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Buenas Nuevas
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Historia de la Iglesia
El Imperio Romano Conquistador
Por Clara Freitag
La expansión de Roma en un gran Estado con la incorporación de no pocas ciudades y estados, tanto
en Italia como fuera de ésta, lo puso ante un grave problema: el de los cultos extranjeros.
A éstos se les reconocía sus ritos y las religiones practicadas antes de su incorporación a la
República romana. Con las ciudades federadas, procedieron del mismo modo: les concedieron el
derecho de ciudadanía romana y también les reconocieron los dioses con su respectivo culto, pero
bajo ciertas condiciones en la ciudad de Roma. Esto era una especie de tolerancia religiosa, que
procede según dos principios: uno empírico y existencial, el otro, jurídico.
Por una parte, lo romanos reconocen la propia limitación, sobre todo respecto al número de los
dioses y a su existencia fuera del ámbito nacional romano: después de la invocación de los dioses a
los que se sacrificaba, eran invocados todos los demás dioses no conocidos por nombre, y se les
reconocía el mismo derecho que tenían los dioses nacionales; esto significa una cierta tolerancia
religiosa, cierta apertura, si bien, no ilimitada, dado que podían presentarse cultos y religiones no
conciliables con las costumbres romanas. De todos modos, había una especie de convivencia de los
dioses romanos y de los cultos extranjeros.
Pero los romanos, por otra parte, reconocían a toda divinidad el derecho de ser adorada y con el
culto y en el modo querido por ella, al menos, hasta donde no tropezaba con las costumbres
romanas. Este principio en germen, con el tiempo, siempre se fue esclareciendo más y más. Es el
que se aplica con los cristianos antes de las persecuciones: se los trataba como a secuaces de una
nueva religión. El Estado les reconocía la libertad de profesar y practicar la propia religión.
Partiendo de una difusa intolerancia, bajo ciertas condiciones, llegaron a la tolerancia de todos los
cultos y de todas las religiones, de la que se beneficiaron los cristianos en un primer tiempo, hasta
que el cristianismo fue proscrito, con un Senado consulto bajo Tiberio (11-41), y con un edicto
imperial bajo Nerón (54-68). Luego siguieron períodos de incomprensión y por fin, de abierta
persecución.
El apologista Atenágoras, en su «Súplica por los cristianos», dirigida a Marco Aurelio y su hijo
Cómodo, entre los años 176-177, señaló el contraste entre la tolerancia que las leyes romanas
reconocen a todos los pueblos del Imperio, de poder practicar libremente su culto, y la intolerancia
hacia los cristianos y su religión: «éstos son expuestos a vejámenes y a la persecución por el solo
nombre de cristianos...».
Pocos años antes, hacia el 150-155, también Justino había pedido que los cristianos no sean
juzgados por su nombre, sino por sus acciones.
En otro momento nos ocuparemos de señalar las causas de las persecuciones. Conviene mencionar
lo que Marta Sordi subraya especialmente: el cristianismo se presentaba como una novedad, como
algo que rompía con la tradición, que era uno de los criterios ampliamente arraigados para el
reconocimiento y la tolerancia de una religión.
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Un poco más adelante veremos que la polémica contra el cristianismo en el siglo II, así como
aparece en la obra de Celso, uno de los principales adversarios del cristianismo, hace hincapié en la
novedad del cristianismo; por ese solo hecho no tiene ningún derecho a ser tomado en cuenta, dado
que las religiones populares y las filosofías antiguas, eran dignas de respeto porque constituían la
tradición greco-latina, independientemente de su verdad intrínseca.
Marta Sordi insiste: «Muy raramente se da la intolerancia religiosa en el poder imperial y sólo rara
vez y en circunstancias particulares, asumen las persecuciones un verdadero significado político.
Esto lo vieron con total claridad los apologistas del siglo II...; por eso sintieron en el imperio, en la
solidez de sus estructuras y en su universalismo, un potencial aliado de la nueva religión. El
principio de la tolerancia renegado y contradicho más de una vez en el plano de los hechos o de los
ideales del apego intransigente a las tradiciones patrias y a las costumbres de los mayores encontró,
en cambio, su manifestación en el sentido jurídico y político de los romanos. Fue el sentido jurídico
que reveló a los romanos el principio de la libertad de conciencia y el derecho del individuo, de
practicar una religión libremente elegida» (Sordi, Il cristianesimo e Roma, p. 12 ss.).
Este principio de intolerancia religiosa aflora por primera vez en el primer ejemplo bien
documentado, como fue la feroz represión de los bacanales en el 186 a. C., donde se tuvo en cuenta
el derecho del individuo a practicar la religión elegida y con los derechos de la divinidad de ser
honrada en el modo por ella querido.
Los cristianos, en particular, disfrutaron de la tolerancia bajo varios emperadores en el siglo III, por
ejemplo con Alejandro Severo, Felipe el árabe y Valeriano, antes de convertirse en perseguidor. Era
el culto de la tradición que condujo a las persecuciones. Pero cuando en Milán, Constantino y
Licinio en el 313, concedieron a los cristianos y a todos los habitantes del Imperio, la facultad de
seguir la religión que cada uno hubiera elegido, se trata de un principio nuevo, pero que sin
embargo, ya estaba en germen y que había llegado a su plena madurez.
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