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DE LA CULTURA Y LA CIENCIA / TEATRO
‘Hamlet’, de Shakespeare, en versión de Miguel del Arco, puede verse en el madrileño Teatro de la Comedia.
CEFERINO LÓPEZ
DOS PERSONAJES DEL
MITO: HAMLET, SALOMÉ
Teatro Clásico de Sevilla, y podrá verse entonces si Shakespeare es un delirio tipo Amaalabras, palabras, palabras”, dice nece que no es poco. La causa es Miguel del
Hamlet denunciando el hartazgo Arco, director de moda; bien está, si eso ayude las palabras si no significan ac- da a las gentes de teatro vapuleadas por el
ción. Entre nosotros son vacuas PP y su sonriente Montoro.
desde finales de diciembre: políticos, periodistas y los vecinos de la esquina con el bla, Teatralidad rebajada. Si no recuerdo mal, es la
bla, bla tratando de llenar cabezas hueras. tercera vez que en sus 30 años de vida la
Cualquiera de las mil españas, decía más Compañía de Teatro Clásico presta sus escemenos que más Machado, ha de helarte el narios a extranjeros: un Misántropo de Mocorazón. Mejor entretenerse en el teatro, don- lière con el que Marsillach fingía despedirse;
de las palabras “actúan” en algunos casos y un Don Juan, del mismo francés, con un dimotivan darle vueltas a las cosas.
rector que había sido administrador de la CoTodo tiene su aquél, y antes de que se es- médie Française, Jean-Pierre Miquel; y este
trenara el Hamlet de William Shakespeare Hamlet en centenario shakespeariano. Pasa
estaban vendidas todas las entradas para sus Del Arco por ser la punta de lanza de la refunciones en el remozado Teatro de la Co- novación escénica: y es cierto que renueva,
media, sede del Clásico. No es que los es- revuelve los textos, los enreda y desenreda
pañolitos hayan sentido la necesidad de re- (Gorki, Molière), pero es largo el trecho que
bajarse a la cultura: dentro de dos semanas, todavía queda para compararlo con la “reen el Fernán Gómez monta la misma obra volución” que hace casi 40 años supusieron
dirigida por Alfonso Zurro la compañía del nombres como Lluís Pasqual o Miguel Na-
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Por Mauro Armiño
21–27 de marzo de 2016. nº 1147
rros. Entonces, la distancia con Europa en las
tablas era escasa en esos cabezas de cartel.
Ahora, ha bastado una escapada de fin de semana a Estrasburgo para ver a dos “modernos” de verdad, tanto en planteamientos escénicos como en ideas: Falk Richter y Stanislas Nordey estrenaban al alimón el 4 de marzo Je suis Fassbinder. No aburriré con datos:
dos grandes figuras del teatro europeo, capaces de plantear problemas de actualidad, como ese Fassbinder que aborda el problema
de la responsabilidad del artista frente a los
poderes reales (la censura) y, como diría la
Unesco, a los inmateriales: la autocensura tras
los atentados terroristas de Charlie Hebdo y
posteriores, que se conectan en el texto con
los de los años 1970 y la Fracción del Ejército Rojo alemana, la Baader-Meinhof. Potencia escénica e ideológica, a la que han corrido con más ansias por ver la obra que Rita
Barberá por declarar ante un juez, no me cabe la menor duda, durante las dos semanas
de función, nuestros eurodiputados para empaparse de ideas; y, si se la han perdido porque estaban echando a los refugiados sirios y
no sirios al mar, seguro que correrán durante tres semanas en mayo al Teatro de la Colline de París.
Miguel del Arco ha hecho un Hamlet apagado, rebajando la teatralidad para potenciar, para aclarar linealmente las ideas de
la obra; se admite (no sé por qué) que en
estas piezas hay que meter la tijera, porque
son muy pesadas, llevan mucha carga literaria, según algunos, a la vez que ensalzan
su potencia lírica. Pero la poesía parece que
va contra las imágenes, y Del Arco, centrando el escenario en el espacio de una
cama que puede convertirse en otros espacios (la tumba de Yorick, etc.), ha buscado
imágenes, pidiendo a las filmaciones (“bonitas” que diría Manuela Carmena, que usa
ese tonto adjetivo para todo) sobre cortinas
que “entretengan”: resumiendo, desvirtúan
el poder de la palabra; quizá lo de menos
sea recordar que la mayor parte de Hamlet
es verso, y que aquí ni suenan ni consuenan las tiradas. Y hablando de palabras, Del
Arco, según declaraciones a la prensa, se
rodeó de mil y un traducciones de Hamlet,
y con todas ellas hizo este pastiche. Mala
praxis: qué tiempos aquellos en que el Instituto de Artes Escénicas de José Manuel
Garrido acordó que los teatros nacionales
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no tolerarían ese expolio de traducciones,
después de que Manolo Vázquez Montalbán fuera condenado por un juez a repartir los derechos del Julio César shakespeariano con el traductor saqueado, Ángel Luis
Pujante. La Compañía de Teatro Clásico
ahora lo tolera.
“La duda, mi querida duda”. Un Hamlet demasiado apagado para practicar el vicio de
la duda y de pensar; hemos visto ya muchos
Hamlet; y, por sólo citar extranjeros para no
crear envidias, algunos bastante malos, pese a grandes actores: hace poco más de dos
años, Denis Podalydès fracasaba en la Comédie Française con un reputado director
como Dan Jemmet, que presentó un personaje ridículo y trivializado; me trajo a la memoria ese montaje la escena de Ofelia con
un micro, con un vestuario chillón frente al
austero del resto de la obra; era menor el
disparate, por supuesto, que la Ophélie francesa que se suicidaba en las toilettes de señoras. Del Arco ha utilizado la tijera: ha desaparecido prácticamente el teatral primer
acto; ya sé que todo lo del Espectro es una
fantasía para espantar moscas; o que la escena de los cómicos es una clase para éstos; pero son tas fascinantes teatralmente
(quizá para mentes infantiles, qué le vamos
a hacer) como las del “ser o no ser” o de la
calavera de Yorick; y si al teatro le quitas la
fascinación se queda en un océano de palabras sin sentido. Israel Elejalde, buen actor en líneas generales, queda aquí deslavazado, sin la fuerza de otras veces, diciendo
la tirada clave del “ser o no ser” en “prosa”,
como el que pasa por la calle hablando solo. Si pueden entenderse las intenciones del
director, no lo es el resultado; en ese rebajamiento hace lo mismo que los partidos
emergentes en política: han pasado de canalla a casta en tres días; y este Hamlet ha
recurrido, como de costumbre en el teatro
viejo, a la tijera: las tiradas largas se quedan
en la mitad, supongo que para no “aburrir”,
y santas o malditas pascuas. Aun así, esto
es lo más recomendable que ofrece en marzo la cartelera.
Salomé: la mujer abominable. La Salomé de
Oscar Wilde no es una gran obra teatral, porque, como decía Margarita Xirgu, no tiene
“situación”, pero sí representa un punto ál-
gido en la sexualidad llevada a las tablas; hasta la “perversión”, dirían algunos. Por eso Sarah Bernhardt, para quien la escribió el irlandés, no pudo estrenarla en 1892; tenía la
diva entonces 57 años para interpretar a una
virgen suculenta que despertaba los deseos
de un Herodes viejo y rijoso; en la época, el
teatro admitía esas máscaras irreales; 22 contaba la Xirgu cuando la estrenó en 1910,
cuando la crítica de Madrid calificó la obra
de degenerada; el desfase entre la virgen y la
lascivia que despierta se dejó de lado: de
cuando Nuria Espert, con 50 años, la montó
en Mérida bien dirigida por Mario Gas; en
cambio Narros, cuando la puso en escena en
2005, escogió a María Adánez, que con 29
encarnaba el instinto telúrico irracional, prestando al personaje una sexualidad violenta.
La nueva versión que se ha presentado en el
Teatro Fernán Gómez, dirigida por Jaime
Chávarri e interpretada por Victoria Vera, ostenta un Guinnes, al menos en las tablas españolas: el de la intérprete con más años para ese personaje de impúber capaz de sacar
de quicio al libidinoso gobernador de Judea:
hacía unos días que había cumplido los 63.
Ya no son admisibles los hábitos que dominaron el siglo XIX y parte del XX en escena.
Resulta incomprensible la sexualidad desatada tanto de Herodes, como la lubricidad
del beso necrófilo de la virgen sobre los la-
bios ensangrentados de la cabeza cortada
del Profeta que clamaba en el desierto; es lo
que marca el texto, que va mucho más allá
de una simple pasión erótica bastante aguada, diluida y finalmente gélida. Y si Vera fuera una gran actriz… Y si Jaime Chávarri fuera un buen director de teatro y no el director bastante plano habitual… No hay la menor pizca del mito en un montaje ramplón
que abarata la virtud de la obra; quizá Salomé sea la obra más notoria del teatro simbolista, que se adorna de metáforas e imágenes sin nada que ver con el lenguaje de la
“realidad”: si no se entiende así, mejor dejarla para no traicionar al autor, al personaje y al mito; ni Manuel de Blas, tan altilocuente gracias a su órgano de voz, puede recitar como es debido las tiradas de las piedras preciosas (ya en el original parece un
comerciante de joyería ofreciendo sus productos) si no se comprende que es sensualidad pura, regodeo en la palabra. El vestuario, feo, zafio, es del propio Chávarri, así
como la “versión”, que recorta algo y traiciona la exactitud: no es lo mismo “fango”
que “barro” en los cabellos del Bautista, etc.
Saltan al oído algunos deslices semánticos
que no le hubieran perdonado a Wilde los
decadentes (Marcel Schwob, Pierre Louÿs o
Remy de Gourmont) que le ayudaron a escribirla en francés. l
Una escena de ‘Salomé’, de Oscar Wilde, que, dirigida por Jaime Chávarri, se representa en el Teatro Fernán Gómez de Madrid.
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