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UNA PROPUESTA DE PAZ QUE TOMA EN CUENTA EL CRUCE DE
LOS CONFLICTOS EN COLOMBIA
Alejandro Reyes Posada*
Una visión de conjunto de los niveles de
conflictos trabados en el país permite una mejor
orientación para pensar las condiciones de
posibilidad de un proceso de paz que solucione
la confrontación armada. Esto es así porque la
situación del país es de tal complejidad que los
conflictos no pueden resolverse a su propio
nivel, sino que la solución de cada uno exige
resolver los restantes niveles.
El nivel más básico es el conflicto social, que
enfrenta a grupos campesinos y urbanos pobres
con los grupos que concentran la riqueza, frente
a la ineficiencia arbitral y distributiva del Estado.
Es un conflicto directo, que se libra en la
hacienda, la vereda o el barrio, de cuerpo
presente, con ganadores y perdedores que se
juegan la vida y el bienestar, mediante la
confrontación de recursos de poder, que se
miden en términos de organización y acción
colectiva.
El conflicto entre actores sociales organizados
tiene dos posibles resultados: la definición de
nuevas reglas del juego, que legitima los
intereses de los adversarios y el reconocimiento
recíproco de derechos, o la desorganización del
conflicto, que libera energías sociales hacia la
violencia, casi siempre contra sustitutos del
verdaderos adversario.
Sólo una parte menor del conflicto social se
tramita en el nivel político, con alguna
mediación institucional, que permite traducir los
objetivos de los sujetos sociales en recursos de
influencia en la toma de decisiones. Es el terreno
de la participación en la construcción de lo
público, o de la exclusión y la negación de ese
ámbito, que reduce el Estado de derecho a
grupos privilegiados de la población y deja por
fuera de la norma-
tividad y los servicios a la gran mayoría. Este
nivel corresponde al conflicto político por crear
un Estado democrático moderno, contra la
dominación y la corrupción clientelista de grupos
con acceso especial a los órganos estatales.
Por esa razón, la solución de los conflictos
sociales
acumulados
pasa
por
el
fortalecimiento del Estado en sus dimensiones
políticas básicas de seguridad y justicia,
aplicadas a la tramitación de los conflictos. Si los
fines de seguridad y justicia no son controlados
por el criterio de la equidad, su búsqueda deriva
en más violencia y totalitarismo; pero si se
reinterpretan con el objetivo de lograr una
sociedad más equitativa, en la cual se protejan
los derechos de las mayorías, la legitimación
social del Estado se logra por la vía de la
resolución de los conflictos.
Los conflictos sociales en Colombia están
intervenidos profundamente por guerrilleros y
paramilitares, que se apropian de los objetivos
de los adversarios sociales y políticos, los
suplantan en el conflicto y reemplazan al Estado
en sus funciones de seguridad y justicia. Estos
grupos armados ejercen dominaciones locales en
todas las regiones excluidas del ámbito estatal
efectivo y aplican legalidades de guerra sobre la
población sometida a ellos.
En estos dominios, los actores sociales y sus
organizaciones se debilitan al extremo o son
reconvertidos en frentes legales de lucha de los
adversarios armados. Al quedar amordazados
los conflictos sociales, sin haber sido resueltos,
los actores sociales se desorganizan y las
condiciones para la acción colectiva
desaparecen. Es la destrucción del nivel político
de la acción, que conduce a la anarquía de las
estrategias indivi-
* Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia.
duales que chocan entre sí, impulsadas por las
leyes de la entropía social, y la imposición
arbitraria de minorías armadas sobre la
mayoría.
Las guerrillas y los paramilitares, en cuanto
organizaciones que declaran perseguir fines
políticos, y como para estados de facto, tienen el
potencial de buscar esos fines como participantes
en la arena política, siempre y cuando se acojan
a la regla primera del derecho y del Estado, que
postula la renuncia a los medios violentos. Para
lograr esa renuncia, que es el tratado de paz, se
requiere un reconocimiento sobre la legitimidad
de los intereses de los adversarios sociales en
conflicto y un acuerdo sobre el papel del Estado
como mediador de conflictos e integrador de la
sociedad.
Si ese juego de intereses en conflicto y ese Estado
mediador son subvertidos desde fuera por los
grupos armados, lo son desde dentro por el
crimen organizado en torno del narcotráfico, con
la corrupción y la violencia como negocio. Por el
narcotráfico, una minúscula élite ha concentrado
más capacidad de inversión que todo el sector
privado en su conjunto, como declaró en 1995 el
entonces presidente de la ANDI.
La compra de tierras rurales, en particular, ha
transferido a los narcos entre tres y cinco
millones de hectáreas de los mejores suelos, de
preferencia en las regiones de ganadería
extensiva, afectadas por acciones guerrilleras y
conflictos agrarios, en 400 municipios del país.
Al haberse instaurado como relevos de las viejas
capas propietarias de la tierra, heredaron la
inseguridad y los conflictos sociales propios del
modelo de concentración de la tierra en pocas
manos. La violencia con la cual los narcos han
defendido su nueva propiedad hacendaría se
revela al examinar la operación de los grupos
paramilitares en regiones de contrainsurgencia.
De lo que se trata, entonces, es de resolver el
problema de la legalidad que el Estado reconoce
a la propiedad acumulada por los narcos, frente
a la función social de la propiedad y al marco de
conflictos sociales asociados con ella. Al abordar
el problema salta la primera dificultad:
determinar si la extinción del dominio de bienes
adquiridos por enriquecimiento ilícito es una
pena, que los jueces imponen como
consecuencia de la
comprobación de los hechos que condujeron al
enriquecimiento ilícito, o si es un acto
administrativo, propio del dominio del Estado
sobre el territorio, que corrige las distorsiones
del mercado de la propiedad rural, por razones
de conveniencia pública.
El proyecto de ley presentado en agosto de
1996 por la administración Samper al Congreso
acoge la segunda tesis, y establece además que, a
solicitud de organismos estatales, será la
jurisdicción
contencioso-administrativa
la
encargada de establecer si se cumplen los
presupuestos de hecho para decretar la
extinción del dominio. Además, ordena que se
persigan los bienes y no las personas, de manera
que se le otorga al Estado una acción real sobre
la propiedad adquirida ilícitamente, no importa
que luego haya sido transferida a terceros
inocentes, que la perderían sin compensación.
El gran escollo jurídico para que esta tesis triunfe
en el Congreso1 es la defensa del régimen de
propiedad privada del derecho civil, que
constituye la muralla de protección de los
derechos legítimos. Detrás de ella se refugia la
propiedad de los narcos, de manera que para
ajustar cuentas con ella es necesario colocar bajo
sospecha el conjunto de la gran propiedad
territorial del país.
Aquí se revela el carácter ambivalente de los
capitales del narcotráfico: su origen es ilegal, pero
ingresan a un sistema que descansa en la defensa
de la propiedad y que privilegia a sus titulares
más grandes sobre los demás ciudadanos. Más
aun, los narcos son el grupo económicamente más
poderoso del conjunto de las élites y el que
menos ha contribuido con sus aportes al
capital social del país. Su transformación en
grandes terratenientes plantea de lleno el
problema de la legitimación social y política de
la gran propiedad, si se examina frente a la
escasez de tierras para el campesinado, la
concentración del ingreso y la violencia rural. La
contribución de los narcos a las luchas de
autodefensa contra las guerrillas esconde
también un agresivo proyecto de expansión
territorial y de dominación social.
Por las razones anteriores, el problema de la
acumulación de tierras debe plantearse en un
marco de economía política y no sólo en el ámbi-
1 Nota del CEI: este artículo fue escrito en agosto de 1996 y la ley de extinción de dominio fue aprobada en diciembre del
mismo año.
to de los códigos civil y penal, que determinan el
régimen de propiedad y de penas. Para
Colombia, se trata de resolver si el Estado
legitima la contrarreforma agraria y la
recomposición de las élites territoriales que se
produjeron en las dos últimas décadas al
impulso del narcotráfico. Si es así, consolida un
modelo basado en la gran propiedad
latifundista, controlado a distancia por una
élite perseguida por la justicia, cuya principal
ocupación es el tráfico de drogas. También se
legitima el modelo de defensa territorial basado
en el paramilitarismo y la limpieza social, que
expulsa población campesina mediante el
terror. En manos de la élite mafiosa se
encuentra hoy una parte de la seguridad
alimentaria del país, proporcional a la
extensión y calidad de las tierras poseídas por
ella.
El Estado puede considerar, con razón, que los
costos sociales de legitimar este tipo de inversión
en tierras rurales son excesivos, porque el
latifundio de los narcos afecta la estructura de
distribución de la propiedad, agrava las
situaciones de violencia y amenaza el monopolio
de la fuerza en sus manos. Si lo legitimara,
garantizaría un estímulo permanente a los
negocios del narcotráfico, pues el Estado
protegería legalmente la riqueza acumulada
gracias a sus ganancias.
De otra parte, son muchos los beneficios que
podría lograr el país si con éstas se alimentara el
rondo de tierras de la nación y se negociara una
reforma agraria estratégica con las guerrillas y
los grupos paramilitares. Esa reforma debería ser
ambientalmente orientada, de forma que se
distribuyan las mejores tierras y se alivie la
presión demográfica sobre las áreas que se deben
conservar para proteger aguas y biodiversidad.
Además de las tierras de narcos, la reforma
debe incluir las propiedades grandes de los
restantes dueños, cuando sean necesarias para la
reforma.
Así, puede plantearse en la mesa de
negociaciones la propuesta de reordenar a la
población en el territorio en las regiones de
violencia, una parte de las cuales coinciden con
las tierras en poder de los narcos. Con ello se
ofrecería un contenido de reforma estructural
para ser concerta-
da con los alzados en armas, adicional a las
estipulaciones
jurídicas,
políticas
y
socioeconómicas del acuerdo de paz.
Las tierras devueltas al patrimonio de la nación
pueden destinarse a varias finalidades:
a la realización de programas de reforma agraria
en regiones donde hay conflicto y alta demanda
campesina por tierras;
a dotar de tierras a guerrilleros y paramilitares
que depongan las armas, en virtud de una
negociación de paz, y tengan aptitud campesina;
a reubicar dentro de la frontera agraria
comunidades campesinas que ocupan regiones
marginadas con cultivos ilícitos, a costa del
bosque amazónico, los bosques andinos altos y
las reservas naturales de biodiversidad; y
a
reasentar
comunidades
campesinas
desplazadas por la violencia, que merecen del
Estado una compensación para reconstruir sus
vidas.
Si los narcotraficantes aportan en devolución
entre dos y tres millones de hectáreas, el país
podrá compensar una parte de los gastos
incurridos en la lucha antidrogas y aquéllos
podrán sentir que están pagando su acción para
ingresar, después del sometimiento a la justicia,
al conjunto de las élites económicas con mayor
legitimidad social. Al perder los dominios
territoriales, los narcos dejarán de financiar con
su cuota los grupos paramilitares que los
protegen. Eso hará mucho más fácil la
negociación necesaria para desmovilizar esos
grupos armados.
De esta manera, la propuesta incluye actuar
simultáneamente en el nivel del conflicto
agrario, que está en el origen de la violencia, en
el campo de la lucha antimafias, para
desestimular el enriquecimiento ilícito, en la
concertación de la paz con guerrillas y
paramilitares y en la reconstrucción de los
sectores de población más afectados por la
guerra. Restaría sólo añadir que el gobierno
que lograra llevar a cabo esta múltiple
concertación y pacificación conseguiría legitimar
de nuevo al Estado y asegurar el despegue
definitivo hacia el desarrollo de las posibilidades
colombianas.