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Vida de microcuento
Brenda Romero Hernández
El olvido, esa catarata extraña que invade nuestra sinapsis. Esa gangrena de la memoria que
contagia todas las células muertas de nuestra existencia. El olvido son los calcetines que se
pierden en la lavadora, el perro callejero que pasa sin ser notado, o la cena que hice hace un
mes. El olvido es una bendición y una maldición.
Yo tengo la maldición de la mala memoria, bien podría decir que mi existencia es una
muerte constante y presente. Por eso, para mí, recordar es siempre un evento magnífico, le
dedico narraciones de una cuartilla, que luego celebro y comparto, para no morir. Ahora
toca rescatar de la muerte de los recuerdos uno de ellos, transformado de una descarga
eléctrica al pequeño cuento que les voy a narrar.
Conocí a Verónica durante el primer año de secundaria. Era mi mejor amiga. Bueno, de
esas amigas que duran un año escolar. Era muy excéntrica. A veces la recuerdo con una
pelusa blanca por suéter, o corriendo en el patio de mi casa como pollito con su blusita
amarilla. Realmente no me imagino qué pensaba o qué sentía, pero arrastraba la tristeza
como quien carga un cadáver. Los profesores siempre la regañaban porque no llevaba
tareas, y pocas veces la vi disfrutar la vida como todos los chavos que están chavos y se les
hace fácil. A mí se me figuraba que era porque su madre no tenía madre y en vez de madre
era una carcelera.
Lo que estaba de moda en la secundaria era pinteársela, y recuerdo que ella me acompañó
una sola vez porque siempre tuvo miedo de su mamá. La invité otras veces pero el pretexto
ya me lo sabía de memoria: “yo sé que ella es capaz de hablar todos los días a la escuela
para ver si salí temprano... mejor ya me voy a la casa”. Y tomaba el camión.
Me contaba muchas cosas extrañas que yo no sabía si creerle. Decía que en su casa se
aparecían muertos, que sabía tocar el violín y que estaba enferma, luego me contaba
historias que me dejaban un amargo sabor, como la vez que tuvo miedo porque un hombre
borracho, amigo de su mamá, intentó entrar a la fuerza una noche a su cuarto y que nadie le
creyó, ni siquiera porque ella constantemente les decía que la miraba mucho o buscaba
cualquier oportunidad para rozarla.
Era muy extraña la manera como la sobreprotegían. No la dejaban usar el teléfono ni cruzar
palabra con muchachos. Cuando me marcaba, era siempre para que le devolviera la
llamada. En la voz de las confidencias me decía: “márcame, pero no podemos durar más de
quince minutos hablando”. A veces ella telefoneaba a escondidas y en la parte más
interesante de la conversación decía: “¡ya llegó mi abuela, me-tengo-que-ir-adiós!”. Y
luego, el vacío del abandono abrupto seguido del tono de llamada terminada.
Pobre. Siempre la tenían vigilada, pero dudo que les haya importado realmente. Su familia
y su casa eran un altar a la decadencia. Ella misma era el símbolo de lo indeseado. Tal vez
los encierros eran sólo una extensión del disgusto que le tenían.
También me contaba historias que involucraban muchachos guapos. Me decía que la
invitaban a jugar semana inglesa, verdad o reto y otros juegos de coqueteo pueril. Nunca le
creí. No sé qué clase de fantasías adolescentes habrá tenido con los chicos, apenas sí
llamaba la atención: era delgada, tenía cabello largo, negro y rizado, piel blanca, ojos
grandes, labios gruesos... la verdad es que no era tan bonita, más bien una chica normal,
pero me atrevo a decir que algún día hubiera podido llegar a convertirse en una muchacha
muy guapa. Eso, si no hubiera muerto a los catorce años. Pobre vida de microcuento.