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Tres carabelas en la mar
A Europa le había llegado la hora de buscar nuevos horizontes, de encontrar
nuevos mercados y nuevos productos con los que abastecerse. Diversas
expediciones habían zarpado hacia el Sur y el Este en busca de oro, plata,
maderas, especias...
El primer país que aventuró sus naves en mares lejanos fue Portugal. En 1487,
los portugueses doblaban el cabo de Buena Esperanza. Por otra parte, barcos
pesqueros ingleses, franceses y cántabros habían traído a tierra firme noticias
de parajes helados hacia el Noroeste. Una fiebre de conquistas marineras se
apoderó de las cortes europeas.
El sueño de los monarcas poderosos de la época era encontrar una vía
marítima a la India para transportar a Europa los codiciados productos de
aquellas tierras envueltas aún por la leyenda. En este ambiente apareció un
hombre que, por una genial casualidad, iba a transformar la visión que tenía la
sociedad civilizada de la geografía de su propio planeta.
Cristóbal Colón había nacido en Génova en 1451. Era hijo de un tejedor de
paños, y durante su primera juventud siguió el oficio de su padre. Pero una
curiosidad geográfica y una afición a la navegación extraordinarias le llevaron,
a partir de los veintiún años, a realizar constantes viajes por mar. La verdad es
que la juventud de Colón no es muy bien conocida; mientras unos afirman que
se había formado en la Universidad de Pavía, otros sostienen que nunca fue un
hombre de gran cultura y que sus conocimientos del arte de navegar se
basaban en la pura experiencia.
En una de sus travesías como simple marinero, Colón se aproximó a Islandia.
Quizá en las tabernas, entre barriles de cerveza, había oído ya contar que los
antepasados de los hombres de esta isla habían encontrado tierras al alejarse
más y más hacia el Oeste. Por otra parte, le parecía aceptable la vieja teoría de
Tolomeo sobre la redondez de la Tierra.
Sus sueños de nuevos territorios por descubrir crecían a medida que
consultaba datos. Y una idea revolucionaria comenzó a madurar en su mente:
en vez de alcanzar Asia bordeando las costas de África y doblando el Cabo de
Buena Esperanza, como se esforzaban en hacerlo los portugueses, él
encontraría la ruta navegando hacia el Oeste.
Para entonces, Colón se había establecido ya en Portugal, donde con mayor
crédito se podían averiguar cosas sobre lejanas tierras; allí oyó historias de
cómo algún barco, al alejarse muy al Oeste del cabo de San Vicente, más de
una vez había recogido maderas a la deriva que provenían de Occidente.
Existían también leyendas sobre la desaparecida isla de las Siete Ciudades, al
Oeste de las Canarias. Y se sabía que en las costas de una de las islas Azores
habían sido hallados los cuerpos de dos hombres “de caras más anchas y
diferentes en su aspecto a los cristianos”.
Todo esto le sugería al marinero genovés que, si un capitán fuera lo
suficientemente audaz como para navegar siempre hacia Poniente, habría de
descubrir tierra en un momento dado. Una tierra que, estaba seguro, formaría
parte de la gran masa continental de Asia, a la que pertenecían la India y sus
riquezas.
En aquella época la idea resultaba descabellada. Y como tal la rechazaron sus
compatriotas genoveses, el rey Juan II de Portugal y Enrique VII de Inglaterra.
En el año 1485, Colón pasó a España. Su entusiasmo y seguridad en el
proyecto le llevaron a exponerlo ante una comisión de doctores de la
Universidad de Salamanca. Se discutieron los cálculos de Colón y los sabios
negaron la certeza de los mismos. El navegante aseguraba que existía una
porción de agua entre Europa y las costas asiáticas cuyas dimensiones se
acercaban bastante a la realidad actual del Atlántico. El error pareció claro y los
doctores rechazaron el proyecto.
Pero los fracasos no debilitaron a Colón. Estaba ya demasiado afirmado de su
idea como para abandonarla. Y se convirtió en un hombre seguro de sí mismo,
apasionado, engreído a veces y otras sugestivo, capaz de contagiar su
optimismo. Después de siete años de constantes conversaciones, los reyes
Fernando e Isabel dieron su visto bueno.
Al parecer surgieron dificultades por la serie de privilegios que ahora exigía
Colón: acabaron por concederle el cargo de almirante para él y sus sucesores;
el nombramiento de virrey de los territorios que conquistase; la décima parte de
los beneficios conseguidos, y el derecho a nombrar jueces sobre los pleitos que
surgieran como consecuencia del comercio entre España y las Indias.
La expedición habría de partir de la villa de Palos de la Frontera, situada allí
donde al río Tinto le falta poco para unirse con el Odiel y desembocar ambos
juntos en el Atlántico. Por real orden, Palos debía suministrar dos de las naves
para el viaje. Pronto comenzaron los preparativos en la pequeña localidad
onubense.
La “flota”, si así puede llamársela, iba a estar compuesta por tres diminutas
carabelas. Las dos de Palos eran la “Niña” y la “Pinta”. El verdadero nombre de
la primera era el de “Santa Clara”, pero como pertenecía a la familia Niño,
todos la llamaban la “Niña”, y con este sobrenombre entraría en la Historia. Era
la favorita de Colón. También la “Pinta” debió tener otro nombre oficial, pero
nadie ha sabido averiguar cuál fue. La tercera fue alquilada a Colón por el
navegante Juan de la Cosa; se llamaba “Gallega” (aunque su propietario era
santanderino, de Santoña), pero acabó llamándose “Santa María”. Esta era la
más grande y pasó a ser la nave capitana, la que mandó el mismo Colón.
Con sólo 100 toneladas, tenía, sin embargo, el doble de desplazamiento que
sus hermanas, pues la “Pinta” y la “Niña” desplazaban únicamente 50 y 40
toneladas, respectivamente.
Entre las tres llevaban a bordo una tripulación de noventa hombres. Había una
mayoría de andaluces, principalmente palenses, y de vascos, aunque no
faltaban gentes de otras regiones españolas e incluso extranjeros: un
portugués, un genovés y un veneciano.
Reunir a este casi centenar de hombres no resultó fácil.
La minúscula expedición levó anclas en el Puerto de Palos, al amanecer del día
3 de agosto de 1492. A las ocho de la mañana, con vientos favorables que
hinchaban sus velas, las tres naves salieron a mar abierto.
Después de casi un mes de estancia en las Canarias, donde se reparó el timón
de la “Pinta”, se cambiaron las velas latinas de la “Niña” por otras cuadradas y
se cargaron en la bodega las últimas provisiones. El 8 de septiembre los
expedicionarios perdían de vista a la isla de Hierro. Las tres carabelas se
lanzaban definitivamente rumbo a lo desconocido, siempre hacia el Oeste.
Aunque el tiempo estuvo de su parte durante casi toda la travesía, ésta no fue
fácil para Colón. Empezaron a sucederse incidentes con la tripulación. No
dejaba de ser una audacia atravesar el océano con aquellas naves, sin apenas
instrumentos náuticos y, sobre todo, con la creencia por parte de la mayoría de
la tripulación de que aquel mar conducía al fin del mundo. Pero Colón, desde
su pedestal de hombre convencido de sus razones, supo evitar con autoridad
cualquier dificultad que pudiera detenerle. Si las tres carabelas hubiesen
tardado unos días más en alcanzar su meta, quizá Colón hubiera muerto a
manos de sus propios hombres.
Pero la voz de “¡Tierra!” se oyó de pronto en la madrugada del día 12 de
octubre. Una voz que no debió de despertar de su sueño a demasiados
tripulantes, pues ya los ánimos presentían inquietos la proximidad de alguna
tierra firme y muy pocos dormían.
Era una isla. Al levantarse el sol de aquel nuevo día, desembarcaron y tomaron
posesión de ella en nombre de los reyes de España. Y la llamaron San
Salvador, aunque los indígenas que la poblaban, desnudos y acogedores, la
llamaban Guanahaní.
Otras islas vecinas, como Cuba y Haití (a las que llamaron Juana y Española,
respectivamente), fueron descubiertas y visitadas. Colón pensaba que tras
ellas se encontraban las costas de la India. Jamás llegó a saber lo equivocado
que estaba.
Tras perder a la “Santa María”, que encalló, regresó a Palos el 15 de marzo de
1493, pero, por razones que nunca se han sabido, recaló primeramente en
Lisboa. Fue recibido con gran solemnidad por los Reyes Católicos en
Barcelona, donde causaron sensación los indios que el almirante había traído
consigo, y no menos los papagayos, plantas exóticas, oro y otras riquezas
encontradas al otro lado del “mar tenebroso”.
Se preparó una nueva expedición formada por 17 navíos —tres galeones y
catorce carabelas, 1.500 personas que llevaban consigo varias especies de
animales, semillas y plantas. En este viaje descubrió el almirante Jamaica,
Puerto Rico, las Vírgenes y otras islas, pero el ansiado continente no aparecía.
Mientras, la envidia de algunos personajes y el carácter indudablemente
ambicioso que demostró siempre tener Colón había ido creando un cierto clima
de hostilidad hacia el marino genovés.
Volvió a España en junio de 1496, y dos años más tarde realizó un tercer viaje.
Tras de tocar en las islas de Cabo Verde, esta vez se dirigió más hacia el Sur y
avistó las costas de Venezuela y la isla de Trinidad antes de remontarse de
nuevo hasta la Española. En la colonia, los abusos de Colón, excelente
navegante, pero poco dotado para el gobierno de los territorios descubiertos, le
llevaron a fracasar en sus funciones. Fue arrestado, encarcelado y devuelto a
España.
Los Reyes Católicos le perdonaron y le permitieron realizar un cuarto viaje. En
esta ocasión le impulsaba la esperanza de descubrir un paso marítimo entre
Cuba, que él creía Japón o China, y el continente avistado en su anterior viaje.
Tras de ser arrastrado y zarandeado durante casi tres meses por los
huracanes, a mediados de septiembre de 1502 ganó el cabo que bautizó con el
nombre de Gracias a Dios, en Centroamérica. Después, durante varios meses
navegó a lo largo de la costa que baja desde Honduras a Panamá.
Colón llegó hasta donde el istmo de Panamá se estrecha para separar en sólo
setenta kilómetros a dos grandes océanos. La tripulación celebró aquí la
Navidad de 1502 y el fin de año. Si hubieran remontado el río Changres con
sus chalupas, quizá hubieran podido festejar también la noticia de que se
hallaban sobre un nuevo continente que no era el asiático.
Porque, con toda probabilidad, se hubieran adelantado en once años al
momento en que Balboa pudo disfrutar del espectáculo del inmenso Pacífico
extendido ante su vista, al tiempo que confirmaba que aquellas tierras eran las
de un nuevo y gran continente.
Pero a los maltrechos barcos de Colón no les quedaban ya ni las anclas, y los
vientos los arrastraron hacia Jamaica. De allí, y tras tener que dominar una
sublevación y agenciarse nuevas naves, la expedición volvió a Santo Domingo.
Derrotado y enfermo, Colón regresó en septiembre de 1504 a la península
Ibérica; no solamente ya no volvería a ver la tierra por él descubierta, sino que,
además, ni siquiera consiguió recuperar los privilegios que le habían sido
concedidos por su hazaña. Pobre y olvidado de los poderosos, para los que
tanto había conseguido, murió el 21 de mayo de 1506 en Valladolid.
También después de muerto el almirante siguió su destino de encontrar
difícilmente un lugar estable: de Valladolid, sus cenizas fueron transportadas
primeramente a Sevilla y luego a Santo Domingo. Más tarde, una parte de ellas
se enviaron a Génova y también otra a Pavía.
Así pasó por la Historia el descubridor del Nuevo Mundo. Con su paso, la
sorprendida Humanidad veía agigantarse inesperadamente los límites antiguos
del mundo conocido.