación de este libro, y además después de haber examinado cómo
respondió Nishida a las peticiones de colaboración del gobierno y de los
militares, no creo que tenga mucho interés seguir removiendo el tema, e
incluir aquí otro resumen del espectro de opiniones. Ni siquiera he
encontrado aún una opinión en la que me sienta lo suficientemente
confortable como para ratificarla.
La cuestión, me parece, no es si Nishida concedió o no una
validez a la pregunta por la identidad del espíritu japonés, en un tiempo
en que esa identidad era usada para justificar agresiones bélicas. Por
supuesto que fue así. Ni la cuestión es si su idea de nación compartía o
no con la propaganda ideológica de entonces unas suposiciones
importantes, referidas a la familia imperial y a la misión especial del
pueblo japonés para con los otros pueblos de Asia. Por supuesto que las
compartía. La cuestión es más bien si su filosofía política fluye de una
manera natural de las inspiraciones fundamentales de su filosofía, o si
por el contrario fue una distracción de ellas. Creo que fue lo segundo, y
que el estilo híbrido de su filosofía política refleja este hecho.
La filosofía de Nishida no fue el rugido de una gran bestia
intelectual hincando los dientes en las cuestiones sociales y políticas del
momento. Fue un laberinto de intuiciones y contraintuiciones mucho más
cercano a la especulación abstracta, que buscó su camino siempre
indirectamente, renunciando de manera ascética a toda pregunta práctica
y a toda acción social. Una filosofía, sin duda, que encontró su lugar
invitando a la reflexión y no en réplicas a la propaganda orquestada
desde el gobierno. No hemos de olvidar que los recovecos interiores de
la mente en búsqueda sincera de su autodespertar, mediante una negación
del yo, eran la base de sus reflexiones sobre el mundo histórico. Si una
filosofía así fue políticamente irrelevante, esa no era una debilidad que
Nishida pudiera corregir simplemente lanzando sus pensamientos al
espacio público, donde las ideologías políticas luchaban por ganarse la
imaginación popular. Los resultados de la tentativa, concluyo, no son
relevantes ni para el desarrollo de sus ideas ni para la historia de la
filosofía política per se; y si a Nishida se le ha de culpar de algo, es de no
114
reconocer que la ignorancia de sus propios límites supuso un tipo de
complicidad.
27 la religión, dios y la correlación inversa. En algún
momento, Nishida se sacudió de las sandalias el polvo de su viaje por la
filosofía política y regresó a lo que mejor sabía hacer. Ya en el
crepúsculo de su vida, Nishida miró desde atrás su pensamiento e hizo un
último intento de comprender el todo. Escribía mientras Japón sufría el
bombardeo de las Fuerzas Armadas Aliadas, y la vida cotidiana se iba
deteriorando de un día para otro. En una carta a su discípulo Hisamatsu
Shin’ichi, podemos leer:
Me imagino a mí mismo como Hegel escribiendo su Fenomenología con
los cañones de Napoleón estallando de fondo, escribiendo con el
pensamiento de que podía morir cualquier día de estos… Acabo de
compilar mis ideas generales sobre la religión en un ensayo que he
llamado «La lógica del locus y una cosmovisión religiosa». Nishida
estaba demasiado apegado a su estilo filosófico como para hacer un
resumen claro y objetivo. Así que hizo un resumen, pero un resumen
para sí mismo. Si previamente no se está al tanto de su pensamiento,
grandes bloques del ensayo quedarán prácticamente ininteligibles. Como
siempre, apenas ha comenzado el resumen, sus característicos saltos de
intuición lo llevan por nuevas e insospechadas direcciones. En vez de
atar cabos de sus ideas hasta entonces, como pretendía hacer, envuelve
todo en un trozo de tela —como el furoshiki de seda en el que, durante
años, había llevado sus cosas a la universidad, en el que metía sus
lápices, sus papeles y sus libros sobre la tela, con las esquinas luego
liadas en un nudo para llevarlo en la mano. El foroshiki que envuelve
este último ensayo fue la religión.
Nishida había dado cursos sobre la religión en sus primeros años
en la Universidad de Kioto y otra vez al final de su carrera de profesor.
Además, fragmentos de sus notas de clase muestran igualmente que, en
sus otros cursos, abordó temas religiosos con cierta frecuencia. Sus notas
del primer curso de 1913 sobre religión dan una buena idea de con qué
tesón se había mantenido informado y cómo le preocupaba la situación
académica de la cuestión. Además de obras filosóficas, había leído
bastantes obras principales de la antropología, la historia y la psicología
de la religión. Mantuvo su interés por la religión durante los años
siguientes, pero nunca había llegado a publicar su propio punto de vista
sobre el tema. Aunque podamos leer su último ensayo sobre el fondo de
esas notas primerizas, es más que un poco arriesgado construir sobre una
base así algo sistemático.
Resulta maravillosamente apropiado —y seguramente el propio
Nishida reconoció la coincidencia— que abordara en su último ensayo
las mismas preguntas que forman la conclusión del libro que le había
115
lanzado en su carrera filosófica, las mismas preguntas también que le
liberaron de sus luchas con el pensamiento neokantiano. Con su filosofía
política y cultural dejada definitivamente a un lado, regresa a su ya
conocida preocupación por los absolutos supremos: Dios, Buda, la nada
absoluta.
Si bien este último ensayo introduce explícitamente unas ideas
budistas con respecto al absoluto, el modelo para la religión permanece
centrado, como siempre, en la idea de Dios. La idea de Dios de Nishida
había tomado forma en la misma manera que ha tomado forma para la
gran mayoría de los pensadores occidentales. Se empieza siempre con la
imagen general recibida por la tradición, luego se da una mano de pintura
sobre las partes que no acaban de gustar y se añade luego lo que uno
opina que falta. Nishida nunca consideró a Dios como una «construcción
occidental» per se, impropia al temperamento o modos de pensar
japoneses. Esto aporta cierto grado de confusión, ya que se toma unas
libertades con la noción de Dios que le llevan más allá de los límites del
teísmo occidental. Pero la confusión no es necesariamente de Nishida,
pues lo que escribe sobre Dios es del mismo cariz que la actitud general
que toma respecto a la filosofía occidental, y que ya conocemos: al final,
sólo confunde cuando está separado de ese contexto.
El Dios de Nishida no trasciende el mundo. Desde el principio,
como vimos en la sección final de Indagación sobre el bien, la religión
«es algo que el yo requiere», y Dios es gran parte de la realidad
experimentada. Dios es absoluto no por su independencia del mundo,
sino porque su ser se relaciona con él absolutamente. No es de ninguna
manera una realidad ontológica sui generis, sino una cifra del dinamismo
de la vida del mundo. Al mismo tiempo, su relación con el mundo no es
personal. De hecho, no tiene aun menor cantidad de elemento personal
que se ve en su idea de la relación yo-tú. Como allí, la relación del
individuo con Dios está subordinada al ascenso del yo al autodespertar
verdadero. Así, Dios se convierte para Nishida en una expresión suprema
de la capacidad de la conciencia para un autodespertar pleno. En una
palabra, Dios es una función de la interioridad humana:
Estamos conectados con Dios desde nuestros orígenes, porque somos
seres creados. Como creadores nosotros mismos en un mundo donde los
contrarios se unen, donde los contradictorios del pasado y el futuro
coexisten en el presente…, tocamos al absoluto. Sólo que no nos damos
cuenta de eso. Pero mirando profundamente en el interior de nuestra
propia autocontradicción, alcanzamos al absoluto. Es una rendición
incondicional a Dios. Hay otros indicios también de una identificación
de Dios y el yo verdadero. Por ejemplo, Nishida habla del yo
descubriéndose a sí mismo al ver las cosas del mundo como «sombras»
del yo verdadero. La conexión con la idea budista de la esencia
verdadera del yo como una «naturaleza del Buda» innata pero no
116
actualizada, es fácil de indicar, pero la idea también tiene analogías con
el descubrimiento de Dios en la creación, una idea muy dispersa en la
tradición occidental tanto filosófica como literaria.
Al mismo tiempo, Dios no ha de ser identificado directamente
con el yo verdadero del individuo, igual que no ha de identificarse con el
principio absoluto de la realidad, ni por eso tampoco con la nada. Dios es
siempre la expresión de una relación entre el individuo y la realidad.
Dios forma parte irrevocablemente del mundo del ser, por lo que Nishida
no vacila en referirse a Dios como «el absoluto del ser». Como absoluto,
aunque no el supremo absoluto, debe unir en sí mismo los
contradictorios, en este caso, el ser y la autonegación del ser. Estos
contradictorios aparecen en el acto kenótico de Dios, cuyos orígenes se
sitúan en el acto de la creación y cuyo cumplimiento está en el acto
incarnacional de amor que es Cristo:
Detrás de la emergencia del individual yo personal yace la autonegación
del absoluto. El verdadero absoluto no se absuelve simplemente a sí
mismo de todos los relativos. Siempre y en todo lugar ha de incluir la
autonegación dentro de sí mismo y, a través de la relación a esta
autonegación absoluta, definirse a sí mismo como un absoluto que es una
afirmación-en-negación.
Aquí de nuevo, Nishida no habla
ontológicamente, sino que pretende interpretar las ontologías de Dios
como metáfora de la manera en que la conciencia llega a su identidad:
Dios no puede existir al margen de la conciencia que se relaciona con
Dios, igual que una metáfora no puede existir sin palabras. Al fin,
podríamos decir, para Nishida la idea de Dios no fue tanto una idea
filosófica que tuvo que encontrar su hueco entre las otras ideas, sino una
invitación a preservar, en su discurso sobre la realidad experimentada, la
entera dimensión del sentimiento religioso. La idea de Dios funciona en
su pensamiento de una manera muy parecida a como han funcionado los
grandes y racionalmente inagotables símbolos perennes de la civilización
humana, esto es, evocando la participación en los contrarios que ella
cristaliza.
En cierto sentido, Dios es más paradigmático de la idea de la
unión de opuestos que de la relación yo-tú, aunque sea un Dios raras
veces encontrado en el pensamiento del Occidente. Para Nishida, Dios no
puede trascender el mundo relativo sin hacerse relativo respecto a él.
Más bien, el mundo relativo debe representar, en cierta forma, una
autonegación de Dios. Nishida justifica este acercamiento conceptual a
Dios recurriendo a la noción teológica de la kenosis de Dios en Cristo:
Un Dios que simplemente fuera autosuficiente en una forma trascendente
no sería el Dios verdadero. Debe tener un aspecto kenótico que está
presente en todas partes. Un Dios verdaderamente dialéctico será uno
que en todo tiempo es tanto trascendente como inmanente, tanto
inmanente como trascendente. Esto es lo que señala un verdadero
117
absoluto. Se dice que Dios creó el mundo desde el amor. Entonces el
amor absoluto de Dios debe ser algo esencial para Dios, como una
autonegación absoluta y no como un opus ad extra. Esta idea de Dios,
también evidente en su ensayo final, afecta a la manera en que Nishida
entendió la religión, a saber, en su dimensión ahistórica y diacrónica. La
historicidad de Dios, como la de la religión, se debe al hecho que
proviene de la reflexión humana sobre nuestra situación actual en el
mundo, y crece según perseguimos esa reflexión. Es por esto que Nishida
puede afirmar que su idea de Dios no nace del «teísmo ni del deísmo, ni
del espiritualismo ni del naturalismo, sino que es histórica».
Deberíamos notar, en este contexto, que Nishida no sólo no se
preocupó de promover alguna forma de filiación religiosa institucional,
sino que tampoco intentó promover alguna forma religiosa
no-institucional. Toda la discusión sobre cómo y en qué grado la práctica
religiosa requiere de una tradición particular de rituales y símbolos para
funcionar no le interesó nunca lo más mínimo. Es verdad que su ensayo
final cita pasajes de las escrituras budistas y cristianas, pero la religión
que buscó estuvo siempre algo más allá de estos patrimonios específicos.
Parece además que, ya desde el principio, la religiosidad no tenía para él
ninguna relación con un cuerpo de conocimientos doctrinales. Lo vemos
ya en una reseña de libro de 1898:
Para mí, que la religión sea religión no tiene que ver con qué tipo de
credo o ritual tenga, sino con la salida del individuo del mundo finito
para entrar en la esfera más alto de lo infinito. Es una actividad
sumamente variable de unirse, sin necesariamente saberlo en el acto, con
lo que la filosofía llama «el absoluto». Llámese sentimiento o aún
intuición, la religión llega al lugar donde está la vida. El budismo habla
de la liberación, el cristianismo de la salvación.… Para mí, la sabiduría
es completamente innecesaria para la religión. Por naturaleza, la religión
no necesita coincidir con la sabiduría verdadera… La sabiduría
fácilmente puede distinguir la doctrina verdadera de la falsa porque es
poco honda. La religión encuentra duro discriminar entre las dos porque
es verdadera. Más tarde, distanciará su idea de la religión de toda
dependencia a una idea moral o de toda preocupación por la salvación, y
considerará que éstos son más bien frutos de la religión, y no sus fuentes:
La religión no ignora el punto de vista de la moral. Al contrario, el punto
de vista verdadero de la moral está basado en la religión. Pero esto no
quiere decir que uno entra en la religión por medio de acciones
morales.… Hoy en día, hay quienes piensan que el cometido de la
religión es la salvación del individuo…, pero esta idea no ha entendido la
naturaleza verdadera de religión. La cuestión de la religión no es la
tranquilidad de espíritu del individuo.
Las
indagaciones
de
Nishida sobre la religión fueron como su empirismo, en el sentido en que
saltan por encima del mundo concreto de la historia sincrónica, armadas
118
únicamente con una idea de ese mundo, para llegar directamente a Dios.
Y este fue para él, en efecto, el mundo real, más o menos en la misma
manera en que la intuición, la reflexión y el autodespertar fueron reales.
Dios nunca fue meramente una idea, sino siempre una relación
experimentada. En este sentido también, se parece menos a la nada
absoluta que a la expresión viva de la nada absoluta que uno puede
conocer sólo a través de volverse ella.
Nishida culminó este acercamiento de Dios como relación
introduciendo una idea nueva en su ensayo final, la idea de la
correspondencia inversa. Si la abordamos desde un punto de vista
lógico, puede verse como una extensión de su idea de la identidad
alcanzada por la unidad de los opuestos, de tal manera que con cuanta
más fuerza actúa la oposición, tanto más profundamente se arraiga la
identidad. El modelo básico que permite aplicar esta idea a la religión
está ya presente en sus comentarios anteriores, aquellos en los que define
al pecador como al más consciente del ideal moral porque constela en sí
mismo la contradicción, y que terminan con la inquietante afirmación:
«cuanto más individuo es uno, tanto más se enfrenta a lo trascendente».
Nishida repite de nuevo estas ideas con respecto a las enseñanzas de
Shinran, y de allí pasa a la relación entre lo humano y lo divino. Su
objeto es desafiar la idea de una correspondencia directa entre la
imperfección humana y la perfección divina.
El Dios de Nishida no es pues la imagen inversa de la impotencia
humana, proyectada a una omnipotencia en los cielos, como muchos
críticos de la religión, de Feuerbach a Nietzsche, han venido afirmando.
Como en una unidad de opuestos, Dios representa el cometido innato de
la conciencia humana como tal. En la teología tradicional, cuanto más se
esfuerza la conciencia religiosa por acercarse a la realidad divina, más
visible se hace la finitud de su humanidad, obstruyendo el alcance a Dios
excepto si lo divino decide revelarse. La formulación de Nishida diría
que cuanto más consciente es uno de su finitud, tanto más se acerca al
centro de la divinidad misma —es decir, al despertarse a la finitud como
algo que es negado por lo que la abarca sin límites y la afirma tal como
es. Dios puede salvar a los seres humanos de su finitud, precisamente
porque la naturaleza de Dios es kenótica, una constelación consumada
del ser y la nada.
Como he tratado de mostrar, el pensamiento de Nishida no es
tanto una filosofía sistemática como un filosofar sobre unas pocas
preguntas básicas. En un sentido, su pensamiento da vueltas en círculos,
círculos cada vez más grandes, pero en círculos igualmente. No hay
dramáticas rupturas o conversiones en su filosofía, y esto hace que
parezca un poco artificial cualquier intento por distinguir «etapas» en su
pensamiento o por describir su evolución en línea recta. A este respecto,
siento una cierta impaciencia con quienes tratan de usar las ideas de
119
Nishida como moldes en los que derramar problemas particulares de la
filosofía, para conocer el punto de vista oriental acerca de ellas. Estoy
convencido de que, o bien uno gira en círculos con Nishida o bien uno
acaba preguntándose por qué su pensamiento ha suscitado tanto revuelo.
Leer a Nishida es siempre mejor, y mucho más estimulante, que
simplemente aprender a manipular sus términos técnicos.
Sin embargo, no existiría una filosofía de la escuela de Kioto y,
probablemente, habría mucho menos interés en Nishida al margen de
quienes se especializan en la historia intelectual de Japón, de no ser por
la originalidad de las nuevas ideas que acabó provocando entre sus
discípulos. Sólo conociéndolos podremos estimar la fuerza completa de
su filosofar. Por eso, es al primero de sus principales discípulos, Tanabe
Hajime, a quien nos dirigimos ahora.
120
Tanabe Hajime (1885–1962)
28 vida y carrera de tanabe. Tanabe Hajime nació en Tokio el 3
de febrero de 1885. Entró en el departamento de ciencias naturales de la
Universidad Imperial de Tokio en 1904, especializándose en
matemáticas. Al año siguiente se pasó a la filosofía, y más tarde
recordaría haber creído que no poseía las aptitudes necesarias para
hacerse matemático. Después de graduarse en 1908, aceptó el puesto de
profesor de inglés en un instituto de enseñanza media y, posteriormente,
se trasladaría a la escuela donde su padre era director.
Su carrera filosófica comienza en 1913 en la Universidad
Imperial de Tōhoku, donde fue nombrado conferenciante en el
departamento de ciencias naturales. Durante sus primeros años, centró
sus clases en los problemas fundamentales de la ciencia, basándose en
material publicado en alemán. Sus primeros escritos, entre los que se
encuentra un libro de 1915 sobre la filosofía de la ciencia, muestran un
interés aún muy vivo por las matemáticas y la lógica. Como muchos
otros jóvenes estudiantes de filosofía, se sintió atraído por las corrientes
neokantianas dominantes en el pensamiento alemán de la época. Dado su
interés por la ciencia y las matemáticas, era natural que le llamase más la
atención el círculo de pensadores de Marburgo reunido alrededor de Paul
Gerhard Natorp y Hermann Cohen, quienes estaban poniendo los
cimientos para una teoría del conocimiento que pretendía acercar más la
filosofía y las ciencias. No obstante, Tanabe estaba convencido —como
escribió en un ensayo de 1915— de que el trabajo de Heinrich Rickert,
de la escuela de Friburgo, más centrada en las ciencias humanas y
enfocada especialmente en el papel de los sistemas de valores y en la
posición del punto de vista científico en la cultura en general, ofrecía un
contrapunto necesario y lo que hacía falta era alguna combinación de las
dos corrientes.
En todo caso, aunque había acabado ya sus estudios formales,
Tanabe tenía esperanzas de conocer directamente el ambiente intelectual
en Europa para desarrollar el grandioso proyecto que se había propuesto:
volver a pensar la lógica trascendental de Kant a la luz de la
fenomenología de Husserl, el vitalismo de Bergson y las ideas de su
brillante colega en Kioto, algo mayor que él, Nishida Kitarō. Natorp ya
se había jubilado, pero Cohen estaba todavía activo en Marburgo, así que
para Tanabe la elección más apropiada era poder estudiar bajo su tutela.
La muerte de Cohen en 1918 echó un jarro de agua fría sobre esas
esperanzas, pero al cabo de un año las cosas cambiaron totalmente,
gracias a una invitación del mismo Nishida para que aceptara el puesto
de profesor asistente de filosofía en la Universidad Imperial de Kioto.
Nishida, que salía a flote tras cuatro torturados años de lucha con el
pensamiento neokantiano, tenía noticias del joven Tanabe, y sus ensayos
121
le parecían prometedores. Tanabe se puso eufórico cuando fue elegido, y
aun más cuando Nishida respaldó su plan de estudiar en Europa.
En 1922, con una beca del Ministerio de Educación de Japón,
Tanabe salió con destino a Berlín, donde pasó un año estudiando con el
austriaco Alois Riehl, neokantiano ocupado entonces en demostrar la
relevancia de Kant para el positivismo científico. Riehl le aconsejó
continuar sus estudios con Rickert en Heidelberg, pero en lugar de eso
Tanabe se transladó a Freiburgo para trabajar a la sombra de Husserl.
Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, los vientos que una vez izaron
plenamente las velas del pensamiento neokantiano se habían ya calmado
cual brisa ligera, y Tanabe, que no deseaba experimentar por sí mismo lo
que Nishida había experimentado, buscó una alternativa que satisficiera
su demanda de una filosofía atenta a las preguntas de la ciencia.
Aparentemente, la fenomenología era el camino hacia el futuro, y el
hecho de que tuviera como propósito liberar a la filosofía de esa
subjetividad radical de los neokantianos, que había atrapado tan
firmemente a Nishida durante tantos años, sin duda la hacía aún más
atractiva para Tanabe.
En 1923, Husserl invitó a Tanabe a su casa para presentar un
comunicado en una pequeña reunión. Aunque la impresión que dejó fue
favorable, parece ser que Husserl abordó la discusión con una gran
parrafada, dejando a un lado al joven filósofo japonés, quien todavía no
se defendía muy bien con el idioma alemán. Husserl dio a entender que
esperaba que Tanabe edificara un puente para el movimiento
fenomenológico de Europa hacia Oriente. Desde luego, ésas no eran las
aspiraciones de Tanabe, así que, desencantado, volvió su mirada hacia el
más joven Martin Heidegger, quien justamente, con asistencia de
Husserl, había sido nombrado profesor en Marburgo, y en cuya
«fenomenología de la vida» Tanabe reconoció una orientación favorable
a sus intereses. Los dos se hicieron amigos, y Heidegger le dio clases
privadas de filosofía alemana.
En 1924, a punto de regresar a Japón, y entusiasmado por volver
a su trabajo, Tanabe recibió de Nishida el encargo urgente de preparar un
discurso conmemorativo para la celebración del bicentenario del
nacimiento de Kant. Mientras componía el discurso, enfocado en la
teleología de Kant, decidió cortar completamente con lo que consideró el
enmarañamiento epistemológico de los neokantianos, como también con
el dogmatismo abstracto del idealismo alemán. Poco después, en el
transcurso de dos años dando discursos sobre Fichte y Schelling,
aumentó su interés por Hegel. Dedicó dos años al estudio de la
Enciclopedia, y otros trece años a la Fenomenología del espíritu.
Durante estos años, reconoció la importancia de la dialéctica hegeliana y
decidió ajustar su modo de pensar en conformidad con ella. Desde allí,
pudo hacer una contribución original a la filosofía de la escuela de Kioto.
122
En 1927, fue nombrado profesor y al año siguiente Nishida se
jubiló, con lo que se le cedió la cátedra de filosofía. Tanabe se puso a la
altura del desafío con todas las ganas del mundo, pero interiormente muy
desconcertado. Sus estudiantes advertían que, a parte de esa seriedad tan
característica de Tanabe, ahora tenía también los nervios de punta y que
las rayas grises que se desparramaban por su pelo se dispersaban
visiblemente. Sin duda, sobre él pesaba mucho menos el prestigio de su
puesto que la obsesiva presencia de Nishida, aun cuando estuviera
físicamente ausente. En enero de 1930, Nishida publicó su Sistema del
autodespertar del universal, y Tanabe aprovechó la ocasión para publicar
cuatro meses después un ensayo crítico, que llevaba el ambiguo título de
«Respetando la doctrina de Nishida.» Nishida lo encontró una afrenta
«despiadada» y se encolerizó. Así fue como comenzó la confrontación
que significaría un punto decisivo en el avance de su propia posición
filosófica.
Lo que comenzó siendo tan sólo una leve grieta en la estima de
Tanabe hacia su mentor, terminó como una brecha abismal de discordia
que ninguno de los dos pudo salvar. Se volvieron cada vez más distantes,
hasta el punto de que no podían ni soportarse, ni hacerse compañía, ni
apenas leer sus escritos mutuamente sin malentenderlos de arriba a abajo.
Esto no quiere decir que no continuaran aprendiendo algo de sus
diferencias filosóficas, e incluso que afinaran sus ideas propias como
consecuencia, sino solamente que sus relaciones personales se habían
deteriorado tanto que, quienes consideraban a ambos como maestros se
encontraban incapaces de mejorar la situación, y observaban tristemente
cómo crecía la antipatía.
Muchos de los informes sobre la mala relación entre Tanabe y
Nishida se encuentran ya en ensayos escritos en vida de Nishida, lo que
nos da a entender que era cosa sabida por todo el mundo, y que los
discípulos de Tanabe mantenían la esperanza de que éste haría algo para
rectificar o mejorar la situación. A la muerte de Nishida, Tanabe no
compuso ni un in memoriam para su maestro, cosa que habría sido
considerada casi un deber. Su nombre no aparece entre los autores en
ninguna de las recopilaciones de escritos conmemorativos dedicados a
Nishida. Uno vacila en llamarlo un acto de venganza, pero tan
vehemente fue la separación que, cuando se publicó la primera edición
de las Obras completas de Nishida, la correspondencia de Nishida con
Tanabe (más de cien cartas en total) fue omitida. Sólo las presiones de la
comunidad académica consiguieron que se readmitieran en una edición
posterior.
Aunque a Tanabe le rondó por la cabeza retirarse de la
universidad durante los difíciles años de la guerra, perseveró hasta los
sesenta años de edad y se jubiló finalmente en 1945, año en que fue
nombrado profesor emérito. Por motivos de salud, se mudó a una
123
pequeña casa de campo en las montañas de Kita-Karuizawa, en la
provincia de Gunma, donde se había acostumbrado a pasar los veranos y
donde podía disfrutar de un relativo aislamiento. Allí pasó, junto a su
esposa Chiyo, los últimos seis años de su vida de casado. Fue también
allí que daría los últimos retoques a su filosofía, haría un llamamiento a
la «metanoia» del pueblo japonés, y elaboraría sus últimos pensamientos
—sobre una filosofía de muerte. Las condiciones del retiro, bastante
agradables en verano, resultaron sin embargo fatales en invierno. Con
temperaturas que bajaban hasta los 20º bajo cero, los vientos rudos de las
montañas fácilmente se deslizaban por la simple estructura de madera de
su casa.
En 1952, Tanabe viajó a Tokio para recibir la Condecoración de
la Cultura: fue el único filósofo después de Nishida que fue honrado con
ella. Aparte de eso, no dejó su retiro. Parece ser que había declarado que
no soportaría ver cómo las fuerzas extranjeras de ocupación controlaban
la política del país, ni cómo la moral y las artes de Japón se hundían en la
miseria después de la derrota. Un visitante recuerda sus palabras al
respecto: «No puedo sino sentir mi parte personal de responsabilidad por
haber conducido a Japón hacia el destino lastimoso que lo aflige hoy, y
cuanto más lo siento, más pierdo el derecho a gozar de una muerte
tranquila yaciendo sobre mi estera de tatami.»
Durante su jubilación, continuó escribiendo y, de vez en cuando,
impartía seminarios y discursos en una segunda casita que había
convertido en su estudio, y recibía a visitantes, entre ellos a Nishitani, de
quien se dice que pasó largas horas debatiendo con su anterior maestro.
La muerte de su esposa en 1951, después de treinta y cinco años de
casados, dejó un vacío enorme en su vida y proyectó sus pensamientos
lejos de la dialéctica del mundo histórico vivo, hacia una dialéctica de la
muerte. En su creciente interés por la religión remarcó la idea cristiana
de la communio sanctorum, por la que la vida y las relaciones que se
transforman en la muerte son transformadas en una nueva vida.
En 1957, Tanabe fue recomendado por Heidegger para recibir un
doctorado honorario en la Universidad de Friburgo, aunque tuvo que
estar ausente del acto debido a su estado de salud. Fue hospitalizado en
1961, afectado de un reblandecimiento cerebral, y murió en el hospital el
29 de abril del año siguiente, a los setenta y siete años de edad. Su lápida
sepulcral, colocada al lado de su casa en las montañas, es simple y sin
adornos, apropiada a la vida que había llevado, y consta sólo la frase Lo
que busco es la verdad y sólo ella.
29 el estilo filosófico de tanabe. En gran parte, la prosa
filosófica de Tanabe es ponderosa y carece de florituras retóricas. Sus
frases son largas y serpentinas, pero están elaboradas con precisión casi
matemática. En sus mejores momentos, va de un pensamiento a otro en
124
zancadas pequeñas y estudiadas, repitiéndose frecuentemente pero
dejando poco lugar a ambigüedades. En los peores, concentra los
complejos argumentos explicados anteriormente en una densidad tal que
prácticamente los vuelve ininteligibles. Sus frecuentes concatenaciones
de términos abstractos tienden a crispar al lector japonés todavía no
acostumbrado al estilo filosófico occidental, pero la relativa claridad de
sus conjunciones gramaticales lo hace bastante fácil de traducir a las
lenguas occidentales, aun cuando el contenido es demasiado obtuso
como para entenderse a la primera. No debe sorprendernos que rehusara
categóricamente a escribir artículos ocasionales sobre la actualidad. Él
era filósofo, y cualquier otra cosa significaba una mera distracción.
Al mismo tiempo, fue un lector voraz y sus intereses fueron
notablemente amplios. Como recuerda un alumno suyo, solían llamarle
«el pesquero de arrastre», porque mientras los demás pescaban con caña
en el mar de la filosofía, sacando los peces de uno en uno, él arrastraba el
fondo, recogiéndolo todo de una vez. Pero también fue cuidadoso, y su
estilo al escribir refleja la forma en que luchó con los textos filosóficos
que consideró importantes. Por regla general, prefería leer los textos
originales y mostraba poca simpatía por la literatura secundaria, lo cual
le dio una cierta libertad de interpretación. En los seminarios y discursos
que condujo sobre la Fenomenología del espíritu de Hegel en los años
treinta, usó el alemán original, y no hay duda de que el esmero con que
explicó el material a sus estudiantes afectó a la escritura de su propia
filosofía.
Tanabe fue un maestro popular durante sus años en Kioto, y las
aulas en las que impartía sus clases a menudo estaban a rebosar de
estudiantes y de otros profesores. Tomó muy en serio la preparación de
sus clases, hasta el punto de que anulaba todas las visitas el día antes de
una lección. Sus estudiantes le recuerdan como algo único hablando sin
notas, yendo de acá para allá, «como un león vagando
desasosegadamente en su jaula.» Con sus estudiantes, fue estricto.
Recibía bien las preguntas, pero no aguantaba pacientemente
trivialidades, caricaturas, comentarios sarcásticos, ni el puro ingenio.
Nunca sonrió en presencia de sus estudiantes, e inspiró un respeto casi
terrorífico dentro y fuera del aula. Ni siquiera en compañía de sus
colegas fue propenso a la broma y la jovialidad.
Al mismo tiempo, Tanabe es recordado como uno de los raros
maestros que admitía a menudo delante de sus alumnos que su
pensamiento estaba todavía en camino, que podría no saber cómo
responder a una pregunta y que ni de lejos estaba seguro de todas las
consecuencias de su modo de pensar. En las discusiones filosóficas,
utilizaba al máximo sus habilidades, sin importarle si debatía con un
colega o con un estudiante. Takeuchi Yoshinori, su discípulo más ilustre,
recuerda:
125
La naturaleza de su diálogo filosófico puede semejarse a la de un león
que concentra todas las energías en su presa, aunque ésta sólo fuera un
conejo. A veces a nosotros, los alumnos, nos asestaba un golpe doloroso,
pero entendíamos que estaba motivado por su amor a la filosofía, y
nuestro maestro sólo esperaba a que estuviéramos recuperados para
atacar otra vez.
Si bien Tanabe exigía mucho de los otros, fue
mucho más exigente consigo mismo. Ya de sus días universitarios es
recordado como alguien serio y lejano. Llevaba un estilo de vida severo
y ascético. Durante los treinta años en que vivió en Kioto, evitó
diligentemente las visitas turísticas y las distracciones, «escapando del
mundo como si fuera un virus.»
Una vez que Tanabe sentó las bases de su propio punto de vista
filosófico, por medio de lo que dio en llamar la dialéctica de la
mediación absoluta, su trabajo adquirió una mayor intensidad focal.
Todo lo fue relacionando desde entonces, de una manera u otra, con esta
idea: ilustrándola, matizándola, desplegándola, retocándola. Pero el
desarrollo fue orgánico, así que las etapas que aparecen al estudiar sus
obras retrospectivamente, parecen en gran parte una serie de pasos
naturales de Tanabe mismo. Sólo de su «metanoética» puede decirse que
representa una reorientación drástica, aunque, como veremos, no fue tan
drástica.
Como filósofo, Tanabe fue antes que nada un constructor de
sistemas. Luchar con problemáticas clásicas, estar al corriente de las
últimas novedades intelectuales, y aplicar sus ideas a cuestiones
concretas no le bastaba. Necesitaba un gran esquema en el que ubicar e
interpretar todas las cosas de la vida. Una vez acabada su educación
formal, y decidido a alejarse de la sombra imponente de Nishida,
comenzó a desplegar tal sistema. Con creatividad de arquitecto bosquejó
línea por línea el cianotipo de su gótica catedral filosófica, anexando,
borrando, elaborando, pero siempre con una imagen de la totalidad en
mente, a fin de que cada parte la reflejara y al mismo tiempo añadiera
algo nuevo. Al ser buen maestro de obras, siempre trabajaba a escala,
distando de las herramientas y los accesorios necesarios para actualizar
lo que había dibujado. Y si una parte del cianotipo acababa resultando un
desastre en la práctica, eso sólo le obligaba a regresar al tablero de
dibujo. Ni siquiera su posterior crítica radical de la razón pudo recusar su
convicción de que la filosofía debe ser una representación sistemática y
completa de la realidad: simplemente quiso decir que debía estar
respaldada por el exterior, para que no se hundiera.
Para presentar un breve resumen de sus ideas y contribuciones
principales, será necesario a veces, como lo fue en el caso de Nishida,
superponer las ideas posteriores a las anteriores. Y eso, pese al hecho de
que su idea culminante, la lógica de lo específico, le dirigió en una
dirección de la que más tarde se arrepentiría públicamente. Pero fue un
126
arrepentimiento de naturaleza muy general, templado por la insistencia
de que había sido malentendido, y sin ningún intento aparente de buscar
el punto en que su pensamiento se había despistado. Los flirteos de
Tanabe con el nacionalismo han de ser leídos de manera diferente a los
de Nishida. Pues casi nadie interpreta los errores de Tanabe ni su juicio
personal sobre lo que los causó —su silencio y su falta de acción— en la
forma en que él mismo los leía. En la presentación que sigue, trataré de
demostrar que su pensamiento sí forma una totalidad, desde el principio
hasta el final, y que la desviación política fue consecuencia de la falta de
análisis de sus propias premisas y de no hacer suficiente caso de sus
propias advertencias.
30 la experiencia pura, el conocimiento objetivo, la moral.
Estaba claro, desde el principio, que Tanabe terminaría por encabezar
propuestas en una dirección diferente a la de Nishida. De hecho, fue
precisamente su perspectiva distinta respecto a la idea de la experiencia
pura lo que le llamó la atención de Nishida en un primer momento.
El primer ensayo de Tanabe, «El juicio tético», fue un breve
resumen de las ideas principales de su tesis de licenciatura. Aunque se
publicara en 1910 en la revista Estudios filosóficos, un año antes de que
apareciera Indagación del bien, se basó en la idea de la experiencia pura
tal y como había sido esbozada por Nishida en las páginas de la misma
revista. Lo que interesó a Tanabe de la noción de experiencia pura fue la
cuestión de cómo se genera la dicotomía entre sujeto y objeto. Su
conclusión fue que el elemento objetivo es el que aparece en primer
lugar, anunciando su existencia como algo necesario en forma de un
juicio en el que el sujeto no aparece del todo —es decir, el llamado juicio
«tético.» La base de todo conocimiento objetivo, según argumenta, es un
esse est percipi (existir es ser percibido), que no puede conducir al
idealismo subjetivo porque inicialmente no postula el ego.
Este último punto es significativo porque le desvía del camino de
la conciencia por la que Nishida andaba entonces. Mientras que Nishida
exploraba el elemento subjetivo en el arte, la literatura y la religión,
Tanabe se dirigió hacia el conocimiento objetivo —incluido el idealismo
objetivo— que conservaría un lugar para la matemática y las ciencias
dentro del ámbito de la filosofía. Consideró que la idea de la experiencia
pura concordaba con la posición básica de Kant, esto es, que el
conocimiento no es simplemente la representación de un mundo objetivo
a un sujeto percipiente, sino una unidad construida en la conciencia. Pero
al mismo tiempo, pensó una concentración demasiado exclusiva en la
construcción o en la conciencia, que no hacía justicia a la idea de
experiencia pura.
La ruta que Tanabe tomó para aclarar esta idea apenas fue directa.
Sus escritos durante los años anteriores a su período de estudio en
127
Alemania muestran que cambiaba de postura de un día para otro, en
busca de una agenda filosófica clara y propiamente suya. Cuanto más se
aproximaba al pensamiento de los neokantianos, tanto más ponía en duda
su utilidad. Concluyó que la escuela de Marburgo pasaba por alto las
ciencias humanas, obsesionada como estaba en el logicismo como puente
entre la filosofía y las ciencias naturales. Los pensadores de la escuela de
Friburgo suplían esta carencia con su discurso sobre la construcción de
cosmovisiones fundadas en valores. Pero desde que por naturaleza «las
ciencias naturales y las ciencias humanas tienen ambas la tendencia a
objetivar la experiencia pura», también muestran una tendencia a
olvidarla. La más obvia indicación de esto fue la degradación que sufre,
en la filosofía de la ciencia del modelo neokantiano, el lugar de la
libertad humana.
El tema se trata en el primer libro de Tanabe, Las ciencias
naturales hoy. Volviendo directamente su atención hacia la cosmovisión
científica misma, discute que los notables logros de la ciencia respecto a
la manipulación del mundo natural tiendan a eximirla de los juicios de
valor propios de las ciencias humanas. La idea de la libertad moral,
según pensaba, podría servir de punto de encuentro para todos los
avances hacia el conocimiento objetivo, enriqueciéndose el uno al otro; y
sin ella no se encontraría nunca el camino que les devolvería a la
experiencia original pura. Un pequeño ensayo sobre «La libertad moral»,
publicado el año siguiente mientras preparaba su segundo libro, Una
introducción a las ciencias (y al mismo tiempo, una serie de artículos
sobre temas matemáticos), agrega esta importante pregunta en la agenda
filosófica de Tanabe.
Como Kant, Tanabe reconoció que la libertad no es un hecho
dado, sino un ideal que forma parte del mundo de los valores y no del
mundo del ser. Y termina su ensayo haciendo justamente esta
consideración. Pero también señala que no bastará acabar con el libre
albedrío por restringirlo a un mundo interior y subjetivo, donde se para
completamente del mundo objetivo dominado por la ley de causa y
efecto. Nos hemos olvidado de cuán importante es, recuerda Tanabe,
«ausentarse de vez en cuando del dogmatismo y de los prejuicios que
vemos en la ciencia para llegar a un punto de vista más amplio con el
cual fijar nuestra mirada en el yo.» Y termina el libro con estas palabras:
Si consideramos el método de las ciencias naturales como la única forma
de mirar la vida humana…, entonces la religión se convierte en pura
ilusión, la moral en una mera utilidad, y el arte en un mecanismo que
complace nuestros impulsos naturales, lo que no deja espacio suficiente
para entender el significado verdadero de la religión, la moral y el arte.
Si, por otra parte, se toma un punto de vista desde los ideales, entonces
se ve la ciencia como la encarnación de los resultados del ideal de «la
verdad», además de que hay ideales como el bien, la belleza, la
128
integridad, etcétera; entonces tenemos que concluir que la moral, el arte
y la religión comparten las mismas fundaciones que la ciencia… Es cosa
de los diversos dominios de la filosofía, basados en una fenomenología
que busca la verdad de las intuiciones, demostrar la forma en que
entender esas fundaciones. Ésta es la tarea que yo me propongo para el
futuro. Por un breve período, Tanabe de hecho dio la espalda a Kant y a
los neokantianos, topándose de frente con el idealismo alemán
decimonónico y con autores como Fichte, Schelling, y Hegel, en busca
de una noción de la conciencia en general que fuera compatible con sus
interés por el conocimiento objetivo y con la conservación de la libertad
moral. La influencia más fuerte en este tiempo parece que fue Fichte. En
particular, se sintió atraído por su rechazo a la unidad trascendente
estática del sujeto puro kantiano, y su apuesta por un ego activo que se
constituye a sí mismo en su interacción con el mundo. Aproximadamente
en el mismo momento en que Nishida lucha con las ideas de Fichte,
como Tanabe habría sabido bien, trataba de apropiar la idea de Fichte de
que el ego no es un datum sustancial más entre los otros data del mundo,
sino un captum tanto como el mundo objetivo, un «hecho-acción» o
Tathandlung.
No fue hasta que volvió de sus estudios en el extranjero que
Tanabe se enfrentaría frontalmente con las preguntas de la moral y del
libre albedrío. En el barco que le llevaba de nuevo a Japón, y con la vista
puesta en el ensayo conmemorativo que le había pedido Nishida, Tanabe
estudió detenidamente las tres críticas de Kant. Este ensayo le iba a
llevar en una dirección inesperada, fuera de la epistemología e iniciando
la búsqueda de una cosmovisión. Tanabe recuerda:
Sentí resonar dentro de mí esa misma demanda para una filosofía
de cosmovisiones que se había levantado en el mundo filosófico alemán
durante la Primera Guerra Mundial… Mi primer trabajo al regresar, fue
escribir sobre la teleología de Kant… A causa de lo que sólo puedo
llamar un golpe de destino, acabó siendo un momento decisivo para mí,
desde la crítica hacia la cosmovisión, desde la matemática, la física y las
ciencias naturales hasta la historia de la sociedad humana.
Ni la línea fue tan directa ni las causas tan dependientes del
destino como Tanabe las describe, pero al menos vale la pena que nos
detengamos brevemente en el contenido de ese ensayo cuidadosamente
argumentado.
Tanabe fija su atención en lo que considera la insatisfactoria
noción de teleología en La crítica del juicio de Kant. Distingue tres tipos
de teleología e intenta sintetizarlas bajo la rúbrica de «una dialéctica de
la voluntad.» La primera es una teleología formal y lógica, por la que la
estructura de la mente nos predispone a movernos inductivamente de
leyes particulares a leyes universales, con el fin de construir un todo
sistemático. En segundo lugar, hay una teleología interna, necesaria para
129
poner en cuenta la finalidad entre los organismos vivos y en la naturaleza
como un todo, una teleología que no puede explicarse recurriendo a los
principios mecánicos de la ciencia natural. En tercer lugar, Tanabe
introduce lo que llama «la teleología del autodespertar» que media
dialécticamente en la grieta que Kant había dejado abierta entre las leyes
de la naturaleza y el libre albedrío del sujeto moral. Esta última
teleología no forma parte ni de la naturaleza ni del libre albedrío, sino
que proviene de la cultura y de la historia, que como tal no pertenecen a
la razón reflexiva sino que se oponen a ella. «En el mismo sentido en que
la libertad es un principio constructivo de la moral, una teleología del
autodespertar es un principio constructivo de la historia.»
Desde el momento en que la moral y el libre albedrío son
esenciales para la crítica filosófica, la cuestión de la teleología es
inevitable y ésta, observa Tanabe, a su vez requiere prestar atención a la
religión. No es suficiente con descartar todo esto como nada más que
otra analogía para la estructura innata de la mente racional. Las
exigencias de la misma razón necesitan ser completadas con el punto de
vista de la praxis moral, para que la transformación de la conciencia y la
transformación del mundo histórico puedan ubicarse en el modelo.
Las únicas indicaciones de Tanabe que nos ayudarían a adivinar
en qué consiste el telos de la acción moral son estrictamente formales, y
se basan en un principio general de la dialéctica por el cual el yo se
pierde en el otro por el bien de una meta que estaría fuera del yo. A su
idea de la moral todavía le falta alguna meta más concreta que no sea
simplemente la de un acto creativo de la libertad, en donde el dejarse a sí
mismo a causa del otro se objetiviza en la cultura y la historia. Sin
embargo, tenemos aquí los elementos necesarios para el primer paso
decisivo que daría Tanabe para establecer su punto de vista filosófico.
31 la relación pura, la mediación absoluta. Cuando Nishida
introdujo la lógica del locus en 1926, con el objetivo de vincular más
estrechamente la nada absoluta con el autodespertar, Tanabe no siguió su
ejemplo. Al contrario, se puso a elaborar una idea de la "mediación
absoluta" que había ido destilando de su lectura cuidadosa de Hegel. En
el ensayo de 1930 en el que criticó abiertamente a Nishida, se atrevió a
presentar su idea como un modo alternativo de incorporar la nada
absoluta en la filosofía.
Como hemos visto, cuanto más trataba de pensar desde la
perspectiva de Nishida de un autodespertar fundado en la experiencia
pura e inmediata (o en su formulación más reciente, la intuición activa),
tanto más se percataba de que como punto de partida filosófico no le
satisfacía. Tengamos en cuenta que, además de que andaba entonces
interesado en descubrir los fundamentos de un conocimiento objetivo
que introduciría la ciencia en la filosofía, nunca se había sentido atraído
130
por la práctica de zen, como Nishida, ni tampoco le inspiraban el tipo de
expresiones poéticas que éste usaba para hablar de la experiencia o la
intuición. Compartía con su mentor la convicción de que el cometido del
filósofo es aumentar la conciencia y liberar a la mente de los clichés en
que suele estar encorsetada. Pero el atractivo del método científico y del
lenguaje matemático, unido a una impaciencia inveterada contra la
estupidez dominante en la arena política, le llevó a buscar un fundamento
más seguro para que pudiera avanzar su pensamiento. Encontró este
fundamento en la idea de que toda la realidad está interrelacionada y que
todos los acontecimientos del mundo son una dialéctica de esa
interrelación.
Si bien los mismos textos filosóficos que utilizaba en sus
lecciones universitarias estimularon esta nueva orientación de su
pensamiento, ha de decirse que fue solidificándose tras su renuncia
deliberada a hacer el papel de príncipe heredero de la filosofía de
Nishida. Apenas puede ignorarse la ironía en el hecho de que la relación
personal más importante de la carrera filosófica de Tanabe se amargó en
el mismo momento en que ofrecía una imagen especular de la misma, en
una idea de la primacía de la relación —una idea con raíces tan
profundas en el budismo primitivo como la de la experiencia de Nishida
en la tradición zen— elaborada en forma de tensión dialéctica. No
parece, sin embargo, que Tanabe se hubiera dado cuenta de la
coincidencia.
El primer paso que dio Tanabe para elaborar la dialéctica de la
mediación absoluta no fue muy diferente del de Hegel, ni en realidad del
de Nishida en la lógica del locus. Su estudio de Kant y de los
neokantianos le había dejado profundamente insatisfecho en varios
sentidos. Su intuición le decía que la individualidad de los seres
particulares que componen el mundo real no puede ser explicada por
medio de ninguna esencia numinosa o en ningún ser en sí, oscurecido
permanentemente a la vista racional, por los prejuicios inherentes a la
estructura de la mente misma. Aun ampliando la base de la crítica de la
mente para incluir las convenciones del lenguaje y de las estructuras
sociales, la suposición de una sustancia subyacente en las cosas pero
inaccesible le parecía equivocada, y aplicada a la mente misma,
viciosamente circular. Lo que es más, tal crítica violaba, sin suficiente
razón, ideas fundamentales del budismo sobre la no-sustancialidad de las
cosas y del yo por un lado, y por el otro, la co-originación de todas las
cosas del mundo. El punto de partida de Hegel —que cada individuo es
lo que es y hace lo que hace en virtud de su relación con los otros
individuos— le pareció muchísimo más prometedor.
Desde luego, si el hecho primario de la individualidad tenía que
clarificarse en términos de la relación entre una cosa y otra, el ejemplo
paradigmático de esta se halla en el despertar del yo consciente a través
131
de la conciencia de un otro que no es el yo. Al negar su identidad con un
otro, el yo no sólo afirma su propia individualidad, sino que al mismo
tiempo ratifica la dependencia de esa individualidad en la relación con el
otro que no es el yo. La autosuficiencia de la noción de sustancia es en
un sentido demasiado obvia una ficción, y no sirve de base para explicar
qué hace que el individuo que es, sea. La esencia de los ítems
individuales que componen el mundo sólo puede ser asida como función
de la relatividad radical de cada cual para con los otros que están a su
alrededor. Cada cosa, y por lo tanto también cada conciencia individual,
es al mismo tiempo sí mismo y un otro para cada otra cosa con la que
interactúa, y fuera de esta interacción no existe nada.
El modelo es de Hegel, pero Tanabe le añade en su nueva
formulación trazos de la preocupación de Nishida de hacer que la lógica
filosófica trascienda la forma gramatical y las reglas del pensamiento,
para que no se olvide que, después de todo, existe un mundo experiencial
actual que pretendemos explicar y que la mente que lo intenta es parte de
ese mundo. Cuando Tanabe habla de la identidad esencial del individuo
como un «yo-en-otro», su intención es incluir no sólo relaciones entre
seres humanos conscientes, sino también entre todos los objetos en el
mundo material, así como también relaciones en la entera gama de
costumbres, instituciones y estructuras sociales en las que el mundo
histórico nos enreda. Y cuando habla de la dialéctica que ésta implica
como una «afirmación-en-negación», quiere insistir en que ninguna
afirmación pura o negación pura respecto a qué es el mundo, queda
completa sin su opuesto.
Declarar simplemente que las cosas, las personas o las
instituciones son lo que son porque no son otras, o que las cosas pueden
relacionarse una con la otra por no ser la una la otra, es casi banal en su
evidencia. El punto crucial es que estas mismas relaciones aparecen
siempre mediadas por otras relaciones. Ninguna cosa por sí misma se
relaciona con ninguna otra cosa directamente, sino siempre por medio de
otras relaciones. Y nada en la realidad está exento de este patrón, ni
siquiera la razón que no lleva la realización del hecho. En esto consistió
la esencia de esa perspicacia irreversible que ya no abandonará nunca
Tanabe. No obstante, fue aún largo y serpentino el camino que le iba a
conducir, de lo que todavía es básicamente un modelo abstracto
sustituyendo a otro, a algo concreto que decir sobre esa realidad
interdependiente y absolutamente mediada en que vivimos.
32 una reinterpretación de la nada absoluta. Mientras Nishida
estudiaba filosofía, y de hecho a lo largo de toda su carrera, uno de los
principales problemas heredados del siglo xix era el conflicto entre el
individuo y la sociedad. A menudo, estudiantes de Nishida o
contemporáneos suyos arrastrados por el remolino de ideas marxistas
132
advertían que, simplemente, fijar la atención en el despertar del individuo
histórico y reducir la historia a una noción general de historicidad, era
una petición de principio y no una solución del problema. El joven
Tanabe, que todavía no había desarrollado una clara posición filosófica,
no tardó en reconocer la importancia de la crítica. El primer uso que dio
a su nueva dialéctica fue el de cuña con la que abrir las ideas de la nada
absoluta y el autodespertar hacia el mundo histórico. En ningún
momento dudó de la relevancia filosófica de estas dos ideas que había
recibido de Nishida, aunque las ubica en su propia arquitectura de una
manera bien diferente: Tanabe entiende el despertar a una nada absoluta,
transhistórica y universal, como un hecho "diferencial" en la amplísima
realidad histórico-relativa, mientras que para Nishida el autodespertar de
la nada absoluta es el principio del sistema entero, y como tal fue
considerado desde el principio como un todo "integral" en cuyo término
las cosas relativas podían ser sistematizadas.
La transición de la experiencia a la voluntad absoluta como punto
de partida fundamental, que fue llevada a cabo por su experimento con
una «dialéctica de la voluntad» en su ensayo sobre Kant, aparece junto a
su nueva preocupación por el papel de la voluntad en la praxis moral. La
influencia de Nishida y de su intento de fundamentar la moral en el
«conocer a través de volverse» es clara, pero naturalmente Tanabe no se
detiene allí, sino que sigue hacia delante para preguntar si, primero, la
totalidad de las correlaciones singulares entre cosas, personas e
instituciones no formaría parte de una dialéctica más grande y universal,
que se estaría desarrollando a través del tiempo histórico y, segundo, en
caso de que así fuera, qué relación tendría con la nada absoluta.
A pesar de la brevedad de este resumen, espero que haya quedado
más o menos claro que la concepción dialéctica de la historia de Tanabe
—es decir, la historia entendida como un proceso en donde el toma y
daca de la identidad entre individuos constituye un drama comprensivo
de conflicto, resolución y nuevo conflicto— está muy próxima a la de
Hegel. Por lo general, estuvo de acuerdo con la idea de que mientras los
individuos, como también las estructuras sociales que edifican entre sí
mismos, viven y mueren a través del tiempo, no son sólo las relaciones
particulares que cambian de forma de un momento a otro o de una edad a
la siguiente, sino la historia misma en el proceso de resolver su propia
identidad.
Lo importante aquí es notar que, una vez aceptado esto, no dio el
mismo paso que Hegel: el salto a una providencial y a la vez astuta
racionalidad que operaría detrás de los acontecimientos históricos. Un
salto así hubiera requerido la noción de un yo absoluto que transciende la
historia, ya que no hay racionalidad sin un sujeto racional. O tal yo sería
un absoluto verdadero, y por eso exento de la ley universal de la
mediación absoluta, y que daría la identidad a otros por no recibirla de
133
nadie; o participaría de una historia paralela y, en ese caso, sería sólo un
absoluto para nuestro mundo, pero en el suyo, sería relativo y por tanto
necesitado de otros de quienes recibir su propia identidad dialéctica, con
la consecuencia de que sería necesario un absoluto aun más elevado, y
así en retroceso infinito. Tanabe no aceptó ninguna de estas
posibilidades. Si la dialéctica es un principio absoluto, entonces no puede
haber ninguna cosa más allá de ella que la medie. Debe ser un hecho
in-mediato. La historia, por consiguiente, debe ser una unidad
omniabarcadora, la única historia de yoes y otros que llegan a ser y dejan
de ser en la relación mutua. Hablar del mundo del ser en su totalidad es
hablar de una realidad en proceso de formarse. Al igual que no hay cosa
que exista que no esté mediada, tampoco hay ninguna cosa que no esté
en proceso de formarse. Si hay teleología en la historia, entonces debe
estar en la historia, no más allá de ella.
Desde el principio, Tanabe desconfió tanto de los intentos por
someter la voluntad individual a una voluntad trascendente, como los de
sumergirla en un avance ineluctable de pura necesidad histórica. Por esta
razón, además de rechazar el idealismo de Hegel, rechazó igualmente la
alternativa de un materialismo dialéctico de orientación marxista. Como
muchos otros de su época, vio en la postura filosófica de Marx un cierto
desprecio por el libre albedrío del individuo, algo en lo que creía
firmemente. De esta manera, aunque mantuvo una cierta simpatía hacia
el pensamiento marxista en general, no aceptaba el propósito de sustituir
la regla de la providencia sobre el sujeto consciente por la regla de las
instituciones sociales, por muy positivas o beneficiosas que pudieran ser.
Un buen número de comentarios de Tanabe que abordan la
posición del Estado respecto al individuo, esparcidos a lo largo de sus
primeros escritos, confirman la sospecha de que adoptó la dialéctica en
una dirección muy diferente a las recetas hegelianas o marxistas.
Además, el hecho de que un lector tan ávido no se tomara nunca la
molestia de basar sus opiniones sobre el marxismo en un estudio más o
menos riguroso de las obras de Marx y el hecho de que pareció mantener
hasta el final sus impresiones iniciales de que su teoría económica y los
datos eran simplemente un «apoyo secundario» para realzar ideas
fundamentalmente filosóficas, demuestran que el pensamiento socialista
no fue más que un estímulo muy marginal en su pensamiento.
Si Tanabe se resistía a cualquier depreciación del sujeto en la
historia, también se resistía a considerar el despertar consciente, o su
forma pura de «experiencia inmediata» que supera la dicotomía entre
sujeto y objeto, como un tipo suficiente de conciencia de la historia, tal
como suponía que Nishida había propuesto. ¿Qué queda entonces para
explicar al desarrollo de la historia? ¿Qué es eso que se está elaborando a
sí mismo a través del tiempo, mediante la interacción de relaciones cuyo
paradigma es la relación entre el sujeto concreto y el orden social? ¿Es la
134
«dialéctica» de la historia nada más que una hidráulica de energías que
fluyen sin sentido de aquí para allá entre yo y el otro, dando a cada uno
su identidad al negar el otro, o por el contrario hay algún telos que
corresponda al mito de una providencia divina concretizando su voluntad
en la historia? La respuesta, concluyó Tanabe, la encontraremos tras
definir la noción budista de la nada, que Nishida ya había elevado al
nivel de un absoluto, como un tipo de anti-telos.
Para Tanabe, la nada absoluta, aunque sea contemplada con
Nishida como un locus trascendente, no puede ser un universal no
mediado, una clase suprema que abarcaría todos los seres lejos de toda
diferenciación. Esto la convertiría en la totalidad de todos los seres y, por
consiguiente, la devolvería al mundo del ser. No pertenece al mundo del
ser, pero al mismo tiempo su actividad se manifiesta sólo en el mundo
del ser, refractada, por ejemplo, en las actividades éticas de una praxis de
la autonegación del yo. Tal y como Tanabe la entendía, la nada absoluta
tenía al menos que cumplir, a su manera, el papel del Ser supremo
judeocristiano, en el sentido de que otorga una unidad trascendental a la
historia, aunque no le asigna el papel de proporcionar una última meta a
la historia que desempeñaba en la filosofía de Hegel.
Como nada absoluta, la idea no señala meramente una apophasia
o una afasia de la razón frente a la realidad última. Para Tanabe, significa
también un rechazo al carácter absoluto del concepto del ser mismo y, en
consecuencia, de su aceptabilidad como fundamento sobre el que los
correlativos pueden colocarse para identificarse y determinarse el uno al
otro:
Imaginar un absoluto fuera de esta mediación histórica, un ser que
transciende y abarca los relativos, es terminar sumergiendo al individuo
autónomo en la vil igualdad del panteísmo, o en el dominio de la
voluntad no mediada, selectiva, y divina del teísmo… Ambas tendencias
están innegablemente presentes en Hegel… El subyacente error básico y
desgraciado de Hegel fue postular un ser no mediado y absoluto más allá
de la unidad trascendental de la nada dialéctica, localizándolo fuera del
obrar de la nada como un ser autoidéntico y confiarlo a una lógica
herética de la sustancia.
Como absoluta, la nada debe obrar
universalmente en todas las relaciones que constituyen la dialéctica de la
historia y debe ser no mediada. No puede ser un yo, una totalidad de
yoes, ni un yo superior, puesto que el yo requiere un otro, y el absoluto
por definición es absuelto de toda interrelación y dialéctica con los otros.
No puede existir ninguna entidad invariable o sustrato invariable del ser
que proporcione una finalidad al mundo dialéctico del ser. Sólo una nada
(es decir, un no ser) absoluta (es decir, no mediata) puede proporcionar
un telos unificador a la historia.
Por muchas vueltas que le dio Tanabe a la noción de historia, y
más tarde a la noción de religión, en ningún momento puso en duda la
135
primacía del concepto de nada en la aventura filosófica. Cito sus palabras
de un ensayo tardío:
Toda ciencia necesita tomar como objeto de estudio una entidad u otra.
El punto de contacto está siempre dentro del ser, no en la nada. La
disciplina que tiene que ver con la nada es la filosofía. La religión
encuentra la nada y la vence en la fe, el arte en el sentimiento; pero sólo
la filosofía se ocupa de conocer la nada desde un punto de vista
académico. Desde Aristóteles, la metafísica ha sido definida como el
estudio de la existencia como tal, del ser per se. Pero si el ser es algo que
sólo puede conocerse concretamente a través de la mediación de la nada,
sería más apropiado que definiésemos la filosofía en términos de la nada,
pese a lo paradójico que esto pueda parecer al principio.
Lo único que
parece claro por ahora es que la nada absoluta es una especie de
dinamismo, casi un élan vital, que mantiene activa la dialéctica de la
interrelación de todas cosas. Todavía no ha decidido con precisión la
importancia de este aspecto en la argumentación filosófica. Lo que sí
empieza a parecer obvio es que la conciencia humana disfruta de una
capacidad privilegiada para reconocer lo que está pasando en la
dialéctica, y que esa capacidad es el fundamento de la acción moral. Es
necesario para despertar a lo que es la historia distinguir entre lo que está
pasando y lo que debería estar pasando, distinción que seguro
reconocemos en la frustración de nuestros deseos personales. «Es en la
moral», escribe Tanabe, «que encontremos la inmediatez vital de la
filosofía.»
Al menos inicialmente, la nueva interpretación de la nada
absoluta sirve menos para aclarar el contenido de la finalidad de la
historia que para preguntarse cómo la voluntad humana puede tomar
parte mejor en su vitalidad. La respuesta de Tanabe comienza con una
crítica de cómo la voluntad yerra por no consultar lo suficiente a la
razón, una crítica que le conducirá a su lógica de lo específico. Más
tarde, veremos cómo la noción de la nada absoluta se profundiza cuando
se enriquece con la idea del Otro poder del budismo de la Tierra Pura.
33 los orígenes de la lógica de lo específico. Con la
reformulación de la idea de la nada absoluta, la dialéctica de la
mediación absoluta debió enfrentarse a lo abstracto de la idea y a su
distancia natural del mundo histórico. Como él mismo admitió, "mi
prejuicio anterior hacia la abstracción resulta de una carencia en mi
capacidad especulativa." Intentó corregir el error desplegando una lógica
nueva, la lógica de lo específico.
Las razones aducidas por Tanabe para introducir una nueva
lógica, entre las que no incluyó la más mínima alusión a una
confrontación con la lógica del locus de Nishida, fueron dos. La primera
era una preocupación práctica por «hallar el fundamento racional de los
136
controles impuestos por la sociedad, como una nación, sobre sus
miembros individuales.» La segunda era la necesidad que sentía de
revisar la lógica general, en el sentido estricto de la palabra. El orden de
estos dos propósitos es deliberado. No empezó elaborando una lógica
para luego aplicarla a los problemas particulares del mundo histórico. Sin
embargo, tampoco hay que apresurarse en concluir, a la luz de los
sucesos posteriores, que simplemente había organizado su lógica para
justificar una postura política hacia el Estado japonés que había ya
decidido de antemano.
Ya en sus escritos anteriores podemos encontrar alusiones a la
primera de estas dos preocupaciones, esto es, al análisis del Estado como
límite a la libertad del individuo, aunque no habían constado en su idea
de la mediación absoluta ni tampoco en su fundamentación de la historia
en la nada absoluta. En 1922, por ejemplo, antes del auge del militarismo
en Japón, en plena era Taishō, con sus sentimientos positivos hacia el
liberalismo y la democracia, Tanabe publicó comentarios parecidos en un
ensayo titulado «La noción de cultura.» En él, reconoce la crítica del
socialismo al culturalismo burgués y a su idea de la democracia, pero a la
vez rechaza lo que le parecía su abandono casi total de las
preocupaciones filosóficas. Según él, la meta debe ser una especie de
democracia social que conservaría lo mejor de ambos puntos de vista. Es
más, insiste en «el deber» de Japón, en el concierto internacional de las
naciones, de desarrollar un «Estado étnico.» Muestra su desencanto con
el «culturalismo» de Taishō, por el que entiende el culto a la alta cultura
importada del extranjero y al intento de emularla. La raíz del problema,
según Tanabe, se halla en el avance impetuoso del individualismo
moderno y en la reorganización de la humanidad según el modelo de la
democracia occidental, pero «que no valora la raza lo suficiente y olvida
el significado importante de la nación.» Se hacía necesario un ideal
filosófico nuevo, distinto del que podían ofrecer los Estados
occidentales.
Sobre el fondo de este acercamiento crítico general al saeculum
japonés, Tanabe aborda la idea de Hegel del universal concreto y del
espíritu objetivo como forma que pone en relación la noción de la nada
absoluta y la historia. Mientras elaboraba su dialéctica de la mediación
absoluta fundada en la nada absoluta, se le ocurrió que la razón por la
que las reglas de la lógica no son útiles para resolver las cuestiones
morales en el mundo histórico es porque, estructuralmente, están
diseñadas para no hacerlo. La crítica de Nishida a la lógica del sujeto y
predicado le ayudaba a explicar por qué la lógica no puede dar cuenta de
lo que sucede en el proceso del despertar del yo. Había demostrado cómo
la concatenación de relaciones entre universales y particulares en el
dominio de la lógica se desbarata en cuanto se refiere a la experiencia
pura. Pero no podía tender ningún puente sobre la brecha que permanecía
137
abierta entre el despertar y la manera en que las instituciones sociales
influyen en nuestros modos de pensar.
El catalizador inmediato de la propuesta de una nueva lógica no
vino, como era de esperar, de los neokantianos, entre quienes la
preocupación por los efectos de los valores sociales en las cosmovisiones
filosóficas y científicas era bien visible. Tanabe no habla de ellos en este
contexto. Fue más bien la lectura de Bergson, sobre el fondo de las
crecientes tensiones en la situación política de Japón, que le dio el
impulso crítico necesario. Tanabe ya conocía algo de la filosofía de
Bergson, aunque en general indirectamente, gracias a los escritos de
Nishida. Cuando un ejemplar de Las dos fuentes de la moral y la
religión, publicado en 1932, cayó en sus manos, reconoció
inmediatamente su propia preocupación sobre las condiciones históricas
de la cosmovisión religiosa y la ética.
Valiéndose de la sociología de Durkheim, que distingue entre la
sociedad «abierta» y la «cerrada», y añadiendo su propia distinción entre
la religión «dinámica» y la «estática», Bergson intentó demostrar cómo
las opciones de las primeras sobre las segundas eran de importancia
crucial para el pensamiento filosófico. Al leer el libro, Tanabe llegó a
comprender dos cosas importantes respecto a Japón: primero, que sus
enfrentamientos con Asia dependían de la ideología de una mentalidad
de clan étnicamente basada y totémicamente sellada, que les impedía, de
hecho, asociarse con las grandes sociedades abiertas del mundo; y
segundo, que la sociedad verdaderamente abierta no es meramente una
función de conversión intelectual, sino que debe recurrir y trasmutar las
mismas motivaciones instintivas y el mismo sentido innato de obligación
para con el grupo que funciona en la sociedad cerrada.
La solución más obvia, y también la más simple, hubiera sido
seguir a Bergson y reafirmar una apertura de la mentalidad individual
hacia la comunidad humana en su totalidad, sin quedar atada a los límites
de la unidad tribal a la que pertenece y confiar en que la religión
proveerá la motivación necesaria en forma de amor universal. Pero
Tanabe tomó un camino diferente, superponiendo su propia dialéctica en
las distinciones de Bergson. Tras considerar que la inclinación de la
ética, por su naturaleza, es cerrar a la sociedad dentro de sí misma y que
la inclinación de la religión, en cambio, es abrirla a las preocupaciones
humanas universales, argumentó que una mediación mutua de las dos
supliría a cada una lo que le faltaba. El primer y más importante paso,
consecuentemente, sería hacer lo más transparente posible la naturaleza
del prejuicio tribal, para que después pudiera reemplazarse por la
racionalidad de la sociedad abierta. Para lograr esa transparencia, haría
falta identificar los parámetros formales de la lógica que los individuos
de una sociedad suelen usar para discurrir y poner en práctica sus
obligaciones morales, y de esta manera aclarar así la diferencia en cuanto
138
a contenido racional entre la sociedad cerrada y la abierta.
Cuando Tanabe abordó por primera vez estas ideas en un largo
ensayo de 1934, «La lógica de la existencia social», se vio claramente
que la cuestión le mantendría ocupado durante bastante tiempo. Es en
este ensayo que usa por primera vez el término «lógica de lo específico»,
que entendía en un sentido crítico y constructivo a la vez. A diferencia de
la dialéctica de la mediación absoluta, la lógica de lo específico se
encaraba a la «lógica» en el sentido clásico de la palabra. Era un intento
de describir las condiciones bajo las cuales es posible extraer inferencias
y determinar qué constituye una evidencia y qué no. De este modo,
Tanabe pretendía determinar qué hace que una «sociedad étnica» se
cierre sobre sí misma y, cerrando también las mentes de sus miembros,
qué la mantiene cerrada; como también averiguar de qué medios dispone
una sociedad así para abrirse a sí misma y, reabriendo las mentes de sus
miembros, mantenerse abierta. Estaba convencido de que en la oposición
de Bergson entre el individuo concreto y vivo por un lado, y la
comunidad universal, ideal y humana por el otro, existía otra dimensión,
en su mayor parte inconsciente e irracional: esa dimensión fue lo que
Tanabe dio en llamar el dominio de lo específico.
A diferencia de las categorías kantianas, que son
transcendentales, la sociedad étnica filtra la manera en que la razón
procesa la interacción entre lo real y lo ideal en medio de la historia. Pero
al igual que las categorías transcendentales, su función es invisible a la
mentalidad cotidiana de sus miembros, protegiendo el cierre de la
sociedad de las razones que animarían a abrirla. Vio ejemplos de este
proceso en la ideología nazi del Blut und Boden y en la búsqueda de
Heidegger de una unicidad alemana, dos ideas que criticó.
Evidentemente, Tanabe quería incluir a Japón en su crítica. La
mentalidad cerrada del Japón contemporáneo que apareció en su
culturalismo (y en un cierto grado, en su militarismo creciente) constituía
de hecho el ejemplo concreto más a mano.
Aunque la lógica de lo específico parece estar en relación mucho
más estrecha con el tiempo y la historia que la lógica del locus de
Nishida, no hemos de olvidar que sus elucubraciones fueron mayormente
formales. Tanabe no hizo grandes esfuerzos para aplicar y problematizar
su lógica en aquello que justamente le había llevado hasta ella, esto es,
los hábitos irracionales de pensamiento que hacen de Japón una sociedad
cerrada. La mera posibilidad de existencia de esta lógica irracional
parece haberle satisfecho en esta coyuntura. No obstante, a nivel teórico,
los textos dejan poco lugar para la duda: Tanabe se daba bastante cuenta
de las limitaciones irracionales que su propia sociedad «específica»
imponía al pensamiento de sus miembros.
Antes de ver con más precisión cómo Tanabe aplica su lógica
concretamente, será necesario que nos hagamos primero una idea general
139
de lo que pretendió con ella. Lo explicaré siguiendo los cuatro pasos que
dio al formular la lógica de lo específico.
34 lo específico y el mundo socio-cultural. La lógica de lo
específico comienza desplazando lo específico de su función formal y
silogística y otorgándole un nuevo papel, ontológico, en la dialéctica de
la mediación absoluta. Así, lo primero que hace Tanabe en su
reinterpretación de la noción de específico es liberarlo de sus
obligaciones con la lógica formal, donde hacía de mera categoría de
clasificación entre lo universal y lo individual. Esto tendrá dos
consecuencias.
Primero, como Hegel había demostrado, cuando se introduce en
el modelo la dimensión de la historia, la lógica de dos valores del
silogismo gramatical cede a una dialéctica en que la negación y la
afirmación trabajan incesantemente para hacer el mundo —y también,
nuestra comprensión de él— repetidamente. En lugar de confiar
exclusivamente en el principio de no-contradicción, Tanabe sigue el
ejemplo de Hegel y propone una lógica fundada en un principio de
mediación absoluta, concluyendo:
La lógica de lo específico es una lógica dialéctica, …tanto una lógica
como una negación de la lógica. La autocontradicción de la existencia y
la
reversibilidad
de
la
afirmación-en-negación
y
la
negación-en-afirmación no puede ser expresada, menos aún descrita, en
términos de una lógica que toma las leyes de la identidad y de la
no-contradicción como principios básicos… La existencia destruye y
supera la lógica de la identidad…
Tanabe hace referencia a la
negación de la lógica para subrayar que la lógica de lo específico es
siempre una lógica de una realidad que evoluciona, un modo de ver que
únicamente tiene sentido cuando uno se introduce en al acto de ver.
En segundo lugar, al hacer de la mediación absoluta un principio
lógico más fundamental y más honesto con la realidad que el principio de
no-contradicción, Tanabe no está diciendo simplemente que la realidad
esté llena de contradicciones que requieren un continuo toma y daca
entre nuestras ideas sobre ella, sino también que la mediación que
propulsa la historia a través del tiempo como una totalidad
interrelacionada pertenece en sí misma a la realidad. En este punto se le
ocurrió la idea de revigorizar la función silogística de lo «específico»
como eslabón que uniría lo universal o el género con el individuo (la
afirmación «Sócrates es un hombre», que hace posible que la proposición
«Todos los hombres son mortales» se aplique al caso individual en la
forma de «Sócrates es mortal»). Esta función intermediaria formal, pensó
Tanabe, podría extenderse más allá de las proposiciones abstractas hasta
identificar la realidad ontológica actual, por la que muchos individuos
participan cada cual en un universal común y genérico.
140
Hablando de un «uno» universal y de los individuos que
componen «los muchos», el papel tradicionalmente otorgado a lo
específico fue meramente auxiliar. Por un lado, sirvió para agrupar a los
muchos en unidades más pequeñas que el universal. Por otro, ayudó a
dividir la inmensidad del «uno» en unidades más grandes que el mero
individuo. Como lo específico carecía de las posibilidades ontológicas de
que gozaban lo universal y lo individual, en cierto modo había quedado
confinada: Tanabe reivindica que esta categoría sea vista como algo
completamente real, de hecho, como aquello que proporciona a lo
universal y a lo individual su realidad histórica.
Sumariamente, Tanabe pensó que el método de clasificación
tradicional en filosofía había tendido a fijarse en individuos y universales
(genera) y descuidaba las subclases interventoras (species). Aunque este
sistema de clasificación puede ayudar a localizar el uno entre los
muchos, tiende a generar expectación por teorías que ven los muchos en
cierta forma derivados de o dimanando del uno, o que consideran la
interacción de la realidad concreta con los ideales abstractos como
descriptiva del mundo real.
Las consecuencias para su anterior formulación de la dialéctica
de la mediación absoluta son obvias. La idea de que la mediación es tan
real como las cosas reales que interactúan las unas con las otras, sin la
concreción del mundo histórico, sonaba más a floritura retórica que a
declaración crítica. No hay en ella ninguna razón de por qué el lenguaje
dialéctico debiera ser menos susceptible a sus propios prejuicios sobre el
mundo fenoménico que una lógica estática de dos valores. Esta crítica,
que el lector de la Fenomenología de Hegel, rica en experiencia
histórica, apenas puede evitar al leer su seca y etérea Lógica, no pasó
desapercibida para Tanabe. Como consecuencia, no pudo proponer su
principio de la mediación absoluta como una lógica —es decir, como un
modo de ver la realidad— sin anclarla primero en la inmediatez del
proceso histórico temporal. Esto nos lleva al objetivo inicial de su nueva
lógica, es decir, la problematización de la apertura de la sociedad
cerrada.
Para cumplir con el papel de garante de la concreción, lo
específico debía ser sincrónico y diacrónico a la vez: tenía que referirse a
una época particular, pero también a lo que se revela a través de las
épocas. En otras palabras, la cultura y la sociedad específicas a una época
tuvieron que tomar una posición media entre la historia universal del
hombre y la historia singular de los hombres y mujeres concretos.
Además, al igual que el cristiano Hegel, pero a diferencia de Nishida,
cuya lógica del locus se desplegó frecuentemente en metáforas budistas
sobre el mundo más grande de la naturaleza, la lógica de lo específico de
Tanabe parece haber dado por supuesto que el sentido primero de la
historia se encuentra en la historia humana. Mientras que para Tanabe la
141
lógica del locus inclinaba la historia hacia el autodespertar del individuo,
su propia lógica pretendía apuntar directamente a la praxis y a sus
implicaciones éticas. Todas estas suposiciones terminaron articulándose
en una decisión, el segundo paso de su lógica: la inmediata realidad
histórica de lo específico no es, ni más ni menos, que el sustrato
socio-cultural de las razas particulares, el modo de pensar de la
«sociedad étnica», que se presenta inicialmente como «cerrada» pero que
está en el fondo abierta a la transformación.
Este paso supuso para Tanabe todo un nuevo desafío, pues lo
enfrentó cara a cara con el problema más grave y discutido en su época,
esto es, el problema de la identidad de la sociedad japonesa respecto al
resto del mundo. En el trasfondo de su primer ensayo sobre la lógica de
lo específico, son evidentes los ecos del clamor de tantos y tantos
intelectuales que reclamaban una mayor atención a la praxis social
concreta. Tanabe era consciente de que manejaba con cuestiones muy
polémicas y candentes, y aun se toma un momento para excusar a Hegel
por escribir en una época en que tales cuestiones no eran relevantes. Por
su parte, Tanabe estaba convencido de que su lógica, ya mudada del
dominio puramente formal al ontológico, no podría permanecer
indiferente a la cuestión de si se cerraba o se abría la sociedad japonesa.
No debemos pasar por alto la situación política que atravesaba
Japón en la época en que Tanabe tramaba su lógica de lo específico.
Toda reflexión crítica sobre las estructuras sociales tenía que hacerse en
medio de un creciente totalitarismo y de las incursiones militares de
Japón en el extranjero. En esa atmósfera, el lenguaje especializado de los
filósofos de Kioto, la principal fuerza filosófica de Japón en aquel
momento, perdió su inocencia. Hasta las nociones más abstractas fueron
revestidas con significados a menudo lejos del propósito de sus autores.
El hecho de que Tanabe optara por tratar cuestiones que coincidían con
las dimensiones prácticas, morales y religiosas de la filosofía oficial no
hizo sino difundir aún más sus escritos.
Para Tanabe, la lógica que conserva cerrada una sociedad es
aquella que fusiona al individuo con lo específico, cerrando así el camino
al universal. A la vez, la lógica que abre una sociedad no es concebida
por mentes individuales que intuyen y proclaman ideales universales,
sino por una oposición dialéctica del individuo y de lo específico en
donde cada uno enriquece al otro, y lo abre a algo más grande. La causa
última del cierre no puede encontrarse en la cultura o la etnicidad
mismas, pues sin éstas difícilmente podría decirse que existe ninguna
sociedad, ni cerrada ni abierta. Por supuesto, no hay que buscar la causa
en la organización social en un Estado nacional, ni tampoco en ninguna
forma particular de institución. Más bien, las razones que explican por
qué una sociedad se cierra habría que buscarlas en una irracionalidad
fundamental de lo específico mismo.
142
La declaración es tan seria y directa como suena. La función de la
filosofía es para Tanabe ayudar a la razón a subir por encima de las
condiciones socio-culturales con las que, sin embargo, ha de enfrentarse
y tiene que trabajar constantemente. Si no es eso, tiene que rendirse a la
irracionalidad. La razón y la conciencia no están atadas a condiciones
como lo están la irracionalidad y la inconsciencia. La mente individual
debe encontrar una manera de penetrar en los prejuicios que la sociedad
y la cultura favorecen o imponen en el pensamiento, si quiere llegar a un
telos más profundo que las tradiciones y las modas particulares, que se
reproducen y se multiplican en una sociedad de generación en
generación. Y más aún, una vez que ha penetrado en la superficie de esta
especificidad, debe regresar y revisarla, a fin de ejercitar un juicio moral
sobre la dirección general de la sociedad. La cuestión filosófica no se
agota por sobreponerse a la sociedad étnica o por proponer una vida al
margen de ella —el mero hecho de que estamos educados en ciertos
hábitos de lenguaje, de comida o de vestido lo hace una idea utópica—
sino que ha de intentar mejorarla por medio de la razón práctica.
Si hay una irracionalidad fundamental en el centro mismo de la
sociedad humana, y si como individuos libres y conscientes es nuestro
ambiguo deber vencerla, hay también un tipo de no-racionalidad que
hemos de respetar. Es decir, si la especificidad de la existencia social es
tanto un acicate a nuestro impulso innato a la superación de la ignorancia
como una constación de que nunca llegaremos a superarla, entonces
somos víctimas de una cruel e irrevocable ley de la existencia. Tanabe
nos propone, como fuga de esta aporía, que veamos la dimensión
no-racional de lo específico como una cifra que apunta más allá de sí
misma, es decir, que apunta directamente a una dimensión religiosa.
Esto nos lleva al tercer paso de la lógica de lo específico: el
fundamento último de la especificidad no está en el ser de la relatividad
histórica, sino en la nada absoluta. Este paso se hace explícito con la
introducción de ciertas ideas existencialistas de Heidegger y de Jaspers,
que relaciona con una transformación religiosa que culmina en el
despertar y en la praxis de la nada absoluta. La piedra angular de su
pensamiento, en general compartida en la escuela de Kioto, puede
expresarse sencillamente así: la realidad inmediata del ser humano como
ser racional y social no se funda en ningún estado o modo de ser más
elevado, sino en una nada absoluta que a la vez abraza y penetra las
contradicciones inherentes y la nada relativa que aparece en los límites
del ser. En el caso de Tanabe, la nada se convirtió en el «sujeto» de la
mediación absoluta que trabaja en el mundo del ser. Como tal, es el
principio que está detrás de la conversión de los individuos, sólo porque
es también el principio que se esconde tras la transformación de la
especificidad socio-cultural que proporciona a la individualidad su
inmediatez. Su lenguaje es denso, pero deja poco espacio para la duda:
143
En cuanto la nada es la nada, es incapaz de funcionar sola. El ser puede
funcionar sólo porque no es la nada… El individuo es mediado por la
nada en una mediación autonegativa de lo específico en la que el ser de
lo específico funciona como una nada-en-ser, y desde luego, hace al
individuo un ser-en-nada.
En la lógica de lo específico, entonces, la
nada absoluta aparece principalmente como la dimensión religiosa de la
existencia social. Tanabe rechazó como mero «prejuicio» el supuesto
bergsoniano de que la religión es de naturaleza mística. Al contrario,
siempre vio en ella una via salvationis cooperativa en la que el despertar
del yo no podría ser auténtico si no es desbordándose en la esfera moral
de la praxis social. Incluso la via mystica fue siempre para Tanabe una
via specifica que pasa por el centro mismo de la comunidad humana
concreta. De esta manera, consigue introducir la dimensión religiosa en
su análisis de la nación. Además, al menos a partir de su lógica de lo
específico, fue consistente en afirmar que la función de la religión es la
negación absoluta.
La religión niega a la nación en un sentido práctico y en un
sentido ontológico. Prácticamente, porque es una vía de salvación de lo
específico, que Tanabe señala por el término budista de «la aceptación
incondicional», o según su propia paráfrasis, «la aceptación absoluta.»
Ontológicamente, porque niega no solamente la nación sino toda forma
inmediata de especificidad socio-cultural, así como también el ser
autosubsistente de los individuos y la existencia de la especie humana
como universal. Al negar todas las afirmaciones de la moral, la razón y el
poder que se ponen en marcha en la mediación concreta de lo individual,
de lo específico y de lo genérico en la existencia social, la negación
religiosa es una negación absoluta. Como negación, no niega tanto el
hecho de la mediación como la afirmación de que la mediación que
aglutina la sociedad es, de hecho, el trabajo de los miembros que la
constituyen. Como absoluto, la negación evita que la obra práctica de la
salvación acabe identificándose con ciertas estructuras particulares, lo
que convertiría al Estado en una forma de teocracia: esto para Tanabe no
significaría más que un absolutizar lo específico.
35 lo específico y la nación. Estos primeros tres pasos —el
desplazamiento ontológico de lo específico, la estructura cerrada de la
sociedad étnica, y el fundamento religioso en la nada absoluta—
representan el núcleo de la lógica de lo específico. Pero Tanabe dio un
paso más, un paso cuyas consecuencias le dirigirían por unos derroteros
de los que más tarde se lamentaría.
Aunque la carencia de ejemplos concretos, junto con la libertad
del lenguaje japonés para omitir la distinción entre el singular y el plural,
da un cierto tono ambiguo a las ideas de Tanabe sobre la sociedad étnica,
no cabe duda de que la lógica de lo específico tuvo su área original de
144
problematización en el Japón de entonces. La pregunta que se hace
Tanabe es, cómo podría iniciarse un proceso de conversión hacia una
sociedad más «abierta». Es la pregunta que estimuló su búsqueda de un
fundamento racional para la existencia social. Después de lo que hemos
visto, podríamos esperar que Tanabe diagnosticara a nivel más elemental
lo que sucede cuando lo individual y lo específico se combinan para
excluir lo universal; que indagara luego en los modos particulares de
pensamiento que proceden de esa exclusión, y de esta manera que
iluminara el proceso por el que una sociedad se cierra sobre sí misma. En
lugar de eso, durante los años en que la lógica de lo específico fue
tomando forma, aproximadamente de 1934 a 1941, Tanabe decidió
focalizar su atención en el nivel más elevado de racionalización de la
existencia social —la nación moderna.
La preocupación de Tanabe por la situación social que atravesaba
entonces Japón no justifica suficientemente la introducción del concepto
de nación en la lógica de lo específico. Hay que suponer que influían,
como mínimo, otros dos factores. Primero, la preocupación intelectual,
muy general entonces, de establecer la identidad de Japón como nación,
una preocupación heredada de la época Meiji. Los países occidentales,
desde la revolución francesa, reconocían la importancia de la identidad
nacional, que incluía no sólo símbolos externos, como la bandera o el
himno, sino también una literatura nacional, una Volkspsychologie, un
interés por el folklore autóctono, etcétera. Japón sólo seguía el ejemplo.
En segundo lugar, y no inconexo con esto, estaba el lugar exaltado que
Hegel otorgó a la nación en su filosofía. Por sus mismos compromisos
con una dialéctica histórica, Tanabe vio la inclusión como algo
inevitable. De una manera u otra, entonces, la nación debía encontrar su
propio lugar en la construcción filosófica.
Al mismo tiempo, no cuesta entender la consecuencia lógica de
este nuevo paso. Si bien lo específico es por definición la realidad
inmediata en la sociedad cerrada, es inmediato sólo para los que no
reflexionan sobre su realidad. Cuando el individuo toma una postura
crítica respecto a la sociedad específica étnica o racial, la dialéctica entre
los dos llega a la conciencia. Mientras la dialéctica sea consciente, puede
conducir a una transformación mutua, sin que un lado invada o acalle al
otro. Para ello, ningún lado puede quedar como realidad «inmediata». No
se puede regresar entonces a la candidez inconsciente de la sociedad
cerrada, como tampoco debe asumirse simplemente una postura
cosmopolita, como si uno pudiera flotar libremente por encima del
mundo de lo específico. Más bien, lo específico se «generaliza» al ser
racionalizado; a la vez, la cultura, la moral, la ley y los ideales que
subyacen a todas ellas, sirven de universales para transformar una
sociedad, únicamente, al ser actualizados en la historia. Tanabe no vio
otra manera de hacer que esta dialéctica funcione que poniendo a la
145
nación en el centro mismo de la reflexión y la acción moral.
La inclusión de la idea de nación le parecía, pues, un paso obvio
y coherente con el desarrollo de su pensamiento. Si la nada absoluta no
está atada al mundo del ser y del devenir y, sin embargo, si puede
considerarse que «trabaja» en un sentido más amplio que el de actuar
simplemente como un cemento racional que une seres en una mediación
mutua, es decir, si la nada absoluta en algún sentido participa en el
despliegue de la historia, entonces debe haber alguna forma que nos
permita hablar de su autoencarnación en el tiempo. Obviamente, tal
encarnación no puede tener lugar en la subjetividad individual de manera
inmediata, pues esto elevaría la conciencia más allá de la ley de la
mediación absoluta. Ni podría el absoluto encarnarse inmediatamente en
la memoria colectiva y los modos de pensamiento de una raza o cultura
específica, ya que esto eliminaría la misma cosa cuya transformación
constituye el avance de la historia. Tampoco la especie humana universal
es un locus adecuado a la manifestación histórica del absoluto, ya que
ésta no es más que un ideal abstracto. La única realidad que reunía para
Tanabe las condiciones necesarias de lo real y lo ideal concretizados en
el tiempo y la historia era la nación.
Aquí Tanabe da un paso crucial. En un ensayo de 1939, «La
lógica de la existencia nacional», sugiere una idea de la historia como
una dialéctica de un nivel más elevado, que abarcaría otras relaciones
dialécticas bajo ella. En un lado de esta dialéctica encontraríamos la
relación entre el individuo y el ambiente específico, étnico, y
socio-cultural; su interacción proporcionaría a la historia su relatividad
concreta. Al otro lado, encontraríamos la nación, que es relativa respecto
a las otras naciones, pero absoluta frente a la dialéctica entre el individuo
y lo específico. Desde luego, la historia es la interacción de las relaciones
entre naciones, cada una de ellas es un absoluto relativo a los individuos
y al ambiente específico que media. La nación, en consecuencia, puede
considerarse como un «absoluto relativo» o «una actualización del
absoluto» en el mundo relativo. De este modo, el absoluto de la nada se
manifiesta en la historia al nivel de la dialéctica suprema del mundo del
ser, sobre la que no hay nada más elevado para mediarlo —a saber, la
nación.
Ya en el primer ensayo que habla de la lógica de lo específico,
podemos observar que Tanabe no sólo veía en la nación la encarnación
de lo específico, sino también que la valora como condición necesaria
para la salvación de la irracionalidad de lo específico, y como apertura al
fundamento último de la realidad. Como absoluto relativo, sería también
la mediación directa al absoluto como tal:
En el sentido en que la nación logra una forma unificada como unidad
absolutamente mediada de lo específico y del individuo en la religión, la
nación es la única cosa absoluta en la tierra. A diferencia de las así
146
llamadas sociedades primitivas o totémicas, donde los individuos están
absorbidos en la voluntad del grupo para preservar y diseminar el ser y la
vida del mismo, la nación europea moderna se construye sobre el ideal
ilustrado de transferir el énfasis de «la voluntad a la vida» del grupo
hacia «la voluntad a la razón y a la moral» de los individuos como los
átomos políticos que la componen. La esencia de la nación consistiría
para Tanabe en una «voluntad a la autoridad» que proporcionaría un tipo
de unidad molecular y racional a la totalidad de sus miembros.
Aceptando la idea hegeliana de que « ser miembro de la nación es el
deber más elevado del individuo», Tanabe añade que la esencia de una
nación consiste en abrir lo que la especificidad étnica había cerrado, o en
sus mismas palabras, «elevar a sus individuos al estado de individuos
universales.»
Dicho de otra manera, la mera idea de raza puede mediar la
dialéctica entre la raza humana como universal y el individuo concreto,
pero únicamente en forma de condiciones irracionales para el
pensamiento. No puede funcionar históricamente en cualquier otra
capacidad. Pero una vez elevada al nivel de nación, los individuos de una
raza son capaces de sacar esas irracionalidades a la luz, en interacción
con otras naciones y, al mismo tiempo, de iluminar las irracionalidades
de otros grupos raciales. En este sentido, para Tanabe la nación es
también un ser absoluto: eleva la raza solitaria por encima de su
relatividad, hasta el punto de que puede funcionar en la historia como
una totalidad. Es, por tanto, el mediador del telos de la nada absoluta en
el tiempo y el espacio.
Así, Tanabe considera que la vocación moral de la nación es la
apertura de la sociedad, aunque Bergson pasó por encima del concepto
de nación e introdujo directamente a la humanidad como genérico
universal que eleva a los individuos más allá de sus meros instintos, y a
las sociedades específicas, más allá de su autocerramiento. Sin la nación,
pensó en cambio Tanabe, no hay manera de mediar en la historia
concreta el efecto saludable de ideas abstractas del tipo «la sociedad
humana», «la especie humana», o «la comunidad internacional» sobre el
substrato inmediato y específico de los grupos étnicos. Al mismo tiempo,
si no se preserva la carga de abstracción de estos ideales, como un tipo
de principio protestante permanente, no hay manera de prevenir que
ciertas naciones particulares condenen o repriman la especificidad
cultural de otras naciones en nombre de la misma humanidad, o apelando
al universalismo.
Es cierto que Tanabe vio la realidad inmediata de lo específico
únicamente como una forma provisional dada a la dimensión social de la
existencia humana. No obstante, no podía imaginar ninguna reforma o
transformación que tuviera lugar al margen de las estructuras concretas
de las naciones particulares. Por eso, el abrir la sociedad cerrada requirió
147
verla como una nación, pero también como sólo una nación entre muchas
otras en la comunidad humana. La ejecución concreta de tal apertura en
los modos de pensar de la sociedad étnica hace necesaria una voluntad
individual fundada en algo más grande que en sí misma: «A través del
servicio a la nación y de la sumisión a las órdenes de la nación, la
autonomía moral no desaparece, sino que se hace posible.» A la inversa,
cuando una sociedad se cierra en sí misma por medio del totalitarismo y
la opresión, la moral requiere que el individuo le haga frente y la
conduzca de nuevo a su propio destino, como una más de las múltiples
sociedades que forman la humanidad universal.
Estas ideas son repetidas una y otra vez en sus escritos sobre el
concepto de nación. En uno de sus últimos ensayos sobre el tema, «La
moral de la nación», publicado en la revista Chūōkōron en 1941 —ese
mismo año, Chūōkōron publicaría la primera parte del famoso simposio
sobre El punto de vista histórico-mundial y Japón, del que hablaremos
más adelante— Tanabe escribe:
Para que el Estado se haga concreto a través de la mediación de sus
miembros individuales, debe hacer emerger la autonomía del individuo
y, al mismo tiempo, unificar esa autonomía a sí mismo… Sólo en una
autonomía autoconsciente de coexistencia en un orden universal con
otras naciones puede la nación expresar su carácter absoluto.
Tanabe declara que estaba tan descontento con la intuición de
Nishida de una unidad básica e inmediata entre los contradictorios del
individuo y la especie humana, que se había visto obligado a acercarse
más a las realidades de la historia, y a ver a la nación
desde fuera como algo que participa en una cooperación y respeto
mutuos entre los diversos países unidos en el nivel del género; y desde
dentro, como algo que cumple los deseos de cada individuo; y desde
dentro y fuera, como algo que media el cumplimiento y la cooperación y
el amor en el individuo.
Si basamos nuestro concepto de nación en
una especificidad racial o cultural, insiste Tanabe, corremos el riesgo de
acabar en el comunismo o en el totemismo. Sólo en la intercomunión de
Estados específicos puede la comunidad humana convertirse
verdaderamente en una realidad concreta. Como vemos, la lógica de lo
específico como tal no concluye con ninguna consideración sobre el
cuerpo político japonés como ideal alternativo al de la comunidad
internacional, ni defendiendo una misión central de Japón en esa
comunidad. Y sin embargo, estas fueron las conclusiones a que
conduciría su lógica de lo específico. Para entender este paso en su
contexto, hemos que regresar a la situación política y a la manera en que
se involucró Tanabe en ella.
36 un nacionalismo ambivalente. En septiembre de 1931 el
ejército colonial japonés establecido en el sur de Manchuria, impaciente
148
ante la indecisión del gobierno central, decidió invadir unilateralmente la
guarnición china en Mukden. Quince meses después, consiguió hacerse
con el control de Manchuria. La agresión no sólo agrandó la brecha que
separaba a Japón de China, sino que incitó a los rusos a aumentar su
potencial militar en Siberia y provocó la repulsa unánime del resto de las
naciones del mundo contra el gobierno japonés. A su vez, todo esto dio
un nuevo impulso a los elementos extremistas de Japón, que continuaron
reivindicando con nuevas energías la hegemonía militar en el Asia
oriental. Poco a poco, comenzaron a controlar más férreamente los
recursos del país, tanto materiales como intelectuales.
La primera confrontación directa de Tanabe con el fascismo de la
era Shōwa fue en 1933, cuando el gobierno intervino para reclamar la
destitución de un profesor de leyes, Takikawa Yukitoki, a causa de unos
comentarios que supuestamente ponían en peligro al Estado. Tanabe
encabezó en la Facultad de Letras de la Universidad de Kioto el pequeño
contingente que expresó su oposición a la interferencia, calificándola de
afrenta a la libertad académica. Chūōkōron llevó los detalles de estos
sucesos al público, y para octubre Iwanami Shigeo, responsable de una
de las principales editoriales del país, publicó la historia en forma de
libro. El incidente acabó siendo más o menos sonado y, a pesar de que
Tanabe no forzó sus opiniones particulares en extremo, su participación
desagradó a Nishida, que rechazó la oferta de apoyarles que le hizo
Iwanami pues temía poner en peligro a toda la universidad por un solo
caso. De todas maneras, el asunto acabó estimulando a Tanabe, que
decidió explicar filosóficamente lo que sucede cuando el Estado ejerce su
voluntad en contra del individuo.
Dos años después, en 1935, Tanabe expresó públicamente su
oposición contra el intento del Ministerio de Educación de aislar la
cultura japonesa del mundo occidental, y al año siguiente argumentó su
posición en forma escrita, en una suerte de asalto contra la emergente
ideología militarista y en defensa de la necesidad de la ciencia
occidental. Parece ser que Tanabe sintió en cierto momento que su vida
corría peligro. Aunque esto pudiera ser algo exagerado, sus comentarios
sí produjeron acusaciones de infamia fuertes, ad hominem, e inmediatas:
no hay más que echar un vistazo a las páginas de El principio de Japón,
una revista ultraconservadora fundada para proteger el sistema imperial
de las intrusiones del marxismo y de la democracia occidental. Por
ejemplo, Minoda Muneki acusó a Tanabe, entre otras cosas, de respaldar
la revolución marxista. Al mes siguiente, la revista publicó un ataque
similar escrito por otro ultraderechista, Matsuda Fukumatsu. Nishida
aconsejó a Tanabe que no respondiera, pero otra vez Tanabe no siguió su
consejo y envió una respuesta a la revista, donde fue publicada en mayo
del año siguiente. En ella, hacía hincapié en el peligro que supondría
aislar la cultura intelectual de Japón de los progresos científicos del
149
mundo exterior.
Fue más o menos entonces cuando Tanabe se enteró de que
Heidegger se había unido a los nazis. En respuesta al discurso que éste
pronunció defendiendo su decisión, y que fue publicado en un periódico
de Japón, Tanabe escribió un breve artículo titulado «¿Una filosofía de
crisis o una crisis de la filosofía?», en el que criticó sin rodeos a su
anterior amigo por ajustar su filosofía a los intereses del Estado:
Como filosofía de la libertad, el idealismo alemán superó la ontología de
los griegos. En el intento de defender el significado racial de la academia
alemana, es extraño el hecho de que Heidegger parece no tomar el hecho
en serio… La filosofía no puede, como él piensa, simplemente resignarse
al destino y someterse al servicio de la nación.
El artículo, fechado
el 5 de septiembre de 1933, fue publicado en un periódico nacional al
mes siguiente. No se sabe si comunicó su opinión directamente a
Heidegger o no. En realidad, el único contacto directo de Tanabe con la
Alemania nacionalsocialista, o el único del que tenemos noticia, fue la
ayuda que prestó en 1941 a Jaspers y su esposa, cuando llegó a sus oídos
que estaban siendo perseguidos por los nazis. Tanabe colaboró, junto a
otros, para garantizar su seguridad; tiempo después, Jaspers le expresaría
eterna gratitud en una carta.
En cualquier caso, a los dos años Tanabe había decidido encarar
filosóficamente, en toda su amplitud, el concepto de nación. Estaba
convencido de que, simplemente, poner el énfasis en la subjetividad no
era suficiente para asegurar la libertad del individuo. Algo debía de
hacerse para localizar la realidad del Estado en el esquema racional del
pensamiento, y su lógica de lo específico parecía ofrecerle las
herramientas adecuadas.
Entretanto, el ejército japonés emprendía las primeras etapas de
su campaña de quince años en Asia. Tres meses antes del incidente del
Puente de Marco Polo, que provocaría la guerra total entre China y
Japón, Tanabe publicó su teoría de la sociedad racialmente unificada
como un substrato específico que media la relación entre los individuos y
los ideales universales de la comunidad humana. En el primero de estos
ensayos, publicado en 1936, hace una declaración críptica, pero
representativa, de la ambivalencia que caracterizaría su posición respecto
a la nación a lo largo de la guerra: «La religión no simplemente niega la
guerra; claramente debe animar a quienes tienen inquietudes
humanitarias a implicarse en cuestiones nacionales.» Tres años después,
en 1939, mientras los intelectuales japoneses sufrían las consecuencias
de los constantes recortes en la libertad de expresión, Tanabe aplicará su
nueva lógica para sostener la opinión de que la nación japonesa, guiada
por el emperador, tiene el Estado de una presencia divina y salvífica en el
mundo.
Aunque el núcleo la lógica de lo específico, tal y como lo hemos
150
descrito, no tiene en sí nada de nacionalista, se volvía cada vez más claro
cómo, con una distorsión aquí y otra allá, podía servir a los propósitos de
una ideología fascista. Por desgracia, Tanabe mismo facilitó estas
distorsiones. Las omití del resumen anterior sólo para insistir en que no
son realmente esenciales a la orientación básica de esa lógica, y para
apoyar la propia opinión de Tanabe de que su lógica no debía descartarse
sólo por las distorsiones que sufrió. No obstante, para evaluar hasta
dónde Tanabe mismo fue responsable de las distorsiones, no basta con
confiar en su propia evaluación. Hemos de conocer lo que, de hecho,
decían sus escritos.
Lo que los textos nos dicen es que, por mucho que insistiera
Tanabe en que su idea de la nación como un absoluto relativo no insinúa
ningún modelo de gobierno, ni siquiera ningún ideal de estructura social,
le resultó difícil evitar las referencias políticas concretas y, finalmente,
las referencias a la política militar de Japón durante la guerra.
Analizando lo sucedido, una vez terminada la guerra, Tanabe explicó que
tales referencias se movieron de hecho contra su propia lógica de lo
específico. Podemos aceptar su juicio sólo si suponemos que lo que
escribía no era lo que realmente quería decir. Sus escritos posteriores, me
parece, respaldan esta suposición.
Por muy empedernidamente racionalista que fuera, Tanabe
apenas estaba libre de aquel tipo de irracionalidad específica de la cultura
y a la época que su lógica de lo específico pretendía ilustrar. Del mismo
modo que Kant elaboró sus categorías transcendentales ignorando las
limitaciones de la física newtoniana, que consideró como absolutas a la
razón, Tanabe aceptó las ideas de la raza y la nación como categorías
absolutas para hablar de lo específico en la historia. El motivo por el que
este carácter absoluto quedaba transferido al emperador en el caso de
Japón era, precisamente, elevar a la nación por encima de cualquier
partido político o facción militar. No era el emperador como tal el que
era absoluto, ni tampoco la sede imperial. Más bien, el emperador es el
símbolo del carácter absoluto de la nación. Pues es siempre la nación per
se, y no algún símbolo particular, lo que proporciona las condiciones
necesarias para vencer las limitaciones de la especificidad racial. A este
respecto, Tanabe fue malentendido, aunque la culpa no reside
enteramente en el descuido de sus lectores, como veremos.
Es entonces que Tanabe da un paso fatal y realmente innecesario,
por no decir incoherente con los principios de su lógica: eleva el
«absoluto relativo» de la nación histórica japonesa por encima de las
otras. Más tarde trataría de dar marcha atrás, declarando que esto sólo era
así para los japoneses, y que hasta ellos lo entendieron mal al leerlo
como justificación de su expansionismo militar. No obstante, Tanabe ya
había dado el paso, y lo había dado públicamente.
Pondré un ejemplo: Tanabe argumenta que la nación japonesa no
151
puede basar su moral en principios importados del mito judeocristiano de
Occidente, sino que debe recurrir a sus propias raíces budistas. En lugar
del ideal moral encarnado en la persona de Jesús, recomienda una ética
oriental que vea la nación como personificación, o nirmāṇakāya, del
Buda en la historia. En el curso de su argumento, salta a una conclusión
sorprendente en una nada habitual brecha de lógica:
Puede decirse que mi filosofía de la nación posee una estructura que
radicaliza la verdad dialéctica del cristianismo al liberarlo, por así
decirlo, de los confines del mito y por reemplazar a Cristo con la
nación… Tal comparación, me parece, ayuda a explicar mejor lo que
quiero decir cuando afirmo que nuestra nación es el arquetipo supremo
de la existencia y que, como una unión del espíritu objetivo y del espíritu
absoluto, manifiesta el absoluto como una encarnación del Buda. No
hay fundamento formal y racional en el pensamiento de Tanabe que
autorice la conclusión de que la nación japonesa merece un lugar de
honor como «arquetipo supremo» en el orden histórico, o que —como
también dice— servir al emperador es la manera más adecuada de hacer
de Japón una sociedad «abierta.» Según su propia lógica, la comunidad
humana debe estar compuesta por una comunidad de naciones que han
podido superar su especificidad sin trascender el tiempo y la cultura.
Cada nación puede emerger como instancia de un universal genérico,
pero nada en la lógica de lo específico permite que alguna instancia se
convierta en arquetípica para las demás. Es como si Tanabe se hubiera
citado a sí mismo fuera de contexto.
Nishida, por su parte, encontraba todo esto muy desconcertante,
sobre todo porque Tanabe seguía encajando sus opiniones en un tono de
réplica hacia su filosofía. En 1940, según parece, Nishida le espetó a un
amigo común: «¡Ese rollo de Tanabe es completamente fascista!» Sea
como fuere, cuando Tanabe publicó su teoría de la nación —en abstracto,
una teoría todo lo respetable que se quiera—, dejó suelta una bandada de
ideas que fácilmente volaron hacia los nidos de los ultranacionalistas, en
una manera que las ideas de Nishida nunca hicieron. Parece ser que esto
confundió al mismo Tanabe. En el momento en que Tanabe publicaba los
ensayos centrales de su lógica de lo específico, Nishida escribía por
ejemplo que la determinación mutua del individuo y del mundo se
manifiesta biológicamente en razas específicas y que este hecho, a través
de una relación contractual entre individuos, así como también entre
individuos y la raza, da a la Gesellschaft la forma de una sociedad civil.
Había declarado que «llegamos a ser personas concretas a través del
Estado», y sugiere que cada especie es un tipo de mundo, y que en ciertas
condiciones estos mundos específicos cruzan espadas. E incluso
describió al Estado como la forma concreta de la sustancia ética, allí
donde cada individuo puede satisfacerse a sí mismo. No importa todo lo
que Tanabe criticase a Nishida por su idea de la nación como fusión
152
armoniosa de los muchos en el uno que, en efecto, corta de raíz toda
posibilidad de resistencia contra el Estado: ni Nishida ni su círculo se
dieron cuenta de la crítica.
En vez de retirarse prudentemente al reino de lo abstracto, donde
Tanabe podía haberse encontrado como en casa, el entonces principal
filósofo de Kioto no hizo sino agravar la situación cuando, en 1943,
publica una alocución dirigida a estudiantes enviados al frente. Les
recuerda que todos sabían que tarde o temprano llegaría este día, y que
«ahora no es momento de vacilar sobre cuestiones de la vida y la
muerte.» Se detiene un momento para considerar el significado más
profundo de la decisión, sin precedentes en el gobierno, de enrolar a
centenares de miles de estudiantes, insistiendo que el refinamiento del
pensar y el cultivo de las artes también son «unos elementos
indispensables en la guerra exhaustiva». Pero sometiendo a la necesidad
—sin darse cuenta de que en su día había criticado a Heidegger por lo
mismo— deja esta cuestión también a un lado, y anima a los jóvenes
reclutas a que entren en el ejército como representantes de la
intelectualidad de Japón. Cito el núcleo de su alocución porque está en
contraste acérrimo con el estilo por el que Tanabe es mejor conocido:
La guerra de hoy, como guerra exhaustiva, no se agota en la mera lucha
en el sentido estrecho del término. Es difícil esperar la victoria final sin
involucrar a ultranza la inteligencia y la tecnología. Además, para
demostrar positivamente los resultados de la lucha, hace falta respaldar
con un profundo pensamiento y una alta inteligencia tanto el
mejoramiento benévolo de la cultura de las razas locales en cuestión
como la moralización de la vida cotidiana de las personas relacionadas
con la guerra. Esto se ha convertido para nosotros en sentido
común…Pero para evitar el malentendido, os pido que prestéis una
atención particular a esto: no estoy diciendo que vosotros debáis alistaros
en el ejército para intelectualizarlo. Hablando de los resultados naturales
e inevitables, sólo animo vuestro autodespertar…Primero habéis de
aprender el espíritu del ejército imperial, …que es nada menos que el
florecimiento quintaesencial del espíritu de la nación. Asir el espíritu de
Japón como miembro de las fuerzas armadas es la puerta por la que un
japonés se convierte en japonés… Conscientes de vuestras pesadas
responsabilidades como cadetes militares, tomad la delantera al dar el
paso a través de la vida y la muerte. Haced real el espíritu del ejército
imperial, que entiende que vivir o morir es sólo para el Soberano… De
este modo, sirviendo la llamada honorable del Soberano, la única persona
que reúne a Dios y al país, participaréis en la creación de la vida eterna
del Estado. ¿No será ésta, verdaderamente, la gloria más alta?
En
ese momento, esta pregunta era para Tanabe meraamente retórica.
37 críticas al nacionalismo de tanabe. Un pequeño número de
153
pensadores, tanto marxistas como cristianos, no tardaron en denunciar
esa sospechosa concordancia entre la nueva "lógica" de Tanabe y la
retórica del gobierno ultranacionalista. Una vez perdida la guerra y
deshonrado el gobierno, las tropas de críticos se multiplicaron, y la
misma fiebre ideológica que ciegamente había enviado al país a los
campos de batalla dio la espalda despiadadamente a los intelectuales
errantes que, supuestamente, habían llenado de sustancia muchos de sus
tópicos y eslóganes. Los pensadores principales de la escuela de Kioto
fueron destituidos de sus puestos como parte de una purga general.
Tanabe, que cinco meses antes del fin de la guerra se había jubilado, fue
etiquetado de "racista", "nazi", y "fascista."
Ya durante la guerra, se habían podido escuchar aquí y allá
acusaciones contra él . En un libro de 1942 titulado La nación y la
religión, Nanbara Shigeru asocia la lógica de lo específico de Tanabe al
racismo de los nazis. Hablando con un coraje que inspiró al historiador
de las ideas Ienaga Saburō al nombrarle «nuestro orgullo por haber
mantenido viva la llama de la conciencia en el mundo académico
japonés», Nanbara terminó su libro con un ataque directo a Tanabe, a
quien destaca por haber puesto la filosofía japonesa al servicio de la
búsqueda de la «unicidad» del espíritu japonés. A pesar de que el
argumento de Nanbara no fuera especialmente sofisticado, da buena
indicación de cómo personas opuestas a las agresiones bélicas de Japón
leían los escritos de los filósofos de Kioto.
En particular, Nanbara ve las ideas de Tanabe de la nada absoluta
y de la dialéctica absoluta «manchadas por el propósito de revitalizar el
contenido histórico de la cultura oriental sobre la base de una conciencia
racial.» El apoyo que Tanabe buscó en el budismo, en particular en el
zen, resulta en que «la religión, la filosofía y la nación están unidas en
una forma diferente de la del Occidente.» Para Nanbara, la noción de
«sociedad absoluta» de Tanabe, una sociedad que destila especies e
individuos a través de un proceso de negación mutua, en una nación que
concretiza el genérico universal, equivale a una simple «fe en la nación»
basada en una «creencia en la dialéctica»:
«La nada absoluta» es elevada al Estado de una fe suprema, a la
procedencia en la cual todas las cosas refluyen a través de la
autonegación del individuo. El mayor escollo que Nanbara, como
cristiano, vio en la propuesta filosófica de Tanabe fue su intento de
explicar la nación como encarnación del absoluto en el tiempo,
concediéndole en efecto el papel que Hegel había dado a Cristo. Tal idea
no sólo elimina el deber de la historia (cosa que Nanbara, como otros de
los críticos de Tanabe, atribuyó a sus tendencias hegelianas), sino que
también elimina la distancia crítica entre la realidad y nuestras
percepciones de ella. Nanbara reivindica el dualismo kantiano, en tanto
que mantiene la trascendencia del orden divino sobre el humano.
154
Además, el intento de Tanabe de retorcer la dialéctica del mito cristiano
de la encarnación, para que la nación japonesa pudiera mediar en la
salvación del orden mundial, le hirió en su sensibilidad pues reducía la
idea de Dios a una negación lógica:
En tal panteísmo oriental, la raza es elevada a un nivel más alto que en el
nazismo, y las racionalizaciones para la espiritualidad de «la raza» y «la
nación» son aun más rebajadas. Dada la forma en que la idea del Estado
racial prospera hoy, se debilitan las fundaciones religiosas, ¡qué
fundación más ancha y profunda ofrece la proposición de tal idea en
comparación con el ideal nazi del Estado totalitario! El hecho de que el
ataque de Nanbara no se limitara a la lógica de lo específico no había
pasado desapercibido para los filósofos de la escuela de Kioto. En una
recensión de La nación y la religión aparecida a los pocos meses de su
publicación, Nishitani Keiji lo saludó como uno de los trabajos religiosos
más importantes del año, pero lo criticó por «dejar un sentimiento de
enajenación de las realidades históricas.» Para Nishitani, el problema
radica no en la distancia que Nanbara ponía entre lo religiosamente ideal
y lo políticamente real, sino en lo que consideró «su error general al tener
en cuenta el elemento subjetivo», en su error al indicar simplemente
quién —o qué— tiene que cargar con la responsabilidad de la historia.
Claramente, esta no era tarea para «la humanidad» como tal. Mientras, el
grueso de la crítica sobre Tanabe es pasada por alto, sin mayores
comentarios.
En cuanto a Tanabe mismo, parece ser que un ataque tan explícito
le conmovió profundamente. En un ensayo posterior sobre la lógica de lo
específico, se refiere a la crítica y se la agradece a su autor, sin referirse
tampoco a los contenidos o a la exhortación final, en la que Nanbara
suplica que se rescate la universalidad verdadera del mensaje de Cristo, a
fin de ayudar a Japón a encontrar su lugar en el mundo.
Las críticas más severas llegaron, naturalmente, del ámbito
filosófico cercano al marxismo, donde el choque de ideologías fue más
rudo e inflexible. Si la dialéctica de la mediación absoluta llegó a ser,
para Tanabe, una especie de suposición tácita, para los marxistas de
Japón la crítica socialista de la relación entre el individuo y el Estado, a
través de un análisis de la lucha de clases y del control de los medios de
producción, funcionaba también tácitamente. Pero había algo más que un
simple desacuerdo sobre principios. Tanabe había tanteado una crítica
bastante débil de la filosofía socialista que no convenció a los marxistas,
pero que sí influyó en ciertos círculos filosóficos prestigiosos y que, en
cierta manera, pudo haber contribuido a la persecución de filósofos
cercanos al pensamiento marxista durante la guerra. El contraataque, que
será representado aquí por la crítica de Yamada Munemutsu, ha de ser
leído, al menos en parte, como respuesta o quizá como venganza contra
esos sucesos.
155
Mientras la guerra estaba todavía en marcha, Yamada, entonces
estudiante en el departamento de filosofía de la Universidad de Kioto,
recibió un permiso especial de la fábrica de municiones donde había sido
movilizado para asistir a las conferencias de Tanabe sobre «La
metanoética.» Al examinar sus apuntes de entonces, se dio cuenta que no
le convencía la aseveración de Tanabe de que su único error ante al
gobierno militar era una falta de fuerza y coraje. Yamada entendía que su
propia epistemología le impedía enfrentarse directamente con las
realidades sociales. Sin embargo, en un libro de crítica, Yamada no toma
ese punto en serio y ni siquiera lo menciona sus apuntes. Al contrario, no
sólo todo matiz es eclipsado por su afirmación de que Tanabe dejo
simplemente incompleta su filosofía, sino que además fue fascista en su
política.
Básicamente, Yamada acepta la idea de una transición desde el
liberalismo y el individualismo —o el «culturalismo»— de la era Taishō
a la conciencia social y la politización de la era Shōwa. Halla indicios del
culturalismo de Nishida en el humanismo de Miki Kiyoshi, en las
indagaciones de Kōyama Iwao sobre los patrones culturales, en el
expresionismo de Kimura Motomori, en la teoría cultural de Tanigawa
Tetsuzō, etcétera. Por contra, la crítica de Tanabe sobre Nishida, según
Yamada, se concentra en el rechazo de este culturalismo. En pocas
palabras, el racismo de la lógica de lo específico es resultado natural del
hecho de que Tanabe «naciera y se bautizara» en la sociedad burguesa.
En lugar de forjar un eslabón entre el universal y el particular, como
Nishida, el énfasis que Tanabe pone en la nación como «especificidad» a
través de la cual las transformaciones tienen lugar en el proceso
histórico, provocó un conflicto entre los dos pensadores. Este conflicto, a
su vez, echó leña al fuego a la ideología militarista que respaldó el
incidente de Manchuria de 1931, el golpe de Estado de 1936, la guerra
sinojaponesa de 1937 y, finalmente, la guerra del Pacífico que comenzó
con el ataque de Pearl Harbor.
Yamada no da muchos detalles que nos ayuden a relacionar estos
acontecimientos y las propuestas filosóficas de Tanabe, pero nos asegura
que su lógica era más atractiva a los ideólogos militares que la idea de
Nishida de la «autodeterminación de la historia», que al menos prevenía
contra cualquier identificación entre la realidad de la historia y una
nación en particular. En el lado positivo, la postura de Tanabe cortó más
cerca del hueso y movilizó a la escuela de Kioto, que tuvo que
enfrentarse como un todo a lo que estaba pasando. Por desgracia, la
escuela aceptó el punto de vista del japonismo, y el de un nacionalismo
que veía en el sistema imperial una plataforma desde la que resistirse
tanto al militarismo de la derecha como al marxismo de la izquierda. En
opinión de Yamada, dentro del comúnmente aceptado nacionalismo:
Tanabe estaba en la derecha, buscando una interpretación más clásica del
156
Estado, mientras que Miki y Nishida mismo estaban en la izquierda,
intentando poner límites a la nación. En el estadio inicial, la facción
centrista estaba compuesta por Kōsaka, Mutai, y Shimomura, seguidos
más tarde por Yanagida y quizá Kimura. Con el tiempo, Kōsaka,
Nishitani y Kōyama cambiaron de posición hacia la derecha al avanzar
una filosofía de guerra exhaustiva, mientras Shimomura conservó el
racionalismo en las discusiones sobre «La superación de la modernidad»,
y después de la guerra Mutai y Yanagida, gradualmente, dieron un paso
hacia el socialismo. Según Yamada, Miki trató de poner límites al
nacionalismo reivindicando un tipo de globalismo, y Nishida, que estaría
de acuerdo aunque sólo fuera para posicionarse frente a Tanabe, elaboró
una lógica del proceso histórico junto a los centristas Mutai, Shimomura
y Kimura. Como Konoe Fumimaro, que presidió la transformación de
Japón en un «Estado de seguridad nacional», timoneó el barco del Estado
cada vez más cercano a la guerra del Pacífico, las relaciones entre las tres
facciones cambiaron de forma:
La agravación de relaciones entre Nishida y Miki efectuó un cambio en
la escuela de Kioto en un conjunto, con los centristas mudándose a la
derecha. Los comentarios de Miki sobre los acontecimientos actuales se
volvieron escasos, mientras que esos centristas que cambiaron de
dirección a la derecha —Kōsaka, Nishitani y Kōyama— opinaron sobre
ellos públicamente. Nishida, como si estuviera endemoniado, discutió
sobre varios temas específicos desde el punto de vista fundamental del
yo y publicó una colección filosófica tras otra. Miki se hundía en una
lógica preocupada por el poder de las ideas. Determinado a colocar a
Tanabe en el extremo opuesto a Nishida, Yamada se esfuerza por
transferir la culpa de todo lo que pasó con la idea de «la energía moral»
—recordemos, una idea de Nishida—, a unos discípulos que no
entendieron el propósito de su maestro, que no era otro que reconocer y
articular los límites del poder del Estado. En todo caso, para Yamada,
Tanabe permaneció durante todo este tiempo aislado en la extrema
derecha.
Hay demasiadas acusaciones aquí que contestar sin haber
indagado y examinado más profundamente los documentos de la época,
pues lo cierto es que, cuanto más amplio es el cuadro que dibuja
Yamada, tanto más alejado está de las fuentes históricas. Regresa
brevemente a los textos para considerar La filosofía como metanoética, y
la descarta sumariamente como una «super-metafísica» inventada por
alguien atrapado entre su ideal de nación y las tercas realidades del
nacionalismo. Para Yamada, el libro parece haber sido poco más que el
gesto final de despedida del ala derecha de la escuela de Kioto, que
camina a grandes y arrogantes pasos hacia una completa irrelevancia
filosófica.
157
38 críticas a la ingenuidad política de tanabe. Un segundo tipo
de crítica, no menos severo, intenta demostrar la incompetencia de
Tanabe para emitir opiniones sobre los asuntos de Estado. La tesis viene
a decir: un carácter propenso a la abstracción y como alejado del mundo
real, tan reconocibles en el modo de pensar y en el estilo de vida de
Tanabe, pudo haber facilitado que sus ideas fueran presa de ideólogos y
políticos, y que su propia percepción de los acontecimientos quedara
nublada. Umehara Takeshi se considera a sí mismo como representante
de quienes se sintieron defraudados por los filósofos de Kioto —primero,
animados a marchar a la guerra, y luego, a regresar al aire puro de la
especulación, como si no hubiera pasado nada.
Umehara recuerda retrospectivamente que los filósofos de Kioto
respondieron a una necesidad que sentían muchos jóvenes estudiantes de
su generación. Después del incidente de Manchuria, fue sólo cuestión de
tiempo que el país entero se encontrara en guerra. Se suponía que sus
esfuerzos por sentarse en meditación zen y estudiar filosofía existencial
les ayudaría a encontrar un punto de vista más allá de la vida y la muerte,
pero ninguna de estas disciplinas fue lo suficientemente efectiva como
para calmar la enorme ansiedad de tantos y tantos jóvenes destinados a
luchar en la guerra. Les bastaba con una filosofía que les prepara para
morir por una causa noble, y eso fue justo lo que sus maestros les
proporcionaron en Kioto.
Umehara se coloca entre los estudiantes de filosofía de entonces
que sabían demasiado del pensamiento moderno como para
decepcionarse sencillamente ante la «filosofía imperial» oficial, y para
quienes la idea del emperador como una divinidad absoluta viviente, más
allá de toda crítica, era «un insulto supremo» a la inteligencia. Al mismo
tiempo, Nishida y Tanabe fueron unas «presencias semidivinas» que
dieron credibilidad a lo que sus discípulos principales enseñaban en las
aulas de la universidad. Por ejemplo, la recóndita y mística filosofía de
Nishitani, por muy difícil que fuera de entender, al menos tuvo éxito al
transmitir un dudoso imperativo moral: sacrificar el yo para el Estado
fascista.
No sin una cierta animosidad del arrepentido, Umehara admite
que la filosofía de Kioto, desde un «punto de vista histórico-mundial»,
ofreció una respuesta a la pregunta que tanto él y otros como él se hacían
entonces. De hecho, después de la guerra Umehara regresó al estudio
bajo la tutela de los mismos que habían elaborado esa filosofía —hasta
que un edicto de la fuerza de ocupación inició la purga— y a pesar de las
circunstancias, continuó promoviéndola. A la sazón, Tanabe y Nishida
permanecieron como dioses primarios en el panteón de Kioto, y
cualquier intento de reajustar o desarrollar su filosofía sólo podía hacerse
bajo un supuesto, el de mantener la continuidad de sus dialécticas
absolutas. Umehara, para quien muchas de las sutilezas del pensamiento
158
de Tanabe fueron desperdiciadas (como él mismo reconoce), describe la
posición filosófica dominante como una estéril tierra de nadie entre el
existencialismo y el marxismo, que borra del cuadro justamente aquellos
elementos que deben de relacionarse dialécticamente:
La filosofía existencial es el punto de vista del individuo. Pero el
individuo que no sea mediado por lo específico —es decir, por la
sociedad— es abstracto y sin realidad concreta. Así, la filosofía
existencial debe ser mediada negativamente por la sociedad. Al mismo
tiempo, el marxismo es un punto de vista centrado en la sociedad, y
fracasa al no poder ubicar adecuadamente al individuo. Pero una
sociedad que no forme individuos libres es un universal malo y, por
consiguiente, el socialismo debe ser mediado negativamente por el
individuo.
Aunque Umehara se contenta con empaquetar la lógica de
la autoidentidad absoluta de Nishida junto con la lógica de lo específico,
su dibujo de la posición que tomó Tanabe no es del todo inexacto. Sea lo
que fuere, fue demasiado abstracto para Umehara, que anhelaba algo más
cercano a su persistente preocupación por la muerte, con la que había
regresado de la guerra. La aparición de La filosofía como metanoética,
por no hablar de la atmósfera de idolatría que rodeó a Tanabe en su
llamada sombría a la conversión religiosa, lejos de remitir el agravio,
para Umehara no hace más que adornar la ingenuidad de sus
compromisos con la historia.
En contraste con la floja y engreída crítica de Umehara, el
filósofo de Tokio Katō Shūichi acusa a Tanabe con palabras más
objetivas, pero no menos condenatorias, de una sencillez poco adecuada
a la seriedad de los temas que trataba. De hecho, agrupa sumariamente a
los filósofos racionalistas de Kioto con los «románticos» irracionales de
la época por dar apoyo, aunque desde cuarteles opuestos, a la invasión
japonesa de China y a la guerra del Pacífico.
A juicio de Katō, Tanabe estaba en su elemento cuando discurría
en las abstracciones puras de la lógica, pero «en cuanto se puso a hablar
del significado de Japón en la historia universal, no paró de decir
tonterías.» Así, cuando Tanabe aplicó su lógica de lo específico a la
situación política real y se refirió al emperador como la forma simbólica
de Japón que trascendía el totalitarismo; o nuevamente, cuando atribuyó
al servicio al emperador el paso de una sociedad tribal, cerrada, a otra
abierta a la comunidad humana, Katō considera que sencillamente estaba
fuera de órbita, y que no se enteraba de lo que estaba pasando a su
alrededor.
Por supuesto, Tanabe se percató de que la prueba de esas
aplicaciones de su lógica de lo específico no podía hallarse dentro de la
lógica misma, sino que debería basarse en hechos objetivos. Lo que
Tanabe entendió que constituía tal evidencia, concluye Katō, equivale a
lo siguiente: «La mayor parte de la gente está hoy de acuerdo respecto a
159
retener el cuerpo político de la nación a través del mantenimiento del
sistema imperial.» Según Katō, no fue sólo la idea de retener la unidad
del Estado a través de su identificación con el emperador «una pura
fantasía», sino que Tanabe debería haber sabido que «la mayoría» de la
que hablaba era también poco más que una fantasía, extendida por todo
el país tras el medio siglo de educación de la era Meiji. Concluye que,
durante y después de la guerra, Tanabe estaba virtualmente desconectado
del mundo real. Sus palabras inciden con una sorna amarga:
La lógica de Tanabe es una técnica para justificar las ideas de «la
mayoría de la gente» de una cierta época. Sin una interpretación de
realidad distinta a la de «la mayoría de la gente», la experiencia de la
realidad no es más que un mero parloteo de peluquería. Comienza con
una experiencia análoga a la de Sanba en «el mundo de los baños»,
seguida por una dialéctica, y entonces por la unidad de los opuestos en la
nada. La filosofía de Tanabe, en pocas palabras, es una filosofía de
cháchara dialéctica de baño. Tomando una dialéctica del Occidente y los
baños del período Edo, reunió Oriente y Occidente en la nada. Por un
lado, apela sólo a la cabeza; por el otro, apela a sentimientos
desenfadados y crudos. El resultado es una unidad de cuerpo y espíritu
en la autounidad de contradictorios absolutos.
Pasando por encima
el hecho de que Katō introduce, no con mucha propiedad, la terminología
de Nishida en la discusión, lo cierto es que reconoce que la posición de
Tanabe no puede encasillarse dentro de las típicas categorías de un
imperialismo de tipo político. Pero tampoco su razonamiento llega a ser
el que se espera de una filosofía política. Sencillamente, para Katō,
Tanabe se alejó de las circunstancias objetivas, observándolas desde las
nieblas distantes del podio filosofal donde, obviamente, los hechos
elementales no le podrían obligar a revisar sus suposiciones.
Quizá el más compasivo de los críticos de Tanabe es Ienaga
Saburō, cuya indagación minuciosa sostiene la opinión de que la relación
de Tanabe con el nacionalismo alterna la resistencia y la cooperación,
hasta que, finalmente, el patrón se rompió en un último acto de
arrepentimiento. La compilación detallada de los hechos por un lado, y la
decisión de suspender el juicio en cuanto a las posiciones puramente
filosóficas de Tanabe por el otro, conduce a Ienaga a rechazar una
conclusión simple. Por esta única razón, se distingue de la mayor parte
de los críticos de Tanabe.
Ienaga, tras analizar la totalidad de los textos originales, llega a
unas conclusiones que merecen ser citadas para concluir nuestro resumen
de las críticas al nacionalismo de Tanabe:
Reconociendo la racionalidad de la nación, Tanabe no se enfrentó a la
nación actual. No dio un paso adelante para luchar por detener su
política. Por esta razón, no merece ser incluido en el pequeño número de
aquellos que, desde una variedad de posiciones intelectuales, arriesgaron
160
lo poco que tenían en tiempo de guerra para seguir resistiendo. Pero al
menos, en las etapas iniciales de los quince años de guerra y desde los
recintos sagrados de la academia, Tanabe sí mostró coraje suficiente
como para emitir públicamente unas críticas severas, por limitadas que
fueran, en contra de la desmandada autoridad estatal.…La filosofía de
Tanabe, en 1935, vista como el pensamiento en tiempo de guerra de un
intelectual, brilla orgullosamente, como por derecho lo debería hacer,
pero hay otro detalle en el cuadro que no puede ser olvidado. Por muy
sincero que fuera, subjetivamente, hay una tragedia objetiva en Tanabe
que no puede eludir la crítica severa……A partir de una resistencia, que
trató de corregir desde dentro, a una política militar que se encabezaba
ciegamente por el camino del irracionalismo y la inhumanidad extremos,
en gran medida no pudo prever que con sus esfuerzos acabaría
cooperando en la justificación filosófica de las mismas cosas a las que se
quería oponer. Finalmente, la ambivalencia del veredicto de Ienaga
estriba en dos factores. Primero, durante el tiempo en que la lógica de lo
específico estaba tomando forma, el empuje político a reforzar la unidad
nacional era ya una fuerza a tener en cuenta. No puede establecerse
ninguna relación sencilla de causa y efecto entre ellas. Segundo, los
adversarios más fuertes de las aventuras bélicas de Japón acusaron de
colaboradores a los adversarios más débiles y comprometedores y, por
supuesto, también a críticos del ex post facto. Dado el coraje necesario en
estas circunstancias para hacerse adversario del tipo anterior, uno duda
en descartar su juicio muy rápidamente.
39 respuesta a las críticas. Para entender la magnitud del
arrepentimiento de Tanabe, primero hemos de ver en qué medida no se
arrepintió de sus ideas anteriores, sino que meramente las "clarificó" o
"realzó."
Tanabe no acabó de encajar las críticas que le lanzaron por su
supuesto nacionalismo o totalitarismo. Las acusaciones, muy
comprensiblemente, le lastimaron, como también lastimaron a otros en la
escuela de Kioto. Ya en 1937 elaboró una primera defensa de su lógica
de lo específico, donde se dirige de modo muy general a las críticas:
Mi idea, que a primera vista parece ser nada más que un nacionalismo
extremo, de ningún modo es simple y directamente un totalitarismo
irracional o un racismo. Más bien, se parece a un
«autosacrificio-en-autorealización» o a una unidad-en-libertad cuya meta
es edificar la nación en la manera de una realización subjetiva del todo a
través de la cooperación espontánea de cada miembro.
Para
ser
justos con Tanabe, hemos de decir que, aunque enfocara toda su atención
en la nación como el medio capaz de abrir y racionalizar una sociedad
cerrada, en ningún momento varió el supuesto inicial de que la nación
comparte con la sociedad étnica el elemento de una esencial y
161
permanente no-racionalidad que es, de hecho, la marca de lo específico.
Es otra cuestión si, y en qué medida, aplicó esa parte de su teoría a la
situación política del momento o si, por el contrario, la ignoró por pura
conveniencia; en todo caso, ésta no es pregunta que se hiciera a sí mismo
retrospectivamente. Puesto que únicamente pretendía preservar la validez
teórica de la lógica de lo específico, bastaba con insistir en sus anteriores
ideas y añadir simplemente ciertos ajustes que las protegieran de los
excesos, sin mencionar ni referirse a esos excesos.
Esta tendencia puede verse claramente en el ensayo «La
dialéctica de la lógica de lo específico» en que habla del período anterior
al virtual apagón de publicaciones filosóficas que mantuvo entre 1941 y
1946:
Durante los años 1934 y 1940 perseguí un estudio de una lógica
dialéctica que llamé «la lógica de lo específico», a través de la cual
intenté explicar lógicamente la estructura concreta de la sociedad de la
nación. Mi motivo fue considerar la pregunta filosófica del racismo que
emergía entonces. Junto con una crítica al liberalismo que había llegado
a dominarnos en ese momento, rechacé un así llamado totalitarismo
basado en el simple racismo. Mediando por negación mutua, la raza que
formó el sustrato del segundo y el individuo que era el sujeto del
primero, tomé un punto de vista de mediación absoluta como
sustrato-en-sujeto y sujeto-en-sustrato, y pretendí descubrir una
fundación racional para la nación como una unidad práctica de lo real y
lo ideal.
Dejando aparte los tecnicismos, este pasaje muestra
claramente que Tanabe quiere presentarse desde el principio como
enemigo del nacionalismo y del racismo, y ello a causa de razones
fundadas en su misma lógica de lo específico. Lo que no menciona es
que su lógica había experimentado un cambio bastante importante como
resultado de la experiencia de la guerra. Primeramente, había
caracterizado al Estado en términos budistas, como la «encarnación
absoluta», pero ahora se refiere a él como una «república» cuyo
propósito último no es servir a sus propios miembros como un principio
de unidad, sino como lo que la doctrina budista llama un «estrategia útil»
para un fin religioso más elevado. Finalmente, tuvo que encontrar la
manera de distanciarse de la identificación de la nación como la
salvación del reino de lo específico.
La clave de este paso está en un contraste revigorizado entre las
dimensiones positivas y negativas de lo específico. Negativamente se
dice, como antes, que la especificidad del sustrato socio-cultural limita al
individuo, cerrando la voluntad a la acción moral en nombre de ideales
que vienen de fuera del grupo étnico. Su totalidad es no-racional, y se
opone a quien se oponga a ella con el fin de mediarla por la reflexión
racional y directa, presentándose como superior precisamente porque es
una realidad inmediata y no pensada. Por el lado positivo, en cambio,
162
ahora se dice que es la fundación de la cultura, que emerge de entre los
miembros de una sociedad a través de un proceso de educación. En este
sentido, la inmediatez no pensada de la sociedad específica es
transfigurada en una mediación consciente y mutua entre sus individuos.
En lugar del énfasis anterior puesto en la nación, como contrapunto a las
tendencias opresivas de una identidad meramente étnica o racial, la
dimensión positiva renace en el contexto de una cultura moral en cierta
forma considerada superior a, pero no exclusiva de, las obligaciones
políticas hacia la nación. Observa que el problema fue que la gente se
fijó demasiado en el aspecto extensivo de lo específico —a saber, su
definición como una particular clase racial— e ignoró el aspecto
intensivo, es decir, que es el locus necesario de todo cambio que tenga
lugar en la historia, y la condición de posibilidad de la redención de la
ignorancia y de la voluntad egocéntrica.
Tanabe ofrece dos razones para insistir que lo específico sea
incluido para mediar la relación entre ideales universales e individuos
particulares:
En primer lugar, la sociedad de una nación, al oponerse al individuo, le
ata y limita a través de su autoridad. En sus costumbres y leyes
específicas, encarna especificidades que no pueden ser comprendidas ni
recurriendo a la conciencia individual ni a la luz de principios
universales de la humanidad … No puedo sino considerar su realidad
como algo que no puedo negar ni idealizar. Es una realidad dinámica que
tiene el poder de oponerse a mi voluntad y negarla .En segundo lugar…
es el fundamento en que se encuentra la base de mi vida. Si es necesario,
mi existencia debería ser sacrificada por ella. La especie no sólo es una
realidad que sobrepasa mi propia existencia. En cuanto que yo por mí
mismo me convierto en la mediación de la nada absoluta a través de la
autonegación de mí mismo, lo específico por eso pierde su naturaleza de
oponérseme a mí… Si en la especificidad socio-cultural que media
entre la humanidad universal y los seres humanos individuales opera
algún tipo de racionalidad, no es suficiente con atribuir esto al mero
hecho de que existen las naciones, con sus gobiernos particulares. Todo
intento racional de instituir un gobierno o de extender un dominio basado
en ideales morales o religiosos es para Tanabe una imposición de la
razón humana, y no producto de una ley inevitable de la naturaleza. La
interacción entre el individuo y la sociedad es demasiado variada,
demasiado vital, como para que pueda ser completamente racionalizada.
Al contrario: como el alma viviente de un pueblo, el sustrato específico
que coliga a un pueblo en una unidad socio-cultural no sólo es
irracional, en el sentido de irrazonable o imperfectamente reflexionada,
sino también no racional, en el sentido que plantea límites inmediatos a
nuestro razonar.
Tanabe nunca comprometió su desconfianza empedernida en la
163
tendencia de lo específico hacia el «pensamiento de rebaño», las
supersticiones colectivas, y los modos de pensar simplemente flojos. En
ninguna parte de sus escritos claudica de su creencia en la irrevocable
inhumanidad de una obediencia ciega a hábitos de pensamiento
heredados en las estructuras de lenguaje o en costumbres culturales.
Nunca, como uno de quienes honran excesivamente el sentido común,
Tanabe ubicó en el grupo la tendencia a pensar mal y la superación de
esa tendencia en la disciplina individual. Éste fue parte del sentido
original de la palabra específico en sus primeros ensayos sobre el tema, y
apareció nuevamente con fuerza redoblada en su Metanoética, donde
anuncia que había «sufrido» personalmente la irracionalidad de lo
específico, cosa difícil de explicar para quienes no han tenido la
experiencia de la guerra en Japón. El desencanto de despertarse a la
incapacidad propia de criticar los patrones colectivos de pensamiento que
toman forma contemporáneamente es, desde luego, una experiencia
bastante común, y pertenece tanto a los vencedores de la guerra como a
los que sufrieron la derrota.
Al mismo tiempo, al reevaluar la no racionalidad de lo específico
parece ser que a Tanabe le llamaron la atención una serie de elementos
en la sabiduría vernácula y en el sentido común que limitan nuestros
intentos de ser racionales, y que proporcionan una razón de ser práctica y
objetiva en el tiempo y el espacio que la mera reflexión personal no
puede. Sin duda, la vejez y la cercanía de la muerte ayudaron a esta
valoración positiva de la dimensión no racional del sustrato específico.
Tomar ambos aspectos juntos, si no está fuera de lugar decirlo, nos ayuda
a entender el tinte desacostumbrado de piedad que recorre sus obras
tardías.
En sus escritos tardíos, el sentido religioso de la mediación se
hace más fuerte y claro a medida que el aspecto nacionalista va
decreciendo en importancia, y acaba desvaneciéndose. La sociedad
específica, en cuanto que se cierra a la comunidad de otras sociedades
específicas, se ve como la autoalienación de la unidad genérica de la
nada absoluta. Religiosamente, lo específico es el locus para ese
compromiso iluminado en el mundo, donde la nada absoluta obra para
salvar a los miembros de una sociedad a través de la cooperación y el
amor mutuo. «Como mediador de la totalidad de la nada en el mundo del
ser, el individuo se anula y, por consiguiente, llega a ser una ‘estrategia
útil’ para la instrucción mutua y la salvación.»
Pero el papel que juega la religión en el estímulo del
autodespertar de la unidad genérica no se agota sólo coligando a los
individuos de una sociedad específica, sino también abriéndoles a un
mundo más amplio, fuera de su propia comunidad. De la misma manera
que Tanabe adopta el símbolo cristiano de la communio sanctorum para
hablar de las relaciones entre individuos despiertos, ciertos indicios nos
164
llevan a pensar que tenía en mente la idea cristiana de la «iglesia local»
específica cuando habla de la dimensión religiosa de la nación, en
relación al ideal de la «iglesia universal» de la familia humana como
totalidad. En este esquema, la nación pierde su carácter de simple
«inmediatez», y en su lugar se convierte en una «estrategia útil» (upāya)
que actualiza una salvación capaz de elevar a los individuos más allá de
sus confines específicos.
Pese a esta reorientación de la lógica de lo específico, y pese a su
insistencia en que «la idolatría de la cultura… es síntoma de la
decadencia de una cultura», nos sorprende ver que Tanabe nunca
condena sus intentos anteriores de elevar religiosamente al emperador de
Japón al estado de un «avatar de la nada absoluta.» Mientras el país se
transformaba a pasos agigantados en un Estado militar, Tanabe visó al
emperador ascender simbólicamente desde dentro de la nación de seres
mutuamente mediados para representar la realidad más elevada, en cuyo
poder todos los seres son últimamente reunidos el uno con el otro. Es
difícil sondear qué motivos tuvo para insistir en esta idea,
substancialmente en la misma forma, en una fecha tan tardía como 1947.
Como máximo, podemos sospechar que mientras sus reflexiones
religiosas alejaban cada vez más su lógica de lo específico de la idea de
nación, también sombrearon ese apego curioso a la idea de encontrar un
lugar de honor en su lógica para el emperador.
En este contexto, podemos citar un pasaje de un ensayo de 1946,
«La tarea urgente de la filosofía política», que apareció solamente dos
meses después de su Metanoética, para hacernos una idea de cómo
Tanabe continuaba aferrado al modelo monárquico, en el que veía la
garantía de una unidad política en una democracia social:
El emperador es la personificación del ideal de la unidad del pueblo en
su totalidad. Sólo la nada puede unificar cosas que están en oposición
mutua; el simple ser no es capaz de hacerlo. La inviolabilidad absoluta
del emperador es una función de la nada trascendente. Entendida así, la
presencia simbólica del emperador debería verse como el principio que
unifica, por una negación absoluta, tanto la democracia como la
oposición que ésta contenga. Al mismo tiempo que Tanabe admitía la
presión occidental para que el emperador aceptara sus responsabilidades
de guerra ante los japoneses y los ciudadanos de otros países, dio otro
paso adelante. Reclamó al emperador un gesto simbólico de unidad con
el pueblo —no se atrevió a designarlo una metanoesis, aunque ésa fue su
intención— que demostrara que comparte su mismo sufrimiento:
Sería buena cosa que el emperador abarcara un estado de pobreza como
símbolo de la vacuidad absoluta… La verdad del evangelio, por la que el
que trata de salvar su vida la perderá, y el que pierde su vida la
encontrará, es el corazón mismo de la dialéctica en la que el ser y el tener
no son nada y la vacuidad es todo. ¿Estaría fuera de lugar que un sujeto
165
sugiriera tal idea a su soberano?
Como veremos más adelante,
Tanabe de hecho tomaría medidas para llevar esta propuesta
directamente al emperador.
Desde un punto de vista retrospectivo, puede decirse que a partir
de la posguerra, la lógica de lo específico entra en una nueva etapa, que
actúa de puente entre el interés anterior de Tanabe en la dialéctica y su
vuelta a la religión. Pero para Tanabe mismo, no fue en ningún sentido
un puente. Era más bien un avance a tientas hacia su propia respuesta al
espíritu de su época, una respuesta que no podía estribar en la seguridad
que le iba a dirigir justamente donde quería ir. Al fin, no lo hizo.
No obstante, sus escritos de la posguerra sobre la lógica de lo
específico muestran que en ningún momento aceptó la posibilidad de que
algo hubiera salido del todo mal en la lógica misma. Pero sí reorientaron
la manifestación de la nada absoluta lejos de la nación y más cerca a una
«compasión-en-amor» de raíces tanto cristianas como budistas,
completamente al margen de la política. Nunca rechazó directamente el
Estado lógico que le había llevado a considerar a la nación como un
universal relativo a otros universales, pero tampoco siguió contando con
ella explícitamente como una realización concreta de la sustancia ética de
la historia. Ya que no se ocupó de esta pregunta directamente en su
autocrítica, esa nueva orientación significó menos un avance en la misma
lógica de lo específico que una retirada, una vuelta a un nivel más seguro
de abstracción. Esto le dejó libre para concentrarse en preguntas más
personales y existenciales. No debe de extrañarnos, pues, que la religión
ocupe un lugar privilegiado en su pensamiento durante sus últimos años
y que se retirara a una aislamiento virtual para elaborarlo.
40 el arrepentimiento. Poco antes de acabar la guerra del
Pacífico, en un acto público de arrepentimiento, Tanabe admitió su falta
de fuerza al no haber hablado claro contra lo que sabía de corazón que
era malo e injusto. En su obra filosófica culminante, La filosofía como
metanoética, pide un desplazamiento completo de la noción misma de
filosofía, que se ha traicionado a sí misma al optar por la conveniencia en
vez de por la verdad. Para sus críticos, esta petición de última hora por
una "metanoia" que purgue a la filosofía de su inocencia mancillada fue
vista como un acto de valor en un sentido bastante limitado: como
lanzarse de un barco en llamas puede considerarse valeroso para una
persona que no sabe nadar. Y ciertamente, uno examina ese trabajo en
vano buscando alguna admisión de culpabilidad por acciones particulares
o por declaraciones que hubiera hecho. Sin embargo, podemos apuntar
dos ejemplos de la autocrítica para colocar el libro en mejor perspectiva.
El primer ejemplo toma la forma de un último intento de acción
práctica, pero su incapacidad para distanciarse de sus ideas anteriores
dibuja un recodo curioso. En 1945 Tanabe, ya retirado en las montañas
166
de Karuizawa, escribió la que iba a ser su última carta a Nishida. En ella
expuso su preocupación genuina por el futuro de Japón y del sistema
imperial. Dada su idea del emperador como símbolo de la nada absoluta
y las condiciones difíciles en que el pueblo se encontraba, Tanabe
propuso que se tomaran iniciativas antes de la llegada de las fuerzas de
ocupación para prevenir la deposición del emperador, que parecía
inminente. En concreto, sugirió que el emperador renunciara
públicamente a todas las posesiones asociadas a su posición y que las
devolviera, en forma de ofrenda salvífica, al pueblo japonés. De este
modo, el emperador encarnaría el principio budista de la nada —»sin
cosa ninguna»— y quizá, convencería a Occidente para que dejara
intacto el sistema imperial.
En una prosa altamente formal, Tanabe pide a Nishida el permiso
para comunicar su plan al emperador como representante de la opinión
del mismo Nishida. En su carta puede leerse :
El peligro en que hoy se encuentra nuestra nación difiere de cualquier
otro del pasado, y al igual que Ud., estoy ansioso por saber cómo se
resuelve. No hay necesidad de repetir que mientras no pensemos
claramente, no habrá salvación para nosotros. Soy hombre viejo e
impotente, de constitución débil y como siempre estoy pleno de mis
propias opiniones. Pero no puedo reprimir la esperanza de que quizá
haya algo en esas opiniones que podría ayudar a salvar el país. Una vez
que le he expresado mi idea a Ud. y oído sus críticas, si halla algo de
verdad en mi plan, quisiera pedir su esfuerzo para que sea
realizada…Con su amable permiso, quisiera que lo que encuentre Ud.
útil sea presentado al primer ministro Konoe y, de allí, sea traído a
Takamatsu Miya [el hermano menor del emperador] para que sea
entregado directamente al emperador. Bajo condiciones normales, tal
petición no sería razonable, pero en las ansiedades del momento el
tiempo es esencial. Estoy convencido de que, pase lo que pase, aquí
puede verse algo al servicio del emperador y de la nación, y que deberían
ser tomadas las medidas pertinentes para perseguir su realización. Sé que
estoy pidiendo mucho, pero quedaría agradecido si Ud. diera a este
asunto su seria consideración. Kōyama Iwao, quien, en general, estaba de
acuerdo con la idea de Tanabe, se fue a Tokio en junio de 1945 para
poner en marcha el proceso. Primero consultó a Yabe Teiji, cuyo diario
menciona de hecho la visita de Kōyama. Aparentemente llegaron a un
consenso, ya que notas posteriores en el diario hablan de la necesidad de
dar «pasos extremos para las mismas fundaciones de una comunidad
nacional genuina», del «error fatal de separar la familiar imperial de la
gente si hay que salvar el futuro de la unidad de Japón como grupo», y de
lo «impensable de pasar por encima la confianza en el sistema interno de
la nación y la fuerza moral de la raza japonesa.»
Finalmente, no hubo tiempo para poner en práctica el plan y
167
quedó en nada, aunque a la larga las ideas de Tanabe sobre del sistema
imperial fueron comunicadas directamente al emperador a través del
ministro de educación.
En realidad, la idea de que Nishida colaborara en el plan estaba
condenada al fracaso desde el principio, pues circulaban rumores entre
ciertos oficiales militares de detener tanto al filósofo como al primer
ministro. En su respuesta a Tanabe del 20 de mayo, Nishida comunicó
(en una prosa más amistosa) estar de acuerdo con que «no hay otra
manera para salvar a la familia imperial de la situación», y señalaba al
mismo tiempo que se daba cuenta del peligro para su persona. En cuanto
a Konoe, Nishida comentó que lo consideraba un hombre de «bastante
perspicacia» pero sin peso para hacer gran cosa en las condiciones
actuales. A los demás políticos, los descartó como «terriblemente
débiles.» Un mes después, Nishida fallecía.
Uno segundo ejemplo de la autocrítica aparece en un ensayo de
1956 titulado «Recuerdos de Kioto.» Aquí, Tanabe utiliza la misma frase
con la que había concluido su alocución a los estudiantes enviados a la
guerra, «la gloria más elevada», pero para describir al maestro que puede
abrazarse en el aula a un gran número de estudiantes «ardientes de amor
a la verdad.» La conexión entre los dos, que salta a la atención del lector
de hoy, probablemente fue ignorada por la mayor parte de sus lectores de
entonces. Pero el contenido del artículo deja poco lugar para la duda: era
algo más que una mera coincidencia.
Tanabe reconoce que su propia experiencia de «la gloria más
elevada» no estaba libre de dificultades. El cometido perenne de la
filosofía no consiste en transmitir un conocimiento acumulado, sino en
confirmar el amor a la verdad. Esto requiere una relación especial de
crítica recíproca entre maestro y estudiante, donde la razón, y no el
rango, actúe como base. Tanabe recuerda las ondas de pensamiento
socialista que golpearon los muros de la academia y enardecieron la
imaginación de muchos jóvenes intelectuales japoneses, concediendo que
para él, personalmente, había sido una prueba de su compromiso con la
filosofía.
En este contexto, Tanabe reconoce su simpatía por la consistencia
teórica del pensamiento socialista y por sus exigencias de justicia social,
aunque, hasta cierto punto, satisfizo la necesidad para una filosofía de
justicia social. Lo que no pudo tolerar, recuerda, fue la introducción de la
política en las aulas de filosofía y, sobre todo, aquel «modo de pensar
reaccionario» e irracionalista que fue usado contra quienes, como él
mismo, se negaban a reducir todo a la lucha de clases. Con el incidente
de Manchuria de 1931, todo se volvió aún más complicado. Por un lado,
la confrontación intelectual con los modos de pensar socialistas se hacía
cada vez más intensa; por otro lado, el gobierno extremaba su vigilancia
de la enseñanza en las universidades públicas. Conjuntamente, estas dos
168
fuerzas amenazaron la existencia del foro racional del que depende la
filosofía. En tales circunstancias, Tanabe afirma que optó por enfocar su
atención en una serie de textos clásicos de la filosofía alemana, y por no
inmiscuirse en los asuntos políticos vitales del momento, con el motivo
de encarar las preguntas existenciales básicas de la filosofía.
Acordándose de aquella época, concluye:
Frente a las presiones que, poco a poco fueron gradualmente empeorándo
de la segunda guerra mundial, y a los controles cada vez más crecientes
sobre el pensamiento, fui demasiado timorato como para resistir
positivamente y más o menos no tuve otra alternativa que acogerme a la
marea de los tiempos. Este punto no me lo puedo reprochar bastante
profundamente.
Además, Tanabe confiesa que el recuerdo de los
estudiantes que corrían a luchar a los campos de batalla, muchos de ellos
para morir allí bajo el estandarte del «ciego militarismo», le deja con «un
sentido intenso de arrepentimiento por mi responsabilidad. Sólo puedo
inclinar la cabeza y confesar mi pecado.» Aquí otra vez, la relación con
la alocución anterior está clara.
La conclusión que uno esperaría, es decir, que Tanabe
reconociera haberse equivocado al no dejar entrar la política en el aula
universitaria o, al menos, admitir que había sido de lo más ingenuo al
pensar que eso era posible, no llega en ningún momento. Hasta hoy, no
he encontrado ningún pasaje en sus obras que sugiera o insinúe una
conclusión parecida. Su llamamiento a la metanoia en la filosofía recusa
este punto fundamental, porque más bien transfiere el acento a la
conciencia religiosa. El descuido es, desde luego, contundente.
41 filosofando el arrepentimiento. Con La filosofía como
metanoética, Tanabe convierte el arrepentimiento en método filosófico.
La obra no es tanto una compensación por alguna cosa que debiera haber
hecho o dejado de hacer, pensado o no pensado, sino una lamentación
sobre la empresa filosófica misma y un llamamiento a su reforma
general. Había aquí tres móviles en juego.
Primero, estaba el desastre de la guerra y el cierre de la mente
japonesa a la reflexión crítica, lo que en cierto modo hacía necesario
nada menos que un arrepentimiento de la nación entera. En segundo
lugar, estaba la pobreza y la cobardía de la filosofía frente a este cierre.
Después de casi tres generaciones que pensaba en una búsqueda del
conocimiento, la comunidad filosófica quedó callada frente al
autoengaño masivo que condujo al país a la guerra. El deseo de no saber
venció abrumadoramente al deseo de saber y, los filósofos, lejos de
clamar en voz alta contra los acontecimientos, apenas levantaron su
pluma para registrar una opinión. ¿Se les ha escapado a los japoneses el
alma misma de la filosofía? ¿O los filósofos habían vendido esa alma,
escondiéndose en la seguridad de la academia? El tercer móvil fue,
169
naturalmente, su propia falta de coraje frente a esta situación. Está claro
que Tanabe sentía agudamente la vergüenza de la complicidad y un
sentido de deber moral recorre las páginas de su libro al tiempo que
intenta rescatar su filosofía.
Ahora bien, la única manera de plantear estas preguntas de un
modo que la filosofía pueda responderlas, pensaba, es transformando
radicalmente la perspectiva respecto al cometido de la filosofía —no
tanto por introducir nuevas ideas, sino por concebir un nuevo modo de
ver. Si unimos todo esto, tenemos el doble sentido de lo que llamó la
metanoesis: una conversión espiritual y un volver a pensar sobre el
pensar mismo. Por supuesto, hemos de leer el libro en el contexto de las
ideas políticas en que la lógica de lo específico se había visto enredada.
Después de la rendición de 1945, muchos de los escritores
japoneses rompieron sus plumas por vergüenza. Otros, también
avergonzados, volvieron a tapizar la memoria para crear una consistencia
en sus ideas que no había estado presente hasta entonces. Y otros, hasta
amañaron sus obras completas para borrar las manchas. En tal ambiente,
la idea de que los filósofos de Kioto se habían conformado lo mejor
posible en una situación opresiva, y que enfrentándose a fuerzas
evidentemente superiores habían tratado de animar a los elementos más
moderados, apenas obtuvo una atención justa. Hasta cierto punto, la
Metanoética sí la obtuvo. Hay que conceder que hizo poco para
responder a las críticas directas contra Tanabe o contra los otros filósofos
de la escuela. Pero, sin embargo, parece haber atraído una simpatía
considerable tanto en círculos filosóficos como religiosos. Como
mencionamos arriba, la distancia entre Tanabe y Nishida a lo largo de los
quince años de guerra, aunque no estuviera relacionada con sus
opiniones relativas a la guerra o al nacionalismo japonés, evitó que sus
ideas fueran citadas para respaldar alguna postura política de Nishida o
de sus discípulos inmediatos. Por ejemplo, no hay ni el más mínimo
indicio de la lógica de lo específico en las discusiones infames de la
Chūōkōron. Sin duda, este hecho —aunque de modo muy
circunstancial— también jugó su papel en la recepción entusiasta de la
Metanoética.
Esto no significó del todo una ventaja para Tanabe. Takeuchi
Yoshinori, su discípulo principal, lamenta la medida en que las
circunstancias de la emergencia del libro «sombrearon sus orígenes
verdaderos, e hizo que fuera absorbido en la atmósfera general de
exhortaciones a las masas, dirigidas por políticos oportunistas, para un
arrepentimiento nacional.» Y, sin embargo, tomando todo esto en
consideración, la Metanoética es un libro soberanamente no político.
Aun cuando se incline hacia lo concreto en expresiones del tipo
«despreciar la desvergüenza de los líderes primordialmente responsables
de la derrota, quienes ahora urgen a la nación entera al arrepentimiento»
170
y de una creencia en «la responsabilidad colectiva de la nación», sus
llamamientos son a una conversión religiosa, un cambio de mente y de
corazón, y no a una reforma de instituciones sociales.
La crisis de fe personal de Tanabe sobre su propia vocación como
filósofo fermentó durante los cinco años de silencio que se impuso a sí
mismo, años en que vaciló indeciso sobre si debía confrontar al gobierno
sobre sus políticas de guerra o si debía buscar otra manera de cooperar
para salvar la nación del inminente desastre. Se enfrentó, podemos decir,
con lo que William James llamó «una opción viva, forzada, y de suma
importancia.» No decidirse fue ya una decisión. Sabía que al coger la
pluma, corría el riesgo de escribir cosas que a lo mejor lamentaría
posteriormente, o que serían usadas para propósitos que él mismo no
pretendía. Ni las más fuertes de sus convicciones filosóficas le habían
enseñado una salida al dilema. Mientras, como la situación en el país iba
de mal en peor, y la libertad de expresión estaba siendo suprimida del
todo, contempló la posibilidad de renunciar totalmente a su puesto de
profesor de filosofía.
En algún punto, Tanabe se percató, en lo que sólo puede ser
llamado un tipo de experiencia religiosa, de que estaba demasiado
saturado de sí mismo. Habló de esta experiencia en los últimos días de la
guerra, ante un vestíbulo lleno de estudiantes y una atmósfera, recuerda
Takeuchi, verdaderamente tensa. Cito aquí de las líneas inaugurales de
ese primer discurso, que se convertiría en el largo y conmovedor prólogo
de la Metanoética:
Mi propia indecisión, me parecía, me descalificaba como filósofo y como
profesor universitario. Pasaba mis días forcejeando con preguntas y
dudas como éstas, desde dentro y desde fuera, hasta que me encontré
empujado a punto del agotamiento, y en mi desesperación concluí que no
me sentía capaz de comprometerme en la labor sublime de la filosofía.En
ese momento, ocurrió algo asombroso. En medio de mi desasosiego
renuncié y me rendí humildemente a mi incapacidad. ¡De repente fui
llevado a una compenetración nueva! Mi confesión penitente
—metanoesis— me arrojó inesperadamente hacia atrás en la interioridad,
lejos de las cosas exteriores. No se trataba de enseñar y corregir a los
otros bajo estas condiciones, pues yo mismo no había podido hacer lo
correcto. Lo único que tuve que hacer en esta situación fue resignarme
honestamente a mi debilidad, examinar con humildad mi yo interior, e
indagar en las profundidades de mi impotencia y falta de libertad. ¿No
significaría esto un nuevo cometido que reemplazaría al cometido
filosófico que previamente me había ocupado? No importa si es llamado
«filosofía» o no: ya era consciente de mi propia incompetencia como
filósofo. Lo que tenía importancia es que me enfrentaba en ese momento
con una tarea intelectual, y que debía hacer lo mejor posible para
proseguirla. En abstracto, todos los elementos de la metanoética
171
estaban ya preparados en una gran cantidad de escritos ya publicados: la
primacía del autodespertar, la confianza en el obrar de la nada absoluta,
la renuncia del yo, la necesidad de poner la razón al servicio de la moral.
Lo único que faltaba era un catalizador que cristalizara estas ideas en un
punto de vista viable.
El estímulo no vino esta vez de sus lecturas filosóficas, sino de su
alumno mencionado anteriormente, Takeuchi Yoshinori. Takeuchi había
visto que el núcleo de la idea de Tanabe sobre la nada absoluta en la
historia era muy afín a la noción del Otro poder en el budismo de la
Tierra Pura. Persiguió su intuición y escribió un libro sobre el tema, un
ejemplar que enseñó a su maestro en 1941. Al leerlo, Tanabe estuvo de
acuerdo, y sintió que podía encontrar la manera de salir del enredo en el
que estaba atrapado. No sólo le conduciría a La filosofía como
metanóetica, sino también cambiaría su vocabulario y volvería a
encauzar su pensamiento tardío.
Si no fuera por la Metanoética, la lógica de lo específico hubiera
acabado en un callejón sin salida. Pero, como hemos visto, la idea de la
metanoética significó «una base nueva y más profunda» para su lógica, y
no una reestructuración radical. Hasta el ideal último de la metanoética,
una «comunidad existencial» fundada en el arrepentimiento colectivo, no
se desvía mucho de su idea original de nación. Si la ausencia del
emperador, que no figura del todo en el esquema, dejaba algún vacío,
éste fue sobradamente rellenado por las figuras religiosas de Shinran y
Jesús, en quienes Tanabe reconoció a verdaderos «cosmopolitas»
religiosos, que se levantaron por encima de las condiciones específicas
de sus respectivas épocas.
No puede decirse lo contrario. El argumento central del libro, una
crítica minuciosa de cómo la razón funciona en la historia, presentada en
forma de una serie de confrontaciones con los filósofos occidentales que
más le habían influido en el pasado, puede funcionar independiente, sin
la lógica de lo específico. Aquí vemos a Tanabe en una nueva postura.
Por un lado, se está retirando claramente del mundo histórico, llevando
consigo sus ideas mal comprendidas. Por el otro, se está echando
nuevamente al mundo en el que siempre se ha sentido más cómodo, pero
con un espíritu de crítica y de confrontación que nunca antes había sido
tan contundente. No sólo lanza críticas en contra de ideas particulares de
autores particulares, sino que se mide con la entera empresa filosófica
como tal. Tanabe estaba convencido de haber localizado un punto
arquimediano fuera de la tradición filosófica, desde el que desenganchar
ese mundo y hacerlo girar en una órbita nueva. Como él mismo dice, su
objetivo era, ni más ni menos, el de construir «una filosofía que no es
una la filosofía.»
El resultado es una obra maestra del pensamiento filosófico, que
muestra a Tanabe en su mejor momento. Nada de lo que había escrito
172
antes ni nada de lo que escribirá después podrá comparársele.
42 la lógica de la crítica absoluta. Puede decirse que, como
totalidad, el libro gira en torno a la reforma de la filosofía elípticamente,
como en un pivote doble: los límites de la razón y la fuerza del Otro
poder. Del mismo modo que la elipsis necesita de dos pivotes al mismo
tiempo, así pasa con el argumento de Tanabe. Con el propósito de
resumirlos, aquí los trataré separadamente.
La primera meta se conforma en lo que él llama «la lógica de
crítica absoluta.» La lógica de lo específico había mostrado la
irracionalidad en la base de toda praxis histórica. Con la Metanoética,
Tanabe da un salto más hacia adelante, y demuestra el núcleo irracional
de todo pensamiento filosófico, incluyendo aquel que critica la
irracionalidad de la existencia social. Del mismo modo que lo absoluto
de la nada ha de quedar fuera del mundo del ser, lo absoluto de la crítica
de la razón no puede venir de la razón misma, sino que ha de provenir de
fuera. Dado que Tanabe había rechazado una divinidad transhistórica,
este «desde fuera» sólo puede ser el obrar de la nada absoluta que queda
en el fundamento de la historia, y que no se encuentra en el pensamiento
puro sino en el punto donde el pensar puro choca contra sus límites —en
la expresión varias veces repetida en el libro, en el punto donde la razón
«florece siete veces y se marchita ocho»:
La meta de la crítica absoluta de la razón no es ofrecer una red de
seguridad para el sujeto por suponer una crítica que queda más allá de
toda crítica, sino más bien exponer la totalidad de la razón a la crítica
rigurosa y así, a una autodestrucción. La crítica de la razón no puede
evitar conducir la razón a una crítica absoluta… La pura autoidentidad es
posible sólo para el absoluto. Desde el momento en que la razón olvida la
finitud y la relatividad de su punto de vista, y presume erróneamente ser
algo absoluto en sí misma, está destinada a caer en una contradicción y
ruptura absolutas.
El modelo para la crítica absoluta es la crítica de
Hegel a Kant y la crítica de Kierkegaard a Hegel, dos críticas sobre las
que el propio Tanabe hace sus propios ajustes. Respecto a la confianza
de Kant en la autonomía de la razón y su fallido intento de aplicarla
universalmente, Tanabe está de acuerdo con Hegel en que Kant no hizo
la crítica a su propio punto de vista crítico. Desde luego, no puede evitar
terminar en antinomias que es incapaz de resolver y atribuirlas a la
estructura de la mente, que no tenemos modo de superar como seres
humanos. Pero las razones de Tanabe no terminan donde las de Hegel.
Para Kant, cuestionar la crítica equivaldría a cuestionar el propósito
mismo de la empresa filosófica. Para Tanabe, en cambio, el propósito de
la filosofía no es la crítica sino el despertar del yo, para el que la crítica
es sólo uno de los elementos necesarios.
Tanabe también sigue a Hegel al introducir la lógica y la religión
173
en la dialéctica. Su idea de la imperfección radical de la condición
humana y de la necesidad de que se transforme por algo trascendente, le
lleva a la «conciliación con el destino a través del amor», una idea que se
convertirá en la piedra de toque de la metanoética. Para dar este paso, se
necesita el ajuste de lo que Kierkegaard dio en llamar la conversión del
individuo a la existencia religiosa, que no puede explicarse simplemente
como otra función de la razón universal. Kierkegaard, según Tanabe,
ignora en su ascenso de la existencia estética a la ética, y de ahí a la
religiosa, un aspecto esencial: el posterior regreso a la esfera ética, para
cuidar a los otros yoes. El amor de Dios para con el individuo y el amor
del individuo para con Dios deben completarse en nuestro amor el uno
para el otro.
Si todo esto suena más bien a teología cristiana ordinaria, es sólo
porque al abreviar las ideas he tenido que eliminar el alcance total y el
rigor argumental de Tanabe. También ha quedado ausente un elemento
crucial, el confiar la voluntad a la nada absoluta, que resultaba totalmente
necesario si el simbolismo cristiano satisface las demandas de la crítica
absoluta. Tanabe aplica la lógica de la crítica absoluta no sólo a la razón
crítica y a la historia, sino también al libre albedrío, que ahora entiende
como una «voluntad de la nada.» Al igual que la razón no puede asir la
nada sin convertirla en el ser, tampoco puede asir el libre albedrío
deduciéndolo de la intuición de una ley moral. Como Kant, que pensó
que la creencia en Dios se infiere del libre albedrío y no a la inversa,
Tanabe no puede fundar la libertad en un ser absoluto. Pero a diferencia
de Kant, para quien la libertad es el fundamento ontológico de la ley
moral, Tanabe localiza la libertad en el mismo no-fundamento
(Ab-grund) que la creencia en un ser absoluto, es decir, en una nada
absoluta experimentada en la metanoesis.:
No es el ser sino la nada lo que proporciona a lo humano un fundamento
para la libertad… La nada no es algo que la experiencia inmediata puede
atestiguar; cualquier cosa que pueda experimentarse inmediatamente, o
intuirse en términos objetivos, pertenece al ser, no a la nada. Desde
luego, suponer que la libertad es capaz de ser asida en un acto de
intuición comprensiva es equivalente a convertirla en el ser, y a privarla
de su naturaleza esencial como la nada.
Aquí, la idea de la nada
absoluta se reconoce no simplemente como una deducción sino como
algo que uno encuentra como una fuerza del más allá. Aunque éste sea el
punto de partida de la Metanoética, el método argumental es
propiamente filosófico. A partir de una consideración fresca de la
Fenomenología de Hegel y de una valoración de las críticas que le haría
Kierkegaard, Tanabe se enfrenta con Heidegger, Kant, Schelling, Pascal,
Nietzsche y Eckhart, así como también con el maestro zen, Dōgen. Uno
por uno, se enfrenta cara a cara con los pensadores que más le habían
marcado durante su carrera filosófica, empujando en cada caso su uso de
174
la razón hasta la misma desesperación, allí donde la razón debe renunciar
a sí misma —o como él dice, cogiendo de prestado la terminología
cristiana, morir para resucitar. De este modo, cada argumento filosófico
es tratado de nuevo a la luz de la metanoesis.
No trataré de resumir el variado espectro de ideas que Tanabe
pone bajo el hacha de su crítica absoluta. Es un libro rico que desafía
toda recapitulación. Hay páginas enteras que incluso son prácticamente
ininteligibles sin un conocimiento previo de sus posiciones anteriores y,
aun así, la introducción de cambios sutiles de énfasis requiere una
atención que quizá sólo el estudioso del pensamiento de Tanabe estaría
dispuesto a proporcionar. En todo caso, los argumentos deliberados y
cuidadosamente expresados son menos importantes por su contenido
sistemático —al fin y al cabo, la lógica de la crítica absoluta nunca llegó
a ser un ejercicio filosófico comparable al de la mediación absoluta o la
lógica de lo específico— que por el hecho de que están impregnados por
todos lados de un intenso aire de religiosidad. El efecto que crea es tan
distinto al de los escritos anteriores de Tanabe y tantas veces parece tan
incidental respecto al argumento que persigue, que realmente consigue
darle al lector la impresión de que se orienta hacia una filosofía que
simplemente rehusa ser una filosofía.
A todo lo largo del libro, Tanabe se refiere a sus colegas filósofos
—o al menos, a muchos de ellos— como «santos y sabios» que han
entendido la filosofía en el sentido normal de un despertar a la autonomía
y al poder de la razón. Es un camino por el que él mismo había transitado
antes, pero por el que ya no puede andar más:
La experiencia de mi vida filosófica pasada me ha hecho darme cuenta
de mi incapacidad y de la impotencia de cualquier filosofía basada en el
propio poder. No tengo ninguna filosofía en la que pueda confiar. Ahora
veo que la filosofía racional de la cual siempre había podido extraer una
comprensión de las fuerzas racionales que penetran la historia, y por la
cual había podido tratar con rigor la realidad sin despistarme, me ha
abandonado. En contra de todo esto, Tanabe adopta ahora la pose de
una persona «pecadora e ignorante» diferente de «los santos y los sabios
en comunión con lo divino.»
Parece haber un poco de ironía en esta última declaración, ya que
presupone que hay otros que sí pueden confiar en la filosofía tradicional
de forma responsable y, al mismo tiempo, lleva a cabo una crítica de la
razón que, efectivamente, acusa de pecadores ignorantes a todos los
filósofos que previamente emulaba. Por un lado, quiere confesar su
debilidad como filósofo como si fuera algo peculiar a él; por otro, quiere
alabar a quienes se dedicaron a la filosofía con una fuerza moral mayor
que la suya. La conclusión de que cualquier pensador bienintencionado
debería llegar eventualmente a la misma posición, queda bajo la
superficie del texto.
175
Esta irresolución parece reflejar una ambivalencia en el estado de
ánimo de Tanabe. Para empezar, al componer el libro comenzó con la
idea de que su deber era «participar en la tarea de dirigir… a todo nuestro
pueblo a someterse al arrepentimiento.» Sin embargo, cuanto más
avanzaba el libro, más se volvía hacia sus lectores filosóficos, pese a que
siempre mantuvo la esperanza de que, de una manera u otra, estaba
sirviendo al propósito original. Al mismo tiempo, reconociendo su error
personal —en cierto modo la culpa fue suya y no en la filosofía—,
comienza a penetrar cada vez más en los discutidos filósofos como
personas particulares, intentando averiguar por sus escritos su nivel de
autodespertar. Sus juicios adquieren un tono distinto, como si mirara a
esas personas en el espejo superpuestas sobre su propia imagen, tratando
de descubrir algo que había fallado en lo más profundo de sí mismo,
algún potencial que no había realizado.
Por ejemplo, podemos considerar sus comentarios sobre
Nietzsche, a quien se esfuerza por encontrar un precursor de su idea de la
crítica absoluta. En plena argumentación, hace una pausa para suspirar,
lamentando su propia falta de conciencia respecto al alcance total de la
búsqueda filosófica:
El egoísmo que yace directamente sobre la superficie de la voluntad de
poder de Nietzsche, no es más que un disfraz en la actualidad. Aunque la
máscara sea la de un diablo, la realidad es la de un sabio. Aquí está el
secreto del Dionisio de Nietzsche: por fuera vemos una figura heroica y
fuerte que no se encoge ni aún ante la religión de Satán; pero por dentro,
bajo el ropaje exterior, está el corazón de un sabio desbordado de amor
infinito… Quisiera interpretarle como un santo que rechazó las simpatías
que debilitan para predicar un evangelio fortificante del sufrir y del
superar…
Pascal, cuyas ideas Tanabe considera justo la antítesis de
su metanoética, es disculpado porque no sería metanoético tratar de otra
manera a alguien tan sabio y tan santo como él:
En ningún modo esto significa poner en duda la autenticidad de su fe o
acusar su pensamiento de ser poco profundo. Nada está más lejos del
espíritu de la metanoética. Todo lo contrario, me parece a mí que Pascal
fue por naturaleza un espíritu tan puro y noble que nunca sintió el
impulso interior a la metanoesis. La metanoética es la manera del
ordinario y del tonto, no la del sabio y santo…
Uno
tiene
la
impresión de que Tanabe está haciendo todo lo posible por deshacerse de
la imagen del inveterado crítico de confrontación, que trata ideas
abstractamente al margen de los pensadores que las propusieron. Pues la
crítica absoluta tiene como objeto la hibris de la razón, no el individuo
razonable, y esta hibris se mueve inspirada por la búsqueda de la virtud
en el acto filosófico mismo.
A pesar del tono altamente personal del libro, la vida religiosa
interior de Tanabe permanece en el más absoluto misterio. Lo que
176
podemos decir, en mi opinión, es que halló en las abstracciones de la
filosofía una defensa tras la que salvaguardar su vida privada y sus
sentimientos a la mirada pública y, sin embargo una posición
privilegiada desde la que pudo hablar directamente al alma del hombre
moderno. Hasta las repetidas referencias a sí mismo, en la fórmula de
«pecaminoso e ignorante como soy», raramente están relacionadas de
manera directa con algún hecho histórico, por lo que el lector al final
acaba pasando por alto estas palabras. Ya que encuentro difícil imaginar
que el propio Tanabe no fuera consciente de esto mientras escribía, tengo
que concluir que tomó lo que originalmente fue un sentimiento
genuinamente personal y lo convirtió en la máscara de un «hombre
medio», con el fin de que sus lectores se fueran animando gradualmente
a empezar a pensar, ««pecaminosos e ignorantes como somos», y a
lanzarse al mismo experimento de la vida-y-resurrección por el Otro
poder que Tanabe estaba realizando. De esta manera, lejos de ser una
capa de amianto que protegiese su yo interior para no quemarse con las
llamas de las críticas externas, la máscara exterior llegó a adquirir la
incandescencia de una convicción religiosa que ardía interiormente.
43 el acto religioso y el testimonio religioso. La gran e
ineluctable paradoja filosófica de la Metanoética de que sólo la razón
puede finalmente persuadir a la razón de sus propias debilidades, es
superada por la adición de —o mejor dicho, por la atención a— la
dimensión religiosa. No es cuestión de convertir la filosofía en una
"filosofía religiosa" o la religión en una "religión filosófica", sino de
recobrar el fundamento original donde la una confiaba en la otra, en un
tipo de filosofía-en-religión. Como se dijo anteriormente, el paso clave es
el realce de la noción de la nada absoluta. Hay tres elementos nuevos que
se encuentran entretejidos aquí: la nada absoluta como Otro poder, su
manifestación como una nada-en-amor a través de la autonegación del
absoluto; y su relación con Amida Buda y la Tierra Pura.
Para no tener que reubicar la nada absoluta en el mundo objetivo
del ser, con el objetivo de que pueda convertirse en un objeto de fe,
Tanabe trasmuta la idea de la fe en la rendición a algo que no pertenece
al mundo del ser y, por consiguiente, que no puede convertirse en objeto
de la intuición consciente. Este algo, como ya se ha notado, no es una
cosa sino un poder que sólo puede ser experimentado como una fuerza
que quiebra la dualidad sujeto-objeto de la razón, y desde allí deducido
como el poder que media en todo lo que ocurre en el mundo del ser y del
devenir. Cualquier asociación con un objeto concreto de la fe debe
comenzar con esta premisa y no con la premisa de un objeto preexistente
a nuestra fe en él.
A primera vista, la idea de un objeto de fe que es definido no por
lo que es sino por su no ser, parece desmitificar radicalmente todas las
177
metáforas de la fe y de la experiencia religiosa. Afirmar que el objeto de
deseo no existe antes de que sea deseado (como Kant hace en su idea de
la «buena voluntad») redefine la diferencia entre la fe religiosa y la mera
superstición. Esto significa que el objeto verdadero de la fe es algo que
no puede ser asido o manipulado como una imagen que indica, literal o
simbólicamente, algún objeto particular entre los otros del mundo del ser.
Sólo puede ser imaginado y aparte de ese acto de imaginar no tiene
ningún poder.
Para aplicar todo esto a las nociones occidentales de Dios, debía
reemplazar la típica imagen de Dios como sujeto supremo, que domina el
reino del ser, por la de una divinidad autovaciándose que se manifiesta
sólo en el acto de autonegación del amor. Mientras que, anteriormente, el
obrar de la nada absoluta era visible únicamente en el hecho de la
mediación absoluta del mundo del ser, de aquí en adelante Tanabe lo
describirá como una nada-en-amor. Como poder absoluto, no ejercita su
voluntad de forma directa sobre los seres relativos, sino que se manifiesta
siempre indirectamente:
Un Dios que es amor es una existencia que se reduce a nada para siempre
y que se da completamente al otro. En ese sentido, es una existencia que
tiene la nada como su principio y que no actúa directamente a causa de
su propia voluntad. Esta manifestación indirecta aparece allí donde los
seres relativos se niegan a sí mismos en el acto del amor. El autovaciarse
es la actividad de Dios en el mundo del ser. Su única realidad es su
continua «negación y transformación —es decir, la conversión— de todo
relativo.» Tanabe emplea la imagen de una red divina echada al mundo
del ser para sustituir a la idea de la fe entendida como relación personal
del individuo con Dios:
La relación entre Dios y yo no es suficiente para explicar el papel de la
red divina. Es absolutamente necesario que nosotros mismos nos
convirtamos en nudos de la red, y que juguemos nuestro papel en el amor
divino que abarca y abraza todos los seres relativos —en otras palabras,
que asumamos una corresponsabilidad. Es por esto por lo que el amor de
Dios conlleva el amor al prójimo.
El modelo que toma Tanabe, el de
una religión que complementa la filosofía, es extraído del
Kyōgyōshinshō, un texto sagrado escrito por el fundador de la secta Shin
del budismo de la Tierra Pura, Shinran en el siglo xiii que, se lamenta
Tanabe, está severamente restringido por interpretaciones sectarias. Hay
dos ideas principales que toma de este texto o, quizá mejor dicho, que
intenta leer en él. Pues resulta que, tomadas conjuntamente, estas ideas
confirman «el papel mediador que vincula inseparablemente la razón
ética a la religión», una frase que hace eco de la influencia inicial de
Bergson en su lógica de lo específico. Pero aquí, en vez de hablar de la
praxis histórica como antes, Tanabe usa los términos budistas Shin de
gyō y shō, para subrayar la diferencia entre el autodespertar en el acto
178
religioso primordial y la respuesta de la conducta ética.
Gyō es el acto religioso en el cual el tonto pecaminoso e
ignorante llega a confiar en el Otro poder de Amida Buda. Cobrando
ánimo en la convicción de Shinran que es, ante todo y en primer lugar, el
bonbu, el tonto ordinario, que es salvado, Tanabe encuentra en seguida
una relación con la virtud socrática del saber que uno no sabe. Reconoce
en el daimon de Sócrates una advertencia contra la confianza en los
poderes propios de la razón y una vocación a abandonarse a sí mismo en
la metanoesis. Pero lo que sólo era implícito en Sócrates, se hace
explícito en Shinran, es decir, «la gran acción de práctica religiosa
basada en el Otro poder, por el que el yo, arrojado al abismo de la
muerte, es otra vez inmediatamente recuperado para la vida.» La crítica
absoluta de la razón persigue, para Tanabe, este tipo de acto religioso.
Es, puede decirse, el equivalente filosófico del nenbutsu, la práctica de
invocar el nombre del Buda con una confianza tan completa que conduce
a la salvación.
Pero este acto permanece incompleto si se queda en los recesos
interiores de la mente. Debe ser confirmado en forma de testimonio
exterior, shō, por el poder transformador del amor. Este testimonio
proporciona el componente ético a la metanoesis. Valiéndose otra vez de
la doctrina del budismo Shin, Tanabe declara que cualquier mérito en la
actividad ética se debe por completo a la gran compasión del Otro poder.
A diferencia de la mística de Meister Eckhart y del zen de Dōgen, que
para Tanabe están atrapados en el círculo del autodespertar del yo a su
naturaleza de Buda inherente, la fe de la Tierra Pura se funde en el
autodespertar al Otro absoluto. Otra vez marcando sus distancias
respecto a Nishida, habla del zen como «continuo, autoidéntico, y en-sí»,
mientras que la Tierra Pura es «disyuntiva, discontinua, y para-sí.» Ve el
zen de los kōan próximo a su crítica absoluta pero, a la vez, opina que
finalmente sustituye lo que Kierkegaard había llamado «lo religioso» por
«lo estético.» Tanabe no tuvo la intención de presentar el budismo zen y
el de la Tierra Pura como una elección tipo o/o, sino enseñar cómo
ambos se complementan el uno al otro, en contra de la opinión popular.
La obra meritoria de compasión (ekō) funciona en dos
direcciones interrelacionadas, como dice Tanabe, en forma de un
ascenso-en-descenso o un egressus est regressus. La primera fase, la de
«ir a la Tierra Pura» (ōsō), consiste en el despertar uno mismo a su
propia incapacidad de salvarse a sí mismo, con el consecuente abandono
al poder salvífico de Amida Buda. La segunda fase, la de «regresar de la
Tierra Pura a este mundo» (gensō), significa volver al mundo actual y
trabajar en la salvación de los otros. Ambas fases son acciones directas,
sólo en el sentido en que, en ellas, el propio poder es «transferido» al
Otro poder:
Se puede ver en funcionamiento aquí una lógica esencial en cuanto el
179
salvarse a sí mismo significa realizar un acto de autonegación absoluta,
que llega completamente a la conciencia únicamente cuando uno puede
sacrificar el propio yo compasivamente, para el bien de los demás. El
símbolo de esta transformación de la conciencia es el bodhisattva
Dharmākara, la personificación del Buda como un ser relativo que
ilumina el camino a la fe a través de la autodisciplina y la práctica
religiosa.
Mientras que Shinran vio en el gensō la prerrogativa verdadera y
única del Buda, Tanabe se acerca al mito de Dharmākara desde su
interpretación del gensō como tarea que todo individuo ha de completar.
Naturalmente, esta interpretación no acababa de ajustarse a la ortodoxia
oficial del budismo de la Tierra Pura, cosa que tampoco pretendió
Tanabe. De la misma manera, su versión de la muerte y la resurrección
de Jesús como símbolo de una posibilidad humana universal —de hecho,
una heterodoxia bastante antigua y bien conocida en Occidente—
tampoco pretendía ofrecer una teología que compitiera con la ortodoxia
cristiana, sino recoger la verdad filosófica en la doctrina religiosa y
liberarla así de los límites marcados por la ortodoxia.
Este patrón se repite consistentemente a lo largo de la
Metanoética, pero no es utilizado como fundación de principios éticos.
Tanabe señala que, en el regreso al mundo, el testimonio «produce
conocimiento», pero en ningún momento especifica los contenidos
concretos de ese conocimiento. En realidad, se muestra satisfecho
hablando del fundamento religioso sin que todo principio ético quede
atado a la irracionalidad de las convenciones sociales o al racionalismo
de la reflexión filosófica. El «deber» ético no se funda ya en un
«imperativo» o en un «ideal» en sentido kantiano, sino más bien en la
participación en una mayor realidad. Toda acción moral llega a ser
contemplada como un tipo de «acción de no acción.» Los mismos
conceptos éticos son vaciados de su contenido racional y convertidos en
upāya, estrategias útiles para «mediar la transformación mutua del ser y
la nada.» Y aunque, anteriormente, la cuestión del telos del obrar de la
nada absoluta en el mundo del ser y del devenir permaneciera vaga e
indefinida, ahora recibe un significado nuevo: el de edificar, a través del
amor, un mundo de paz, una communio sanctorum en la tierra.
44 el yo y el autodespertar. Ese aire religioso que impregna La
filosofía como metanoética determinará el tono de todo el trabajo tardío
de Tanabe. Aunque toca de nuevo temas científicos, continuando lo que
Takeuchi ha llamado su "guerrilla de toda la vida" contra las
pretensiones de la ciencia natural, de ahora en adelante lo hará en una
atmósfera religiosa. El "progreso" logrado por la acumulación de
conocimiento, sigue insistiendo, al fin y al cabo no es más que la
elaboración de la fragmentación metodológica innata de la ciencia misma
180
que, en efecto, impide una síntesis verdadera del conocimiento. Tanabe
dio la bienvenida a las contradicciones que la nueva física estaba
descubriendo en sus propios fundamentos, y sugirió que ofrecen una
especie de kōan existencial, cuya meditación resultaría provechosa para
la ciencia. De este modo, el espíritu metanoético de sus escritos tardíos
revela el intento de definir el cometido de la filosofía como un inserirse
tanto en la ciencia como en la religión, a fin de que los dos puedan
reunirse y cooperar para promover el amor y la colaboración pacífica
entre los pueblos de la tierra.
Tanabe no abandonó completamente su propósito de reformar la
lógica de lo específico, pero poco a poco esta empresa fue deslizándose
hacia un espacio periférico y otra idea, antes periférica, ocupó el espacio
central: el autodespertar. Esa preocupación por heredar la gran riqueza
religiosa del budismo y del cristianismo, tan evidente en sus últimos
escritos, no tuvo nada que ver con ninguna afiliación o participación en
forma institucional de religión, ni con una aplicación de enseñanzas
religiosas tradicionales en la reforma de las instituciones sociales. Su
enfoque se había movido claramente hacia el yo que muere en sí mismo
para resucitar en el poder de la nada absoluta. No dio nombre particular a
esta orientación filosófica, ni trató de respaldarla con su propia «lógica.»
Pero una mirada en cómo la noción del yo funcionó en su pensamiento
temprano ayuda a hacer transparente este cambio.
Junto con la idea de la nada absoluta, Tanabe había aceptado del
pensamiento de Nishida el significado del llegar al despertar, aunque lo
desarrollara en una dirección diferente. Sus primeros escritos, como se
vio en su ensayo sobre Kant, dieron mucha importancia a la
transformación de la conciencia individual, pero haría falta mucho más
tiempo y recorrer un largo camino antes de que Tanabe recuperara la
importancia de esta idea. De hecho, sólo después su Metanoética, cuando
la dimensión religiosa llega en flor, las ideas del autodespertar del yo que
habían yacido semi-dormidas en su pensamiento vuelven a aparecer.
Nishitani, que había sido alumno de Nishida y Tanabe, y el editor
principal de las Obras completas de este último, contrasta las dos
posturas de sus maestros respecto a la idea del yo, en el siguiente
comentario tardío:
Mientras la filosofía de Tanabe gira sobre el eje de la acción o la praxis,
…la de Nishida gira sobre el eje del autodespertar… Pero estos dos
puntos de vista son básicamente lo mismo, en el sentido de que ambos
representan el punto de vista de un yo que no es un yo girando sobre el
mismo eje de la nada absoluta.
Aunque harían falta muchos años
para que el comentario de Nishitani fuera verdadero, en sus escritos
tardíos uno puede encontrar pasajes que fácilmente podrían ser
confundidos con un escrito de Nishida mismo, como el siguiente:
Los problemas de filosofía provienen de nuestro despertar a una vida
181
intensa. Hasta la filosofía griega, que dijo haber nacido de la admiración,
de hecho vino del propio autodespertar a la vida de los sabios griegos…
La filosofía es muy poca cosa, aparte de expresión de un autodespertar a
la vida. Encontramos expresiones muy semejantes en sus ensayos
tempranos, anteriores a sus primeros pasos hacia una nueva lógica, como
el siguiente de un ensayo de 1925, «La lógica de lo específico y el
esquema mundial»:
La vida y la lógica no existen separadas la una de la otra. Es sólo su
identidad correlativa la que existe concretamente. Cuando nos fijamos en
el aspecto de la inmediatez, hablamos de vida, y cuando nos fijamos en
el aspecto de la mediación, lo llamamos lógica. De la misma manera que
no hay una lógica al margen de la vida, no puede haber una vida del
autodespertar filosófico aparte de la lógica. La lógica es la lógica de la
vida, y el autodespertar es el autodespertar de la lógica.
Antes
de
poder regresar a estas primeras ideas, Tanabe tendría que distanciar su
idea del yo de la de Nishida. Indicios de esta idea aparecen ya en las
últimas páginas de su ensayo «La teleología de Kant» acabado el año
anterior, donde se refiere a «la dialéctica de la voluntad» como «una
finalidad del autodespertar», y la presenta como «un principio que
entrelaza la historia, la religión, y la moral en una relación indivisible de
las unas con las otras.» Como Nishitani señala, esto iba a abrir una
brecha con las ideas de Nishida, quien entendía la participación en la
historia básicamente como un «ver», en vez de un «obrar.» Mientras que
la preocupación de Tanabe por la praxis en el mundo histórico no
eclipsará del todo su convicción de que el cometido de la filosofía es
aclarar la conciencia, sólo con su Metanoética declara vigorosamente que
la meta verdadera de la filosofía es «una reflexión sobre lo que es último
y un autodespertar radical.» En los años intermedios, la idea del
despertar basada en una negación del yo se someterá a la presión de su
preocupación central en la praxis histórica.
En su ensayo sobre Kant, no es una «ley moral interiorizada» de
carácter universal lo que da fundamento al juicio práctico, sino la nada
absoluta, el autodespertar que proporciona al juicio moral un tipo de telos
último. Al menos superficialmente, esto es del todo compatible con el
pensamiento de Nishida, pero hay un subjetivismo sutil aquí que va a
contrapelo. En el intento de cambiar de posición el universal del juicio
práctico desde un datum a un captum, conservando al mismo tiempo la
nada absoluta como el hecho último de la realidad, tanto la conciencia
que crea el significado, como el despertar a una finalidad necesaria en el
proceso creativo que sirve de orientación hacia su fundamento más
profundo, más allá del ser, parecen establecer el sujeto cognoscente
como un ser relativo que confronta el mundo y la nada absoluta como sus
objetos. En consecuencia, el yo verdadero —un término que en todo caso
no fue tan utilizado por Tanabe como por Nishida— funciona
182
principalmente como un ideal moral que ha de ser realizado en el mundo
del ser, y no como una «realidad profunda» a la que sólo hace falta
despertarse. Desde luego, no ha de sorprendernos que, cinco años
después, Tanabe critique a Nishida por «la hibris de haber convertido el
yo en un Dios», y por convertir la filosofía en religión.
Tanabe mismo se dio cuenta de la dicotomía que permanecía
latente en su pensamiento entre el sujeto y el objeto, y en una colección
de ensayos de 1931 titulada La filosofía de Hegel y la dialéctica (parte de
la cual se publicó en una colección conmemorativa del centenario de la
muerte de Hegel), hizo sus propios ajustes. Insatisfecho con la crudeza
de su «dialéctica» anterior, no dudó en reemplazar lo que consideraba la
noción igualmente vacua del conocimiento absoluto que coronaba el
sistema de Hegel con la de «un autodespertar de la praxis», fundado
también en una nada absoluta más allá del ser. Bajo influencia de
Heidegger, denominó su reinterpretación de Hegel «una dialéctica
existencial ético-religiosa», en la que el estado despierto del yo efectúa
una negación absoluta tanto de la materia como de las ideas.
El yo de Tanabe, ahora relativo a la nada absoluta más allá del
ser, dejó de ser un sujeto cognoscente confrontado a un mundo de
objetos para convertirse en un yo de praxis en el mundo y, a la vez,
despierto a la ultimidad de la nada absoluta. Esta transición del sujeto
moral que había labrado en su crítica de Kant fue considerable, pero
todavía inadecuada. Comparado con la lógica del locus de Nishida, que
tomaba forma justamente durante los años en que Tanabe se sumergía en
la lectura de Hegel, la dialéctica de Tanabe parecía inclinarse hacia la
misma dirección al definir el yo como un ver creativo —pese a que lo
llamaba una praxis en lugar de una poiesis, como Nishida— más que en
un conocimiento pasivo. No obstante, fue todavía el objeto de la praxis,
el mundo histórico, y no la nada absoluta, el que le dio al yo la
concreción que creía necesaria. En pocas palabras: la idea de afirmar el
yo negando su individualidad en una más amplia totalidad histórica está
clara; pero no sucede así con la idea de afirmar un yo verdadero negando
el ser del yo en la nada del absoluto, no lo está. La nada absoluta
permanecía como un ideal asintótico hacia el que se orienta el yo
histórico. Fue sólo con el desarrollo de la lógica de lo específico que
Tanabe encontraría una forma de incluir las ideas de «la nada absoluta y
del autodespertar» en el contexto de lo históricamente condicionado.
A diferencia de Nishida, que al menos teóricamente, había
tomado la idea de un «yo verdadero» en su sentido más amplio, que
incluía la esencia verdadera de las cosas en el mundo natural, Tanabe se
restringió a lo humano. Por un lado, opinaba que Nishida había
simplificado demasiado la conversión del yo ordinario al yo verdadero,
al considerarla una tarea para la conciencia privatizada. Por otra parte,
sentía la falta de atención suficiente al elemento moral debido a un
183
énfasis excesivo en el yo transubjetivo. Indudablemente, la tendencia de
Tanabe a relativizar la nada absoluta en la praxis histórica y a definir el
yo verdadero más como una meta que hay que actualizar, que como una
simple realidad a la que despertarse, estaba ya presente en germen en sus
anteriores estudios sobre Kant y Hegel. Al articular su lógica de lo
específico, como hemos visto, desarrolló esta nueva concepción.
La idea del yo de Tanabe, naturalmente, quedó de una manera u
otra infectada por el nacionalismo ambivalente que hemos discutido en
secciones anteriores. En una serie de artículos escritos en 1939 bajo el
título general de «La lógica de la existencia nacional», introdujo alguna
que otra crítica a la idea de Nishida de «la autoidentidad de
contradictorios absolutos», con declaraciones como ésta:
El acto de autonegación por el que los individuos se sacrifican por el
bien de la nación resulta ser una afirmación de la existencia. Ya la nación
por la que el individuo ha sido sacrificado lleva dentro de sí la fuente de
la vida del individuo, no se trata simplemente de sacrificarse a sí mismo
para el otro. Todo lo contrario, es una restauración del yo al yo
verdadero. Es por eso que la autonegación se convierte en una
autoafirmación y la totalidad se reune en el individuo. La autonomía libre
de la ética no disminuye en el servicio a la nación y la sumisión a sus
órdenes, sino que más bien la posibilita.
Este tono continúa hasta
1943. Por ejemplo, casi inmediatamente antes de su cambio de
orientación a la metanoética, escribe en un ensayo sobre «Vida y
muerte»:
En tiempo de crisis, el país y el individuo son uno; el pueblo se dedica
por necesidad al país. Distanciarse del propio país significa una
autodestrucción… Desde este punto de vista, el yo no vive y muere, sino
que ha muerto y resucitado a la vida por medio de Dios o el absoluto.
El espíritu de arrepentimiento personal que impregna La filosofía
como metanoética no parece haber alterado mucho la estructura de su
comprensión dialéctica del yo. Lo que sí cambia es el enfoque: la historia
concreta, que una vez había proporcionado a su pensamiento el locus
central para la praxis en la que el yo muere para renacer, y donde el ideal
del yo verdadero toma forma, se desplaza a la periferia para ser
reemplazada por el autodespertar de la finitud de toda praxis histórica.
Esto forma parte de la doble negación de la metanoesis. Por un lado, es
un arrepentimiento de sus fallos personales; por el otro, es una
confrontación con y un rechazo al mal que yace en la raíz de esos fallos,
en la profundidad de la existencia humana misma. Es un rechazo que no
sería posible realizar por su propio poder, pues ese poder está ya
infectado por el mal radical. Sólo puede realizarse a través de la
confianza en la nada absoluta, que abarca la existencia humana por todos
lados. De esta manera, la transformación de la metanoesis puede verse
como una muerte-en-resurrección del yo.
184
En el contexto de su idea de la metanoética, Tanabe ve el «yo» de
«el yo que no es un yo» como el individuo particular que se ha liberado
del modo de pensar y actuar de cada día para percatarse de la condición
humana fundamental de la finitud, y practica el arrepentimiento para su
conducta inmoral e ilusa. Puesto que no desarrolló la noción del yo
verdadero más allá del punto abstracto de un ideal moral, una vez
lograda esta dimensión autonegativa de la dialéctica del autodespertar (la
conciencia del propio poder del ser relativo), Tanabe no pudo sino
recurrir a un «otro» igualmente autónomo, que invierte esta negación y
afirma un yo nuevo, un «yo que no es un yo» (un yo dependiente en el
Otro poder de la nada absoluta). Al mantener la importancia del yo
transformado, está de acuerdo con Nishida, pero se aleja de la doctrina
ortodoxa del budismo de la Tierra Pura. Al mismo tiempo, difiere de la
idea del autodespertar de Nishida, en la que el yo no se convierte en otro
yo, sino que sólo se despierta a un modo distinto de ser. Como comenta
Nishitani, el yo de Nishida «ónticamente permanece igual, si bien su
fundamento ontológico ha cambiado.»
En su último ensayo, Nishida mismo aclara la diferencia, en una
referencia indirecta a Tanabe («la gente») que imita el modo indirecto en
que Tanabe siempre se refería a él:
El problema de la religión no está en cómo deba ser o actuar nuestro yo
en cuanto ser activo, sino en qué clase de existencia es el yo… A
menudo, la gente trata de fundamentar la exigencia religiosa sólo a partir
del punto de vista de la imperfección de nuestro yo, que yerra y se
descarría. Pero el espíritu religioso no se origina tan sólo desde este
punto de vista… Además, el descarrío religioso no es un descarrío
respecto a las metas del yo, sino respecto a la base existencial del yo.
Aun en términos morales, el solo sentimiento de impotencia del yo frente
al bien moral pensado objetivamente, no importa cuán profundo sea este
sentimiento —en la medida en que existe en su base una confianza en la
propia fuerza moral—, todavía no es el espíritu religioso. Aunque se le
llame metanoia, si se dice desde el punto de vista moral, no se trata de un
arrepentimiento religioso. Por lo general, al hablar de arrepentimiento no
deja de tratarse de un arrepentimiento frente al mal del yo y aún queda
allí el «propio poder.» Al reconocer aquí una crítica a su metanoética,
Tanabe contestó rechazando la formulación paradójica de Nishida de una
«continuidad de discontinuidad» para solucionar el problema de la
continuación a través el tiempo de un yo verdadero dentro del yo
cotidiano que siempre está en transformación. Y lo hizo, precisamente,
porque le parecía que eliminaba la negación radical del yo actual que,
para Tanabe, era el principio del autodespertar:
El autodespertar no es la introversión en sí mismo de un yo que sigue
existiendo. No puede haber una vuelta a la interioridad para un yo que
continúa siendo idéntico a sí mismo. El autodespertar tiene lugar cuando
185
el yo se despide de esta colocación y lo destruye, borrándose a sí mismo.
Para Tanabe, entonces, el yo iluso, el pecador colmado de la
oscuridad de la ignorancia (avidyā) y de la pasión es la cara verdadera
del yo, tanto óntica como ontológicamente. El despertarse a la finitud
ineluctable de la autonomía humana sólo puede conducir a una
experiencia del yo como un yo que no es un yo —es decir, como un yo
que ya no puede confiar en el propio poder que lo define como el yo—.
Actualizar el ideal de un yo que no es un yo requiere Otro poder, el
despertar al que no remueve la finitud del yo y que, sin embargo, de una
manera u otra, reafirma su existencia y su relación con los otros seres
relativos.
Si «el yo verdadero» de Nishida señaló un estado original del
despertar que se puede cultivar trascendiendo el obrar de la conciencia
discriminadora y el reino del ser que constituye, el yo ideal de Tanabe es
cultivado a través de un despertar a la relatividad radical y la futilidad de
nuestros propios poderes. Para ambos, el «yo que no es un yo» se funda
en la nada absoluta. Para Nishida, la nada es experimentada como un ver
en que el mundo y el sujeto son uno —definiéndose el uno al otro,
creándose y anulándose el uno al otro. Para Tanabe, finalmente, la nada
es experimentada como una mediación absoluta en la que uno reconoce
que todas las relaciones entre el sujeto y el mundo, entre un sujeto y lo
otro, pertenecen a una historia cuyos ritmos transcienden los de nuestra
praxis voluntaria.
45 una síntesis de religiones. Después de este primer
experimento riguroso de trabajar a partir de categorías budistas Shin en
la Metanoética, Tanabe se dedicó el resto de su vida a desarrollar su
"filosofía que no es una filosofía." La crítica absoluta le parecía más o
menos consumada, y lo que quedaba por hacer era profundizar en la
transición de la filosofía a la religión.
Tanabe había trazado una línea divisoria entre las dos más gruesa
que la línea divisoria postulada por Nishida, pero no con intención de
separarlas, sino para mantener diferenciadas sus áreas respectivas. De
hecho, como vimos en la discusión de su lógica de lo específico, en
cierto sentido consideraba la religión como la culminación de la filosofía.
Sin embargo, esta conexión quedó formulada de una manera un tanto
abstracta, y el resultado tendía a absorber la religión en la filosofía, como
vemos en un largo comentario de 1939 acerca del Shōbōgenzō de Dōgen.
La obra concluye justamente con la misma presuposición con que
comienza, declarando que la filosofía difiere de la religión en que
alcanza el absoluto por mediación de la religión, mientras que la religión
lo alcanza directamente. Pero en el actual intento por extraer lo esencial
del zen y hacer que medie entre la realidad y la comprensión filosófica,
acaba —como comentó D. T. Suzuki después de haberlo leído—
186
haciendo todo lo contrario, intentando ceñir el zen a su propio
pensamiento, y no la inversa.
En cierta medida, la Metanoética corrigió esta tendencia y
desplazó la religión a un espacio privilegiado desde donde era posible la
crítica a la filosofía. Quizá su declaración más clara respecto a dónde
conduce ahora su filosofía se encuentra en esta frase serpentina, tomada
de la última sección de su Introducción a la filosofía de 1951:
La religión por naturaleza, a diferencia de la filosofía, no persigue la
relación entre relativos del lado de lo relativo hasta que llega finalmente
a lo absoluto, sino que inmediatamente y desde el principio conlleva un
proceso en el cual lo relativo es obrado por lo absoluto —en lenguaje
religioso, recibe revelación, o dicho al revés, es un proceso en que lo
absoluto se revela, es decir, se manifiesta a lo relativo— y a través de ese
proceso toma un punto de vista en el que la relación entre lo absoluto y
lo relativo no se establece, como lo hace en la filosofía, por medio del
pensamiento y el argumento racional, sino que es revelado a nosotros
directamente y con certeza. Como puede imaginarse por el tono de sus
palabras, Tanabe considera que la religión esclarece el defecto
fundamental de la filosofía, es decir, que no termina en el despertarse a la
realidad. Y de hecho, lo que ocurre en su pensamiento después de la
Metanoética es precisamente que la orientación de la filosofía misma
llega a abrazar la de la religión, con lo que la filosofía no es simplemente
orientada hacia lo absoluto, sino que también incluye la dimensión del
movimiento desde lo absoluto hacia lo relativo. Es un error entonces
pensar que la religión es únicamente algo que se añade a la búsqueda
filosófica: la transmuta.
En otras palabras, Tanabe dio por fin unas implicaciones a la idea
del autodespertar de la nada absoluta cercanas a las propuestas de
Nishida, por muy diferente que fuera la forma en que lo hizo. En general,
Tanabe parece haberse sentido, en edad avanzada, liberado de la sombra
de su maestro, y más dispuesto a reconocer una mayor simpatía por la
que fue sin duda la personalidad filosófica más relevante en su vida.
Mientras elaboraba la Metanoética, Tanabe se sintió atraído por
el cristianismo de una manera especialmente intensa. En su libro de
1948, La dialéctica del cristianismo, su aprecio va aún más lejos. Según
escribe allí, el cristianismo necesita «una segunda reforma» porque la
sangre vital de la experiencia original, que una vez le había animado, ya
se ha desecado, dejando atrás sólo una cáscara vacía. Esta cáscara puede
convertirse en la semilla de una cristiandad nueva: para conseguir esto, el
Reino de Dios enseñado por Jesús tendría que reemplazar la soteriología
de san Pablo, conservando sólo su idea, de forma desmitificada, de la
muerte y resurrección del individuo en Cristo. Esta reforma debería tener
lugar dentro de la cristiandad misma, bajo todo el peso de la tradición, y
no simplemente ser ideado por filósofos o imaginado libremente por los
187
no cristianos. Pero sus efectos deberían hacer posible que el cristianismo
fuese asumido por parte de la gente bien-intencionada de todo el mundo.
Lo que entendió por «apropiación» no supone ninguna forma de
afiliación oficial a la fe, sino una simbiosis creativa con el budismo, y
aun con el marxismo, simbiosis con la que Tanabe soñaba en sus últimos
años.
Dejando a un lado cuestiones sobre la validez de las
interpretaciones de las religiones universales que Tanabe trataba de
sintetizar, los contornos principales del proyecto se hacen visibles en la
estructura de su siguiente libro, La Existenz, el amor y la praxis. De aquí
en adelante, se hará más claro lo que ya estaba implícito desde hacía
tiempo en otros escritos: Tanabe sentía una afinidad con el cristianismo
tan profunda que, a veces, superaba incluso la que sentía por el budismo.
Fue en este sentido que comentó, en la últimas páginas de La dialéctica
del cristianismo, que él mismo se sentía un werdender Christ.
Anteriormente, le había atraído el empeño decidido del cristianismo por
mediar a través de un compromiso moral con la historia, y de hecho en
este mismo libro se advierte claramente cómo aplica la enseñanza de
Jesús sobre la metanoia a una visión religiosa de la sociedad. Pero, por lo
general, lo que más llamó la atención de Tanabe era Jesús como maestro
del amor y del renacimiento a través de la muerte de sí mismo, y no el
eterno Cristo resucitado de la teología de san Pablo. En todo caso, su
intención no fue en ningún momento comparar los méritos respectivos de
estas religiones o de diferentes posiciones teológicas, sino encontrar una
posición religiosa que sintetizara lo mejor del zen, del budismo de la
Tierra Pura, y del cristianismo.
Su esperanza en una filosofía religiosa unificada que combinara
estas tres perspectivas acaba dando al traste, curiosamente, con su
anterior insistencia en lo específico como mediador inmediato de toda
experiencia y toda comprensión histórica. Es casi como si se hubiera
mecido al extremo opuesto. Mientras que antes había dejado a un lado
las irracionalidades de la religión en su especificidad para acentuar su
dimensión salvífica, aquí ignora prácticamente lo específico y centra su
atención en la dimensión racional de las religiones mundiales que
pretendía sintetizar.
La omisión del Shintō en este esquema, notable para quienes hoy
lo consideramos una religión indígena de Japón, no es difícil de entender
si nos ponemos en el punto de vista de Tanabe. Para empezar, estaba
interesado básicamente en el contenido doctrinal de las religiones
históricas, y no en sus ritos, liturgias o en su mitología como tal. Como
carecía de una doctrina clara o de una interpretación profunda de sus
mitos originales, el Shintō quedaba fuera de lugar en este proyecto.
Además, no debe olvidarse que el Shintō había sido expropiado por el
Estado y puesto al servicio de su ideología militar, lo que en cierto modo
188
hacía que estuviese por encima de la crítica racional. Y desde luego,
Tanabe no estaba preparado para sumergirse en la espinosa cuestión de
qué podía significar el Shintō una vez liberado de su historia reciente.
La síntesis que nos propone Tanabe no se basa en la sencilla idea
de que todas las religiones participan de un origen común, ni tampoco en
que manifiestan fenomenológicamente arquetipos comunes. Pero si todas
las cosas en el mundo y en la conciencia se median la una a la otra, si por
naturaleza colaboran, sea simpática o agónicamente, en la identidad la
una de la otra, es obvio que esto mismo vale para la religión. Si ésta se
entiende como una función del despertar del yo, es suficiente con poder
llamar la atención sobre los puntos de contacto, siendo la piedra de toque
de dicha simpatía su habilidad para realzar la conciencia de la Existenz,
del amor, y de la práctica. Cuáles pudieran ser las consecuencias de tal
contacto en la pureza de tradición de alguna religión particular o en el
desarrollo de su doctrina, es algo que simplemente no le interesó. Sólo le
preocuparon las posibles consecuencias para el yo que intenta apropiar
en su conciencia la verdad de las religiones históricas.
La razón por la que señala la Existenz, el amor y la práctica como
el punto de encuentro entre las religiones es que para él representaban las
condiciones necesarias para un autodespertar religioso, que es la
verdadera razón de ser de las religiones históricas. La Existenz
representa un despertar al elemento de la finitud humana que caracteriza
al yo como es (el yo en-sí). El amor representa un despertar al trabajo
intermediario del poder de la nada absoluta, que confirma al yo en su
libertad de ser otro de lo que es (el yo para-sí). Y la praxis representa la
acción iluminada del yo que ha renunciado a sí mismo y que, por lo
tanto, ha comenzado a actualizar todo el potencial de su naturaleza (el yo
en-sí y para-sí). Unidos, estos tres elementos proporcionan la meta
definitiva al compromiso filosófico. En este sentido, la «filosofía que no
es una filosofía» es llamada así porque es una «filosofía deliberadamente
religiosa.»
Tras esta descripción es posible ver el modelo tripartito de la
finitud, la mediación del Otro poder, y la vida-en-muerte que Tanabe
desarrolló en la Metanoética, modelo que puede descubrirse bajo una
gran variedad de formas en sus escritos tardíos. Por ejemplo, lo vemos en
el trabajo acerca de su idea de «convertir lo mítico a lo lógico» en la
religión. Esto incluye tanto el mito de la Tierra Pura del bodhisattva
Dharmākara como también el mito cristiano de la kenósis, por el que
Dios se vacía a sí mismo en el Jesús histórico. Ambos mitos son
interpretados como una dialéctica de autodescenso (negación del yo) y
autoascenso (reafirmación el yo), o una muerte-en-vida y una
vida-en-muerte. En cada caso, la persona religiosa, «el sujeto del
pecado», muere la muerte de desesperación sobre su propia finitud, y se
recupera por medio de una conversión absoluta al poder infinito de la
189
nada absoluta, Dios u Otro poder.
Un segundo patrón, basado en la idea de la nada-en-amor de la
Metanoética, evolucionó hacia una trinidad de Dios-en-amor, amor de
Dios , y amor del prójimo, donde Dios puede sustituirse libremente por
la nada según las circunstancias. Esto aparece a menudo en sus escritos
tardíos como una manera de rescatar su propósito de combinar el
socialismo y la democracia para crear una estructura social útil para que
Japón pudiera comprometerse positivamente en la praxis socio-histórica,
y promover la causa de la paz en el mundo. En un ensayo titulado
«Cristianismo, marxismo y budismo japonés», Tanabe describe su
comprensión del contenido del autodespertar religioso justamente como
este tipo de nada-en-amor que media la totalidad de nuestra existencia
como seres relativos.
Lo que sobrevive de su interés por el marxismo es la dimensión
religiosa. Años atrás, Tanabe sintió que existe un tipo de escatología
espiritual en el pensamiento marxista que el mismo Marx nunca permitió
que saliera a la superficie. Ahora, advierte que los ideales socialistas de
solidaridad entre los pueblos y el propósito de liberar a la religión de
toda superstición, encajan perfectamente en su dialéctica del amor.
Concretamente, propone que los filósofos formen una especie de «clase
sin clase» que, por un lado, ayude a los marxistas a que descubran el
papel positivo que puede jugar la religión para liberar a la gente de la
preocupación egoísta por su propia salvación; y, por el otro, que presente
el valor social científico y teórico de las ideas de Marx al egoísmo de los
capitalistas. Esta clase funcionaría como una suerte de «sociedad
específica», pero a diferencia de la raza étnica que, como vimos, es la
fuente de la sociedad irracional y cerrada, estaría libre de todo apego a la
raza y se comprometería a abrir la sociedad al mundo más amplio. Pese a
reconocer que esto puede parecer que diluye la noción de lo específico,
aplicable ahora a cualquier corporación o agrupamiento, Tanabe
consideró necesario enseñar que el individuo no necesita confrontar lo
específico aisladamente para mediar el universal, sino que puede hacerlo
en comunión con otras personas de la misma convicción.
46 una dialéctica de la muerte. En los más tardíos escritos de
Tanabe, vemos que su reforma de la filosofía no sólo ha incorporado la
dimensión religiosa en una forma más básica, sino también que ha dado
marcha atrás y que ha vuelto a conceder a la filosofía la amplitud de
miras que antes le había negado. Tanabe siempre había pensado que, por
naturaleza, la filosofía ha que "tratar de pensar la realidad de tal manera
que ninguna cosa de la realidad quede fuera del cuadro." Sin embargo,
había dos elementos que sí había descuidado, la estética y una filosofía
de la vida. Estos dos se reúnen sólo al final de su vida, en lo que dio en
llamar la dialéctica de la muerte.
190
Ya en sus días en Alemania, se recordará de lo dicho
anteriormente, Tanabe se había sentido atraído por la idea de Heidegger
de una «fenomenología de la vida», y regresó a Japón con intención de
desarrollarla. Finalmente no lo hizo, pero en una vuelta irónica regresa al
tema en la vejez, a través de una crítica a Heidegger donde a la vez
propone una alternativa —una filosofía de la muerte.
En la sección final de La Existenz, el amor y la praxis, se da un
primer paso hacia una conversión del cometido filosófico al ideal
socrático de «practicar la muerte.» Tomando ejemplos de la vida de Jesús
y del ideal zen del samurai, demuestra cómo la muerte —o la negación
final— del yo en el que uno renuncia o «suelta» el yo, sustrayéndolo del
mundo de la vida y del ser para «anularlo», resulta ser una mediación
(una estrategia útil) que lanza la afirmación de una vida nueva. De este
modo, tira de sus escritos anteriores varias hebras para tejer una
dialéctica de la muerte-en-vida y la vida-en-muerte que se convierte en la
última piedra de toque del autodespertar religioso.
Sin abandonar su objetivo último, esto es, un amor universal que
sintetize el amor cristiano y la compasión budista, vuelve a pensar el
amor en términos de muerte. El budismo zen juega un papel especial en
esta reconsideración:
Si hay alguna filosofía que nos pueda salvar hoy, ha de ser una dialéctica
de la muerte. Ésta es mi sospecha. ¿No podría ser el modo de pensar
oriental del zen la manera para abrir un camino a través del callejón sin
salida al que el pensamiento occidental nos ha conducido? La idea de la
muerte-y-resurrección que aparece en la Metanoética está por supuesto
presente aquí, como también lo está la visión con que cerraba aquel libro,
la de una communio sanctorum en la tierra. Pero ambas ideas eran vasijas
medio llenas que se completaron únicamente a partir de su experiencia
personal de estar cara a cara con la muerte —primero, con el
fallecimiento de su esposa en 1951, y desde entonces los años que pasó
escribiendo con su imagen grabada en la mente. «En su diálogo con su
esposa difunta», recuerda Nishitani, «es como si Tanabe sintiera abrirse
un mundo en que el reino de la vida y el reino de la muerte se
interpenetran.» De esta manera, la tarea de la filosofía se amplía
inusitadamente para reunir a los vivos y a los muertos.
Su ensayo más importante sobre la filosofía de la muerte se
presenta en forma de respuesta a la «ontología de la vida» de Heidegger.
La muerte, declara, es algo más que la tenebrosa sombra echada por la
contingencia sobre las cosas de la vida —una sombra que, para Tanabe,
era especialmente real en su día, dada la amenaza de holocausto
nuclear—, aunque sea ahí donde Heidegger se detiene. La muerte es eso
desde luego y, de hecho, es el más evidente «representante de nuestra
exposición a la contingencia.» Pero no es algo que llega a la vida desde
fuera. Es más bien el otro lado de la vida y ha de ser recordada así para
191
que las dos se conviertan la una en la otra. De lo contrario, la
impermanencia terminaría en mera nihilidad. Metafísicamente, la
«conversión dialéctica» que nos propone Tanabe es una nada-en-amor,
actividad de la nada absoluta. No es deducida como principio desde la
relatividad del ser. Ni es una invención heurística, como Kant pensó que
era la inmortalidad: algo que creemos porque nos ayuda a enfocar los
cometidos de la vida. La conversión ha de ser «práctica», ha de conllevar
el despertar del individuo justamente en el punto en el que la confianza
en la vida se derrumba. Tanabe habla aquí de una
«frustración-en-penetración», es decir, de algo que se abre precisamente
en medio de nuestra confrontación con los límites de la condición
humana. Y le llama una epifanía de la nada absoluta en el mundo,
epifanía que conduce más allá de la frustración y de la muerte, hacia el
renacimiento en una vida nueva. En este sentido, la práctica de esta
dialéctica de la muerte es un «despertar que colabora existencialmente
con la muerte-y-resurrección.»
Tanabe seguía introduciendo libremente vocabulario cristiano en
sus argumentos, pero hemos de calificar esta práctica en dos sentidos
importantes. Primero, ya que el Dios cristiano es un ser absoluto, es
también un principio de la vida que, se cree, acoge la nada absoluta.
Como resultado, «no puede esperarse que el cristianismo tome una
postura radicalmente dialéctica hacia la muerte.» En segundo lugar,
Tanabe veía la muerte y la resurrección de Jesús siempre en un sentido
no teológico, desmitificado. Reconocía, cómo no, que la fe en la muerte
y la resurrección ha sido central en la religión cristiana, empezando con
las cartas de san Pablo. Pero no tarda en dejar claro que para él no se
trata de una declaración metafísica acerca de una experiencia directa y
objetiva probada por la persona que muere, sino de una representación
mítica de algo experimentado indirectamente por los vivos.
A este respecto, Tanabe habla de la práctica de la muerte como de
una colaboración de los vivos con los muertos: «ligados a los muertos en
el amor, los vivos obran a través de ellos.» Se refiere a esta colaboración
como «radicalización de la nada absoluta», un «compasivo cruce de
caminos» que tiene lugar en el autodespertar. Lo aproxima no sólo a la
idea cristiana de la communio sanctorum, sino también a la idea
Mahāyāna del camino del bodhisattva. Aunque Tanabe está intentando
distanciarse del Dios trascendente del cristianismo, en realidad no cuesta
mucho trabajo reconocer los ecos del himno de san Pablo de la kenósis
divina en el fondo de su paráfrasis de este ideal del bodhisattva:
Mientras preserva la condición de poder convertirse en un Buda, por su
propia voluntad suspende sus poderes y no se eleva a esa altura, sino que
se detiene en el estado más bajo de un Buda, toma su lugar entre todos
los seres vivos, y de esta manera se entrega a la salvación de todos ellos.
En otro lugar, Tanabe da a esta idea de la renuncia de sí mismo
192
para la salvación de los otros unas proporciones cósmicas, un poco como
Leibniz hace con sus mónadas, y elimina el concepto de armonía
preestablecida por una colaboración armoniosa expresada en términos de
«una realización colaboradora del amor que simboliza la nada absoluta»,
que toma del budismo Kegon.
Fue entonces, en medio de sus esfuerzos por hacer girar su
filosofía entorno a la relación entre el amor y la muerte, cuando trató de
introducir una cierta dimensión estética en su pensamiento tardío, a
través de un largo comentario al poema experimental posteriormente
publicado de Stéphane Mallarmé, «Un coup de dés jamais n’abolira le
hazard.» Diez años antes, en 1951, escribió un ensayo aún más largo
sobre Paul Valéry, por cuya mezcla de estética y filosofía social sentía
una intensa simpatía. Mientras preparaba esta obra, Tanabe descubrió la
buena opinión que tenía Valéry de este poema de Mallarmé, y su
creciente preocupación por la muerte le estimuló a estudiarlo de nuevo.
Su comentario se convertiría en su última obra acabada.
La idea de la contingencia y el abismo que ésta abre, presente en
el poema, se adecuaba bien con sus propias ideas, como explica con gran
detalle. Nueva en el tratamiento de Tanabe es la idea de que la belleza
del lenguaje simbólico tiene un poder que ni el lenguaje filosófico ni el
científico tienen, y que lo tiene precisamente porque desplaza de la
posición central el significado racional. Tanabe entendió que los poemas
de los simbolistas comparten con la filosofía la meta de una «mediación
negativa de la ciencia» en busca de algo más último que el conocimiento
objetivo. En consecuencia, leía su poesía como una metafísica, pero una
metafísica «vista desde el punto de vista del despertar religioso.» Al
mismo tiempo, encontró la distinción de los simbolistas entre «el
lenguaje cotidiano» y el «lenguaje puro» muy a su gusto, afirmando que
«la alquimia de palabras» de estos poetas expresa mejor los sentimientos
espirituales —en particular, la dialéctica de la muerte— que las densas
oscuridades de los poetas trascendentalistas. Además, argumentó que el
poder de los símbolos consiste en que pueden extraer la nada del ser, y
conducir el ser a la nada y, en este sentido, servir a la dialéctica de la
muerte como un idioma de la negación del ser (el ascenso del ōsō) y, al
mismo tiempo, de la reafirmación del ser (el descenso del gensō). A este
respecto, contrasta el poder del símbolo con la mera «expresión» o
«signo» cuyo foco es la vida y que ignora la mayor parte de la realidad,
ya que abstrae de ella sólo una parte, sea porque centra su atención en la
nihilidad de la existencia o, porque convierte la nada en un ídolo que
eclipsa el mundo del ser.
Comparados con los niveles de desarrollo de la teoría simbólica,
hemos de decir que los resultados de Tanabe no son muy notables, ni su
lenguaje especialmente preciso. Sin embargo, parece ser que ésta es la
única vez que uno de los tres principales filósofos de la escuela de Kioto
193
trata la función del lenguaje mítico y simbólico tomándoselo en serio y
sin pretender reabsorberlo a la primera de cambio en categorías
existentes. Por esta razón, la obra ha de ser mencionada, aunque no
merezca un comentario más extenso.
En 1972, diez años después de la muerte de Tanabe, Takizawa
Katsumi, célebre teólogo y agudo lector de la filosofía de Nishida,
advirtió que la lógica de lo específico y la dialéctica de la mediación
absoluta habían sido completamente relegadas al olvido, y que ni
siquiera en Kioto puede uno oír hablar de Tanabe y de su filosofía.
Atribuye esta tendencia a su ambigua posición respecto al nacionalismo
totalitario, pero concluye:
Cualquiera que se tome la molestia de leer laboriosamente su prosa
entenderá que las metas de esta filosofía y los sentimientos de este
filósofo revelan una profundidad inesperada y tocan las cuestiones más
fundamentales de hoy en día. Puede pensarse que, si no se hubiera
producido ningún choque entre Nishida y un discípulo de la estatura
intelectual de Tanabe, no existiría la escuela de Kioto tal y como la
conocemos y que la repercusión del pensamiento de Nishida en
Occidente hubiera sido muchísimo menor. Esto se debe no sólo a los
propios escritos de Tanabe, sino también a la posición en que colocaron a
la principal figura de la siguiente generación, Nishitani Keiji, quien no
pudo seguir a Nishida sin forcejear con las críticas de Tanabe y con su
propia contribución a la filosofía mundial.
194
Nishitani Keiji (1900–1990)
47 vida y carrera de nishitani. Nishitani Keiji nació el 27 de
febrero de 1900 en un pequeño pueblo de la prefectura de Ishikawa, en el
Mar de Japón. Cuando tenía catorce años, tras la muerte de su padre a
causa de la tuberculosis marchó a Tokio donde viviría junto a su madre e
iniciaría sus estudios preuniversitarios. Nishitani padecía la misma
enfermedad, lo que bastó para que no pudiera aprobar el reconocimiento
médico necesario para ingresar en la prestigiosa Escuela Secundaria
Daiichi. Había obtenido las calificaciones más altas de su clase, por lo
que le pareció humillante no haber sido admitido. Tras un período de
recuperación en la isla de Hokkaidō, en el norte, que duraría más o
menos un año, volvió a intentarlo, y esta vez superó la prueba médica.
Contaba entonces con diecisiete años. Durante la recuperación se había
consolado algo leyendo novelas de Natsume Sōseki, que despertaron su
curiosidad sobre el estado mental zen. Decidió profundizar más en el
tema, y fue entonces cuando descubrió los escritos de D. T. Suzuki.
Una vez en la escuela secundaria, Nishitani se sintió liberado de
toda preocupación por las notas y continuó leyendo ampliamente, al
margen de las asignaturas oficiales. Libros de Dostoevski, Nietzsche,
Ibsen, Emerson, Carlyle y Strindberg, así como también la Biblia y san
Francisco de Asís, están entre los que capturaron la imaginación del
joven. Durante estos años, tropezó por casualidad en una librería con un
ejemplar de El pensamiento y la Experiencia de Nishida, que estimuló
vivamente su interés por la filosofía. Como el momento de graduarse se
acercaba, tenía que elegir una carrera, lo que decidiría por completo su
futuro. Tenía un pie puesto en la facultad de Derecho de la Universidad
Imperial de Tokio, primer peldaño de la escalera que le llevaría a un
puesto seguro en el gobierno, pero en realidad esto no le interesaba. Él
por su cuenta barajaba otras tres posibilidades, mucho más atractivas:
entrar en un templo zen y hacerse monje, cultivar su interés por la
filosofía o integrarse en una comunidad utópica, «El Pueblo Nuevo»,
fundada hacía poco por el escritor Mushanokōji Saneatsu. Finalmente,
optó por estudiar filosofía en Kioto bajo la dirección de Nishida,
completando el ciclo con una tesis sobre Schelling, un trabajo tan denso
que, según se dice, el propio Tanabe tuvo que leerla dos veces.
Después de la graduación, en 1924, Nishitani estuvo enseñando
filosofía en escuelas secundarias locales durante ocho años, y en 1928
tomó además el cargo de conferenciante a tiempo parcial en la
Universidad de Ōtani, en Kioto, puesto que mantendría hasta 1935.
Durante este tiempo, mantuvo su interés por Schelling, componiendo
unos ensayos sobre su pensamiento y traduciendo dos de sus libros al
japonés, Ensayo sobre la libertad humana y La filosofía y la religión. Ya
195
entonces mostraba un interés muy amplio en un gran número de
cuestiones filosóficas, publicando ensayos en las principales revistas
filosóficas sobre temas tan dispares como el sentimiento religioso, la
estética de Kant, el idealismo, Plotino o la historia del pensamiento
místico. En 1932, fue nombrado conferenciante en la Universidad
Imperial de Kioto, y ese mismo año publicó Historia de la mística, obra
que estableció su reputación en los círculos académicos. Tres años
después, consiguió el puesto de profesor asistente. A lo largo de los dos
años siguientes sus publicaciones se centraron en la figura de Aristóteles
y, entonces, bajo la influencia de las ideas de Dilthey, dio un giro hacia
la antropología filosófica. La mayor parte de su trabajo, sin embargo, se
centró en la religión y en la dimensión religiosa del existencialismo.
Aunque la filosofía se ajustaba a sus inquietudes, puede decirse
que no le colmó o que no fue suficiente para él, ya que volvió a
interesarse por el zen. Cuatro años después de llegar a Kioto, en 1936,
viajó a Kamakura con una carta de recomendación de D. T. Suzuki, con
la intención de practicar la meditación bajo la dirección de Furukawa
Gyōdō de Engaku-ji, pero a la semana tuvo que regresar a Kioto para
estar con su esposa en el nacimiento de su segunda hija. Al año siguiente,
empezó a practicar zen en el templo de Shōkoku-ji bajo Yamazaki Taikō,
que le quedaba cerca de casa. Fue la primera vez, dijo, que llegó a
entender lo que Nishida quería decir con «experiencia directa». Durante
los veinticuatro años siguientes continuó su práctica con Yamazaki, que
fue interrumpida sólo por los dos años que pasó estudiando en el
extranjero. En 1943 recibió el nombre budista laico de Keisei, «la voz del
río del valle». El zen se convirtió en un elemento permanente en su vida,
aunque inicialmente no influiría en sus intereses académicos. Más bien,
como solía decir, era cuestión de encontrar un equilibrio entre la razón y
la renuncia de la razón, de «pensar y luego sentarse, sentarse y luego
pensar».
A los treinta y siete años, Nishitani recibió una beca del
Ministerio de Educación para estudiar en el extranjero junto a Henri
Bergson, pero la débil salud del envejecido filósofo francés lo
imposibilitó; recibió entonces permiso para ir a la Universidad de
Friburgo, donde pasó dos años como alumno de Martin Heidegger, quien
entonces impartía una serie de conferencias sobre Nietzsche. Mientras
estuvo en Alemania, Nishitani escribió en alemán y pronunció una
comunicación en la que comparaba el Zaratustra de Nietzsche con
Meister Eckhart. De nuevo en Japón, publicó unos largos ensayos acerca
de la comparación entre la Europa contemporánea y la mística alemana.
Más tarde, recordará que fue entonces cuando se convenció de que «en
los místicos, la confluencia y la unión entre la religión y la filosofía
alcanzaron un punto elevado».
Con la guerra en marcha en Japón, Nishitani, una de las luces más
196
brillantes de los pensadores jóvenes del círculo de Kioto, al mismo
tiempo que conservaba y desarrollaba su interrogación religiosa se sintió
atraído por cuestiones políticas e ideológicas. No resistió a las presiones,
esperando —como sus maestros Nishida y Tanabe le animaron a hacer—
que sus ideas contribuyeran de forma importante en el pequeño coro de
voces que resistían a las irracionalidades de la ideología dominante.
Lector voraz, Nishitani estaba en plena forma cuando intentaba
apropiarse de lo que leía para sus propias preguntas existenciales
interiores. Su desvío hacia preguntas sobre la identidad cultural, étnica e
histórica del Japón contemporáneo, aunque no inmediatamente políticas,
fueron situadas en un contexto ideológico completamente alejado de esa
búsqueda interior, y pareció distanciarle de su innato talento como
filósofo. Irónicamente, Nishitani está en su más abstracta y menos
apropiada forma —y, se puede añadir, la menos perceptiva— cuando se
ocupa de asuntos públicos o sociales.
Al igual que Tanabe, pero a diferencia de Nishida, Nishitani
había tratado de aclarar los fundamentos de una filosofía política al inicio
de su carrera, al considerarla una parte esencial de la reflexión filosófica.
Su primer intento extenso de establecer una postura filosófica al
respecto, un libro titulado Una filosofía de la subjetividad elemental,
trata de ubicar los elementos principales sobre una fundamentación
epistemológica. Pero se advierte que las secciones más políticas carecen
completamente del alma de sus escritos religiosos, por lo que se percibe
un cierto alivio cuando finalmente pudo liberarse de esas cuestiones.
Contaba cuarenta y tres años cuando asumió la cátedra de religión
en la Universidad de Kioto. Al igual que muchos otros entonces, tuvo
dificultades con el Ministerio de Educación durante la guerra, y tuvo que
esperar dos años más, gracias en parte a la intervención de Nishida, para
recibir el doctorado con una tesis titulada «Prolegómenos a una filosofía
de la religión». En diciembre de 1946, después de la derrota, se vio
obligado a dejar la universidad, y en julio del año siguiente fue
designado por las autoridades de ocupación «no apto» para enseñar. Se le
destituyó de su puesto en la universidad, se le prohibió además ejercer
cualquier cargo público por haber respaldado al gobierno en tiempo de
guerra. Intensificó desde entonces su práctica del zen, lo que al parecer le
dio fuerzas para aceptar la afrenta silenciosamente y con tranquilidad,
aunque con considerable esfuerzo. Fue un momento difícil, y al verle
pasar tardes enteras observando a los lagartos en el patio, su esposa tuvo
miedo de que se rindiera ante el dolor. Sin embargo, durante esos años
Nishitani produjo algunas de sus mejores obras filosóficas, entre ellas,
Una indagación sobre Aristóteles, Dios y la nada absoluta y Nihilismo,
obras reconocidas por Tanabe como «obras maestras».
Más tarde, Nishitani se quejaría de haber sido tratado
injustamente por culpa de los ideólogos. «Durante la guerra me dieron
197
una bofetada en la mejilla izquierda y, después de la guerra, otra en la
derecha». No obstante, si lo que pretendían las autoridades de ocupación
era estigmatizar para siempre su figura y desautorizarlo, no lo
consiguieron; primero, porque la purga fue ejecutada fortuitamente, y se
aceptó con la misma aversión con que se aceptaba la presencia del
ejército extranjero, y segundo, porque Nishitani aprovechó la
oportunidad para reconsiderar su vocación filosófica. Al hacer eso, dio la
espalda resueltamente a todo nuevo intento por integrar cuestiones de la
conciencia social práctica en sus ideas filosóficas y religiosas, y optó por
dedicarse a la comprensión del individuo, en vez de a la reforma del
orden social.
Nishitani se quedó en Kioto, continuó escribiendo y cultivó su
interés por la religión y la mística hasta incluir críticas al punto de vista
científico opuestas a estos intereses. No volvió directamente a defenderse
en sus escritos contra las denuncias que causaron su expulsión de la
universidad, pero dos años más tarde publicó un pequeño libro titulado
La religión, la política y la cultura. Su preocupación principal, a la
sazón, fue la cuestión del nihilismo y su superación. Éste, el primero de
una serie de ensayos importantes sobre el pensamiento de Nishida y
Tanabe, que no sería completada hasta treinta y cinco años después,
cuando fueron recogidos en un volumen separado, demuestra que al
mismo tiempo trataba de apropiarse conscientemente lo que había
aprendido de sus maestros. Estos dos focos determinaron el tono de su
trabajo maduro.
Cinco años después de haber sido destituido de su puesto, a los
cincuenta y dos años de edad, Nishitani fue reintegrado en la misma
cátedra de religión que se había visto obligado a abandonar. Seis años
más tarde, en 1958, se trasladó a la cátedra de historia de la filosofía y
cedió su puesto al más joven Takeuchi Yoshinori. Mientras mantenía su
aproximación existencialista a la religión, no abandonó el interés por una
variedad de cuestiones culturales, e inició también una valoración y una
crítica de la espiritualidad japonesa. La piedra imán de este
ensanchamiento de la noción de religión pareció ser la relación de estas
cuestiones con el zen y con lo que había comenzado a llamar «el punto
de vista de la vacuidad». Una vez readmitido en la Universidad de Kioto,
se le pidió que escribiera un ensayo sobre el tema «¿Qué es la religión?».
Un ensayo condujo a otro, y los resultados fueron publicados en 1961: un
libro que ha sido considerado la obra maestra de Nishitani. Su
publicación en inglés, bajo el título de Religion and Nothingness, por Jan
Van Bragt, un filósofo belga que había sido alumno de Nishitani después
de completar una tesis doctoral sobre Hegel, señaló en 1982 una piedra
miliar en la introducción de los filósofos de la escuela de Kioto en
Occidente.
Nishitani se jubiló en 1963 y, como es costumbre para los recién
198
jubilados que aún gozan de buena salud, aceptó un puesto en la
Universidad de Ōtani, la universidad donde había iniciado su carrera de
profesor. El año siguiente fue nombrado profesor honoris causa por la
Universidad de Kioto, y fue invitado a Hamburgo como profesor
visitante. Desde mucho antes, Nishitani había mantenido un contacto
considerable con filósofos del extranjero por su bien fundado, aunque
algo cojo, dominio del alemán y del inglés hablado. Además, como tras
la jubilación se estableció en Kioto, lo tuvo más fácil que Nishida y
Tanabe para dar discursos públicos o participar en debates con estudiosos
tanto japoneses como extranjeros. Sus intervenciones en conferencias y
mesas redondas gozaron de popularidad, y además han sido publicados
unos cuantos volúmenes de conversaciones mantenidas con destacadas
intelectuales de Japón.
En 1965, se le pidió a Nishitani ser el editor principal de The
Eastern Buddhist, una revista académica fundada por D. T. Suzuki y
publicada por la Universidad de Ōtani. Entre 1964 y 1972 viajó a los
Estados Unidos y a Europa en varias ocasiones para participar en
conferencias internacionales y dar conferencias ocasionalmente. En 1970
fue honrado con la Condecoración del Segundo Orden del Tesoro Sacro
y, en 1972, con la condecoración más alta del Goethe Institut: La
Medalla Goethe. En 1982 recibió la Condecoración de la Cultura,
seguidas de otros premios y galardones. Cuando, en 1971, Nishitani se
retiró como profesor en la Universidad de Ōtani, continuó dando clases a
tiempo parcial. Ese mismo año fue nombrado presidente de la
Conferencia sobre la Religión en la Sociedad Moderna, un título que
mantuvo hasta poco antes de su muerte.
Sus Obras completas, veintiséis volúmenes en total, fueron
publicadas entre 1986 y 1995. Falleció en 1990 en su casa de Kioto (el
mismo día en que le fue concedida la Condecoración del Grado Mayor
del Cuarto Rango de la Corte en el Segundo Orden del Tesoro Sacro. El
nombre budista póstumo que recibió en su funeral se basó en su nombre
laico zen: «El lego llamado la voz del río del valle, viniendo del oeste y
resonando en la vacuidad».
La biblioteca personal de Nishitani fue enteramente donada a la
Universidad de Ōtani, donde forma una colección especial en su honor.
Está compuesta por casi mil libros en idiomas occidentales y otros 4,100
en japonés.
48 el estilo filosófico de nishitani. El estilo maduro de
Nishitani, tal y como ha llegado traducido a Occidente, muestra una
cierta soltura de expresión, un uso libre de la tradición zen, y una
genialidad para los ejemplos concretos que lo eleva estilísticamente a un
nivel muy superior al que hemos visto en las traducciones de Nishida y
Tanabe. La suya es el tipo de originalidad que aparece no sólo en las
199
innovaciones principales del pensamiento, sino también en la manera de
hacer inteligible y tangible mucho de lo que sus predecesores habían
dejado en abstracto. Sin esa manera tan genuina de comprender la
médula de los problemas filosóficos que heredó de Nishida y Tanabe, y
de abordarlos en relación a su propio tiempo y su propia experiencia, no
me cabe la menor duda de que el término "escuela de Kioto" sonaría
ahora sensiblemente empobrecido.
Dicho esto, fue necesario bastante tiempo para que su estilo
consiguiera ese nivel de madurez y, aún así, Nishitani fue todavía capaz
de escribir prosa tan densa y difícil como la de Nishida y Tanabe. En un
simposio de 1942, el crítico literario Kobayashi Hideo expresó su alto
aprecio por la claridad de las obras de Bergson, sólo para poner en
evidencia al joven Nishitani, y calificar su obra como ejemplo de la
típica prosa ininteligible de los filósofos japoneses. Éste fue el mismo
Kobayashi que, como se recordará, se había referido al sistema de
Nishida como «extraño». Ni nacionalista ni enemigo de la filosofía
occidental, Kobayashi simplemente amaba su idioma nativo y quería que
fuera tratado con el mismo respeto con que los intelectuales de otros
países tratan el suyo. Según sus palabras, los ensayos de Nishitani
«carecieron de la sensualidad que los japoneses traen a su lenguaje» y, de
hecho, el estilo de los filósofos en general «da la impresión de una
indiferencia total al destino que les ha caído en suerte, tener que escribir
en japonés».
La respuesta de Nishitani fue un tímido reconocimiento del
problema, seguido por una defensa del proyecto que había heredado de
Nishida y Tanabe:
Puesto que hemos venido estudiando principalmente la filosofía
occidental, el tipo de filosofía que andamos elaborando ahora nunca se
ha hecho en el Oriente… Es sumamente difícil estar dentro de esta
corriente occidental y expresar nuestros pensamientos en el japonés
tradicional. Si impusiéramos ese lenguaje a la fuerza en nuestro pensar,
no seríamos entendidos. Es bien natural que nos expresemos creando
nuevas palabras en japonés… Nos faltan gigantes como Pascal y
Nietzsche en estas latitudes, y el hecho de que el suelo no está todavía
listo para que tales personas aparezcan me parece que constituye una
responsabilidad conjunta de la literatura y la filosofía.
Cito
sus
palabras por extenso, porque el construir estos cimientos es justamente lo
que Nishitani intentó al combinar la poesía zen, la religión, la literatura y
la filosofía en sus obras. No fueron simplemente los temas que le
interesaron, sino el estilo propio a cada uno de estos temas. A este
respecto, también me parece estilísticamente superior a Nishida y
Tanabe. Cuando coloca en contrapunto la canción de la chicharra con el
silencio de las rocas, cuando contrasta las mentiras de la mecanización y
la veracidad del mundo natural, cuando dibuja a Francisco de Asís
200
sintiendo el contacto del hierro cauterizador en su ojo como la caricia
gentil de la mano de una madre, sus palabras demuestran tal afinidad con
lo que señalan que envuelven al lector en la experiencia.
Sus argumentos no avanzan en línea recta y, ciertamente, a veces
hasta parecen ir en círculos, pero no en el sentido ordinario de la palabra.
Es como si Nishitani, una vez ha lanzado su «primera vista», fuera
subiendo una escalera circular: a cada nuevo escalón, nuestra perspectiva
se ensancha, con lo que la importancia que hemos ido dando a cada
visión se relativiza y ha de ir ajustándose una y otra vez. Aun así, no es
un ascenso que culmine felizmente en una «segunda vista», una cumbre
donde podamos descansar, porque el ascenso es en sí mismo circular,
desciende hasta regresar al punto de partida de la experiencia cotidiana,
iluminada ahora por la comprensión acumulada a lo largo de la
circunvalación. Independientemente de la materia que considerara, la
manera de argumentar pertenece al núcleo de la filosofía de Nishitani
como un ejercicio en el autodespertar. Fue un polemista entusiasta, tanto
con sus maestros —en cierta ocasión, comentó en un aparte que nunca
había debatido tanto con nadie como con Tanabe— como con sus
estudiantes. Esta es probablemente la razón por la que, en sus últimos
años, decía que al principio le resultó molesto ver que sus ideas
publicadas serían leídas por gente a quien no conocía y decía que nada le
dio tanta satisfacción como conversar con grupitos de estudiantes.
Nishitani no compartió con Nishida y Tanabe la preocupación por
construir un sistema filosófico consistente y completo. Quiso en cambio
un «punto de vista» con el que iluminar un espectro bien diversificado de
temas o, quizá más correctamente, crear ese punto de vista para forcejear
con ellos. Escribió ensayos sobre autores clásicos como Aristóteles,
Plotino, Agustín, Eckhart, Boehme, Descartes, Kant, Schelling, Hegel,
Nietzsche, Dostoevski, Bergson y Heidegger, y está entre los pioneros
que tradujeron libros clásicos del pensamiento occidental en japonés,
entre otras, obras de Schelling y Kierkegaard. Recurrió con frecuencia a
clásicos asiáticos del budismo, del taoísmo y del confucianismo, y nos
brindó interpretaciones originales sobre un buen número de temas
bíblicos cristianos.
Uno no puede leer a Nishitani del mismo modo que lee a Nishida
o Tanabe. No luchaba por definir y redefinir sus conceptos de trabajo, ni
por presentar algún cuerpo de pensamiento en el sentido tradicional de la
palabra. Su pensamiento es una acumulación de compenetraciones. Más
allá de las ideas que fue teniendo por el camino, su foco fue el continuo
dejar al descubierto las cosas tal como son, y la exposición gradual de lo
que nosotros hacemos para bloquear la visión que las reconocería.
Siempre iba en busca de las mismas cosas y una vez las había
encontrado, salía otra vez a buscarlas nuevamente en otros sitios. La
amplitud de sus intereses fue todo lo contrario a la del aficionado, y su
201
especialización lo contrario del popularizador. Únicamente quería ver,
nada más. Y aunque en general fue tolerante con quienes entendían la
filosofía como una carrera o un campo de especialización, se mantuvo
siempre alejado de ellos. Yo mismo lo vi personalmente repetidas veces
y los que le conocieron mejor y durante más tiempo dan el mismo
testimonio.
Por supuesto, Nishitani era consciente del carácter abiertamente
religioso de sus escritos, más religioso de lo que fueron nunca los
escritos de Nishida pero próximos a los del último Tanabe. Creía que
esto afectaría a su aceptación en el extranjero, donde los escritos
religiosos están más diligentemente separados de los filosóficos y
rápidamente alineados con la teología. Sintió una mayor afinidad por los
existencialistas —principalmente por Kierkegaard, Sartre, Heidegger,
Jaspers— y por los místicos —Eckhart, sobre todo— por su énfasis en la
experiencia, que con estudiosos de la religión, budólogos o teólogos, que
pretenden acercarse de una manera más objetiva a la religión, que se
convierte en un objeto de estudio. Esta afinidad está reflejada en la
manera en que se fue desplegando su estilo filosófico, desde uno teórico
en estado puro hasta otro también teórico, pero radicalmente
interiorizado.
Como persona, Nishitani es recordado por aquellos que le
conocieron como magnánimo, pero poseído de una gran fuerza interior y
de una extraña habilidad para alcanzar lo esencial en un debate. Como
recuerda Ueda Shizuteru, tras casi cuarenta y cinco años de trato, «era
casi como si estuviera respirando un aire diferente al de los que estaban a
su alrededor». Mutō Kazuo, uno de los discípulos principales de Tanabe,
le llamó «el más excelente y más notable maestro que he encontrado en
esta tierra».
Cuando Nishitani pronunciaba una conferencia, a menudo llevaba
consigo únicamente un trocito de un sobre o una caja de cerillas
emborronada con unas pocas frases, y desde allí empezaba a entrar
despacio en el tema, serpenteándolo. Daba la impresión de que era
alguien que hablaba desde un rico fondo de recursos dentro de sí, y sin
duda así era. Pero al examinar en detalle los papeles que dejó tras su
muerte, se descubrió que esos apuntes que llevaba consigo fueron
simplemente la destilación final de varias series de apuntes preparados
para una conversación particular, que comenzaban típicamente con un
buen puñado de hojas, se condensaban en unas pocas páginas, luego en
una sola y, finalmente, en las pocas líneas que llevaba a la conferencia.
No debe sorprendernos, por consiguiente, cuando encontremos que sus
conferencias publicadas —que comprenden nada menos que once de los
veintiséis volúmenes de sus Obras— se lean tan cómodamente y
parezcan tan bien organizadas.
En los capítulos precedentes he evitado la costumbre de dividir
202
las carreras de Nishida y Tanabe en etapas, porque consideré más
importante centrarme, en la medida de lo posible, en los temas
recurrentes. En el caso de Nishitani, su pensamiento todavía no ha sido
estudiado como un todo, ni existen intentos de dividirlo por períodos. En
todo caso, imponer una estructura a un pensamiento tan orgánico como el
de Nishitani, aunque sólo sea con el propósito de resumirlo, corre el
riesgo de oscurecer lo que le era más característico. Como antes,
podemos enfocar la atención en los motivos específicos, algunos de ellos
señalados por su propio vocabulario distintivo. Si exceptuamos su
digresión en la ideología política, podemos describir estos motivos sin
conceder especial atención a su datación o colocación en el desarrollo de
su pensamiento.
Haré una advertencia más. Con el paso de los años, Nishitani se
fue acercando cada vez más a temas propios del budismo. A diferencia
del tratamiento que damos a los filósofos occidentales, a los que nos
podemos referir sin proporcionar detalles históricos, es muy probable que
una gran parte de los conceptos budistas precisen de un cierto
conocimiento de la historia de las ideas en Oriente y, tanto más, porque
Nishitani las reinterpreta y las relee en una manera que no siempre
coinciden con las interpretaciones estándares. En el armazón de este
libro, no me es posible desviarme hasta proporcionar ese fondo histórico,
así que tomaré sus generalizaciones sobre el budismo como tales,
acompañadas sólo de un breve resumen.
49 un punto de partida en el nihilismo. Karl Jaspers declaró
que, si hemos de creer a Platón y a Aristóteles, la filosofía comienza en
el asombro, en la admiración ante la existencia y en el deseo de saber, es
aclarada más tarde por la duda y llega luego a percatarse de su propia
debilidad para llegar al verdadero conocimiento y a la impotencia de la
misma condición humana. Nishitani lo vio todo justamente al revés. Hijo
de su época, entendió que el único camino hacia la filosofía sería el que
comenzara en una desesperación nihilista sobre la condición humana,
que pasara de ahí a una duda sobre la totalidad de la existencia, y que
sólo entonces ascendiera a la admiración de la vacuidad. Este patrón es
ya visible en el ensayo que escribió sobre Nietzsche y Eckhart mientras
estudiaba con Heidegger en Alemania, en donde declara que la
desesperación nihilista no puede superarse desde fuera, sino desde el
interior del nihilismo mismo, en sus profundidades.
Detrás de estas ideas encontramos la historia de un joven
inquieto, que pareció haber reunido en su propia persona las ansiedades
de la época en que vivía:
Mi vida, cuando era joven, puede describirse en una sola frase: fue un
período absolutamente sin esperanza… Mi vida en aquel entonces estaba
atrapada completamente por la nihilidad y la desesperación… Desde
203
luego, mi decisión de estudiar filosofía fue, de hecho, —por muy
melodramático que pueda sonar— una cuestión de vida o muerte.
Fueran las que fuesen sus motivaciones, los primeros pasos que
dio Nishitani hacia la filosofía, la manera en que le ayudó a disciplinar
sus preguntas existenciales, despabilándolas y profundizándolas, es lo
que le mantuvo en la filosofía por el resto de su vida. Ciertamente,
cuanto más profundamente ahondaba en su estudio de los idealistas
alemanes y los místicos occidentales, más padecía de una condición
psicológica que él mismo describió como «un gran vacío interior en mí
mismo». Y aunque iba madurando su pensamiento, cada vez se sentía
más distanciado de la vida, «como una mosca que choca contra el cristal
de la ventana sin poder penetrarla», o como una persona que mira cómo
cae la nieve desde una ventana, incapaz de sentir su contacto y el viento
en su cara. Durante un cierto tiempo, llegó incluso a poner en cuestión la
validez misma de la filosofía y de la vida académica como tal. No era
que los vestíbulos tenebrosos de la academia le aislaran del aire fresco y
del sol brillante del mundo real, sino más bien que la luz artificial y el
ambiente confortable de la universidad le aislaban de una gran tiniebla y
de la ansiedad que aguardaban afuera.
Al recuperar su equilibrio, con ayuda de la meditación zen, no
simplemente regresó a los mismos temas filosóficos de antes, sino que
los trató de tal manera que pudieran incluir la experiencia de
«desfondarse uno mismo», y la «conversión» de esta experiencia de una
negación de la vida a su reafirmación. Así llegó a la idea de la
subjetividad elemental y a su reapropiación por parte de los místicos, que
consideraremos más adelante. Esta preocupación por buscar un lugar
donde estar en plena conciencia de la «desfondación» del punto de vista
ordinario de la religión o de la filosofía, quedará como algo esencial en
toda su filosofía desde entonces, aunque se eclipsaría durante un breve
período de tiempo, el tiempo en que se sumergiría de lleno en la
reflexión política.
Un motivo que en parte explicaría su atracción por el
pensamiento nihilista, y que no hemos de pasar por alto, es cierto
malestar general provocado por la pérdida de identidad de muchos
intelectuales japoneses, que se habían alejado del pueblo y de la «tierra
natal de su cultura tradicional» para perderse en ideas occidentales. El
«yo» llegó a ser, como dice Nishitani, efímero. Durante los primeros
años de la guerra, estaba convencido de que el japonés de a pie llevaba
todavía en el corazón el espíritu tradicional de su pasado, que sólo debía
despertarse nuevamente para el bien de la sociedad en general. Después
de la guerra se sintió pesimista al respecto, y mantuvo esta opinión
durante unos cuantos años, como vemos reflejado, por ejemplo, en estos
comentarios que hizo en una mesa redonda en 1958:
La religión en Japón es impotente. Aún no tenemos un ateísmo serio. En
204
Europa, cada desviación de la tradición ha de enfrentarse a la tradición, o
chocar con ella. Esto, me parece, explica la tendencia a la interioridad o
la introspección que hace del pueblo un pueblo que piensa. En Japón…
los lazos con la tradición han sido cortados; la carga de tener que
enfrentarnos con lo que nos queda del pasado se nos ha ido y en su lugar
queda sólo un vacío. El asombro y la admiración no provocan
cuestiones desesperantes, pero cuestiones desesperantes, al ser
experimentadas y sobrevividas, sí provocan una restauración del
asombro y de la admiración. El punto de vista de Jaspers se conforma al
hecho de que la caída desde un estado de gracia, en el mito cristiano,
viene precedida por un estado original de dicha paradisíaca, seguido de
revelaciones de la divinidad en la historia. El pathos está rodeado por el
asombro. Los antecedentes culturales de Nishitani no facilitaban tal
suposición. Al mismo tiempo que se conforma a una larga línea de
filósofos occidentales, se siente especialmente atraído por el nihilismo.
Pero éste no es el caso tampoco. Por nihilismo, Nishitani no entiende un
mero enfrentamiento con el sinsentido de la vida a fin de superarlo por
medio de cualquier tradición religiosa o sistema filosófico. Al contrario,
el nihilismo significa justamente confrontar estas respuestas religiosas o
éticas con este sinsentido y rechazarlas. El nihilismo pronuncia con
Nietzsche, «Dios ha muerto» y desde ahí se hace profundo. «Mi tarea
básica, expuesta simplemente, fue superar el nihilismo por pasar a través
de él».
Detrás de estas palabras se oculta la historia de una desesperación
personal, junto con su lectura de las novelas de Dostoevski y de
Nietzsche (cuyo Así habló Zaratustra, me dijo una vez, llevaba consigo
«como mi biblia»), y con sus luchas contra el aspecto tenebroso y
pesimista de la filosofía de Schelling. A diferencia de Nishida y Tanabe,
cuyos puntos de partida filosóficos pueden asociarse a un cierto conjunto
de ideas o a un ideal característicamente filosófico, Nishitani entró en el
camino de la filosofía impulsando hacia la desesperanza, la nihilidad y la
negatividad. Este impulso tiene su reflejo en el propio acervo lingüístico
que, como los narradores de cuentos han sabido desde la antigüedad,
tiene más que decir sobre los aspectos sombríos de la vida que sobre los
soleados. En este sentido, su punto de partida no fue algo particular a su
propia historia, sino algo que tenía que ver con la condición humana
misma. Pero en primer lugar, fue algo propiamente suyo. Más que sus
primeros forcejeos con el significado de la vida, tuvo que sufrir, en pleno
auge de su carrera, la humillación de ser juzgado no apto para enseñar
filosofía. En estas condiciones, sus anteriores enfrentamientos con el
nihilismo fueron llevados a un punto decisivo. O abría un camino a
través de estos acontecimientos de forma deliberada y consciente, con
todas las herramientas de reflexión que le estaba proporcionando la
filosofía, o sería derrotado.
205
50 la subjetividad elemental. El primer libro de Nishitani,
publicado en 1940 con el título Una filosofía de la subjetividad
elemental, fue de hecho una colección de diez ensayos publicados
anteriormente y muestra la disyunción típica de tales colecciones. Lo
interesante es observar que, en lugar de ordenarlos según la fecha de su
publicación, se las apañó para que empezaran con una sección sobre "La
religión y la cultura", un arreglo que simboliza, ya desde sus inicios, la
orientación de su pensamiento.
Aquí encontramos la primera expresión clara de Nishitani sobre
lo que entiende por religión: el despertar de una subjetividad elemental.
La palabra subjetividad —término que Nishitani introdujo en el lenguaje
filosófico japonés, que traduce de Kierkegaard— juega el papel que las
lenguas occidentales dan al pronombre reflexivo al hacerlo sustantivo: el
yo, el sí mismo, el ego, la mismidad. Más tarde, usará el término con
moderación, aunque la gramática nos obliga a seguir usando las formas
de sustantivo para describir lo que él quiere decir con el yo y el ego.
Al llamarla subjetividad elemental, Nishitani está señalando algo
diferente de fundamental, de hecho, señala algo completamente no
fundado en ninguna autoridad externa, ninguna ley divina, ninguna fe.
Esta subjetividad es la razón autónoma del mundo moderno que, piensa,
contiene una contradicción, así como también la estructura dialéctica
para superar esa contradicción. Aunque la forma particular que esta
subjetividad toma en el mundo moderno sea diferente, el patrón básico
de la contradicción es algo que ya había advertido antes en la tradición
mística del Occidente:
La conciencia que dice «yo soy yo» se entera por un lado de una libertad
trascendente y una autoexistencia que ni siquiera Dios me puede
arrebatar… Por otro lado, «yo soy yo» señala un egoísmo: uno está
encerrado en uno mismo, en el aislamiento de ser un individuo particular.
Y en este aislamiento yace la posibilidad de fundar la elección libre para
el bien o el mal.
Con estas palabras, Nishitani no sólo está
hablando del pensamiento místico; a la vez está dando voz a su propio
punto de vista y a su propia experiencia. En todo caso, es precisamente la
superación de esta contradicción la meta que se propone con su filosofía
de la subjetividad elemental. La solución empieza con el despertar al
hecho de que la fundación de la libertad y la trascendencia del yo es, en
efecto, un aislamiento de la vida, un tipo de autodecepción. Con eso, el
yo experimenta una desfondación. Éste es el punto de vista, dice
Nishitani, que intenta hacer suyo, igual que Nietzsche y Eckhart lo
habían hecho.
Podríamos decir, sin seguir la argumentación por todos sus
recovecos y sin mencionar el vocabulario enrevesado que utilizaba
Nishitani entonces, que la superación de la contradicción contenida en la
206
subjetividad elemental se logra por despertarse a la «naturalidad
elemental» de la vida misma. Con la «caída de la fundación» del ego,
una nueva subjetividad emerge, naturalmente y por sí misma, una
subjetividad que ha sido la fuente de toda sabiduría religiosa, toda
comprensión racional y toda vida natural. Y en consecuencia, de esta
subjetividad nueva surge la posibilidad de una crítica de la cultura, la
historia y la religión.
Este último tema forma la base de un ensayo de 1937, «La
religión, la historia y la cultura», en el que pretende someter la cultura y
la historia a una crítica religiosa. Por cultura, Nishitani entiende aquí la
cultura de autonomía que caracteriza el mundo moderno (el
«culturalismo» que Tanabe había criticado dos décadas antes) y se
detiene particularmente en analizar cómo infecta a la conciencia
religiosa. Y por historia, entiende una comprensión histórica de la
religión que se muestra en una visión escatológica del tiempo, y que
toma la forma de un fideísmo o de una oposición entre fe y razón. En
otras palabras, la cultura y la historia representan respectivamente la
razón y la fe, cuya contradicción supera la religión en la forma de lo que
ahora llama «un punto de vista de la nada absoluta» en donde se coligen
lo verdaderamente elemental y lo verdaderamente subjetivo. Lo explica
así:
(1) La nada absoluta se opone a todas las cosas por la negación absoluta,
tanto al ego y a su egoidad como a la humanidad y su
antropocentrismo… (2) Que es la nada y no el ser significa que la
subjetividad elemental puede aparecer sin ego… Es la nada que Eckhart
llamó el «fondo» de Dios en la «deidad», en la cual Dios es mi fondo y
yo el fondo de Dios. Es el punto de vista de una unidad elemental y
subjetiva en que el estar centrado en Dios es a la vez un estar centrado en
lo humano, y viceversa… (3) Como punto de vista que reune lo
elemental y lo subjetivo…, únicamente por la nada absoluta puede uno
ser desnudado subjetivamente de la razón autónoma.
La
fe
histórica, declara Nishitani, niega la autonomía de la razón como algo
relativo, solamente para hacerse a sí misma absoluta en lugar de esa,
igual que la razón autónoma de la cultura moderna niega los efectos
agotadores de la fe en la razón, para establecerse como absoluto.
Ninguna de estas negaciones es absoluta; son relativas a lo que pretenden
vencer. Es el «quebrar y traspasar» —el término se ha tomado del
Durchbruch de Eckhart, del que habla largamente— de esas negaciones
relativas hacia una nada absoluta, lo que posibilita una verdadera
subjetividad elemental.
La idea clave aquí es la «naturalidad» de la que emerge una
subjetividad nueva. La fuente de esta naturalidad es la vida misma, en
donde las categorías de la libertad y la dependencia, del bien y del mal,
de lo razonable y lo irrazonable que solemos asociar con la conciencia
207
humana del mundo del ser, no son aplicables. Ni tampoco son aplicables
las categorías ordinarias de la fe religiosa. La restauración de la
subjetividad desde su fuente misma significa un regreso a esta vida en
una nada más allá del ser, en una divinidad más allá de Dios.
Al mismo tiempo, esta vida no reside en un mundo más allá de
este mundo. Más bien se encuentra en lo que Nishitani llama, tomando
prestado el término budista de la vida tras la muerte, la «otra orilla» de
este mundo mismo; o, parafraseando la descripción de Nishida de la
realidad como una «experiencia pura», una «práctica pura». Esta práctica
se revela como el amor innato a la vida misma. En el proceso de
conversión hacia una subjetividad elemental más allá del ego, la religión
nos revela «la otra cara» de Dios, diferente de la cara del legislador justo,
a saber, la del amor no discriminante:
En la orilla lejana de la justicia, del bien y del mal, hay un punto de vista
indiferente del de los juicios de valor. Es el punto de vista de un amor
absoluto, de la nada de la deidad, un punto de vista en el cual aparece un
no-yo que ha abandonado su propio fundamento. De la misma manera
que la divinidad sobrepasa a Dios como persona, y que el no-ego
sobrepasa al yo como «persona», así también este «amor» sobrepasa lo
personal… Los místicos llamaron a esto «la naturalidad de Dios». En
estas pocas líneas, vemos condensado un tema que Nishitani enriquecerá
durante los dos decenios siguientes, y que orquestará como un motivo
principal en su obra maestra, La religión y la nada. También, nos da una
idea de cómo Nishitani se propuso, como tarea permanente, apropiarse
de la noción de Dios para su pensamiento.
51 una filosofía para el nacionalismo. Mientras que Nishida
había tratado de extraer directamente de su metafísica abstracta una
filosofía política, y acabó dando nueva vida a los mismos ídolos que
pretendía derribar, Nishitani sí creó una filosofía política, cuya
declaración principal fue un libro de 1941, Una visión del mundo, una
visión de la nación. Desde el principio, era consciente de que andaba
haciendo algo nuevo. En su vejez confió en una carta que su libro "fue el
primero en intentar analizar, desde un punto de vista filosófico, la
realidad histórica de entonces en términos de la política mundial —y la
realidad de Japón como un país visto desde esa misma perspectiva". De
lo que no era muy consciente, en el momento de escribirlo, es que como
resultado se vería obligado a participar en discusiones sobre temas
nacionalistas que contradecían, y poderosamente, el idealismo ingenuo
que le había impulsado en primer lugar.
Las motivaciones iniciales para pisar este campo fueron
totalmente subjetivas y no se debían a peticiones exteriores. Tres meses
después de comenzar sus estudios en Alemania, las hostilidades entre
China y Japón alcanzaron gran escala. Nishitani encontró por casualidad
208
un artículo en un periódico local de Berlín que declaraba que «el
escenario de la historia iba transladándose al Pacífico» y que «el blanco
de todas las miradas está en Japón». Aunque no tuviera más interés en la
historia y en la política que el normal, recuerda que el hecho de leer estas
palabras estando en el extranjero le provocó un gran choque:
Mientras la mayoría de alemanes juzgaban el acontecimiento como
inevitable, dada la combinación de la actitud política de entonces de
China con la superpoblación de Japón y su deficiencia en recursos
naturales, muchos de mis compatriotas solamente se pusieron a distancia
o lo criticaron desde la tribuna… Por cartas que me llegaron desde Japón
supe que mientras los muchachos corrían por las calles gritando los
titulares de los periódicos, los intelectuales se limitaban a observar
tranquilamente.
Por su parte, como estudioso de la religión y la
filosofía, Nishitani no pudo cruzarse de brazos mientras su visión del
mundo estaba siendo desafiada, y mientras observaba cómo sus colegas
alemanes debatían los asuntos. Aunque dudó que fuera la persona
adecuada para tratar la cuestión, de todos modos creyó que podría
contribuir de alguna manera. Estos sentimientos le acompañaron de
regreso a Japón, y casi inmediatamente comenzó a estructurar sus
pensamientos.
Creo interesante contar que durante este tiempo, Nishitani
escribió un pequeño comentario sobre Mein Kampf de Hitler, en donde
advierte del serio peligro de combinar la «brutalidad» y el «idealismo»
con una visión «totalitaria» de la nación, que está dispuesta a sacrificar la
religión, las artes y de hecho la entera tradición intelectual sólo por
preservar y extender una raza, a expensas de las demás.
Una visión del mundo, una visión de la nación es un libro breve
pero denso y con un argumento cuidadosamente estructurado. Empieza
jalonando unas cuantas ideas de la filosofía política actual que impugnan
la idea liberal del Estado como sujeto «legal». La tendencia hacia una
politización y un control aumentados, que otros historiadores
occidentales contemporáneos describían como un fenómeno de las
naciones del Occidente, le pareció a Nishitani una reacción inevitable a
ese liberalismo. Desde un elevado, casi hegeliano punto de vista fatalista
—él lo hubiera llamado «realista»— ve la batalla entre la autoridad
estatal y la libertad individual como la preparación necesaria para una
nueva forma de libertad: «Una síntesis directa entre un control hasta el
fondo por la nación y una libertad del fondo… es el requisito
fundamental de una nación moderna».
La interacción de estos dos polos ocupa la mayor parte del libro.
Nishitani maneja la propuesta filosóficamente al distinguir el
«substrato», que sería la orientación hacia el control estatal, y la
«subjetividad», la orientación hacia la libertad individual. La esencia de
la nación consiste en controlar a través de «substraer» a los individuos,
209
sobre un fundamento de unidad común. La esencia de la libertad
individual consiste en apropiarse de ese control conscientemente, y de
esta manera «subjetivar» el Estado. Éste último, insiste Nishitani, no es
un mero absolutismo que absorbe todas las libertades, ni tampoco un
liberalismo que aísla al individuo del Estado. Pese a sus anteriores
críticas a Hitler, sigue así:
Por ejemplo, movimientos manifestados por lemas como «un millón, una
mente». «Ein Volk, ein Reich, ein Führer» son la perfección del
movimiento de una comunidad nacional en la cual el yo es formado hasta
el nivel de la nación. Aquí la nación (y por lo tanto, la comunidad) refleja
su voluntad en la interioridad del individuo y, por consiguiente, eleva su
propia unidad a un plano más elevado, mientras que los individuos
reconocen la voluntad de la comunidad (y por lo tanto también, su propia
voluntad) dentro de la voluntad de la nación, y despiertan a la nación
dentro de sí mismos. A pesar de que dice repudiar toda forma de
totalitarismo, pues reduce la libertad del individuo a la libertad de
apropiarse de los controles del Estado, Nishitani está a un paso de acabar
justificándolo. Tal y como prosigue sus argumentaciones, sin embargo,
se hace evidente que el suyo no es un nacionalismo en el sentido
tradicional, y que podría ser percibido como peligroso por los militaristas
en el poder.
Lo que Nishitani propuso, y lo que de hecho fue considerado una
amenaza por los ideólogos del Estado militar japonés, es que la
subjetivación de la esencia de la nación debería incluir un despertar a
algo que aquellos que detentan el poder en el Estado moderno no
alcanzan a ver: Nishitani le da el nombre de «globalidad» latente. Los
gobiernos, viene a decir Nishitani, han de animar un impulso interior en
la nación, en cada uno de sus ciudadanos, a abrirse hacia un mundo más
amplio; esto es absolutamente necesario para superar la idea de nación
liberal moderna sin, a la vez, caer en el totalitarismo. Habla de este
autodespertar como de «un salto de la subjetividad del yo nacional a un
no-yo nacional». Pero dar este salto será posible sólo si los individuos
reconocen que las formas presentes del Estado se encuentran en un
momento decisivo en la historia, y que este tiempo de transición es
también una tarea espiritual del individuo, que necesita experimentar un
cambio de perspectiva que ensanche el horizonte del «estar en el mundo»
más allá de los confines nacionales.
Igual que el yo individual se manifiesta en su forma verdadera en el
punto de su autonegación o no-yo… la nación también llega a su forma
verdadera cuando ha trascendido su modo ordinario de ser y ha
descubierto un nuevo modo de ser centrado en la autonegación.
Una
nación puede realizar este tipo de tarea espiritual sólo a través de sus
ciudadanos individuales. El «punto de vista de la nada absoluta» que se
necesita para negar el yo, para trascender la historia a fin de estar
210
plenamente en ella, es una tarea que ha de hacer el individuo. Pero no el
individuo apegado a sus libertades privadas, sino el individuo en que «la
edad de la historia global como tal llega a su autodespertar como un solo
cuerpo, como una totalidad espiritual».
Desde este punto de vista, continúa Nishitani, el lado oscuro del
Estado, su tendencia a actuar según sus «raíces autócratas naturales»,
puede subsanarse si resurge una «naturalidad más intensa» que, en forma
de «energía moral», ayude a la nación a trascender su forma actual. Ya
que era una filosofía política lo que estaba elaborando, y no un tratado
religioso, de una manera u otra debía enfrentarse a la ideología
dominante en aquel momento. Nishitani se refirió largo y tendido, aun
sin llamarlos por su nombre, a los Principios del cuerpo político de la
nación, que el Ministerio de Educación había publicado en 1936 como
manual para el entrenamiento ético, adoptando incluso su vocabulario
para argumentar su posición. Las conexiones fueron inmediatamente
evidentes para los ideólogos del Estado, que le atacaron, como Nishitani
mismo dice, por declarar que la nación debería abandonar su propia
identidad.
La tarea espiritual, aunque individual, no es elegida en primer
lugar por el individuo, sino que es dada por la historia que, consideraba
Nishitani, amanece a una nueva época en la que el orden actual se
desplomaría. Los imperios de la antigüedad organizados sobre el
principio de conquista —una universalidad que no permitía una
pluralidad de individuos— se habían desplomado para dar lugar al
Estado moderno, que camufla su eurocentrismo bajo la ficción de una
pluralidad de naciones particulares que no permite una universalidad. Es
justamente este mundo el que ha llegado a su fin:
El hecho de que el mundo ya no tiene más un centro específico y, por
consiguiente, una periferia definida, sino que tiene un número de centros
geográficos numerosos, representa el más simple y no obstante el más
universal ímpetu a un nuevo orden mundial… Es la expresión del
movimiento más profundo en la historia universal, la apariencia de las
últimas fundaciones de la necesidad mundial.
Por supuesto, el
«centro específico» que ya es incapaz de organizar el mundo es Europa,
y la pluralidad de centros que sí pueden organizarlo es «una comunidad
de naciones individuales compuesta de una pluralidad de esferas
autosuficientes y distintas, cada cual esforzándose por su propia unidad».
Este orden, sin embargo, se mantiene no por una simple totalidad de
todas las naciones del mundo, sino por bloques de naciones que forman
una pluralidad de unidades. Sobre esta base, Nishitani justificó el empuje
de Japón a convertirse en el centro de un nuevo orden del Oriente
asiático, como una defensa necesaria contra los vestigios de la
colonización eurocéntrica. Japón tiene un papel especial que desempeñar
aquí, debido a sus evidentes «señales de superioridad» entre las otras
211
naciones de Asia oriental, vistas en la fuerza suficiente de su cultura y
espiritualidad como para perdurar el limbo caótico de vivir entre dos
mundos, el que está desapareciendo y el que está naciendo.
El peligro de que esta «promoción del espíritu japonés en el
mundo más grande» (Nishitani adopta las mismas palabras del eslogan
siendo revendido por simpatizantes militares a mediados de los treinta)
simplemente termine imponiendo lo que es específicamente japonés a
otras naciones, pudo haberse evitado cultivando un nuevo «ethos» cuyo
modelo encontró al final de la época Edo y a principios de la Meiji,
donde la fe religiosa se ligó a una devoción religiosa hacia el emperador
y hacia el patriotismo. Nishitani sostiene que ese ethos emerge de una
fusión distintiva de la práctica y la comprensión, cultivada mucho tiempo
en el Oriente, que envuelve la tradición en vez de dejarla de lado como
hace el racionalismo científico del Occidente. Es «el orgullo de la cultura
japonesa» y, a la vez, un estímulo para que otros países se enorgullezcan
de sus propios logros culturales.
Esto implica que la religión tiene un papel que jugar en la
política, y en el capítulo final del libro afirma claramente que «la
concentración de toda la vida y de toda la cultura en la vida de la nación»
es positiva para la nación y para la religión misma. Aunque limita su
entusiasmo con una advertencia —la esencia de la religión pertenece el
individuo, y difícilmente puede coincidir con la vida pública—, sin
embargo, ya que la tarea fundamental de la religión es la superación del
ego privado, «hay una relación saludable entre la religión y la política en
el punto que el regreso a lo ‘público’ tiene lugar a través de una
obliteración de lo ‘privado’».
Nishitani da un paso más para sostener que la mitología
tradicional tiene también un papel particular, a pesar de los prejuicios del
racionalismo moderno, que la considera sencillamente una reliquia del
pasado, y la retiene en el dominio del estudio académico. Al mismo
tiempo, se muestra inquieto por los esfuerzos del sintoísmo indígena de
Japón de hacer una transición «desde el mito hasta la historia», un
peligro que, recordemos, Nishida también había mencionado. Esto
pondría al Shintō al mismo nivel que la tendencia irracional hacia el
totalitarismo político, o hacia una ética racial basada en el Blut und
Boden. Nishitani ve en ambos una clase de mitología historificada, cuyo
objetivo ha sido rebatir la racionalización de la moral que conduce a
filosofías de una «moralidad de la naturaleza humana universal», y a la
imposición de las teorías políticas liberales y de la democracia. En tanto
que las instituciones religiosas producen doctrinas, llegan a ser objetos
de erudición, pero al mismo tiempo crean una cierta brecha,
imperceptible pero profunda, entre la religión y las demandas religiosas
del pueblo ordinario, lo que debilita la doctrina. La religión necesita
mediar su doctrina a través de una preocupación positiva con las éticas,
212
pero siempre en una relación de negación-en-afirmación; la religión, por
naturaleza. transciende tanto la ética como la doctrina y permanece,
finalmente, como «la única fuerza que puede erradicar las más profundas
raíces de nuestro yo egocéntrico».
Este libro concluye con una declaración: el cristianismo y el
budismo comparten el ideal magnánimo de una subjetividad del no-yo.
Si podemos volver a poseer y preservar este gran corazón en medio de
las crecientes tribulaciones del presente, puede convertirse en el núcleo
de una doctrina religiosa dirigida a nuestra época. En su sistema de
educación la nación imparte la enseñanza y expone la moral. Estas cosas
son necesarias para la vida de una nación, pero también confió en que la
religión no vuelva simplemente la espalda a esa necesidad sino que
proceda, desde su propio punto de vista, a complementarlas con su
propia enseñanza sobre este gran corazón. Durante la guerra, Nishitani
tomó verdadera conciencia de las implicaciones sociales de su libro.
Sabía que sus comentarios sobre el sintoísmo y la globalidad dentro de la
nación estaban siendo investigados por los poderes instituidos, así como
también por los que se oponían a esos poderes. Una policía especial
vigilaba su casa; para el ejército, era un sospechoso; los marxistas
estaban descontentos. Su interés en la filosofía mundial —un interés que
a la larga le pareció obvio y fácil de defender intelectualmente— se había
convertido en una cuestión social. La noción misma de cosmovisión se
hizo sospechosa de blasfemia contra la tierra de los dioses. La idea de
que Japón formaba parte de un mundo más grande fue rechazada en el
programa de educación militarista. Conscientes de que la gente joven leía
sus libros, Nishitani y otros filósofos del círculo de Kioto publicaron sus
ideas en revistas especializadas, y en 1943 y 1944 empezaron a evitar por
completo las grandes editoriales.
52 la necesidad histórica. En septiembre de 1939, Nishida, ya
jubilado, recibió en Kamakura la visita del capitán Takagi Sōkichi, un
oficial de la división de investigación de la secretaría del departamento
de la marina. El motivo de la visita era pedir el apoyo de los académicos
de la "escuela de Kioto" al intento de la marina de frenar las escapadas
del ejército. Ante todo, quería evitarse un enfrentamiento directo con los
Estados Unidos, que parecía cada vez más cercano, y del que sería
imposible salir airoso. Tras reconocer la vacuidad de los eslóganes
dominantes de "todo el mundo bajo un solo techo" y "la Esfera de
Co-prosperidad de la Gran Asia Oriental", Takagi pidió consejo sobre
qué ideales políticos e intelectuales podrían darles un sentido más rico a
esos eslóganes, un sentido que los hiciera aceptables para los vecinos
asiáticos de Japón, y que se beneficiara tanto de las tradiciones del
Oriente como de la filosofía y la ciencia del Occidente. Como Nishida ya
había cooperado, aunque no de todo corazón, en un intento anterior de la
213
marina de establecer un grupo de discusiones intelectuales, Takagi estaba
seguro de que el filósofo estaría dispuesto a colaborar de nuevo.
No andaba equivocado. Nishida le aconsejó hablar directamente
con Kōyama Iwao, pero a la vez asegurarse la aprobación de Tanabe,
quien indudablemente era la figura central entonces en Kioto. Takagi
hizo justamente eso, y encontró a ambos entusiastas acerca del plan.
Nishida expresó su acuerdo por carta, y la facultad en Kioto aprobó el
nombramiento de Kōyama como agregado al departamento de la marina,
y además dio su permiso a Nishitani, Kōsaka Masaaki y Suzuki
Shigetaka (un historiador que también participaría en las discusiones
sobre la superación de la modernidad) para cooperar en el proyecto; por
supuesto, ninguna de estas decisiones fueron hechas públicas para no
atraer la atención del ejército.
El proyecto era de hecho parte de un plan más grande de Takagi
que pretendía establecer un «panel de intelectuales» en quienes la marina
podría confiar en su lucha contra de los desmanes del ejército. Mientras
organizaba el plan, los participantes de Kioto se reunieron para discutir la
forma y foco de su contribución. Las visitas a Kamakura para consultar
el asunto con Nishida eran frecuentes. Más de dos años hicieron falta
para dejarlo todo listo: una serie de mesas redondas conocidas como las
discusiones del Chūōkōron, por el nombre de la revista en que serían
publicadas. Las primeras se celebraron en noviembre de 1941, menos de
dos semanas antes de la declaración de guerra en la Gran Asia Oriental.
Las siguientes discusiones se celebrarían en marzo y noviembre de 1942.
La primera edición de 15.000 copias, publicadas bajo el título de
Un punto de vista histórico-mundial y Japón, se vendieron
inmediatamente y hubo de ser reimpreso. La prensa lo aclamó como una
discusión de actitud abierta y llamó la atención entre muchos jóvenes
intelectuales. Al ejército no le hizo mucha gracia esta recepción y se
lanzó en improperios contra «sus especulaciones desde la torre de marfil,
que corren el riesgo de reducir el Imperio a simplemente una categoría
más de la historia universal». Presionaron también al gobierno para que
censurara las siguientes reimpresiones y para que detuviera las
intervenciones de la «escuela de Kioto» en la causa de la guerra.
Una vez acabada la guerra, lo que habían sido una recepción
entusiasta se truncó en reprobación general. Las discusiones Chūōkōron
fueron condenadas por haber formado supuestamente parte de la
campaña general de propaganda fascista. Incluso muchas de las personas
que antes habían leído cuidadosamente entre líneas las críticas veladas al
ejército y que, privadamente, se había regocijado de la reacción de los
ultranacionalistas, se satisficían ahora condenando la superficie del texto
—un modo de crítica que, de hecho, fue más bien común entre los que se
subieron al tren para condenar a cualquier persona o a cualquier acción
que, pretendidamente, hubiera colaborado a llevar al país al desastre.
214
Diez años después de la guerra, por ejemplo, nos encontramos con
historiadores que lanzan afirmaciones disparatadas, como que los
jóvenes estudiosos de las discusiones Chūōkōron habían labrado «una
filosofía imperialista» que había «racionalizado el ultranacionalismo con
ideas tomadas de la filosofía de Nishida y Tanabe, guiando a los
japoneses a la guerra».
Valoraciones más calmadas de las discusiones tienden a enfocar
la atención en una cierta naïveté compartida tanto por los participantes
como por la mayoría de sus críticos fanáticos en la posguerra, respecto a
la contribución que los intelectuales de Kioto de hecho hicieron: intentos
por derramar la historia de un país en plena guerra en el molde de una
filosofía ya formulada de la nada absoluta terminan dando su aprobación
no de forma deliberada sino, como máximo, por «tropezar en ella», y
que, en todo caso apenas puede pensarse que han respondido a las
cuestiones concretas». Como pregunta Takeuchi Yoshimi, «al fin y al
cabo, ¿qué tipo de lógica haría falta para que el pensamiento actúe
efectivamente en la realidad? Nadie pudo descubrir tal lógica durante la
guerra, y nadie ha podido descubrirla desde entonces». No obstante, por
muy importante que sean el contexto de los comentarios y la circulación
de su vocabulario para rendir el texto inteligible, hay momentos en que el
texto se dirige tan franca y fuertemente a la sensibilidad moral que no es
fácil pasar de largo. Más adelante, indicaré pasajes problemáticos para
que no se piense que la crítica contra Nishitani fue sólo un invento.
En la contribución de Nishitani, se observa menos una novedad
de ideas que el intento por argüir que sus ideas previas son aplicables a la
nueva situación. Pero el salto de una filosofía política teórica a una
política práctica no es de ninguna manera fácil, por lo menos no tan fácil
como Nishitani pretendía. Su estrategia, compartida por los demás, era
ofrecer y elaborar una alternativa a la historia centrada en Japón e
impuesta al pueblo —»como a ranas en un pozo», dijo Nishitani— por la
política ultranacionalista del gobierno. Al tomar un punto de visto más
elevado, el de la historia universal, se pretendía que los acontecimientos
fueran analizados desde un contexto más realista. Éste fue el punto focal
sobre el que giró la primera discusión. En la segunda y tercera, el mismo
punto de vista se aplicó a las justificaciones morales de la Esfera de
Co-prosperidad de la Gran Asia Oriental y luego a la idea de la guerra
exhaustiva.
Para los que tengan aún alguna duda sobre la tendencia
nacionalista de la filosofía política de Nishitani, nada mejor que leer sus
comentarios después del estallido de la guerra del Pacífico, y descubrir
su cambio de tono. Por ejemplo, el prólogo al volumen publicado,
firmado por los cuatro participantes —Kōsaka, Nishitani, Kōyama y
Suzuki— que exaspera cualquier intento por excusarlos:
La quintaesencia de nuestro estimado cuerpo político nacional estaba
215
cada vez más exaltada frente al apuro, mientras que afrontó las
dificultades con honor y el digno rostro del ejército imperial en tierra y
en mar conmovió los corazones y las mentes del mundo… Quedábamos
profundamente impresionados por la gran generosidad del imperio, y
privadamente consolados al pensar que nuestras discusiones iban tanto
de acuerdo con lo previsto como fueron… En el fondo, había algo en lo
que estábamos plena y mutuamente de acuerdo: el punto de vista
histórico-mundial de Japón. No hay nada en esta consideración fuera de
lo normal, si la interpretamos como el sentimiento patriótico de un
pueblo en guerra. Pero ya que la problemática central de las discusiones
era, precisamente, las ideas que sostenían esos sentimientos populares, y
ya que el objetivo era estudiarlas en una manera crítica y rigurosa, es
difícil justificar esta caída en el mismo sentimentalismo y la misma
retórica, a no ser que pueda demostrarse que se estaban burlando, o algo
así —algo que nadie se atreve a defender. Uno tiene que asumir, pues,
que los sentimientos que animan el prólogo representan una parte,
aunque no bien reflexionada, de sus pensamientos.
Esta suposición es confirmada por las discusiones mismas. Es
verdad que los conferenciantes quisieron distanciarse de la ideología
oficial, tanto al evitar mencionar cosas como la mitología del Shintō en
la fundación sagrada de Japón, como al ensanchar el escenario de la
historia, para ver a Japón únicamente como uno más de los muchos
actores que intervienen en ella. Sin embargo, nunca pusieron en duda la
validez y la justicia de la guerra, ni la vieron como una deshonra, sino
que intentaron ubicar sus nobles intenciones en un escenario filosófico
más digno.
Para lograr este objetivo, argumentaron que Japón se había
convertido en «una raza histórica-mundial, no por propia elección sino
por pura necesidad histórica. La cuestión era entonces si asumiría su
papel conscientemente, o si se dejaría llevar ciegamente por el destino. Si
acepta el desafío, habrá que combinar un sentido de la historia lo
suficientemente amplio como para reconocer la emergencia de estas
necesidades —»una comprensión más intensa de la gran obra que tiene
lugar en la corriente de la historia»— con una conciencia subjetiva lo
suficientemente práctica y constructiva como para instaurar el nuevo
orden mundial que se estaba exigiendo.
Respecto a este último punto, se advierte la progresión del
argumento en las siguientes intervenciones de Nishitani:
Visto en términos de una relación yo-tú, la posición de Europa frente al
problema de Asia ha sido la de un «yo» exclusivo. Por esto, la conciencia
europea se encuentra ahora en crisis, mientras Japón simplemente va
buscando un nuevo orden mundial.La idea de que sólo la raza aria es
kulturschaffend, mientras que los japoneses están a un nivel más bajo de
una raza kulturtragend, da una buena indicación del sentimiento de
216
superioridad… de los europeos en general…Para Europa, además de la
historia alemana y la historia británica está también la historia europea
—una historia mundial— que comienza con Egipto y Grecia… ¿No será
lo más importante cultivar el mismo tipo de visión histórica para una
historia del Oriente asiático que comprenda Japón, los estados coreanos,
China y los demás como un único mundo? Así tomados, fuera de
contexto, parece que estos comentarios armonizan bastante bien con la
ideología oficial del gobierno. Pero son las salvedades no mencionadas
—en concreto, las exhortaciones pertinentes a que Japón actúe con las
demandas de la historia universal teniendo prioridad sobre sus intereses
propios— las que levantaron las iras de los conservadores y del ejército
cuando el libro fue publicado. Podemos simbolizar esta ira en el discurso
de un miembro de la más alta graduación del ejército, que reclamó que
los filósofos de la escuela Kioto fueran acorralados, junto con los
coreanos y los prisioneros de guerra americanos y británicos, y pasados a
bayoneta. Por difícil que sea imaginar cómo los comentarios que se
citarán en la siguiente sección pudieron ser calificados como contrarios a
la causa de la guerra, no tenemos otra opción que aceptar el hecho de
que, precisamente, es así como fueron percibidos por quienes detentaban
el poder.
53 la energía moral y la guerra exhaustiva. Nishitani sostiene la
opinión, en la segunda de la discusiones Chūōkōron, que lograr una
unidad en Asia como la que Europa había conseguido en los países
occidentales exigiría una moralische Energie (usa la expresión alemana)
basada en una idea del nacionalismo y en una conciencia de la raza lo
suficiente fuerte como para plantar cara a la democracia; de todo el
mundo asiático, continúa, sólo Japón tiene la fuerza necesaria para
imponerse la tarea. Nishitani no tardó en introducir el tema en los
debates, pero es en la segunda discusión, con la guerra ya en primer
plano, cuando intenta desarrollarlo y aplicarlo concretamente.
La evocación de la energía moral es para Nishitani el cometido de
la religión o, más correctamente, es la que le añade una dimensión de la
que carecía en su primer enfoque en la interioridad y lo trascendente
(aunque, hay que decir, algo que no extrañaría en sus escritos
posteriores):
Tradicionalmente, un punto de vista religioso quiere decir que el pasado
puede ser resucitado en cualquier momento. Pero lo que es necesario en
el presente es un punto de vista de la religión que abrace las ideas
modernas de progreso —un idealismo pragmático que, sin embargo,
resistirá ser convertido en una religión idealista.
La religión, como la
ética, permanece abstracta si no está ligada al conocimiento histórico
—no a los hechos de la historia, sino a la filosofía de la historia que es el
fundamento de esos hechos. Desde que el efecto de esta ética práctica se
217
extiende más allá de Japón, no basta con fijarse únicamente en la
tradición local. He aquí la tarea a la que el liderazgo de Japón debe
despertarse: transmitir su energía moral al mundo asiático, a fin de que
los demás a su vez puedan recobrar una fuerza semejante en su propia
tradición. Es particularmente necesario que China, cuyos recursos
espirituales han sido agotados, ceda el paso a Japón y le ayude a cumplir
su vocación histórica:
El asunto más básico es la «conciencia de China» que tienen los chinos
de haber sido siempre el centro de Asia oriental, de que han educado a
Japón por la gracia de la cultura china… Lo principal es hacerles
reconocer, de una manera u otra, que ahora es Japón el líder en la
construcción de la Gran Asia Oriental, y que debe ser el líder a causa de
la necesidad histórica… Sólo entonces será posible pensar en demostrar
la energía moral en Asia oriental en general. Este llamamiento a la
sumisión de China a la voluntad de Japón viene acompañado, al menos
en las intervenciones de Nishitani, por un cierto resentimiento por lo que
considera un «desprecio» del resto del mundo hacia Japón, que siempre
ha sido visto como un segundón frente la gran civilización de China.
Antiguamente, sin duda, la cultura china fortaleció a Japón, pero hoy en
día es más bien la ciencia y la tecnología de Europa las que lo sustentan.
Siguiendo este hilo, Nishitani hace una serie de comentarios que son los
más bochornosos de todas las discusiones, y me atrevería a decir, de toda
su vida pública. Cito los pasajes largamente, los dos primeros son de la
segunda discusión, el tercero es de la última:
Me acuerdo de algo que sucedió en el barco hacia Europa. Un filipino de
Shanghai me dijo que tenía envidia de Japón, y que los filipinos deberían
tomar más de la cultura japonesa si quieren que su país llegue a ser como
Japón. Recuerdo haber pensado en aquel momento, para mí solo, que las
cosas no son tan simples. El espíritu de Japón ha sido afinado a través de
un largo proceso histórico. Antes de la llegada de la cultura europea,
Japón poseía una alta cultura propia sumamente espiritual animada por
un gran dinamismo vital. Ya que en las filipinas carecen de esto, aunque
acogieran la misma cultura europea, el efecto sería sumamente diferente.
…
La población de Japón es demasiado pequeña para la construcción de la
esfera de la Gran Asia Oriental… ¿No será posible convertir las razas de
la región con cualidades superiores en una clase de medio-japonés? La
raza china o el pueblo de Tailandia, con su propia historia y cultura,
tienen un sentido de hermandad que inhibe tal transformación. Por otro
lado, están los filipinos, que no tienen una cultura propia pero tienen que
complacerse con la cultura de América; éstos son quizá los más difíciles
de manejar. Por contraste, razas que no tienen una cultura histórica
propia, pero que poseen cualidades superiores, como los malayos…
Bueno, estoy pensando que no será imposible acoger tales razas, incluso
218
los moros filipinos (aquí hablo de oídas, pero se dice que son buenos
también), razas de alta calidad, y criarlos desde su juventud para
convertirlos en medio-japoneses… Esto sería una manera de compensar
el número pequeño de japoneses, y al mismo tiempo despertaría en ellos
una autoconciencia racial como también una energía moral. Estuve
pensando en esto como un posible plan.
…
En el caso de Corea…, la idea general de una «raza coreana» ha sido
demasiado rígida e inflexible como para que siga siendo útil… Ahora
que Corea ha sido supeditada al alistamiento militar, y que lo que se
había llamado la «raza coreana» ha entrado en Japón en una forma
completamente subjetiva —es decir, se han hecho subjetivamente
japoneses— la pequeña idea de «la raza» que hasta ahora ha sido
pensada de forma tan fija, ahora parece haberse fundido en una noción
más grande. En algún sentido, puede decirse que la raza Yamato y la raza
coreana se han reunido en una.
Por mucho que uno se esfuerce,
dudo que se encuentre la manera de justificar estos comentarios, y mucho
menos de integrarlos en la filosofía política de Nishitani. Son prejuicios
no reflexionados, puros y simples, no menos banales que si hubieran
salido de la boca de uno de los ultranacionalistas cuyas ideas tenían que
ser repudiados por las discusiones. No es su profundidad, ni seguramente
su base empírica, lo que les da su peso, sino el contexto en que fueron
dichas, lo que hace tanto más difícil suspender el juicio a la luz de las
circunstancias.
La discusión final, que tuvo lugar ocho meses después de la
segunda, fue más atrevida que las otras, ya que abordó la pregunta del
significado de la guerra. Nishitani se distingue por su apoyo a la causa de
la guerra, tanto por principio filosófico como en el hecho. Como se
encuentra generalmente con personas implicadas en la guerra, lse afirma
que la suya es una guerra diferente de todas las guerras previas». Incluso
si la analizamos sólo desde un punto de vista militar, dice, representa una
evolución desde la «guerra total», que está enfocada al personal y al
equipo militar, hacia una «guerra exhaustiva» que moviliza la economía
entera, la estructura social, y la espiritualidad de todo un país en una
ideología estatal comprensiva.
Nishitani argumenta que para Japón la esfera de co-prosperidad
es cuestión de vida o muerte y que la guerra es, en efecto, una guerra
sobre el fin de la modernidad en Asia o la continuación de la influencia
colonialista occidental. En pocas palabras, condensa su opinión acerca de
la misión de Japón en Asia, su identidad como agente histórico en el
mundo, el fin de la modernidad, y el compromiso de la nación entera
como una sola unidad en la guerra exhaustiva:
No sólo se trata de la vida o la muerte de nuestro país, sino de la vida o la
muerte de la esfera de co-prosperidad, es decir, de un nuevo orden
mundial. La vida y la muerte de nuestra nación están en juego con ella…
219
En la guerra actual, la conciencia del pueblo se ha desarrollado en lo que
puede llamarse la conciencia de un pueblo histórico-mundial, el despertar
subjetivo de un pueblo cuyo propósito es decidir el orden del mundo en
su totalidad… Externamente, la meta es la reforma del orden mundial…
Internamente, lo que hace falta es una reforma intensa en la conciencia
de cada miembro del país.
Aquí tenemos no una conclusión de las
discusiones, sino una reiteración de su punto de partida, la suposición
que comparte con el gobierno militar y que no fue problematizada en
ningún momento. Lo problemático fue más bien situar este tipo de guerra
en una filosofía de la historia.
Las intervenciones de Nishitani a este respecto son considerables.
Básicamente hace cinco proposiciones, que resumiré utilizando lo menos
posible sus propias palabras, ya que las citas que acabamos de incluir
deben bastar para mostrar la manera en que se expresaba.
Primero: la conciencia nacional o racial que se manifiesta en una
guerra entre razas cae en un apoyo al imperialismo o al colonialismo, si
no incluye la conciencia de la identidad del nuevo mundo que está
tomando forma a través de la guerra, un mundo que abarca también las
naciones enemigas. Esto no significa simplemente aceptar la
autocomprensión de las otras naciones tal y como han sido, sino guiarlas
hacia una nueva autoconciencia. Para hacer esto, es necesario un alto
nivel de conciencia de la propia subjetividad, tanto en la dimensión ética
como en la espiritual. Esta conciencia es la «esencia primaria» de un
pueblo, que debe servir a las fuerzas políticas y económicas del país
como su propia fundación espiritual y, a la vez, guiar el nuevo mundo
que está en formación: para lograrlo, es imprescindible recurrir a la
razón. Si no, no hay modo de contrarrestar los efectos de la «propaganda
incesante» de Inglaterra y los Estados Unidos en los vecinos asiáticos de
Japón, y mucho menos de que reconozcan de verdad lo que está
ocurriendo.
Segundo: el liderazgo político tiene que proveer una estructura
total más clara con reglas más comprensivas —»una red en la que todos
los huecos han sido rellenados»— para que la libertad y la autonomía de
los ciudadanos individuales sean capaces de negar al mero
individualismo que hallamos en el Occidente, particularmente en la
hipocresía angloamericana que ofrece independencia a los países
asiáticos «bajo la capa de la democracia, a fin de que puedan continuar
explotándolos». Para hacerlo, el liderazgo debe actuar como una sola
unidad y evitar todo cisma interno. Sólo con tal estructuración unificada
de la nación, parecido al «espíritu objetivo hegeliano» o al «cuerpo
funcionando como una unidad orgánica», podrá manifestarse el
verdadero «poder creativo» de la guerra exhaustiva.
Tercero: la guerra ofrece una oportunidad perfecta para la
«purificación del espíritu» a condición de que sus aspectos negativos se
220
inviertan para crear un nuevo punto de vista en la vida que transcienda
los tiempos de guerra y los tiempos de paz. Nishitani recomienda aquí
algo así como una revitalización de la ética samurai de la unidad de
«armas y letras» que «desarraigue las ideas anglosajonas de la
democracia y el progreso humano» sin caer por eso en un mero
totalitarismo egocéntrico.
Cuarto» en lo que quizá puede considerarse el único añadido a su
filosofía política, Nishitani sugiere que la nación democrática encarna el
espíritu subjetivo hegeliano, mientras que el Estado totalitario equivale al
espíritu objetivo. Japón no acaba de encajar en ninguno de los dos, sino
que más bien es un «espíritu objetivo como la expresión de un espíritu
absoluto». Este espíritu absoluto, declara, presente en Japón desde
épocas remotas, se expresa ahora en el llamamiento, que proviene de la
historia misma, hacia la construcción de un nuevo orden mundial. Esto es
lo que hace que la posición de Japón «se eleve por encima de las otras
naciones».
Finalmente, cerca ya del fin de las discusiones, Nishitani añade
un comentario un poco recogiendo el estilo de la «guerra justa».
Empezando por el dicho de Nietzsche de que no es una buena causa lo
que hace santa una guerra, sino una buena guerra lo que hace santa una
causa, tergiversa el comentario sarcástico para darle un significado
literal: usualmente, se piensa que es la Esfera de la Co-prosperidad de la
Gran Asia Oriental lo que hace santa esta guerra, pero es la calidad del
espíritu con que la guerra es emprendida, «la bondad que brilla en
quienes cargan con su causa activamente y la encarnan en su persona» lo
que hace la causa verdaderamente buena. Las discusiones acaban con
esta nota, con la reclamación de Nishitani de que «la guerra en los mares
de Hawai‘i ha reanimado este espíritu. Lo podemos llamar una guerra
exhaustiva, pero es también un esfuerzo exhaustivo por animar ese
espíritu en cada rincón de la nación».
54 la superación de la modernidad. En 1942, una de las
principales revistas intelectuales de Japón, El mundo literario, organizó
un simposio para abordar el impasse en la recepción de Japón de la
civilización occidental, advirtiendo a los participantes que debían evitar
toda declaración política. Publicado al año siguiente como La superación
de la modernidad, con una primera edición de 6.000 ejemplares, el libro
fue olvidado en los años de posguerra y visto como otra expresión más
de la ideología fascista que había llevado al país al desastre. Pero como
las cuestiones que se debatieron tenían claramente más relevancia que las
explotadas por los ideólogos del Estado, el libro cobró nuevo interés y
acabó reimprimiéndose y se reexaminó en la medida en que reflejaba
ciertas opiniones generales en la escuela de Kioto.
Nishitani, que se había involucrado ya en las discusiones de la
221
Chūōkōron, fue uno de los diez, entre los trece participantes, que
presentó una comunicación inaugural. Por alguna razón, la comunicación
no se incluyó en sus Obras, ni se nombra en la lista de sus escritos en el
último tomo de éstas. El estudioso confuciano Minamoto Ryōen, editor
de un diccionario de filosofía en el que había colaborado Nishitani tras la
purga en la Universidad de Kioto, así como también de otros de sus
escritos, y quien transcribió las conferencias que se publicaron
eventualmente en La religión y la nada, concluye su inspección del
simposio con simpatía, pero firmemente:
No cabe duda de que Nishitani fue nacionalista y de que respaldó la
guerra. Sin embargo, no podemos quitar del cuadro el hecho que fue
universalista… Al mismo tiempo que defendía la causa de una «ética
nacional» en su comunicación del simposio, Nishitani reconoció el
escollo de un egoísmo nacional y apostaba también por una «ética
mundial».
No intentaré detallar aquí lo que los críticos de Nishitani
han dicho al respecto. El tratamiento extensivo de las críticas a las que
fue sometido Tanabe en el capítulo anterior tendrá que bastar como idea
general de cómo la filosofía política de Nishitani fue también recibida.
Más importante es ver, como ya hemos comenzado a hacer, la diferencia
que su punto de vista explícitamente religioso hizo para con las
opiniones que provocaron el juicio de Minamoto y otros.
Como declara en su comunicación inaugural, Nishitani entendió
que la modernidad es el resultado de un desarrollo histórico que empezó
con la ruptura de la Edad Media, pasó a través de la Reforma protestante
y el Renacimiento, y termina con el surgimiento de la ciencia moderna.
La relación entre el yo individual, Dios y el mundo, que una vez había
proporcionado una base espiritual a la cultura, se había desplomado,
dejando en su lugar un estado de conflicto permanente entre la religión,
la ciencia y la cultura.
Éstas son todas ideas que ya habían aparecido en La subjetividad
elemental y en Visión del mundo y, ciertamente, uno presupone que el
hecho de que fueran conocidas influyó decisivamente a la hora de invitar
a Nishitani al simposio. Aquí aborda estas ideas para contrastar dos
visiones del mundo. Por un lado, está el liberalismo, que ve como una
postura consistente que basa en los derechos individuales los límites a la
imposición de un orden mundial; por otro lado, está la confrontación del
individuo con el mundo —y por lo tanto, también de la unidad que esos
tienen en el liberalismo— que se encuentra en el socialismo, el
comunismo y en las formas extremas de nacionalismo. En lugar de estos,
Nishitani recomienda una nueva cosmovisión y una nueva visión de la
persona humana. Para él, el asunto era más importante que los problemas
a los que se enfrentaba Japón en su propia realidad histórica; en cierto
modo, puede decirse que eran «cuestiones que compartimos con toda la
humanidad». Sin embargo, la nueva cosmovisión confiere un rol especial
222
a Japón, basado en el rechazo a la cosmovisión del liberalismo.
Partiendo del punto al que había llegado al final de Visión del
mundo, habla de la necesidad de construir una nueva ética fundamentada
en un punto de vista religioso de la nada absoluta, y desde allí estimular
una «energía moral» entre los ciudadanos que sustente una visión de
nación-en-mundo y de mundo-en-nación dentro de la tarea que se le ha
revelado a Japón:
Es una energía moral de la nación en la que cada individuo en su propia
ocupación anula lo privado y lo ofrece a lo público… En la actualidad, la
vida nacional de nuestro país se está derramando por la historia
universal, como si bombeara la sangre en una vena. Y al mismo tiempo,
la fuente de nuestra vida nacional, los ideales que infunden su historia,
pueden convertirse en ideales principales dentro de la realidad de la
historia universal. Si el individuo puede encontrar su fundamento en una
nada subjetiva…, entonces, desde el fondo del mundo histórico puede
despertarse a la apertura de un mundo originalmente religioso, un mundo
que puede llamarse transhistórico. A pesar de las connotaciones que
pueda tener en tiempo de guerra un concepto como el de «energía
moral», si comparamos con las discusiones de Chūōkōron su retórica es
aquí bastante mansa.
Ni en su comunicación ni en sus comentarios da Nishitani
ninguna indicación de haber indagado más en los temas históricos que
trata, lo que llevó a un destacado crítico marxista a acusarle de estar
«completamente absorto en sermones abstractos que pretenden ofrecer
una comprensión filosófica de lo que hay que superar». De haber una
contribución original de Nishitani en el simposio, ésta sería que
argumenta que la justificación de la relación entre el individuo y el
Estado debe encontrarse en cómo contribuyen a hacer el mundo más
amplio.
Concluye su comunicación con palabras que a nosotros sólo
pueden parecernos una combinación bastante torpe de una declaración
budista clásica de altruismo moral con una paráfrasis sutil de uno de los
principales eslóganes de los ultranacionalistas:
Japón hoy demuestra un punto de vista profundamente arraigado en la
autoexistencia de la nación que sólo podemos llamar una autonegación
del «beneficiar a sí mismo por beneficiar al otro», a través del cual el
ideal fundador de unir a «todo el mundo bajo un sólo techo» puede
convertirse en un ideal para la historia y para el mundo. De este modo,
Japón puede tomar un punto de vista autoafirmativo que puede reclamar
para sí la autoridad de nación líder. Una lectura cuidadosa de sus
comentarios escritos y hablados muestra que Nishitani no sugiere que los
valores sociales japoneses tradicionales, y mucho menos la forma que
adquirieron bajo el sistema imperial de la época Meiji, puedan contribuir
tal como son. Más bien, necesitan ser reacomodados en el escenario
223
mundial, donde deberán pasar la prueba del fuego. Hay que superar esta
prueba enérgicamente porque, parece insinuar, de otra manera lo que
haya de valor mundial dentro de la cultura japonesa tendrá que someterse
a alguna que otra definición corriente de cómo una nación debe formarse.
Insistió en que esta energía moral necesita basarse en una comprensión
de lo que, consideró, es el impulso religioso básico del ser humano:
sobrepasar la humanidad con rumbo a un absoluto.
A Nishitani le enojó profundamente el que su nacionalismo fuera
criticado por los ideólogos imperialistas. No es que pensase que tenía
mucho en común con ellos, era más bien que su manera de criticarle
estaba más cerca de la propaganda que del debate razonable. En un in
memoriam que escribió tras la muerte de Tosaka Jun en la cárcel,
recuerda que en 1944 estuvo tentado a entrar en polémicas con los
derechistas para defenderse, pero que Tosaka le disuadió:
La última vez que le encontré fue poco antes de su encarcelamiento…
Fue también después de que yo hubiera sido atacado por los derechistas
que se escudaba tras el ejército. Aun así, periodistas de las mismas
revistas que me atacaban, venían a invitarme a tomar parte en los debates
que patrocinaban. Su bajeza fue transparente y rehusé acomodarme a sus
planes, pero en cierta forma me sacaron de quicio y hasta pensé en ir con
ellos y hablar con franqueza. Cuando le conté todo esto a Tosaka, me
paró en seco, me aconsejó que abandonara esta tontería, y que era mejor
no tener nada que ver con aquella jauría de perros locos. Después de
la guerra, Nishitani se quejó de que los intelectuales japoneses habían
amputado de la historia el simposio sobre la superación de la
modernidad, en un intento por esconder las heridas de la memoria
—Kritiker ohne Not los llama, tomando prestada una frase de Nietzsche.
Más bien, insistió, «debemos confrontar el pasado y apropiárnoslo como
nuestro pasado». Hizo justamente esto en un número de ensayos que
fueron publicados entre 1946 y 1949, durante los primeros años de su
expulsión de la universidad, y luego lo dejó. Uno ha de suponer que su
aportamiento fuera de la arena política no representa menos una pérdida
de interés que un reconocimiento de que, finalmente, su mejor
contribución se haría renunciando a su animosidad sobre la angustia que
había sufrido y hacia el régimen que había sido la causa de todo y
reorientando su pensamiento en una dirección más en conformidad con
sus propios deseos y sus propias facultades.
55 la dimensión religiosa de lo político. Nishitani estuvo
tanteando la posibilidad de refundir su filosofía política anterior,
rescatando lo que le parecía de sus ideas, pero finalmente abandonó. En
un ensayo de 1946 sobre "La cultura popular y el humanismo", por
ejemplo, mantiene la dialéctica entre el sujeto y el substrato, pero el
substrato es ahora definido como un "principio de vida" que, por un lado,
224
limita los intentos del sujeto de definirse a sí mismo y, por otro, trae "una
libertad encarnando una posibilidad infinita" al llegar a la conciencia del
sujeto. De modo parecido, por un momento la "energía moral" en la que
había visto el requisito de la guerra exhaustiva resurge como una
"energía espiritual" innata que ha animado a los japoneses a aceptar
influencias culturales de todas partes sin prejuicios, y a la vez sin ser
colonizados. En fin, este uso del término también acabará por
desaparecer.
Cuando digo que Nishitani abandonó sus ideas políticas, no
quiero decir que al final llegara a la decisión de regresar a 1940, al punto
antes de entrar en la filosofía política, como si pudiera uno olvidarse de
la desventura de los años de guerra y retirarse a espacios indudablemente
más seguros: las nubes de la filosofía. Si hubiera sido así, se esperaría
que rehuyera hacer nuevos comentarios sobre el papel de Japón en el
mundo, quizás con algún u otro desliz verbal que traspasaría
ocasionalmente el escudo. Lo que encontramos no es ni mucho menos
esto. Los estrechos horizontes del papel de Japón en la historia se
ensanchan y son deliberadamente despojados de toda aspiración política.
Japón ya no tiene nada más que ver con la mejora de la situación
socio-económica en Asia, ahora ha de rescatar el corazón de la religión
de la lenta erosión que la falta de atención y la fosilización de la tradición
están causando sobre ella. El problema de Japón llega gradualmente a
revelarse como problema mundial, por lo que la respuesta de Japón no es
específica de Japón, ni su contribución es la avanzadilla de una supuesta
posición de superioridad; sencillamente, es una perspectiva más sobre
una preocupación común. Es como si el ideal filosófico que Nishitani
había heredado de Nishida en abstracto se lo hubiera apropiado a través
de la experiencia de su abuso, y no a pesar de ella.
Un simposio celebrado en 1958 y publicado bajo el título de La
historia intelectual de la posguerra de Japón, nos da un indicio de esta
lucha por la apropiación. En su curso, Nishitani lamenta no haber sabido
quitarles de la cabeza a sus alumnos que se alistaran en el ejército y que,
más tarde, sintiendo cada vez a la noticia de que alguno de ellos le
alcanzó la muerte, como si un pedazo de sí mismo hubiera muerto. Dice
Nishitani:
Mi postura fue, pues, la de cooperar en la guerra. Por supuesto, no sentí
una aprobación por la guerra desde el principio, pero sí consideré la
cooperación como cuestión de karma. Una vez que la guerra avanzaba,
sin embargo, me sobrevivía un sin sentido por todas esas muertes… Y no
obstante —realmente no sé cómo expresarme— un sentido intenso del
«karma» lo impregnaba todo: si era sin sentido para los derrotados, era
también sin sentido para los vencedores. Fue un sentimiento, si puedo
decirlo, de «este mundo». Al mismo tiempo, más allá del mundo del
karma, o quizá detrás de eso, la presencia de los que habían muerto echó
225
una sombra sobre mi existencia.
Esta manera de pensar en la guerra,
como un hecho religioso para todos los involucrados de una u otra
manera, con independencia de quién llevaba la razón o quién estaba
equivocado, recorre todos sus comentarios en el simposio y, aunque otros
participantes se muestren de acuerdo de vez en cuando, es Nishitani
quien lleva esta dimensión religiosa al debate. Habla de la costumbre
antigua de celebrar ritos budistas para las almas de los caídos en guerra,
fueran amigos o enemigos, como algo basado en una conciencia
profunda de que, del mismo modo que el mal fundamental de la
condición humana no discrimina entre personas, así también nuestra
confrontación con ella no debería discriminar.
En esta misma onda, nota que la expropiación de las categorías
del bien y del mal por los vencedores después de la guerra es no menos
ciega que la que funcionaba en ambos lados durante la guerra. En
particular, los «valores universales» apelados en nombre de «Dios» y «la
civilización» en el tribunal de crímenes de guerra en Tokio fueron no
menos una imposición «impía e incivilizada» en tiempo de paz como
eran en tiempo de guerra. Esta imposición se agravaba por el hecho de
que el Occidente cristiano asume que su propia forma de apropiarse la
«culpabilidad» es un patrón religioso universal, lo que se demuestra falso
por la preferencia budista por «los dolores de la transitoriedad».
La apelación a la dimensión religiosa es únicamente una de las
cuñas que Nishitani utiliza en los debates para liberar la idea de Japón
—y más inmediatamente, a quienes entre los participantes preocupados
con lo que es «distintivo» de Japón— de su localismo, y abrirla a una
«perspectiva mundial». En un pasaje, se queja de la incomodidad que los
japoneses sienten al ver que diferentes aspectos de su arte o de su
religión tradicionales son adoptados por Occidente:
Que la cultura tradicional de Japón, a pesar de su cualidad distintiva —o
más bien, a causa de ella— haya podido poseer una cualidad mundial
todavía no ha llegado a la conciencia de los japoneses, pero el extranjero
nos lo está enseñando. Nuestra apertura llega de fuera de Japón… La
perspectiva global siempre parece escabullirse cuando se trata de la
autocrítica de los japoneses… Habiendo perdido nuestra subjetividad, la
idea que la verdadera distintividad pueda ser verdaderamente universal y
global no se nos ocurre, y seguimos pensando el «mundo» como si
señalara una universalidad abstracta e indistinta.
Es en este contexto
que hemos de entender sus comentarios sobre la necesidad de preservar
la conciencia de que Japón es un «país», y hasta un país con emperador,
aunque abandone toda discusión sobre el modelo político particular de la
«nación» y del «sistema imperial». Es también el contexto en que
modifica sus críticas a la democracia impuesta desde fuera, inaceptable
«en principio», para reconocer que necesita ser cultivada en Japón, bajo
sus propias condiciones religiosas, éticas y culturales, ya que no
226
comparte la historia en la que pudieron germinar sus principios.
En escritos posteriores, sus referencias a Japón, a su espíritu
antiguo y a su papel en el mundo carecen completamente del tinte racial
y nacionalista anterior. Descartar sumariamente toda la filosofía de
Nishitani por culpa de unas declaraciones realizadas durante la guerra,
sin considerar cómo pasó a través de esas opiniones, me parece un
prejuicio mucho más reprobable que los prejuicios del mismo Nishitani.
Pondré ahora un par de ejemplos de opiniones que defendió tras esa
conversión del punto de vista, para poder zanjar la cuestión por el
momento.
En 1971, Nishitani escribió un artículo breve que evocaba sus
estudios en Europa y habla explícitamente de cuando por primera vez
tomó conciencia de la conexión que rige entre uno mismo y la tierra
natal. No se refiere aquí a ninguna entidad política o étnica, sino
simplemente al hecho de que la existencia corporal está condicionada por
el ambiente natural, lo que incluye por ejemplo la comida con la que uno
ha sido criado y que esto a su vez proporciona un vínculo físico con los
antepasados, por medio de cuya sangre el ambiente ha transmitido sus
rasgos específicos. Cuidadosamente expresado para evitar cualquier
sugerencia de una conexión con la ideología del Blut und Boden a la que
había consentido antes, trata de apropiarse de lo que queda de verdadero
en ese mito que fue utilizado con efectos tan desastrosos. Al comer su
primer tazón de arroz después de una dieta estable de comida occidental,
se sintió abrumado por un «sabor absoluto» que traspasó la mera
cualidad del «delicioso»:
Esta experiencia me hizo pensar en el significado de la noción de «tierra
natal», que es fundamentalmente aquella que relaciona inseparablemente
la tierra y el ser humano, en particular, el ser humano como cuerpo… El
eslabón vital que desde tiempos inmemoriales ha vinculado el arroz, la
tierra y esas personas innumerables que son mis antepasados forma el
fondo de mi vida y están realmente contenidos en ella.
Como
se
advertirá, en ningún momento insinúa que esta experiencia sea
característicamente japonesa, algo que probablemente hubiera postulado
Nishitani en sus discusiones durante la guerra.
El segundo ejemplo, de 1967, nos servirá además para ver la
manera en que salva la idea del papel especial que tiene asignado Japón
en el mundo. Sólo el más mentecato crítico calificaría sus palabras en el
mismo género de declaraciones que las de antaño:
Nosotros los japoneses hemos heredado dos culturas completamente
diferentes… Es un gran privilegio de que los occidentales no participan,
…pero al mismo tiempo impone una grave responsabilidad sobre
nuestros hombros: sentar las bases de pensamiento para un mundo en
formación, para un nuevo mundo aunado más allá de las diferencias de
Oriente y Occidente. El pasaje que va de su filosofía política al
227
pensamiento maduro, que será el que dejará la huella de Nishitani en la
historia de la filosofía, fue forjado a través de sus luchas con el
pensamiento nihilista, que salieron a la superficie con fuerza redoblada
en los años posteriores a la guerra.
56 la superación del nihilismo. El problema del nihilismo ya
había aparecido en los primeros ensayos de Nishitani, pero no se
convirtió en el punto focal de su reflexión filosófica hasta después de la
guerra. Hará alusiones regulares al nihilismo durante los años posteriores
a La religión y la nada, pero luego desaparecerán de sus escritos tardíos.
En medio de su renovada preocupación por el tema, recuerda la
importancia del nihilismo en su vocación filosófica:
Quedo convencido de que el problema del nihilismo reside en la raíz de
la aversión mutua entre la religión y la ciencia. Y fue éste el que dio a mi
compromiso filosófico su punto de partida, el cual se acrecentó hasta
llegar a envolverlo casi todo… El problema fundamental de mi vida
siempre… ha sido, para decirlo de forma simple, la superación del
nihilismo a través del nihilismo.
La lucha con el nihilismo que
condujo a Nishitani hacia la filosofía también le dirigió de regreso a su
vocación filosófica, tras el exilio forzado de su puesto universitario. En
ambos casos, estuvo acompañado en todo momento por Nietzsche y su
idea de «superar el nihilismo por medio del nihilismo». Si Nishida y
Tanabe encontraron su inspiración en los escritos de Kant y Hegel
respectivamente, Nishitani encontró la suya en Así habló Zaratustra. Ni
la instrucción filosófica que recibió en los círculos de Nishida y Tanabe,
ni la influencia de Suzuki Daisetsu que le introdujo en el mundo del zen,
lograron borrar la huella de la profunda impresión que le causó
Nietzsche. Todo lo contrario, maduraron en una comprensión profunda
que más o menos coincidió con el redescubrimiento de Nietzsche en
Occidente.
El punto culminante de su confrontación con el nihilismo fue una
serie de discursos que dio sobre el tema en 1949, publicados más tarde
ese mismo año, junto con un libro pequeño sobre el nihilismo ruso, que
tuvo por título: Nihilismo. Como indica el título que escogimos para la
traducción inglesa que combinaba estas dos obras, The Self-Overcoming
of Nihilism, Nishitani no se iba a contentar con exponer el pensamiento
nihilista occidental. Lo que pretende más bien es encontrar el camino de
su superación o, más correctamente, la vía que conduce a su
autosuperación. Aquí, sus preocupaciones filosóficas y personales se
acercaron como nunca antes lo habrían hecho.
Lo que sorprende al lector de Nihilismo es que, a pesar de su
propósito declarado de abrir el nihilismo desde dentro, Nishitani fue
capaz de presentar de modo imparcial y legible a los autores que trata y,
al mismo tiempo, de andar a tientas bajo la superficie del texto, a la
228
búsqueda del espíritu nihilista. Su capítulo sobre El único y su propiedad
de Max Stirner, por ejemplo, una obra virtualmente olvidada en la
historia intelectual de Occidente, se destaca al respecto.
La conclusión de su indagación, a la que llega tras un proceso
argumental demasiado intrincado como para reproducir aquí, es que
Europa y Japón muestran formas diferentes pero relacionadas de resolver
la crisis del nihilismo. En Europa, se puede observar la emergencia de un
nihilismo creativo y afirmativo que confronta la finitud humana cara a
cara, en forma de una negación de la negación que se resuelve en una
afirmación. Por un lado, hay un trascender del mundo fenoménico en el
reconocimiento de que ese mundo carece básicamente de significado
suficiente como para sostenerse a sí mismo. Por otro lado, el mundo
eterno de las esencias que surge para llenar ese hueco también es negado,
como una alienación no auténtica del dolor y de la carga de no tener
ningún lugar en que sostenerse. De esta manera, la trascendencia del
mundo regresa al mundo finito, enriquecida justamente por haber perdido
la promesa de una vía de escape. La finitud llega a ser final, y el mundo
tiene que ser abarcado tal como es, como un eterno retorno (Nietzsche),
como la propiedad del individuo (Stirner), o como el fundamento
trascendental en la nada (Heidegger).
En cambio, Japón no se acercó al nihilismo por una sacudida de
las fundaciones de la religión, como Europa hizo para con el
cristianismo. En lugar de eso, heredó la tecnología y las estructuras
sociales del mundo moderno que habían surgido en medio del mismo
proceso de agitación espiritual. Dado que no es capaz de heredar de
golpe el alcance más amplio de recursos espirituales, dentro de los cuales
todo esto ha ocurrido, no le queda más remedio que apelar a sus propios
recursos. Pero las fuentes espirituales necesarias casi se han secado en la
conciencia general del pueblo:
Occidente todavía tiene la fe, la ética, las ideas, etcétera, que se han
transmitido a través del cristianismo y la filosofía griega… No importa
cuánto de esta base esté ahora estremeciéndose, todavía queda muy viva,
y uno lucha contra ella sólo al precio de una aguda determinación. Para
nosotros, en Japón, el asunto es diferente. En el pasado, el budismo y el
pensamiento confuciano constituyeron tal base, pero ya les ha flaqueado
su poder, dejando un hueco, un vacío en nuestro fundamento espiritual…
Y lo peor de todo es que esta vacuidad no es en ningún sentido una
vacuidad que se ha ganado por la lucha, ni una nihilidad que ha
«sobrevivido». Antes de enterarnos de lo que ocurría, el centro espiritual
se había demacrado completamente. La fuente de la fuerza espiritual,
que pocos años antes Nishitani, como otros de su generación, había
creído que complementaría lo que hacía falta en las culturas de China,
Corea y el resto del mundo asiático, los lazos profundos del alma
japonesa con el espíritu todavía vivo de los ancianos justamente al
229
alcance del presente —todo esto es ahora visto como nada más que una
ficción, un autoengaño masivo en el que también él había caído.
Lo peor, dice Nishitani, es que la gente todavía no se ha
percatado de que todo esto ha ocurrido. La autoidentidad del japonés se
ha hendido hasta el centro y su «energía moral» (usa el término, pero sin
su anterior entusiasmo) se ha agotado drásticamente, pero de manera
imperceptible. El problema, opina ahora, es cómo recobrar una voluntad
hacia el futuro fundada en el pasado o, por usar las palabras de
Nietzsche, cómo aprender a «profetizar hacia la tradición».
En estas circunstancias, Nishitani sugiere que el ejemplo del
nihilismo europeo es importante en tres sentidos. Primero: nos puede
ayudar a darnos cuenta de que el problema existe igualmente en Japón,
aunque en una forma diferente. Segundo: puede apuntar a que, para
superarlo, hay que recordar la importancia de la profundidad espiritual. Y
tercero: nos puede enseñar que la tradición debe ser recobrada no porque
nos Oriente hacia el pasado, sino porque nos orienta en la misma
dirección en la que nos dirigimos desde el presente. Termina su libro
proponiendo que esta tarea se aborde desde el punto de vista budista de
la vacuidad y la nada.
Uno podría imaginar que Nishitani dirigiría enseguida todos sus
esfuerzos en emprender su propia sugerencia, dado el frescor de la
pregunta en su época y su intenso envolvimiento personal. Pero no sería
esta la manera en que Nishitani realizaría su mejor trabajo. Se supone
que la experiencia de la filosofía política le había vuelto más cauteloso a
la hora de tratar preguntas aparentemente claras como si fueran no más
que obstáculos impidiendo el paso hacia adelante. Más importante aún,
se supone que advirtió que toda cuestión auténticamente filosófica ha de
nacer en el interior de uno mismo más de una sola vez, y en más de una
sola forma, antes de que uno esté preparado para responderla. El origen
de esa lógica vertiginosa que descubrimos en su pensamiento tardío, al
menos a mí me lo parece, se encuentra precisamente en un respeto hacia
el problema, un respeto que reemplaza el deseo inmediato de aplicar la
educación propia tan ampliamente como sea posible.
La manera que eligió Nishitani para aproximarse a su propia
propuesta fue regresar a reflexionar sobre las filosofías de sus maestros,
Nishida y Tanabe, y a la vez repensar algunas de sus anteriores ideas
sobre el mal, Dios, la mística, el mito y la religión —pero siempre, con
su propuesta a la vista, sin abandonarla nunca del todo. Así, y aunque el
abanico de temas que va abordando mientras en sus ensayos es
verdaderamente amplio, Nishitani está avanzando circularmente, pero va
trazando círculos cada vez más estrechos que un día le devolverían al
problema del nihilismo en un contexto japonés. Y así fue, en efecto,
como regresó, a lo que resultaría ser la obra cumbre de su filosofía.
230
57 del nihilismo a la vacuidad. La religión y la nada es, sin
duda, la obra maestra de Nishitani. Es también un gran paso en el avance
de la filosofía del pensamiento religioso japonés en la historia mundial
de las ideas. Para poder introducir otros de sus escritos, habrá que
abreviar el resumen del libro y fracturar la construcción del todo en un
número de temas; pero antes estará bien decir unas palabras sobre su
escritura.
Nishitani explica en el prefacio que empezó a escribir el libro en
respuesta a una petición por un ensayo sobre el tema «¿Qué es la
religión?». De hecho, el ensayo inaugural no fue escrito como tal, es la
revisión de una transcripción de una conferencia sobre el tema. Su
respuesta a la pregunta no intentaba, como el título podría sugerir,
ofrecer otra definición más de un término ya sobredeterminado. Huelga
decir que, en ese momento, Nishitani estaba ya completamente
desilusionado con la idea de alinear la religión y la construcción de una
ética práctica para un Japón histórico-mundial. Recuperando su anterior
preocupación religiosa, tomó una posición que se beneficiaba de las
posiciones de sus dos maestros, Nishida y Tanabe, pero que también
difería de ellas. Tanabe pensó que Nishida había convertido la filosofía
en religión, y sintió la necesidad de proporcionar a la filosofía un punto
de vista propio y un dominio independiente del de la religión. En su caso,
al perseguir hasta el límite su autonegación se abre a la religión.
Nishitani se pone del lado de Tanabe, al considerar la filosofía como una
especie de «insolencia absoluta» desbordada e incontenible. Su esencia
es el pensamiento libre, que puede eventualmente abrirse a la religión si
esa libertad es mantenida tenazmente. Para Nishida, era suficiente con
que la filosofía explique el mundo que se ha abierto a través de la
religión. De este modo, la filosofía es amortiguada por la religión y
renuncia a su propio punto de vista. Nishitani comenzó donde Nishida
había terminado: en sus palabras, en la idea de que «la religión significa
despertarse de una relación única con el absoluto en el yo mismo».
En este regreso a la primacía del autodespertar, la pregunta de
qué es la religión fue entendida por Nishitani como una invitación a
examinar qué ha pasado actualmente con el pensar y el modo de ser
religiosos, qué nos podría pasar si lo perdiéramos definitivamente, y qué
puede hacerse para restaurarlos en su propósito original. Con este fin,
consideró que era necesaria una nueva filosofía de la religión, diferente
de los sistemas clásicos del siglo xix basados en algo inmanente al
individuo, como la razón, la intuición o el sentimiento.
Al empezar a elaborar su plan de investigación, Nishitani advirtió
que tantas ideas le iban saliendo e iban componiendo tantas tramas que
sería necesario añadir un ensayo, y luego otro, y otro, hasta que se
alcanzara una posición filosófica que, a pesar de carecer de la unidad de
un plan sistemático, no obstante señalara una unidad de comprensión.
231
Mirando hacia atrás el trabajo en su totalidad, sitúa su postura en la
historia del pensamiento filosófico occidental en contraste con los
sistemas clásicos:
En mi opinión, desde entonces ha resultado imposible mantener ese
punto de vista, dada la naturaleza de las preguntas que mientras tanto han
hecho surgir el pensamiento del último Schelling, Schopenhauer,
Kierkegaard, incluso Feuerbach y Marx, y, principalmente, a causa de la
aparición de posturas como el nihilismo de Nietzsche. Por consiguiente,
aquí nuestras consideraciones se sitúan en el punto en que las filosofías
de la religión anteriores han dejado de funcionar o han sido superadas.
De esta manera, puede decirse que discurren junto a las filosofías de la
existencia contemporáneas… Al mismo tiempo, separa su postura de la
filosofía occidental al utilizar términos e ideas budistas generales, así
como también ideas asociadas a sectas específicas como son Kegon,
Tendai, Tierra Pura y, por supuesto, zen:
Extraídas del marco de sus determinaciones conceptuales tradicionales,
han sido utilizadas más bien libremente, y en alguna ocasión… han sido
introducidas para sugerir correlaciones con conceptos de la filosofía
contemporánea… Desde el punto de vista de las determinaciones
conceptuales tradicionales, esta forma de emplear la terminología puede
parecer descuidada y a veces ambigua. En la medida de lo posible, es
mejor evitar problemas de este tipo, aunque no siempre lo es cuando se
intenta, como en este caso, adoptar un punto de vista a un tiempo dentro
y fuera de los confines de la tradición.
El proyecto inicial de
descubrir una manera de superar el nihilismo desde la conciencia
japonesa es el eje del ensayo inaugural y del trabajo como un todo. Al
mismo tiempo, cumple su cometido de adoptar ideas específicamente
orientales y budistas, que le ayudarán a descubrir una nueva profundidad
en lo que había encontrado en las respuestas occidentales al nihilismo.
Por lo tanto, no le vemos muy preocupado por diferenciar la situación de
Japón de la de los países del Occidente. Al contrario, lo encontramos más
bien ansioso por superar esta preocupación. No es que empiece a hablar
de una manera abstracta y genérica sobre lo humano —su aproximación
se aferra enérgicamente al individuo—, sino que alcanza un punto en la
conciencia individual que un cambio en las condiciones culturales e
históricas no puede obtener, por mucho que nos estimule a conseguir ese
punto.
Del mismo modo que Descartes aceptó el desafío que el método
científico suponía para la fe religiosa tradicional, imponiéndose la
disciplina de una duda radical, Nishitani acepta el desafío que supone el
nihilismo para la religión, adaptándose a la disciplina de una duda
propia, implacable. En vez de acabar en la certeza del «luego existo»,
comienza por cuestionar esa certeza con una duda aún más radical, la
«gran duda» como la llama, empleando el término zen —en la que uno
232
renuncia incluso al yo pensante para convertirse en la duda.
Como Descartes, y ciertamente como los místicos a los que sigue
citando aquí, el compromiso de Nishitani con la duda es un tipo de
ascenso espiritual a través de un descenso en la finitud radical. Las
etapas del proceso son, dichas de un modo sencillo, tres. Comienza,
primero, cuando un encuentro ordinario con los límites personales se
transforma en una pregunta consciente acerca de la vida en su totalidad.
Se refiere de hecho al acontecimiento más simple, más trivial, en el que
los deseos o ambiciones de uno se frustran por una falta de habilidad
propia o, sencillamente, porque entran en conflicto con los deseos o
ambiciones de otros. Es como si una grieta hubiera aparecido en la
cosmovisión y, con ella, un sentido que no es más que una máscara que
cubre una oscuridad profunda que queda en el otro lado.
Habitualmente, sellamos esta grieta lo más rápidamente posible, y
la dejamos de lado como una de esas «cosas que pasan» en la vida. Sólo
cuando uno, deliberadamente, opta por no tapar la grieta, sino dejar que
se ensanche, es posible pasar a una segunda etapa. Como Nishitani dice,
es como si el yo frustrado fuera la cáscara de una judía que comienza a
abrirse, y que la oscuridad de dentro tratara de salir y tragar la luz entera.
Si uno vive con la duda, y si deja que la duda siga su propio curso, esta
frustración se va transformando en un gran abismo de nihilidad a los pies
de uno. Las preguntas originales —¿por qué me ocurrió esto? ¿qué puede
hacerse con esto?— se convierten en nuevas preguntas: ¿qué soy yo?
¿por qué existo? Nishitani llama esta conversión «la realización de la
nihilidad».
La nihilidad es entendida aquí como la anulación del yo por la
anulación del fundamento en el que el yo está. No es que el yo sea
aniquilado de la existencia, sino que toda certeza queda completamente
abarcada por la duda, y que esta duda se hace más real que el yo o que el
mundo al que pertenece. Es la «gran duda»:
Esta duda no puede ser entendida como un estado de conciencia, sino
sólo como una duda real que se presenta al yo en el fundamental del yo y
de las cosas… Se presenta como realidad, y lo hace inevitablemente
fuera de todo control de la conciencia y de la voluntad arbitraria del yo.
El yo en su presencia llega a ser duda, realiza la duda sobre la realidad.
Hay que destacar aquí que Nishitani juega con el doble sentido de
la palabra realización (usa la palabra inglesa en el texto), para expresar el
hecho de que el despertar subjetivo a la nihilidad es, al mismo tiempo,
una actualización de algo no subjetivo.
Ahora bien, una duda que simplemente me hace consciente de mi
finitud personal, o aun de la finitud de la condición humana per se, no
basta. Del mismo modo, dar la espalda a la duda por un acto de fe en la
salvación del más allá no significa superar la nihilidad, sino sólo
separarse a sí mismo de ella. Para convertirse en la duda ha de darse otro
233
paso.
El despliegue de la gran duda alcanza una tercera etapa cuando
esa nihilidad es en sí misma anulada —repítase, no aniquilada sino
trascendida por su negación— en la conciencia de que el mundo del ser
que se funda en la nihilidad del yo y de todas las cosas es, únicamente,
una manifestación relativa de la nada tal y como se encuentra en la
realidad. Debajo de ese mundo, alrededor de él, hay una nada absoluta y
omniabarcadora que es la realidad. La nihilidad se vacía, por decirlo así,
en una vacuidad absoluta, o en lo que el budismo llama śūnyatā. Este
absoluto no agrava la frustración original ni el abismo de la nihilidad que
contuvo dentro de sí, sino que más bien actúa como una negación
completa de ese agravamiento. Es una afirmación, en esas negaciones,
del hecho de que toda nihilidad y toda frustración pertenecen a una
realidad mayor que, por su naturaleza, vacía todas las cosas de ese deseo
y esa ambición que hace que lo que es solamente relativo parezca
absoluto y no lo que realmente es: una manifestación de un autovaciar
absoluto.
La conciencia es despertada al rostro original del yo y del mundo
con esta afirmación de una nada absoluta más allá del mundo del ser y
del yo, una conciencia enriquecida ahora por el hecho de que no
confunde más lo que era solamente relativo con lo absoluto. El yo, tal
como es, se manifiesta como un no-yo. El mundo del ser y del devenir,
tal como es, se manifiesta como un mundo vaciado del ser. Nishitani
llama a esta manifestación, otra vez por medio de un término budista, un
despertar a la «talidad verdadera» de las cosas y del yo.
Supongo que, como ya estará claro después de lo dicho, la duda
siempre tiene que ver para Nishitani con algo de energía mental. No es
un simple quedarse en blanco sin pensar, sino un disciplinado vaciar la
mente que lleva el pensar hasta sus límites. Sólo de este modo, insiste,
puede pasar a través de un ejercicio mental privado a una comprensión
metafísica de la realidad como tal. Esto lo expresa así: «la ontología
necesita atravesar la nihilidad y desplazarse a un campo totalmente
nuevo, diferente del que había conocido hasta ahora». Además, al igual
que con todo proceso espiritual, no se puede saltar a la última etapa si no
se han atravesado las anteriores. Por un lado, al atravesar esa última
etapa alcanza su significado. Por otro, no se trata de ascender a un yo
superior y más verdadero por su propia acción: requiere que uno
renuncie al yo que actúa sólo. Al mismo tiempo, es verdad que la última
etapa del no-yo puede parecer, o puede parecerle al menos al yo
cotidiano, un fin bastante desagradable; en cualquier caso, que represente
un estado superior y más real no es evidente desde el principio. Del
mismo modo, no puede suponerse que cada idea que Nishitani registra a
lo largo de todo su pasaje personal —lo que incluye la reformulación de
una gran cantidad de ideas filosóficas y teológicas occidentales— se
234
justifique simplemente apelando a su experiencia personal, o por el mero
hecho de que tiene una larga tradición cultural, la de Oriente, que le
respalda. No podemos ni probar ni desmentir su argumento, al igual que
no se puede probar o desmentir el experimento de Descartes con la duda,
sin la experiencia de haber andado el camino uno mismo.
Tanto ha tenido que ser sacrificado en este resumen, no sólo de la
manera cuidadosa en que Nishitani entreteje las ideas filosóficas
occidentales y las budistas sino, también, del tacto existencial que
impregna su prosa, que estoy tentado a concatenar unas páginas de citas
del libro e insertarlas en este resumen. Aun así, no infundiría en estos
huesos secos el mismo alma que Nishitani ha podido inspirar. Por lo
tanto, regreso a unos otros motivos, la mayor parte de los cuales aparecen
en una u otra forma en La religión y la nada, para exponer una visión
general de su filosofía madura.
58 la vacuidad como punto de vista. Nishitani se incluye a sí
mismo en compañía de Nishida y Tanabe, cuyas lógicas respectivas,
dice, "comparten una base distintiva y común que les aparta de la
filosofía occidental tradicional: la nada absoluta". Sin embargo, como
hemos hecho notar, aunque en ningún momento abandona este linaje,
con el paso del tiempo prefirió el término "la vacuidad" (śūnyatā), en lo
que iba a ser un intento cada vez más valiente por integrar ideas e
imágenes del zen en el discurso filosófico.
Además, Nishitani habla de su postura como de un «punto de
vista» en vez de como una «lógica». Parece que hay dos razones para
esto. La primera, quiere marcar sus distancias respecto a la lógica del
locus a favor de algo más cercano a lo que Nietzsche había llamado un
«perspectivismo», que en la opinión de Nishitani expresaba mejor la
realidad existencial de lo que ocurre en el autodespertar: el suelo en que
uno está se desplaza, y el horizonte de lo que uno puede ver se ensancha.
La segunda razón fue que la imagen del punto de vista expresa mejor el
ideal budista de un «camino medio» entre una aceptación categórica del
mundo como objetivamente real, y un rechazo categórico de él como
subjetivo e ilusorio; esto es, un punto de vista por el cual uno puede ver
ambas ideas como dos lados de la misma realidad. Estos motivos están
reflejados en su uso del lenguaje. Así, habla de un punto de vista como
una «estar de pie» por el que uno puede «ver» más claramente, y también
como un «punto» actual desde donde la realidad «se hace ver» más
claramente. Pues es en el punto de vista de la vacuidad que, como
acabamos de ver, las cosas y el yo se revelan en lo que son:
La verdadera vacuidad no es menos que lo que logra la conciencia en
todos nosotros como nuestra naturaleza misma (mismidad) absoluta.
Además, esta vacuidad es el campo en que toda entidad que existe se
manifiesta como lo que es en sí, en la forma de lo que es tal como es (su
235
talidad).
El punto de vista de la vacuidad, entonces, no es tanto una
«postura» filosófica como el logro de un autodespertar original (nuestra
mismidad): comparada con ésta, cualquier otra conciencia queda
atrapada en la oscuridad ficticia de la ignorancia o, en lo que el budismo
llama avidyā. Es un punto desde el cual filosofar, no una doctrina. En
cierto sentido, puede llamarse un «punto de vista de los puntos de vista»
—la dimensión práctica del juicio ontológico de Nishida sobre la nada
absoluta como el «universal de los universales». Al mismo tiempo, es el
punto de contacto con lo real tal como es (en su talidad) y, por
consiguiente, no sólo un estado consciente. Esta conjunción de lo real y
de nuestra realización de lo real significa que el punto de vista de la
vacuidad reúne lo que está escindido en la conciencia ordinaria.
Para ilustrar esta conjunción de la iluminación de mente y la
iluminación de realidad en la vacuidad, Nishitani recurre a la dialéctica
del budismo Tendai de hecho y teoría. La oposición entre el mundo
fenoménico, en donde los hechos aparecen, y el mundo nouménico, en
que uno se hace consciente de ellos, se supera no por inclinar la balanza
hacia el uno o el otro —sea para armonizarlo, sea para absorberlo
enteramente—, sino al transferir la oposición a un nivel más alto de
comprensión, en donde lo fenoménico y lo nouménico confluyen sin
impedimento. Desde luego, la vacuidad no es ni hecho ni teoría, sino un
nivel del despertar en el que los dos se interpenetran mutuamente. No
implica que se borre la dialéctica entre hecho y teoría, como si éstas no
fueran más que una mera ficción engendrada en el mundo de la forma,
sino su recolocación en el campo de la vacuidad, del sin forma. De esta
manera, Nishitani adopta la descripción de la iluminación en el zen como
un campo en el que se puede decir que «forma es vacuidad, vacuidad es
forma».
Aunque la conclusión del argumento esté clara, el progreso lógico
que permite llegar hasta ella no siempre lo está, y la circunvalación
puede ser molesta si lo que uno busca son conexiones racionales
explícitas. El punto de vista de esta comprensión más elevada, en el que
el mundo del hecho y nuestro pensamiento sobre él en la teoría se dicen
manifestarse tal como son, a fin de que la oposición entre los dos esté
superada, hace eco de la preocupación central de Nishida en la dicotomía
entre sujeto y objeto. Como Nishida, Nishitani nunca cuestionó que tal
nivel de conciencia existiera, sólo dijo que, a pesar de que parezca «más
elevado» para quienes se enmarañan en el pensamiento racional, es de
hecho la forma más inmediata y ordinaria de la experiencia. De todas
maneras, no se entretuvo tanto como Nishida indagando en el papel que
esta dicotomía había jugado en la historia de la filosofía occidental.
Aquí, la descripción del problema y su superación queda rápidamente
desplazada hacia la tradición budista, no por principio, sino simplemente
porque a Nishitani le pareció que las filosofías del ser occidentales
236
carecían de las categorías necesarias para resolver el problema. Tampoco
creía necesario tener que repetir los argumentos de Nishida al respecto.
Como si hubiera reconocido que algo faltaba en su idea del punto
de vista de la vacuidad como un proceso por el que se supera la
dicotomía entre hecho y teoría, objeto y sujeto, realidad y realización,
Nishitani intenta ir al fondo de la cuestión en un ensayo tardío sobre «La
sabiduría y la razón». En él, argumenta que la suposición de una
separación original del conocer y del ser está en sí misma equivocada. La
teoría, el logos, necesita el ser como el objeto de un sujeto consciente, y
el sujeto congnoscente necesita el devenir, el proceso racional, para
lograr su fin. Pero la idea budista de la sabiduría despierta (prajñā) no
pertenece al ser, y la vacuidad (śūnyatā) no pertenece al devenir. La
vacuidad es el punto de ver y estar de una sabiduría en que la oposición
no es tanto superada como reconocida como ilusoria.
Nishitani remonta la dicotomía del conocer y del ser en la
filosofía occidental hasta su culminación en la idea hegeliana del noesis
noeseos, el conocimiento en que el conocimiento es autoconsciente del
conocer, con el que concluye el proceso del devenir en el ser absoluto.
Este punto de terminación está ya presente, según Nishitani, en la
suposición inicial de Hegel de que, para entender que «sólo el absoluto
es verdadero, sólo la verdad es absoluta», uno debe seguir el proceso de
desarrollo de un sujeto consciente pensando en una realidad objetiva.
Nishitani acepta la intuición inicial, tal y como está expresada en el
prólogo de la Fenomenología del espíritu, pero rechaza el supuesto, esto
es, que requiera un proceso sujeto-objeto para ser explicada. La sabiduría
prajñā, el «conocer de no conocer», no lo requiere. La verdad de la
vacuidad del yo y de todas las cosas está inmediatamente presente de una
vez. El ser está originalmente en la nada, y la nada en el ser.
59 la vacuidad como el terruño del ser. Para Nishitani, como
para Nishida, la estructura del autodespertar actúa como un paradigma de
la estructura de toda la realidad, "el modo no objetivable de ser de las
cosas como son en sí mismas". El despertar no es el tipo de actividad que
uno programa por un cierto tiempo, y que luego deja a un lado para
dedicarse a otras cosas. Es la actividad original que define lo que
significa ser humano. Cuando las aves vuelan y los peces nadan, cuando
el fuego quema y el agua lava, no lo hacen como un pasatiempo, sino
siendo lo que son. Así también, la mente, siendo lo que es por su
naturaleza, es despertada.
Nishitani se refiere a la noción budista de samādhi, usualmente
asociada sólo a un estado de concentración completa, para enlazar la
estructura del despertar y la de la realidad, aprovechando la polivalencia
del glifo chino con que se escribe. Samādhi no es meramente un estado
fijo de la mente, argumenta Nishitani, sino que también es un estado fijo
237
del ser que vale para la forma verdadera de todas las cosas. Aquí, se
deben distinguir tres elementos.
Primero: samādhi es una actividad elemental que permite una
cosa a ser lo que es y la fija en su propio terruño. Con ella, intenta
reemplazar la idea de una sustancia permanente que se define por un
modo de ser que está siempre ocupado en alguna que otra actividad,
apegada en un «ser-en-hacer» como lo llama. Estar fijado en samādhi
significa, sustancialmente, estar no fijado; su terruño es quedar
permanentemente no domesticado en el mundo del ser y devenir.
En segundo lugar: samādhi no simplemente confina las cosas
particulares a su naturaleza, sino que las define en relación con todas las
cosas. Su estar centrado no es solamente una concentración de su
naturaleza entera en todo lo que hace, sino que representa un punto
central para todas las cosas que lo rodean, como si en sí misma formara
parte de las concentraciones de esas cosas. Puesto que actúa libre y
naturalmente, no se preocupa en protegerse a sí mismo con las
actividades de otros. En el terruño del yo y de todas las cosas, toda
acción pasa naturalmente, sin interferencias de ningún tipo, sin ninguna
reacción. Estar concentrado en sí mismo es, al mismo tiempo, pertenecer
a la concentración de otros. Nishitani cierra La religión y la nada con
una imagen de este aspecto de la concentración en la vacuidad de la vida
de san Francisco de Asís. Cuando estaba a punto de restañarse un ojo
infectado, san Francisco se dirige al cauterio diciendo, «Fuego, hermano
mío» y hace sobre él la señal de la cruz:
Para san Francisco la finalidad de hacer la señal de la cruz era solicitar el
amor de su querido hermano fuego. Este amor tuvo lugar allí donde se
vació a sí mismo y se hermanó con el fuego, y donde el fuego se vació a
sí mismo (dejó de ser fuego) y se asoció con él… Y, en efecto, el fuego
no le causó ningún sufrimiento. Cuando el médico aplicó el cauterio,
llevándolo del lóbulo de la oreja a la ceja, san Francisco sonrió
suavemente, como un niño que siente la caricia de la mano de su madre.
Tercero: este estado actual, naturalmente, de acuerdo con la
mismidad de sí mismo y de todas las cosas, permite que una cosa se
presente en todas sus formas, sin que se limite a ninguna de ellas. Al
carecer de sustancia, cada manifestación muestra más bien la sin forma
de la talidad verdadera donde «la forma es la vacuidad, la vacuidad es la
forma» significan que todo lo que se hace en samādhi se hace
espontáneamente, y no está adaptado a la forma de deseos o de ideales
personales. No hay forma a la que conformarse, porque no hay yo para
ser formado. Es como un divertirse libremente, un «autorregocijante
samādhi» como Dōgen lo llama, en que las formas vienen y van porque
no hay ningún obstáculo que se lo impida ni ningún modelo que las
sujete. La conducta en el terruño de la vacuidad no observa costumbres
ni reglas, ni tampoco sigue una práctica ordenada según un código o una
238
serie de principios. Es simplemente observancia espontánea de un yo ya
no apegado a sí mismo, a fin de que pueda «realizar» su alrededor.
El fundamento común que la mente y la realidad comparten en el
modo de ser samādhi es lo que posibilita el «conocer por convertirse en».
Nishitani adopta esta idea de Nishida, citando un verso del poeta haiku
Bashō:
El asunto del pino
apréndelo del pino,
y el del bambú
del bambú. Desde el punto de vista ordinario del ser sustancial, estos
versos sólo pueden tener sentido si se entiende como metáfora de algo así
como «observar cuidadosamente» o «indagar objetivamente». Pero la
intención de Bashō, dice Nishitani, es diferente:
Nos llama a dirigirnos a la dimensión en la cual las cosas se manifiestan
tal como son, a que armonicemos con la mismidad del pino y del bambú,
… a hacer un esfuerzo para situarse esencialmente en el mismo modo de
ser que la cosa de la que se quiere aprender. Esto se hace posible en el
campo de śūnyatā.
Así, se comprende cómo el punto de vista de la
vacuidad conlleva una ontología y, no obstante, no es en sí mismo
ninguna postura filosófica. Como un modo de ver, el punto de vista de la
vacuidad permite que uno penetre tanto en las ficciones nativas de la
mente como en las ilusiones ópticas que va tendiendo el mundo. En un
pasaje que conmueve particularmente de La religión y la nada, Nishitani
habla de contemplar el mundo como en una «exposición doble», lo que
nos permitiría ver su superficie y su profundidad al mismo tiempo.
Imagina que anda por Ginza, el centro de moda de Tokio, y que lo que ve
es un campo de hierba:
Puede verse Ginza en toda su magnificencia como un campo de hierba de
la estepa o puede verse como si tuviera una doble exposición —lo que es,
después de todo, su retrato verdadero. Pues en verdad, la realidad misma
está doblemente estratificada. De aquí a cien años, ninguno de los que en
este momento caminan por Ginza estará vivo, ni los jóvenes ni los viejos,
ni los hombres ni las mujeres… Podemos contemplar a los vivos, como
aquellos que caminan rebosantes de salud por Ginza, y ver, como la
doble exposición, un retrato de la muerte. Mientras que Nishida y
Tanabe habían hablado de la vida y de la muerte como correlativas, la
una implicando la otra, el punto de vista de la vacuidad las relaciona con
nuestro modo de ver este mundo justamente como es, en su «talidad
verdadera», como una sincronicidad de vida y muerte:
Pretendo decir que mientras la vida permanece como vida hasta su fin, y
la muerte como muerte, ambas se manifiestan en cualquier cosa dada y,
por lo tanto, el aspecto de la vida y el de la muerte pueden superponerse
en dicha cosa de manera que ambas sean visibles simultáneamente. En
este sentido, ese modo de ser podría ser calificado de una
239
vida-en-muerte, muerte-en-vida.
En términos budistas, Nishitani
explica esta idea de penetrar en la superficie del mundo con su ciclo
interminable de transitoriedad, o samsāra —el llegar a ser y dejar de ser
de todas las cosas— para ver su liberación en nirvāna. Esta
«trascendencia hacia la vacuidad» en el centro de la vida del mundo, un
tipo de samsāra-en-nirvāna, es una trascendencia más elevada que la que
rechaza este mundo a favor de otro. Aquí de nuevo, mientras la mente
puede «realizarla» en el autodespertar, es algo que ya está «realizado» en
la estructura fundamental de realidad misma. Por lo tanto, el yo liberado
del egocentrismo no es simplemente un yo aislado del mundo. Esta
liberación tiene lugar en el encuentro con el mundo tal como es. Como
Nishitani remarca enigmáticamente, «el hecho de que este bastón es este
bastón es un hecho de tal forma que incluye al mismo tiempo la
liberación del yo».
Ver las cosas de la vida desde el punto de vista de la vacuidad
también nos puede ayudar a penetrar a través de las tendencias
objetivantes de la mente hasta su actividad verdadera del despertar. A
este respecto, por ejemplo, Nishitani argumenta que el mito puede ser
entendido como una ficción a simple vista que invita, sin embargo, a una
comprensión más profunda. Además, ofrece este punto de vista como
herramienta para aclarar el debate sobre la desmitificación, un debate que
considera consecuencia del dualismo entre la fe y la razón intrínseco a la
autocomprensión cristiana y como resultado del cual, la teología y la
filosofía corren paralelas en la misma dirección sin llegar a cooperar.
Después de una revisión cuidadosa del acercamiento básico de
Bultmann y de las críticas que tuvo en contra, Nishitani aborda la
doctrina del parto virginal (equivocándose al identificarla con la doctrina
de la inmaculada concepción) como ejemplo de ese dualismo. La idea de
ser «manchado» en la esfera natural fisiológica y, no obstante, quedar sin
mancha en la esfera espiritual, se funda en una dicotomía de cuerpo y
alma que encuentra comprensible, pero incapaz de responder a la
cuestión de la «pureza original» de lo humano, que considera es el
significado que la doctrina intenta expresar. Parafrasea la pregunta a su
manera:
¿Qué tal sería si supusiéramos en la naturaleza fundamental de la
existencia humana algo inmaculado, ilimitado y simple, que trasciende
tanto lo manchado como lo no manchado (sea en el cuerpo, sea en el
espíritu), y si además supusiéramos que los hombres y las mujeres sólo
pueden ser comprendidos en su verdadera totalidad concreta cuando son
vistos como seres que llevan este tipo de naturaleza fundamental en sí
mismos?
Su respuesta a la pregunta es que, desde este punto de
vista, se puede reconocer la pureza original tanto en el ser manchado
como en el no ser manchado, sea física o espiritualmente, y que esta
pureza es la que proporciona a las personas una unidad tan fundamental
240
que no puede ser manchada. Para hablar de estas cosas, necesitamos un
lenguaje diferente del lenguaje de hechos científicos o objetivos, y éste
es precisamente el que nos ofrece el lenguaje mítico de la doctrina. Así,
la doctrina del parto virginal señala un autodespertar a que, en un sentido
de suma importancia aunque mayormente ignorado, todos nosotros
somos hijos de un parto virginal. Ni el método científico ni una fe en la
intervención de los dioses pueden desplazar este hecho primario y
religioso. Solamente una conciencia renovada de lo que el mito es puede
proporcionarnos el lenguaje que nos falta. Es un lenguaje, dice Nishitani,
que reemplaza la trascendencia vertical, que requiere que pasemos más
allá de este mundo, por una trascendencia horizontal, que «no conlleva
una decisión o/o respecto a la ciencia… ni cualquier conflicto con la
naturaleza» y que, sin embargo, permanece «totalmente otro para con el
mundo de la naturaleza». Esta naturaleza-en-no-naturaleza es lo que el
budismo llama «la vacuidad».
Nishida había considerado el locus de la nada absoluta como una
autoidentidad de los contradictorios del ser y la nada. Nishitani, por su
parte, toma en cierto modo la fórmula «ser-en-nada» y se coloca a sí
mismo justamente en el punto del «-en-». Al mismo tiempo, los ecos de
la idea de la intuición activa de Nishida reverberan bajo la superficie de
sus escritos, mientras intenta describir una conversión al mundo en su
«verdadera talidad», un mundo que no sería ni subjetivo ni sustancial,
sino un «camino medio» que se afirma al negar ambos.
60 el ego y el yo. Tras lo que acabamos de decir, parece obvio
que, para Nishitani, la idea del yo verdadero no puede ser un principio
permanente e invariable de la identidad, en cierta forma encajonada en el
interior de la persona, pero tampoco ni un alma individualizada, un grupo
de potencias humanas en espera de ser actualizadas ni el ideal de una
conciencia expandida. Tiene que ser más bien un modo de ser en el que
todo lo que se hace, se hace «naturalmente» y, en ese sentido, debe servir
igualmente de paradigma del modo de ser del mundo no humano.
También debe ser un modo de mismidad que no complementa al ego
ordinario, sino que lo desplaza.
La distinción entre el ego y el yo verdadero es crucial para
Nishitani, pero es planteada en términos muy diferentes a los que
conocemos por la psicología del siglo xx. Su noción de ego viene a
incluir tanto la idea aristotélica de la individuación sustancial como la res
cogitans de Descartes. El yo verdadero, en cambio, señala una
autoidentidad basada en la negativa del ego en ambos sentidos. En un
espléndido pero exigente ensayo de 1962, «El pensamiento occidental y
el budismo», Nishitani trata de demostrar cómo la idea del no-ego puede
ayudar a solucionar un problema inherente a la filosofía occidental, sobre
todo en la tradición mística, a saber, su apego a la categoría del «yo» a la
241
hora de definir lo humano y lo absoluto.
(Podemos notar aquí un subtexto a este ensayo, del que Nishitani
era consciente, pero que no será evidente de forma inmediata si es leído
solo: los términos que utiliza para contrastar el sustrato y el sujeto son
los mismos que había utilizado en su primera filosofía política. Aquí, no
sólo son purificados de toda alusión política, también la conexión lógica
entre ellos aparece completamente revisada.)
Empieza con el ejemplo de Plotino, para quien el alma (el sujeto
egoísta y egocéntrico) debe trascender el pensar, el percibir y el ser para
disolverse en el Uno. La última barrera que tiene que cruzar para lograr
su fin es la materialidad, la no-entidad sin forma que yace en el fondo de
todas las entidades. Así se establece una oposición entre dos principios
originales aparentemente no sustanciales: la materia y el Uno. Pero de
hecho, desde que cada uno de estos está cerrado en sí mismo y tiene su
identidad en sí mismo independiente del otro, ambos son todavía
sustanciales: es decir, ambos están colocados sobre un sustrato
subyacente (un hipo-stasis o sub-jectum) que les proporciona su
autoidentidad. De esta manera, lo que debería quedar más allá del mundo
sensible e inteligible como no sustancial, termina siendo sustancializado
en virtud de su oposición a otra cosa.
Este patrón, por el que no puede pensarse en un principio último
sin afirmar su sustancialidad, recorre según Nishitani toda la tradición
filosófica del Occidente, hasta hoy mismo. Aunque el idealismo y el
materialismo modernos, por ejemplo, definan sus principios básicos
completamente al margen de Plotino, puede reconocerse en ambos el
mismo apego fundamental a un substrato real e inteligible. Como dice en
otro contexto, «Si el ‘en la mente’ del idealismo pone la mente por
delante de la roca, entonces el ‘fuera de la mente’ del materialismo pone
la mente por detrás de la roca». Oculto tras el aparente antagonismo de
tan diferentes puntos de vista, se esconde un presupuesto común. En vez
de irrumpir en el antagonismo y optar por unos o por otros, Nishitani
pretende desarraigar la pregunta de su forma tradicional y replantearla en
términos de la fundamental, no-sustancial, no subjetiva —o sin
sustrato— naturaleza de la realidad.
La conexión entre la «sustancia» material o espiritual y la
«subjetividad» parece ser aquí nada más que un juego con el doble
sentido de la palabra latina subjectum. Para Nishitani, sin embargo, es
más que eso. Es una proyección simultánea de la realidad del mundo
material en el centro de lo humano, y de la subjetividad de la conciencia
en el centro de la realidad, así que la conciencia tiene un tipo de
«sustancia» y las cosas tienen un tipo de «yo». Esto tiene dos
consecuencias. Primero, el fundamento hipostático, que se hace pasar por
un verdadero no-fundamento que ofrece a los seres humanos una
fundación firme, de hecho sólo les impide ir al fondo de lo que son.
242
Segundo, la idea de un Dios como la perfección de la realidad que
trasciende toda oposición es convertida en un sujeto absoluto que se
opone a otros sujetos y los hace finitos y relativos. El fundamento del
mundo del ser, incluso el fundamento del ser humano, es el nihilum
desde el que fueron creados. En ellos, este nihilum se convierte en algo
real y se opone al autoidéntico, autofundado Dios.
Fue Nietzsche, según Nishitani, quien reveló esta oposición entre
Dios y la nada como algo más fundamental que la oposición entre el
idealismo y el materialismo, aunque no cuestionó su propio apego a la
idea de sustancialidad:
La nada es ahondada hasta el punto de que puede agredir el trono mismo
de Dios. La nihilidad, que se ha soltado de cualquier tipo de apoyo,
forcejea con Dios por la autoridad y llega a presentarse como el absoluto
fundamento infundado. La dicotomía entre estos dos principios
básicos… sucedió porque el concepto de Dios y el concepto de la nada
siguen armándose con el carácter de un subjectum o un sustrato y, como
resultado, no pueden sino presentarse como permanentemente opuestos
el uno al otro. El único remedio, dice Nishitani, es buscar un principio
original que no se erija contra cualquier otra cosa y que no nos impida
recobrar nuestro yo más elemental más allá de la subjetividad, libre de
todo substrato. Este principio no puede ser el cosmos, en el sentido de la
totalidad de todo lo que existe, sino que debe ser un tipo de «campo»
absolutamente abierto en donde todo lo material y todo lo espiritual
tengan su lugar y su última verdad. Ha de ser un campo no-subjetivo, ni
espiritual ni material en sí mismo, en el cual el ser humano pueda
descubrir su mismidad esencial. Dicho a la inversa, lograr el yo es en sí
mismo una manifestación del fundamento no-subjetivo e infundado de la
realidad. El yo y la realidad son uno en la realización de la mismidad
verdadera.
La idea del yo como no-ego, desde luego, rompe con la idea de la
subjetividad en lo humano y en realidad en sí misma, para revelar un
absoluto verdadero:
El absoluto no es pensado como cualquier tipo de sujeto o sustancia.
Pensar de esa manera es completamente equivocado. No podemos hablar
del absoluto en el sentido de «algo» o «alguien» que «aparece». El
absoluto es un no-subjectum —o, lo que el budismo llama una «nada» o
una «vacuidad».
Hay dos modos de mirar el yo, que tienen que
relacionarse. Primero es la visión centrada en el yo, donde la mente es
vista como la unidad o como la que posee y sistematiza cierto número de
facultades. Ya que el yo aprehende el mundo y lo interpreta a través de
estas facultades, es natural que llegue a considerarse el centro del mundo.
Nishitani llama a esto «el modo de ser egocéntrico». Es el modo de ser
de la autoconciencia, el conocer del ego que, a la vez que conoce cosas,
reconoce que es en sí mismo diferente de ellas. Pero una visión del yo
243
totalmente contraria también es posible, un «modo de ser cosmocéntrico»
en el que la mente es contemplada desde el punto de vista del mundo. En
este caso, las facultades de la mente son vistas como aplicables a todo lo
vivo. La mente deviene un universal, y la mente humana nada más que
un ejemplo de ella. Esta visión ha sido incorporada a través de los mitos
de las diversas religiones y de las filosofías tanto del Oriente como del
Occidente, aunque en el Occidente el avance del cristianismo haya
destacado más la visión egocéntrica. Allí, lo personal como un estado
privilegiado de la existencia llega a ser central en la relación con Dios y
en las relaciones entre los humanos.
Tanto en las novelas psicológicas como en la psicología
científica, los intentos por conocer el yo parten de una dicotomía básica,
desde que uno siempre piensa en sí mismo en términos de una idea
universal de lo humano. Todo lo que es verdad, es verdad porque puede
ser universalizado; o a la inversa, uno descubre de nuevo la forma
universal en cada particularidad propia. Ésta es en esencia la crítica de
Nishitani contra el autoapego que se observa en el núcleo del humanismo
de Sartre, que encuentra en la conciencia-ego «una imagen de la
humanidad» a partir de la cual uno puede actuar categóricamente. La
manera zen de contemplar no parte de esta dicotomía ni la hace
necesaria. Es una unión del vidente y lo visto.
Sartre comienza con la conciencia como fuente del significado,
porque es la única cosa que protege al individuo del peligro de
convertirse en un objeto entre los otros objetos en el mundo, lo que
vendría a ser la máxima desvalorización que puede sufrir un ser humano.
Para Nishitani, el problema es que convertirse en sujeto para con los
objetos es igualmente una devaluación del yo verdadero. De hecho,
fundamenta al yo en la sustancia, la misma sustancia que funda los
objetos sobre los que aparentemente domina, y de esta manera bloquea el
camino a su verdadera naturaleza. Sartre funda la ego-conciencia en la
nada, y en esta medida penetra en la irrealidad de mundo, pero la suya no
fue más que una «nada relativa». El mismo problema nos encontramos
con Heidegger. A pesar de que descentra el ego y acierta al añadir cierto
cosmocentrismo en su pensamiento, sin embargo Nishitani advierte que
en su sistema la nada sigue considerándose como «algo» que queda
«fuera» del ser y de la existencia.
En el budismo, por otra parte, tanto el egocentrismo como el
cosmocentrismo están presentes. Preserva el autodespertar del ego
individual que pone la conciencia en el centro, pero reconoce la egoidad
de todos los seres vivos capaces de percibir y experimentar sensaciones.
Ambos son autodeterminaciones de la misma mente universal, y esto es
lo que los define en su núcleo. Esta mente universal puede ser
considerada aún un tipo de inconsciente, a condición de que uno lo
entienda en un sentido ontológico y no simplemente en un sentido
244
epistemológico, como la psicología occidental acostumbra a hacer. Es
una «unidad de mentes y cosas» que el budismo llama la vacuidad o
śūnyatā. Es aquí, en la conciencia del conocimiento no discriminante,
donde las cosas manifiestan su forma verdadera, es decir, carente de
sustancia, o de la naturaleza del ser centrado en sí mismo.
El autodespertar a la naturaleza verdadera es, desde luego, una
especie de muerte del yo, lo que llama la gran muerte. No es una muerte
en el sentido ordinario de la palabra, que implica un dejar el mundo de
los vivos. Es más bien un samsāra, que nos libera del ciclo interminable
de nacimiento y muerte. Como tal, es una liberación existencial, en el
medio de la vida, del cambio constante y de la ansiedad que trae consigo.
Al mismo tiempo es un renacimiento, o como dijimos anteriormente, un
samsāra-en-nirvāna. Esta liberación no es una separación física de la
muerte o un renacer en otro mundo. Es una liberación de los prejuicios
que uno tiene sobre el yo y el mundo, y una desvinculación de uno
mismo de toda dependencia en la salvación por otro mundo o por un
poder trascendente. Es a la vez una «libertad de todas las cosas y una
libertad hacia todas las cosas». En este contexto, Nishitani cita la idea de
Eckhart de «librarse de Dios». En comparación, un punto de vista como
el de Tillich, por el que la «preocupación última» descansa en una
participación en un «fundamento del ser», todavía piensa en términos de
un «otro», y por eso, desde el punto de vista zen, no puede significar el
paso final.
Para Nishitani, la preocupación última no es encontrar un otro
absoluto en el que confiar, sino llegar a percatarse de que «la indagación
de Dios o del Buda debe convertirse en una indagación del yo»:
La búsqueda de Dios o del Buda se origina como una inevitabilidad
inherente a la esencia de lo que es ser humano… No puede ser bien
atendida si simplemente se reorienta en un «amor de la humanidad»
social, o si se analiza como cuestión de la teoría de clases en un punto de
vista materialista de la historia, ni tampoco si se reduce a un problema
psicoanalítico de la libido sexual… Mientras la indagación en la cuestión
del yo no esté resuelta, todo ser, todas las cosas dentro de la humanidad y
del mundo, serán, desde el punto de vista del yo, algo «otro»… Este
punto de vista centrado en el otro siempre funcionará como un martillo
que pulveriza los diversos medios para regresar al yo que se presentan en
el transcurso del interrogativo.
No es que Nishitani esté
rechazando a Dios o al Buda como meras ficciones; de hecho cita la idea
del «como si» de Vaihinger sólo para descartarla de inmediato como
inadecuada. Si a lo que apuntan es a una ficción, es «una ficción que
tiene más realidad de lo que normalmente se llama real, …una nueva
realidad en el trasfondo». El yo no es una «cosa-en-sí» kantiana, que no
puede llegar a ser conocida si no es mediante la acumulación e
interpretación de datos indirectos. Puede ser conocido, pero sólo como
245
algo sin forma, no como una cosa y no como la conciencia.
Las descripciones que Nishitani nos da de la liberación del yo, o
del encuentro con la mismidad verdadera, tienen un tono más místico que
filosófico. El lenguaje filosófico está usado más a la manera de una via
negativa que indica justamente lo que esta liberación no significa. En
este sentido, Nishitani no ofrece a la filosofía tanto una epistemología o
una ontología del yo como una crítica permanente de todas las formas de
pensamiento. Esto no quiere decir que termine en el zen, recordándonos
la inefabilidad de la experiencia, los límites del pensamiento racional, o
la «gran enfermedad» de no dudar de las palabras. Su tratamiento del yo
y su liberación también señalan la meta de la búsqueda de Nishitani
mismo: «El despertar filosófico del propio yo». Como la experiencia
pura o directa que Nishida siempre tuvo en mente mientras desplegaba su
filosofía, la experiencia del yo fue para Nishitani la piedra imán de la
verdad filosófica.
61 el yo, el otro y la ética. Nishitani, como Nishida, concede un
lugar de importancia a la relación yo-tú en su elaboración filosófica, y al
igual que él no hará que esta relación forme parte del paradigma de toda
la realidad. También aquí el encuentro interpersonal será supeditado al
autodespertar y, dentro de él, el «otro» será visto como una dimensión
del yo. Sobre esta base, Nishitani intenta generar un tipo de imperativo
moral. Aunque tengamos ya a mano todos los elementos necesarios para
abordar el tema, las conexiones entre ellos requerirán un poco de
explicación.
El modelo principal de relación yo-otro fue para Nishitani el
diálogo zen entre maestro y discípulo, cuentos en los que abundan los
más estrafalarios actos simbólicos. En su alabanza a estos «ataques
corporales directos», no es difícil detectar la afición de Nishitani por el
buen debate intelectual. Siempre estuvo convencido de que la etiqueta de
salón es la antítesis no sólo del verdadero diálogo racional, sino también
de todo diálogo que deba prescindir de la razón, cuando la razón actúa
como obstáculo para el despertar. Es esta última forma de diálogo la que
es central al zen, y se orquesta no entorno a la claridad de las ideas
expuestas, sino a la recuperación del yo por medio del encuentro con el
otro.
Nishitani vio en estos intercambios el espíritu zen y un paradigma
de todo encuentro auténtico entre una persona y otra: es decir, un
encuentro que realiza —reconoce y actualiza— la realidad del yo tal
como es. Cuando uno de los dos, o ambos, adopta la actitud del ego
ordinario, sólo pueden intercambiarse las palabras y las ideas. Compartir
la experiencia, comunicarse «mente a mente» o «corazón a corazón»,
requiere sin embargo adoptar una postura de no-yo.
En su opinión, el zen comienza justamente en el punto en que se
246
detiene el encuentro yo-tú de Buber, porque el zen recusa una
contradicción interna a ese encuentro, y en verdad a cualquier noción de
las relaciones interpersonales que se base en un ego sustancial. A saber,
aunque la subjetividad individual esté postulada como un absoluto, de
modo que ningún individuo puede tomar el lugar del otro, siempre que
ese absoluto se ubique en el ego sustancial, la relación entre individuos
llevará a la absorción del yo y del tú en un tertium quid universal, sea en
forma de naturaleza sustancial o en forma de un principio trascendente
de mediación. En cualquier caso, parte de ese absoluto les está siendo
usurpado. Pero al trastocar el ego sustancial, como lo hace el zen y como
lo hace el punto de vista de la vacuidad, la contradicción desaparece.
En el encuentro de uno y otro fundamentado en la nada, la
autoidentidad de cada uno es absoluta. No obstante, cada uno es
absolutamente relativo, en el sentido al menos en que la relación requiere
un yo y un otro. Por consiguiente, la negación de la propia libertad
individual mediante la afirmación de la libertad del otro es, al mismo
tiempo, una reafirmación de la propia libertad. En ese mismo «por
consiguiente», apenas puede ignorarse la construcción que hizo Nishida
de la relación yo-tú:
La discriminación absoluta entre los dos postula una dualidad absoluta.
Pero precisamente porque es absoluto, esa discriminación absoluta es al
mismo tiempo una autoidentidad absoluta: los absolutamente dos son
absolutamente uno. Dentro de los absolutos dos, la misma apertura
absoluta domina. La discriminación absoluta es aquí idéntica a una
igualdad absoluta. Esto señala una comunicación verdadera y directa
entre dos individuos, pero sin que se comunique nada… Cada uno, al
conocerse a sí mismo, a la vez conoce al otro… Esto puede tener lugar
solamente en un fundamento no-subjetivo. Por muy disparatado que
suene, Nishitani insiste en que «la noción absurda de una enemistad
absoluta que es al mismo tiempo una armonía absoluta» es, de hecho, la
fundación que el zen proporciona al encuentro yo-tú.
Nishitani aclara que la armonía de la que está hablando aquí no es
simplemente una vinculación lógica entre los correlativos yo y otro,
parecida a la que por ejemplo existe entre un hijo y una madre. Ni se
parece tampoco a una no-diferenciación, que sólo puede ser
consecuencia de una absorción de los muchos en un único Uno, de modo
que el yo y el otro, y con ellos toda personalidad, simplemente
desaparecen. Más bien, cada uno es absolutamente no-diferenciado del
otro como parte de su propia identidad, y en este sentido toda relación
entre ellos como absolutos relativos es trascendida. Cuando dos
individuos se encuentran en este terruño del yo, se ponen cara a cara con
el «horror ilimitado» de una autoidentidad que niega su identidad
ordinaria como un ego libre y absoluto en relación con otros egos. Pero
al fin y al cabo, es precisamente aquí que el amor, en un sentido
247
religioso, es posible:
Acentúo «en un sentido religioso» porque se trata de la vacuidad o del
no-yo que ha cortado de manera absoluta al yo y al otro, al uno del otro y
ambos de la relación yo-otro. Así, la oposición absoluta es al mismo
tiempo una armonía absoluta… Yo y otro no son uno y no son dos. Ser ni
uno ni dos significa que están relacionados mientras cada uno retiene su
carácter de absoluto; mientras son relativos, no están separados ni un
sólo momento. Esto es lo que quiere decir Nishitani cuando define el
amor como un no-ego en el que el otro está «presente» como otro, y no
simplemente como «proyección del propio ego de uno».
A lo largo de todo su trabajo tardío, Nishitani parece haber
entendido la ética más o menos como la búsqueda de lo que los humanos
deberían ser para actuar de acuerdo con su naturaleza verdadera. Le
preocupaba más describir la fuente de la conducta ética en el despertar al
no-ego, y con ello distinguirla de la conducta racional o legal, que
describir la dimensión práctica de la religión, que antes le había parecido
tan importante. Pese a la alusión ocasional a la «actividad del no-yo» en
el sentido tradicional de «no actuar egoístamente», la mayor parte de sus
referencias al amor religioso muestran esa distancia típica del zen a la
hora de identificar o aplicar normas éticas actuales. Lo que sigue es una
colección de comentarios encontrados en varios de sus escritos,
organizada más o menos ad libitum. Como máximo, mostrará una mezcla
de aperturas y cierres a preguntas éticas, sin que se indique en ningún
momento qué tenía Nishitani por moralmente inaceptable, y por qué.
Por supuesto, el vacío moral de nuestra época no escapó a su
atención. Consideraba el «relativismo fundamental» de los valores una
consecuencia no reflejada del nihilismo moderno. No ha sido ni una
alternativa, tomada con plena conciencia, a los valores absolutos que
dominaron en su día, ni ha sido experimentado en una desesperación
sombría como la pérdida de algo esencial a la existencia. El hecho de que
los valores hayan sido subsumidos bajo la categoría de «moda» parece
más bien que ha sido aceptado como parte de la vida moderna. Es por
eso que la misma palabra ética ha llegado a ser, hoy en día, para muchos
hombres y mujeres, algo así «como una cáscara seca de judía».
Esto no quiere decir que la solución estribe simplemente en
restaurar los valores éticos de la tradición. Nos hemos quedado sin
fundamento y, pese al desasosiego que eso implica, crea a la vez la
posibilidad de un avance espiritual, igual que el propio nihilismo. Del
mismo modo que nadie puede comer o dormir en lugar de otro, ninguna
tradición o institución puede ofrecer al individuo un fundamento objetivo
para la ética. Si el logos de la ciencia intenta ver el mundo únicamente
desde el punto de vista del mundo y minimizar el elemento humano, la
contraposición del ethos que se satisface en el intento de contemplar lo
humano desde el punto de vista de lo humano simplemente reemplaza un
248
desequilibrio por otro. Incluso una ética que pretenda encargarse del
cuidado del mundo cae en esta unilateralidad si no nace de un despertar
iluminado del mundo y del yo tal como son, es decir, en el no-yo de su
talidad verdadera. En otras palabras, sólo quebrando la esfera ética,
traspasándola y llegando a la esfera religiosa —aquí Nishitani adopta la
distinción de Kierkegaard— puede uno regresar a la verdadera conducta
ética.
«Quebrar y traspasar» no significa en Nishitani simplemente
pasar sobre o esquivar la esfera ética, sino reconocer la aporía que
permanece intrínseca a todo sistema ético, tanto en los sistemas
elaborados racionalmente como en aquellos fortuitamente vividos. Es por
esta razón que la moral no puede basarse en los mandamientos y la ley
divinos, en el interés propio, ni siquiera en alguna idea kantiana del
imperativo categórico, que mantiene la forma de un mandamiento
trascendente a pesar de que parezca emerger desde la interioridad del yo.
Sólo un sentido de la responsabilidad, que mane naturalmente de un
profundo despertar a la contingencia absoluta de la vida, que a la vez esté
abierta al futuro, puede proporcionar un fundamento adecuado para la
acción humana. Pero hoy la ética parece estar, primero, paralizada por su
incapacidad para restaurar un fundamento trascendente, y segundo,
cautiva de la relativización de todos los valores que implica el nihilismo.
Si hay una solución, no puede consistir en rechazar la ética sino en
apropiarse el problema como un problema del yo, en «forcejear con el
diablo»:
Fundamentalmente la ética hoy está rodeada de un enigma intenso.
Rechazar sencillamente la ética que vemos hoy no es, por supuesto, una
solución; no es más que una decadencia y un signo de que el enigma ha
sido trivializado. La fisura que esto causa en la vida alcanza a la
dimensión religiosa… Si aun existe alguna medida de deseo sincero de
buscar al Buda y a los patriarcas fuera del yo, el Buda y los patriarcas
también deben llegar a ser ellos «el diablo». Como no es difícil de
imaginar, para Nishitani el espíritu ético de los movimientos sociales
debe ser interiorizado para que no acaben resultando contraproducentes.
Su crítica contra el marxismo fue que, al haberse despojado de los
valores cristianos dominantes como un mero instrumento de legitimación
del status quo, quienes lo llevaron a la práctica lo hicieron a costa del
amor a la humanidad y de la tranquilidad interior que esos valores
tradicionales también representaron. Así, el marxismo quedó fácilmente
confiscado por descripciones objetivas y «científicas» de lo que al final
debía ser útil o valioso para una sociedad, y para los individuos que la
componen.
Recuerdo al respecto cómo en 1980 Nishitani me respondió a una
pregunta que le hice durante lo que ha llegado a ser la última conferencia
de los representantes, en su sentido más amplio, de la escuela de Kioto.
249
Yo acababa de regresar de Nicaragua, un país desgarrado entonces por la
guerra, donde me había reunido con amigos en el gobierno sandinista, y
alumnos y colegas de años anteriores; en aquel viaje de investigación por
Latinoamérica había tenido la ocasión de descubrir el lado sórdido de las
inversiones multinacionales en aquellos países, que favorecen a partidos
corruptos y a estructuras sociales opresoras. La cuestión es que se me
ocurrió preguntarle qué opinaba sobre un posible equivalente de una
«teología de la liberación» para el zen y para la filosofía de la nada
absoluta. La ocasión inmediata para la pregunta fue un comentario que
había hecho en su discurso del día anterior:
El budismo y el cristianismo necesitan un «lugar» en que reunirse y
hablar juntos, …y ese lugar es el mundo de la realidad histórica que las
dos religiones encuentran de frente… Incluso la confrontación de las
doctrinas tradicionales de las dos religiones debe tener lugar en la
actualidad del mundo de hoy. No debe ser una discusión interna… Es
necesario dialogar sobre los problemas de la sociedad actual,
…problemas para los que ambos contraen una responsabilidad, aunque
sólo sea en virtud del hecho de que no hayan podido prevenirlos. En su
respuesta a la pregunta, Nishitani aclaró que no podía confiar en ninguna
ideología de «liberación», que todas ellas eran «pseudoreligiones»
porque el llamamiento a la única liberación verdadera, que supone
cambiarse el corazón y cambiarse la mente, acaba sofocada en medio del
clamor por el cambio colectivo. Sustancialmente, era la misma opinión
que había expresado en un ensayo de 1957:
Las interpretaciones que hacen de la religión, no sólo el marxismo, sino
todas las ideologías sociales modernas… sólo ven al ser humano desde el
punto de vista del «yo». Esto es porque la única manera en que pueden
pensar el autodespertar es la de la conciencia de un «yo» y no la de un
«no-yo»… Ésta es también la razón por la que la reforma social se
considera sin referencias a la reforma de la persona humana.
La
transcripción de este intercambio no refleja quizá el temperamento de sus
comentarios, pues Nishitani se mostró en verdad incómodo, y aun
enfadado, por la manera en que yo había formulado la pregunta. Sin
embargo, no es difícil leer entre las líneas de sus alusiones al marxismo,
al nazismo, al imperialismo, etcétera, un desencanto con las ideologías
que habían sacudido Japón cuando no era más que un joven profesor.
Como Nishitani mismo sabía demasiado bien, las cicatrices de la
complicidad todavía ensuciaban la reputación de los filósofos de Kioto,
tanto en Japón como en el extranjero. Pero, al menos mientras yo le
conocí, ésta fue una cuestión mejor dejada entre líneas. No fue, y quizá
nunca había sido, parte del texto principal.
En cualquier caso, esta desconfianza en las instituciones y en la
reforma de las instituciones tiene también su fundamento teórico. A
partir de Sócrates, observa Nishitani, el conocimiento del yo estuvo
250
«vinculado al problema de la relación ética con otra gente en la polis».
La conexión se hace cuando el yo cesa de ser simplemente un problema
para sí mismo. Por su parte, la investigación del yo por la gran duda en el
zen
rehusa cualquier solución confeccionada desde este punto de vista. El yo
que cuestiona su misma existencia no puede reconocer la autoridad de
ninguna cosa que venga de fuera del yo mismo… En este sentido, el yo
es centrado en sí mismo a ultranza. La solución que resuelva el problema
del yo sólo puede levantarse desde dentro del yo mismo. Esta
respuesta desde dentro no toma la forma de principios, sean universales o
concretos, sino más bien la de una «demanda de ser liberado del yo» que
está oculta al despertar debido al autoapego. Una vez que la gran
negación que rechaza el yo ha sido realizada, la gran compasión de vivir
desinteresadamente para otros se sigue de forma natural.
La marca del yo liberado del autoapego es un amor no
diferenciado para todas las cosas, como Dios que hace brillar el sol o
deja caer la lluvia sobre los buenos y sobre los malos, sin discriminación
ninguna. Esta liberación de juicio sobre el bien y el mal señala un
vaciarse del yo. No es como la visión desprendida, desinteresada, de la
objetividad científica, que hace abstracción de lo humano, y también de
la realidad concreta de las cosas que investiga, con el objetivo de
descubrir las leyes que gobiernan la realidad. Es una indiferencia
religiosa que no funciona desde principios sino desde el encuentro
inmediato con la realidad concreta de esta persona mala y de esa buena.
Fue sólo en este sentido que Nishitani estuvo dispuesto a reconocer la
importancia de trabajar apasionadamente en lo que uno cree, como una
dimensión esencial de la religión. En sus palabras, junto con lo que el
zen llama la «gran fe» y la «gran duda», no debemos olvidar el elemento
de la «gran ira». No está hablando aquí de la mera furia o de la
animosidad, sino de un desbordamiento apasionado del no-yo.
Esta ambigüedad hacia la dimensión ética de la religión afecta a
la crítica de Nishitani sobre la ciencia y tecnología, así como también a
su idea revisada de la historia, cuestiones ambas a las que nos dirigimos
ahora.
62 la ciencia y la naturaleza. Al condensar las ideas de
Nishitani sobre la ciencia, hemos de dar por supuesto que su contexto
viene definido por la superación del nihilismo, cuyo advenimiento y
cuyas consecuencias, consideró, formaban parte central del mundo
moderno; y también, por el hecho de que fue el cristianismo el que dio
lugar a la ciencia y, a la vez, fue su primer antagonista. Por lo tanto, sus
opiniones fueron tomando consistencia desde la visión del
enfrentamiento entre la religión y la ciencia, enfrentamiento que se había
saldado con un claro vencedor: la ciencia ha devorado por completo a la
251
religión. Aunque Nishitani estaba convencido en principio de la
necesidad de algún tipo de convergencia entre las dos, en la práctica fue
más propenso a criticar a la ciencia, y a toda la gama de sus efectos
visibles, que a dar pasos positivos hacia una comprensión alternativa de
la ciencia; y casi del todo, ignoró a las corrientes en la filosofía de la
ciencia que habían dado ese paso y abordaban preguntas éticas concretas,
sin detenerse siquiera a examinarlas.
La crítica de la ciencia en el pensamiento de Nishitani tiene tres
aspectos, que van y vienen libremente en sus ensayos sobre el tema, y
que han de tenerse en cuenta todo el tiempo. El primero aspecto es la
idea de que la ciencia misma es una crítica de todos los modos de
pensamiento anteriores, que desafía su supervivencia al tiempo que los
empuja a una reflexión profunda sobre sus propias suposiciones:
Debemos tener el ánimo suficiente como para admitir que la base
espiritual de nuestra existencia, es decir, el fundamento de que todos los
sistemas teleológicos en la religión y la filosofía que hasta ahora han
emergido y en que han dependido, se ha destruido completamente, de
una vez para siempre. La ciencia ha bajado al mundo de la teleología
como un ángel con espada, o más bien como un nuevo demonio… El
problema aquí es el de la conciencia filosófica, que debe indagar
existencial y esencialmente qué es la ciencia, …sometiéndose a ella
como a un fuego en que purgar y templar las religiones y filosofías
tradicionales. No son sólo los notables logros de la ciencia los que le
proporcionan este poder crítico, sino el hecho de que sus argumentos
contra los modos de pensamiento precientíficos están a menudo tan bien
fundados, así como también el hecho de que ha constelado las cuestiones
básicas de la vida en una forma nueva, de la que ninguna filosofía o
religión puede ser eximida.
El segundo aspecto de su crítica vendría a decir que, de la misma
manera que el nihilismo necesita ser superado desde el interior del
nihilismo mismo, y la ética desde el enigma interior de la ética misma,
así también el modo de pensar científico, que yace en el núcleo del
nihilismo, debe confrontar y atravesar sus propias limitaciones. Si el
punto de vista científico fuese vivido completamente, como un modo de
ser en el mundo total y exclusivo, muy pronto se estrellaría contra las
preguntas fundamentales de la existencia humana, y sus capacidades
sufrirían un verdadero colapso. En este punto, no debe replegarse en su
propio campo, sino lanzarse en la noche oscura de su propia irrelevancia
para resucitar en otra forma, más autoconsciente.
En tercer lugar, la ciencia debe someterse a la crítica de la
religión y la filosofía desde un punto de vista que trascienda tanto la
ciencia como las tradiciones respectivas de ellas mismas. Este punto de
vista debe ser buscado en la encrucijada entre el mundo natural y el
no-yo, en lo que Nishitani da en llamar —recuperando una idea de sus
252
primeros trabajos sobre la subjetividad elemental— la «naturalidad».
Aquí se puede esperar una contribución distintiva de la filosofía y la
religión del Oriente.
Nishitani ve en esta crítica tridimensional de la ciencia un
capítulo en la historia del autodespertar. Aunque sólo el individuo puede
acceder al despertar, el proceso debe iniciarse en el interior del ambiente
de un mundo científico y «mecanizado», que ha de convertirse, tal como
es, en un problema de la vida interior. «La esencia de la ciencia», dice,
«es algo que ha de cuestionarse desde el campo mismo donde la esencia
de lo humano se convierte en una pregunta para los seres humanos
mismos». La tecnología es, por supuesto, un hecho de la vida moderna,
pero es también un estado de conciencia, y para el filósofo ésta es la
preocupación primordial. Lo que ha ocurrido es que el modo de pensar
tecnológico ha logrado racionalizar la sociedad, en su trabajo y en sus
relaciones humanas, de tal manera que puede hasta llegar a decirse que lo
humano ha sido borrado del mapa —o mejor dicho, que ha sido pensado
desde paradigmas mecanicistas. La evolución ha sido justamente la
inversa en la vida interior: se ha producido una desracionalización
paulatina tras la cual la gente no piensa más que en lo que le está
pasando. En efecto, las certezas de la ciencia han llegado a convertirse en
un nuevo dogma, el dogma de una fe que se da por supuesta, no
reflexionada. Si queremos cuestionarnos estas certezas como
fundamentalmente inaceptables para el espíritu humano, primero hemos
de comenzar por descubrir cómo hemos llegado a creer en ellas.
La oposición entre la racionalidad científica y las irracionalidades
de la religión ha fracturado la cosmovisión mítica, aquel universo
perfecto y unificado en el que Dios, el yo y el mundo se interpenetraban
y hasta se intercambiaban las identidades. La filosofía occidental, según
Nishitani, no ha podido impedir que las dos «se apuñalen la una a la otra
en el corazón», manteniendo todo el tiempo la ilusión de poder inhabitar
las dos cosmovisiones simultáneamente. Antes de la Ilustración y del
nacimiento de la ciencia moderna, la idea de Dios como autor de la
verdad última sirvió para unir el conocimiento secular y el religioso.
Cuando la ciencia se deshizo de Dios, esa unidad se derrumbó. Los
esfuerzos por reconciliar los dogmas religiosos y las explicaciones
científicas tienen como objetivo algún que otro tipo de restauración de
esta unidad al nivel de la comprensión racional. Para Nishitani, el
problema básico es indudablemente la ruptura entre dos modos de la
Existenz o de ser humano en el mundo, representados por la religión y la
ciencia. Lo que ha ocurrido es que, en lugar de permitir que el problema
se despliegue y prospere hasta la frustración total, una nueva forma de
humanismo ha emergido para poner algo de orden, solventar la crisis y,
en definitiva, calmar los ánimos. Es un humanismo organizado en torno a
la pregunta por el significado de la vida humana que, cumplidamente, ha
253
abandonado el mundo de la naturaleza: se lo deja a la ciencia. Esta
separación entre lo humano y lo natural Nishitani la encuentra engañosa,
primero, porque la coexistencia no es tan pacífica como parece, y
segundo, porque ignora la oportunidad de abordar cuestiones más básicas
traídas a la superficie por el choque de cosmovisiones.
Con la transición que va de la tradición al método científico,
como fuente de autoridad indiscutible, la imagen de lo humano ha
experimentado un cambio radical que va paralelo al cambio en la imagen
de la naturaleza. El yo se destacó de la unidad con Dios y el mundo para
declarar su independencia. Nació una forma diferente de «ver y estar» en
el mundo, lo que Nishitani llama, recurriendo nuevamente a sus escritos
sobre la subjetividad elemental, «la conciencia de subjetividad». La
modernidad significó sobre todo un impulso a encontrar el centro de lo
humano, una vez nos habíamos liberado de la concha religiosa exterior
tras considerarla un «accesorio innecesario».
Mientras tanto, en el mundo mecanizado de la ciencia, la
naturaleza ha sido redefinida como energía. Sólo después de abstraer el
valor tradicional y simbólico de las cosas de la naturaleza, la tecnología
pudo avanzar hacia una manipulación eficiente del mundo natural. El
agua, por ejemplo, que había tenido varios significados al mismo tiempo
y dentro de la misma cultura, diferentes por ejemplo para un maestro de
té, un poeta o una persona religiosa, se redefine en la cultura científica
como un «conjunto de energía», excluyendo cualquier otro significado.
Así, mientras la idea de la naturaleza se va ajustando a los fines de la
nueva cosmovisión, necesariamente se va deshumanizando. Todo
simbolismo religioso o cultural y todo significado subjetivo ha sido
drenado de la naturaleza, para facilitar el imparable proceso de
mecanización y racionalización científica. La «mecanización», como
Nishitani solía llamarla, no ha andado pareja al proceso de
«humanización» de la vida interior. Compitieron, hasta que la primera
terminó haciéndose con el poder. La subjetividad, sencillamente, se retiró
del mundo natural.
Pero la enajenación del sujeto de la naturaleza no es sólo
consecuencia de la ventaja que ha podido llevar el método científico en
este enfrentamiento de paradigmas. De hecho, a llegado a aceptarse
como modo de vida, así que hasta las maravillas del mundo natural hacen
que el individuo moderno retroceda aun más en el cierre de su yo
frustrado. El pasaje siguiente, de una conferencia tardía, aunque algo
fracturado en la transcripción, expresa la idea con claridad:
Los humanos nacemos del mundo de la naturaleza, y eso quiere decir que
la naturaleza es parte de nuestra existencia misma. Son como cada árbol
o cada brizna de hierba, como las aves y las bestias: no importa cuanto se
los contemple, nunca se puede explicar por qué existen o qué significan.
Pero los humanos, a diferencia del resto de la naturaleza, llegaron a
254
agruparse en sociedades… La vida urbana en que pasamos nuestros días
es un mundo que deja espacio sólo para las cosas comprensibles. Nos
hemos acostumbrado a este mundo. Su superficialidad ha llegado a ser
tan normal para nosotros que nuestras propias mentes, poco a poco, se
han hecho superficiales y estrechas, dejándonos descontentos e
insatisfechos. Puesto que el regreso a la naturaleza no ofrecía una
respuesta, dimos un giro y dirigimos nuestro descontento hacia la
naturaleza misma.
Como consecuencia, la conciencia subjetiva que
obtenemos con la emergencia de la cosmovisión científica empezó a ser
socavada. No sólo el mundo de la naturaleza, sino lo humano mismo ha
devenido objeto de mecanización progresiva, tanto directamente, por
medio de la ciencia y la tecnología, como indirectamente por medio de
sus efectos sobre las instituciones sociales y las normas de convivencia.
Reflejando las palabras de Buber, pero sin citarle, Nishitani ve que
nuestra época convierte todo en el mundo, a las personas y a las cosas, en
un «ello», con el resultado de que el «yo» también se hace «ello»:
Si todos los «tus» cesan completamente de resistir el «yo» hasta el punto
de que hasta cesan de ser más «tus», también el punto de vista del «yo»
se evapora al mismo tiempo. «Yo» se convierte en un poder dominante
en un mundo del poder… Mientras todo deviene un «ello» que puede ser
libremente manipulado y controlado, a los humanos que hacen las
manipulaciones se les desposee de su calidad de sujetos. La conciencia
de la subjetividad sufre una degeneración gradual bajo el dominio de lo
tecnológico. Al mismo tiempo, la debilitación del yo y la objetivación
de la naturaleza encubre un antropocentrismo sutil en la ciencia. A pesar
de su concepción mecanicista de lo humano, el modo de pensamiento
científico se ha aliado con la economía y la filosofía en la suposición de
que el ser humano, individual o socialmente, es la medida de todas las
cosas. Donde un conjunto de rasgos humanos habían sido una vez
proyectados en el mundo de los dioses, ahora otro conjunto se ha
proyectado en el mundo de la naturaleza. La totalidad original del mundo
natural ha sido dividido en ítemes individuales que han sido convertidos
en tipos de «sujetos abstractos» que «funcionan» en una comunidad de
otros sujetos regulada por leyes. En este sentido, el mito cristiano del
cosmos, organizado entorno al ser humano, que corona la creación, y
dominado por un Dios personal, continúa alimentando la ciencia en sus
raíces, a pesar del antagonismo que muestra en la superficie.
El Oriente asiático no produjo por sí mismo ni una cultura
científica, como la del Occidente, ni la idea de una conciencia subjetiva,
que ha dado lugar a la democracia occidental. La primera, dice Nishitani,
tiene sus orígenes en la cultura griega, la segunda en la relación personal
con Dios que ha favorecido el cristianismo. La ciencia y la subjetividad
que vemos en el mundo de hoy han tomado una forma opuesta a la de sus
orígenes, aunque la «afinidad fatal» permanezca como un músculo rígido
255
que rehusa relajarse. En tales condiciones, no es suficiente con regresar a
los orígenes —como se ha defendido desde movimientos tan dispares
como el Renacimiento o la Reforma protestante— ya que los orígenes
mismos se han hecho problemáticos. Nishitani considera que la cultura
oriental puede ayudarnos a recobrar el significado prístino de la cultura
griega y cristiana, ya que puede ver algo en ellas que los ojos
occidentales han pasado por alto —es decir, la no sujetiva, no objetiva,
primaria «naturalidad» de la naturaleza.
En el Oriente, la «naturalidad» prístina que el modo de pensar
objetivista y funcional ha llegado a trivializar como romántico e
irracional continúa manifestándose. La «naturalidad» de la naturaleza
como una totalidad de todas las cosas en ella es algo que es «tal como es
y por sí mismo». Que es, no por la fuerza exterior de una ley o una
voluntad, no por cualquier necesidad interior fundada en una sustancia
subyacente, sino simplemente por su «talidad». En ella no hay «yo» ni en
el sentido personal ni en el impersonal —solamente, una «mismidad».
En lugar de la duplicidad de esencia y existencia en que la ciencia y la
subjetividad se fundan, la naturaleza es una unicidad de la naturaleza. A
consecuencia de la duplicidad, cada cosa tiene su propio «armazón de
ser», así que no puede ser otra cosa, postulado que vemos reflejado en la
ley lógica de la no-contradicción. En la unicidad del «ser natural» no
existe tal armazón, así que las cosas que son «esencialmente» dos pueden
verse como «naturalmente no dos». Éste, en pocas palabras, es el punto
de vista que nos propone Nishitani para actualizar la crítica
tridimensional de la ciencia.
63 el tiempo y la historia. Para muchos de los lectores
occidentales de Nishitani, quizá la mayoría, los capítulos de La religión y
la nada dedicados al tiempo y a la historia son los más decepcionantes,
debidos a la falta de relevancia que concede a la historia vivida. Hemos
de recordar que uno de sus motivos por los que prefiere abstraerse de la
actualidad y de la historia en su sentido más concreto es porque, como se
recordará, sus único intento serio por abordar directamente la historia se
localiza en su filosofía política y, particularmente, en las discusiones del
Chūōkōron. La aparente abstracción, en mi opinión, ha de entenderse
como la señal más clara del deseo de Nishitani por distanciarse de su
apuesta ideológica anterior. De hecho, ya en 1949 había alterado su uso
del término «filosofía de la historia», para liberarlo de toda connotación
política y referirlo a la pura búsqueda de un fundamento metafísico para
la existencia humana. El resultado es, sin duda, una contribución mucho
más valiosa a la filosofía de la escuela de Kioto que la que podía haberse
derivado de sus anteriores orientaciones.
En las discusiones del Chūōkōron, Nishitani había hablado de la
ausencia de historia en Oriente, en el sentido de que lo histórico y lo
256
transhistórico han sido tradicionalmente uno, mientras que el
historicismo occidental separa los dos. En un comentario hecho como de
pasada, recomendó que «superar el historicismo tendrá más éxito si
procede a través del historicismo mismo». Éste será ahora el punto de
partida que elegirá Nishitani para revisar su postura.
Para Nishitani, las dos maneras típicas de considerar la historia,
como un ciclo interminable de repeticiones o como un avance lineal
hacia un futuro indeterminado, no son adecuadas porque solamente
representan un aspecto del tiempo. Tampoco han llegado a ningún sitio
los diferentes ensayos que se han hecho para combinarlas en una y
obtener así una historia en progresión espiral, que recapitulara
continuamente el pasado mientras se lanza hacia el futuro. En última
instancia, todas ven la formación de la historia desde el punto de vista del
ser. Nishitani propone más bien una visión de la historia desde el punto
de vista de una nada dinámica, donde el tiempo y el devenir son vistos
como el autovaciar de la realidad. Será preciso detenerse un momento en
esta idea.
Nishitani comienza con el contraste del historiador inglés Arnold
Toynbee entre la historia del Oriente y la del Occidente. La teología
cristiana ha transmitido la idea del tiempo lineal a través de la historia de
la filosofía occidental, al reconocer su forma fundamental de un pasado
infinito avanzando hacia un futuro infinito y, al mismo tiempo, al tratar
de complementar esa idea del tiempo con una idea de la eternidad que
trasciende el mundo temporal histórico. Pero lo que el cristianismo
considera la eternidad puede interrumpir la inmanencia de la historia sólo
a condición de que se someta al absoluto del tiempo unidireccional. El
tiempo fue originalmente una creación de Dios, pero su esencia es tal que
Dios rige sobre él sólo al hacerse actor en su drama, es decir, como
dramatis persona. Esta idea del tiempo reduce la idea de la eternidad a
una mera infinidad que se estira en ambas direcciones. Esto crea un tipo
de «ilusión óptica», en el que uno tiene que explicar la historia mediante
un mirar atrás en la mente de Dios, antes del comienzo de la historia, y
por delante, más allá de su fin. Pero el significado real de la historia se
desarrolla en el interior del drama mismo, y desde luego, está centrado en
la acción de los individuos que lo componen, Dios incluido.
Las ideas orientales sobre el tiempo, incluso el modo budista de
pensarlo, tienden a ser más bien circulares o cíclicas. El orden de las
cosas es enteramente impersonal, y su significado es indeterminado por
cualquier historia trascendente. Esto le proporciona su propia
contradicción interna. Por un lado, desde que el significado se hace
función del intelecto y de la voluntad humanas, la historia está abierta.
Por el otro, desde que no puede alterar la naturaleza de la
indeterminación universal de la historia, el ego individual es amortiguado
en el universal y desviado de cualquier contribución nueva. A diferencia
257
de la historia cristiana, esta concepción está centrada en la naturaleza en
vez de en el yo.
Nishitani acepta la presentación de la historia occidental, pero
entiende que Toynbee ha introducido un prejuicio occidental en la idea
oriental. Al corregir ese prejuicio, ofrece su propia interpretación.
Nishitani ve el momento presente no como un punto en una progresión,
sea circular o lineal, sino como una apertura en el «terruño» del tiempo
mismo, donde no sólo el pasado y el futuro, sino el significado mismo de
la historia tiene su fuente elemental e infinitamente renovable. El pasaje
citado antes que establece una conexión con el pasado a través de un
tazón de arroz (§56) nos puede servir de un ejemplo. En ese mismo
contexto Nishitani habla de la apropiación de la sabiduría de las grandes
figuras del pasado como una manera de trascender la historia desde el
interior de la historia.
Para superar el impacto aparentemente sofocante de una visión
circular del tiempo, dice Nishitani, el cristianismo proporciona a la
ciencia las herramientas para una objetividad antropocéntrica que ubica
el significado de las cosas de la vida en el cuento de su génesis y sus
efectos. En Europa desde el Siglo de la Luces, se veía venir que esta
cosmovisión terminaría minando al cristianismo, cosa que la aparición
del nihilismo secular ha confirmado. (Al mismo tiempo, Nishitani
reconoce que esa visión de la historia ha dotado a Occidente de bases con
las que forcejear con los problemas del mundo actual, algo que el
budismo no ha sabido hacer.) Ni el luminoso intento de Nietzsche de
doblar el tiempo hacia atrás en sí mismo por medio de la idea del eterno
retorno puede superar el problema, porque sigue viendo lo humano como
el exclusivo centro del tiempo y el telos de la historia.
Sólo será posible superar el nihilismo inherente a la visión
moderna de la historia si regresamos a los orígenes de la historia misma.
El punto de regreso es el momento presente, o el «ahora eterno» como
Nishitani lo llama, adoptando el vocablo de Kierkegaard que ya usaron
en su día Nishida y Tanabe. En el aquí y ahora del presente,
«directamente bajo los pies», el pasado y el presente son trascendidos y a
la vez hechos simultáneos —sin destruir la secuencia temporal tal como
es. El patrón es familiar: la misma nada revelada en el mundo del ser sin
aniquilar ese mundo, es descubierta aquí en la esencia del tiempo. Sólo la
eternidad puede fundar la infinitud del tiempo, al igual que sólo la nada
puede fundar el mundo del ser. Entendámonos: no es que haya otro
mundo fuera del tiempo que pueda llamarse eternidad, sino que el mundo
del tiempo y del ser es el autovaciarse de la vacuidad absoluta. La
vacuidad es la historia, la historia es la vacuidad.
64 dios. Como estamos viendo, Nishitani no rechaza
simplemente las ideas tradicionales que quiere repensar —el nihilismo, el
258
yo, la relación interpersonal, la ética, la ciencia, la historia— ni tampoco
se contenta con modificarlas a la luz de su propio punto de vista. Más
bien intenta perseguir la idea hasta el punto en que se derrumba antes de
llegar a la realidad que pretende expresar, y que justamente en el punto
del colapso revela lo que había sido descuidado. Este penetrar mediante
un «quebrar y traspasar» siempre insinúa un renacimiento, no sólo del
yo, sino de la idea que ha sido atravesada. Desde el momento mismo en
que la idea empieza a desplomarse, Nishitani empieza a restaurarla,
relativizando lo que la había precedido a la luz de lo que ha sido
revelado. El parecido con la idea de Nishida de «trasdescender» la
negación hasta la afirmación, como también con la «crítica absoluta» de
Tanabe, es evidente. Lo que se muestra más fuertemente en Nishitani que
en sus predecesores es la dimensión existencial en su modo de acercarse
a una pregunta.
Fuera o no siempre efectivo este método, y uno tiende a suponer
que a veces se aplica más tácita que explícitamente, fue el método
elegido por Nishitani para reconocer la autoridad de la tradición sin
sentirse en débito con ella. Lo mismo vale para su tratamiento de la
cuestión de Dios, que demasiados de sus comentaristas han visto como
una simple negación del Dios cristiano a favor de un Dios recreado a
imagen de la nada absoluta. Creo que, sin embargo, sería más exacto
decir que su indagación de la idea de Dios clarificó su idea de la nada
absoluta, y que además le ayudó a encontrar un fundamento ontológico
para su método existencial de abordar cuestiones tradicionales: no sólo la
reflexión racional, sino toda realidad es, por naturaleza, autovaciante.
No cabe duda de que Nishitani, al igual que Nishida y Tanabe,
rechazó la idea occidental tradicional de una trascendencia divina, pero
no rechazó la idea de Dios ni toda posibilidad de una trascendencia. Más
bien, insiste que esos son ideas necesarias al cristianismo mismo. Y al
elaborar sus argumentos a favor de la reforma de la idea cristiana de
Dios, Nishitani no está simplemente amonestando, como budista, la
doctrina cristiana, exigiéndole que se despierte a la crítica racional y a la
filosofía moderna. Está forcejeando con el problema de Dios, con un pie
en el cristianismo y otro en el budismo, precisamente porque es un
problema que se abre a una cuestión humana fundamental para la
religión, sea el budismo, sea el cristianismo. Esto vale por sus escritos
sobre Dios en general, donde lo que era sólo implícito en Nishida y
Tanabe es finalmente aclarado: una filosofía de la nada absoluta necesita
la idea de Dios como elemento esencial.
Las razones principales que justifican su rechazo de una
trascendencia divina ya han sido mencionadas. El nacimiento de la
cosmovisión científica trajo consigo la liberación del pensamiento de
toda autoridad externa, que comenzó con una declaración de
independencia de Dios. El cristianismo ha contrarrestado el golpe a la
259
autoridad divina al insistir en la alteridad absoluta de Dios y en su
trascendencia del mundo, y al mismo tiempo proclamando que su
autoridad trascendente es una fuerza omnipresente en el mundo y en toda
actividad humana, incluida la obra de la razón misma. De esta manera, el
problema perenne de aclarar la relación ontológica entre Dios y las
criaturas se agudiza aún más cuando se lo hace recusar la autonomía de
la razón científica, y aún más cuando los principios que una vez habían
dominado indiscutidos en la vida cotidiana, en el pensamiento, la ética, y
la sociedad van cayendo, uno tras otro, ante el avance del escepticismo,
la secularización, y el ateísmo.
Siempre que uno no crea que el autodespertar del Siglo de las
Luces, la ciencia, y la modernidad, han sido algo así como una
enfermedad monstruosa de la que hemos de curarnos cuanto antes, para
que la fe vuelva a ocupar su trono privilegiado, algo ha de hacer con el
hecho de que el punto de vista tradicional del cristianismo se opone a
esta «subjetividad despertada del hombre moderno». Nishitani es
inequívoco al respecto:
El cristianismo no puede y no debe considerar al ateísmo moderno como
algo que deba ser meramente eliminado, sino que en lugar de esto debe
aceptarlo como una mediación hacia un nuevo desarrollo del propio
cristianismo. Este nuevo desarrollo comienza con una reconsideración
de la trascendencia como algo que «nos priva de un locus en el que
permanecer en la propia existencia, de un locus en el que poder vivir y
respirar».
A lo largo de la historia intelectual de Occidente, la
omnipresencia del Dios trascendente se ha erigido como un gran muro de
hierro que uno no puede evitar. Enfrenta al individuo con el recuerdo
constante de que las criaturas no pueden ser Dios. «En tanto que Dios es
uno y el único ser absoluto, todas las otras cosas consisten
fundamentalmente en nada». Ninguna apelación a la analogía del ser
puede compensar el hecho de que no hemos sido creados de la misma
materia que Dios sino ex nihilo, así que nuestra nada es más inmanente
en nosotros que nuestro ser. Ni puede realmente superarse la disparidad
básica entre Dios y las criaturas personalizando a Dios y dando pie a una
relación interpersonal. Tal personalización nunca puede ser completa,
porque Dios carece de la nihilidad fundamental que es la marca de la
personalidad humana. Un ateísmo simple que niega al creador no elimina
la nada, desde el momento en que la experiencia de la nihilidad se nos
enfrenta con absoluta independencia de si aceptamos o no las doctrinas
religiosas. Mejor será buscar un camino a través de la nada con la que la
presencia de Dios nos confronta.
Aunque no lo argumenta históricamente, Nishitani declara que el
motivo que se oculta tras la personalización de Dios —o para continuar
considerándolo persona— es que encubre la nihilidad que yace en el
260
núcleo del ser humano con una imagen de armonía entre el mundo y la
existencia humana, a fin de que «el significado y el telos de la existencia
humana constituyan el significado y el telos del mundo». El mundo es
empujado a la periferia y las cualidades especiales de la existencia
humana son ubicadas en el centro, por lo que Dios se asegura un lugar en
el centro sólo si adquiere los rasgos humanos. Actualmente, el mundo ha
recuperado su lugar en el esquema, y el eje vertical de una relación
personal entre Dios y la humanidad está atravesado por un eje horizontal
que hace al mundo girar en una dirección diferente. Ya no podemos más
pensar en nuestro lugar en el mundo como fundamentalmente personal,
sino como material y biológico.
La idea de Dios sólo podrá sobrevivir si encontramos una
impersonalidad más fundamental detrás de la personalidad de Dios.
Aquí, de nuevo, la meta no es rechazar al Dios de la tradición, sino
reestablecerlo. Y el fundamento sobre el que llevarlo a cabo no ha de
buscarse en ningún acceso privilegiado al conocimiento sobre la
naturaleza de la divinidad, sino en el reconocimiento del autoapego en el
núcleo de nuestra imagen de Dios. La marca de estar liberado del yo,
como se hizo notar anteriormente, es un amor no diferenciado para todas
las cosas, como Dios que hace que el sol brille y que la lluvia caiga sobre
los buenos y los malos, sin ningún tipo de prejuicio. Es esta imagen de
Dios, la de un amante «impersonal» en el sentido más noble de la
palabra, la que Nishitani reivindica urgentemente para el cristianismo:
una persona «que aparece por lo que no puede llamarse ‘personal en sí’ y
no implica ningún confinamiento de la propia existencia». Al mismo
tiempo, al igual que el despertar a la mismidad verdadera del yo, más allá
del autoapego, es un paradigma para el obrar de la realidad como tal, así
también la imagen de Dios debe conformarse a ese paradigma. En pocas
palabras, para Nishitani, este descubrimiento de Dios como amante
impersonal forma parte de una reapropiación más amplia de la idea de
Dios. La base de esta reapropiación —no se olvide que estoy
simplificando en modo flagrante una idea que elaboró y reelaboró
durante la mayor parte de su vida— fue lo que los místicos llamaron «el
Dios más allá de Dios», y lo que él mismo llamó «una nada absoluta que
alcanza un punto aun más allá de Dios».
La reexaminación comienza con la idea de la creación del mundo
ex nihilo. Este nihilum, que es elemental en el ser humano, y que en una
primera consideración parece no ser más que una nihilidad sin sentido,
no niega todo significado, sino sólo aquel significado centrado en el yo
como telos de la vida. Dicho a la inversa, el significado de ese nihilum
consiste en la afirmación de un yo no apegado y no centrado en sí
mismo. La nada más allá de Dios de la que está hecho el mundo es
también la nada desde la cual Dios obra. Es más absoluto que Dios
mismo, no en el sentido que Dios llega a ser visto como su criatura, sino
261
en el sentido de que la naturaleza elemental de una cosa es más absoluta
que cualquier manifestación particular de ella. Ya en sus primeros
ensayos, Nishitani se muestra atraído por la idea de Eckhart de la deidad
como indicación de una divinidad elemental de donde procede toda
actividad de Dios, y a la que todas nuestras ideas e imágenes de Dios
deben regresar para su rejuvenecimiento.
Al mismo tiempo es también el punto al que el yo regresa en
busca de su propia naturaleza verdadera:
Podemos referirnos a la nihilidad de la creatio ex nihilo como una mera
nada relativa… La existencia independiente de verdad sólo puede ser
postulada desde una nada absoluta y enraizada en ella. En mi opinión,
ésta es la nada que Eckhart tiene en mente cuando dice «el fondo de Dios
es mi fondo y mi fondo es el fondo de Dios».
…
Llama a ese lugar el «desierto» de la deidad. El alma allí está
completamente privada de la egoidad. Es el fundamento último del alma,
su «fondo sin fondo». A pesar de que esto indica el lugar en el cual el
alma puede volver a ser sí misma por primera vez, al mismo tiempo, es el
lugar en el que Dios es en sí mismo. Es el fundamento de Dios.
Así,
la naturaleza de Dios —que es al mismo tiempo la naturaleza elemental
del mundo del ser y de la existencia humana en él— es la nada absoluta,
y la naturaleza de la nada absoluta es la ausencia de toda sustancia y todo
yo. Por tanto, esa naturaleza está más manifiesta donde el yo es vaciado.
Nishitani encuentra una imagen primordial de esto en el
cristianismo: el autovaciarse de Dios en Jesús, lo que el himno de san
Pablo en la Epístola a los Filipenses (2: 6–11) llama kenōsis. Nishitani
distingue entre la kenōsis de Dios y la ekkenōsis de Jesús. Entiende que
el primero señala la naturaleza de Dios, que es autonegativa, y supone el
vaciado del yo. Entiende el segundo, en cambio, como una decisión
deliberada de actuar de acuerdo con esa naturaleza. De esta manera, dice
que, en sí mismo, Dios es amor, y en Jesús, Dios ama. Si el primero es
un acto voluntario de autovaciarse, el segundo es un subsiguiente vaciar
de esa vacuidad más allá de la voluntad. Nishitani logra sacar así a Dios,
la deidad, y a Jesús del esquema de referencia de una cosmovisión
personal y antropocéntrica, y los vuelve a ubicar en un estado espontáneo
y natural de samādhi, en el que las cosas y las personas son lo que son y
hacen lo que hacen desde un lugar vaciado del yo.
Nishitani disfrutaba citando a los teólogos que iban a visitarle las
palabras de san Pablo, «Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive
en mí» (Gal. 2: 20), convirtiéndolas en una especie de kōan zen y
preguntándoles, «¿Quién habla aquí?». La pregunta, como también la
respuesta, depende de una comprensión budista de Dios como no-yo. Lo
que, parece ser, esperó como respuesta fue una recuperación de la
búsqueda mística de Dios desde la renuncia a Dios.
262
65 la encarnación del despertar. A partir de La religión y la
nada, Nishitani irá aproximándose al budismo, con zancadas cada vez
más valientes y espaciosas, en su manera de abordar los temas
filosóficos. Tras concluir el último capítulo del libro publicó su primer
ensayo sobre el zen, «El zen y la ciencia». Una vez dado el paso, su
confianza para dialogar directamente con textos de la tradición zen siguió
aumentando, y culminó en dos volúmenes que comentaban, en más de
830 páginas en total, el Shōbōgenzō de Dōgen. Esto no quiere decir que
simplemente aplicara ideas del zen a las cuestiones filosóficas. Al igual
que hizo con la idea central de su filosofía, la vacuidad, tomó prestados
conceptos aquí y allá de la tradición budista, para repensarlos y
trasmutarlos en un contexto filosófico. En este sentido, su intención no
era esclarecer el zen o dilucidar ciertos aspectos suyos al proporcionarle
un discurso racional, sino, como ha dicho Horio Tsutomu, uno de sus
discípulos principales, «penetrar a través de esas ideas para empujarlas a
un nuevo desarrollo».
Por lo general, Nishitani recurre a los místicos occidentales para
destacar y exponer directamente su discurso acerca de la experiencia o
su inefabilidad. Sin embargo, cuando quiere hablar de la experiencia
inefable misma, Nishitani prefiere citar ejemplos del zen y a los clásicos
chinos. Para esto da una razón lacónica:
Si el silencio es oro, el zen puede llamarse una alquimia que trasmuta
todas las cosas en oro al purificarlas en el fuego de la negación de toda
palabra y letra, de todo nombre y concepto, de todo método lógico y
sistema teórico. El zen es, se puede decir, una alquimia anti-ontológica.
Desde luego, así es como Nishitani usa el zen en su propio
pensamiento. En sus textos los ejemplos de zen caen maduros del árbol.
Después de haber sido obligados a masticar las frutas secas de sus
argumentos filosóficos, saben tanto más dulces, al menos hasta que
Nishitani interrumpe la gustación y nos recuerda que son realmente la
misma cosa en forma diferente. Más aún, el zen parece preservar su
autoridad tradicional precisamente por su desapego a la autoridad
establecida. Como el oro, que fue el elemento primordial del opus
alchimicum, el zen permanece como un referente a causa de la dificultad
de aprehenderlo y de su compromiso a rehuir todo razonamiento y toda
imaginación sobre «la única gran materia» del yo verdadero.
Al mismo tiempo, como hemos visto, la actividad de quebrar y
traspasar no fue un fin en sí mismo. El objetivo de las imágenes y las
disciplinas del zen ha sido siempre el despertarse. Como el águila que
obliga a un pajarito a volar a una altura desacostumbrada, rodeándolo
con su vuelo y, cuando el aire se ha vuelto para su víctima demasiado
enrarecido para respirar y aletear, lo agarra justo al punto de caerse. La
dependencia del águila de su presa, se puede decir, impide a su orgullo
volar más alto para no intentar subir por encima de sí mismo. Así
263
también, el cuerpo y las imágenes que proporciona a la conciencia son
una manera de asegurar que la búsqueda del yo verdadero quede siempre
ligada a lo cotidiano.
En una serie de conferencias terminadas cuando Nishitani tenía
setenta y cinco años de edad, ese tema se repite con insistencia. Explica
que si no hay sustancia en las cosas y en el yo, sino que todo es cambio y
devenir, entonces hasta las palabras y las ideas que usamos para capturar
esas cosas y ese yo están vacías de sustancia. De hecho, son
precisamente las palabras y los conceptos los que, más que nada, han
creado la necesidad de una idea de la sustancia, y los que la han
sustentado hasta ahora.
Esto, naturalmente, nos obliga a preguntarnos qué puede aguantar
el peso del mundo manifestado en la razón si no son las palabras ni las
ideas. En un ensayo tardío, acabado unos años después de esas
conferencias, Nishitani sugiere que, desde el punto de vista de la
vacuidad, el mundo está reconstituido en su inmediatez como «imagen»,
la imagen que es asida no por la percepción o la razón, sino por una
«sensación» que abarca ambas. Del mismo modo que la superación del
nihilismo no conlleva la supresión de la nihilidad misma, sino sólo de la
ansiedad que la acompaña —en una afirmación del nihilismo mediante la
negación de la ansiedad— así también no es que el mundo simplemente
cese de existir en el despertar de la nada absoluta, sino que es reafirmado
tal como es mientras nuestra idea de él se nos toma. El mundo, sugiere
ahora, «se convierte en imagen» sobre un campo de vacuidad. Este
«hacer imágenes» no es el trabajo de la imaginación ordinaria, en la que
el sujeto reproduce el mundo mentalmente. Es el trabajo de la vacuidad
manifestándose por sí misma en la conciencia, mientras trasciende el
mundo de sujeto-objeto.
Nishitani compara este hacer imágenes del mundo con el «cielo
vacío», una metáfora que se encuentra en textos budistas, y que nos
recuerda que el cielo, que puede estar visible ahora mismo, ante nuestros
ojos, se abre a la vez en un espacio invisible e infinito. Esta unidad de
una realidad infinitamente abierta y la multiplicidad de apariencias que
toma en el mundo del ser señala el paisaje interior del yo despertado. Es
ahora que podemos hablar de «conocer las cosas a través de volverse
ellas». Al mismo tiempo, vale notar, su atención a la imagen ensancha y
da un significado positivo a su idea de mirar el mundo como en
«exposición doble», que antes tenía una connotación bastante negativa,
algo así como un reconocer la transitoriedad de las cosas de la vida.
Adoptando una imagen para hablar de imágenes, Nishitani dice
que en el hacer imágenes, la cosa y nuestro conocerla, son uno, al igual
que el chirrido de una chicharra —incluso hasta el lenguaje que usamos
para hablar del chirrido de una chicharra— evoca la imagen de la
chicharra, que ni es la chicharra misma ni es nuestro conocimiento de
264
ella, sino el «inmediatamente dado» en que los dos cruzan. Desde este
punto de vista, el conocimiento ordinario, que pone al conocedor en un
lugar y al hecho conocido en otro, puede comenzar a superarse. En el
hacer imágenes es como si la facticidad externa y obstinada de una cosa,
su «ser», fuera «trasladada» a un punto común en que se hace
«transparente», manifestando su forma verdadera mientras mantiene su
«lugar» como un hecho en el mundo del ser:
Es como si un paisaje interior escondido en el «ser» se hubiera abierto.
Ésta es la base para ver los hechos mismos «desde dentro». Básicamente,
este traslado constituye un cambio de un «hecho» real a la imagen de él.
O mejor dicho, quiere decir que desde dentro del «hecho» una imagen,
que es uno con él, manifiesta su forma individual como imagen. Para
Nishitani, este hacer imágenes no es meramente un trabajo de la
conciencia ni un trabajo sobre la conciencia, sino más bien un despertar a
la vacuidad. Regresando al espacio infinito del cielo —que, por cierto, se
escribe con un carácter chino que significa también «vacuidad»—, nos
pide que pensemos en una persona, recostados en el suelo y mirando
hacia arriba. El cielo mismo, aunque demasiado expansivo para ser
convertido en una imagen concreta, parece ofrecer un campo en el que la
vacuidad, el cuerpo que contiene las imágenes de la realidad que el cielo
abarca, y la tierra a la que el cuerpo pertenece, todos se interseccionan.
En otras palabras, la sensación de una imagen representa un despertar al
hecho de que la vacuidad es la fuente elemental de todas las cosas, que
las abraza y penetra hasta el fondo. De este modo, Nishitani recurre al
hacer imágenes para volver a confirmar la transición de la
interpenetración entre hecho e idea a la interpenetración mutua de todas
las cosas, más allá de todo razonamiento. Es, según nos dice, como la
recuperación de un «caos» original tras el «cosmos» unificado.
El cuerpo que «contiene» imágenes del mundo en su forma
verdadera y vacía no es el cuerpo en el sentido ordinario del cuerpo
físico, sino que parece más una vida corpórea que incluye, sin estar
limitado al individuo envuelto en la piel. Por supuesto, su afirmación no
es susceptible de investigación científica, pero tampoco se trata
estrictamente de una metáfora espiritual. Es el sentido en que la
apropiación total de una idea —Nishitani introduce un término que
significa «reconocimiento encarnado»— pertenece a la totalidad del yo
vivo, porque ese yo vivo pertenece al mundo que está alrededor, forma
parte de él. El cuerpo es lo que atraviesa la piel del individuo privado
para relacionarse con el ambiente que lo rodea. De este modo, la atención
que Nishitani otorga al cuerpo no le obliga a reintroducir la dicotomía
sujeto-objeto que el punto de vista de la vacuidad pretende superar. De
hecho, no es en términos de una dualidad de mente y cuerpo que trata el
cuerpo, sino más bien en términos de la relación entre cuerpo y tierra.
Para expresar la unidad del yo corporal y el ambiente, Nishitani
265
presta una expresión que Kierkegaard adopta en La enfermedad mortal
para discutir la unidad del yo con su fundamento, a saber, que en el
cuerpo el yo y el ambiente son «transparentes» el uno al otro,
en el sentido que no hay ninguna línea limítrofe o ninguna partición. Es
por eso que está vivo. Que el yo está vivo significa que la vida fluye o
respira en la naturaleza más grande… El hecho de que uno vive significa
que en el fondo existe un punto en el que el centro del mundo y el centro
del yo son uno, …un punto transparente, por el que la luz puede pasar
libremente… No hay muros, y allí donde un muro aparece, es debido al
yo.
Estas observaciones sobre el cuerpo y la función de la imagen
nunca fueron elaboradas formalmente por Nishitani, ni las prosiguió
hasta hacer necesaria algún tipo de teoría simbólica. Las numerosas
referencias que hace como de pasada en sus conferencias tardías sobre
psicología —la mayor parte de ellas, hay que decirlo, con el fin de
rechazar algún que otro modelo de la psique— al menos sugieren que
Nishitani reconoció que la cuestión de la interpretación de las imágenes
merece una atención seria y rigurosa. Lo que más asombra es, sin duda,
que no la hubiera relacionado con el arte y la literatura, a través de las
cuales sus ideas pudieron haberse enriquecido en gran medida. Uno tiene
que suponer que, ya viejo y con una postura filosófica que básicamente
giraba alrededor de las cuestiones últimas, se enfrentó con el crepúsculo
de su vida con una negativa casi ascética a distraerse en la novedad.
66 la crítica de la religión. Concluyo este resumen de la
filosofía de Nishitani hablando de su orientación general hacia la religión
institucional u organizada, en particular hacia el budismo y el
cristianismo. Aunque nunca se explayara sobre el tema, comentarios que
salen a la superficie aquí y allá en sus ensayos y conferencias últimas nos
sugieren que, para él, el filósofo debía recuperar el alma que esas
religiones parecen haber perdido al ocuparse en sus aspectos doctrinales,
rituales o estructurales. «No hay ninguna edad presente en la religión»,
solía decir Nishitani, «y ninguna religión en la edad presente». La
relación entre la ciencia, la religión y el nihilismo, que había formado el
núcleo de sus preocupaciones hasta La religión y la nada, en sus obras
tardías, cede la primacía a una nueva preocupación: devolver a la religión
al impulso humano básico del que nacieron.
Las observancias y doctrinas religiosas se desarrollaron a través de la
tradición histórica para dar apoyo a las agrupaciones religiosas. Pero
deben regresar de nuevo a su fuente, es decir, donde sus raíces en las
necesidades religiosas de las personas… Después de todo, la religión es
un modo de vivir… y esto es lo que las instituciones religiosas tienen
siempre que confrontar.
La respuesta a esta demanda será diferente
para el cristianismo y el budismo.
Al margen de los desarrollos doctrinales que Nishitani consideró
266
necesarios para el cristianismo, si éste quiere dirigirse al mundo
contemporáneo, sobre todo se opuso rotundamente a lo que vio como una
intolerancia persistente respecto a las otras religiones. Esta intolerancia
es ya bastante reprobable desde el simple punto de vista de la razón.
Pero, argumenta Nishitani, cuando la exclusión de la verdad de otras fés
se hace pasar por una «certeza de fe», esto ofende el corazón mismo de
la religión. «El dominio de la fe deviene similar a la corte de un monarca
despótico: abierta hacia arriba al absoluto, pero cerrada abajo hacia el
pueblo ordinario».
Conciliar la fe con el pensamiento libre en la tradición cristiana
es crucial, según Nishitani, precisamente porque las doctrinas hechas
problemáticas son demasiado importantes como para ser enclaustradas en
un dogmatismo egocéntrico. Por ejemplo, proteger la idea de un Dios
universal, tanto del antropomorfismo como de la intolerancia, es una
preocupación que trasciende los confines de la teología cristiana, porque
la fijación sectaria en tales ideas fácilmente cae en la adopción de ideas
particulares de Dios que respaldan nociones particulares de qué
constituye lo humano, o incluso intereses puramente nacionales. En
ambos casos, perspectivas antropocéntricas fingen ser teocéntricas.
Aunque Nishitani trata el problema cristiano como un tipo de problema
que afecta a la religión tradicional en general, uno no puede evitar la
impresión de que, tras sus quejas acerca de que el cristianismo ha fallado
en la autocr3tica, él mismo sintiera una intenso desencanto personal. Esto
puede confirmarse en el claro afecto que muestra hacia tantas ideas e
imágenes cristianas, que fueron tan importantes en su propia vida.
En cuanto al cristianismo en Japón, Nishitani lo consideró un tipo
de religión de «invernadero», «sin ningún contacto con, y
deliberadamente aislado de la vida real de Japón» para conservar intacta
su forma occidental. No le preocupó la historia colonial que pudiera
haber tras esta situación, sino solamente la falta de una respuesta
japonesa al cristianismo. En particular, nota la falta de atención hacia
ideas y sentimientos japoneses referidos sobre todo al mundo de la
naturaleza. Al mismo tiempo, opina que las carencias del proceso de
«inculturación» de la comunidad cristiana en Japón forma parte de un
malestar más general entre el pueblo japonés respecto a su propia
herencia cultural.
El budismo, entretanto, es históricamente inculturado y se
expresa libremente en Japón. Sin embargo, se ha estancado en formas
institucionales desfasadas, respecto a los ritos funerarios y el sistema de
herencia de templos, a consecuencia de que sus templos ya no son
primordialmente lugares para la práctica religiosa. Su respuesta a la
llegada del nihilismo fue la de una «pasividad simple». Pero el problema
es tan serio, predijo Nishitani, que «si no se lleva a cabo una reforma de
las instituciones budistas, el budismo pronto desaparecerá». Para que no
267
se piense que su reclamación de que el cristianismo ha de volverse
japonés, únicamente introduce una nueva forma de exclusivismo, hace
una reclamación contraria igualmente fuerte respecto al budismo por su
incapacidad para abrirse al mundo fuera de Japón. Tradicionalmente, el
budismo japonés ha carecido de la habilidad del cristianismo europeo
para reconocer la manera en que su propia peculiaridad es realzada, no
amenazada, por una perspectiva más universal. «Sólo cuando el budismo
se convierta en un budismo mundial», predijo, «resucitará en los
corazones del pueblo japonés, del día de hoy y en el futuro».
El budismo también cae bajo la mirada crítica de Nishitani, pues
mantiene una rigidez doctrinal y un sectarismo cerrado justo en el
momento en que «ha dejado de ejercer prácticamente cualquier
influencia en la vida de la sociedad». Reivindica una «teología budista»
que repiense la idea del Buda, así como también el significado de la
muerte del Buda. Comparado con el debate vivo en círculos teológicos
cristianos, «el budismo, en su actual estado tibio e inactivo, casi se ve
como una reliquia geológica del pasado». Sus críticas al budismo por su
falta de autorreflexión se extienden a su incapacidad para articular una
ética clara, que responda a los cambios en el mundo de la economía y la
política, y a su irremediable falta de conciencia histórica; por último, ve
como una urgencia que el budismo confronte directamente su tradición
con los problemas de la ciencia y la tecnología.
Así, Nishitani considera que ambas religiones necesitan una
reforma —como la gran reforma del budismo en la era de Kamakura o
los cambios que se sucedieron en la cristiandad mientras se difundía en
los mundos helénico y romano. Ambas necesitan confrontar Japón en su
situación actual y tomar en consecuencia una forma nueva.
Nishitani se consideró budista, pero no en una forma tradicional y
sectaria, ni en la forma general de la cultura japonesa de pertenecer a
varias religiones a la vez. Pese sus afectos por el zen y su práctica del zen
Rinzai no llegó a una simple «afiliación». En una discusión de 1968
sobre el pensamiento de Tanabe, comentó el dicho de su maestro, que se
había considerado ein gewordener Buddhist y al mismo tiempo ein
werdender Christ, afirmando que él mismo, como filósofo, toma una
postura diferente:
Tengo la impresión de entender muy bien el problema de Tanabe. Yo
mismo me encuentro en una situación semejante. No me siento
satisfecho con ninguna religión tal y como está, y siento también las
limitaciones de la filosofía. Entonces, después de mucha vacilación, he
llegado a la decisión de convertirme en un werdender Buddhist. Uno de
los motivos principales para tomar esa decisión ha sido —por extraño
que pueda sonar— que no podía entrar en la fe cristiana y, sin embargo,
no podía rechazar el cristianismo.
Para comprender estas palabras,
hay que recordar que durante la meditación zen, uno tiene que trascender
268
la religión tradicional en todas sus formas, incluso la forma de una fe
personal. Esta postura parece haber sido trasladada a sus reflexiones
filosóficas y, de allí, nuevamente para con el zen en su forma
institucional.
Aunque la cuestión religiosa misma —la cuestión acerca del yo—
no sea exclusiva de ninguna religión particular, Nishitani reconoció
ventajas en el budismo y en el zen que no halló en el cristianismo, a la
hora de expresar esta cuestión y hacerla su preocupación central. Al
mismo tiempo, reconoció que la cuestión aparece siempre encajada en la
historia misma de la religión que la plantea, así que sería un error para el
cristianismo tratar simplemente de asimilar una ontología budista —o
viceversa, para el budismo asimilar directamente una ontología
cristiana—. Sólo recobrando la cuestión original podrán llegar a
renovarse estas tradiciones históricas, cada cual con su ontología
particular.
Dicho eso, la renovación es algo en lo que pueden colaborar, en
beneficio de ambos, el cristianismo y el budismo, siempre que acepten
seriamente que, al final, de lo de que se trata no es de relativizar otras
tradiciones respecto a su propia fe absoluta, ni tampoco luchar por la
propia autoconservación —de lo que se trata es de la religión misma.
Dado el interés en la religión que mantuvo Nishitani durante toda
su vida, y la amplia aplicación de sus ideas filosóficas, sería posible
entrelazar sus comentarios y hacer que suenen un poco como un
predicador callejero. Pero leer sus escritos es encontrar cómo opera una
mente filosófica de primer orden, alguien que se tomó muy en serio su
disciplina y que la practicó con alta conciencia. A pesar de su
llamamiento a la apertura y su riqueza multifacética, hay una cierta
cualidad de autoencierro, de todo-o-nada en el pensamiento de Nishitani.
Uno puede citar sus palabras y aplicarlas a este u otro problema, pero su
punto de vista es demasiado propio de Nishitani como para poder ser
asumido como tal, y de hecho sólo raramente puede uno apropiarse de la
totalidad de alguno de sus argumentos. Lo que sí puede apropiarse de su
punto de vista, aunque sea mucho más difícil hacerlo, es la reverencia
dentro de la filosofía misma a ese ideal escrito sobre el portal de su casa
en una caligrafía de la mano de D. T. Suzuki: «la mente ordinaria».
269
Prospectus
67 situando a la escuela de kioto. Mientras se escriben estas
páginas, el estudio de la filosofía de la escuela de Kioto está más vivo
que nunca tanto en Japón como en el extranjero. Entre las principales
corrientes de pensamiento, no es más que un pequeño arroyuelo, pero un
arroyuelo que continúa atravesando profunda y velozmente la tierra
baldía que desde hace mucho tiempo separa la filosofía del Occidente de
la del Oriente. El número de jóvenes estudiosos atraídos por sus ideas,
las nuevas traducciones en preparación, las confrontaciones con
preguntas contemporáneas así como con el pensamiento religioso
tradicional —todo esto sugiere una vitalidad en sus inspiraciones
fundamentales.
Como cualquier otra “escuela” de pensamiento, la supervivencia
de la escuela de Kioto depende de dos factores. Por un lado, el cuerpo
principal de sus escritos necesita una atención cuidadosa y crítica, en sí
mismo y en diálogo con otros modos de pensamiento. Por otro lado, es
necesario que sus ideas avancen y se extiendan en nuevas direcciones.
Hasta cierto punto, estos dos factores son inseparables, pero en el caso de
la escuela de Kioto los signos del primero son mucho más fáciles de
detectar que los del segundo. Quizá todavía es demasiado pronto para
esperar más: al fin y al cabo, sólo han pasado diez años desde la muerte
de su última figura principal. De todos modos, uno se pregunta si una
nueva generación de pensadores encontrará algo nuevo que pintar con los
tres colores primarios de Nishida, Tanabe y Nishitani en su paleta, y en
qué consistirá el cuadro; o si por el contrario todo pasará a la historia
como un movimiento más, cuyo tiempo pasó.
No introduzco la pregunta para dar una respuesta. Pero sí pienso
que las páginas anteriores requieren algunas conclusiones acerca del
lugar de estos pensadores en la historia de las ideas filosóficas. Hay que
ubicarlos no sólo para honrar su logro, sino también para conocer lo que
sea el contexto básico para enseñar su pensamiento, para juzgarlo, o
simplemente para saber qué puede esperarse de él y qué no.
En el contexto de la filosofía occidental, los filósofos de Kioto
han de ser vistos como una escuela derivada. Ninguno de ellos representa
el tipo de originalidad revolucionaria que asociamos a los pensadores que
más les influyeron: Kant, Hegel, Nietzsche, James y Heidegger. Contra
lo que cabría esperar, tampoco sobresalen como especialistas en el
pensamiento de alguno de estos pensadores. Su contribución al
pensamiento occidental como tal consiste en haber elaborado lo que
recibieron, crítica y creativamente, pero sin una agitación de las
proporciones que vemos, por ejemplo, en la fenomenología o el
existencialismo.
270
Aclarado esto, cabe decir que su importancia para la historia de la
filosofía occidental supera la de los neokantianos, una de las corrientes
principales en Europa en el tiempo en que Nishida comenzó su filosofía,
también fundamentalmente un movimiento derivado. Mientras que el
volumen de material publicado de y sobre Rickert, Cohen, Windleband,
Natorp y Cassirer excede con mucho al de la escuela de Kioto, y
mientras que su influencia en la filosofía posterior, tanto continental
como americana, ha sido mayor, mi opinión es que con el tiempo se
considerará que el impacto de Nishida, Tanabe y Nishitani sobre la
filosofía del siglo xx ha sido mucho más decisivo y duradero.
Cuando ensanchemos el horizonte para mirar el flujo constante
del pensamiento oriental en la historia de las ideas en Occidente durante
los últimos cien años, la estatura de la escuela de Kioto tiene que ser
ajustada. No hay nada —ya sea el pensamiento de un individuo o de una
escuela filosófica, ya sea en estudios orientales o en la filosofía en su
sentido más estricto— con que comparar la apropiación de ideas
orientales en la filosofía occidental como encontramos en Nishida,
Tanabe y Nishitani. Por alta que sea su estatura a este respecto, tanto su
contribución a estudios budistas, como a la filosofía oriental en el sentido
tradicional, es bastante escasa en el contexto occidental. En efecto, es un
hecho que los estudiosos del pensamiento y de los textos clásicos del
Oriente han concedido muy poca atención a la escuela de Kioto. Uno
puede sostener que esta negligencia no es enteramente justificada, y que
los filósofos de Kioto podrían aportar una medida de síntesis al estudio
de las ideas orientales en el Occidente, ya que allí se ha tendido a
centrarse en trabajos especializados en extremo, o en divulgaciones
populares que son más bien un amasijo de ideas con poca consistencia
académica. Sin embargo, al menos hasta ahora, no se ha producido esta
síntesis.
Pero el contexto occidental es sólo la mitad del esquema, y aun.
Como declaré al principio, y como a lo largo de todo el libro me he
esforzado en demostrar, Nishida, Tanabe y Nishitani realmente no
forman parte de la historia de la filosofía, o al menos, no de la historia de
la filosofía tal y como la hemos conocido y bajo las suposiciones que han
sido dominantes hasta ahora. A menos que uno esté dispuesto a descartar
desde el principio la idea de abrir la filosofía occidental al punto de vista
que hemos ido llamando de la filosofía mundial, no hay literalmente
ningún lugar en que localizar la escuela de Kioto propiamente. Se han
posicionado en un lugar tan poco familiar a la mente oriental como a la
occidental. La pregunta por su localización, en efecto, termina poniendo
en cuestión la forma misma en que hemos localizado filosofías del
Oriente y del Occidente. En este contexto, su contribución no es
derivada, sino algo original y revolucionaria.
Si asumimos, al menos para arrojar un poco de luz sobre el tema,
271
que la filosofía necesita un foro mundial en el que Europa y América no
disfruten de ningún lugar privilegiado; que ha llegado el momento de que
el Occidente acepte como parte de su herencia filosófica ideas que han
florecido en culturas no occidentales pero que aún no han madurado en el
Occidente; que la época en que el pensamiento tradicional oriental se
eximía del peso de la crítica occidental está ya llegando a su fin; y que,
justamente, éstas fueron las suposiciones de trabajo entre los pensadores
de la escuela de Kioto; entonces uno tiene que concluir que pertenecen al
nacimiento de tal tradición filosófica más verdaderamente que ningún
movimiento principal en la filosofía occidental u oriental de nuestros
días. Por supuesto, tras revisar sus logros, uno también puede sacar la
conclusión de que lo que demuestran es que es demasiado pronto para
pensar en términos de una filosofía mundial, a no ser que la
consideremos como una idea general que nos orientará en el futuro. En
cualquier caso, no podemos situar la escuela de Kioto sin al menos
hacernos esa pregunta.
68 estudiando la escuela de kioto. Soy consciente de que, al
tratar de condensar más de un estante de gruesos volúmenes en un solo
ensayo, se corre el riesgo de que algo se acabe malinterpretado. Cuando
el proceso se ha repetido tres veces en el mismo libro, como ha pasado
aquí, casi es inevitable. Argumentos cuidadosos acaban por parecer
conjeturas descabelladas, el sabor y el matiz que definen el estilo de un
autor son reducidos a sus ideas más básicas en una forma bien cruda. Y
lo que es peor, en el tiempo en que uno se dedica a leer todo el material
para poder construir el resumen, la atención va fijándose y
desvaneciéndose aquí y allá, constantemente, así que el recuerdo de lo
que ha sido leído de un tirón a menudo se oscurece antes de que se haya
registrado y puesto en relación en el esquema más amplio.
Es demasiado tarde para disculparme, pero menciono el hecho,
porque me da la oportunidad de darle la vuelta y hablar de algo que no es
tan evidente: hay también, en los escritos de Nishida, Tanabe y Nishitani,
bastantes ideas ordinarias y superficiales, que se elevan a filosofía más
por el contexto y el lenguaje que por cualquier profundidad de
compenetración o precisión de argumento. He llamado la atención sobre
este hecho sólo respecto a ciertas opiniones sobre la cultura y la política,
pero de ninguna manera he agotado el tema. Indudablemente, el género
filosófico no siempre les fue útil para pensar con claridad. Nada puede
sustituir la lectura de los textos originales, pero uno debe estar preparado
para abrirse un camino a través de páginas y páginas de matorral verboso
y a toda apariencia sin sentido, antes de llegar a un claro desde donde
tomar posición para estudiar el terreno nuevamente. Durante las muchas
veces que he releído pasajes difíciles con gran provecho y sorpresa, no
pocas veces he lamentando la falta de un editor competente. La verdad
272
probablemente se inclina más a su genialidad que a mi impaciencia, pero
habiendo llamado la atención sobre sus respectivos estilos filosóficos
distintivos, no es algo que pueda pasarse por alto sin ser mencionado.
Dicho esto, hay una serie de aspectos de la filosofía de la escuela
de Kioto a los que he aluido como de pasada, pero que creo que merecen
tratarse con más detalle. Dejando de lado una gran cantidad de preguntas
específicas, distinguiría tres áreas generales que, a mi parecer, no se han
investigado lo suficiente.
En primer lugar, carecemos de un conocimiento preciso y
ordenado que relacione a las tres figuras centrales consideradas aquí,
tanto en términos del desarrollo histórico de sus ideas como en términos
del pensamiento comparativo. De las muchas conexiones que he sugerido
en el transcurso de este libro, la mayoría de ellas carecen de la
documentación y el análisis adecuado. No cabe duda de la importancia
de Nishida y Nishitani, pero hay muchos, y son una mayoría en Japón y
en el Occidente, que preferiría a tomar un desvío alrededor de Tanabe.
Muchos de los que se han centrado en Tanabe han despachado por su
parte, y de una manera un tanto abrupta, los ejes de su pensamiento que
le podría relacionar con Nishitani. Todo lo que he leído me indica que
ésta es una elección infundada y desafortunada.
La influencia que tuvieron en Nishida las críticas de Tanabe a la
hora de perfilar su pensamiento es algo demasiado obvio como para
pasar de largo, aunque esas críticas fuesen repartidas a veces de modo
desagradable. Por contra, una lectura meticulosa de Tanabe a la luz de
Nishida ayuda a disipar la imagen de que todas sus ideas centrales le eran
idiosincrásicas. Tanabe pudo manejar las mismas ideas de otro modo y
dar a expresiones muy parecidas un rasgo de sentido original. Conocer
más a fondo su pensamiento ayuda a desafiar la imagen de Nishida como
una genialidad aislada. Al mismo tiempo, los propios ensayos de
Nishitani sobre Tanabe son diferentes de sus ensayos sobre Nishida. Los
primeros se centran en su relación con los dos maestros, mostrando una
simpatía y una inclinación natural hacia Nishida. Los segundos en
cambio son más un intento por apropiar las ideas e intentar forcejear
directamente con ellas. En ninguno de sus ensayos habla de la conexión
de sus propias ideas con las de Tanabe.
En particular, si obviamos por un momento a Tanabe, la
dimensión de la praxis social en el pensamiento de Nishida y Nishitani
quedaría limitada a esos flirteos con un japonismo que hoy encontramos
moralmente inaceptable. Con Tanabe, al menos, descubrimos un claro
llamamiento a comprometerse con el mundo histórico, incluido
formalmente en la filosofía misma al mismo nivel que otras ideas
dominantes en la escuela. La mayoría de los intentos por trasplantar,
simplemente, una u otra forma de filosofía moral de la tradición
occidental para suplir la falta en Nishida y Nishitani se hacen desde el
273
supuesto de que, en cierto modo, esta dimensión es ajena a su modo de
pensar oriental. Un estudio más detallado de las ideas de Tanabe, incluso
como ellas fueron malogradas en la práctica, podría resultar útil.
En segundo lugar, se agradecería un estudio de las ideas
principales de los filósofos de Kioto entendidas como metáforas de las
ambigüedades que señalaron la entrada de Japón en el mundo moderno.
Aquí también, no he podido hacer más que apuntar indirectamente sobre
el tema, como muchos otros antes lo han hecho. Estas medias ideas
necesitan ser recogidas y examinadas a la luz de la historia de las ideas y
de los cambios sociales que tuvieron lugar en la época en que estos
pensadores escribieron. Si no es así, uno acaba por caer en alguna de
estas dos posiciones, ninguna de las cuales me parece justificable: verlos
tan simplemente como un reflejo de su época de manera poco crítica,
desde las tribunas de la academia; o verlos como si trataran de elevarse
por encima de su época, y concentrarse exclusivamente en preguntas
filosóficas trascendentales. Hay una vasta trama de conexiones entre sus
pensamientos y los cambios históricos, la mayoría inconscientes para
ellos mismos pero evidentes para nosotros, retrospectivamente, que
clama por ser utilizada como hermenéutica para releer sus escritos.
Por último, queda también por estudiar el papel de la
“experiencia” en las filosofías de la escuela de Kioto y su relación con el
eclipse de la “autoridad” en la modernidad. Por mi parte, resistiría a la
simple idea de que la primacía de la experiencia aparece más marcada en
el pensamiento y la religión orientales —pace Zen— que ha estado en el
Occidente. La emergencia de la psicología de la religión, la llegada de las
espiritualidades orientales y el vacío espiritual que se ha venido dando
desde la sociedad industrial hasta la postindustrial, forman parte de un
fenómeno más amplio: la pérdida de autoridad de los guardianes de la
tradición y su transferencia a un sacerdocio nuevo de expertos, cuyo
paradigma es la ciencia. Japón no ha estado exento de este mismo
cambio, y desde luego es algo más que mera coincidencia que su
llamamiento filosófico al “regreso a la experiencia” estuviera
originalmente estimulado por el trabajo de James y Bergson.
La cuestión es si la experiencia misma puede proporcionar la
fundación de una cosmovisión o una filosofía, como pensaba Nishida y
como mostraban su acuerdo básico Tanabe y Nishitani. Debería estar
claro, al menos en el caso de estos pensadores, que la huida de la realidad
histórica para retirarse a los problemas de la interioridad —esa
mentalidad “burguesa” que denunció Tosaka— no era suficiente para
volver después al mundo histórico. Incluso si rechazamos como
demasiado simple el juicio de que, en tiempo de crisis, envolvieron su
filosofía en la bandera nacional, hay que admitir al menos que
demostraron en forma concreta los límites de una filosofía de orientación
contemplativa. Ésta no es una cuestión que pueda examinarse desde el
274
interior de la armazón conceptual de la propia escuela de Kioto, ni
tampoco con la armazón de una agenda política contemporánea. Es más
bien parte, me parece, de una pregunta más amplia a la que la escuela
tiene que exponerse críticamente.
69 preguntas para la filosofía mundial. Sin duda, habrá mucho
en los anteriores capítulos que a no pocos lectores, en especial a aquellos
versados en la filosofía occidental contemporánea, les sonará a hipótesis
más o menos interesantes, pero por completo alejadas de las corrientes
intelectuales actuales. Desde los años en que las filosofías de la escuela
de Kioto tomaban forma, el ambiente filosófico ha cambiado
considerablemente en el Occidente. Incluso las filosofías continentales
preocupadas con el mismo tipo de preguntas han ido en otra dirección.
Emergiendo al otro lado de Whitehead, Wittgenstein, Foucault, Derrida,
Habermas y Gadamer, la escuela de Kioto tiene un poco el aspecto de un
anacronismo. Es más, no pocas de las ideas de la tradición filosófica en
que trabajaron Nishida, Tanabe y Nishitani han sido dejadas de lado tras
los nuevos avances de la ciencia.
Sin embargo, además del estudio histórico sobre la escuela de
Kioto como tal, hay cuestiones que salen de sus escritos que no pueden
ser contestadas desde dentro de su contexto natal, sino que necesitan
abrirse al mismo foro filosófico que parece haberles marginado. Quizá
sólo en la medida en que tales cuestiones sean reconocidas como
contribuciones genuinas del Oriente han de ser abarcadas también en el
Occidente, podemos decir que el pensamiento de la escuela de Kioto ha
encontrado su lugar en la filosofía mundial. Si acaban siendo descartadas
como una mera “orientalización” de preguntas que ya no interesan a
nadie, entonces literalmente no tendrán nada que aportar al Occidente. Si
de veras su reputación está en juego aquí, vacilo en atreverme a asumir la
carga de identificar cuales podrían ser esas cuestiones. Pero ya que he
planteado el dilema, no me queda más remedio que, al menos, hacer el
intento. Otra vez, me limito a tres preguntas.
Para empezar, hay una cuestión sobre la introducción de la idea
del no-yo como sujeto de la elección moral. Cualquier sección
transversal de la historia religiosa e intelectual del Oriente en que se haya
destacado la idea del no-yo demostrará que siempre ha sido polivalente.
Funcionando como principio orientador de la meditación o de la practica
ascética, donde lleva el sentido de una liberación del yo ordinario, la idea
del no-yo puede funcionar sin que implique consecuencias inmediatas
para la moral cotidiana. A la inversa, visto como ideal de una bondad
humana básica en la vida cotidiana, la idea del no-yo puede entenderse
como recordatorio del mandato moral contra el egoísmo en las relaciones
personales y sociales, sin que se oriente hacia la negación radical del yo
central en la meditación y la ascesis. Y cuando la idea se sitúa en el
275
contexto de ideas metafísicas o epistemológicas, toma aun otros sentidos
que no tienen ninguna conexión necesaria ni con la práctica de liberación
del yo ni con la moral de actuar desinteresadamente para con otros,
aunque ambas pueden funcionar perfectamente sin llegar a ninguna
decisión sobre la naturaleza de la subjetividad o la estructura última de la
realidad. Observando cómo la idea del no-yo obra actualmente desde
estos lugares distintos, se puede decir que esta polivalencia, lejos de ser
una simple confusión de terminología o un error lógico a la hora de
reconciliar contradicciones internas, favorece incluso la comprensión del
no-yo.
Los filósofos de Kioto, claro está, no estaban dispuestos a
aproximarse a la idea del no-yo de esta manera. Más bien, buscaron el
mismo tipo de significado singular y unívoco que la filosofía occidental
siempre ha requerido de una noción del sujeto. El sujeto de la
experiencia y la intuición artística no podía ser descrito de una manera
muy diferente a como es descrito el sujeto de la reflexión y el
conocimiento. Para ellos, esto condujo a un nivel más alto de
comprensión, y no a una aproximación fenomenológica u operacional. O
dicho a la inversa, en la medida en que carece de tal consistencia, la idea
no puede llamarse filosófica.
No obstante, el hecho es que en su pensamiento fue negado su
lugar al aspecto moral del no-yo, lo que en efecto traicionó a su cometido
de un significado unívoco y comprensivo. Como hemos visto,
simplemente absorbieron la dimensión moral en su idea genérica del
sujeto, reduciendo la práctica de la virtud, junto con la noción de la
voluntad práctica, a cuestiones de experiencia y conocimiento. Y como
también vimos, ninguno de ellos proporciona una definición clara y
unívoca del no-yo (o de sus correlativos, el yo verdadero y el no-ego)
que presumían era necesaria. El resultado oscurece ese estrato moral del
significado que históricamente ha sido central a la idea del no-yo.
Sugeriría que no se trata aquí sólo de una laguna en el pensamiento de la
escuela de Kioto que hay que llenar, sino de una pregunta clave en el
encuentro de las filosofías orientales y occidentales, sin la cual no habrá
una respuesta satisfactoria.
En segundo lugar, hay una cuestión sobre la relación entre la
autoconciencia y la crítica de la concepción antropocéntrica de la
realidad. El desafío al modelo sujeto-objeto como una imposición que
oscurece más la naturaleza de la realidad de lo que la ilumina es, por
supuesto, crucial en el pensamiento de Nishida, Tanabe y Nishitani. En
cierto sentido, puede verse la totalidad de su pensamiento como un
experimento que busca reemplazar ese modelo, lo que llevan a cabo
uniformemente con cada uno de los pensadores tradicionales con quienes
forcejean. La lógica del locus, la lógica de lo específico y el punto de
vista de la vacuidad dependen de su crítica a cómo la realidad es
276
distorsionada para que se adecue a la idea de la conciencia centrada en el
sujeto. En el proceso, van llamando la atención sobre ideas afines de la
filosofía clásica —si bien a menudo de tradiciones de pensadores más
místicos y esotéricos o del mundo del arte y la literatura—, que tratan de
mudar de la periferia hacia el centro.
Al mismo tiempo, una y otra vez ha sido notado en estas páginas
cómo la idea de un autodespertar sin sujeto fue convertido en paradigma
de la misma estructura de la realidad. Ya que esta conexión no se
cuestiona nunca directamente, ni tampoco se justifica en ningún
momento, mucho del antropomorfismo que se ha echado a la calle por la
puerta principal regresa entrando poco a poco por la puerta trasera. El
progreso del individuo hacia el despertar está medido en términos de su
liberación del egocentrismo y su resignación a la realidad de las cosas,
tal y como son. Además, se insiste en que el “sujeto” no-yo de este
progreso trasciende al individuo y revela el obrar de la realidad. En otras
palabras, lo real es más real cuando alcanza la conciencia —una
conciencia en su forma más pura, pero una conciencia al fin y al cabo.
Puesto que no entra en el esquema la posibilidad de una autoconciencia
en el mundo inanimado, ni siquiera en el mundo de seres sensibles no
humanos, lo humano está ubicado más firmemente en el centro de la
realidad que en el modelo sujeto-objeto.
Este problema nos conduce a una cuestión importante y no
resuelta, que me parece la filosofía de la escuela de Kioto puede expresar
mejor que ninguna otra filosofía en Occidente: los límites de la
superación del antropocentrismo en la conciencia. Si el no-yo es una
cifra para el ideal del estado más radicalmente desinteresado, liberado y
despertado que el individuo humano puede lograr, entonces el valor de
este estado necesita ser aclarado en relación a otros estados de existencia.
De otro modo, no hay forma de evaluar lo que merece ser sacrificado
para lograrlo y a qué valores mayores merecería sacrificarse el despertar
mismo. Aunque si uno supone, como la escuela de Kioto parece requerir
que supongamos, que la filosofía, después de todo, trata del despertar del
individuo humano, esto sólo hace retroceder la cuestión un paso atrás,
obligándonos a preguntar qué valor relativo al resto de la realidad tiene la
persecución de la filosofía. Aun antes de que uno llegue a la implicación
moral de la importancia relativa de la supervivencia y bienestar humanos
en el esquema más amplio de la realidad, la cuestión epistemológica de si
y en qué medida la suposición antropocéntrica es una condición
necesaria para la posibilidad de conocer la realidad, tiene que ser
articulada más claramente de que lo que ha sido hasta ahora.
Una tercera cuestión que nos han dejado tiene que ver con una
noción radicalmente despersonalizada y relativizada de Dios. Revisando
la forma en que Nishida, Tanabe y Nishitani tratan de Dios en sus textos,
podemos descubrir dos ideas distintas, usadas indistintamente bajo la
277
misma palabra. Por un lado, está la idea cristiana de un Dios que
pertenece irrevocablemente al ser y, por consiguiente, cuyo carácter de
absoluto debe verse como relativo respecto al verdadero absoluto que es
la nada. Por otro lado, está su idea reformulada de Dios como imagen de
la nada, cuyo reconocimiento está enredado a causa de suposiciones
doctrinales pero se hace transparente al filósofo que no comparta estas
suposiciones, ni parte de una definición de la realidad aferrada a la
noción de ser.
Estas dos ideas se cruzan ocasionalmente en el camino, sobre
todo en aquellos momentos en que se vinculan a una teología kenótica
del “auto-vaciarse” que, recordemos, sugiere una idea cristiana de Dios
como un no-yo que se acerca a la noción de la nada absoluta. Esta
encrucijada de ideas llega a oídos occidentales con más facilidad hoy que
cuando fue propuesta por los filósofos de Kioto, a mediados de este
siglo. La filosofía de la religión contemporánea, así como también la
labor de más y más teólogos que simpatizan con la crítica filosófica de
los últimos decenios, han roto con la idea de que la búsqueda de la
verdad en la tradición bíblica requiere una interpretación literal de las
ideas fundamentales, incluso de la idea de Dios. El acercamiento a la
verdades religiosas como símbolos que señalan impulsos básicos e
intangibles en nuestra naturaleza humana común, como experiencias
particulares que caen fuera de los patrones normales de relaciones con el
mundo o con otras personas, o como alguna forma de tarea moral o
intelectual que ha de ser cumplida o apropiada por el individuo para que
se haga “verdadera”, han acabado por debilitar la conexión, hasta hace
poco irrebatible, entre Dios y el ser.
Esto significa que la ambigüedad que los filósofos de Kioto
manifiestan en sus ideas paralelas de Dios —sus ideas propias y la
cristiana tradicional— de hecho ha llegado a ser una cuestión también
para el Occidente, y que la posibilidad de transferir el peso de la idea de
que “Dios existe” a “Dios es nada” no es ya tan descabellada como
podría parecer. Y precisamente porque significa esto, también significa
que la noción de Dios, entiéndase metafísica o simbólicamente, puede
servir de punto focal para atraer críticas de parte de la filosofía del ser
más directamente hacia la pregunta de la suficiencia de una filosofía pura
de la nada.
70 el encuentro entre el budismo y el cristianismo. Las tres
preguntas que he destacado arriba —sobre el no-yo como sujeto moral,
los límites del antropocentrismo y la desvinculación de la idea del ser—
apenas puede decirse que han entrado en las corrientes dominantes de la
filosofía occidental. Pero están entre las muchas ideas de la tradición de
la escuela de Kioto que han estimulado la discusión entre estudiosos
budistas y cristianos, particularmente en Japón. Ya que ésta ha sido una
278
de las formas principales en que su pensamiento ha ido ganando atención
fuera de Japón durante los últimos veinte años, vale la pena detenerse un
momento y considerar los factores que la han hecho posible.
Cabe decir, en primer lugar, que ni Nishida ni Tanabe tomaron
parte en discusiones formales entre budistas y cristianos, ni promovieron
directamente sus ideas religiosas para animar tales encuentros. De hecho,
la práctica de ese “diálogo” era algo prácticamente desconocido
entonces. Es más, probablemente se habrían sentido incómodos de tener
que representar alguna de las dos tradiciones, o de mediar un encuentro
entre ellas desde la posición neutral de la filosofía. No pienso que sea
justo concluir que lo que ofrecen es una religión más allá de la religión,
como tampoco el diálogo interreligioso abraza tal meta. Al mismo
tiempo, la idea de que personas que profesan distintas fés puedan alejarse
de las formulaciones doctrinales tradicionales para abordarlas desde una
perspectiva alternativa, sea religiosa o filosófica, apenas les habrían
parecido a Nishida y Tanabe como algo irreligioso. Uno piensa que, muy
probablemente, habrían agradecido ese diálogo. Sin embargo, su
compromiso con la filosofía fue tal que ellos mismos no podían imaginar
la doctrina religiosa sino en términos filosóficos.
El asunto es diferente con Nishitani, que se comprometió más
abiertamente con el budismo y que vivió lo suficiente como para ver
cómo nacía y prosperaba el diálogo del mismo con el cristianismo en
Japón. No sólo estaba preparado para participar como budista, sino que
entendía su participación como una respuesta concreta al espíritu de
exclusividad y autoritarismo que por mucho tiempo había infectado
ambas religiones. Ha de pensarse que, en todo caso, las ideas de la
escuela de Kioto penetraron rápidamente en el diálogo dentro de Japón y
que el apoyo que Nishitani dio prestado fue un elemento importante en el
hecho de que en muy pocos años alcanzó un alto nivel, y a que atrajo una
atención seria en círculos académicos.
La queja que ve en la conversión del cristianismo al diálogo
intelectual con el budismo simplemente una nueva forma de proselitismo
expansionista, un proselitismo adaptado a los tiempos, está totalmente
fuera de lugar. Hasta el más exiguo conocimiento de los hechos basta
para demostrar que, al menos, el mismo número de cristianos se han
distanciado de la iglesia que los que se han sido convertidos a ella, y que
en ambos casos son muy pocos. Por otra parte, ya que la queja se refiere
a la divulgación de patrones de autocomprensión, de actitudes hacia la
doctrina y de la agenda ética, todas promovidas como trascendentes en
cualquier religión específica pero, en verdad, más arraigadas en la
tradición cristiana que en ninguna otra, la cautela parece justificada por
completo. Este no fue el caso de la escuela de Kioto, lo que ha de
considerarse una razón más del atractivo de sus ideas como un estímulo
al diálogo.
279
Desde el siglo xvii, cuando Leibniz y otros comenzaron a
interesarse por los primeros informes sobre el pensamiento confuciano
enviados a Europa por misioneros jesuitas en China, estas tradiciones
han sido consideradas en gran parte esotéricas al mundo intelectual
occidental. Al principio reducida a una elite cultural e intelectual, con la
aparición de los estudios religiosos una nueva elite académica se alzó
para reclamar su pericia en estas cuestiones. Todo cambió
definitivamente en el siglo xx, que ha visto cómo las tradiciones
orientales se colaban en la historia popular de las ideas. Aunque no
pueda decirse que han sido aceptadas por el pensamiento filosófico y
teológico dominante, sí que han logrado introducirse como parte de la
educación general de las humanidades y, al mismo tiempo, como el
mundo occidental se ha convertido en territorio misionero para las
religiones orientales, la etiqueta de “esotéricas” suena ahora un poco
pasada de rosca. Creo además que existen muchos indicios que
demuestran que Occidente está al borde de una gran revolución en su
espiritualidad tradicional, y que en esta revolución la sabiduría oriental
puede actuar como catalizador o como gran influencia. Mientras tanto, el
espectro de respuestas de parte del establishment intelectual sigue
extendiéndose desde la más superficial hasta la seria, pero no parece
haber tenido ni el más mínimo impacto a la hora de desacelerar el
proceso.
Lo interesante es que esta incursión del pensamiento oriental en
el imaginario popular de Europa y América ha tenido lugar
simultáneamente al descubrimiento de la filosofía occidental de Japón,
como si esto último fuera una imagen inversa de la llegada del
pensamiento oriental a Occidente. De hecho, cuando el Occidente
comenzó por fin a abrirse al diálogo con el Oriente, los filósofos de
Kioto ya habían producido un cuerpo de literatura basada en la
interpenetración de los dos mundos. Y lo hicieron en un modo muy
diferente a cualquier cosa que hayan producido los estudios religiosos en
el Occidente.
Aparte de que la introducción de la escuela de Kioto en el
Occidente coincidió con una urgencia dentro del mundo cristiano para
enfrentarse a tal desafío, el hecho de que el desafío fuera planteado en un
discurso religioso pero no teológico, que careciera de cualquier
confrontación entre fe y razón y que, sin embargo, se expresara en un
idioma filosófico más o menos familiar, tuvo como efecto el que pudiera
hablar directamente al individuo religioso, budista y cristiano. En este
sentido, es precisamente su diferencia con el diálogo interreligioso
ordinario lo que ha hecho de la escuela de Kioto el estímulo al diálogo
que es.
Para que no se lea demasiado en estas palabras, amenazando el
derecho de llamar filósofos a estos pensadores, hay que añadir algo con
280
respecto al peculiar, y a veces dudoso, acercamiento de estos pensadores
a la filosofía y a la religión, al Oriente y al Occidente.
71 filosofía y religión, oriente y occidente. En el primer
capítulo, se mencionó la ausencia en la escuela de Kioto de una
distinción entre la filosofía y la religión análoga a la que se encuentra en
el Occidente. Más tarde, vimos cómo al principio Tanabe se resistió a la
fusión de las dos, pero luego llegó a estrecharlas con más entusiasmo que
Nishida o Nishitani. No volveremos a hablar de sus respectivas opiniones
sobre el tema, sin embargo, es más que probable que el lector
acostumbrado a la filosofía occidental no haya podido evitar en algún
momento preguntarse si estos pensadores no han abandonado, en efecto,
la filosofía a favor de la religión. Sugiero que la pregunta como tal no
puede ser respondida, sino solamente desviada, porque oculta en sí una
confusión fundamental de categorías.
Gershom Scholem ha insistido en que no hay “la mística” más
allá de la tradición, sino sólo una mística judía, una mística cristiana, una
mística islámica, etcétera. Del mismo modo, se puede decir que
realmente no hay ninguna cosa que puede llamarse “filosofía” o
“religión” libre del lenguaje, la imaginería y los significados culturales
que cada una de esas usa para expresarse. Por lo tanto, cuando decimos
que los filósofos de Kioto han borrado las líneas limítrofes entre las dos,
esto no debe ser entendido como algo hecho dentro de un contexto
occidental, sino dentro de un marco distinto de discurso.
Por esta razón, la forma en la que pensadores como Hegel y
Jaspers, por ejemplo, pueden ser juzgados por haber absorbido la religión
en la filosofía, no debería ser comparada directamente con la estrategia
de la escuela de Kioto. Filosofar la religión significa una cosa en el
contexto judeocristiano y otra en el budista, y ambos son otra vez
distintos del estudio “científico” de la religión. Para Nishida, Tanabe y
Nishitani, el armazón primario para la coincidencia de filosofía y religión
es siempre budista, y más específicamente un budismo enfocado en la
búsqueda del autodespertar. Su intento no fue armonizar desacuerdos
proposicionales entre diferentes tradiciones religiosas desde una posición
neutral y objetiva, ni usar un conjunto de “verdades” para criticar otro.
Fue siempre una concepción de la filosofía y la religión desde una
perspectiva budista japonesa. El objeto de su atención —la realidad y el
lugar de la conciencia humana en ella— no estaba vinculado a ninguna
cultura específica o historia intelectual, pero su atención sí lo estaba.
La distinción es tan importante como difícil de mantener en la
práctica. Al aplicar ideas filosóficas occidentales en una forma de pensar
característicamente japonesa o a algo más universal en la naturaleza
humana, su objetivo era ver qué revelaría esa perspectiva y qué
encubriría. Fue esa su manera de liberarse de la esclavitud de los modos
281
de pensar tradicionales de Japón, para realzarlos y amplificarlos. De
principio a fin, como insistí desde el primer momento, su intención era
introducir la filosofía japonesa en la filosofía mundial, usando la
filosofía occidental para ofrecer una nueva perspectiva sobre un modo de
pensar japonés atrapado en la fascinación de su propia unicidad.
Ésta es la armazón misma dentro de la cual tratan de criticar,
apropiarse y adaptar la tradición cristiana. Por supuesto, hay muchas
áreas —algunas las hemos ido señalando en el camino— en las que un
conocimiento más amplio de la historia cristiana de lo que se encuentra
en el estudio de filósofos y místicos podría haber moderado algunas de
sus generalizaciones. Por el mismo motivo, su compromiso con la
tradición filosófica occidental a veces produce interpretaciones bastante
peculiares de ideas en su religión budista nativa, que apenas ha ganado el
apoyo unívoco ni tampoco el interés de la mayoría de los budólogos.
Pero en ningún momento, como dije, puede decirse que pretendieran
haber descubierto una filosofía más allá de la historia de la filosofía, o
una religión más allá de la historia de la religión. Por eso, el problema de
cómo acercarnos a la amalgama más bien original de filosofía y religión
que encontramos en la escuela de Kioto se encuentra íntimamente
relacionado con su propósito de abrir una ruta entre el Oriente y el
Occidente. Desafortunadamente, resulta mucho más fácil criticar los
resultados que emular el proceso.
El Occidente sobre el que escriben es altamente selectivo,
centrado en la historia intelectual y, dentro de la historia intelectual, en la
filosofía, y dentro de la filosofía en la filosofía continental, la que va de
Descartes a Heidegger. El arte y literatura, que han sido importantes en
esa historia, también figuraron en sus escritos, aunque en mucha menor
medida. Pero la cultura viva de Occidente dentro de la cual esa historia
tomó forma está ausente. Y más que ausente, tiende a ser asumida
—típicamente sin razón adecuada— a ser radicalmente desemejante de la
cultura viva de Japón.
En cierto sentido, el “Oriente” que los filósofos de Kioto
contraponen al “Occidente” que construyeron por sí mismos también
tiene algo de invención. En el mejor de los casos, es una constelación
con una herencia demasiado larga y demasiado plural como para ser
representada medianamente por Japón. Y aun dentro del contexto
japonés, hay un prejuicio claramente moderno respecto a lo que se
considera oriental y lo que no. Fue más bien su calidad de no ser
occidental lo que explica mucho del poder de su discurso sobre el
Oriente, cosa que vale tanto para los lectores occidentales como para los
japoneses. Mucho, pero no todo.
Como estos pensadores conocían bien, los esfuerzos que
ejercieron en las zonas fronterizas de la filosofía y la religión para
construir un puente que uniera la brecha entre el Oriente y el Occidente
282
no pudieron competir con lo que lograba la ciencia y la tecnología casi
automáticamente, y con mucho menos esfuerzo consciente. Uno de los
motivos principales de su crítica de la ciencia fue demostrar que la
preocupación por sus resultados muchas veces implicó un tipo de
autoengaño. La divulgación del método científico no había sido un hecho
transcultural, transreligioso y transfilosófico, sino tan colonial en su
estructura como lo había sido la modernidad misma. Las brechas no
fueron rellenadas con comprensión, sino con suposiciones tácitas.
No obstante, muchas de sus opiniones sobre la ciencia pueden
sonarnos anticuadas hoy en día. Y muchas de sus críticas, casi trilladas.
Aun en el tiempo que escribían, sus ideas al respecto carecieron del
poder persuasivo de análisis similar hecho en el Occidente. El típico
punto de vista “oriental” acerca del mundo natural, que el lector
occidental ha llegado a esperar de la filosofía y la religión japonesas, está
mayormente ausente. Una de las razones es que, cuando Japón importó el
método científico del Occidente, lo hizo sin introducir asimismo el
ambiente crítico que se había desarrollado junto con la emergencia de la
ciencia. La literatura, la ciencia ficción y las variedades de éticas
científicas pertenecen tanto a la historia de la “mentalidad científica”
como a los laboratorios y las innovaciones tecnológicas. Basar una
crítica de la ciencia en la erosión de la vida interior o de la conciencia
religiosa —como, por ejemplo, Nishitani hace a todo lo largo de sus
escritos— nos puede dejar insatisfechos. Pero de todas formas, para
personas educadas en la cultura occidental, que produjo la idea de la
ciencia como un regalo global para el hombre, hubo muy poca
conciencia de los tipos de sacrificio cultural que ese regalo ha exigido de
los países del Oriente.
Aún con estas reservas, los filósofos de la escuela de Kioto
proporcionan al Occidente un camino hacia el Oriente como ningún otro.
El suyo no es un pensamiento oriental diluido para el consumo
extranjero, ni es una simple transferencia que supone un fondo de
conocimiento de la historia de ideas orientales. Hace una contribución no
solicitada a la filosofía mundial que respeta las tradiciones de la filosofía
tanto como las expande. A este respecto, la escuela se desplegó de
Nishida a Tanabe y a Nishitani en un marcado crescendo. Nunca el
Occidente ha producido un movimiento intelectual cuya contribución al
Oriente pueda compararse con lo que ellos han ofrecido a Occidente. Si
estamos de veras al filo de una nueva edad de la filosofía mundial, en
que la confluencia de Oriente y Occidente tomará la tarea de redefinirse
mutuamente sin reducirse a alguno de los comunes denominadores
disponibles, el pensamiento de Nishida, Tanabe y Nishitani puede ayudar
a empujar al débil de espíritu a dar el paso siguiente. Si es así, ellos
habrán más que merecido un lugar de honor en la historia de la filosofía
del siglo xx.
283
Notas
En general, las notas siguen el orden del texto, sólo
ocasionalmente han sido reorganizadas para hacerlas más inteligibles.
Los glifos chinos para nombres propios han sido omitidos, pero pueden
ser encontrados en el Índice general. Las referencias a obras en japonés
que aparecen en la bibliografía son citadas aquí por su traducción
castellana.
Orientación
1la escuela de kioto. El artículo de Tosaka citado aquí
apareció originalmente en (経済往来) Economic Events en septiembre
de 1932 y más tarde fue incluido, junto con su ensayo sobre Tanabe,
como capítulos seguidos en un libro titulado Discursos sobre la filosofía
contemporánea (Tosaka 1970, 3: 171–84).
Tosaka (1900–1945) había estudiado filosofía de las matemáticas
bajo la dirección de Tanabe. Al principio se sintió atraído por el
pensamiento neokantiano, pero más tarde siguió el ejemplo de Nishida y
Tanabe y abandonó este interés. Sin embargo, en lugar de seguir a
Nishida en su dirección más bien metafísica, se decantó hacia el
marxismo y, a partir de un libro sobre La lógica de la ideología de 1930,
escribió ampliamente desde este punto de vista. Con el estallido de la
guerra sino-japonesa en 1937, Tosaka comenzó a militar en el
movimiento socialista y ese mismo año fue censurado; más tarde, fue
relevado de su puesto universitario y detenido. Tras pasar un tiempo en
la cárcel, fue puesto en libertad, pero no tardó en seguir expresando sus
ideas públicamente, por lo que volvió a la cárcel en 1944: allí moriría, al
año siguiente. Cuando escribió el artículo citado aquí, daba clases en la
Universidad Hōsei, en el puesto que había dejado vacante Miki Kiyoshi,
su primera inspiración en el pensamiento marxista, cesado a causa de sus
actividades políticas. f Miki también había criticado la «escuela» desde
una perspectiva marxista, pero nunca hasta el extremo de distanciarse de
Nishida. La única alusión que he podido encontrar en sus obras a la
«escuela» formada alrededor de Nishida aparece en Miki 1986, 19: 728.
f Tosaka también había estudiado con Nishitani en Kioto, con quien
mantuvo buenas relaciones hasta el final a pesar de sus diferencias
políticas; esto puede comprobarse en el homenaje que Nishitani escribió
para él con ocasión de su muerte (nkc 39: 129–33, citado en el texto de
§54; véase también Fragmentos de una memoria por Aihara Shinsaku en
un folleto adjunto al volumen 12 de las Obras completas de Tanabe).
La fenomenología era entonces poco conocida en Japón, y
aunque Nishida fue el primero en mencionar las ideas de Husserl (véase
Nitta, Tatematsu, Shimomisse 1979, 8), en ningún momento llegó a
identificarse con el movimiento.
284
Ni la edición de 1954 del estándar Diccionario de filosofía (哲学
事典) (Tokio: Heibonsha) ni su revisión de 1971 menciona a la escuela
de Kioto. Sólo en la edición de 1998 del Diccionario de las ideas y de la
filosofía (哲学・思想事典) (Tokio: Iwanami) aparece una entrada sobre
la escuela. Además de las tres figuras centrales, los nombres de Kōsaka
Masaaki, Kōyama Iwao, Shimomura Toratarō y Suzuki Naritaka constan
como miembros. Miki y Tosaka son mencionados como socios «en un
sentido más amplio del término». Watsuji Tetsurō y Kuki Shūzō, quienes
habían enseñado filosofía y ética en Kioto por un tiempo durante el
período de Nishida y Tanabe, aparecen propiamente como figuras
«periféricas».
Takeuchi Yoshinori, un discípulo de Tanabe que sucedió a
Nishitani en la cátedra de estudios religiosos en la Universidad de Kioto
en 1959, y que a menudo es asociado a la escuela, sugirió que la forma
más despejada para definir la escuela es «triangulándola» alrededor de
Nishida, Tanabe y Nishitani (1981, 198). Respecto a la carrera de
Takeuchi y su conexión con los pensadores de la escuela de Kioto, véase
Heisig 1983. f Una lista más completa de la «galaxia» de estudiosos y
estudiantes articulada en torno a Tanabe y Nishida, basada en las
memorias de uno de los participantes menores, puede encontrarse en
Yusa 1998a, 341. Véase también una descripción más liberal de la
escuela y de sus miembros en Ōhashi 1990, 11–19. f No encuentro
ninguna documentación que apoye la opinión dada por Vianello sobre la
formación y consolidación de la escuela de Kioto en un ensayo, por otra
parte, muy instructivo (1996, 28–32). Al llamar equivocadamente al
grupo Kyōtoha (la facción de Kioto), repite un error de Piovesana (1963,
85; corregido en la traducción japonesa publicada en 1965, pero no en la
reedición de 1994), y la asignación de sus miembros parece que sigue la
misma fuente. Particularmente extraña es su idea, esta vez propia, de que
el grupo tomó su identidad sólo en las polémicas de la posguerra, y que
fue gracias al estímulo provocado por La filosofía como metanoética de
Tanabe que se pudieron publicar las Obras completas de Nishida. Por el
contrario, las polémicas de la posguerra esparcieron al grupo, y el acto de
arrepentimiento filosófico de Tanabe no tuvo el más mínimo impacto en
la publicación de las obras de Nishida. Por otro lado, su distinción de las
tres generaciones de filósofos de la escuela de Kioto parece ser
enteramente de su propia invención.
En muchos casos, la inclusión de Hisamatsu Shin’ichi en la
escuela de Kioto se debe principalmente a que su discípulo, Abe Masao
(por ejemplo, 1997, 787), quien ha propagado la idea entre un buen
número de personas en el extranjero (Ng 1995, Prieto 1989), quienes a su
vez dan un paso más allá al incluir al mismo Abe como el «representante
principal» de la escuela de Kioto actualmente —un título que Abe mismo
285
sería el primero en rechazar en círculos filosóficos japoneses, pero que sí
ha usado para identificarse y darse a conocer en occidente, como en su
Buddhism and Interfaith Dialogue (Honolulu: University of Hawai‘i
Press, 1995), 122. Abe había sido alumno de Tanabe en Kioto, pero el
maestro que más le influyó fue Hisamatsu. Las ideas de Tanabe
prácticamente ni aparecen en sus escritos, excepto aquellas que son
compartidas por Nishida y Nishitani, sobre cuyas filosofías ha elaborado
varios comentarios e interpretaciones originales. El mejor resumen que
conozco del trabajo de Abe centrado en su encuentro con la teología
occidental ha sido compilado en un pequeño libro por Rodante (1995),
que también contiene una exhaustiva bibliografía de sus escritos y
trabajos.
Shibayama amplía por su parte el término «escuela de Kioto», un
ancho círculo que según su definición abarca de Nishida a Watsuji, quien
sobresale en una extremo como «uno de los miembros más preeminentes
de la escuela de Kioto» (1994, 7). Quizá por esto, sus declaraciones
generales sobre la escuela en los años de la posguerra son difíciles de
defender. Felizmente, esto no es más que un error menor que no afecta su
tesis general: concentrar el valor de estos pensadores sólo en las posturas
que tomaron durante la guerra y en la dimensión panasiática de su
pensamiento equivaldría a ignorar el contexto más amplio de
interrogaciones que habían abordado desde los primeros años de la época
de Taishō, y a eludir la pregunta sobre la importancia que estos
pensadores todavía tienen para nosotros. f Creo importante mencionar
que, Ueda Shizuteru, el sucesor más inmediato de la tradición de la
escuela, habla constantemente de la «filosofía de Nishida», evitando con
diligencia el término «escuela de Kioto». f La publicación en 1982 de
una colección de ensayos bajo el título The Buddha Eye, en una serie que
yo mismo edité, llevó el engañoso subtítulo de An Anthology of the
Kyoto School. La inclusión de ensayos de Suzuki, Abe e Hisamatsu sin
duda tuvo una cierta responsabilidad en toda esta confusión. f Una
historia de la filosofía japonesa desde 1868 escrita más recientemente por
Hamada introduce aun otra clasificación, al hablar de una «escuela de
Nishida» que tiene en Miki y Tosaka su «ala izquierda», en Mutai
Risaku, Shimomura y Yanagida Kenjūrō su «centro», y en Yamanouchi
Tokuryū, Kōsaka y Kōyama su «ala derecha», junto con Tanabe y
Nishitani. Es esta ala derecha lo que ella llama la escuela de Kioto en el
sentido estricto del término (1994, 56). Nadie más parece seguir tal
clasificación, aunque una alineación diferente de derechistas e
izquierdistas fue propuesta por Yamada Munemutsu (1975, 44). f Ng,
bajo la dirección de Abe (en cuyos escritos confía con exceso en sus
presentaciones de las figuras más centrales de la escuela), propone un
esquema en el que Hisamatsu y Nishitani forman una «segunda
generación» después de Nishida y Tanabe, y en el que Takuechi, Abe y
286
Ueda representan la tercera y actual generación (1995, 1; 1998, iv–v).
En 1977, Nishitani escribió en la introducción a una colección
conmemorativa en honor del maestro zen, Yamada Mumon:
La designación «escuela de Kioto» es un nombre periodístico usado en
relación a unas discusiones que unos amigos y yo mantuvimos
inmediatamente antes y durante la guerra, pero en este libro indica
puramente una escuela de pensamiento. Este es también el sentido en que
es usado actualmente por los americanos, y por muchos otros. (nkc 11:
207) En Japón, las connotaciones negativas del término «escuela de
Kioto» han sido reanimadas por el «budismo crítico» de Hakamaya
Noriaki, quien argumenta que Nishida y sus discípulos han respaldado
herejías budistas populares, como por ejemplo la idea de «la naturaleza
del Buda», que tienden a sostener las injusticias sociales (véase Hubbard
y Swanson 1997). f Como indicación general de cuán poco la pregunta
política fue abordada en los 1970s y 1980s entre los que estudiaron la
escuela de Kioto en Japón, Jan Van Bragt, una de las figuras claves en la
historia de la introducción de la escuela en el oeste a través de sus
ensayos y traducciones, ofrece un buen resumen de cómo estas
cuestiones han sido reanimadas y cual es su importancia (1995, 233–42).
f Para una visión general más amplia del destino de las indagaciones
sobre el pensamiento de Nishida después de la guerra, y la conversión de
anteriores críticos a una postura más equilibrada, véase Yusa 1995a.
Lo más parecido a una continuación oficial de la escuela de Kioto
en Japón son varios grupos que se han organizado entre los discípulos de
Nishida y Tanabe. La primera de lo que dio en llamarse «Conferencias
conmemorativas de Nishida Kitarō» la impartió D. T. Suzuki en 1945, un
año después de la muerte de Nishida. Al año siguiente, unos discípulos
de Nishida y académicos formaron un grupo con la intención de
preservar la memoria de su maestro y realizar un rito conmemorativo
cada año. El grupo se llamó el «Sunshin-kai» (después de Sunshin, el
nombre budista lego de Nishida) y asumió la responsabilidad de
patrocinar las conferencias conmemorativas anuales, que continúan hasta
hoy. f El Kyūshin-kai (Sociedad para la persecución de la verdad) fue
fundada en 1977 por unos discípulos y académicos que estudiaban el
pensamiento de Tanabe. Después de patrocinar una serie de simposios y
seminarios, recibió un nuevo impulso en 1994, cuando inauguró la
publicación de una revista anual que lleva el mismo nombre de la
Sociedad, (求真) . f En 1995, con motivo del quincuagésimo aniversario
de la muerte de Nishida, se celebraron una serie de conferencias
conmemorativas sobre Nishida y Tanabe en Kioto, la de Nishida por
parte de Ueda Shizuteru (esencialmente 1995a, cap. 1) y la de Tanabe
por mi parte (Heisig 1995b).
Como buena indicación del impacto que el pensamiento de la
287
escuela de Kioto ha creado en la teología cristiana en Japón podemos
citar un simposio reciente sobre el tema, «¿Qué tiene el cristianismo que
aprender del budismo?» (Instituto nanzan, 1999). Véase también
Hanaoka (1988) y los intentos creativos de Onodera por repensar el papel
del Espíritu Santo a la luz del pensamiento de Nishida (1992). La figura
pionera al respecto, todavía prácticamente desconocida en occidente, fue
Takizawa Katsumi, a quien Nishida mismo consideraba uno de los
lectores más astutos de su filosofía. f En general, la influencia de Nishida
y Nishitani es más marcada. Quizá el uso más constructivo del
pensamiento de Tanabe de parte de un teólogo es el de Mutō (véase
especialmente 1986, 2:143–65, 3:93–166).
Aunque muchos estudiosos budistas, especialmente de la
tradición del zen Rinzai, han valorado las filosofías de Nishida y
Nishitani como una contribución a su autocomprensión, Tanabe parece
haber sido enteramente olvidado en este sentido. Incluso entre los
adeptos al budismo de la Tierra Pura, donde uno podría esperar una
mejor recepción, Tanabe ha sido ignorado, mientras que la filosofía de
Nishida, que durante muchos años ha sido descartada por estar en
desacuerdo con las interpretaciones tradicionales de Shinran, ha
empezado a llamar la atención. El trabajo más notable aquí está
representado por una series de ensayos de Takeda (1991, 239–305).
2la filosofía japonesa como filosofía mundial. Las
traducciones de Tanabe y Nishitani que han reanimado el interés en
Nishida en el oeste han sido, respectivamente, La filosofía como
metanoética y La religión y la nada. f He discutido el problema
subyacente del provincialismo de la «filosofía mundial» que se
enmascara como universalismo en el contexto de la escuela de Kioto, a
partir de la lógica de lo específico de Tanabe (Heisig 1995b). f Que yo
sepa, nadie ha tratado de colocar a los filósofos de Kioto en la historia de
la filosofía como totalidad, ni evaluar su logro en este contexto. Los
estudios occidentales han tendido más bien a ubicarles dentro de la
historia general de las ideas de Japón (véase las referencias en §6 abajo).
Las indagaciones japonesas han tendido a localizarse aún más
estrechamente. Aunque hay que tener en cuenta las condiciones en las
que estos pensadores escribieron y el auditorio al que se dirigieron,
detenerse en este punto o tomarlo por decisivo —como no pocos
japoneses parecen hacer para intentar superar el problema de sus escritos
durante la guerra (por ejemplo, Yusa 1992, 153–4)—, me parece que
ignora la cuestión más importante, la de su contribución mundial.
3el fondo histórico de la filosofía occidental en japón. La
mejor visión general de los orígenes del estudio de filosofía occidental en
Japón es todavía el libro de Piovesana (1963). Aunque no entre muy
profundamente en las ideas como tales, es una valiosa presentación de las
personas y obras principales que componen esa historia. Una sinopsis
288
breve pero útil puede encontrarse en Shimomura 1966. f Kasulis (1995),
como siempre arrojando claridad a cuestiones que otros han oscurecido
con un buen aparato técnico, presenta una introducción más breve al
contexto intelectual en el que la filosofía aterrizó en Japón, centrándose
en el intento de Nishida de rechazar el aislamiento de la filosofía y la
religión del modo de pensar científico.
Nishi Amane (1829–1897) fue enviado a Holanda por el gobierno
de Tokugawa, y permaneció allí de 1863 a 1865; al regresar intentó
ofrecer un resumen enciclopédico de la academia occidental (lo que él
llamó «filosofía»). Organizó su libro según el esquema de Auguste
Comte de las tres etapas de desarrollo del conocimiento, en el transcurso
del cual proveyó al idioma japonés de buen un número de traducciones
cruciales de términos técnicos de la filosofía. La cita de su Enciclopedia
es tomada de Thomas Havens, Nishi Amane and Modern Japanese
Thought (Princeton: Princeton University Press, 1970), 108.
La declaración de que los japoneses no llegaron a la filosofía a
través de la desmitificación debe incluir alguna mención al hecho de que,
a la altura del «control de pensamiento» durante la guerra, elementos de
la extrema derecha en el gobierno consideraron los mitos fundadores de
Japón como una suerte de «hecho histórico», e incluso denunciaron a
Tsuda Sōkichi, un estudioso de la historia japonesa clásica, por haber
escrito un libro que abordaba estas leyendas desde un punto de vista
científico, así como también a su editor, Iwanami Shigeo. Para los
detalles, véase (岩波茂雄伝) [Una biografía de Iwanami Shigeo] por
Abe Yoshinari (Tokio: Iwanami, 1957), 224–32.
La resistencia a la filosofía y la religión occidentales, que fue
dominante entre la clase culta japonesa de la época, llegó a Europa y
Estados Unidos en libros publicados por japoneses que vivían en el
extranjero. Examinando hoy este material, uno se percata de cuán
ridículo deben haber parecido estas ideas en su ropaje extranjero a los
lectores occidentales ansiosos por saber algo de Japón. Cito dos ejemplos
de este tipo ignorado de literatura. Un pequeño libro que pretende
desafiar la filosofía occidental con la sabiduría del este fue publicado en
1931 por Sakurazaw a Nyoichi, Principe unique de la philosophie et de la
science d’Extrême-Orient (Paris: Librairie Philosophique J. Vrin). En él,
el autor se lamenta del estado de su país tras haber perdido su propio
espíritu al asimilar a medias una suerte de «salade russe américanisée».
Su propia versión del «pensamiento oriental» está aún peor asimilado.
Cito sus palabras porque son la antítesis misma de lo que Nishida y los
otros de la escuela de Kioto tuvieron como meta:
En breve, el espíritu japonés es un realismo que sobrepasa en el fondo
todo debate sutil, toda enseñanza parcial, toda filosofía, toda ciencia,
asimilándolos en una vida práctica y haciéndolo de una manera estética.
289
No permite la especialización. Requiere que desde el principio uno sea
un individuo ordinario y natural, y desde ahí que uno posea una intuición
instintiva, clara y precisa, una conciencia de la «vacuidad» (119). Un
ejemplo de la resistencia a la hegemonía mundial del cristianismo y su
influencia cultural puede hallarse en un libro, escrito en un estilo popular
(pero en un inglés torpe y a veces totalmente sin sentido), por Satomi
Kishio, Discovery of Japanese Idealism (London: Kegan Paul, Trench,
Trubner, and Co., 1924). Esto también es la antítesis de la escuela de
Kioto en cuanto que su método carece de la disciplina de la lógica y la
comprensión del oeste que hubo falta para llegar a sus conclusiones. f En
el período de posguerra, la escuela de Kioto estuvo asociada con este tipo
de posición y fue acusada de haber fundido tradiciones japonesas y
occidentales de modo poco crítico. Un ejemplo clásico de este tipo de
crítica es un libro de Miyakawa Tōru, que argumenta a favor de una
reconstitución de tradición étnica basada en un rechazo de su pasado, y
desde este punto de vista denuncia a Nishida y Tanabe, en detalle
considerable, como ideólogos académicos del pasado (1956, 101–4).
4suposiciones de trabajo de los filósofos de kioto. Hay un
número de breves resúmenes de la postura filosófica general de la
escuela de Kioto. Véase por ejemplo Brüll 1989, 155–79; Heisig 1990a,
1998, 1999a, 1999b; Maraldo, 1997, 1998a; Ōhashi 1990, 11–45.
Estudios religiosos fueron introducidos en Japón como parte de la
filosofía, y por consiguiente como parte del pensamiento occidental.
Mientras Nishida era universitario, Inoue Tetsujirō impartió un curso
sobre «La religión comparada y la filosofía oriental», indicando el
cambio que estaba teniendo lugar. Al final del siglo, los estudios
religiosos se fueron consolidando más o menos como una disciplina
autónoma. f El cruce entre filosofía y religión, aunque raro entre
maestros de la filosofía occidental, no fue exclusivo de los pensadores de
la escuela de Kioto, sino que se observa también en algunos pensadores
budistas en Kioto, como Saitō Yuishin. Sobre esta cuestión, véase
Hanazawa 1999, 44–5.
Ecos de la idea de la metanoética de Tanabe son inconfundibles
en el comentario de Takeuchi Yoshinori (1959, 292–3), pero el punto
general es válido para todos los filósofos de Kioto.
5la cuestión lingüística. Para hacernos una idea de cuánto
tuvo que hacer para crear un lenguaje filosófico para el japonés, y cuánto
duró la tarea, Ueda Shizuteru nos recuerda que fue Nishitani quien
introdujo el término «subjetividad» (主体性) en su traducción de una
obra de Kierkegaard —una traducción que hoy parece obvia para
nosotros, pero que no había sido fijada hasta entonces (1992a, 4).
La detallada y cuidadosa crítica que hace Maraldo sobre las
traducciones negligentes y literales de Nishida, casi ininteligible en
290
inglés (1989), es ciertamente válida, y merece añadirse que las peores no
son las hechas por japoneses y corregidas por nativos.
Desgraciadamente, casi todas las críticas principales que Maraldo dirige
pueden aplicarse a una antología recientemente publicada, y aún
importante, que parece no haber tomado nota de sus consejos (Dilworth y
Viglielmo 1998). f Para relatar una experiencia personal respecto del
choque de diferentes concepciones de cómo traducir la filosofía
japonesa, durante el verano de 1987 Abe Masao pasó dos meses en
nuestra casa para que trabajáramos juntos en la revisión de una
traducción de An Inquiry into the Good de Nishida. Repetidas veces nos
encontrábamos enfrentados ante la elección entre un inglés literal pero
artificial, o una traducción más interpretativa y basada en los textos
filosóficos occidentales que Nishida tenía presentes al escribir su libro; el
Profesor Abe, convencido que yo carecía del aprecio de la genialidad del
estilo japonés de Nishida, y yo convencido de que él no se percataba lo
suficiente de las fuentes de Nishida. Al final, decidimos que lo mejor era
abandonar la colaboración y despedirnos tan amigos, como quedamos
hasta hoy.
Lo mismo ha ocurrido repetidamente con traductores japoneses
de la filosofía occidental, quienes, al carecer de una percepción del alma
del texto que están leyendo, lo traducen en un japonés artificial desde
expectativas nacidas del libro de texto sobre cómo ha de funcionar la
gramática de la lengua extranjera que tratan. A su vez, una dieta estable
de esta clase de traducciones alimenta la convicción de que el estilo más
natural de los escritos compuestos desde el principio en su propio idioma
se basa en un modo de pensar diferente del de la filosofía occidental. Un
buen ejemplo de esto puede verse en los comentarios del primer libro de
Nakamura Yūjirō sobre el pensamiento de Nishida. En él, argumenta que
la lógica del locus de Nishida está íntimamente ligada a las estructuras
del idioma japonés, que las lenguas europeas no comparten (1983,
96–102). Pero las «estructuras» que él compara de hecho son reglas
gramaticales formales que conoce de lenguajes europeos por una mano, y
por la otra mano, la plenitud del idioma vivo y matizado japonés. Si no
soy exagerado, tengo la impresión al leer comentarios de filósofos
japoneses como estos sobre las diferencias lingüísticas que, frente a su
lengua madre se imaginan alfareros, libres para abofetear y formar la
arcilla mojada de su lenguaje para acomodarla a sus intuiciones, mientras
que, enfrentados con textos occidentales, imaginan su propio idioma
como ladrillos preconformados que hay que colocar en filas derechas
para hacer una pared bien construida. Por eso, cuando afirmo que nada
importante de las ideas de los filósofos de Kioto ha de perderse en la
traducción, lo hago desde la suposición de que la fantasía de
incompatibilidades lingüísticas es, en gran parte, una afrenta a los
hechos.
291
6el estudio de la escuela de kioto en el oeste. En una encuesta
realizada después de la guerra por un periódico japonés, se les preguntó a
los lectores qué libros quisieran tener reimpresos. El primer autor de la
lista fue Nishida, lo que indica que las críticas revisionistas no tuvieron,
al menos inicialmente, mucho apoyo popular. Véase John F. Faribank,
Edwin O. Reischauer, Albert M. Craig, East Asia: The Modern
Transformation (Boston: Houghton Mifflin, 1965), vol. 2, 544. f Las
obras cuya traducción inglesa fue patrocinada por el Ministerio de
Educación incluyeron: A Study of the Good de Nishida (1960), A Climate
de Watsuji (1961), y Japanese Spirituality de D. T. Suzuki (1972). Estos
trabajos fueron reimprimidos durante los años ochenta en los Estados
Unidos por Greenwood Press en ediciones facsímil, a precios exagerados
que los han mantenidos lejos del alcance del lector ordinario. Philosophy
as Metanoetics de Tanabe formaba originalmente parte de este mismo
proyecto de traducción, pero zozobró en forma de manuscrito debido a
una traducción inaceptable, hasta que fue completamente revisada y
publicada en 1986.
Schinzinger vivía en Japón cuando escribió su primer ensayo
sobre Nishida (1940), y pudo consultar con él personalmente la
traducción alemana de algunos de sus ensayos (véase Yusa 1998a, 428).
Su primer ensayo sobre Nishida, así como también sus introducciones a
las traducciones de Die intelligible Welt (1958), se leen como una
concatenación de la jerga técnica de Nishida y hacen muy poco por
clarificar su pensamiento. Uno se pregunta si alguien fue capaz de
entender algo leyendo el libro. El trabajo de Lüth sobre la filosofía
japonesa, aunque pobre según los parámetros actuales, da una buena idea
de lo que entonces se sabía del pensamiento japonés en Europa (1944).
Véase también su intento, publicado póstumamente, de sintetizar el
pensamiento de Nishida y colocarle en el contexto de la filosofía
japonesa (1983). f Kasulis (1982) fue uno de los primeros que,
trabajando en el extranjero y no dedicado directamente en la traducción
de los textos filosóficos de la escuela de Kioto, reconoció la importancia
de la escuela para la apropiación del pensamiento budista japonés en la
filosofía occidental. f En 1982 Buri publicó un largo resumen del
pensamiento de varios de los pensadores asociados a la escuela de Kioto,
libro echado a perder por interpretaciones perjudicadas por su propia
agenda teológica. No es que su limitación se deba a los pocos textos
entonces traducidos, sino más bien que parece haberse apurado en
resumir lo que le parecía útil para entrar cuanto antes en las cuestiones
teológicas que más le interesaban. Digo esto con una cierta desilusión, ya
que fui uno de los que le animaron, durante una estancia en Japón a
finales de los setenta, a adoptar los filósofos de Kioto como puente entre
su cristología y el budismo. f Sobre la recepción del pensamiento de
Nishida en los Estados Unidos en general, véase Yusa 1995b.
292
En lo que se refiere a la ubicación de la escuela de Kioto en la
historia intelectual de Japón, los historiadores occidentales han tomado
una perspectiva más generosa que la de sus colegas japoneses, al incluir
acertadamente una historia de las ideas anterior a la llegada de la
filosofía occidental propia. Así Brüll, quien intenta mostrar la cara
filosófica de Japón sin imponer una definición occidental de la filosofía
desde el principio, dedica más de la mitad de su libro a una visión
general de ideas budistas tal y como fueron aceptadas en Japón antes de
era Meiji (1989). f En un estudio cuidadoso de la historia de la filosofía
en Japón que va de los siglos vi al xii, Paul combina una definición
culturalmente trascendente de la filosofía que incluye cada tipo de
«reflexión crítica, basada en la lógica y la experiencia, de las cuestiones
humanas fundamentales» con una resistencia deliberada a lo que él ve
como chauvinismo inveterado y un revisionismo en la idea de una
«filosofía japonesa» que avanza Brüll (1993, 4, 15–16). Sus suposiciones
de trabajo —a saber, que los principios de la lógica (identidad,
contradicción y el medio excluido) son una función humana universal e
innata, y que la historia japonesa demuestra que sus pensadores «durante
largo tiempo plantearon las mismas preguntas que los filósofos
europeos»— cumplen sus propias expectativas de manera muy detallada.
Como he aclarado en el texto, yo prefiero trabajar bajo las suposiciones
de que la idea de la filosofía está siempre en parte culturalmente
determinada, y de que la «lógica» de la que hablaron los filósofos de
Kioto no fue meramente una colección de reglas de discurso racional,
sino una forma de pensar cuyo cometido era realzar y transformar la
conciencia del pensador. f Para una consideración general de la escuela
de Kioto, con mucho la disponible en castellano, es un reciente estudio
de González (2000) que llegó a mí cuando estaba trabajando en este
libro. Buena parte del libro, tras un breve pero correcto resumen del
pensamiento budista, confuciano, y neoconfuciano en Japón, está
dedicada a las corrientes filosóficas del siglo xx. En él, las ideas de
Nishida, Tanabe y Nishitani destacan y son presentadas con una atención
cuidadosa a los textos mismos. f Un trabajo de Hamada más o menos
cubre el mismo terreno que Piovesana (1963), rellenando algunas
lagunas en cuanto a fechas y títulos de obras filosóficas, pero a menudo
introduciendo resúmenes confusos de las ideas de los filósofos que trata.
A partir de los años setenta (Wargo 1972), una docena de tesis
doctorales han sido escritas en universidades de Estados Unidos sobre la
escuela de Kioto. En Alemania, los trabajos que hicieron de avanzadilla
fueron las habilitaciones de Waldenfels sobre Nishitani (1976) y de
Laube sobre Tanabe (1984). En 1990, una tesis fue presentada en la
Universidad de Leiden sobre el pensamiento religioso de Tanabe por un
joven japonés (Ozaki), una obra bien fundada pero malograda por un
inglés de calidad inaceptable. f El volumen de Nishida publicado
293
privadamente en traducción inglesa como parte de la serie Monumenta
Nipponica fue Fundamental Problems of Philosophy (1970). Poco
después, en 1973, el East-West Center de Hawai‘i publicó otra obra de
Nishida, Art and Morality (1973).
En español, los esfuerzos de Agustín Jacinto de la Universidad de
Michoacán en México merecen una mención especial. No sólo ha
preparado traducciones de amplias secciones de las obras de las figuras
principales y algunas secundarias de la escuela de Kioto, sino que ha
escrito largos comentarios sobre cuestiones específicas del pensamiento
de Nishida, y ha dotado de un fondo histórico general a la escena
filosófica en Japón como totalidad. Su trabajo, aunque publicado
localmente y difícil de conseguir, ha ayudado en gran medida el mío.
El simposio de 1980 con los representantes vivos de la tradición
de la escuela de Kioto fue publicado posteriormente bajo el título La
nada absoluta y Dios (Instituto nanzan 1981). f Las comunicaciones de
Los Simposios zen de Kioto fueron publicadas en una publicación anual,
Zen Buddhism Today entre 1983 y 1998. f En 1982, se formó en Kioto
una asociación académica conocida como la Sociedad de Intercambio
Religioso Este-Oeste, y hasta hoy sigue celebrando una reunión anual. A
partir de una comunicación de Nishitani en 1985, el pensamiento de la
escuela de Kioto ha sido una fuerza motriz relevante en las discusiones.
Los resultados son publicados cada año en las páginas de Mahāyāna Zen
(大乗禅), que incluye números especiales dedicados al pensamiento de
Nishida (1992) y de Nishitani (1996, 1997).
7disposición del material. En el tratamiento de las críticas de
las ideas políticas de la escuela de Kioto, me he limitado principalmente
a unas cuantas críticas tempranas del lado japonés y a algunos estudios
recientes. Soy consciente de que muchos historiadores de las ideas, tanto
en Japón como en el extranjero, se han centrado en algunos textos
orientados políticamente de los filósofos tratados en este libro,
resituándolos en la historia general del ultranacionalismo japonés. Estoy
convencido, a juzgar por lo que he leído, de que no es el contexto
adecuado ni para entender su pensamiento como totalidad ni su aspecto
político; y como ya he participado en un intento serio de reconstruir un
contexto más adecuado (véase Heisig y Maraldo 1995), me pareció que
no venía al caso dar otro largo rodeo a través de esos argumentos. Para
un retrato general de esta cuestión, véase Parkes 1997. También
indispensable es una colección, recientemente publicada, de
reimpresiones de ensayos críticos, junto con las respuestas de estudiosos
de Nishida, que ha sido incluida en una edición nueva de selecciones de
escritos de Nishida (Fujita Masakatsu, 1998a).
El Prospectus con el que se cierra este libro no ha sido anotado.
Sin embargo, quisiera mencionar la influencia de Jan Van Bragt, quien
294
desde que lo conozco ha venido planteando preguntas difíciles a los
filósofos de la escuela de Kioto en sus escritos y conferencias públicas, y
muchas de cuyas ideas han llegado a ser las mías, después de más de
veinte años de colaboración.
Nishida Kitarō (1870–1945)
8vida y carrera de nishida. Una lista exhaustiva de los
movimientos de Nishida a lo largo de su vida ha sido preparada por Yusa
(1998a) como un apéndice a su cuidadosa exposición de la vida de
Nishida basada en sus diarios y cartas, como también en una gran
cantidad de literatura secundaria. Una revisión de este trabajo está siendo
preparada actualmente para una edición inglesa. Mientras tanto, la única
fuente en idioma occidental de información detallada sobre los primeros
años de Nishida se encuentra en un resumen general por Viglielmo
(1971) y en aún el resumen de los diarios por Knauth (1965). Véase
también Uesugi 1988. Respecto a sus años universitarios, he seguido en
gran parte aquí también a Ueda Shizuteru 1991, parte 3; 1995a, cap. 3. f
Una colección de reflexiones y recuerdos de sus contemporáneos es
igualmente útil para comprender la persona de Nishida (Shimomura,
1977). f Una presentación esquemática de los diarios ha sido preparada
por Jacinto (1984, 159–93).
Aunque Nishida nunca completó su historia de la ética, un esbozo
general de las divisiones de las teorías éticas según Green aparece en su
primer libro, Indagación del bien. f Parece ser que desde muy pronto
Nishida manifestó cierta afición por la escritura: ya en su época de
estudiante de secundaria colaboró con un grupo de amigos para formar
un grupo llamado «Sociedad del Respeto a uno mismo», que compartía
sus escritos literarios.
Nishida había sabido del zen por su profesor de instituto Hōjō
Tokiyuki, quien reunió un círculo de estudiantes interesados en el
maestro Setsumon, el abad del templo de Kokutai-ji en Toyama. Entre
los miembros del círculo estaba Suzuki (Daisetsu) Teitarō, quien a la
larga también abandonaría el instituto sin terminar el curso, como
Nishida. Suzuki entró en lo que hoy es la Universidad de Waseda, hasta
que Nishida le convenció para que se matriculara en el mismo programa
de filosofía en la Universidad Imperial de Tokio donde él era estudiante
especial. En el curso de los años, Suzuki se alejó de la filosofía
académica para dedicarse a la práctica del zen. Para los detalles, véase
Uesugi 1982. f Para una historia ágil de las relaciones entre Suzuki y
Nishida, véase Mori Kiyoshi 1991. Más información, basada en
memorias personales, está incluida en Okamura y Ueda (1999, 298–383).
f Existen diferentes interpretaciones sobre el significado del nombre
Sunshin, que combina los dos caracteres de mente y pulgada, pero parece
que no es más que un juego irónico del maestro zen Setsumon, quien
reconoció en Nishida una gran mente. Parece ser que a Nishida el
295
nombre le gustó desde el principio (véase Yusa 1998a, 125). f El primer
kōan que Setsumon le dio a meditar a Nishida fue el carácter mu o
«nada», pero cinco años más tarde lo cambió por «el sonido de una
mano» cuando se vio que Nishida se había quedado atascado. Pese a sus
dotes intuitivas, Nishida no podía mantener el mismo paso que sus
colegas jóvenes en el zen, quienes pasaban de un kōan al otro con menos
tensión. Cuando eventualmente resolvió el kōan «nada»
satisfactoriamente para su maestro, era Nishida mismo quien quedó
insatisfecho. Se dice que D. T. Suzuki remarcó más tarde, «esto es lo que
puede ocurrir con cerebros racionales y lógicos como el de Nishida»
(citado en Takeuchi Yoshitomo 1970, 161; la referencia original fue
eliminada, desafortunadamente, por los editores de las memorias de
Shimomura 1990, 62). f Para una valoración de Nishida por parte de un
maestro zen, véase el breve ensayo de Hisamatsu, que le calificó de «un
individuo enteramente zen» (1985, 45).
Fue Ueda Shizuteru quien dijo que «en la persona de Nishida
Kitarō, por primera vez en la historia del mundo, el zen y la filosofía
europea se encontraron verdaderamente el uno a la otra» (1998b, 42),
pero este comentario requiere una matización. Durante la década en que
Nishida seguía la práctica del zazen y devoraba insaciablemente libros de
filosofía occidental, parece que este encuentro tenía más que ver con
encontrar un equilibrio psicológico para su vida futura que como parte de
cualquier aventura de ideas. Y tras abandonar la meditación zen, el
encuentro se dirigió más hacia el lado intelectual del zen. En rigor, los
dos son tan distintos —el no pensar en contraste con un pensar
disciplinado— que uno o el otro debe al fin tomar preponderancia. De
existir algún terreno medio para el encuentro, sólo puede consistir en una
idea de la «experiencia» que pueda lidiar con categorías filosóficas hasta
finalmente hundirse en un asombro ante lo incognoscible e indecible. En
el caso de Nishida, el intento por «explicar todas las cosas sobre la base
de la experiencia entendida como la única realidad» —el propósito de
Indagación del bien, declarado explícitamente (Nishida 1995a, 34)— era
claramente un intento de crear una filosofía del zen. Como esa idea
retrocedió en el fondo, llevó consigo ese intento. f El primer estudio en
profundidad que intenta situar el papel que juega el zen en el
pensamiento de Nishida fue hecho por Takeuchi Yoshitomo en 1970.
Otras citas: nkz 17: 117; 18: 35.
9el estilo filosófico de nishida. La referencia a importar la
superficie de las culturas extranjeras sin su espíritu (nkz 12: 162) alude a
una frase japonesa familiar, 和 魂 洋 才 —espíritu japonés, ciencia
extranjera (occidental). f El pasaje sobre Nishida en el aula aparece en
Nishitani 1991a, 11–12. f Un breve ensayo compuesto con motivo de su
jubilación de la Universidad de Kioto (Nishida 1995b) fue usado por
296
Ueda Shizuteru como punto de partida para un libro que contrapone la
«vida biográfica» de Nishida con su «vida personal» (1995a). He
recurrido a este libro frecuentemente en el transcurso de estas páginas. f
Véase también los recuerdos de Nishida en la aula por Kan Enkichi en el
folleto de la editorial para nkz 5.
Un ejemplo de cómo el despliegue creativo del pensamiento de
Nishida puede quedar oscurecido en cuanto se le intenta imponer una
consistencia sistemática, puede verse en el trabajo de cuatro volúmenes
de Sueki (1988), que sencillamente allana el entero contexto histórico y
personal de su pensamiento para aplicar una serie de herramientas de
análisis lingüístico en sus escritos y producir una filosofía del
autodespertar. Estudié este trabajo seriamente en mis primeros años de
lectura de Nishida, y llegué a la conclusión de que, aunque los resultados
son impresionantes, fundamentalmente son incorrectos, debido a la
constante suposición de un positivismo lógico que sólo raras veces es
adecuado para el pensamiento de Nishida.
Una excepción notable entre estos traductores que no se han dado
cuenta de la manera en que Nishida ocultó sus fuentes lo encontramos en
la redacción de O’Leary (1987), que ha identificado numerosas citas no
indicadas en La intuición y la reflexión en el autodespertar tras comparar
el texto con la biblioteca personal de Nishida. Uno debe suponer que esta
práctica ha sido recurrente en otras obras suyas.
Para una discusión de las diferencias filosóficas entre Nishida y
Kobayashi, que muestra cómo ambos trataban el mismo problema del
análisis del yo y el malestar de la conciencia en el Japón moderno, véase
Nakamura 1987, cap. 5. f Nakaoka parece reflejar una opinión general
entre los admiradores de Nishida que a pesar de que su escritura carece
de «la elegancia de Watsuji o la prosa animosa de Kuki», sin embargo
indica la forma cuidadosa en que pensaba, «como si estuviera
demoliendo a pedacitos una gran roca» (1999, 19–21). Miki añade que el
motivo de seguir leyendo a Nishida pese a la dificultad de su prosa es
que «de pronto una frase iluminadora saldría a la superficie desde los
recesos interiores del alma en medio de todo el sofisma, para arrojar luz
sobre la totalidad del texto» (1986, 17: 299–300). El resto de ese ensayo
habla de la actitud abierta de Nishida hacia sus estudiantes y las ideas de
ellos. El pasaje citado en el texto acerca de su modo de escribir también
aparece aquí (306–7). f Incluso entre los admiradores de Nishida,
algunos utilizan palabras fuertes cuando se trata de su escritura. Yuasa,
por ejemplo, llama a su prosa «un soliloquio recóndito, que carece de
método y de toda organización teórica clara» (1987b, 49). Para opiniones
discrepantes sobre el estilo de Nishida, véase Fujita Kenji, que ha hecho
una breve comparación con Natsume Sōseki (1993, 15–22), como
también los ensayos de Nakagawa (1994) y Ōmine (1995). Las
reflexiones de Ueda Shizuteru sobre el estilo de Nishida son una mezcla
297
de atención a su genialidad y una atribución de originalidad frente al
estilo de la «filosofía occidental» que parece pasar ligeramente por
encima la gran variedad de formas en que la filosofía ha estado escrita a
través de los siglos, incluyendo la de Heidegger quien también es
mencionado (1998b, 233–43; en traducción inglesa, 1995c). La metáfora
del minero fue también citada anteriormente por Takeuchi Yoshitomo
(1978, 10), quien también erró al añadir la frase final de Nishida a la
metáfora. Shimomura califica sus escritos de «monólogos» y «diarios de
meditación», lo que da al lector la impresión de un tema musical que va
repitiéndose una y otra vez (1988, 197). f El único intento extenso que
trata críticamente la cuestión del estilo de Nishida ha sido hecho por
Kobayashi Toshiaki (1997). He tomado prestadas de ese libro algunas de
las citas dadas en el texto.
Las respuestas de Nishida a las críticas a su prosa, aunque breves,
pueden encontrarse en sus cartas (v.g., nkz 19: 122–3), y en una pieza
breve que escribió para una revista mensual de la editorial, «La primera
vez que escribí en estilo coloquial» (13: 153–4). Quizás sería posible
también encontrar en su idea filosófica de «la expresión», especialmente
en la forma que adoptó en sus escritos tardíos, una cierta defensa de su
estilo.
Maraldo llama la atención sobre cuatro métodos de
argumentación en los escritos de Nishida. El primero es su forma de
proyectar las fundamentaciones sólo para subvertirlas; el segundo,
socavar suposiciones antropocéntricas sobre la naturaleza del
conocimiento y de la realidad; el tercero, relacionar las ideas de la lógica
y la metafísica con el proceso del autodespertar; y el cuarto, poner boca
abajo jerarquías o esquemas explicativos tradicionales (1998a). Aunque
estos «métodos» no estén todos en el mismo nivel metodológico, ni
encubran la totalidad de su estilo filosófico, señalan patrones que se
repiten mucho en los escritos de Nishida. f Respecto al «hándicap» que
supone el japonés por la presunta afinidad que tendrían las lenguas
occidentales con la argumentación filosófica, véase Nakamura 1987,
159–60. f Las primeras traducciones que aparecieron de los escritos de
Nishida fueron publicadas en vida del filósofo, y el traductor, Robert
Schinzinger, le visitó en varias ocasiones en 1938. En una de sus visitas,
Nishida respondió a una pregunta sobre cierto pasaje, «realmente, ni yo
mismo sé qué he escrito allí» (citado en Yusa 1998a, 428). Merece la
pena mencionar que, además de Schinzinger, el año anterior Nishida
había recibido a Eduard Spranger, un discípulo de Dilthey, y a Karl
Löwith (véase Knauth 1965, 356). Sobre la relación entre Löwith y
Nishida, véase Stevens (2000, 21–5).
Umehara, conocido hoy en Japón como un divulgador del
pensamiento japonés y de las teorías del japonismo, figura entre los que
insisten en que Nishida pudo haber utilizado un lenguaje más simple
298
(citada en Kobayashi Toshiaki 1997, 11). f La declaración de Nishida
sobre la importancia de llegar a coger «el tranquillo» de una filosofía es
citada por Nishitani (1991a, 65). En otro contexto, Nishida usa el mismo
término para hablar de un artista consumado (1995a, 73). f
Particularmente durante los años de guerra, Nishida reconoció la
importancia de tener un círculo de discípulos a quienes ayudar a pensar
claramente y a superar los prejuicios de la época. f Las piezas
ocasionales de Nishida son acogidas principalmente en el volumen 13 de
sus Obras completas.
Otras citas: Kobayashi Hideo 1968, 7: 84; nkz 14: 267–8, 19: 36.
10una aventura de ideas. La presentación más extensa del
pensamiento de Nishida en un idioma occidental es la de Mafli de 1996,
un resumen de varios textos traducidos al inglés y alemán, ponderado
pero esquematizado en rigor. En inglés, véase la presentación de Carter,
confeccionada con un prosa más ligera y accesible (1997).
Nishida no se preocupó por los desarrollos del positivismo lógico
ni tampoco por las diferencias entre la lógica formal y la simbólica. Su
interés no se centró en el método de los principios del discurso, sino en el
uso de los principios mismos. Por lo tanto, aún cuando discute el
silogismo aristotélico, lo que tiene en mente es su función como un modo
de hablar del mundo de la experiencia. Paul acusa a Nishida y a sus
seguidores de haber ignorado las reglas fundamentales de la lógica
formal, porque está convencido de que existe una sola lógica posible, y
de que la idea de una «lógica oriental» distinta no tiene sentido (1993,
136–7). En un folleto de unos años antes, rechazó completamente la idea
de que Nishida había elaborado una síntesis entre los modos de pensar de
oriente y de occidente, o que fuera representativo de la filosofía
japonesa, e incluso llegó al punto de dudar de que lo que hacía fuera
realmente filosofía (1986, 41–2). Uno de los propósitos de Nishida era
precisamente desafiar las suposiciones que se ocultan tras este tipo de
juicios.
Si mis sospechas son correctas, aunque no tenga modo de
confirmarlas, Nishida tuvo un bien fundado dominio académico del
alemán filosófico, fue inseguro en el francés (leyó a Bergson en
traducciones alemanas y japonesas) y algo mejor en inglés. No entendió
ni el latín ni el griego, si exceptuamos las pocas frases que encontró en
los textos filosóficos que manejaba. Parece ser que no habló ninguna de
estas lenguas, y podemos presumir que su apreciación del lenguaje
literario de los idiomas europeos fue de segunda mano. Esto explica en
parte la razón por la que abandonó tan pronto su interés en grandes
estilistas como Bergson y James para quedar absorbido en los
neokantianos.
Noda recuerda que Nishida se refería a menudo en sus clases a su
objetivo de buscar fundamentaciones racionales para «cierta verdad
299
característica» del zen (1984, 101–2). f La cita de Nishitani (1991a, 25)
recoge varias ideas de Nishida acerca del zen. De hecho, en varias
entradas de sus diarios le encontramos ansioso por escapar del mundo, no
por enfrentarse a él. Por ejemplo: «Mi mente debe dejar el mundo a la
Providencia y abandonarse a la práctica. Sólo me disminuyo a mí mismo
cuando espero cualquier cosa de un mundo tan estúpido y fugaz» (nkz
17: 16). Fue sólo más tarde que reconocería en esto una carencia del zen.
f El hecho de que Nishida guardase en secreto su práctica de zen a sus
estudiantes es recordado por Kataoka Hitoshi (véase Horio 1992, 95).
Son incontables los ejemplos que podríamos citar de
comentaristas japoneses que han devorado enteras las generalizaciones
de Nishida sobre las diferencias entre el este y el oeste. Ya que Nishida
mismo prefirió leer las fuentes originales, resulta irónico encontrar a
tantos japoneses atraídos por las ideas de Nishida que confían en su
análisis de la filosofía occidental, en lugar de estudiar los textos por sí
mismos. La inevitable confusión en lo que escriben perjudica a Nishida,
y es una de las razones por las que el celo de sus discípulos no ha tenido
éxito en atraer a nuevos lectores del maestro. Abe Masao será el más
ilustre ejemplo de esa tendencia. Véase su introducción a la traducción
revisada de Indagación del bien (1995b) y su explicación de cómo
Nishida corrigió a Hegel y Aristóteles (1995a). Maraldo ha demostrado
cuidadosamente un cierto «nacionalismo cultural velado» operando tras
el modo de pensar de Abe (1995, 241–6).
Resumiendo decenas de trabajos dedicados a la traducción y
estudio de Nishida, Dilworth ha preparado una exposición sólida del
desarrollo del pensamiento de Nishida alrededor de su objetivo general
de poner en contacto oriente y occidente (1987).
Otras citas: Nishida, 1958d, 355–6; Miki 1986, 20: 728–9; Ueda
Shizuteru 1995b, 35.
11la búsqueda del absoluto. Referente a la preocupación entre
los intelectuales de la era Meiji por aclarar la idea del yo, véase
Nakamura 1987, 161–3. f Como uno podía imaginar, debido a la
intensidad del compromiso de Nishida con el zen en medio de su carrera
universitaria, sus diarios y cartas están llenos de referencias al yo y a su
persecución como algo más importante que las vanas preocupaciones
mundanas. Trataba entonces de aceptar un tipo de «individualismo
radical» que no cayera en la trampa de lo que él vio como la tendencia
egocéntrica del pensamiento europeo, cuya historia intentó dibujar
brevemente en un ensayo titulado «La doctrina de la autoconciencia»
(nkz 13: 90–5). Esta fue una posición que mantuvo con vigor, insistiendo
hasta el final en que cualquier forma de totalitarismo ha de ser rechazado
justamente porque implica la negación del individuo. En relación a esto,
véase la breve entrevista que mantuvo con Yamamoto Ryōkichi en el
folleto de la editorial para nkz 15.
300
Stevens (1998, 2) está en la cuerda oja al declarar que no sólo la
filosofía posterior de Nishida, «sino también los aspectos diversos de la
filosofía de la escuela de Kioto como totalidad, están contenidos
seminalmente» en Indagación del bien. Afortunadamente, su ensayo
centra su atención en su revaloración de la obra, y no trata de justificar
esa declaración. Este punto de vista, de hecho, no es raro de encontrar
entre los estudiosos de la filosofía occidental en Japón, que a menudo lo
consideran como la culminación de su pensamiento. Si se quiere un
ejemplo de cómo puede llegar a distorsionar los resultados, véase la
comparación de Nishida y Husserl hecha por Ogawa (1979). f
Veinticinco años después de la publicación de Indagación del bien,
Nishida reconocía que había hecho de la conciencia el centro del trabajo,
dándole un cierto cariz psicológico que no pretendía (Nishida 1995a, 35).
f Los comentarios de Nishitani (1991a, xxvi, 96, 101) aparecen en el
curso de un comentario largo y sumamente legible sobre la obra, pero
deberán ser leídos como un análisis retrospectivo suyo más que como
una exploración de pretensiones objetivas.
Referente al título y la publicación de Indagación del bien, véase
Yusa 1998a, 242–3.
Otras citas: nkz 17: 74, 18: 44.
12el absoluto como experiencia pura. Miki dijo que, en sus
años de estudiante de secundaria, Indagación del bien había sido su
«lectura favorita». El comentario aparece en las memorias de Kōyama
Iwao (citado en Hanazawa 1999, 24).
La primera traducción al inglés de 1960, A Study of the Good
(Nishida 1988), es imperfecta en muchos sentidos y la nueva versión la
supera con creces, aunque adolece todavía de ciertas traducciones
literales del japonés que maltratan el inglés (1990c). Una traducción
española reciente, hecha directamente de esa edición inglesa (1995a), no
ha sido capaz de corregir estos fallos. La primera traducción española,
hecha directamente del japonés, en general es bastante fiable, aunque,
desafortunadamente, se encuentra agotada (1963).
Una argumentación sobre la cuestión de los «mundos diversos»
que aparece en la conclusión del siguiente proyecto de Nishida, La
intuición y la reflexión en el autodespertar, fue su modo de hablar de una
sola unidad refracta en una variedad de puntos de vista o formas de
clasificar los ítemes de la realidad (1987a, 154–9). Su atracción por la
teoría de las mónadas de Leibniz va en la misma línea en el sentido de
que la teoría depende de la suposición de un unus mundus dominado por
un solo principio unificador.
En el pasaje que traduje en términos de la experiencia que tiene al
individuo, y no al revés, (1995A, 34; nkz 1: 4; el traductor alemán, por
algún motivo, omitió la entera sección de prefacios), Nishida aprovecha
el doble sentido de la palabra japonesa aru (más o menos equivalente al
301
castellano haber): «tener» y «existir». Dicho de forma literal, «al haber
un individuo, se tiene una experiencia» se contrasta con «al haber una
experiencia, se tiene al individuo». Si tradujéramos «la experiencia existe
porque hay un individuo» no sólo añadiríamos el elemento de causalidad,
sino que pasaríamos por encima del intento de Nishida de invertir la
condición por lo condicionado. El resto de la traducción del pasaje
confunde equivocadamente dónde comienzan y acaban las cláusulas
relativas. Lo he revisado para transmitir la inversión del modo normal de
expresar «tener una experiencia» que siente el lector japonés al leerlo. f
La crítica sesgada de Fujita Masakatsu contra la «pureza» de la
experiencia pura, en su argumentación de que toda experiencia humana
aparece mediada por el lenguaje (1998b, 58–60), tiene más que ver con
la experiencia que ha perdido esa pureza prístina a la que Nishida
pretendía regresar. f Feenberg encuentra cuatro significados distintos de
la noción de «experiencia» en Indagación del bien (1999, 29–31).
Las citas de William James se toman de sus Essays in Radical
Empiricism (Cambridge: Harvard University Press, 1976), 45, 57, 59.
Para más comparaciones aclaratorias, se puede recurrir a la tesis doctoral
inédita de Abe Nobuhiko, que sostiene que Nishida llevó la idea de la
experiencia pura a sus últimas consecuencias en una manera en la que
James, pese a sus intenciones, no pudo hacer (1993, 53–75). Donde
disiento es en su idea de que la experiencia pura sobrevivió como un
concepto general (Abe dice, como una «trascendencia inmanente») en la
filosofía posterior de Nishida. f Dilworth desafía la comprensión de
Nishida de la idea de la conciencia en James, especialmente acerca del
«flujo» de la experiencia (1969). f Ueda Shizuteru nos ofrece quizá el
tratamiento más minucioso de la noción de la experiencia pura como un
tipo de destello intuitivo que continuó ardiendo en el fondo de todo el
pensamiento posterior de Nishida (1991). f Nakamura repite la idea de
que la experiencia pura de James estaba ligada a su pragmatismo,
mientras que la de Nishida buscaba «fundamentaciones trascendentales»
(1987, 163). Esta idea, que sólo puede basarse en una ignorancia bastante
seria del pensamiento de James, la refuta el mismo Nishida, que
reconoció en James una combinación «ideal» del juicio hacia los hechos
interiores y exteriores. (nkz 13: 206–7). f De hecho, el único texto de
James que Nishida parece haber acabado de leer fue Las variedades de la
experiencia religiosa, que menciona por primera vez en 1902 (nkz 18:
59). Aun así, parece haber ignorado el importante capítulo que cierra ese
trabajo. Al paso que Nishida leía, es probable que el dominio de la
metáfora y del sentimiento literario requeridos para entender
provechosamente a James no fueran del todo suficientes. No debe
sorprendernos que Nishida llevara su idea de la experiencia pura en una
dirección diferente, evitando algunos de los saltos lógicos de James y a
su vez dando otros saltos, que probablemente se hubiera ahorrado con
302
una lectura más cuidadosa del filósofo norteamericano. f Nishida mismo
sólo en una ocasión escribe brevemente, en 1910, sobre su desacuerdo
con James (nkz 13: 97–8). f La cuestión de hasta qué punto Nishida
había comprendido a Hegel en sus primeros años la lleva Funayama
hasta su trabajo tardío, al que critica por estar demasiado ligado a una
«filosofía del ego» como para poder abrirse a la «filosofía del mundo» de
Hegel (1984, 10–42).
Para una reorganización de Indagación del bien alrededor de la
idea de experiencia pura, véase Sueki (1988, 1: 19–33). Su intento de
«sistematizar» el libro resulta al final más largo que el texto original. f
Shimomura distingue nada menos que doce funciones diferentes de la
idea de la experiencia pura o directa en el libro, que condensa en las
cinco etapas en que he basado mi resumen aquí (1947, 172ss). Este
trabajo ha sido abreviado para su inclusión en el volumen de sus Obras
completas que trata el pensamiento de Nishida y Tanabe, y este esquema
se ha perdido con el recorte (1990, 80–1).
El término que he traducido aquí por «demanda» o «impulso» es
要求. Para una lista de sus usos en Indagación del bien, véase Takeuchi
Seiichi 1996, 366–70. Quisiera apuntar también un pasaje de un ensayo
de 1916, en el que Nishida distingue, por un lado, entre deseos y
ambiciones personales, y por otro, un impulso más profundo, del que
hasta declara que, «esta necesidad interna es Dios» (nkz 13: 113). f
Nishitani argumenta que, al cambiar la fundación tradicional de la
metafísica occidental por la experiencia pura, «encontramos algo
fundamentalmente distinto a cualquier metafísica conocida en la historia
de filosofía occidental, de tal manera que no es realmente correcto seguir
llamando ‘metafísico’ el punto de vista del libro». Declara que la única
otra filosofía capaz de ofrecer el mismo tipo de recurso a la experiencia
como terreno medio entre la metafísica tradicional y la ciencia positivista
fue Bergson (1991a, 79, 108–9). Sobre la influencia de Bergson en el
pensamiento de Nishida, véanse los datos biográficos en Yusa 1998a,
237–8. El intento de Suzuki Sadami por descubrir un vitalismo en el
pensamiento de Nishida, y además asociar esto a su actitud respecto a la
historia mundial, me parece forzado (2000).
Los dos pasajes sobre la voluntad son traducidos erróneamente en
la edición inglesa, y los errores se repiten en la versión castellana
(Nishida 1995a, 66, 171). En el caso de la segunda, la voluntad se
convierte en la actividad unificadora de la conciencia, lo que contradice
la insistencia continua de Nishida en que el pensar y la volición están
unidos en la experiencia pura o la intuición inmediata.
Cuando Nishida habla de la religión, se refiere casi siempre al
budismo o al cristianismo, y sus tradiciones doctrinales y místicas más
que a alguna afiliación institucional o práctica ritual concreta. Un breve
303
ensayo que escribió en 1901 sobre «La religión de hoy» denuncia a los
portadores de la tradición religiosa, que la han convertido en una
ocupación profesional, y a los estudiosos que han tratado de suplantarla
—olvidándose ambos de lo esencial, que es la preocupación por la vida y
el despertar del individuo a la dimensión religiosa de lo humano. En
palabras claras y contundentes reclama del cristianismo que tome en
serio la verdad que le es propia. Aunque el estilo sea atípico en sus
ataques moralizadores a la institución religiosa, muestra una posición de
la cual Nishida nunca daría un paso atrás.
Otras citas: Kawashima 1997, 59; Nishida 1995a, 103, 125–7,
223.
13el absoluto como voluntad. Mis comentarios sobre este libro
aprovechan libremente la introducción de O’Leary a la traducción
inglesa, que fue resultado de muchos y largos meses de trabajo en común
(1987). f El joven profesor a cuya crítica respondió Nishida (nkz 1:
299–316) fue Takahashi Satomi, quien más tarde intentará reconciliar la
idea de la nada absoluta de Nishida con la noción de finitud en los
neokantianos y en Heidegger, basándose en una dialéctica del amor que
prefigura el pensamiento tardío de Tanabe. Un buen resumen del
pensamiento de Takahashi, y de su relación con el de Nishida, puede
verse en Kosaka (1997, 157–91). f Se dice que Nishida fue el primer
japonés en hablar de Husserl en una publicación filosófica. Eso fue en
1911, cuando pensaba que Husserl estaba en la misma línea que Rickert
(Nitta, Tatematsu, Shimomisse 1979, 8). Nishida mantuvo una breve
correspondencia con Husserl en 1923 y con Rickert en 1924 (Yusa
1998c, 63). Cuando tuvo noticia del fallecimiento de Husserl en 1938,
Nishida escribió que «el siglo xx ha perdido a su primer gran sabio» (nkz
19: 32).
Sobre la idea general del voluntarismo que tenía Nishida en estos
años, y sus raíces en su pensamiento anterior, véase Dilworth 1970. f La
idea de la voluntad absoluta como algo que se extiende más allá de los
fines subjetivos conscientes, hasta cubrir toda la realidad como principio
básico, es de Schopenhauer. Nishida no lo cita explícitamente en el libro,
pero parece claro que estuvo influido por sus ideas durante sus años
universitarios, y que se había zambullido en sus obras e interesado por su
vida durante los años que precedieron la composición de Indagación del
bien. Una carta de 1902 habla de su preferencia por fundar el absoluto en
la voluntad, como Schopenhauer, en lugar de hacerlo en el intelecto
como Hegel (nkz 18: 61). Además, una gran parte de su interés en la
expresión artística lleva la impronta del modo de pensar de
Schopenhauer, aunque tampoco allí es citado.
Nishida sugiere que valdría la pena indagar en la cosmología
gnóstica por sus ideas sobre el Dios de la no-existencia y el abismo de la
creación, aunque él nunca llegara a investigar gran cosa al respecto
304
(1987a, 156, 167). A mi entender, y desafortunadamente, no se ha
realizado ningún intento por comparar las ideas gnósticas con las
filosofías de la nada de los filósofos de Kioto. f No puedo sino repetir el
juicio de O’Leary respecto a los capítulos finales de La intuición y la
reflexión en el autodespertar: «Estos capítulos señalan un momento
decisivo: tras ellos se encuentra el largo aprendizaje de Nishida como
imitador de voces occidentales; antes de ellos, el tema más grandioso de
su filosofía posterior. Ningún estudiante de la filosofía de la nada
absoluta de la filosofía Kioto puede permitirse omitir estas páginas»
(1987, xvii).
Otras citas: Nishida 1987a, xxiii–xxiv, 125, 133–4, 166–7. nkz 1:
209; O’Leary 1987a, x.
14el autodespertar. El término traducido aquí por
«autodespertar» es, de hecho, una palabra bastante común del japonés, y
aparece así en las páginas de Indagación del bien, reemplazada por
«autoconciencia» no más del 5 por ciento de las veces, sin que esto
suponga ningún significado técnico como tal. f Ueda Shizuteru distingue
tres dimensiones del autodespertar, cada una de ellas correspondería a
uno de los significados que la experiencia pura tuvo para Nishida en ese
primer libro: (1) el simple despertar es como el hecho de la experiencia
pura, una unidad de palabras y cosas (言 y 事, ambos términos unidos
en sus raíces en el idioma japonés por tener la misma pronunciación,
koto, pero diferentes glifos chinos; (2) autodespertar indica el hecho de
que la experiencia pura es un autodespliegue dinámico, en el que cada
despertar al otro es a la vez un despertar a sí mismo; y (3) la
comprensión del yo y del mundo señala que la experiencia pura es el
principio por el que todo puede clarificarse (1991, 249–57). De este
modo, Ueda explica que el núcleo de la idea de la experiencia pura
sobrevive en el pensamiento posterior de Nishida.
En general, estoy de acuerdo con Ueda en que el autodespertar es
una idea central en la filosofía de Nishida. El hecho de que algunos,
como Kōsaka, hayan podido ver su preocupación por el autodespertar
únicamente en esa etapa en el desarrollo de su pensamiento directamente
asociada con La intuición y la reflexión en el autodespertar (1961,
71–117), indica ya el poco interés de Nishida en apurar o delimitar su
definición del término. Lo cierto es que lo entendió como un realce de la
idea tradicional de la autoconciencia, razón por la cual habla durante un
tiempo de «la autoconciencia autodespeierta» (nkz 4: 286). f En otro
lugar he argüido que la idea del yo verdadero debe tanto, si no más, al
pensamiento occidental como al oriental (véase notas a §60 abajo). La
interpretación que da Nishitani de la idea del yo en Nishida (1991a,
112–44) engarza con una gran destreza diferentes pasajes de Indagación
del bien, para demostrar que presenta una idea consistente. Nishitani tuvo
305
la ventaja de estudiar directamente con Nishida, y por consiguiente es un
guía más fiable que yo sobre lo que podía haber pensado Nishida. Sin
embargo, no puedo dejar de sospechar que la concentración del propio
Nishitani en la noción del yo jugó un papel más importante en su lectura
de Nishida de lo que él mismo admite. f A diferencia de algunos de sus
discípulos, especialmente Nishitani, que acabarían recurriendo más al
budismo, Nishida no suele usar términos como «no-yo» (無我) o «el yo
que no es un yo» (自己ならぬ自己). En su lugar, prefiere la expresión
positiva de «el yo verdadero» (raras veces 真 の 私 , v.g., 3: 146;
generalmente 真 の 自 己 , que se traduce literalmente «el sí mismo
verdadero»).
Una parte del problema es lingüístico, ya que el uso del término
«yo» es muchas veces menos técnico que gramatical. Así, cuando
Nishida escribe que «aquellos que no tienen ego, es decir, que se han
anulado a sí mismos, son los más grandes», la palabra «sí mismos» (自
己 ) funciona como pronombre referido a «ego» ( 我 ) y no como
sustantivo, como hacen muchos traductores para que la frase suene más
natural (1995a, 123; 1997a, 91). Al carecer de artículos determinados e
indeterminados, el japonés disfruta aquí de una ambigüedad de expresión
de la que carece el castellano. Desde luego, a diferencia de Jacinto, me
parece preciso evitar la correspondencia uno a uno: 自我 y 我 = ego, 自
己 = sí mismo, 私 = yo. Al contrario, aquí usaré constantemente la
traducción «el yo» sin distinguirlo de un «sí mismo», y hablaré de un
«ego» cuando el contexto deje claro que se refiere al sujeto de la
conciencia. Véase además notas a §44 abajo.
Nakamura Yūjirō ha destacado una posible afinidad entre la
distinción que hace Nishida del ego y el yo verdadero y la psicología de
C. G. Jung, donde se dice del «ego» la mera ego-conciencia y el «Selbst»
a un autodespertar (1984, 66–71). Aunque haya un cierto grado de
coincidencia en la intención de ambas distinciones, la comparación de
terminologías está equivocada, lo que llega a hacerse obvio cuando se
persiguen las consecuencias psicológicas. Si uno busca puntos de
contacto con la tradición occidental, me parece más útil regresar a
Nietzsche, empezando con la tercera de sus Consideraciones
intempestivas. f Yusa opina que el «yo verdadero» en Nishida es un tipo
de matriz, o locus, para el ego ordinario, y en este sentido puede
considerarse como una «conciencia pura» (1998b, 27–8). Aunque su
elección de palabras no es particularmente buena, esto es ciertamente
uno de los muchos significados que se puede encontrar en Nishida,
particularmente en su último ensayo.
El uso de la palabra «yo» para significar «autoidentidad» está
claro, por ejemplo, en un texto ocasional que Nishida escribió en 1936
(nkz 13: 124–5). Cuando, en 1901, en una anotación de su diario, habla
306
de la necesidad de «renunciar a las aspiraciones mezquinas como son la
filosofía y la fama, y conseguir la paz en el yo» o de «conquistar el yo»
(nkz 17: 50–1), por ejemplo, el contexto muestra que no quiere decir más
de lo que llamaríamos una búsqueda de paz interior y una superación de
los deseos inferiores.
15la intuición activa, conocer por volverse. Los dos ensayos
principales de Nishida sobre la intuición activa, cada uno de más de cien
páginas, fueron completados en 1935 y 1936, y otro más corto fue
publicado al año siguiente (nkz 8: 107–218, 273–393, 541–71). Una
reconstrucción del ensayo de 1936, «La lógica y la vida», es presentada
por Yuasa, quien inserta en su resumen una comparación con Watsuji y
un contraste de Heidegger con Nishida (1987b, 50–2, 65–72). f La
combinación de las dimensiones activas y pasivas de la intuición
recuerda la insistencia de fichte en que los hechos nunca vienen
meramente dados, sino que siempre son hechos en algún sentido —lo
que él llamó Tathandlung. Aunque Nishida simpatizó con esta idea de
Fichte, se resistió a convertir el yo en un sustantivo. La intuición activa
puede considerarse como su mejor respuesta formal a Fichte. f Véase
también la lúcida descripción de Cestari de la intuición activa (1998). f
El estudio tardío de Takeuchi Yoshitomo sobre el tema (1992: 9–93)
defiende que la intuición activa permaneció como un aspecto esencial en
su pensamiento hasta el final.
Jacinto sugiere, en un estudio panorámico de la idea del cuerpo
en Nishida, que debemos distinguir tres formas del mismo: el cuerpo
biológico, el histórico y el productivo; cada uno de ellos mediaría un
aspecto diferente de la relación del yo con la realidad (1989, 22–32).
Pese a sus esfuerzos por demostrar que la idea fue la manera en que
Nishida hizo concreta su epistemología, siento más simpatía por Keta
cuando sugiere que la noción abstracta del «cuerpo» que propuso Nishida
no tuvo éxito en su propósito de introducir la idea del «pensar
corporalmente» en su filosofía. A la luz de su larga práctica del zazen,
achaca este fracaso a la omisión o, mejor dicho, a la reducción de la idea
zen a una idea filosófica (1985, 171–2). Uno puede agregar en este
contexto que, si Nishida hubiera leído más profundamente a James,
podría haber llegado a una comprensión más concreta del pensar
corporalmente.
La expresión concreta que Nishida usa para «volverse» algo, 成
り切る, había aparecido ya en Indagación del bien, pero fue omitida una
vez en la traducción española basada en ella (compare Nishida 1995a,
105, 123). Al comentar el pasaje citado en el texto, Nishitani interpreta la
idea afín de «colaborar» con algo equivalente a una apropiación de
aquello en la conciencia (1991a, 116–7). Además de conocer, Nishida
habla de pensar sobre, actuar en, y ver una cosa por volverse ella. f Es
307
curioso que, pese a que la idea de volverse es importante en el
pensamiento posterior de Nishida, los editores de la casi bíblica
concordancia de Indagación del bien dejaron la frase sin incluir
(Takeuchi Seiichi 1996).
Otras citas: nkz 8: 163–5; Nishida 1958, 362.
16el arte y la moral como autoexpresión. En dos ensayos de
1919, Nishida asocia la individualidad de la producción artística a la
experiencia pura, y considera la intuición activa como algo que combina
lo sumamente objetivo con lo altamente subjetivo, poniendo a van Gogh
y al cubismo de Picasso como ejemplos (véase nkz 3: 116, 13: 123).
Parece ser que estos dos ensayos son las primeras muestras de su interés
por relacionar la actividad artística con su filosofía. f Un pequeño ensayo
que Nishida escribió en 1900 (1987c) sugiere por primera vez que el
sentimiento de la belleza, como también el de la moral, se encuentra en
el no-yo. f La distinción entre el arte oriental y el occidental en relación a
la idea de la nada está también expresada en su ensayo sobre Goethe
(Nishida 1958b, 145–58). f La caligrafía de Nishida fue de alta calidad,
pero rehusó que se hiciera ningún tipo de exhibición de ella mientras
vivía (véase los comentarios de Ueda Juzō y Shimatani Shunzō en los
folletos de la editorial para nkz 7 y 9).
En un breve ensayo sobre la estética de Nishida, Yoshioka trata
de alejar a Nishida de la preocupación occidental con «la ciencia cierta»
tras observar que en su punto de partida se ubica el «pathos» de la
existencia (1996, 137). Indudablemente, ya desde el tiempo de
Indagación del bien Nishida emplea en una forma distintiva un término
que aúna emoción y volición 情意. Los traductores ingleses y franceses
los separan como «el sentimiento y la volición», y uno de estos últimos
añade en una nota al efecto que no ha entendido la palabra (Nishida
1997a, 16). Jacinto opta, incorrectamente, por «emoción». Y al encontrar
el término por primera vez, el traductor alemán no sólo se equivoca en el
sentido de la palabra (Gemütsbewegung), sino también al captar la
gramática del pasaje (1989, 31). De todos modos, no tiene nada que ver
con el pathos de la existencia. Que yo sepa, el término pathos sólo
aparece dos veces (nkz 7: 113, 147) y es usado como sinónimo de la idea
hegeliana de Leidenschaft. Alternativamente, uno podría considerar que
hay un cierto pathos en el comentario de Nishida de que el punto de
partida de la filosofía no está en la «admiración» sino en la «tristeza de la
vida» (6: 116), tema que según Ōmine corre bajo la superficie de todo el
pensamiento de Nishida (1990, 101). He de decir, aun difiriendo de
quienes conocían a Nishida personalmente y a partir sólo de los textos,
que la conclusión me parece un tanto exagerada. Por encima de todo,
encuentro el elemento de pathos característicamente ausente en Nishida,
ya sea en el sentido estético japonés o en un sentido filosófico más
308
general, y considero que fue más bien uno de los aspectos en que
Nishitani ha hecho una contribución significativa a la filosofía de la
escuela de Kioto.
Una rotunda declaración que identifica ya el «deber» con lo
«real» en la conciencia intensificada del sujeto aparece en su primer
intento de formulación de una postura ética (Nishida 1995a, 179).
Otras citas: Nishida 1958b, 145–6, 159; 1958c, 175–6, 181;
1973a, 104; nkz 6: 14–5; 12: 150–1.
17la nada absoluta. Nishida considera que su transición a la
idea de la nada es parte de una transición a «la religión» (nkz 4: 3), pero
curiosamente los ensayos a los que se refiere, recogidos en un libro
titulado Del obrar al ver, están desprovistos de referencias a la religión
tradicional y a Dios. La religión que parece tener en mente es un tipo de
religiosidad que había descubierto en su estudio de la creación artística.
Los pasajes de Indagación del bien que se refieren a la nada
como principio ontológico, ya sean en el pensamiento occidental o en el
oriental, pueden encontrarse en Nishida 1995a, 88, 99, 219–20. f Hacia el
final de La intuición y la reflexión en el autodespertar, encontramos
indicaciones más claras de una idea de la nada a la par con la del ser,
como la que sigue:
Como nuestra voluntad, que es nada mientras es ser, y ser
mientras es nada, este mundo sobrepasa aun las categorías del ser y la
nada…, ya que aquí el ser nace de la nada. (Nishida 1987a, 166)
No obstante, esto no son más que indicios, y además indicios
hallados en filósofos occidentales. f En la misma obra encontramos una
referencia pasajera a la nada como μὴ ὄν en distinción a οὐκ ὄν, aunque
no desarrollaría la idea de la nada absoluta hasta algunos años más tarde,
ni se refiera tampoco a una «nada relativa» como el traductor ha
interpolado (50).
La idea de la ontología era tan extraña al pensamiento japonés y
su ascendencia china que Nishi Amane, uno de los primeros pensadores
modernos que se dedicó a traducir conceptos filosóficos occidentales al
japonés (véase §3), tuvo serios problemas a la hora de traducir la palabra
misma con exactitud. Algunas veces la llama 虚体学 o el estudio de las
no-entidades, en otros lugares 理体学 o el estudio de los principios de
orden, y ya en otros 本体学 o el estudio de formas originales. Véase (西
周全集) (Tokio: Munetaka Shobō, 1960), 1: 36, 146, 161.
El intento de Hisamatsu Shin’ichi por presentar sistemáticamente
las diversas definiciones de la nada del este y del oeste fue relativamente
ingenuo respecto a la historia de la filosofía occidental y, en cuanto toma
el pensamiento de Nishida como representativo del zen y, de hecho, de la
idea de «la nada oriental» en su totalidad, también de la historia de las
ideas en oriente. Véase su «The Characteristics of Oriental
309
Nothingness», Philosophical Studies of Japan 2, 1960: 65–97. Hisamatsu
había sido alumno de Nishida, estuvo fuertemente influenciado por él, y
es todavía reverenciado por sus seguidores y alumnos como uno de los
pilares de la escuela de Kioto, un filósofo que merece un sitio al lado de
Nishitani y Tanabe. Sobre su idea de la nada oriental, véase Swanson
1996, 100.
Maraldo nota, al defender a Nishida contra las críticas que le
lanzaría Tanabe por su supuesto intuicionismo, que «Nishida nunca
escribe de la experiencia pura o inmediata de la nada» (1990, 251), pero
que usa un lenguaje que sugiere la nada como condición de posibilidad
de toda experiencia, o aun como lo que experimenta. Tiene razón en que
Nishida nunca habla de la experiencia pura de alguna cosa, ya que por
definición la experiencia pura no distingue un objeto. Pero deberíamos
añadir que Nishida no comenzó a usar su concepto de la nada hasta
después de haber abandonado el concepto de experiencia pura, y que la
anterior sustituyó algunas de las funciones de la posterior. Nishida no
habla de una conciencia de la nada absoluta como la conciencia de
objetos en el mundo que permite un conocer por volverse algo. Pero, de
hecho, relaciona la experiencia con la nada en la única manera que se
esperaría: como un «autodespertar». Creo que es precisamente esto lo
que Nishida quiere decir cuando ve en la nada el locus de toda
experiencia, en vez de al experimentador como tal. Por ejemplo, escribe
explícitamente que «en la conciencia religiosa el cuerpo-mente se
desmorona y estamos unidos con la conciencia de la nada absoluta» (nkz
5: 177). Por otra parte, Nishida declara categóricamente que ni Dios ni
Buda, como absolutos, pueden ser experimentados directamente, sino
sólo a través de una mediación de experiencias que cristaliza en el
sentimiento del no-yo (véase notas a §22 más abajo).
Otras citas: Nishida 1970b, 17, 49, 77, 237; 1973a, 41; nkz 4:
221, 245, 254; 7: 445; 8: 324–5.
18identidad y oposición. El primer tratamiento de la idea de
Nishida del coincidentia oppositorum fue un breve discurso que dio en
1919 (1997b). f Impartió una serie intensiva de conferencias sobre la
coincidentia oppositorum en 1919 en la Universidad de Ōtani. El largo
ensayo mencionado se publicó en 1939 como «La autoidentidad de
contradictorios absolutos» (Nishida 1958c).
Paul rechaza totalmente la idea de Nishida de una identidad en la
contradicción, como también la idea de la nada absoluta, como
distorsiones de la idea de la «no-sustancialidad» o de la lógica de
Nāgārjuna (1993, 136–7). Véase notas a §2.
Dilworth relaciona este interés por una lógica de contradicciones
con el interés general de Nishida de hacer que el este y el oeste se
encuentren, notando que, sin embargo, no desarrolló las consecuencias
de lo primero para con lo segundo (1987, 129–31). f La etimología del
310
glifo chino para soku o sunawachi (即), dice que deriva del sentido de
«tomar asiento para una comida», de la que tomó el sentido general de
«llegar a», de «estar juno a», de «estar unido con» o de «seguir a».
Tremblay se equivoca cuando afirma que la ausencia del término
absoluto en la frase «autoidentidad de contradictorios» no tiene
significado para Nishida (2000a, 108). Nishida usa esa frase, por
ejemplo, para referirse a la identidad entre el sujeto y su entorno en la
cultura griega (1985a, 99) y a la relación del mundo temporal con el
espacial (54). En un contexto religioso, como por ejemplo cuando habla
de la idea de san Pablo de «vivir en Cristo (110)», invariablemente
incluye el calificativo de «absoluto». Ueda Shizuteru concluye que su
eliminación del término en lo referente a la familia imperial tiene el
significado de negarle al emperador el sentido religioso que se le
proporcionaba entonces (1998a, 482–5).
La distinción entre lo que son las cosas y el hecho de que sean
cosas de la experiencia se hace en japonés a partir de los términos
vernáculos mono y koto respectivamente. Este último término tiene una
variedad de funciones gramaticales que ilustran o matizan su distinción
del anterior, que se refiere simplemente a algo o a alguien. Aunque los
comentaristas suelen llamar la atención sobre la dificultad de la palabra
koto para traducirse en cualquiera de las lenguas europeas, creo que
aparece perfectamente claro en la paráfrasis. Véase, por ejemplo, Kimura
Bin, «Self and Nature: An Interpretation of Schizophrenia», Zen
Buddhism Today 6 (1988), 20–1; y Fujita Masakatsu 1998b, 61–3.
D. T. Suzuki, quien se dio cuenta de las mismas diferencias entre
la forma de pensar occidental y la oriental, tomó una postura opuesta a la
de Nishida, y veía en la lógica únicamente una herramienta de
comunicación entre quienes piensan en sus términos. Así, en una carta de
1951 respecto a la insistencia de Nishida de que el zen no tiene una
lógica, escribe, «Si vamos a convencer a los occidentales, de alguna
forma u otra necesitaremos una lógica». Akizuki Ryōmin, (鈴木大拙の
言葉と思想) [Thoughts and sayings of D. T. Suzuki] (Tokio: Kōdansha,
1967), 187.
Otras citas: nkz 8: 616; Nishida 1958d, 355–7, 359; 1970b, 16.
19el mundo histórico. Detalles sobre las relaciones entre
Nishida y la marina pueden hallarse en Hanazawa 1999, 150–67. No es
necesario reproducir la meticulosa documentación con la que desarrolla
cada uno de los detalles aquí resumidos. f Para hacerse una idea de la
confusión intelectual en la que se hundió Japón después de la guerra,
véase Shibayama 1994, 110ss. f Los argumentos sobre la nación como el
«cuerpo moral» básico pueden seguirse en Nishida 1985a, 116. f
Respecto a la relación entre la moral y la nada absoluta, véase
especialmente Nishida 1973a, 133–9.
311
Nishida 1958d, 358, 351–3; 1973a, 165-6;; 1970b, 237, 254.
20la lógica del locus. Otros han traducido la lógica del locus
como lógica del lugar o de topos. Yo prefiero el término latino ya que
capta mejor el sentido de la localización o de estar ubicado que Nishida
pretendía darle. La palabra griega topos, que traductores como Jacinto,
Yusa y González prefieren, aparentemente por sus resonancias
filosóficas, además de necesitar acuñar verbos y adjetivos torpes,
conlleva otros problemas. Es cierto que el mismo Nishida la usa cuando
escribe que «la palabra basho fue tomada de la idea del lugar de las Ideas
de los platónicos» (nkz 11: 73), y Nishitani no sabemos si a partir de algo
que había dicho Nishida o no— la asocia con el χώρα del Timeo de
Platón (1999, 58). Ninguna de estas conexiones es elaborada en los
escritos de Nishida. Tampoco parece que haya alguna conexión con el
topos de Aristóteles, y mucho menos con los usos más técnicos que el
término ha acogido en la lógica moderna.
Nakamura ha hecho una presentación popular de los diferentes
niveles de significado que los términos lugar, topos, y locus han acogido
en la ciencia y la filosofía occidentales, y los ha contrastado con la
manera en que Nishida entendió el término equivalente en japonés, la
palabra común basho 場 所 , en aun otro sentido (1988). f Dilworth
tradujo basho como «horizonte» en su versión inglesa de El arte y la
moral, y en su traducción del último ensayo de Nishida opta en cambio
por «lugar» y «matriz» (1973a, 1987b). Para su argumento sobre la
lógica del locus como una «ontología de matriz», véase 1987, 14–20. Un
ensayo anterior, en el que intenta demostrar cómo la lógica del locus
(«topos» a la sazón) llegó a ser una morada final para Nishida, es uno de
los más claros resúmenes del pensamiento maduro de Nishida que
conozco en idioma occidental (Dilworth, 1979).
En un ensayo posterior sobre las fundaciones filosóficas de la
matemática, Nishida usa la lógica del locus generosamente, pero no
menciona la idea de «campo» (traducido en japonés como 場 o 体,
según el significado) ni en su sentido clásico ni en el moderno (1995g).
La alusión más próxima al uso científico es una referencia pasajera al
«locus de fuerza material» (Nishida 1973a, 48). f Para una visión
panorámica del papel que juega la matemática en el pensamiento de
Nishida, véase Shimomura 1985b.
Yuasa (1987b, 42, 67) considera que Nishida, como Watsuji,
siguió una general preferencia oriental por un modo de pensar espacial, a
diferencia de la preferencia occidental por el temporal. Una posición
similar es adoptada por Arisaka, quien también toma la idea de Watsuji
en su interpretación de la lógica del locus de Nishida (1996b). Ésta es
una opinión bastante común entre los filósofos japoneses, pero Nishida
mismo no fue tan claro al respecto. De hecho, declara que los griegos
312
estuvieron orientados espacialmente y los japoneses temporalmente, así
que «mientras los griegos subsumieron el tiempo en el interior del
espacio, los japoneses subsumieron el espacio en el interior del tiempo»
(1970b, 248–9). Yo sugiero que la idea del locus se abstrae de ambos,
espacio y tiempo.
Ueda Shizuteru, en un ensayo que ha sido muy útil para mi
resumen, sostiene que la lengua japonesa se presta más fácilmente a la
idea de algo «volviéndose consciente» como un acontecimiento
independiente del sujeto, a causa de una preferencia por las declaraciones
intransitivas que no existe en las lenguas europeas: «Se oye el sonido de
la campana» en lugar de «Yo oigo el sonido de la campana» (1995b, 31).
Aunque más tarde limita sus comentarios para evitar la impresión de que
la lengua japonesa es más adecuada para representar la manera de pensar
de Nishida, sus comentarios señalan dos errores comunes en una gran
número de comentaristas de Nishida. Primero, no todas las lenguas
europeas cuentan con el requerimineto gramatical de declarar el sujeto
del verbo transitivo como hacen el inglés y el alemán; y segundo, la
presencia o la ausencia del sujeto gramatical no acentúa necesariamente,
ni en el japonés ni en las lenguas occidentales, la presencia o la ausencia
del sujeto, pese al significado literal. Véase también las notas a §21
abajo.
Nishitani dice que con la lógica del locus desaparecieron del
pensamiento de Nishida los últimos vestigios de psicologismo (1991a,
91–2). f El comentario de O’Leary de que la idea del locus de Nishida es
«un equivalente oriental del mundus intelligibilis platónico o
neokantiano» (1987, ix) es sólo verdadero si uno extiende la noción de
inteligibilidad hasta incluir la fusión de sujeto y objeto, y la noción de
mundo hasta incluir la nada. Nishida aborda esto en dos ensayos del año
1929 (1958a y nkz 5: 5–57). f Kōsaka, de quien he sacado el modelo de
los tres círculos (1961, 119–20), también se refiere a estos niveles como
la localización en el ser, en la nada relativa y en la nada absoluta (1935,
37–8).
Otras citas: nkz 4: 5–6; Nishida 1973a, 37.
21sujeto, predicado y universal El resumen sobre el sujeto y el
objeto gramaticales aparece en la última sección del ensayo de 1926,
«Locus» (nkz 4: 272–89). f Una indagación reciente sobre la idea del
universal en Nishida, basada principalmente en los escritos del volumen
5 de sus Obras completas trata muy detalladamente esta idea y su
relación con la lógica del locus (Tremblay 2000a). Su trabajo podría
complementarse mutuamente con el esquema que elaboró Kosaka para
relacionar los diferentes tipos de universal de que habla Nishida (de
acción, inteligibilidad, expresión, aut0despertar y juicio), y también
respecto a su lógica del locus (1991, véase especialmente 283–7). Ambos
estudios me hacen aun más consciente de lo simplista que puede resultar
313
mi propio resumen, y de cuántas preguntas he dejado abiertas.
Abe Nobuhiko (1993) arguye que las lenguas centradas en la
estructura sujeto-predicado (el modelo del cual es la sintaxis inglesa) no
son adecuados para traducir las ideas centrales de Nishida. El argumento
desafía una suposición importante en círculos filosóficos occidentales:
que la «estructura profunda» de todas las lenguas es fundamentalmente
idéntica, y que esta estructura puede ser arrojada a la superficie con la
ayuda del pensamiento lógico, a fin de producir un modo de pensar
universalmente válido. A la vez, debilita su argumento al introducir una
suposición lateral: que la gramática de los lenguajes occidentales
funciona en el discurso deliberadamente lógico y científico de la misma
manera que en los modos habituales de pensar y comunicarse. Sobre esta
base, puede contrastar el japonés con el inglés y lograr ciertas
incompatibilidades relativas al discurso filosófico.
Por mi parte, prefiero considerar el lenguaje en una forma menos
monolítica, y por eso reconocer la manera en que los modos
«sujeto-predicado» de las lenguas europeas se acomodan de forma
natural a modos de pensamiento de naturaleza muy diferente, a saber,
para comunicar precisamente lo que la gramática de «temática» japonesa
está obligada por su estructura a expresar por medio de su eliminación
del patrón sujeto-predicado. También opino que esta experiencia
cotidiana juega un papel mucho mayor en el pensamiento y en la
expresión filosófica del que generalmente nos atrevemos a conceder.
Nadie entendió todo esto mejor que William James, cuyas ideas Abe
contrasta destacadamente con las de Nishida. En todo caso, estas
interpelaciones no están basadas en las opiniones de Nishida mismo,
quien no se pronunció al respecto.
El término que Nishida usa para obrar ( 働 く も の ) incluye
también el significado de el que obra. Al introducir el término, lo define
como «la transformación continua del yo en el tiempo» (nkz 4: 176–7),
estableciendo un contraste con el ver, que expresará por medio de
metáforas no-temporales, esto es, espaciales.
Otras citas: nkz 4: 254, 279; 6: 279; Nishida 1970b, 45, 79–80,
172–3.
22el yo y el otro. Tremblay sitúa el sujeto del autodespertar en
su contexto, distinguiéndolo de otros tipos de «yo» en Nishida (2000b).
Lo que me sorprende de su resumen, por otra parte muy útil, es que pasa
por encima el yo de «el yo y el otro». Lo comento a pesar de que aquí
quisiera cuestionar si la presencia del otro añade de hecho algo
significativo a la noción de yo comprendida por las categorías que la
autora menciona.
En otro lugar he cotejado las ideas de Nishida con el Yo y tú de
Martín Buber (1923), centrándome en las consecuencias en cada uno del
314
imperativo moral del yo respecto al otro. También he cuestionado la
opinión de Ueda Shizuteru (1991, 352–8), quien, confundiendo el mismo
las nociones de Verhältnis y Beziehung en Buber, y obviando la cuestión
ética, inclina la balanza de la comparación a favor de Nishida. Me da la
impresión de que alude a Buber principalmente para acentuar la
originalidad de Nishida y subrayar que esas ideas no pueden encontrarse
en la filosofía occidental clásica (Heisig 2000). f Para una apreciación
más favorable del libro de Nishida, véase Kopf 1999. f He omitido de mi
resumen el elemento de la tercera persona (el «él» o «ella»), que
Hirokawa entiende como la orientación final de la relación yo-tú en
Nishida (1999). f Una extensa comparación de Nishida y Buber hecha
por Tsunoda (1994, 123–54) trata más o menos las misma cuestiones que
Ueda, a quien cita, pero del mismo modo yerra al mencionar el
imperativo moral que fue fuerte en Buber, pero débil en Nishida.
Hacia el final de su texto, Nishida cita el libro Ich glaube an den
dreieinigen Gott de Gogarten, un trabajo en el que la influencia de Buber
es evidente (nkz 6: 417). Es posible que actúa como un estímulo por su
interés en la cuestión de la relación yo-tú. En todo caso, la primera
alusión a Buber aparece en los diarios de Nishida en 1934, dos años
después de la publicación de su libro. Ueda (350–1) confirma mi
sospecha de que Nishida no pudo haber sabido más que el título del libro
de Buber cuando escribió el suyo.
La introducción de la idea del «ahora eterno» sugiere
inmediatamente una comparación con Kierkegaard. La idea del yo de
Kierkegaard como constituyéndose por encontrar el poder de un otro
absoluto en la autorreflexión no es básicamente diferente a la de Nishida,
donde la relación yo-tú es una etapa en «la relación del yo a sí mismo».
Pero éste fue precisamente el «error sublime» cuyo rechazo impulsó a
Buber a desarrollar su idea de la relación yo-tú. Para Nishida, al
contrario, es el resultado lógico de ver la realidad como una nada
absoluta. No recuerdo que Nishida cite en ningún contexto el pasaje
famoso de Kierkegaard sobre el yo fundamentándose en el absoluto, y ni
siquiera estoy seguro de que lo conociera.
Para hacerse una idea de cómo la relación yo-tú sobrevive en el
pensamiento posterior de Nishida, al margen de la vinculación con el
amor y funcionando simplemente como un dispositivo lógico, uno puede
referirse a los ensayos escritos inmediatamente después de Yo y tú
recogidos como el primer volumen de Cuestiones fundamentales de la
filosofía (por ejemplo, véase a Nishida 1970b, 18–19, 24–27, 69–71,
139–41). También se puede citar la sección final de un ensayo de 1934
que parafrasea la relación del yo-tú acentuando solamente la estructura
lógica (nkz 7: 266ss). f El único tratamiento extensivo que conozco de la
relación entre el yo y el otro es una colección de ensayos de Noguchi
(1982), en la que el autor intenta demostrar la continuidad entre los dos
315
ensayos de Nishida tratados aquí y sus primeras obras, y responder a las
críticas. La pregunta moral no es tenida en cuenta.
La influencia de T. H. Green en el primer libro de Nishida,
Indagación del bien, es bien conocida. Pero aunque Nishida aceptó su
idea de que la realidad es básicamente algo espiritual que trasciende
tanto a la razón como al mundo, desde el principio nunca personalizó la
realidad como Green había hecho. Ésta fue una pregunta con la que
Nishitani se enfrentaría directamente, pero no Nishida. Al contrario,
entendió que la pérdida del yo en la unión mística contradecía, más que
respaldaba, el punto de vista personalista, tal y como ha supuesto la
teología mística occidental.
Debido a su concepción fundamentalmente impersonal de la
realidad y a su relativización radical del aspecto personal en la relación
yo-tú, es difícil colocar a Nishida entre los «personalistas», como Piper
hizo en un ensayo basado en resúmenes de segunda mano de las ideas de
Nishida, antes de que sus obras comenzaran a ser traducidas (1936). f Al
mismo tiempo, la declaración de que el pensamiento de Nishida
representa «obviamente una filosofía japonesa» basada en un «yo
japonés» distinto (Miyakawa Tōru, folleto de la editorial para nkz 12) no
sólo no es una obviedad, me parece completamente equivocada.
La primera mención clara de la idea del amor como una
combinación de los contrarios de yo y otro, de manera que el yo se
confirma, aparece en un breve ensayo de 1919, donde Nishida declara
que «amar al otro es amar al yo» (1997b, 11). En ese mismo lugar, señala
que Dios (y Buda) no pueden ser conocidos directamente, sino sólo
indirectamente a través de la emoción que acompaña la unión de los
contrarios. Esto, conjuntamente con su rechazo de un Dios personal,
ayuda a explicar la ausencia de la idea de un tú eterno en su pensamiento.
Otras citas: Ueda Shizuteru 1998b, 243; nkz 6: 265, 343-4, 348,
385-6, 408, 424; 7: 266.
23el amor y la responsabilidad. Nakamura Yūjirō data la
tendencia de Nishida a ignorar la dimensión ética del amor en su
pensamiento ya en la época de Indagación del bien, donde la más alta
categoría moral era la de 誠, «autenticidad» o «sinceridad», demasiado
subjetiva como para ofrecer un fundamento moral contra el estado de
cosas. 「《誠》という道徳的価値について」 [El valor moral de la
sinceridad], en ( 内 な る も の と し て の 宗 教 ) [La religión como la
interioridad] (Tokio: Iwanami, 1997), 20. Hase (1998b) esquiva la
crítica, desafiando la comprensión de Nakamura del pensamiento
posterior sobre la relación yo-tú, pero no obstante no enfrenta lo
abstracto fundamental de una ética cuyo terminus ad quem permanece en
un sentido intensificado del autodespertar.
Las alusiones al amor de Dios y la cita de san Agustín no deben
316
entenderse en su sentido normal cristiano. Ya en un ensayo de 1916
sobre «Dentro y fuera de la mente», Nishida consideró importante para
los creyentes preguntarse «si los dioses y los budas se encuentran dentro
de la mente, o fuera de ella», pero también calificó de inadmisible la
cuestión desde la lógica filosófica, en la que la realidad es una e igual,
aparezca en un momento como mente o en otro como algo fuera de la
mente (nkz 113:109). Desde luego, las alusiones al amor de Dios, lejos
de respaldar la idea de un Tú independiente, sólo confirman el yo como
el centro absoluto de la realidad.
Otras citas: nkz 6: 260, 273, 348, 390, 391, 420–1.
24cultura japonesa, cultura mundial. Una traducción castellana
del ensayo que compara las culturas del este y del oeste se encuentra en
Nishida 1985a. f Aunque basada en una serie más bien limitada de
traducciones, la tesis doctoral de Yoo (1976) presenta un buen resumen
de las ideas generales de Nishida sobre la cultura japonesa, y lo hace
desde una sensibilidad hacia las preguntas difícil de encontrar en las
aproximaciones occidentales.
Hasta hace poco, los representantes principales de la filosofía de
la escuela de Kioto en Japón no habían realizado ningún intento serio por
afrontar las críticas lanzadas contra las declaraciones políticas de Nishida
durante la guerra. Finalmente un simposio se organizó en 1994 que
abordaba el tema. En él, Ueda Shizuteru elaboró un largo juicio de la
filosofía política de Nishida (1995d), en el que discute su idea de un
«combate por las palabras». Aunque he tenido que eliminar casi la
tercera parte del texto al elaborar la traducción, Ueda mismo más tarde
publicó una versión aun más larga del original en japonés (1995a). La
comunicación de Yusa preparada para el mismo simposio inclina la
balanza de los sucesos enteramente a favor de Nishida, arrojando a un
lado toda crítica con citas de sus trabajos y papeles privados (1995c;
véase también su ensayo de 1989, donde aparecen muchas de las mismas
conclusiones). f Lavelle (1994b) rechaza rotundamente como «inexacta»
la afirmación de que Nishida tomó ciertas fórmulas de la doctrina oficial
y les dio significados diferentes. Insiste, al contrario, que las usó para
indagar en los significados más profundos de esa doctrina. No encuentro
evidencia que apoye su posición, y sí bastantes evidencias en su contra.
Al menos, sus opiniones deben ser leídas junto con la presentación de
Stevens no menos crítica pero mucho más imparcial (2000). f Furuta
argumenta que la oposición consciente de Nishida al fascismo y al
ultranacionalismo no tuvo ningún efecto, porque proporcionó una
«dialéctica ideal» a la misma cosa a la que se oponía (1956, 452),
concluyendo que desde luego abrazar las metas de Nishida requiere
superar el contenido de su propia filosofía política (465).
En 1942, Nishida estaba completamente harto de las «locuras»
del ministerio de educación, y animó a sus discípulos a que no tuvieran
317
nada que ver con ellas (Kōyama, 1949, 85).
Miki tiene razón cuando dice que la partida de Nishida de una
mera imitación de la filosofía occidental «no fue el resultado de ningún
japanismo u orientalismo, sino que era coherente con la fuente de su
filosofía»:
De ahora en adelante, la filosofía deberá ser una filosofía
mundial, y lo que tengo en mente respecto a eso es que justamente aquí
la filosofía de Nishida puede hacer su marca distintiva. El punto es
importante. La «lógica de la nada» que parece dejarte postrado en
admiración es, de hecho, una lógica mundial.
El contexto clarifica bastante bien que lo que Miki quiere decir es
que la filosofía de Nishida es una filosofía para el mundo, y también una
filosofía sobre el mundo (1986, 10: 412, 419–20).
Otras citas: Nishida 1970b, 237, 249; 1985a, 121–7; nkz 13: 116;
18: 544–5, 621; 19: 28–9, 110.
25la vuelta a la filosofía política. El eslogan 富 国 強 兵 ,
enriquecer el país y fortalecer al ejército, iba de la mano de este otro, 尊
皇 攘 夷 , reverenciar al emperador, expulsar a los bárbaros, que
expresaba el deseo del liderazgo japonés para absolverse de los tratados
impuestos sobre el país cuando reabrió sus puertas al exterior.
Al hacer su conjetura bien informada sobre la idea de Nishida
sobre el Estado, Miki añade una crítica perspicaz al efecto en que
encuentra a Nishida demasiado «idealista», y opina que éste debilita su
dialéctica al esquivar del mundo histórico el elemento de la praxis. Así,
reconoce los motivos argüidos por Tanabe para articular la lógica de lo
específico (véase §§33–34), pero piensa que, al fin y al cabo, tanto uno
como el otro sólo reconocen la discontinuidad en las relaciones entre
sociedades particulares (1986, 10: 419–26).
Los pasajes de su diario pueden ser encontrados en nkz 17:
129–30. Ueda Shizuteru habla del segundo pasaje de los diarios, crítico
con las celebraciones de las victorias de guerra, descuidando
convenientemente el primero (1995b, 41). f Muchos detalles útiles sobre
las reacciones de Nishida ante los acontecimientos de 1930 han sido
reunidos y documentados cuidadosamente, sin embargo, con un prejuicio
claro hacia la inocencia de Nishida y una tendencia para apreciar los
breves comentarios de comentarios hechos en la correspondencia
personal lo mismo que sus opiniones publicadas, por Yusa (1995c,
1998a, 445–91). f El ataque más famoso de la derecha contra Nishida lo
escribió Minoda Muneki y salió publicado en las páginas de una revista
conservadora, Principium nipponica f 14 (1938), 3-22. Nishida lo tachó
de paparruchas fascistas (nkz 19: 33). f Arima propone que la meta de
Nishida era «emancipar al individuo de la sociedad» para llegar a una
armonía interior, lo que hacía necesario una armonía y una ausencia de
318
conflicto en la esfera política. Localiza a Nishida entre los que se
refugiaron en la academia «como una manera de cuidar las heridas
experimentadas al ser eliminados del candelero de los acontecimientos
históricos» (1969, 11–13). Encuentro difícil reconciliar estas opiniones
con los hechos más complejos de este asunto.
Un breve ensayo de Kracht (1984), que concluye que Nishida
había sustituido la teodicea de Hegel por su propia «satandicea», puede
citarse como ejemplo de la clase de prejuicio extremo e ignorante que
han estimulado las ideas de Nishida. f La misma clase de prejuicio puede
encontrarse hoy entre intelectuales conservadores cristianos en Japón
opuestos al sistema imperial. Para citar un ejemplo, un diálogo entre
Shinpo Yūji y Tomioka Kōichirō, (日本の正統) [La verdadera tradición
de Japón] (Tokio, Chōbunsha, 1995) se refiere a la filosofía de Nishida
como un «Acorazado Yamato», ya que su tarea principal fue definida en
términos de un ataque a occidente (28–9), y apostilla que la razón por la
que hay tantas interpretaciones de Nishida es porque ni él se entendió a sí
mismo (136). f Una buena visión panorámica de las reacciones surgidas
entorno a su figura en la posguerra puede encontrarse en Ueyama, quien
sostiene la opinión de que las tentativas de descalificar a Nishida por
fascista son demasiado parciales, y que están muchas veces basadas en
una falsa asociación de su persona con sus discípulos, especialmente con
Tanabe y los participantes de las discusiones Chūōkōron (véase el texto y
notas a §52 abajo). Su propia conclusión es que la filosofía política de
Nishida es abstracta y burguesa, y que fundamentalmente ha sido
extraída de ideas ya elaboradas en sus primeros escritos (1971, 75–138),
lo que más o menos apoya mi conclusión de que su filosofía política
intelectualmente no fue nada excepcional.
Ueda Shizuteru sugiere que, en sus referencias a la familia
imperial, Nishida habló deliberadamente de una «autoidentidad de
contradictorios» omitiendo el calificativo de absolutos para distanciarse
de quienes divulgaban la divinización del emperador (véase Nishida
1985a, 83–4). La referencia se encuentra en las notas de §18 arriba. f
Yamada Munemutsu, crítica con la manera en que la escuela de Kioto se
implicó en la política de la época, defiende sin embargo la filosofía de
Nishida por no haber tomado parte en el apoyo al sistema imperial (1978,
221–304).
Otras citas: Nishida 1986, 114–20; nkz 14: 405–6.
26rudimentos de una filosofía política. El comentario de
Nishida con ocasión de la muerte de su hermano aparece en nkz 13: 170.
f Las citas de (国体の本義), Principios del cuerpo político nacional,
pueden encontrarse en Kokutai no Hongi: Cardinal Principles of the
National Entity of Japan, trad. por J. O. Gauntlett (Cambridge: Harvard
University Press, 1949), 134, 126. f El simbolismo de los mitos del
319
sintoísmo y su relación con el sistema imperial es mencionado ya en La
cuestión de la cultura japonesa (Nishida 1985a, 85–7), donde aparece
paralelo al occidente cristiano y al Sacro Imperio Romano.
Jacinto ha hecho esfuerzos por extraer de las obras de Nishida
ideas relacionadas con uno u otro aspecto de la filosofía política y
tramarlos en una retrato completo (1994). Su libro ha sido útil para
componer mi resumen aquí, particularmente por su referencia constante a
los textos originales. Al mismo tiempo, pienso que es demasiado
generoso al presentar estas ideas como una contribución significativa al
pensamiento de Nishida, y aún más en lo que hace a la filosofía política
de Japón en aquel tiempo, o a la filosofía política que trasciende la época
de Nishida. f En su tesis doctoral de 1988, Huh toma una posición aun
más favorable, colocando la filosofía política de Nishida al mismo nivel
de su teoría del autodespertar. Por un tiempo, es posible que Nishida
hubiera estado de acuerdo con esa opinión; no es mi caso.
Respecto a la deferencia de Nishida hacia la familia imperial,
Yusa seguramente tiene razón cuando insiste en que la suya no era más
que la posición normal en su tiempo, opuesta por muy pocas personas
(pero no «sólo por el partido comunista», como sugiere), y que no
merece crítica desde el punto de vista de la posguerra (1989, 292–3). Lo
mismo puede decirse de Tanabe y Nishitani. f Un muy útil, pero parcial,
informe que trata las opiniones sobre los movimientos políticos de
Nishida ha sido preparado por Arisaka. Su conclusión casual, y poco
imaginativa, de que Nishida pudo haber tomado la decisión de
permanecer en silencio si estaba fundamentalmente en desacuerdo con la
política expansionista (1996a, 95), traiciona el cuidado con que ha hecho
su indagación. Si la he entendido bien, estoy más de acuerdo con la
conclusión de su tesis doctoral, aunque por razones distintas a las que
ella ofrece —esto es, que el uso que hizo Nishida de su filosofía para
fines políticos fue meramente «contingente» a su pensamiento como tal
(1996b, 237–8). f Sobre la extraña composición del ensayo de 1943, «El
principio del nuevo orden mundial», véase Yusa 1989, 288–90; 1998a,
469–70.
Kume ha publicado una crítica útil de la falta fundamental de
Nishida de introducir la dimensión social en su filosofía, como Tanabe
había indicado, junto con una crítica de Tanabe por no perseguir hasta el
final las consecuencias de su «lógica de lo específico» (1999). f Agustín
Jacinto me informa que mi poca estima por la filosofía política de
Nishida es compartida por Shimomura Toratarō en sus conferencias
universitarias de la posguerra sobre el pensamiento de Nishida, pero
todavía no he podido hallar una declaración clara en este respecto en los
escritos de Shimomura.
Otras citas: Nishida 1985b, 85–6, 188; nkz 12: 271, 403, 405–6,
409–10, 417; 19: 418.
320
27la religión, dios y la correlación inversa. Referente a la
composición y publicación del último ensayo de Nishida, véase los
recuerdos de Ōshima Yasumasa en el folleto de la editorial para nkz 4. f
Reconociendo la dificultad de acercarse el ensayo sin comentario,
Dilworth ha intentado una traducción más bien interpretativa,
trasplantando términos de la filosofía continental libremente y
parafraseando argumentos para exponer las relaciones que él, como un
estudiante avezado de las obras de Nishida, considera coherentes con la
armazón más amplia de su pensamiento (Nishida 1987b; un borrador
parcial fue publicado en Nishida 1970c). Un breve ensayo que introducía
esta traducción al mundo de habla hispana fue publicado en 1992 por
Masía, y una traducción completa tres años después por Jacinto (Nishida
1995h). Sin embargo, refiero al lector a la traducción más literal de Yusa
(Nishida 1986), en la suposición que la explicación de mi texto ha
servido, en cierto modo, para aclararlo.
Si combinamos soku, 即 (véase las notas a §18 arriba) con la
partícula negativa hi, 非, tenemos la fórmula de soku-hi, 即非, o sea,
afirmar por negar. La fuente clásica aquí es el pasaje de la Sūtra del
diamante que dice, «Todas las cosas son, porque todas las cosas, tal
como son, no son». Nishida cita el pasaje sin identificarlo (nkz 11: 399).
La referencia fue facilitada por D. T. Suzuki, que tras leer a Nishida se
sintió estimulado para buscar una lógica filosófica para el zen. Al
referirse a Suzuki indirectamente, Nishida reconoce la importancia del
cambio de opinión de Suzuki sobre este punto (véase notas a §§18 y 45).
Referente a las diferencias entre ambos en cuanto a la interpretación de
esta noción, véase Takemura 1997. f Desde un punto de vista zen, las
reacciones han sido contradictorias. Higashi (1985) ha cuestionado la
forma en que Nishida adoptó la idea de soku-hi de Suzuki para su idea
del no-yo, como también el efecto que eso tuvo en su lectura de Dōgen
(y, a la vez, su rechazo de la de Tanabe). En cambio, Hashi toma la
posición opuesta en cuanto a la interpretación que hace Nishida de
Dōgen, concluyendo que abre los horizontes del zen (1997). Akizuki,
aunque reconoce las discrepancias, demuestra que la idea de la
correlación inversa de Nishida apunta diferencias motivadas por la
necesidad de un acercamiento filosófico al zen (1996, parte 1).
Nishida introdujo la idea de la correlación inversa demasiado
tarde como para que pudiera ser desarrollada hasta sus últimas
consecuencias para la lógica del locus, pero los que le conocieron mejor
y los que más han investigado su pensamiento reconocen en ella un paso
importante. Quizá, la mejor manera de acercarse a esta idea es
contraponiéndola a la idea de soku, es decir, entendiéndola como una
forma alternativa de hablar de «la autoidentidad de contradictorios
absolutos». Tomando de nuevo el ejemplo paradigmático de la relación
321
Dios-hombre, en lugar de hablar en términos de una correlación directa
de una «divinidad-en-humanidad» (o Buda y seres sensibles, absolutos y
relativos, finitos e infinitos), Nishida invierte el papel del «-en-» para
significar que, cuanto más plenamente divino es Dios (esto es, más
autovaciante), y desde luego, cuanto más lejos está de la humanidad,
tanto más nosotros, que nos relacionamos con Dios, llegamos a ser
plenamente humanos (esto es, autodespertados); y que, cuanto más
plenamente humanos somos y cuanto más lejos estamos de Dios, tanto
más nuestra idea de Dios es verdaderamente divina. Si Dios representa la
negación de lo humano, esa misma negación implica una reafirmación de
lo humano, y viceversa. En este sentido, es un principio de «paradoja»
que trasciende una mera dialéctica de la negación mutua para incluir la
negación de la negación. f Sobre la importancia de la idea de la
correlación inversa para Nishida, véase, por ejemplo, los comentarios de
Yamanouchi Tokuryū en el folleto de la editorial para nkz 1. Para un
tratamiento más extendido y matizado, véase Kosaka (1994, 278–343).
Existe también un estudio más breve de Numata (1984, 213–27). Otro
resumen breve que relaciona esta idea con su anterior lógica de
relaciones puede encontrarse en Sasaki (1977, 93–102). f Merece
mencionarse que, en una referencia a Nishida rara en sus escritos tardíos,
Tanabe reconoce que la idea de la correlación inversa había mejorado la
idea de la autoidentidad de contradictorios absolutos como una
descripción de la relación entre el ser y la nada (thz 11: 492). f Dilworth
prefiere traducir «correlación inversa» como «polaridad inversa», y
enfatiza la relación entre Dios y el yo como una reflexión mutua de
imágenes en un espejo, en la que cada una invierte la otra (1987, 31–2).
Aunque la idea de polos opuestos en un campo de fuerza, probablemente
importada de Whitehead, no me parece correcta, la imagen de espejo
seguramente Nishida la conocía de los místicos (por ejemplo, Angelus
Silesius, para quien el ojo con que yo veo a Dios es el mismo ojo con el
que Dios me ve a mí).
El sentido de la religión como algo que el yo requiere (nkz 1:
169) depende de que vinculemos el término requiere o demanda
(Nishida 1995a, 199) con la idea de «impulso» elaborada en Indagación
del bien (véase notas a §12 arriba). f Nishida escribió un prólogo a la
segunda edición de La filosofía como arrepentimiento ((懺悔としての
哲学)) de Nozaki, que apareció después del libro de Tanabe con título
similar, La filosofía como metanóetica ((懺悔道としての哲学)). Para
más detalles sobre Nozaki y su relación con Nishida, véase Kamimura
Takeo, (哲学徒と詩人—西田幾多朗をめぐる短い生の四つの肖像)
[Estudiantes de filosofía y poetas: Retratos de vidas breves alrededor de
Nishida Kitarō] (Osaka: Henshūshobō Noah, 1985), 197–246. f Los
apuntes de Nishida de su primer curso sobre religión han sido incluidos
322
en sus Obras completas (nkz 15: 221–381). Basándose en estas notas,
Yusa ha tratado de presentar un retrato más o menos completo de su idea
de la religión, pero los contextos y el lapso de tiempo que separa las
ideas citadas son tan diferentes, y sus generalizaciones sobre el
cristianismo y el budismo a menudo son demasiado ajustadas a los
propósitos del aula, como para justificar el simple tejido de asociaciones
de palabras que ella usa para incluir todo en el mismo telar (1998b). f
Detalles sobre la manera en que Nishida enseñó la religión pueden
encontrarse en el comentario de Hisamatsu Shin’ichi, al final de nkz 15.
A consecuencia de la falta de interés de Nishida en la práctica
religiosa y su relación de ella con la tradición recibida, cae fácilmente en
una posición que contradice lo que muchos estudiosos han reconocido
como uno de los rasgos más peculiares de la religiosidad japonesa, a
saber, su enfoque en el ritual como la piedra base de la tradición. En vez
de hacer un contraste con la preocupación occidental por la doctrina,
Nishida ve la preocupación con las formas rituales como la característica
que el cristianismo heredó de los griegos (1970b, 279–80). Sin embargo,
esta opinión fue una parte de su teoría general de la cultura que, cuando
elaboró su último ensayo, había sido dejada a un lado. f Aunque Nishida
mismo se refiere a su idea de Dios como un «absoluto» —no como un
«ser absoluto», que es como Yusa traduce sistemáticamente (1986)—, el
contexto pone en evidencia que, para él, Dios pertenece al mundo del ser.
Sólo al final de su ensayo hace Nishida un último intento, en una
sección breve pero confusa, de rescatar el perfil de su filosofía cultural y
política bajo la rúbrica de la historicidad de la religión. Lo que quiere
argüir es que la religión debe mantenerse independiente del Estado y de
la cultura, y sin embargo, estar relación con ellos en sus raíces. En sus
escritos políticos anteriores había declarado que la meta principal de la
religión no es la salvación del individuo, sino la renuncia al absoluto, lo
que puede entenderse, por analogía, en la renuncia al Estado como la
encarnación de la sociedad étnica absoluta en el mundo histórico.
Concluía, por tanto, que «el Estado, como sustancia moral, no contradice
la religión». Sus comentarios anexos en el ensayo final añaden una serie
de matizaciones a la idea, necesarias para liberarla de todo contexto
ideológico, pero probablemente habría sido mejor omitirlas, dada la poca
consistencia de la teoría original y el enfoque general de ese ensayo. f La
elipsis en el pasaje que separa la religión de la salvación personal y la
tranquilidad de espíritu (Nishida 1958c, 236) incluye el comentario de
que la ética nacional puede entenderse como fruto de la religión y, por
consiguiente, como algo que no está en contradicción con ella.
Otras citas: Nishida 1958c, 235, 238; 1973a, 118–9; 1986, 25;
nkz 11: 399; 13: 72, 76–7; 19: 417.
Tanabe Hajime (1885–1962)
28vida y carrera de tanabe. Los comentarios de Tanabe en los
323
que menosprecia sus habilidades matemáticas (thz 5: 95) han de leerse a
la luz de la serie de libros y ensayos que publicó sobre las matemáticas y
las ciencias naturales. Véase Takeuchi Yoshinori 1986, xxxii. f Nishida
conoció a Tanabe en 1913, en una cena después de una comunicación en
la Asociación filosófica de Tokio (nkz 17: 313).
Uso el término «escuela de Friburgo» de acuerdo con el uso de la
época. Hoy es más bien conocida como la escuela neokantiana del sur de
Alemania. f Takahashi, que había estudiado con Husserl tres años
después que Tanabe, mantiene que a Husserl no le impresionó
especialmente el «intuicionismo» de Nishida, tal y como había sido
presentado por Tanabe. El descontento de Tanabe con Husserl se debió,
al menos en parte, a su acusado psicologismo (Tanabe 1986, 70). f
Tanabe compartió un despacho con Gadamer cuando estudiaba con
Husserl (Yusa 1998c, 63). f Colegas suyos recuerdan que Tanabe
hablaba por aquel tiempo de su tarea como la de «llevar un rigor lógico
al pensamiento de Nishida» (véase por ejemplo los comentarios de
Akizuki Yasuo en el folleto de la editorial para thz 2).
He omitido el conflicto entre Tanabe y Nishida en el capítulo
anterior porque, tras revisar todo lo que he podido la cuestión, y tras
discutir con personas que tienen un recuerdo directo de la historia de su
relación, concluyo que, en gran medida, fue un problema de Tanabe. Mi
desacuerdo se basa en la conclusión de que no hubo mayores
discrepancias filosóficas entre los dos. Por ejemplo, hasta un lector de
Nishida tan audaz como Takizawa opinó, en una fecha tan tardía como
1947, que «el pensamiento de Tanabe no da un solo paso mas allá del
primer pensamiento de Nishida» (1972, 10: 153), una opinión que tras
investigar más en los textos mismos parece haber cambiado (véase notas
a §46 abajo). f El comentario de Nishida sobre la insensibilidad de
Tanabe aparece en una carta en la que expresa sus sentimientos muy
claramente: «Ese tipo —si no miras bien, no sabes ni siquiera si está vivo
o no» (nkz 18: 629). f El último ensayo que publicó Tanabe en vida de
Nishida, La filosofía como metanóetica, no menciona en ninguna parte el
nombre de su maestro, aunque en varios contextos es claramente objeto
de sus críticas. El último ensayo de Nishida, publicado el mismo año,
trata a Tanabe del mismo modo.
El dicho esculpido en la lápida sepulcral procede de un tributo
que Tanabe escribió para Heidegger en su septuagésimo cumpleaños, que
lleva el título de «¿Una ontología de vida o una dialéctica de muerte?»
(thz 13: 529). La frase pretendía, en su contexto original, moderar su
alabanza a Heidegger con una aseveración de su propio compromiso con
la filosofía. Fue inspirado por un proverbio que Tanabe había encontrado
en Carlyle: Amicus Plato, magis amica veritas (Sartor Resartus, cap. 2).
El dicho mismo proviene de Platón (Phaedo, 91), y más tarde fue
traducido al latín por Ammonio en su Vida de Aristóteles. La idea de
324
adoptarlo para la lápida de Tanabe fue sugerida por Tsujimura Kōichi,
quien, con la ayuda de Hartmut Buchner, había hecho la traducción
alemana del ensayo sobre Heidegger (Tanabe, 1959a), y recibió la
aprobación de la familia y de Nishitani Keiji. Los glifos chinos para
busco 希求 son aquí particularmente apropiados, ya que el primero de
ellos, una abreviación para la palabra «Grecia», se usó como uno de los
primeros términos que Nishi Amane ofreció para traducir la palabra
«filosofía», 希哲学.
Sobre los motivos por los que Tanabe se impuso a sí mismo el
aislamiento, véase las memorias de Kōyama 1964, 160. f Sobre su vida
en la casa de las montañas, véase a Kawashima 1997, 63–4. f Además de
las fuentes citadas arriba, respecto a la vida y al temperamento de Tanabe
he consultado también Abe Yoshishige 1951, Ōshima 1951, y Takahashi
1962; Nakano 1975, 425–58; y los recuerdos personales en Takeuchi,
Mutō y Tusjimura, 1991, parte 2. Vale la pena mencionar también los
recuerdos de Nunokawa Kakuzaemon, de la editorial Iwanami, que
demuestran la brusca y aun ofensiva manera en que Tanabe podía tratar a
gente que no conocía (folleto de la editorial para thz 2).
Después de su muerte, y según su voluntad, una parte de su
biblioteca personal fue donada a la Universidad de Kioto, pero la
mayoría, unos 8.000 volúmenes, fueron a parar a la Universidad de
Gunma, junto con las tierras y las edificaciones de su hogar en las
montañas, que rehabilitó Ishikawa Kaname. La biblioteca contiene
también 206 cuadernos, que deberían darnos más pistas para entender
mejor el desarrollo del pensamiento de Tanabe. Para más detalles, véase
Ishizawa 1996, 33 y Kawashima 1998b, 323–5.
Otra citación: Aihara, 1951, 270.
29el estilo filosófico de tanabe. Nishitani Keiji confirma la
constante preocupación de Tanabe por la unidad sistemática y la
coherencia lógica, en un comentario sobre su trabajo tardío (thz 13:
646–7). f Los escritos que mejor podrían ser tildados de «periodismo»
son fragmentos recogidos en el volumen 8 de sus Obras completas.
Incluyen comentarios sobre la política nacional e internacional, pero
siempre son escritos con el mismo rigor lógico y ese estilo de
«platonismo», como lo califica Ōshima Yasumasu, (véase su comentario
a thz 8: 485). Otros piezas breves y ejemplos de la poesía en estilo
clásico que Tanabe solía escribir al final de sus cuadernos —unos mil en
total— han sido incluidos en la segunda parte de volumen 14. f Un
compañero suyo de universidad recuerda que Tanabe era muy
introvertido, y que vivía completamente dedicado a su trabajo
académico. Comparaba las interpretaciones de sus maestros con los
textos originales, «hasta que a la larga uno acababa preguntándose si
había venido a la escuela a aprender, o a criticar las peroratas de sus
325
maestros» (Fujiwara Yuishin, folleto editorial para thz 3). f La memoria
de Tanabe como «el pesquero de arrastre» viene de un comentario de
Kuyama Yasushi en 1961 (véase Nishitani 1981b, 143). Kuyama
recomienda también que veamos a Nishida como a un Dostoyevski, que
pudo disfrutar de un sentido intenso de la vida de todo lo que vio y leyó,
mientras que Tanabe era más bien como Tolstoi, preocupado por cambiar
la realidad y criticar la religión. f Referente a su presencia en el aula y su
actitud hacia sus estudiantes, véase Takeuchi Yoshinori 1990, 2–4;
Hanazawa 1999, 42; y la memoria de Saitō Yoshikazu en el folleto
editorial para nkc 1. Según se informa, Kimura Motomori dijo que, como
mentor, Tanabe era como un león que echa a sus cachorros en el valle, y
que sólo criaría a aquellos que pudieran subir la montaña (véase los
recuerdos de Kuyama en el folleto de la editorial para thz 10). f Takeuchi
sugiere en esa misma evocación, que si Tanabe hubiera cedido a su
impulso de dimitir de su puesto en la universidad, «hasta el día de hoy
pienso que habría acabado suicidándose».
Los escritos de Tanabe sobre literatura se limitan sólo a los
ensayos que escribió sobre Valéry y Mallarmé, y en ambos casos buscó
más ideas correlativas a su pensamiento filosófico que una estimación de
su papel o de su valor como obra literaria. También sabemos que Tanabe
leyó y estuvo muy interesado por El libro de horas de Rilke (de una
carta, citada por Takeuchi Yoshinori 1986, xxxvii). f Las Obras
completas de Tanabe fueron publicadas entre 1963 y 1964, y reimpresas
durante 1972 y 1973. f Una lista muy incompleta, y ahora bastante
desfasada, de los escritos sobre Tanabe, se añadió al folleto de la
editorial para thz 15.
30la experiencia pura, el conocimiento objetivo, la moral. Para
una perspectiva general del pensamiento temprano de Tanabe, véase
Kawashima 1998a. f Tanabe tomó la expresión juicio tético de Alois
Riehl, bajo cuya tutela estudiaría más tarde. Riehl usó el término de una
manera que más o menos coincidía con el uso que le había dado Husserl,
esto es, para distinguir el juicio puro acerca de un objeto de cualquier
interferencia perceptual por parte del sujeto que percibe. El ensayo, que
abre el primer volumen de sus Obras completas, comprende solamente 8
páginas pero demuestra la amplitud de la conciencia de Tanabe sobre la
filosofía europea.
La conclusión de Maraldo, de que Tanabe no difirió tanto de
Nishida como él mismo se pensaba, es la misma que la de Nishitani y
parece en gran medida correcta. Maraldo, a su vez, desdeña la
originalidad de Tanabe, como es evidente por los breves comentarios que
hace sobre la dialéctica de Tanabe en su espléndida presentación general
de la filosofía japonesa contemporánea (1997, 817–8).
Otras citas: thz 1: 92, 2: 4, 152–3; 3: 69.
31la relación pura, la mediación absoluta. Sobre las lecturas de
326
Tanabe en el barco de regreso a Japón, véase el «Comentario» de
Kōyama Iwao, thz 3: 525. f En su ensayo sobre la teleología de Kant de
1948, Tanabe admite que a él no se le hubiera ocurrido tratar el tema,
pero que se vio obligado a escribirlo. Que lo atribuya al «destino» en vez
de a Nishida, que al fin y al cabo fue quien le pidió que lo preparara,
indica una cierta distancia entre él y su maestro ya en ese tiempo (thz 3:
8).
En Indagación del bien, Nishida ya había insistido en que «la
realidad llega a ser por obra de la interrelación» (1995a, 103), y en un
ensayo publicado inmediatamente antes reivindica que su idea de la
experiencia pura permite una conexión «interna» (esto es,
autodesarrolladora) entre las experiencias, mientras que la idea de James
era meramente externa (nkz 13: 97). Tanabe conoció este ensayo, por
supuesto, pero sería gratuito concluir que había «tomado» estas ideas de
Nishida, como lo sería minimizar las diferencias entre Tanabe y Nishida
sólo porque la misma idea puede encontrarse en uno y en otro. Comparar
un bon mot de Nishida, de los que tanto hay en sus textos, con los
argumentos desarrollados de Tanabe es colocar la filosofía de Nishida al
nivel de una escritura sagrada en la que toda doctrina se encuentra ahí
prefigurada.
En un principio, el concepto de «dialéctica» debe más a Cohen
que a Hegel, aunque puede tener su utilidad. f Tanabe agradece las útiles
sugerencias que recibió para la idea de la dialéctica absoluta a través de
sus discusiones con Miki y Tosaka, a quienes se refiere como amigos
(thz 3: 78). f Tanabe no asumió únicamente de Hegel el concepto de una
lógica capaz de desafiar la ley de no-contradicción. Había luchado con
esta pregunta en un libro de 1925, Estudios en la filosofía de la
matemática, donde trata de demostrar la generación de los números a
través de una serie de contradicciones (thz 2: 419–24), y donde sugiere
enigmáticamente que esto respalda la idea de Nishida de que el
pensamiento es «un sistema de autoexpresión» que tiene lugar a través de
los cambios en el yo (427). Kawashima dice que Tanabe relaciona estas
cuestiones matemáticas con la idea de fichte del ego como un acto-hecho
(1998a, 50), pero no he podido hallar la referencia entre los textos de
Tanabe.
Nishitani ve el impacto de la sombra de Nishida en el
pensamiento de Tanabe, observando que, «curiosamente, parece como si
el principio de la negación que se opone y rechaza completamente a la
tendencia del autodespertar de la nada absoluta, la tendencia de abrazar
todas las cosas, re ejara la imagen de Tanabe mismo, luchando
desesperadamente por escaparse del abrazo de la filosofía de Nishida»
(1991a, 167). f El debate entre Fredericks, que publicó un ensayo en The
Eastern Buddhist sobre la diferencia en la idea del la nada absoluta entre
Nishida y Tanabe (1989), e Ives, quien trató de defender a Nishida
327
(1989), es empobrecido desde el principio porque dedican muy poca
atención a las valiosas reflexiones de Nishitani sobre sus dos maestros.
Desafortunadamente, Maraldo no mejora el debate cuando añade más
tarde sus comentarios (1990, 249–55).
La excepción más notable a la falta de atención de que ha sido
objeto Tanabe en el oeste es el libro largo de Laube (1984), centrado en
la idea de la mediación absoluta. Laube basa principalmente su estudio
en una serie popular de discursos pronunciados por Tanabe, a los que
impone su propio esquema de la interacción entre lo inmanente y lo
trascendente en la historia. A partir de las obras posteriores concluye que
Tanabe, como de hecho todos los filósofos de la escuela de Kioto,
fundamentalmente buscó una síntesis entre tradiciones de inspiración
budista y cristiana (1994, 423). Su libro ha hecho mucho por estimular el
interés sobre Tanabe en el mundo de habla alemana (Brüll 1989, 169–81,
y Koch 1990, 34–46, confían en ello casi exclusivamente), y por acercar
su pensamiento a las preocupaciones teológicas. No estoy de acuerdo con
él, sin embargo, en dos puntos básicos. Primero, está la cuestión del
énfasis. Me parece que la idea que entiende como vertebradora de toda
su filosofía fue desplazándose gradualmente a la periferia, actuando
como una suposición de trabajo, y creo además que es demasiado
abstracta como para explicar el núcleo del logro de Tanabe. En segundo
lugar, no hace ningún intento por explicar o interpretar de algún modo la
caída de Tanabe en el nacionalismo, ni por analizar las consecuencias de
esto en su filosofía.
La palabra copulativa soku aparece a lo largo del trabajo de
Tanabe usada en modo muy semejante a como es usada por Nishida. En
ningún momento Tanabe llama especialmente la atención sobre ella, pero
a partir de La filosofía como metanoética aparece con mucha más
regularidad que antes.
32una reinterpretación de la nada absoluta. Hay que recordar
que, también desde muy pronto, el poder imaginativo del sistema
hegeliano atrapó a Nishida. Su respuesta se centró principalmente en la
relación existente entre la transformación de conciencia y la
autotransformación del mundo. Las semejanzas con la adapción de
Tanabe se destacan más que las diferencias, aunque las condiciones
particulares en que se formaron sus sistemas filosóficos respectivos
tendió a oscurecer el hecho en los años de madurez de Tanabe. En este
punto, véase el importante ensayo de Nishitani, «Las filosofías de
Nishida y Tanabe» (1991a, 210–11). f Es Nishitani quien compara la
nada absoluta de Tanabe con la de Nishida a partir de una distinción
entre lo diferencial y lo integral, una distinción que de hecho viene de la
Metanoética de Tanabe. Basándose en una idea que él había introducido
en su La filosofía hegeliana y la diálectica de 1931, Tanabe presenta la
primera como el punto de vista de la fe-acto, y la segunda como el de la
328
intuición inmediata. Como observa Nishitani, Tanabe quiere relacionar
esta última con el punto de vista de Nishida.
Ienaga ha unido bastante bien muchos de los primeros
comentarios de Tanabe sobre el Estado en sus Estudios sobre la historia
del pensamiento de Tanabe (1988, 35–46). Si bien Tanabe fue más tarde
acusado de identificar el avance providencial de la historia con la nación
japonesa, hasta 1936 un crítico tan astuto como Takahashi Satomi aún le
podía reprochar haber reintroducido un subjetivismo kantiano en su idea
de la historia (1973a : 221–67).
El pasaje sobre la centralidad de la nada en la filosofía (thz 9:
273) aparece en un contexto que se lee casi como una paráfrasis del
patrón de nada relativa–nihilidad–nada absoluta que forma un tema
central de La religión y la nada que Nishitani empezaría a escribir siete
años después (véase 279-85). f La expresión la nada absoluta nace con
Nishida y la escuela de Kioto, pero el término chino que usan para
absoluto, 絶対, ya había sido adoptado como traducción estándar en la
filosofía. Literalmente, significa «eliminar cualquier opuesto» en
contraste a relativo, 相 対 , que quiere decir «frente a un opuesto».
Anteriormente, la filosofía china ha usado los términos 絶待 y 相待
para acentuar una desvinculación de la mutualidad o de la dependencia.
Para indagar en los precedentes a la idea de una nada absoluta y
no-dependiente del pensamiento chino, véase Lai 1990, 258–60.
Sobre la necesidad de construir un puente entre lo ideal y lo real,
véase Ōhashi 1991. f Tanabe regresó de sus estudios en Alemania con la
idea de combinar una filosofía de la vida con una filosofía de las ciencias
humanas.
Otras citas: Tanabe 1986, 98; thz 6: 156.
33los orígenes de la lógica de lo específico. Sobre su lectura
de Bergson, véase Hase 1994, 2. f Para ver cómo el propio Tanabe relata
los orígenes de la lógica de lo específico, véase «Aclarando la lógica de
lo específico» y «Respuesta a las críticas de la lógica de lo específico»,
ambos en el vol. 6 de thz. Estos dos ensayos tratan específicamente de la
lógica formal de la idea, en respuesta a sus críticos. Durante los años
formativos de la idea, Tanabe no respondió a las críticas que le hicieron
en relación a sus posibles consecuencias políticas. f Aunque Tanabe no
llama atención sobre el hecho en escritos posteriores, durante estos
primeros años escribió un ensayo sobre «La relación entre la religión y la
cultura» (1934), en el que trata la «teología dialéctica» de Barth y
Brunner, sugiriendo que su propia dialéctica podría superar la oposición
polar que estos teólogos introdujeron a causa de su idea de la alteridad
absoluta de Dios, entre la religión y la cultura, y entre la fe y la razón
(thz 5: 61–80).
En 1946, Tanabe escribió que su idea de una lógica de lo
329
específico fue «sugerida inicialmente por el espíritu objetivo de Hegel»
(Tanabe 1969, 274; véase también Takeuchi Yoshinori, 1990, 7–10).
Estando entre el espíritu sujetivo de la conciencia individual y el espíritu
absoluto de la historia, las costumbres, tradiciones y leyes de una
sociedad representan el espíritu objetivo que, por un lado, especifica y
limita el espíritu absoluto y, por otro, vincula y controla el espíritu
subjetivo. Sólo en la medida en que esta determinación es una
encarnación de la nada absoluta, que es el verdadero fundamento del
carácter absoluto de la historia, puede decirse que ensalza, en vez de
frustrar, la libertad del individuo.
A pesar del pequeño número de referencias que Tanabe hace a
esa conexión con Hegel en sus ensayos anteriores, me parece que cuando
introdujo la noción de lo específico para explicar el espíritu objetivo
intentaba distanciar su idea de la mediación absoluta de la sombra
imponente del esquema hegeliano. A la vez, he de admitir que tengo
problemas para entender esa pretención en cuanto a la construcción
puramente lógica del esquema. El primer esbozo que hace Tanabe de la
lógica de lo específico empieza criticando muy concisamente la Ciencia
de la lógica de Hegel por su falta de concreción, y alude brevemente a la
Fenomenología del espíritu. Sin embargo, después de leer de cabo a rabo
la tercera parte de la Lógica, donde se aborda la idea del universal
concreto y donde Hegel presenta sus argumentos a favor de una
interacción cooperativa entre el universal, la especie y el individuo, debo
decir que no encuentro nada que sugiera lo que Tanabe pretende. La idea
de Tanabe es que las tres partes de la Lógica corresponden
respectivamente a una lógica de lo específico, una lógica de lo individual
y una lógica de lo universal. No conozco a nadie que lea a Hegel de esa
manera, y de hecho es probable que Tanabe se diera cuenta de esto más
tarde, ya que su punto central aquí —que la lógica de la predicación
general hallada en la primera parte (El ser) «corresponde indudablemente
a una lógica de lo específico»— no se repite en los escritos posteriores
(thz 6: 71–4). Por otra parte, la influencia de la filosofía del derecho en el
desarrollo de la idea de Tanabe de la nación es explícita, e inequívoca ya
desde sus primeros ensayos.
No hemos de detenernos demasiado en la palabra raza en este
contexto, palabra que no tenía toda esa serie de connotaciones que hoy
tiene. El termino japonés usado por Tanabe, minzoku (民族), puede
también traducirse por etnos o Volk. En esto, véase Doak 1995. f Himi
tiene razón cuando afirma que una lectura meticulosa evidencia que
Tanabe usó la frase Blut und Boden como ejemplo de una sociedad
totémica cerrada (1990a, 97–8); pero no encuentro ninguna referencia al
término en el ensayo de 1934, sólo en uno posterior de 1940 (thz 8: 146).
Después de la guerra, cuando estaba claro por dónde había conducido su
330
nueva lógica, la frase Blut und Boden fue citada como prueba de sus
tendencias derechistas, sin respetar el contexto original. Véase, v.g.,
Yamada Munemutsu 1975, 47. f Referente a su crítica de esta idea en
Heidegger, véase thz 8: 8.
Otras citas: thz 1: 444; 3: 76–7; 6: 466.
34lo específico y el mundo socio-cultural. La dirección por la
que condujo Tanabe su convicción de que la mediación es real, y no sólo
una reflexión abstraída de lo real, difiere tanto de la dirección tomada por
Nishida en la lógica del locus como de lo que hizo Hegel con la misma
convicción en su Ciencia de la lógica. Cuando Tanabe impugna la
«autoidentidad de contradictorios absolutos» de Nishida porque acaba
resbalando en la contemplación de un Uno estático y casi-plotiniano que
descuida el papel de la mediación negativa (Tanabe 1986, 45, 89; thz 4:
307, 315), hemos de leer hoy, en mi opinión, menos una evaluación justa
de su maestro y colega mayor que una forma de subrayar la realidad
verdadera que Tanabe quiso proporcionar a la mediación (cf. Nishitani
1991a, 173–5). Nishida nunca refutó directamente este punto en sus
escritos, pero Kosaka sostiene que la idea de «la correlación inversa»
pretendía dar una respuesta a la crítica de Tanabe (1994, 281).
El alejamiento de Tanabe de Hegel, sin embargo, está más
estudiado. Hegel vio la mediación lógica como una reflexión brumosa de
la realidad, una autoenajenación del Pensamiento, una desviación
temporal fuera del ser fenoménico en busca del sustrato esencial de las
cosas, que eventualmente regresaría a la autoconciencia del Espíritu. De
este modo, arguyó que la lógica necesita liberarse de su apego tradicional
a las nociones abstractas de lo universal y lo específico, que serían
meramente nombres que señalan características comunes compartidas
por individuos concretos para aclarar la función del Pensamiento en el
despliegue de la historia como un universal concreto y una especificidad
concreta.
Además de algunos comentarios en las páginas inaugurales del
ensayo de 1932, en el que responde a sus críticos (thz 6: 3ss), Tanabe
sugiere en un ensayo de 1938 sobre «La lógica de Kant a Hegel», que la
crítica de Hegel contra Kant necesita ser complementada con una crítica
inversa, en la que la razón práctica concreta y «platónica» de Kant podría
recusar los aspectos abstractos y «plotinianos» del Espíritu Absoluto de
Hegel (véase especialmente thz 5: 400–4). Allí desarrolla una idea a la
que se refiere en un ensayo de 1931 sobre «La dialéctica y la filosofía de
Hegel» (thz 3: 134). Es más, sus ensayos más largos sobre Hegel a
menudo se refieren en esa época a la necesidad de tomar en serio, más de
lo que hizo el propio Hegel, la dimensión ética e histórica. f En ningún
momento Tanabe creyó poder repensar el silogismo clásico de un
plumazo. Seguía el rastro del silogismo a través de una larga historia que
va de Sócrates a Scoto Eriúgena o Tomás de Aquino (thz 7: 213ss).
331
Otras citas: thz 6: 145; 7: 261–2.
35lo específico y la nación. El resumen del pensamiento de
Tanabe presentado por Piovesana (1963, 145–58), pese a su valiosa
información histórica, está algo confundido en general. En particular,
entiende bastante mal el lugar de la nación en la lógica de lo específico. f
Laube no hace justicia al papel del Estado como absoluto relativo cuando
concluye que, para Tanabe, «la religión representa por su naturaleza el
género, mientras que el Estado representa la especie» (1984, 280). Para
un examen más cuidadoso del lugar de la nación en el esquema lógico de
Tanabe, véase Himi 1990a, 104–17, y 1990b. f Sobre la crítica de Tanabe
de Bergson, véase thz 6: 147. f Sobre la teocracia, véase thz 6: 149–53.
36un nacionalismo ambivalente. Himi es de la opinión de que
existía un prejuicio incuestionable en el trabajo de Tanabe que le hizo
leer la especie no como una categoría filosófica propiamente dicha, sino
como «sólo un eufemismo de la unidad étnica japonesa» (1990, 311). Me
parece que simplifica demasiado las motivaciones de Tanabe, pero su
conclusión acaba resultando correcta en cuanto se trata de los resultados.
Tanabe tuvo dificultades al trazar una línea recta de la
democracia Taishō a la filosofía Taishō, que fue para él un humanismo y
un «cultivacionismo» incapaz de representar una base verdadera para los
ideales de la democracia Taishō. La democracia política de Taishō y el
humanismo y cultivacionismo culturales de Taishō corrieron paralelos,
pero raramente se comunicaron entre sí. Con la excepción de un leve
cruce en «el concepto de cultura», las ondas de la democracia Taishō
apenas alcanzaron a Tanabe. Ienaga arguye que Tanabe aceptó el
significado positivo del culturalismo sólo en el sentido de un
culturalismo metafísico que pudiera penetrar a través del crudo
culturalismo antipolítico y antisocial que vio como característico de los
pensadores de la época Taishō (1988, 5–6). Se refiere al análisis de
Funayama Shin’ichi, (大正哲学史研究) [Estudios sobre la historia de la
filosofía Taishō] y lo compara con un ensayo de Tanabe sobre «La idea
de cultura» (thz 1: 423–47).
El libro sobre el caso Takigawa, (先輩の見た京大事件) [El
incidente de la Universidad de Kioto visto por colegas mayores]
apareció en julio de 1933, sólo tres meses después de que estallara el
conflicto. Es difícil determinar con precisión el papel que jugó Tanabe.
Su nombre no es mencionado en la cuentas de Takigawa, y de las
personas inmediatamente involucradas, publicadas en octubre como (京
大事件) [El incidente de la Universidad de Kioto] (Tokio: Iwanami,
1933) bajo la redacción de Takigawa Yukitoki y otros seis relacionados
con los acontecimientos. Una mirada rápida a estos libros basta para
percatarse de la manera ridícula en que el Ministerio de Educación
complicó las cosas, y para entender algo sobre cómo las diferencias
332
ideológicas pudieron inflamar las pasiones a partir de los pretextos más
insignificantes. El único contenido intelectual tenía que ver con la
supuesta peligrosidad de la opinión de Takigawa, de que los crímenes
contra la sociedad no tienen por qué emerger meramente de algún mal en
el individuo, sino que también pueden ser el resultado de los problemas
en la sociedad misma. Particularmente interesante es cómo el gobierno
substituyó la palabra nación por sociedad al presentar las opiniones de
Takigawa (101); y también cómo la réplica argumental que atraviesa el
libro, una vez dejada a un lado toda la maniobra política, es que la razón
de criticar al Estado era realmente fortalecer el sentido de la identidad del
«pueblo» (16). Parece que esta fue la limitación de la época: había que
elegir entre el ultranacionalismo o el nacionalismo.
La cita sobre Heidegger aparece en thz 8: 8. Cuando apareció este
tomo de las Obras completas de Tanabe, los editores pensaron que el
ensayo nunca había sido publicado (8: 463). De hecho, apareció en la (朝
日新聞) El periódico Asahi del 4–6 octubre del 1933 (véase Yusa 1998c,
70). Dos meses más tarde, Miki destacó el artículo en un reportaje
dedicado a los acontecimientos intelectuales más importantes del año
(1986, 20: 106). f La carta de Jaspers es mencionada en Ienaga 1988,
64–6. El intento de Tanabe de ayudar a Jaspes es relatado por Ōshima
Yasumasa a Takeuchi Yoshinori, quien más tarde escuchó del propio
Jaspes su gratitud por la ayuda que le prestó Tanabe a él y a su mujer,
que era judía (1990, 11). Robert Schinzinger recuerda su papel como
intermediario entre el embajador alemán y Tanabe, y Mutō Mitsuaki su
encuentro con Jaspers en la posguerra, donde confirmó lo útil que resultó
aquella intervención (folletos de la editorial para thz 6 and 7). f Tanabe
adoptaría ciertas ideas de la filosofía de la religión de Jaspers en su
pensamiento tardío (v. g., thz 9: 457ss).
Sobre la postura de Nishida en todo esto, Ienaga cita aquí de la
biografía de Iwanami Shigeo (1988, 50). Menciona también las
reflexiones de la posguerra de Nakajima Kenzō para apoyar la opinión
públicamente expresada por Tanabe (51, 53). f El miedo de Tanabe por
su vida es recordado por Ueda Yasuharu (thz 5: 110). En su Metanoética,
Tanabe hace un comentario parecido sobre el hecho de que estuvo a
punto de morir por sus ideas (189), pero Ienaga opina que es exagerado
(1988 65).
Saliendo en defensa de Tanabe, Kawashima ve su conflicto
filosófico con Nishida no sólo como el conflicto personal del que eran
conscientes, sino también como algo afectado por los tiempos de una
manera que ninguno de los dos podía ser plenamente consciente (1997,
61–2). Los intentos de Nishida por fundar la identidad del yo dentro del
contexto en que vivía, según Kawashima, fueron entendidos por algunos
de los que compartieron su contexto y experiencia como un llamamiento
333
a hacer valer su presencia para con el mundo fuera de Japón, y esta
lectura errónea ayudó a que su pensamiento volara hacia direcciones por
las que nunca tuvo la intención de ir. Tanabe quedó atrapado en ese
mismo viento, así que su crítica y alternativa lógica de lo específico
terminó respaldando el desencanto de quienes deseaban intimidar al resto
del mundo al darle a la nación japonesa el papel principal que le había
sido negado hasta entonces. Precisamente porque sus filosofías se
dirigían directamente a los sentimientos de vacío en el alma japonesa
estaban abiertas a este tipo de abusos. Ahora bien, por verdadero que esto
pueda ser, y por lo mucho que se admire la genialidad y la disciplina
estudiosa de Tanabe, pensar así evita la importante cuestión de hasta qué
punto estuvo Tanabe de acuerdo con este uso de sus ideas. Kawashima
mismo concede que es una pregunta que los sucesores de Tanabe todavía
no han podido responder satisfactoriamente (66).
Los ataques de la derecha contra Tanabe pueden ser consultados
en Minoda 1933 y Matsuda 1933. La respuesta de Tanabe aparece en thz
8: 11–31. f En su distinción entre lo dentro y lo fuera intenta
posicionarse contra al «humanitarismo» de Kōyama Iwao y el
«individualismo» de Nishida. f La idea de que el servicio al emperador
era la forma específica con la que Japón podría entrar en la comunidad
de naciones como una sociedad abierta aparece en su libro La realidad
histórica (thz 8: 166). f Pienso que es importante anotar que Tanabe
evitó mencionar la teología del corpus mysticum del sintoísmo estatal,
por la que el emperador es un arahitogami, o un Dios aparecido en forma
humana, y como tal el alma viva de la nación japonesa.
La exhortación a los cadetes se publicó en El periódico de la
Universidad de Kioto bajo el título de «Palabras de despedida a los
estudiantes marchándose a la guerra: ¡Despertaos al verdadero
significado del alistamiento!» (thz 14: 414–16). Hasta donde haya podido
averiguar, no se pronunció públicamente, a pesar del tono retórico. f La
declaración de Nishida sobre el «fascismo» de Tanabe fue contada a
Aihara Shinsaku, quien la cita en el folleto editorial del vol. 12 de las
Obras completas de Tanabe. Es difícil saber hasta qué punto esto pudo
haberse basado en su distanciamiento personal, ni sabemos por ejemplo
qué opinó Nishida de la postura política de Nishitani. f Se puede notar
además que, ya en 1934, Tosaka llamó «fascista» a Tanabe (1970, 3:
170–84). f Las opiniones citadas de Nishida sobre la relación entre las
sociedades específicas y el Estado se encuentran en nkz 8: 288–9, 451; 9:
113, 144, 146.
Otras citas: thz 6: 163, 232–3; 7: 30–2, 41, 79, 362; 8: 207–8.
37críticas al nacionalismo de tanabe. Cuando el libro original
de Nanbara fue publicado, Japón ya había firmado un tratado con los
nazis. Como indica Ienaga, una lectura cuidadosa evidencia que, de
hecho, y pese a criticar a Tanabe, Nanbara evitó juiciosamente atacar de
334
manera explícita a los nazis (1988, 143). f El comentario de Nishitani
puede encontrarse en (哲学年鑑) [Anuario filosófico] 2 (1943): 93–4. La
recensión no fue incluida en sus Obras. f Cuando Nanbara lanza la
crítica de que la lógica de Tanabe ha reducido la tensión entre lo ideal y
lo real apenas estaba siendo original. El mismo año en que apareció su
libro, Akizawa Shūji expuso también sus dudas sobre el «totalitarismo»
implícito al método dialéctico de Tanabe (cf. Ienaga 1988, 196). f
Nanbara se sintió atraído por el cristianismo, en particular por el
movimiento No-iglesia de Uchimura Kanzō, quien fue aún más franco en
sus críticas al gobierno durante los años de guerra. Después de la guerra,
Nanbara fue elegido rector de la Universidad de Tokio. Añadió un
apéndice al libro citado aquí para que se incluyera en sus Obras
completas, y recuperó una frase aparentemente expurgada. Véase Ienaga
1988, 142–3. f El ensayo en que Tanabe reconoce las críticas de Nanbara
(thz 7: 366–7) fue de hecho compuesto durante la guerra, pero solamente
publicado en 1946.
Entre los que atribuyeron el nacionalismo de Tanabe a su
inclinación por Hegel está Furuta Hikaru (1959, 278), que levanta una
acusación general contra los pensadores de la escuela de Kioto, pero que
después se muestra más favorable a Nishida (1983, 145). f Yamamoto
Seisaku sugiere que, de hecho, fue la crítica la que incitó a Tanabe a
desarrollar su idea de la «metanoética», y a reconsiderar la posibilidad de
que el autoritarismo latente en la nación necesita ser sometido al juicio
más alto y divino de la historia (1987, 122). Pero Yamamoto olvida
mencionar que, una vez finalizada la guerra, Nanbara envió a Tanabe una
colección de sus poemas lamentando la guerra. Esto, junto con la
respuesta de Tanabe alabando los esfuerzos de Nanbara en nombre de la
libertad de conciencia, demuestra que en realidad no hubo una enemistad
duradera entre ellos, pese a la crítica pública. f Referente a la opinión de
Yamada Munemutsu de que la filosofía de Tanabe se había escudado
sistemáticamente frente a las cuestiones sociales, véase Ienaga 1988,
185.
Otras citas: Ienaga 1988, 143; Nanbara 1972, 264–5, 268–9, 274;
Yamada Munemutsu 1975, 46, 61, 87–8.
38críticas a la ingenuidad política de tanabe. Los comentarios
de Umehara (1959) tienen lugar en el curso de una crítica contra una
serie de comentarios respaldando la guerra proferidos por las cuatro
figuras principales de las discusiones del Chūōkōron: Kōyama Iwao,
Kōsaka Masaaki, Suzuki Shigetaka y Nishitani Keiji (véase §52). f
Kōyama Iwao recuerda la impotencia que ciertos maestros de filosofía
como él sentían al enfrentarse a sus estudiantes en la aula después del
ataque a Manchuria (1943, prólogo).
La filosofía imperial (皇道哲学) a la que alude Umehara se
335
asocia a figuras como Kihira Tadayoshi y Kanokogi Kazunobu. Debería
ser notado que la conclusión de Umehara, de que «Nishitani creía en el
mito de la divinidad del emperador» (1959, 34), no sólo es falsa, sino
que además concuerda mal con su propia reclamación de que él mismo,
aunque atrapado por la ideología, era demasiado sutil como para aceptar
la idea de la centralidad del emperador. Irónicamente, Umehara llegaría a
ser conocido, dentro y fuera de Japón, como uno de los ideólogos mas
vociferantes del japonismo de la posguerra.
La cita de Katō hace una referencia literaria a Shikitei Sanba, un
escritor satírico de principios del siglo xix que escribió conversaciones
ambientadas en los baños públicos.
Otras citas: Katō 1959, 346; thz 8: 50, 64–5, 166, 178.
39respuesta a las críticas. Sobre el dolor que sintió Tanabe,
véase Ienaga 1988, 71. f Himi argumenta que, después de La filosofía
como metanoética, la lógica de lo específico no fue más que un ascua
mortecina que Tanabe nunca más lograría avivar (1990a). Takeuchi
Yoshinori disiente, opinando que su trabajo posterior en la lógica
experimentó un gran cambio y que seguía siendo relevante (1986, xliii).
Si Takeuchi tiene razón, este cambio tendría que consistir en el regreso
de Tanabe a la religión como complemento a la ética, una idea ya
presente en su primera lectura de Bergson. f Para una redefinición de lo
específico menos ligada a la nación, véase thz 7: 257–60. f La sugerencia
de identificar la comunidad específica con la iglesia local es de Himi
(1990a, 168).
La noción de la comunión de los santos, aunque cristiana, parece
haber sido tomada de Jaspers. Sobre el concienzudo estudio de Tanabe
del pensamiento de Jaspers, véase Takeuchi Yoshinori 1990, 6–7. f
Gracias a los aguijonazos de Takahashi Satomi, Tanabe no tardaría en
darse cuenta de que había un problema con eximir la especificidad de la
sociedad y la nación del dominio de la mediación absoluta. Pero ya que
el término que usó para inmediato no abarcaba necesariamente la idea de
no ser mediado, una solución adecuada a la crítica tuvo que esperar a que
la nación desalojara su posición central en la lógica de lo específico.
En su Metanoética, Tanabe repite su reclamación de que la
democracia occidental necesita de «las características específicas de los
grupos raciales y sociales particulares» para funcionar en Japón, y de que
«el ideal imperial en el trabajo en el sistema político de nuestra nación es
también democrático… al menos, en principio». Por una razón u otra,
seguía pensando que sólo una amalgama de socialismo y democracia era
adecuada para el mundo moderno, y reclamó que sólo podría realizarse si
todas las naciones, democráticas y sociales, se comprometían a una
metanoesis (Tanabe 1986, lxi–lxii, 94). Obviamente, cuando Lavelle da a
entender que Tanabe recurrió a la democracia occidental en su
Metanoética se equivoca, como también falla en su conclusión general,
336
que viene a decir que Tanabe fue un ultranacionalista que consideraba
que sólo Japón era capaz de proporcionar un modelo de gobierno para el
nuevo orden mundial (1994a, 450–53). Además, su aseveración de que la
política de Tanabe concordó con la de Nishida, con la excepción de que
Tanabe consideró al emperador, y no a la nación, como el elemento
unificador de Japón, se basa igualmente en una ignorancia de los textos.
La colección fortuita de frases que conjunta pueden refutarse fácilmente
si se leen las obras que él mismo cita, y aún más si se conoce un poco
más de su contexto.
Otras citas: thz 6: 452; 7: 253, 258; 8: 370–1; 14: 439; Tanabe
1969, 278.
40el arrepentimiento. Tanabe vuelve a usar la frase «sin una
sola cosa», un término budista referido al desapego, para describir la
posición de Japón después de la guerra sobre la democracia (thz 8:
319–21). En este contexto, se refiere al pueblo japonés y a la familia
imperial como formando «un solo cuerpo, de arriba a abajo» (322). f
Nishida escribió su carta (nkz 19: 3–4) en una prosa más bien envarada,
que he simplificado en la traducción. f La información sobre el plan de
Tanabe para el emperador ha sido tomada del detallado estudio de
Hanazawa (1999, 171–4). Además, véase los comentarios de Ōshima
Yasumasa, thz 8: 482.
Otras citas: Takeuchi Yoshinori 1986, xxxvi, xl, lviii; nkz 19: 669
41filosofando el arrepentimiento. Referente a los pensadores
que amañaron sus escritos después de la guerra, véase el ensayo de
Akashi Yōji sobre la cuestión, «The Greater East Asian War and
Bunkajin, 1941–1945», War and Society 11/1 (1993): 129–77. Ninguno
de los filósofos de Kioto lo hizo (Watsuji sí modificó su Cultura antigua
japonesa), pues por lo visto compartían la opinión de Nishida, que había
declarado que «el pensamiento es algo que pertenece a su tiempo, y que
no debe ser ajustado después» (citado en Kōsaka 1978, 208). f Tsujimura
nota que lo que ocurre en la Metanoética no es que desaparezca la lógica
de lo específico, sino que toma una expresión diferente. «Cada uno de los
tres elementos de la dialéctica absoluta —el individuo, la especie, el
género— aparecen en una forma nueva en las ideas de
‘muerte-resurrección,’ ‘la nada-en-el amor’ y ‘hermandad de perdón
mutuo’» (1965b, 47). Véase también Yamamoto 1987, 123.
El libro de Takeuchi Yoshinori, La filosofía del Kyōgōshinshō,
fue publicado en 1943. f Tres años antes de que Tanabe publicara su
Metanoética apareció un libro con título casi idéntico, La filosofía como
arrepentimiento. De hecho, era una revisión de un libro anterior, cuya
primera parte se publicó en 1920 como las notas póstumas de un joven y
brillante alumno de Nishida, Nozaki Niroyoshi, que falleció
repentinamente en 1917. Su contenido no tiene casi nada en común con
el libro de Tanabe, pero su publicación en un momento en que Tanabe
337
debía estar comenzado el suyo deja abierta la posibilidad de una
influencia al menos en la elección del título. Cf. notas a §27 arriba.
Nishitani, en un ensayo publicado mientras vivía Tanabe, trata el
argumento de la Metanoética, señalando algunos de sus precedentes en
obras anteriores de Tanabe, extrayendo sus críticas implícitas contra
Nishida y poniendo de relieve lo que, consideraba, eran lecturas erróneas
de Tanabe del pensamiento de su maestro (1991a, 161–191). El resultado
es quizá la crítica más informada y cuidadosa del libro de Tanabe salida
del círculo de Kioto. Desafortunadamente, Tanabe no respondió a
Nishitani.
La referencia a «los santos y los sabios» se basa en un término
del budismo de la Tierra Pura, 自力聖道門, referido a las personas
sabias y santas que buscan la salvación a través del camino del propio
poder.
Otras citas: Tanabe 1986, l; Nishitani 1991a, 174–5.
42la lógica de la crítica absoluta. Para una forma diferente de
organizar la progresión de la filosofía a la religión en la metanoética,
véase Wattles (1990). Aunque quisiera cuestionar su imposición por
etapas, me parece que ha aprehendido bastante bien todos los
ingredientes esenciales. f Para un análisis bien fundado y legible de los
argumentos filosóficos principales de la Metanoética, véase Fredericks
1990a, ensayo basado en su disertación doctoral de 1988 para la
Universidad de Chicago.
Maraldo (1990) demuestra bien cómo el intento de Tanabe de
combinar su crítica absoluta con una postura religiosa carece de paralelos
reales en las diferentes tendencias críticas de la fe racional en la filosofía
occidental contemporánea. Además, sostiene que la posición de Tanabe
es puramente mental, y que pasa por alto el papel crítico del cuerpo y de
las emociones como parte de lo que Descartes había llamado «todo lo
opuesto a la razón» (1990, 252).
Tanabe llegó a Nietzsche relativamente tarde. Durante muchos
años consideró el Zaratustra «un libro de siete sellos, cuyos tesoros pude
abrirse sólo con la metanoética» (Tanabe 1986, 102). Mi sospecha,
aunque no la puedo demostrar, es que fue Nishitani quien estimuló
finalmente su interés en Nietzsche. f Una valoración positiva de su
interpretación de Nietzsche en la Metanoética y una comparación de la
idea de negación entre los dos pensadores (apoyado por materiales de
Nietzsche que aparecieron después de la publicación del libro de
Tanabe), ha sido realizada por Koch (1990). Aunque su visión del
pensamiento de Tanabe se concentra en la idea de la mediación absoluta,
al depender del comentario de Laube (1981, 1984), su comparación con
Nietzsche depende de la Metanoética donde esa idea no juega un gran
papel. Una comparación con Nishitani me parece que hubiera sido
338
mucho más fructífera, ya que en él la noción de amor fati no sólo es
central, sino que está relacionada más explícitamente con las ideas
budistas que Koch intenta encontrar en Tanabe.
Los pasajes que hablan de su propósito de conducir a los
japoneses al arrepentimiento provienen de dos cartas personales de 1944
y 1945, citadas por Takeuchi Yoshinori (1986, xxxvii–xxxviii).
Otras citas: Tanabe 1986, 26, 44–5, 113, 118, 195.
43el acto religioso y el testimonio religioso. Respecto a la
relación entre la nada absoluta y la doctrina del budismo de la Tierra
Pura, he encontrado útil el ensayo de Hase (1990). Sin embargo, hay que
advertir que aunque Hase pretende hablar del pensamiento de Tanabe en
general, de hecho se limita a sus escritos de madurez. f Funayama opina
que, si Tanabe se hubiera distanciado antes de Nishida, su pensamiento
podría haberse desarrollado en una dirección más provechosa y menos
religiosa que la de la metanoética y su posterior filosofía de la muerte
(1984, 208). Funayama no es el único que siente antipatía hacia el
pensamiento maduro de Tanabe, pero culpar a su relación con Nishida
me parece bastante inverosímil.
Los términos gyō y shō están presentes en el título del
Kyōgyōshinshō. El término kyō se refiere a la enseñanza de la Sūtra
mayor (Sukhāvatīvyūtha-sūtra); gyō a la práctica del nenbutsu o
invocación del nombre de Amida Buda; shin a la mente sincera y la fe
auténtica; y shō al movimiento dual del amor transformador de «ir a la
Tierra Pura (ōsō-ekō) y «regresar de la Tierra Pura a este mundo»
(gensō-ekō). Tanabe habla de su metanoesis como de una unidad de
«acto–fe–testigo». Aunque así omite el elemento de la enseñanza, está
claro que la metanoesis incluye en su idea del testigo la reformulación de
su propia posición filosófica a la luz de la enseñanza.
Referente a las diferencias entre el zen y Eckhart con el budismo
de la Tierra Pura, véase Tanabe 1986, 185–92. f En efecto, los
comentarios de Tanabe sobre la mística occidental sólo abarcan a
Plotino, los neoplatónicos y Eckhart, lo que llama «la mística ordinaria».
Para Tanabe, el principal rasgo común de la unión contemplativa era que
tiene lugar en el medio común del ser, y por consiguiente, o conserva
intactas la autoidentidad del individuo y el absoluto, o absorbe a los dos
en ese medio común. Lo mismo dice de «la mística zen», cuyo medio
común de la naturaleza de Buda relaciona al individuo y al Buda de
modo semejante al agua y al hielo: ambos comparten la misma
naturaleza (Tanabe 1986, 169). Entiende que sólo una nada absoluta que
funcione como Otro poder mediando la relación entre el individuo
relativo y el absoluto (sea Dios o Buda) puede efectuar una
transformación radical de ambos. Y sólo este modelo puede hacer
justicia al simbolismo cristiano de la muerte y la resurrección.
En cuanto a la recepción por parte del budismo Shin (el
339
verdadero budismo de la Tierra Pura) de las interpretaciones que hace
Tanabe del Kyōgyōshinshō, debe decirse que ha sido generalmente
descuidado en lo que se refiere a los estudios doctrinales. Nakayama
(1979), por ejemplo, reprocha a Tanabe haber comprendido mal la
alteridad del Otro poder, por errar al distinguir la fe lograda en la Tierra
Pura de la fe que llega a la fe en el mundo, y por representar mal la
noción de arrepentimiento en Shinran. Por desgracia, el autor parece
estar mucho más fuera de su elemento intentando elaborar este discurso
filosófico que Tanabe sumergiéndose en los estudios del budismo Shin. f
Una crítica más estudiada y significativa puede encontrarse en Ueda
Yoshifumi (1990), quien acusa a Tanabe de haber leído a Shinran a
través de la lente de una idea muy concreta del arrepentimiento (zange
懺悔) que no acaba de coincidir con la idea propia de Shinran (zangi 慚
愧), para quien el yo que Tanabe ve resucitar tras su muerte, como un
nuevo yo, es simplemente abandonado. Críticas similares son lanzadas
por Unno, que añade además una crítica de la interpretación que hace
Tanabe de la ida de ir-a y regresar-de la Tierra Pura (1990, 126–32).
La lectura más controvertida de la doctrina del budismo de la
Tierra Pura se encuentra en cómo Tanabe interpreta el símbolo del
bodhisattva Dharmākara. Para llevar a cabo sus disciplinas y acumular
méritos durante cinco kalpas, Dharmākara representa la forma en que la
práctica del arrepentimiento por los seres relativos forma parte de la
transformación interna del propio Buda. Así, su autodisciplina se
convierte en un fundamento trascendente para nuestro arrepentimiento.
Al contrario, para Tanabe es un símbolo de la transformación del yo
—que toda autodeterminación implica una determinación por el otro—, y
el Buda Tathāgata se entiende como símbolo de la mediación absoluta.
Tanabe trata de demostrar cómo la idea de Shinran de las tres etapas de
la transformación que corresponden a los tres votos originales del Buda
(discutida en el capítulo final del Kyōgyōshinshō) apoya su idea de una
mediación absoluta en la nada absoluta.
Al hablar de cómo Tanabe repensó la filosofía desde un punto de
vista religioso, Takeuchi Yoshinori se refiere a su pensamiento como una
«filosofía de la religión», pero el término que usa quiere decir
literalmente una filosofía-religión (1986, xl–li). f Referente a las ideas de
Tanabe sobre la desmitificación, véase Mutō 1986, 3: 155–66.
Otras citas: Tanabe, 1986, li, 149, 211, 42, 238; thz 9: 328; 11:
238.
44el yo y el autodespertar. La expresión «el yo que no es un
yo» es de Nishitani. Que yo sepa, no aparece en Tanabe, aunque suena
muchísimo a algo que Tanabe podría haber usado en sus clases. Cuando
Nishitani elige el término para señalar un punto en común entre Nishida
y Tanabe (1991a, 175) cabe imaginar una cierta ironía, si se recuerda que
340
Tanabe había usado el patrón en un sentido positivo para hablar de sus
metanoética como de «una filosofía que no es una filosofía», mientras
que al mismo tiempo lo usó en sentido negativo para descartar la lógica
del locus como el intento de presentar «una lógica que no es una lógica»
(226).
En ese tiempo, Tanabe utilizaba libremente el término
«autodespertar activo», una idea que elaboró a través de una serie de
metáforas relacionadas con la nueva física, sobre todo con la teoría de la
observación científica a nivel subatómico, en la que lo subjetivo y lo
objetivo coinciden (thz 12: 3–58). En todo eso, sus distancias con
Nishida resultan obvias. La intuición activa, que ve en el fondo de la
lógica del locus, es acusada de formalista y de trascender todo contenido
concreto; y definida como «una reducción del elemento temporal de la
intuición al espacial», «una metafísica convencional y dogmática», «una
teología secularizada», «una abstracción de la fe religiosa a una
inmanencia intuitiva unidimensional», etcétera (12: 224–5).
Laube considera el término autodespertar «uno de los más
difíciles de Tanabe» debido a su doble sentido del despertar ordinario y
despertar religioso. En lugar de intentar hacer algo con esa ambigüedad,
va decidiendo para el lector cuál de los dos significados es requerido en
cada contexto (aunque a menudo son ambos), traduciendo el primero
como Selbst-bewusstsein y el segundo como SELBST-bewusstsein. Al
mismo tiempo, dramatiza la importancia del autodespertar en Tanabe
cuando afirmar que, como Hegel, había considerado el «conocimiento
absoluto» el cometido último de la filosofía (1990, 317). Esto me parece
resultado de los esfuerzos extenuantes de Laube por encuadrar el
pensamiento de Tanabe en un esquema perfectamente racional, como
también de su juicio general de que Tanabe fue hasta el final una especie
de «vagabundo religioso sin iglesia», que erró de una religión a otra sin
sentirse en casa en ninguna de ellas (1984, 27–8, 222). Por mi parte,
prefiero pensar que el mismo autodespertar fue el hogar religioso de
Tanabe, y que no es justo reprenderle por carecer de filiación religiosa.
En cuanto al cambio de la «finalidad del autodespertar» al
autodespertar de la praxis, véase thz 3: 78-81. Hanaoka (1990) omite los
detalles de la controversia, tanto históricos como filosóficos, en su
intento por resolver las diferencias entre Nishida y Tanabe. Arguye que
cada uno estuvo preocupado con una dimensión diferente, Nishida con la
vertical y Tanabe con la horizontal, y que las dos son necesarias para
regresar a la vida actual donde esas dimensiones se cruzan. f Por lo que
respeta a la tendencia de Nishida de convertir la filosofía en religión y el
yo en un Dios, y de considerar el yo desde un punto de vista ahistórico,
véase thz 4: 305–28.
Otras citas: Tanabe 1986, l; thz 3: 4, 64; 6: 185; 7: 41 (énfasis
añadido); 8: 260; 14: 439; Nishida 1995h, 183–4; nkz 11: 186–7.
341
45una síntesis de religiones. Shida Shōzō recorre la ruta que
va de Tanabe a Dōgen por Watsuji, y refleja la opinión general entre
muchos estudiosos del campo que sus comentarios son más una
plataforma para su propia filosofía que un análisis objetivo de las propias
ideas de Dōgen (folleto de la editorial para thz 9).
Sobre la distinción entre filosofía y religión citada en el texto (thz
11: 429–30) véase Hase 1994, 5–6; y §67 arriba. f En una mesa redonda
en 1961, Nishitani afirma que Tanabe, en realidad, no dio nunca el paso a
integrar la religión en la filosofía; en este punto estoy de acuerdo con la
opinión expresada por Mutō en esa ocasión, y creo que Nishitani está
equivocado (1981b, 136–44). f La mejor presentación que conozco sobre
la cuestión de las ideas de Tanabe respecto a las relaciones entre filosofía
y religión se encuentra en un ensayo bien estructurado de Takeuchi
Yoshinori. En vez de centrarse en las discrepancias con Nishida, ofrece
tres patrones de la filosofía de la religión: una clara separación entre la
experiencia religiosa y la reflexión filosófica, la persecución de un modo
de pensamiento que entienda que el pensamiento filosófico pertenece al
mismo tiempo a la experiencia religiosa, y la búsqueda de una unidad en
la tensión de estas dos posiciones opuestas. Estos tres patrones, según
Takeuchi, representan transiciones en la filosofía misma de Tanabe
(1999, 5: 47–65). f Nishitani recuerda que, aunque D. T. Suzuki
reaccionó con fuerza contra la filosofización del zen, más tarde, bajo la
influencia de la idea de Nishida de la «autoidentidad de contradictorios
absolutos», cambió de opinión y empezó a buscar en el budismo lo que
dio en llamar «la lógica de soku-hi» (véase §28 y sus notas arriba). Que
yo sepa, Tanabe no hizo referencia a la idea de soku de Suzuki en ningún
momento. La propia conclusión de Nishitani al respecto es que la
relación entre el zen y la filosofía sigue estando problematizada, por lo
que él mismo forcejeó con la cuestión durante sus últimos años
(Nishitani 1986d, 153–4). A propósito, en un ensayo publicado el mismo
año que la discusión citada anteriormente, Nishitani cita a Suzuki
indirectamente por repetir su referencia al patrón de soku-hi de la Sūtra
del diamante (1982b, 55).
En los últimos años de su vida, Tanabe estaba más convencido
que nunca de que el budismo debía recuperar su sentido de la
responsabilidad social. Una carta de 1955, que refleja una opinión más
bien extensa sobre la posguerra, se refiere al «deber del zen de dejar las
aulas de la meditación y salir a la calle, para actualizar su liberación entre
la gente» (carta a Tsuji Sōmei, citada en el folleto de la editorial para thz
13). f La atracción que siente Tanabe hacia el cristianismo, a causa de su
enseñanza social, es visible ya en el tratamiento de la ética en su
Introducción a la filosofía (thz 11). Para una consideración general de su
uso de las sagradas escrituras, y su negligencia respecto al Antiguo
Testamento, véase Yamashita 1990. f Tanabe consideró la conversión de
342
Pablo para regresar a Jesús como el desafío especial al protestantismo
para una «segunda reforma». Véase el comentario de Mutō Kazuo sobre
el punto en thz 10: 328–32. f Tanabe resume el propósito sucintamente
en el prólogo a La dialéctica del cristianismo (thz 10: 14). Merece notar
que el prólogo de La Existenz, el amor y la praxis contiene la que es
probablemente la declaración más clara publicada nunca por Tanabe
sobre sus antecedentes religiosos, su interés en el cristianismo y su
búsqueda de una religión del autodespertar. Junto con sus reflexiones
sobre ser un werdender Christ, «un cristiano en formación» (thz 10:
258–61), —una idea repetida por Nishitani (§66)—, da una imagen clara
de su relación con la religión institucionalizada. f Para un resumen, breve
pero penetrante, de las diferencias que existieron entre Tanabe y Nishida
en su manera de aproximarse al cristianismo, véase el comentario de
Mutō Kazuo en el folleto de la editorial para nkz 17. f Sobre el
pensamiento político tardío de Tanabe, véase Mutō 1951. f Las ideas
tardías de Tanabe sobre las ciencias naturales las resume Takeuchi
Yoshinori 1981, 216. La relación a la Metanoética es presentada por
Ueda Yasuharu 1985.
Además de excluir el sintoísmo de su síntesis religiosa, Tanabe
también pasa por alto las tradiciones taoísta y confuciana de Japón.
Laube, sin embargo, nota que la biblioteca personal de Tanabe sugiere
que había leído bastante sobre estas tradiciones, como también sobre el
islam y el judaísmo, aunque sólo aparezcan referencias raras veces y de
paso en sus escritos (1984, 219–20).
Otra cita: thz 10: 300–1.
46una dialéctica de la muerte. Hosoya se refiere a los ensayos
últimos de Tanabe como una «transformación vertiginosa, un salto
equivalente a una conversión de principios básicos» que, no obstante, se
prefiguraba en su anterior trabajo (1998, 7). He utilizado su esmerado
estudio en mi resumen abreviado de sus luchas con el simbolismo. f
Ueda Shizuteru, además de colocar la filosofía de la muerte en el
pensamiento tardío de Tanabe, demuestra cómo depende de una
inversión de su crítica anterior de Nishida (1997, 125–68). Me parece
que es su mejor apreciación de las diferencias entre Tanabe y Nishida. f
Tsujimura Kōichi observa que las conferencias que formaron la base de
Introducción a la filosofía le dieron a Tanabe la oportunidad para
resumir sus ideas anteriores y dar el primer paso hacia esta «filosofía de
la muerte» (comentario a thz 11: 634). En este sentido, la transición a su
última posición filosófica fue más estudiada y natural de lo que habían
sido sus otros cambios de dirección, a la lógica de lo específico y a la
metanóetica.
La crítica de Heidegger hecha por Tanabe es el largo ensayo
titulado «¿Una ontología de la vida o una dialéctica de la muerte?» (thz
13: 525–76). f Referente a la crítica de Heidegger citada en el texto,
343
véase Tanabe 1986, 149. Sobre la relación entre Tanabe y Heidegger,
véase Tsujimura 1991. Desafortunadamente, se concede muy poca
atención a la relación que hubo entre los dos en el volumen dedicado a la
influencia de Heidegger en oriente (Yuasa 1987a, 158), aunque parece
que fue el primero en introducir el pensamiento de Heidegger en Japón
(véase el comentario de Kōsaka Masaaki a thz 4: 432). Véase también
los comentarios de Nishitani Keiji sobre las discrepancias de Tanabe con
Heidegger (nkz 9: 304, 315–24). f El tratamiento más largo sobre
Heidegger se encuentra en un último trabajo inédito de Tanabe, filosofía,
poesía y religión, en su mayor parte consagrado a una evaluación crítica
de Heidegger (thz 13: 305–524). f La conclusión de Nagao Michitaka, de
que la filosofía de Heidegger puede cotejarse mejor con la de Nishida
que con la de Tanabe (folleto de la editorial para nkz 8), me parece que
carece de fundamento.
A la luz del pensamiento de Whitehead, Ueda Yasuharu (1985)
critica la persecución de una filosofía de la ciencia en Tanabe, y
concluye que al fin y al cabo no se enfrentó suficientemente con los
límites de la física. f Sobre la idea de Tanabe de «practicar la muerte»,
véase thz 9: 190ss. f El pasaje en que critica la falta de una verdadera
dialéctica de la muerte en el cristianismo se encuentra en un fragmento
inédito (thz 13: 637–8). f Sobre el uso que hace de Leibniz, ya había
insinuado indirectamente un movimiento en esta dirección en una carta
de 1944 (Takeuchi Yoshinori 1986, xxxvii). Aunque la idea Kegon de la
interpenetración armoniosa entre principios y cosas, y entre cosas y cosas
(rijimuge 里 事 無 碍 , jijimuge 事 事 無 碍 ) ya había aparecido en la
Metanoética (Tanabe 1986, 221), en ese lugar hizo referencia a Leibniz.
Advierto así de otra notable afinidad con Nishida, cuyo interés en
Leibniz fue mucho más sostenido: se inició en 1918 y continuó hasta su
último ensayo. Si bien Tanabe no menciona a Nishida por su nombre, el
uso de la idea de Kegon es un signo más de la restauración de la simpatía
hacia su maestro. La misma idea, a propósito, también figurará
destacadamente en La religión y la nada de Nishitani.
Además de los dos ensayos sobre Valéry y Mallarmé, que juntos
abarcan unas 260 páginas en las Obras completas de Tanabe, la obra
final incompleta mencionada arriba, filosofía, poesía, y religión, trata
extensamente a Rilke y Hölderlin. El juicio de que Tanabe «descuidó» la
literatura está basado menos en la cantidad de escritos que en el hecho de
que leía literatura como si fuera filosofía. f La fuente elemental de
Tanabe para su conocimiento de los simbolistas parece haber sido un
libro de Suzuki Shintarō de 1924 que llevó un título curiosamente
parecido al suyo, Un memorándum sobre los simbolistas franceses. Para
más detalles, véase Hosoya 1998, 15–26.
Otras citas: thz 11: 32; 13: 29, 100, 171, 173–4, 185, 204, 266,
344
221, 290, 529, 554, 576; nkc 9: 283.
Nishitani Keiji (1900–1990)
47vida y carrera de nishitani. No hay ninguna biografía
disponible de Nishitani, pero aparecen datos fidedignos al final del
último tomo de sus Obras (nkc 26: 345–64), además de material
suplementario en el segundo volumen de una colección conmemorativa
(Kyoto society for religious philosophy, 1993, 2: 310–13) y en una
edición conmemorativa de The Eastern Buddhist (1992, 155–8).
Nishitani mismo ofrece detalles adicionales en dos ensayos
autobiográficos (1985d, 1986a), y en dos series de discusiones que
aportan mucha información con Yagi Seiichi (1989d) y con Sasaki Tōru
(1990d), que tuvieron lugar ya en edad avanzada del filósofo. Los
folletos de la editorial para los volúmenes particulares de las Obras están
también llenos de recuerdos personales. f Los errores en la breve
biografía de Jacinto (1995, 209–11) fueron repetidos en Dilworth y
Viglielmo (1998, 373–4). El origen de estos errores, como también de su
repetición en la introducción de la traductora alemana de Was ist
Religion? (Nishitani 1986a), parece ser un ensayo de Van Bragt (1982,
xxxiv). f Tampoco existe hasta ahora una presentación fiable del
pensamiento de Nishitani, ni en japonés ni en ninguna lengua occidental.
Ishida (1993) da una visión general, pero es más interpretativa que
representativa del pensamiento de Nishitani. Sasaki emprendió su propio
resumen en vida de Nishitani (1986), pero su trabajo no ha sido bien
aceptado entre los discípulos y colegas del filósofo.
Parece que se ha perdido el original alemán de la comunicación
de Nishitani en Friburgo. La versión japonesa inaugura el primer tomo de
sus Obras. Su tesis de licenciatura está publicada en el segundo tomo, y
su disertación doctoral en el sexto. Es Shimomura (1992, 126; véase
también el folleto de la editorial para nkc 13) quien habla de lo difícil
que le resultó a Tanabe. Nishitani observa que, al releerla mucho más
tarde, se sorprendió al encontrar tantos términos del zen (1985c, 4).
Sobre la práctica zen de Nishitani, véase Horio 1992. En un
ensayo más reciente, el autor corrige la cronología del anterior a la luz de
la correspondencia de Nishitani con D. T. Suzuki (1997, 22–4). Los
propios comentarios de Nishitani se encuentran en 1987b y 1989d,
60–69. Él mismo dice que la razón por la que fue a Gyōdō era que había
pedido a Suzuki que le recomendase al maestro de zen más ilustre del
momento (1985c, 3). En una entrevista tardía admitió, después de un
considerable aguijonazo, que había pasado todos los kōan, aunque no en
el orden normal marcado por los monjes, logrando lo que se llama 大事
了畢, la «terminación de la gran cosa» (1987b, 8). f Cuando se dice que
Nishitani «practicaba» zen, ha de entenderse que la suya fue, por
supuesto, la práctica de un lego, muy diferente a esa monótona rutina en
345
la que cae un monje. Al principio, recibía instrucción seis veces al año
durante sesshin concentrados. Después, las entrevistas tuvieron lugar
sólo una vez a la semana y, más tarde, tras la jubilación de su maestro,
una vez al mes. f Se refiere a Hisamatsu Shin’ichi por deferencia a los
discípulos que le entrevistaron en esta y otras ocasiones, pero ni su
autobiografía ni sus otros escritos se refieren a él.
Nishitani habla de ir a Kamakura para encontrarse con Sōseki
(1986e, 26), cuyas novelas tanto le influyeron en su juventud y cuyas
ideas a menudo se comparan a las de Nishida (véase notas a §9). Años
después escribiría un ensayo sobre La oscuridad brillante de Sōseki, que
Nishitani consideraba su mejor novela (nkc 15: 25–46). f Thompson va
demasiado lejos cuando llama a Nishitani uno de los «herederos» de
Heidegger, que asumiría la importante tarea de apropiar las ideas de
Heidegger en el pensamiento oriental (1986, 237). Es cierto que
Nishitani, hacia el final de su vida, escribió que su encuentro con
Heidegger había sido «significativo y abrió nuevos caminos» (1989a,
1989b), pero la influencia no fue en un solo sentido. De hecho, se podría
afirmar con más justicia lo contrario —es decir, que Heidegger ha jugado
un papel esencial en la introducción de la metafísica de Asia en Europa.
Es una lástima que la relación de los filósofos de Kioto con Heidegger no
se investigara más cuidadosamente en el ensayo incluido en un volumen
sobre Heidegger y el pensamiento asiático (Yuasa, 1987a). f Sus ensayos
sobre Nishida y sus conferencias sobre el nihilismo están ambos
disponibles en traducción inglesa (Nishitani 1991a, 1990c).
Sobre la paz de ánimo que alcanzó gracias a la práctica de zen
después de haber sido purgado, véase las memorias de Kajitani (1992,
98). f Cuando, en 1952, Nishitani pudo regresar a su cátedra, Tanabe
mencionó en una carta el gran alivio que sintió. La carta de Tanabe iba
dirigida a Kano Jisuke, y lleva fecha del 14 de abril de 1953. Kōsaka
Masaaki también pudo regresar a su cargo en 1955; sólo Kōyama Iwao,
un profesor menor que había hecho de mediador entre la escuela de
Kioto y la marina, continuó inhabilitado (Hanazawa 1999, 248, 365). f
Los comentarios de la esposa de Nishitani y de Tanabe son referidos por
Takeuchi Yoshinori, alumno de Nishitani y Tanabe y amigo íntimo de la
familia (1992, 129).
Las entrevistas con Nishitani y las discusiones en las que tomó
parte son realmente indispensables para entender la vivacidad y la
amplitud de su manera de pensar, aunque a veces sea difícil extraer citas
de ellas debido a su estilo coloquial. Por contra, las discusiones del
Chūōkōron (1943) La superación de la modernidad (1979), fueron
preparadas cuidadosamente y revisadas por los autores, por lo que serán
citadas directamente.
En 1941, Nishitani menciona que fue atacado por la derecha
debido a su asociación con la «escuela de Kioto» (nkc 21: 132). f El
346
comentario sobre ser abofeteado en las mejillas es citado por Horio
(1995, 291) y también en una carta de Nishitani de 1984 (Yusa 1992,
152). Es una frase bastante conocida de Nishitani, y el hecho de que la
usara hasta sus últimos años da una idea de hasta qué punto se consideró
falsamente acusado. Aunque uno puede compadecer el dolor de la
mejilla izquierda, es más difícil decir que no mereció al menos un golpe
ligero en la derecha, como veremos más adelante. f La declaración de
que la Segunda Orden del Tesoro Sacro se otorgaba a miembros de las
fuerzas armadas, así como también a académicos (Dilworth y Viglielmo,
1998, 374) confunde las prácticas de la guerra con la reforma de los
premios, que tuvo lugar en 1947. De los 78 laureados de 1970, 46 son de
la academia, 26 del gobierno, y 10 del sector privado. Véase (朝日新聞)
Asahi news 29 de abril de 1970, 4.
El nombre budista póstumo de Nishitani es 西来院空谷溪聲士. f
El catálogo de la biblioteca personal de Nishitani será publicado en
octubre de 2001.
Otras citas: Nishitani 1986a, 28; 1989d, 27
48el estilo filosófico de nishitani. En el intercambio con
Kobayashi sobre el estilo filosófico (Nishitani 1979, 248–51), el filósofo
tomista Yoshimitsu Yoshihiko también sufre la lengua afilada de
Kobayashi, pero su respuesta es poco más que una renuncia débil al
destino de tratar de introducir el pensamiento abstracto en el idioma
japonés, con una crítica implícita a quienes sacrifican esa tarea por una
simple claridad de expresión. El quid de la respuesta de Nishitani, a
propósito, se repite años después en otro contexto (1961b, 307–8). f
Nishitani le contó a uno de sus más viejos amigos, Shimomura Toratarō
(1992, 128) que prefería conversar a ser leído. f La sugerencia de
Kasulis, de que Nishitani «debería evitar acuñar términos que son más
enigmáticos que iluminadores» (1982, 143), me parece un juicio que no
valora lo suficiente su intento de introducir ideas budistas en la filosofía
mundial, sin estar restringido a la terminología tradicional del budismo.
La realización de la traducción inglesa de Religion and
Nothingness fue conocida por varias editoriales en Estados Unidos que
mostraron interés en publicarla. El traductor, Jan Van Bragt, y yo mismo
limitamos las posibilidades a dos, una más bien teológica y religiosa, la
otra una editorial universitaria secular. Nishitani optó de inmediato por la
segunda, porque no quería ser conocido como teólogo. Este deseo de
desvincularle de la teología lo confirma en un ensayo Van Bragt (1989,
9). No se puede descartar la posibilidad de que, en parte, esta decisión
fuera tomada porque el único tratamiento extensivo de su pensamiento
(Waldenfels 1976) era claramente teológico, y Nishitani se mantenía a la
espera de las reacciones del mundo filosófico. Vale la pena señalar, no
obstante, que casi dos terceras partes de los escritos de Nishitani tratan
347
temas religiosos. Allí donde Nishida y Tanabe habían acabado fue
realmente donde comenzaba Nishitani, y allí fue donde se quedó. f La
última vez que visité a Nishitani, para aclarar algunas ambigüedades en
un texto que estaba siendo traducido, fue en 1988: él contaba con 88 años
de edad. Hizo caso omiso a todas nuestras preguntas. Se mostró
completamente alejado de sus escritos en ese momento, y prefirió hablar
de la flor en la mesa antes que justificar o corregir alguna de las cosas
que había escrito antes. Durante esta visita, le llamaron por teléfono para
pedirle que dictara una conferencia. Me admiré de la celeridad con que
aceptó, y mandó a su hija para aclarar los detalles (Heisig 1992b). f El
comentario sobre sus discusiones con Tanabe se encuentra en nkc 21:
130.
Los detalles sobre sus papeles póstumos me fueron comunicados
por Horio Tsutomu, a quien ha sido confiado la tarea de arreglarlos y
clasificarlos. f Debería ser notado que muchos más de los escritos de
Nishitani de los once volúmenes que aparecen como discursos en sus
Obras tienen su origen, de hecho, en transcripciones de sus discursos. f
Las referencias a pasajes sobre su estilo se encuentran en nkc 17: 60–3,
18: 24–5; Nishitani 1982a, 283–4.
Otras citas: Ueda Shizuteru 1992a, 3; Mutō 1992, 99.
49un punto de partida en el nihilismo. La referencia al texto de
Jaspers, que aparece en el primer capítulo de La filosofía (México: Fondo
de Cultura Económica, 1949), es mía, pero el propio Nishitani declara
que su filosofía no comenzó con la admiración y la duda, sino con el
nihilismo (1986a, 26). f Referente al estado psicológico temprano de
Nishitani, véase también Horio 1997a, 21–2. f Su entusiasmo por la
espiritualidad japonesa está reflejado en la sección final de Una filosofía
de la subjetividad elemental, donde sus palabras son muy parecidas a las
conclusiones que avanzó Nishida en sus ensayos sobre la cultura
japonesa (nkc 1: 147–50). f La idea del «desfondarse» del yo o del ser (
脱底) es generalmente traducida como «el sin fondo», como si fuera
igual a una Grundlösigkeit (para la que Nishitani usa otra palabra, nkc
10: 108), con lo que se pierde el matiz existencial que buscaba. f En su
cambio de actitud hacia la religiosidad japonesa después de la guerra,
véase Van Bragt 1971, 273–4.
Merece la pena observar que, en este tiempo, Nishitani entendió
el forcejeo con el nihilismo como un punto de partida filosófico personal,
no como algo que pudiera generalizarse. En cuanto a la naturaleza de la
filosofía como tal, se refiere a ella, en su mismo origen en Occidente,
como a una unión de dos dimensiones, la de la «erudición» y la del
«autodespertar subjetivo» (nkc 15: 237).
Keta argumenta que la lucha de Nishitani con el nihilismo llevó
la apropiación del «oeste» un paso más adelante de lo que Nishida y
348
Tanabe pudieron hacer, puesto que tomó lo que consideraba el problema
general y lo hizo su propio problema, difuminando la bien marcada línea
entre oriente y occidente (1999, 33–4). f El pasaje citado de las memorias
de Nishitani aparece en 1985d, 25.
Otras citas: Nishitani 1986a, 27; 1961b, 341; 1964b, 4, 8.
50subjetividad elemental. Al resumir las primeras ideas de
Nishitani, he hecho un uso generoso de los estudios de Mori Tetsurō,
quien documenta cuidadosamente sus sinopsis de los escritos de
Nishitani (1995, 1997). f Ueda Shizuteru nota que fue Nishitani quien
donó a la filosofía el término japonés para «subjetividad» (主体性) en su
traducción de Kierkegaard (1992a, 4). f El término que he traducido
como elemental (un término que también decidimos usar en la revisión
de la traducción de La religión y la nada), 根源, literalmente significa
«manantial» o «fuente radical». Conlleva el sentido de la fuente
primordial de la vida, de la que fluye la subjetividad. Nishitani lo usa por
primera vez en su tesis de secundaria que trataba del «mal elemental». La
búsqueda de los elementos básicos que forman la realidad, por parte de
los primeros filósofos griegos, así como también la Elementalphilosophie
de K. L. Reinhold, que trata de localizar en la subjetividad la fuente
común de la sensación y la comprensión en Kant, parecen recomendar el
término como una traducción adecuada.
A diferencia de muchos de sus ensayos posteriores, que están
divididos en secciones sin títulos (como los de Nishida y Tanabe), estos
primeros escritos tienen subtítulos claros que parecen ayudar a mantener
el enfoque del argumento y ayudan al lector a buscar nuevamente pasajes
ya leídos. Por eso, los pasajes que tratan las ideas principales
mencionadas aquí son fáciles de hallar en los primeros dos volúmenes de
las Obras de Nishitani.
Como observa Mori Tetsurō correctamente (1997, 12), el pasaje
sobre «el amor como la vida misma» (nkc 1: 87) sugiere la influencia de
la idea de Schelling del amor como Ungrund, aunque esta idea, sin
embargo, no figura en su tesis sobre Schelling. f Es interesante hacer
notar que, aunque Nishitani habla de las dos caras de Dios, no se le
ocurre en ningún momento relacionarlas con el Dios del antiguo y nuevo
testamentos respectivamente, como se hizo a menudo en los primeros
siglos del cristianismo y a lo largo de la tradición esotérica de Europa.
Otras citas: nkc 1: 77–8, 86–9; 3: 153–4.
51una filosofía para el nacionalismo. Los motivos aducidos
para comenzar a elaborar su filosofía política se exponen en un epílogo
añadido a una reimpresión de 1946 de Una visión del mundo, una visión
de la nación, donde habla de «superar desde dentro las ideas del
ultranacionalismo» (nkc 4: 384). La descripción, una transferencia de su
acercamiento a la cuestión del nihilismo a la sazón, no parece adecuada
349
al método de este libro. f El comentario que valora la originalidad de su
trabajo proviene de una carta personal (Yusa 1992, 152).
El fragmento sobre el Mein Kampf de Hitler puede encontrarse en
nkc 1: 144–7. A propósito, se dice que un ejemplar de ese libro ha sido
hallado en la biblioteca privada de Nishida, aunque las páginas intonsas
señalan que nunca lo leyó (Lavelle 1994b, 163). f Los teóricos políticos a
quienes se refiere Nishitani son Rudolf Kjéllen, Friedrich Meinecke y
Otto Kroellreuter, así como también Hegel y Ranke, la familiaridad con
cuyo pensamiento fue de rigeur en el Japón de la época.
Aparecen traducciones inglesas de diferentes secciones de este
libro (Nishitani 1998a–c) en una antología que limita la selección de los
escritos de Nishitani a estos fragmentos, que se suponen representan lo
esencial de toda su filosofía. Las traducciones tienden a ser negligentes
(hay numerosas interpolaciones, e incluso la omisión de un párrafo,
1998c, 399), y han de ser leídas con cuidado. La reclamación de los
editores de que todos los escritos de la posguerra de Nishitani
simplemente «amplifican sus composiciones anteriores a la guerra, pero
con una cierta pérdida del espíritu japonés que animó sus escritos durante
la guerra» (Dilworth y Viglielmo 1998, 380) es extremadamente ridícula.
Quisiera aprovechar la ocasión para observar, como no lo hice en mi
recensión del trabajo (The Journal of Asian Studies 58/4 [1999]:
1135–6), de que las selecciones y comentarios de Jacinto demuestran un
acercamiento mucho más equilibrado al pensamiento de Nishitani (1995,
309–14), pero fueron efectivamente ignorados, aunque su nombre
aparece entre los editores del volumen.
Es interesante hacer notar que Nishitani sugiere una lectura de la
idea del «regreso desde la Tierra Pura» que sugiere algo muy parecido a
lo que Tanabe elaboró en La filosofía como metanoética (Nishitani
1998c, 400). Obviamente, Tanabe había leído este libro de Nishitani,
pero no lo menciona.
Otras citas: nkc 4: 262, 276, 279, 286, 304–5, 348, 357, 374, 382;
Nishitani 1998a, 382, 384; 1998b 389; 1998c, 392–3, 400.
52necesidad histórica. La información sobre la reunión de
Nishida con la marina, la respuesta de la escuela de Kioto y la
composición del «panel de intelectuales» puede encontrarse en un trabajo
documentadísimo de Hanazawa, que depende mucho de las memorias de
Kōyama, figura eje en la preparación de las discusiones Chūōkōron
(1999, 136–41). f Una buena perspectiva general de las discusiones, de
su historia y de la secuela de críticas que provocó ha sido preparada por
Horio, quien resuelve que, a pesar de los intentos de los críticos cegados
por sus prejuicios emocionales, las discusiones no fueron un error
completo, ya que en comparación con quienes simplemente aceptaban la
propaganda sin rechistar, al menos estos jóvenes estudiosos trataron de
hacer algo (1995, 295, 315). Desde luego, se intuye que dice esto desde
350
un sentido de lealtad hacia Nishitani, más que desde una valoración
objetiva de lo que su maestro dijo en realidad. Sin embargo, una gran
parte de las citas e ideas que he destacado en el texto no figuran en su
resumen. Horio recurre a un borrador anterior a las indagaciones de
Hanazawa para ciertos detalles históricos. De hecho, fue Horio quien me
introdujo al importante trabajo que Hanazawa había hecho, con la
petición de que hiciera de intermediario con la editorial. f El comentario
que acusa a los panelistas de haber conducido el país a la guerra puede
encontrarse en Matsui Yoshikado, 「世界史的哲学」 [filosofía de la
historia mundial], Takeuchi Yoshitomo, ed., (昭和思想史) [Historia de
la época Shōwa] (Tokio: Minerva Shobō, 1958), 420.
Stevens sostiene que Nishitani fue políticamente ingenuo y, de
hecho, incoherente con la posición ética implícita en su propio
pensamiento (1997). Una parte de culpa, dice, reside en cierta
«deformación profesional» que combinó la larga tradición occidental de
intentar deducir opiniones políticas desde principios metafísicos, y otra,
en la tradición zen de buscar el absoluto no en un reino trascendente, sino
en este mundo relativo. En su argumentación, Stevens incluye un
elemento importante, muchas veces pasado por alto entre los que se
precipitan a sacar conclusiones morales sobre la escuela de Kioto: a
saber, la insistencia en que lo que debe ser resistido a toda costa y por
todos lados es lo que ellos respaldaron, y no la totalidad de su
pensamiento o el carácter de los individuos en cuestión. Como él mismo
reconoce, por estar limitado a las fuentes traducidas, no le era posible
evaluar las ideas filosóficas de Nishitani mientras forjaba su pensamiento
político. (De hecho, sus reflexiones filosóficas sobre el zen, el nihilismo
y el autodespertar todavía no habían sido elaboradas.) En cambio,
Stevens supone que, en gran medida, Nishitani había aceptado como
propias las ideas de Nishida —una suposición no enteramente
equivocada, pero que necesita más sutilezas para corroborar las
conclusiones a las que llega. Además, la incongruencia que él ve entre la
ética de Nishitani y sus opiniones políticas se funda en ideas que
Nishitani sólo elaborará más tarde (52–3).
En 1994, preparé una traducción de casi una tercera parte de las
discusiones, que incluía todas las intervenciones de Nishitani. Cuando
me enteré de que un equipo de traductores estaba a punto de completar la
misma traducción, interrumpí mi trabajo. Desgraciadamente, aún no ha
podido ser publicada. f El discurso del oficial militar, un tal Kimura, tuvo
lugar en 1945 y fue recogido por los periódicos (Ōshima 1965, 131).
Otras citas: Takeuchi Yoshimi 1979, 322, Nishitani 1943, 2, 5,
11, 19, 33, 73, 85–6, 148.
53la energía moral y la guerra exhaustiva. El término
moralische Energie fue tomado del historiador alemán Leopold von
351
Ranke, pero retuvo muy poco de su sentido empírico original en el uso
que le dio Nishitani, el de promover una ética mundial como respuesta a
las necesidades históricas. f Nishitani cita el ensayo que preparó para el
simposio sobre La superación de la modernidad en una referencia a la
energía moral, hacia el final de las discusiones Chūōkōron (1943, 393). f
Además de la referencia al racismo y el nacionalismo como un
contrapunto a la democracia occidental (Nishitani 1943, 186), su única
otra alusión al «nacionalismo» en las discusiones es cuando dice que en
Japón es algo distinto de lo meramente ético (310). Ninguno de los de los
otros participantes usan el término.
En las discusiones Chūōkōron Nishitani se refiere dos veces a
ideas Tendai y zen, pero en ningún caso puede decirse que las relacione
con lo político. Respondiendo a uno de los participantes que menciona la
idea budista del «no-yo», comienza a decir algo pero se interrumpió
(1943, 420). Esto indica que Nishitani podía hacer uso de una serie más
amplia de recursos, y que le servirían en el futuro.
La idea de una «guerra exhaustiva» no era de Nishitani, sino que
simplemente se trataba de la recapitulación de una idea expuesta por
otros participantes al principio de la discusión. Horio, o al menos su
traductor, confunde los términos alemanes totale Krieg (guerra total, 全
体戦) y Generalmobilisierungskrieg (guerra exhaustiva, 総力戦) (1995,
311).
Otras citas: Nishitani 1943, 160, 168, 262–3, 282, 309–10, 317,
326, 328, 337–8, 351, 360–2, 396, 422, 443–4.
54la superación de la modernidad. El ensayo de Minamoto,
del que tomo la cita inaugural (1995, 229), ofrece una buena perspectiva
de los antecedentes intelectuales de la derecha en la época del simposio,
de la reanimación de interés en él después de la guerra y de las
posiciones de los participantes principales. f La crítica de falta de
investigación histórica bien fundada de Nishitani fue hecha por
Hiromatsu (1980, 246) en su estudio detallado de las discusiones.
El miembro del grupo con más simpatía por el patriotismo militar
centrado en la figura del emperador era Hayashi Fuaso, un converso del
comunismo. Nishitani tiene dos intercambios con él durante las
discusiones. En el primero, Hayashi se queja de que, aunque muchos
pensadores en Japón continúan apoyando la capitulación a la civilización
occidental que comenzó en la época Meiji, la guerra actual en el Pacífico
ha pasado esa página de la historia. Nishitani le interrumpe en este punto
para expresar su acuerdo, y sigue quejándose de la preferencia por el
baile y la música occidentales frente a la negligencia respecto a la cultura
propia de Japón. También nota que una unidad nacional de Japón
centrada en la familia imperial exige la superación del individualismo y
el liberalismo del oeste. En el segundo, hacia el final de la última sesión,
352
Hayashi se lamenta de haber recibido «una educación moderna» llena de
ideas occidentales, y considera necesario un nexo de unión más íntimo
entre la objetividad de la educación científica y el reconocimiento de las
demandas de la vida cotidiana, no sólo para los jóvenes del ejército y la
marina, sino para todos los verdaderos patriotas y los militares. Nishitani
sólo pregunta si lo que es sencillo para el ejército puede serlo también
para quienes se aplican en el estudio de las ciencias (Nishitani 1979,
239–43, 268–9).
El eslogan utilizado por los derechistas fue el de «todo el mundo
bajo un sólo techo» (八紘一宇), una adaptación del clásico del siglo viii,
Nihon shoki (Crónicas del Japón). Nishitani lo altera para acercarlo al
original: 八紘為宇. A propósito, es así como el eslogan se introduce en
las discusiones Chūōkōron unos cuatro meses antes, donde la fuente se
da erróneamente. En una última alusión al eslogan, Nishitani lo cita en su
forma actual (1943, 225, 396). En todo caso, lo cita por primera vez en
los últimos dos capítulos de Una visión del mundo, una visión de la
nación. En su epílogo a la reimpresión de 1946, insiste en que no tuvo la
intención de «introducir el sentido que la palabra tenía entre los
ideólogos de la vía imperial», sino únicamente de expresar la idea de una
nación «no egoísta» (nkz 4: 384). Lo que no queda claro es por qué no se
pronunció claramente al respecto, sabiendo bien que el uso de tal término
iba a provocar malentendidos. f Hace poco, encontré un tratado
«filosófico» completo sobre esta frase elaborado por Arima Junsei, (日本
思想と世界思想) [El pensamiento japonés y el pensamiento mundial]
(Tokyo: Keiseisha, 1940), que aclara el significado estándar que la frase
tuvo en la sazón.
Otras citas: Nishitani 1979, 35–7; nkc 4: 409, 455, 461; 21:
132–3.
55la dimensión religiosa de lo político. Referencias a la
«energía espiritual» interior de los japoneses pueden encontrarse en
Nishitani 1961b, 314–6. f El pasaje sobre la incorporación de los
antepasados a través de un tazón de arroz (nkc 20: 192) recuerda lo que
dijo Nietzsche sobre el cuerpo como el medio para heredar los niveles
arcaicos del pasado (véase Parkes 1993, 67). f La importancia de la idea
de la etnicidad (la sangre) y de un ambiente natural común (la tierra) en
la autoidentidad no decae en el pensamiento tardío de Nishitani (véase,
por ejemplo, 1961b, 48–9). f La revisión de sus comentarios sobre la
democracia aparecen en Nishitani 1981b, 156.
La cita sobre el papel que desempeña Japón en la superación de la
brecha entre el este y del oeste aparece en un prólogo a un simposio
editado por Nishitani (1967, 2–4). No aparece en sus Obras.
Otras citas: Nishitani 1961b, 72, 93, 104–5, 319–20.
56la superación del nihilismo. He encontrado el ensayo hecho
353
por Horio del proyecto de Nishitani de «superar el nihilismo por medio
del nihilismo» útil en la preparación de mi resumen (1997b). Aunque el
problema del nihilismo era central mientras componía La religión y la
nada (véase, v.g., Nishitani 1960d, 17), Van Bragt ha notado que
después de la publicación del libro, el término «nihilismo» aparece en
sus escritos sólo raras veces (1992, 30). f La conversación en la que
Nishitani habla del papel de Nietzsche en su juventud es mencionada en
la excelente y meticulosamente bien documentada introducción de
Parkes a la traducción inglesa de Nihilismo (1990, xx). La ausencia del
pensamiento de Nishitani en un tomó editado por el mismo Parkes sobre
Nietzsche in Asian Thought (Honolulu: University of Hawai‘i Press,
1991) es de veras una omisión patente, tal y como él mismo temía (13).
Como complemento al fondo general del estudio de nihilismo en Japón
que presenta Parkes, Keta amplía el campo para mostrar sus relaciones
con el pensamiento budista (1999). Véase también Stevens (1996) para
una ubicación general del nihilismo en la filosofía de la escuela de Kioto.
f Según dice el propio Nishitani, los libros de 1913 y 1918 de Watsuji
Tetsurō sobre Nietzsche fueron el estímulo que le condujo a Zaratustra
por primera vez (1991a, 6). f Mori Tetsurō opina que la combinación de
la muerte de Nishida y la derrota de Japón en la guerra marcó un
momento decisivo en el pensamiento de Nishitani (1997, 2). f Durante un
interesante diálogo con Abe Masao en 1976, Nishitani recuerda su
encuentro con el nihilismo de Nietzsche, y explica cómo le condujo a
ideas del mal muy distintas a las de Nishida y Tanabe (reimpresión:
Nishitani 2000).
Como Altizer nota correctamente, aunque Nishitani no identifica
a Nietzsche como un pensador cristiano, su constante diálogo con
Nietzsche representa el encuentro más intenso en su pensamiento entre el
budismo y el cristianismo (1989, 78). f Shaner declara que el zen le
ayudó a darle al nihilismo de Nietzsche una interpretación positiva, y que
sin él «es probable que se hubiese unido al bando de los primeros
intérpretes de Nietzsche, que se fijaron casi exclusivamente en los temas
superficiales del pesimismo y de la negatividad» (1987, 117). Para
demostrar esta conclusión, tendría que tomar en consideración cómo
otros intelectuales budistas del zen aceptaron a Nietzsche, en cuyo caso
no tendría, claro está, en qué basarse. De hecho, no conozco a ningún
pensador budista en Japón contemporáneo a Nishitani, zen o no, que
leyera a Nietzsche en la forma que lo leyó Nishitani —ni tan atenta ni tan
afirmativamente.
Como Parkes observa, si bien Heidegger impartía conferencias
sobre Nietzsche en el tiempo que Nishitani estudiaba con él, su
interpretación de Nietzsche es demasiado diferente como para sugerir
mucha influencia (1990, xxii). Los dos volúmenes de Heidegger sobre
Nietzsche, en cualquier caso, no fueron publicados hasta 1961. f
354
Nishitani acepta de una manera bastante magnánima las apreciaciones
del filósofo alemán Karl Löwith, cuando dice que los japoneses carecen
de autocrítica (1990c, 176). f Una declaración sucinta y clara de la
aproximación de Nishitani a la herencia de problemas occidentales sin su
espiritualidad puede encontrarse en la transcripción de una presentación
que hizo en la radio nacional (1960d).
Otras citas: Nishitani 1986a, 24, 27; 1990c, 175, 177.
57del nihilismo a la vacuidad. Es difícil entender cómo Jacinto
puede concluir que la aproximación de Nishitani al nihilismo a través de
la vacuidad budista «representa, a su manera, el pensamiento de su
maestro Nishida Kitarō» (1995, 314; repetido por Dilworth y Viglielmo
1998, 376). f Aunque Nishitani había transformado su análisis del
nihilismo en un problema humano general, en el que las ideas y
experiencias del budismo podían ser útiles, algunos años más tarde
Umehara Takeshi reimprimió el último ensayo de Nihilismo con un
comentario editorial que tergiversaba su propósito: habla de llegar a «la
superación del nihilismo para los propios japoneses». ( ニヒリズム)
[Nihilismo] (Tokio: Chikuma Shobō, 1968), 99. La introducción general
de Umehara al tomo, añadido al supuesto de la unicidad del nihilismo
japonés frente al del resto del mundo, hace evidente por qué escogió el
ensayo anterior de Nishitani e ignoró la solución eventual que ofreció.
La introducción de Van Bragt a la traducción inglesa de Religion
and Nothingness (1982) nos dibuja una galaxia espléndida de la ideas de
Nishitani, que gira alrededor de ese libro como planetas alrededor del
sol. De hecho, es uno de esos resúmenes tan buenos que, salvo para
extraer sus citas de Nishitani, casi nadie de los muchos que lo usan
vuelve a mencionarla directamente. Esto ayuda a explicar cómo algunos
de los errores de fechas (véase notas a §47) siguen repitiéndose en
publicaciones occidentales. f Abe Masao, enormemente influenciado por
La religión y la nada, es autor de una consideración muy atenta del libro,
donde trata muchos de los temas que he abordado en esta sección. En
particular, señalaría su análisis de los rasgos principales de la idea de
Nishitani de la vacuidad (1989, 27–35). El volumen en el que aparece
este ensayo en traducción inglesa (Unno 1989a) contiene numerosas
reflexiones valiosas desde un punto de vista tanto teológico como
filosófico, aquí sólo he podido citar algunos de ellos. f Puesto que tantos
comentaristas se han visto obligados a aclarar que el título original
japonés de La religión y la nada fue ¿Qué es la religión?, creo que es mi
obligación aclarar ahora que yo mismo rebauticé el libro. Tenía dos
razones de peso. Primero, el título del primer ensayo no acababa de dar
sentido a la totalidad de temas que abarca el libro; y segundo, la
traducción literal del título japonés, además de sonar un poco a
catequesis, coincidía con varios libros impresos con el mismo título.
355
Necesité un poco de tiempo para convencer a Nishitani del cambio
(véase Van Bragt, 1989, 7), pero pienso que, visto en perspectiva, el
nuevo título ha servido al libro, como también la difusión el concepto de
la nada, positivamente.
Sobre cómo entienden Tanabe y Nishida el papel de la filosofía,
véase Hase 1994, 4–6. Hanaoka sostiene la opinión de que toda la crítica
de Tanabe queda invalidada por su metanoética, cuyo análisis de la
relación entre filosofía y religión retorna, de hecho, a una posición que
Nishida ya había logrado en su idea inaugural de la experiencia pura
(1995, 5). Es cierto que Tanabe cambió su idea al respecto, pero me
parece difícil encontrar el más mínimo rastro de la metanoética en
Indagación del bien.
Aunque, a mi entender, Nishitani nunca cuestiona en qué medida
la salvación por el Otro poder en el budismo de la Tierra Pura supone un
abandono de la duda, y una huida hacia una salvación desde el más allá,
se mostró abiertamente crítico con la adopción del nenbutsu (la
invocación del nombre de Amida Buda) como kōan, porque entendía que
debilitaba la duda y la energía mental del kōan (1975b, 92–3).
Otras citas: Nishitani 1960d, 12; 1999a, 33, 55, 167; nkc 18: 193.
58la vacuidad como punto de vista. Nietzsche habla del
perspectivismo como de un acercamiento «por virtud del cual cada
centro de fuerza —y no sólo el hombre— interpreta lo demás desde su
propio punto de vista». Véase The Will to Power, trad. de W. Kaufmann
and R. J. Hollingdale (New York, 1968), §636. Nishitani lo menciona
como la forma que tiene Nietzsche de afirmar el mundo y, al mismo
tiempo, reconocerlo como ilusión (1990c, 145). f No puede ignorarse la
posibilidad de que la idea de hablar de un «punto de vista» en vez de una
«lógica», como hicieron Nishida y Tanabe, estuvo también influenciada
por el libro de 1916 de D. T. Suzuki, Desde el punto de vista del zen que
Nishitani había leído de joven. En 1967, Suzuki y Nishitani lanzaron
juntos como editores una serie de volúmenes llamados Discursos sobre
el zen, el primer volumen venía firmado por Nishitani y llevaba el título
de El punto de vista del zen. Una traducción inglesa del ensayo inaugural
del mismo nombre puede encontrarse en Nishitani 1984a. f Nishitani
parece hacer todo lo posible para evitar la palabra ordinaria basho, que
Nishida usó en su lógica del locus (véase Van Bragt 1982, xxx–xxxi).
Deberíamos notar, sin embargo, que en dos puntos habla del «locus de la
nada» (Nishitani 1999a, 58, 77), y en ambos se sugiere una alusión
indirecta a Nishida. Véase nota a §20 arriba.
La extensa crítica de la posición básica de Hegel la escribió
Nishitani con setenta y nueve años y, aunque más bien alejada de los
textos de Hegel, es una reflexión seria sobre el punto de partida de Hegel
(nkc 13: 31–95). En varios puntos, las críticas de Nishitani hacen eco y
complementan las de Tanabe en La metanoética, especialmente cuando
356
insiste en una negación absoluta, pero no establece ninguna conexión al
respecto. Un breve estudio de Kadowaki sobre este ensayo ayuda a
situarlo en el contexto del pensamiento de Nishitani (1997).
Al principio, Nishitani sugiere que la desmitificación de
Bultmann no fue lo suficientemente radical (1959, 56–7), pero después
de leer más a fondo sus obras, cambió de opinión (1961). Cuando
conoció a Bultmann, unos diez años después, se confirmó su opinión de
que andaban por el mismo camino (Mutō 1992, 100). f La idea de
desligar el mito de un ámbito temporal diferente y restablecerlo al mundo
actual se ve también en su lectura de la salvación de Shinran (Nishitani
1978, 14–15). f Además de notar que Nishitani confundió la idea del
parto virginal con la idea de la inmaculada concepción, Van Bragt
también señala otros errores respecto al cristianismo (1992, 38–9). Aquí,
se puede añadir que confunde la «veneración» católica de la virgen
María por una «adoración» (nkc 21: 206–8). f A diferencia del
cristianismo, para el que la desmitificación es una necesidad, Nishitani
insiste en que «el zen es una religión radicalmente desmitificada»
(1982b, 53).
La gráfica del punto de vista de la vacuidad y los comentarios
relacionados con ésta que aparece en La religión y la nada (Nishitani,
1999a, 199, repitiendo el error de la edición inglesa, 1982a, 142)
contiene un error: «an, bn, cn…» debe ser «n1, n2, n3,…». Agradezco a
Bowers el habérmelo hecho notar (1995, 185).
El glifo chino 定 , por sí mismo significa simplemente
«establecido». El budismo lo ha usado para indicar una mente
concentrada o tranquila. Así, prefijada con el glifo para zen, llegó a
significar «meditación zen» f He encontrado el ensayo de Maraldo muy
útil como resumen de la idea de Nishitani del ser-samādhi, como también
su recopilación de textos relacionados de las páginas de La religión y la
nada (1992, 14–20).
Otras citas: Nishitani 1991b, 15, 21; 1999a, 161, 241.
59la vacuidad como el terruño del ser. Sobre los diferentes
términos budistas que aparecen aquí y más tarde, remito al lector al breve
glosario que preparamos para la traducción inglesa de Religion and
Nothingness incluido en la traducción castellana. f Aunque la idea de la
nada absoluta de la escuela de Kioto es como un accesorio zen al
budismo tradicional —con que los eruditos del budismo clásico no están
siempre de acuerdo— la reformulación de la idea por parte de Nishitani
como un punto de vista de la vacuidad está completamente en línea con
la enseñanza clásica de la vía media, como Swanson ha señalado en un
importante ensayo basado en la idea de la triple verdad de Chi’i (1996;
véase también el ensayo de Matsumaru 1997b). De hecho, el propio
Nishitani definió su idea de la filosofía religiosa justamente como una
357
vía media entre la religión y la filosofía en sus sentidos occidentales
tradicionales. Esta vía media funciona criticando a ambas desde dentro y
mediándolas desde fuera (nkc 6: 61–2, 69). f Takeda observa, sin
embargo, que se puede criticar aquí a Nishitani desde un punto de vista
Shin (1996).
Citas: Nishitani 1991b, 51, 93, 128; 1999a, 90–1, 147, 184–5,
216, 352.
60el ego y el yo. Aunque Nishitani, como antes Tanabe y
Nishida, evitó toda descripción psicológica del yo verdadero, la
tendencia a la reificación que la psicología ha heredado de la idea
decimonónica de convertir el pronombre «yo» en el sustantivo «el yo»
no está del todo ausente. Como hemos visto antes (notas a §14) la lengua
japonesa, que puede prescindir fácilmente de los artículos definidos e
indeterminados, camufla esta tendencia bastante bien. Sin embargo,
quedan signos de ella en la forma en que Nishitani atribuye una idea de
«el ego» al cogito cartesiano. A veces, habla como si Descartes hubiera
postulado justamente la idea de «el ego» que intenta rechazar; en otras,
como si fuera sólo la interpretación kantiana de Descartes (Nishitani
1981a, 33–4). La misma idea puede ser encontrada en Nishida (nkz 3:
159). En rigor, ambas están equivocadas. La forma sustantiva de «ego»
no aparece en Descartes, y a lo más que se acerca Kant a tal uso aparece
en su idea de «das ich Denke». El sustantivo «das Ich» entró en las
lenguas europeas con Fichte. Sin embargo, su afirmación de que
Descartes y Kant tuvieron una idea de la subjetividad que corresponde a
lo que ahora llamamos «el ego» puede sostenerse por igual. Puede ser
que los responsables del anacronismo fueran los textos pospsicológicos
de Sartre y Heidegger, cuyas críticas de Descartes trata Nishitani. En
todo caso, esta pregunta no se limita a la filosofía de la escuela de Kioto
(véase Heisig 1991, 1997). f Referido a esto, y como ejemplo de la
resistencia de Nishitani contra los intentos de varios psicólogos
junguianos de iniciar un acercamiento a su filosofía, véase la discusión
con David Miller y Kawai Hayao, donde hace el papel de escéptico en
una manera algo traviesa, pero decisiva (1988).
La traducción japonesa del término budista anātman sugiere
«no-ego» como el mejor equivalente en castellano. Al mismo tiempo,
Nishitani usa la palabra «el ego» para referirse al sujeto cartesiano, y «el
yo» como un término genérico para el sujeto, que puede ser calificado
como egocéntrico (o no), no-yo o yo verdadero. Es un error imponer
distinciones modernas entre el ego y el yo (como, por ejemplo, se
encuentra en la psicología junguiana) directamente sobre el pensamiento
de Nishitani.
El ensayo «El pensamiento occidental y el budismo», publicado
en traducción alemana (y después en una inglesa menos fiable en los
detalles) bajo el nombre de su subtítulo, «Die religiös-philosophische
358
Existenz im Buddhismus», (Nishitani 1990e), ejemplifica sumamente
bien el modo de pensar de Nishitani, e introduce la pregunta de una
contradicción en el pensamiento occidental y ofrece una alternativa
budista. f Sobre la confluencia de la noción de ego y sustancia, véase
también Nishitani 1969, 91. f El resumen más accesible de su crítica de
Sartre aparece en Nishitani 1982a, 30–5.
Hay alguna duda sobre cómo Nishitani interpreta el Nichts de
Heidegger, como una nada relativa ligada todavía a la subjetividad
humana. Dallmayr sugiere que, a partir de 1929, Heidegger había tomado
una posición que separa la nada del Dasein, lo que no había hecho
anteriormente con El ser y el tiempo (1992, 45–6; véase también
Thompson 1986, 247–8). Hay que recordar, sin embargo, que algunas de
las fuentes que cita Dallmayr fueron publicadas bastante después de los
comentarios de Nishitani. Tampoco puede descartarse la influencia de
Tanabe en ciertas críticas de las ideas de Nishida que llegaron a
Heidegger a través del mismo Tanabe. La influencia de Kuki Shūzō, otro
alumno de Nishida que había estado con Heidegger, también parece
clara. El pensamiento de Nishida parece particularmente evidente en el
empeño tardío de Heidegger de superar la dicotomía entre el sujeto y el
objeto, expresado claramente en su libro de 1959, Diálogo sobre el
lenguaje (hecho completamente ignorado por Enns, 1988). La pregunta
de Dallmayr queda todavía sin respuesta clara y basada en la totalidad de
los hechos.
Otras citas: Nishitani 1990e, 4, 9; 1984a, 5, 13, 16, 25–6; 1996, 9,
14–15, 19–21; nkc 17: 93, 101.
61el yo, el otro y la ética. Sobre el diálogo en el zen, véase
Nishitani 1975b, 86–7. f De hecho, no trata la idea del diálogo de Buber
con detalle, sino que sólo la menciona como superada por la del zen
(Nishitani 1982b, 51). Según Yamamoto Seisaku, al leer un libro sobre el
pensamiento de Buber en 1976, Nishitani declaró que había visto su
posición notablemente próxima a la suya en muchos sentidos (véase
folleto de la editorial para nkc 17). f Para descubrir sus comentarios
sobre el marxismo, véase Nishitani 1985d, 26. f El intercambio con
Nishitani sobre la teología de la liberación puede encontrarse en Instituto
Nanzan 1981, 274–5. El pasaje de su discurso aparece en nkc 18:
128–30.
El término zen para la Gran Ira, 憤志, sugiere una indignación
intencionada. El mismo Nishitani se aprovecha de la palabra ordinaria
para la ira en japonés, おこり, sugiriendo la imagen de algo «brotando»
desde el profundo interior del individuo (1986b, 121–2). f Sobre el logos
y el ethos, véase Nishitani 1959, 59. Los resúmenes más largos de su
posición respecto a la ética pueden encontrarse en nkc 6: 303–26. Véase
también los comentarios dispersos en 1969 y 1986b. f La crítica más
359
perceptiva que conozco de la interpretación que hace Nishitani de la ética
de Kant es la de Little (1989). A mi entender, hasta hoy nadie ha
contestado adecuadamente a sus cuestiones.
Otras citas: Nishitani 1982a, 32; 1982b, 56; 1984a, 11; 1996,
26–8; 1990e, 16–7; nkc 6: 303, 325–6; 17: 11–12, 86–7, 112.
62la ciencia y la naturaleza. Un buen resumen de las ideas de
Nishitani sobre la ciencia, aunque basado en pocos textos, es el
preparado por Robinson (1989). f Hase intenta demostrar que las
primeras luchas de Nishitani con el nihilismo sobreviven en su
pensamiento tardío en su crítica de la ciencia (1999). f Sobre los
desarrollos en la convergencia entre la ciencia y la religión en los
círculos filosóficos y sus relaciones con el pensamiento de Nishitani,
véase Heine (1990). Pese a que pasa por alto el grueso de los escritos de
Nishitani sobre el tema, su conclusión de que Nishitani no ha traducido
sus ideales éticos a un código ético contemporáneo, parece correcta. Pero
la reclamación de que Nishitani ignora «las consecuencias liberadoras de
la ciencia y la tecnología» (188) sólo es justa en la medida de esta
conclusión. En varios contextos, Nishitani elogia los logros científicos y
tecnológicos. Repite esta conclusión en otro ensayo donde, no obstante,
insiste en que la dimensión ética en la crítica de la ciencia de Nishitani es
más importante que la metafísica (1991).
Merece notarse aquí que, en un discurso de 1975, Nishitani se
refiere a la filosofía de Whitehead como una de las más ilustres del
momento (nkc 24: 326), pero no menciona su crítica central de la manera
de pensar sustancial ni su intento de relacionar la religión y la ciencia.
Uno tiene que suponer que no había leído los textos y que opinaba
simplemente a partir de fuentes secundarias.
nkc 6: 334–45 trata la transición de la ausencia de lo humano en
la ciencia a su reaparición en el ejemplo de la ciencia médica y el
servicio que hace a la humanidad. Da un paso radical al decir que incluso
este antropocentrismo necesita ser superado. f Para un comentario
extenso acerca de la relación entre la mecanización de lo humano, la
transformación del significado de trabajo, y el deterioro de las relaciones
humanas, véase Nishitani 1961b, 350–4. f Para un análisis más
extendidos sobre la relación entre la ciencia, la religión y el mito, véase
Nishitani 1959 y 1991b.
Otras citas: Nishitani 1982c, 118–19; 1959, 53; nkc 18: 24–5.
63el tiempo y la historia. Yo mismo tuve que convencer a los
editores para que dejaran los capítulos sobre el tiempo y la historia en la
traducción inglesa de Religion and Nothingness (1982a, 168–285), y
luego resistirme a su decisión de que fueran acortados y combinados en
uno. f El nuevo análisis de la filosofía de la historia es mencionado en
Nishitani 199oc, 3–5. f Heine trata la cuestión de la idea de Nishitani del
tiempo y la historia en un intento de esquivar la crítica que entiende que
360
la reconstitución zen del pasado histórico al servicio de la iluminación
individual implica un tipo de prejuicio sistemático, ciego a las exigencias
de la precisión histórica, y escudado contra la crítica de su propio pasado
(1994). Aunque las alusiones a las ideas de Nishitani son mínimas, llama
la atención a las suposiciones tácitas que Nishitani asumió del zen. f Para
un resumen más amplio de la idea de Nishitani de la historia, y críticas
importantes de sus alusiones a la historia intelectual occidental, véase
Kasulis 1989.
Pese a que Nishitani sólo menciona de pasada el trabajo de
Eliade, en el contexto de sus comentarios sobre el mito, y no lo cita en su
tratamiento del tiempo y la historia, lo cierto es que conoció el contraste
entre el tiempo lineal y el tiempo circular en Le mythe de l’éternel retour
publicado originalmente en 1949. El propio Eliade estuvo en Tokio y
Kioto en 1958, pero no he podido confirmar si los dos llegaron a
conocerse. De todos modos, Eliade no lo menciona en sus memorias. f
Nishitani habla de la idea del instante de Kierkegaard como un «átomo
de eternidad» en el tiempo, pero también se refiere a él como una
«mónada de eternidad», para enfatizar el autoencierro de todo el tiempo
(1982a, 189, 266).
Otras citas: Nishitani 1943, 45; 1969, 70, 83–4, 87–8; 1982a,
266.
64dios. La idea de superar a Dios por medio de Dios es
también aplicable, por supuesto, al Buda en el budismo. En un simposio
de 1980, Nishitani recurre a la idea zen de «matar a los patriarcas y al
Buda» para interpretar la noción del «ascenso al Buda» según esa línea
(nkc 18: 121–50). El ensayo está seguido por la transcripción de un
debate con otros participantes, sólo una de dos discusiones aparecen en
sus Obras.
Sobre la interpretación de Nishitani de la idea de la creatio ex
nihilo, y una valoración de sus posibilidades para la teología cristiana,
véase Kristiansen (1987, y un resumen del mismo en 1989). f En una
exposición notablemente clara de la tesis central de La religión y la
nada, George James se despista al concluir que Nishitani «rechazó
rotundamente el teísmo occidental» (1991, 296). Al contrario, como
Altizer ha reconocido, nos da «tanto una concepción pura como una
imagen pura de Dios… quizá sólo posible dentro del horizonte del
pensamiento budista» (1989, 70).
El argumento de Buri de que «la idea de Dios no juega ningún
papel central en el pensamiento de Nishitani» está completamente
equivocado. Como aclara en su explicación, lo que quiso decir es que no
juega el mismo tipo de papel central que hace en el cristianismo, lo que
es evidente desde el principio (1972, 49).
Nishitani hace una clara conexión entre la nada de la divinidad y
el fundamento del alma en su anterior volumen, Dios y la nada absoluta
361
(nkc 7: 70–1), cuya mayor parte está dedicada a Eckhart. f Sobre su idea
del Durchbruch como renacimiento, véase nkc 7: 32–3. f Además de la
distinción explícita de Eckhart entre Dios y la deidad, Nishitani
encuentra el mismo patrón implícito en otros místicos. Por ejemplo, en
un ensayo muy sensitivo pero raramente citado trata a la mística beguina
del siglo xiii Mechthild von Magdeburg, refiriéndose a su idea de que «la
separación de Dios es más deseable que Dios mismo» (nkc 3: 119–47).
En 1948, amplió este ensayo (nkc 7: 137–40).
Sobre los efectos de la personificación de Dios en la cosmovisión
científica, véase Nishitani 1982c, 132–3. f Como Nishida y Tanabe,
Nishitani no distingue entre Jesús y Cristo, y generalmente prefiere
hablar de Cristo. He ajustado su vocabulario sólo donde me pareció
necesario. f Nishitani hace una breve relación entre kenōsis y ekkenōsis
en el cristianismo y el aspecto dual del Buda como Tathāgata: El Así-ido
y el Así-llegado. El punto de contacto es la idea de la compasión como
un «autovaciarse» (1999a, 356). f A menudo, se le atribuye a Nishitani
haber hecho un kōan de la declaración de san Pablo, según un
comentario de Van Bragt al respecto (1971, 281), pero, de hecho, la idea
nació con Nishida (nkz 19: 93–4).
Otras citas: Nishitani 1999a, 75–7, 88, 113, 119–20
65la encarnación del despertar. Para más detalles sobre la
vuelta de Nishitani a los temas del zen en sus trabajos publicados, véase
Horio (1997a, 19–24), a quien también debo el comentario sobre la
penetración en el zen a través de la filosofía. El propio Nishitani admitió
explícitamente, unos años después de la publicación de La religión y la
nada, que «gradualmente he ido pensando cosas a partir de categorías
budistas» (nkc 20: 185).
La caracterización de La religión y la nada como «una
hermenéutica moderna del budismo zen» me parece correcta (Unno
1989b, 315). Aunque me parece un poco exagerada la conclusión de Van
Bragt, de que «el opus entero de Nishitani es un intento a crear una
theologia fundamentalis para el zen» (1971, 279), hay que admitir que sí
ha jugado el papel propiamente teológico de liberar la religión del
estancamiento y la rutina de una práctica tradicional indiscutida, un papel
que Nishitani mismo apreció mucho. f El intento de Paslick por rescatar
a Nishitani de la crítica que le acusa de antiintelectual y oscurantista, por
haber comparado sus imágenes a las de Boehme, desvía ligeramente las
ideas de Nishitani hacia una filosofía de la voluntad (1997). Es
desafortunado que el propio ensayo de Nishitani sobre Boehme en su
Historia del pensamiento místico no haya sido traducido todavía, puesto
que se centra en aspectos muy diferentes de Boehme de los considerados
por Paslick, a saber, la «naturalidad» en la base de la luz y la oscuridad,
la emergencia del yo y el problema de mal (nkc 1: 125–52).
La combinación de emoción y volición en el mismo sentir, está
362
ya presente en la expresión primera de Nishida de la experiencia directa
(véase notas a §16 arriba). f El término que Nishitani usa para «hacer
imágenes», 構想, es diferente al término utilizado comúnmente para
designar la función psicológica de la imaginación. El ensayo que
relaciona este hacer imágenes con el punto de vista de la vacuidad fue
publicado en 1982 bajo el título de «Vacuidad y Soku» (Nishitani
1999b). En un ensayo, Hase la describe como «la cristalización de la
manera de pensar de toda la vida de Nishitani sobre la cuestión de hacer
imágenes» (1997, 70). Agradezco a este ensayo el haberme indicado
varios textos de Nishitani que hasta entonces no me habían llamado la
atención. El único otro tratamiento que conozco de «hacer imágenes» en
Nishitani ha sido escrito por Higashi, que se acerca a la cuestión en
términos de sentimiento estético (1992). f La imagen del zen como una
alquimia del corazón también aparece en Nishitani 1961b, 349.
El glifo chino para «cielo», que es el mismo que se usa para
traducir la palabra sánscrita śūnyatā, es 空 (Nishitani 1999b, 179). f Su
palabra para «reconocimiento encarnado» es 体認. Lo usa a menudo en
La religión y la nada, donde ha sido traducido por «apropiación» (véase
Nishitani 1999a, 361).
Los discursos mencionados en los que se trata más
específicamente del cuerpo se pronunciaron entre 1964 y 1975. Se
recogen en el volumen 24 de las Obras de Nishitani. f En ningún
momento Nishitani piensa en su teoría de «hacer imágenes» como una
crítica del zen, pero como Bernard Faure explica en The Rhetoric of
Immediacy (Princeton: Princeton University Press, 1991), el repudio de
la imaginería está estrechamente vinculado al tabú tradicional contra la
práctica social en la tradición zen.
Otras citas: nkc 13: 127, 141, 145; 24: 392–3; Nishitani 1981a,
35.
66la crítica de la religión. Para una exposición general de la
idea de la «búsqueda religiosa» en Nishitani, véase Horio 1993. f El
ensayo de Van Bragt sobre el pensamiento tardío de Nishitani me ha
resultado muy útil a la hora de localizar algunos comentarios de
Nishitani sobre la religión institucionalizada, que el autor liberalmente
parafrasea (1992). f Las ideas que tuvo Nishitani sobre las diferencias
entre el catolicismo y el protestantismo, tal y como Nishitani los
entendió, no eran muy profundas y además salían perjudicadas por la
forma peculiar que tenían en Japón. De todas maneras, pueden
encontrarse en Nishitani 1961b, 144–5. Más adelante, en esta misma
discusión, sugiere que el budismo tiene que aprender del cristianismo su
actitud abierta a lo universal (327). f Apenas sorprende que el cristiano
evangélico encuentre a Nishitani «mucho más cercano en suposiciones,
temas y conclusiones a las teologías cristianas no-evangélicas —como
363
las teologías radicales, del proceso y místicas— que a la fe histórica y
evangélica», y concluye que éste impone una elección tipo o/o: o el yo o
el no-yo, o un Dios personal o una nada absoluta» (Bowers 1995, 140,
144; véase también su gráfica de diferencias en pág. 148). Que este fuera
precisamente el punto de vista al que Nishitani invita a cristianos a
trascenderse parece haberse perdido en la lectura, debido al compromiso
con su fe.
La llamada a repensar el significado de la muerte del Buda
aparece en nkc 17: 285–7. Para referencias a otras faltas en el
pensamiento religioso budista, véase nkc 17: 141–2, 148–50, 155–68;
18: 171–4. f Uno tiene que leer Thelle con reservas cuando escribe que
Nishitani se avergonzó de la etiqueta de «budista» (1992, 131). f Sobre el
olvidar todo en la meditación, sea uno budista o cristiano, véase
Nishitani 1985c, 4–5. Aquí merece la pena notar también una crítica que
lanza contra los que se mostraron preocupados ante la posibilidad de que
el hijo del emperador se casara con una católica. Su opinión era que el
emperador debería estar libre de este tipo de restricciones religiosas, y
que por el mismo motivo también debería evitarse «el exclusivismo»
católico (1961b, 57).
El breve comentario de Nishitani sobre la inculturación, el único
que he podido encontrar en sus escritos y discusiones, aparece en 1961b,
365. f Sobre sus pensamientos referidos a los propósitos y las
dificultades del diálogo interreligioso, véase a Van Bragt 1992, 46–50. f
Sobre el «autoencierro» del pensamiento de Nishitani, véase la crítica
poco refinada —pero a menudo mal informada— de Phillips (1987), que
revisa los argumentos de La religión y la nada para criticar a Nishitani
en varios puntos, entre ellos, su prejudicial apego al zen y al budismo
oriental en general, su desprecio de la razón por los recursos gratuitos a
las experiencias privilegiadas y su distancia de la variedad de maneras en
que la gente puede efectivamente cuestionar el significado de sus vidas y
tomar sus decisiones.
La caligrafía sobre la puerta de su casa suponía desde luego
mucho más que un regalo atesorado de D. T. Suzuki. Representó para él
el punto de partida y el término mismo de la disciplina filosófica. En un
mensaje especial preparado para una conferencia internacional de 1984
sobre La religión y la nada, Nishitani escribió que su tarea como filósofo
era regresar a la vida cotidiana «mediante un hacer que la filosofía
funcione como un pensar del no-pensar» (1989c, 4).
Otras citas: Mori Tetsurō 1997, 1; Nishitani 1960d, 20–4; 1961b,
341; 1968a, 109; 1981b, 140; 1986d, 149; 1991b, 4; nkc 17: 121, 124–5,
128.
364
Bibliografía
Los detalles bibliográficos sobre las traducciones de los escritos de
Nishida, Nishitani y Tanabe incluyen, entre corchetes, una referencia al
texto original en sus respectivas obras completas. f Tomos particulares
de sus obras a menudo contienen un «comentario», usualmente escrito
por un miembro del equipo editorial, como también el folleto de la
editorial que muchas veces contiene información histórica útil. Estos son
citados en varios puntos en las notas, con el nombre del autor, pero
quedan excluidos de la bibliografía. f Todas estas obras carecen de
indexación adecuada, pero uno de los volúmenes complementarios a una
selección de escritos de Nishida, publicado recientemente, responde
parcialmente a esta falta (Fujita Masakatsu 1998a). Un catálogo inédito
de palabras extranjeras extraídas de las obras de Nishida, preparado por
Agustín Jacinto, está disponible a través del Centro de Estudios de las
Tradiciones en el Colegio de Michoacán, México. f No existe una
bibliografía completa de ninguno de los tres pensadores tratados en este
libro y, que yo sepa, tampoco ninguna bibliografía anotada en cualquier
forma. Entretanto, uno puede consultar los siguientes: números
extraordinarios de The Eastern Buddhist dedicados a Nishida (1985) y
Nishitani (1992); una amplia lista de fuentes japonesas y occidentales de
las obras de Nishida en el volúmen de Fujita (542–92); y una útil pero ya
algo desfasada bibliografía general sobre la escuela de Kioto en Ōhashi
1990, 507–40.
365
Abreviaturas
nkz (西田幾多郎全集). Obras completas de Nishida Kitarō. Tokio:
Iwanami Shoten, 1978. 19 vols.thz (田辺元全集).Obras completas de
Tanabe Hajime. Tokio: Chikuma Shobō, 1963–1964. 15 vols.nkc (西谷
啓治著作集). Obras de Nishitani Keiji. Tokio: Sōbunsha, 1986–1995.
26 vols.
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