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2007: vol. 11, núm. 3, pp. 45-48
REVISTA MÉDICA INTERNACIONAL SOBRE EL SÍNDROME DE DOWN
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Avances psicopedagógicos
Vida independiente e inclusión social
Josep Ruf
Coordinador del servicio de apoyo a la vida independiente «Me voy a casa»
de la Fundació Catalana Síndrome de Down. Profesor de Educación Social
de la Universidad de Barcelona.
Correspondencia:
Sr. Josep Ruf
Fundació Catalana Síndrome de Down
Comte Borrell, 201-203, entresol
08029 Barcelona
Artículo recibido: 31.10.07
Resumen
Transcurridos ya unos cuantos años desde que se materializó la oportunidad de vida independiente para personas con
discapacidad intelectual, el estado actual de las cosas permite
analizar realidades a partir de las cuales podemos reflexionar
sobre la situación real de estas personas en lo relativo al grado
de acceso y de participación sociales. Asimismo, nos permite
plantear horizontes nuevos hacia los que deberían orientarse
las voluntades de esas personas, sus familias, la comunidad,
los profesionales, las entidades y las administraciones.
Palabras clave: Inclusión social. Calidad de vida. Vida independiente.
Independent Living and Social Inclusion
Abstract
After a few years of opportunities for independent living
actually materializing for individuals with intellectual disabilities, the present situation may be analyzed to gauge the
social access and community participation enjoyed by this
group, as well as . Moreover, new prospects can now arise to
serve as a focus for the individuals themselves, their families, their communities, professionals, organizations, and government bodies.
Keywords: Independent living. Quality of life. Social inclusion.
El servicio de apoyo a la vida independiente «Me voy a
casa» respalda a personas con discapacidad intelectual (DI)
que empiezan su proyecto de vida independiente en un domicilio propio y gestionando su vida diaria, con una planificación y una prestación de apoyos intermitentes. Hablamos
pues de personas que disfrutan de su autonomía a pesar de
que en ciertos momentos necesitan un seguimiento, una planificación, unos aprendizajes, una orientación, unos acompa-
ñamientos o una mediación en ciertas actividades de su vida
cotidiana.
Toda la actuación de las ayudas que estas personas requieren en su vida independiente se estructura en los Planes
de Atención Personales (PAP) en relación con aspectos
como:
– el cuidado de uno mismo: salud, alimentación, higiene
personal, etc.;
– la gestión del hogar: limpieza, colada, economía doméstica, mantenimiento y reparaciones del hogar;
– el acceso y la participación social: relaciones interpersonales, uso de los recursos comunitarios, hábitos de consumo, etc.
Estos aspectos determinan en gran medida el tipo y la función de los apoyos a la persona en su independencia. Pero
esta planificación de apoyos no tiene sentido si no tenemos
en cuenta una proyección de futuro en la que, más allá de las
necesidades, hablemos también de hitos, expectativas y aspiraciones. Es el gran rasgo diferencial y el valor añadido que
el servicio incorpora, con una dimensión de trayectoria personal orientada hacia la calidad de vida, que se materializará
mediante mejoras en los resultados de:
I La independencia
I Las relaciones sociales
I Las contribuciones
I La participación comunitaria
I El bienestar personal
En este sentido, cabe señalar que resulta relativamente fácil estructurar y acordar con la persona las competencias personales y los apoyos necesarios en los ámbitos concretos del
cuidado de uno mismo y del hogar, pero no tanto en el ámbito del acceso y la participación sociales, donde empiezan a
aparecer las dificultades más notorias a la hora de conseguir
los resultados deseados o deseables.
En una lectura ecológica del funcionamiento de la persona
con DI, parece que el cumplimiento de las necesidades y deseos relativos a uno mismo y a su entorno más cercano preservan fuerzas facilitadoras para la autonomía, pero, cuando
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– desarrollo personal,
– bienestar físico,
– autodeterminación,
– inclusión social
– derechos.
Según este mismo autor, por inclusión social se entiende el
conjunto de oportunidades y experiencias que tiene una persona de participar en entornos escolares, comunitarios, de trabajo, vivienda u ocio, los mismos que le corresponderían por
edad y cultura si no tuviera una discapacidad. Estas oportunidades se expresan a través de unos indicadores muy concretos
que nos permiten por una parte analizar las condiciones objetivas de interacción con el contexto social y, por otra, conocer
la percepción subjetiva que la propia persona tiene al respecto. Los indicadores se refieren a: aceptación, estatus, apoyos, entorno de trabajo, integración y participación comunitaria, roles, actividades voluntarias y entorno residencial.
ampliamos los contextos vitales del sujeto y entran en juego
cuestiones relativas a la interdependencia con respecto a otras
personas y ambientes, topamos con la gran asignatura pendiente de la vida independiente: la inclusión social. ¿Por qué?
El Dr. Robert Shalock define la calidad de vida como: «un
concepto que refleja las condiciones de vida deseadas por
una persona, relativas a ocho dimensiones troncales de su
vida» que interactúan entre sí y que se convierten en gran
medida en los objetivos del trabajo de apoyo a la vida independiente. Estas dimensiones son:
– bienestar emocional,
– relaciones interpersonales,
– bienestar material,
De forma resumida, estos indicadores describen tres grandes aspectos:
– la presencia y la participación de la persona en la comunidad;
– la cantidad y calidad de las redes sociales de que dispone;
– y los roles comunitarios que desarrolla la persona.
Para acabar de subrayar el significado y la necesidad de
priorizar unas condiciones de vida entendidas con criterios
de normalidad, Shalock concluye: «la comunidad constituye
el contexto absoluto de la calidad de vida». Esta afirmación
implica unos estándares de vida universales y apunta de
forma clara y contundente al horizonte de retos y propósitos
que todos los profesionales y servicios nos establecemos
cuando definimos nuestro trabajo con la persona con discapacidad.
Pero, ¿cuál es el alcance de la inclusión social de la persona con DI que vive de forma independiente?
Es obvio que estamos hablando de personas que viven en
contextos ordinarios constituidos por sus hogares, sus barrios, sus pueblos o sus ciudades. Esta ubicación física se
convierte en una garantía de ser el primer artífice del propio
proyecto de vida, al tiempo que ofrece muchísimas oportunidades para recurrir a diversos recursos disponibles en la comunidad y disfrutar de ellos: cuando va al médico… cuando
hace la compra… cuando tiene una reunión de vecinos… o
cuando tiene que ir al banco a hacer una gestión, se consolidan como experiencias donde se mide el grado de participación de la persona.
El servicio «Me voy a casa» concede una importancia especial a la red social de la persona, desde el principio de su
proyecto de vida independiente, cuando ofrece su respaldo,
que se constituye en lo que llamamos el «círculo de relaciones» (figura 1). Este «artilugio» tiene la función de organizar
y ampliar el número de relaciones significativas de que dispone la persona, diferenciando entre:
– apoyos formales: proporcionados por el conjunto de
profesionales y servicios que atienden a la persona (sean ordinarios o específicos);
– apoyos informales: en la auténtica red social natural que
tiene la persona: familia, amigos, pareja, vecinos, conocidos.
Si repasamos la composición de los círculos de las perso-
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Referentes naturales
vecinos, compañeros
Profesionales
Figura 1. Red social: El Círculo de relaciones.
nas atendidas en el servicio, destaca el hecho de que la mayoría de ellas cuentan con diferentes profesionales de referencia que, siguiendo una cultura de trabajo multidisciplinar,
intentan trabajar en red para complementar y dar coherencia
a sus intervenciones.
Cuando esta coordinación implica la interacción entre servicios especializados de atención a personas con discapacidad y servicios ordinarios, vemos cómo se producen claras
diferencias en los valores y objetivos de las posibles intervenciones. En estas situaciones, por el momento, los servicios específicos deben asumir una función de mediación y
colaboración que permita transformar la receptividad de la
red social general.
Al analizar la red de referentes naturales de la que dispone
la persona encontramos una gran disparidad de escenarios.
Mientras la presencia e implicación de la familia y de los representantes legales está casi siempre garantizada, la consolidación o implicación real de otro tipo de relaciones se reduce
notablemente. Es cierto que la persona conoce e interactúa
con distintas personas en distintos ambientes, pero estos referentes difícilmente transitan o generalizan su contexto de relación. Ejemplo de ello sería el caso de los buenos compañeros de trabajo que casi nunca quedan en fin de semana para ir
al cine o el de los vecinos que, si hace falta, ayudarán a resolver una necesidad, pero que casi nunca invitarán a café.
Ante esta realidad no podemos dejar de pensar en cómo
debería reaccionar el entorno social para resultar más permeable a las personas o los colectivos que de una u otra forma
pueden quedar excluidos de sus espacios naturales de relación y participación.
Cierto es que existen diferencias notables entre las constelaciones de los «círculos» de las personas para las que la
opción de vida independiente supuso un proyecto y un reto y
las de las personas para las que esta opción ha sido más bien
una circunstancia sobrevenida.
Finalmente, analizando los roles y los estatus sociales de
las personas con DI que viven de forma independiente, creo
que el dato más notorio es la ambigüedad y la contradicción
que supone su situación respecto a la percepción que el entorno pueda tener de ella. ¿No resulta paradójico que, mientras alguien toma conciencia de que está asumiendo y gestionando su proyecto de vida, otros puedan mirarlo como un ser
«no hábil» o «dudosamente capaz» para disfrutar de esta situación con éxito? ¿No es cierto que a muchos de nosotros
aún nos resulta sorprendente o curioso imaginar a estas personas viviendo en sus propios hogares de forma autónoma?
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Considero que las respuestas a estas dos preguntas resumen
claramente la posición social que seguimos presuponiendo
para estas personas.
Y esta realidad, ¿cambia en función de la edad?
El servicio de apoyo a la vida independiente atiende a personas en la franja de edad de los 18 a los 65 años (figura 2).
Este amplio intervalo debería describir a grandes rasgos tres
etapas vitales distintas: la juventud, la vida adulta y un posterior proceso de envejecimiento. Según este dato, podríamos
clasificar a las personas en función de estos tres subgrupos
con unas situaciones personales, con necesidades y expectativas claramente diferenciadas. La realidad que observamos,
sin embargo, es muy diferente. En la mayor parte de los casos, esta diferenciación queda diluida en una franja en la que,
independientemente de la edad cronológica, se percibe un
constante cuestionamiento de la capacidad de independencia
de estas personas, lo que prolonga o eterniza su paso a la vida
adulta, con la consiguiente limitación o dificultad para alcanzar unos roles y un estatus normalizados. Esta situación se
mantiene hasta llegar a edades avanzadas en las que su salud
física y mental comienza a mostrar señales de deterioro, momento en el que las trasladamos a la categoría de tercera edad,
de tal forma que las reincorporamos a una percepción orientada hacia situaciones de dependencia futuras y progresivas.
Resulta curioso ver la facilidad con la que mantenemos o
devolvemos a la persona a una condición asociada a la falta
o la pérdida de autonomía. Creo que, en este sentido, debemos seguir trabajando en promover la diferenciación de los
estadios vitales de todas las personas, exigiendo para ellas
derechos y deberes determinados por su grupo de edad.
Si observamos la edad media de las personas atendidas en
el servicio (41,5 años) y acudimos a los estudios sobre el envejecimiento de las personas con DI según los cuales a partir de los 40 años pueden empezar a aparecer señales de deterioro, veremos que gran parte de la población a la que
prestamos apoyo se halla justo en medio de esta franja de
edad, lo que nos lleva a interpretar algunas incidencias y repercusiones que hemos detectado en su bienestar.
En los siete años de funcionamiento del servicio «Me voy
a casa», hemos conocido a personas que empezaban a presentar lentamente algunas incidencias derivadas de un proceso de envejecimiento: diabetes, colesterol, accidentes cardiovasculares, apneas, traumatismos por caída, alteraciones
de la memoria o la orientación, cataratas, etc.
Todas estas incidencias en el estado de salud física y men-
Figura 2. Población atendida por edad y sexo.
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tal de la persona han supuesto reajustes diversos en sus situaciones vitales y en sus planificaciones de apoyo y seguimiento:
– Cuando el episodio ha tenido un carácter puntual o de
corta duración, se ha recuperado la situación previa y se ha
normalizado el funcionamiento de la persona, anotándose lo
sucedido en su seguimiento como una posible primera señal
de alerta.
– Cuando el episodio tiene un carácter de mayor permanencia e incidencia en el funcionamiento vital, la persona ha
sido la primera interesada en determinar cómo y dónde desearía que atendieran sus necesidades: incrementando la prestación de apoyos, introduciendo servicios de asistencia domiciliaria o trasladándose a un establecimiento residencial
para la tercera edad.
Algunas de estas personas han utilizado la red de servicios
sociales para la tercera edad con mayor o menor satisfacción.
En estas situaciones, llama la atención el hecho de que dos
colectivos de la comunidad puedan compartir necesidades
comunes aunque siga prevaleciendo la categoría diferencial:
discapacidad frente a tercera edad. En los últimos años en los
que ha ido aumentando la esperanza de vida de la población
general, incluidas las personas con DI, ha surgido una nueva
realidad: la tercera edad con DI y su consecuente cuestionamiento de los modelos de atención existentes para esta etapa
vital. Mientras hay sectores que plantean la creación de servicios especializados, otros defienden mantener los mismos
criterios y recursos que se adecuan para la población general.
En algunas de las situaciones descritas se ha puesto en
evidencia hasta qué punto las orientaciones y derivaciones
necesarias seguían criterios de «normalidad» o incluso resultaban claramente discriminatorias. Por ejemplo, ante un supuesto deterioro neurológico, negar o cuestionar la necesidad
de realizar ciertas exploraciones médicas aludiendo que la
persona ya tenía un daño cerebral anterior al signo de alerta
o de sospecha. O, ante la necesidad de un recurso residencial
temporal o permanente, plantearse el dilema de si le correspondía un recurso para personas con discapacidad o un recurso para tercera edad. Una vez más, la cuestión está en decidir entre criterios inclusivos o criterios exclusivos a la hora
de buscar respuestas del entorno a las necesidades y deseos
individuales y colectivos.
Conceptualizaciones y teorías aparte, la realidad nos enseña cada día:
– Que necesitamos una variedad de recursos y de modelos
que se ajusten a perfiles personales diferentes.
– Que no podemos valorar sólo en función de necesidades
y dificultades; las voluntades y las expectativas personales
N
oticias
La Sra. Montserrat Trueta i Llacuna, presidenta del Patronato de la Fundació Catalana Síndrome de Down, ha sido galardonada con la Cruz de Oro de la Orden Civil de la Solidaridad Social, que concede el Ministerio de Trabajo y Asuntos
Sociales.
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determinan gran parte de las decisiones que hay que tomar.
– Que hay que colocar a la persona interesada en el centro
de todos los procesos de planificación de servicios.
– Que las oportunidades y las decisiones, una vez más, dependen de la trayectoria personal y del grado de inclusión social alcanzado previamente por la persona.
– Que hay que desarrollar programas y modelos de cooperación y coordinación en la red de servicios sociales.
– Que desde los servicios especializados de atención a
personas con discapacidad podemos apoyar a la red de servicios sociales generales para adecuarla a las necesidades específicas.
– Que le corresponde a la administración favorecer políticas transversales y servicios universales, evitando una visión
reduccionista que sólo se base en el incremento de servicios
especializados.
La reciente aprobación y publicación de la ley de promoción de la autonomía personal y la dependencia en el ámbito
estatal y, aún más importante, la Ley de servicios sociales de
11 de octubre de 2007 de la Generalitat de Catalunya deberían servir de nuevo marco de referencia para el diseño de las
políticas sociales en nuestro país e impulsar nuevos programas, proyectos y servicios que acaben transformando y mejorando esta realidad. Esperemos que su despliegue obedezca y
promulgue los principios y objetivos que las justifican.
Bibliografía
Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de
dependencia. Boletín Oficial del Estado, nº. 299, (15-122006).
Ley de servicios sociales, 12/2007 de 11 de octubre. Diario
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h t t p : / / a p p s s e n e c a . c o m / p u b l i c a / d o c u m e n t s / F ORUM%202003%20d%27internet.ppt
Schalock RL. La calidad de vida como agente del cambio:
oportunidades y retos. En: Verdugo MA, Jordán de Urríes
Vega FB, coordinadores. Rompiendo inercias. Claves
para avanzar: VI Jornadas científicas de investigación sobre personas con discapacidad. Salamanca: Amarú; 2006.
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Servicio de Apoyo a la Vida Independiente «Me voy a casa»
(FCSD) [Internet] [acceso 31 de octubre de 2007]. Disponible en: http://www.fcsd.org/ca/serveis/pvi.html
Según Orden TAS/3126/2007, de 22 de octubre (publicada en el BOE núm. 259, del 29/10/2007, p. 43964), este
galardón se ha concedido a Montserrat Trueta a propuesta de
la Secretaría de Estado de Servicios Sociales, Familias y Discapacidad, y como reconocimiento a una larga vida dedicada
a la atención y la defensa de los derechos de las personas con
discapacidad intelectual y su trabajo al frente de la Fundació
Catalana Síndrome de Down.