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NIHILISMO SUICIDA. EL ATMOTERRORISMO O EL CONTROL DEL
MEDIOAMBIENTE SOCIAL COMO FORMA DE TERROR
Javier Gil Gimeno
Departamento Sociología
Universidad Pública de Navarra
Campus Arrosadía S/N
31005
Pamplona
Resumen: El terrorismo suicida es un fenómeno crucial para comprender las sociedades
de comienzos del siglo XXI. Es además un fenómeno profundamente complejo que
presenta muchas aristas y zonas oscuras u oscurecidas. El objetivo del presente escrito
es arrojar luz sobre alguna de esas zonas, articulando un concepto -el atmoterrorismo-,
que esconde tras de sí un rasgo definitorio del terrorismo en su vertiente actual: la
consciencia por parte de los terroristas de que, para lograr sus objetivos, el terror debe
estar instalado en el imaginario colectivo.
Palabras clave: Atmoterrorismo, terrorismo suicida, nihilismo, sociología, sociedad.
The answer is blowing in the wind.
Bob Dylan.
La destrucción
En un pasaje de la novela de Fiodor Dostoievski Los demonios, Liputin -uno de los
protagonistas- hace el siguiente comentario sobre Kirilov –otro de los protagonistas-:
“Más aun, rechaza la moralidad misma y adopta el nuevo principio de la destrucción
universal como medio para lograr fines benéficos”. (Dostoievski, 2002)
Como era habitual en sus obras, Dostoievski aprovechó un suceso real –el
crimen perpetrado por el terrorista Nechayev en 1869, un nihilista seguidor de las ideas
de Bakunin- como base a partir de la cual escribir Los demonios, sin duda, una de sus
novelas más reconocidas a la vez que polémica. En ella lleva a cabo un profundo
análisis del fenómeno del nihilismo, de los rasgos de las figuras que lo representan y de
las motivaciones que se esconden detrás de sus acciones, consiguiendo un resultado que
trasciende las barreras de la ficción y de la literatura para convertirse en un documento
fundamental para comprender la época que describe y una de sus manifestaciones
sociales más extremas: el terror nihilista.
Si analizamos con detenimiento Los demonios, caeremos en la cuenta de que las
conductas y acciones de personajes como Stavrogin, Liputin, Kirilov, Shatov, o incluso
del propio Nechayev como personaje real, se asemejan a las de otras figuras
contemporáneas que siguen utilizando el terror y la destrucción. Esto significa que el
fenómeno del terrorismo suicida actual bebe de algún modo de las fuentes de las formas
de terror utilizadas a lo largo del S. XIX1. El actual recurso a la destrucción y a la
inmolación, es decir, a la creación de terror a través de ese medio, son formas de acción
propias tanto de los nihilistas como de los anarquistas.
En este punto de la introducción es necesario señalar que lo comentado hasta el
momento no hace sino reforzar las argumentaciones de autores como André
Glucksmann –en su obra Dostoievski en Manhattan- o Josetxo Beriain –en su obra El
sujeto transgresor (y transgredido)- que remarcan, respectivamente, el carácter
1
Esta es una labor investigativa que excede la extensión de esta comunicación y en la que el autor está
embarcado en el momento actual. moderno y nihilista del terrorismo suicida actual, alejándolo de aquellas reflexiones que
lo sitúan en espacios, tiempos y modos de acción ajenos a la época y a las características
propias de la época en que vivimos.
Como sociólogos no podemos aceptar una propuesta que desligue las acciones
del contexto de sentido en el que acontecen, ya que estaríamos negando una de las bases
metodológicas de nuestra disciplina. Esa fue, sin duda, una de las enseñanzas básicas de
Émile Durkheim, esbozada en Las reglas del método sociológico. Glucksmann y
Beriain siguen esta máxima y consiguen aportar luz sobre el fenómeno que estamos
estudiando.
Hasta el momento hemos señalado que existe una continuidad entre las acciones
terroristas de corte nihilista de finales del siglo XIX y las perpetradas por los
denominados “suicidas bomba” a comienzos del siglo XXI. Ahora bien, lo que no
hemos hecho es profundizar en las bases argumentales sobre las que se sostiene esa
afirmación.
El objetivo de la presente comunicación es articular una de esas bases o rasgos
que nos permiten establecer la conexión (en diálogo con muchas otras como las
anteriormente señaladas) y, por lo tanto, acercarnos a la realidad de un fenómeno que
tensiona sobremanera a la sociedad actual. Esta base no es otra que el atmoterrorismo o
el control por parte de los terroristas del medioambiente social.
Este concepto fue introducido por el filósofo alemán Peter Sloterdijk en su obra
titulada Temblores de aire (Pre-textos, 2003). Para él, el atmoterrorismo es la ejecución
de los actos de terror a través de la utilización de sustancias químicas que contaminan la
atmósfera del individuo hasta que muere por incapacidad para seguir respirando.
Sloterdijk sitúa sus orígenes en la I Guerra Mundial, momento en el que comienza a
generalizarse el uso de estas sustancias contaminantes como arma.
Asimismo señala que el hecho atmoterrorista ha supuesto un hito que ha
transformado las formas de producir y ejercer la violencia en nuestras sociedades. Es
por ello, razona Sloterdijk, que desde que se comenzaron a utilizar estas técnicas, el
control del aire se convierte una cuestión esencial.
Nuestra propuesta camina de la mano de la realizada por Sloterdijk, pero amplía
su marco de actuación a la atmósfera social tratando de vislumbrar cómo en la
actualidad los terroristas suicidas utilizan tanto el imaginario colectivo como los modos
de vida de los agentes sociales para llevar a cabo sus macabras agendas.
Para realizar nuestra labor estableceremos un diálogo con la propuesta realizada
por Sloterdijk, adaptándola a la esfera medioambiental-social.
El terror que se respira
Respirar proviene del latín respirare, que significa “tomar aire”. Es una acción básica
que realizamos los seres humanos y sin la que no podríamos sobrevivir. Si dejamos de
respirar, dejamos de existir. Así pues, respirar es una conditio sine qua non de la
existencia social.
Ahora bien, ¿para garantizar nuestra existencia es suficiente con respirar o es
necesario poder hacerlo bajo unas condiciones determinadas? Esta matización es
fundamental para comprender tanto la idea de atmoterrorismo que defiende Sloterdijk
como la que defendemos nosotros en este escrito. Para seguir existiendo, el aire que
respiramos debe tener una calidad y unas condiciones determinadas. Si le aportamos
una cantidad de elementos nocivos para el organismo superior a la que éste es capaz de
procesar, la respiración se ve profundamente comprometida y, por lo tanto, la
supervivencia también.
Los atmoterroristas llevan a cabo un ejercicio de manipulación del aire que
respiran los agentes sociales. Una vez que se ha producido la contaminación
atmosférica, el terreno está abonado para que la ejecución de sus acciones provoque,
además de víctimas (en este caso se aplica el principio de cuántas más mejor), más
terror.
Es importante señalar que esta contaminación puede producirse, principalmente,
de dos maneras: por un lado, de un modo más radical y abrupto, a partir del horror
generado por un atentado. El ejemplo paradigmático de esta forma de contaminar la
atmósfera social son los atentados del 11S en Nueva York. Por otro lado, existe un
modo más sutil y menos intensivo de contaminar la atmósfera social –totalmente
relacionado con el anterior-: no es otro que a través del recuerdo del terror generado por
las acciones terroristas y de la amenaza de que se repitan.
En este punto entra en juego una cuestión fundamental para comprender la
aplicabilidad del concepto de atmoterrorismo a la realidad de los actores sociales, y sin
la que sería inviable su aplicación a la esfera social: Todos somos objetivos de la
amenaza terrorista y, por lo tanto, todos somos objetos del terror. Como señala
Sloterdijk: “El siglo XX pasará a la memoria histórica como la época cuya idea decisiva
de la guerra ya no es apuntar al cuerpo del enemigo, sino a su medio ambiente”.
(Sloterdijk, 2003).
Todos somos sujetos de morir en el campo de batalla porque éste es ahora toda
la superficie planetaria. La modernidad –y muchas veces su mitificación nos impide ver
cuestiones fundamentales de fondo- ha traído consigo una democratización de la vida
cotidiana y, por tanto, de todos los aspectos que forman parte de ella. Decimos bien de
todos, y no sólo de los positivos.
La democratización también afecta a la guerra en particular y a las formas en que
se articula la violencia en general. Así, los profesionales de la guerra (primero
guerreros, luego soldados) pierden la exclusividad en los asuntos que tienen que ver con
ella y, por lo tanto, ésta sale del espacio concreto y reglamentario del campo abierto y
de la trinchera para abrirse a la pluralidad de formas y modos espaciales (que por otra
parte, y no sólo en términos espaciales, es uno de los rasgos que caracterizan a la
modernidad).
Ya no hay espacios seguros ni zonas neutrales. Ya no existe la distinción entre
civiles y militares. Como macabramente se comprobó el 11 de Septiembre de 2001 en la
ciudad de Nueva York, el espacio -hasta ese momento neutral- del World Trade Center
se convirtió en el moderno paso de las Termópilas o en la moderna playa de Normandía.
La línea de meta del maratón de Bostón ha sido el último escenario civil convertido en
campo de batalla terrorista.
La deslocalización de los espacios de paz y guerra, y la confusión e indefinición
que se genera en torno a ellos, provoca una sensación de inestabilidad e intranquilidad,
y es un terreno abonado para el surgimiento del terror. Así pues, el atmoterrorismo
aplicado a la esfera de lo social se articula fundamentalmente a este nivel, el de la
sensación de descontrol y desconfianza generados por el hecho de sabernos o creernos
constantemente amenazados.
La amenaza física a la que se refiere Sloterdijk, la extrapolamos nosotros al nivel
de lo social. Y en términos sociales, la amenaza se sitúa en el aire que respiramos, y este
no es otro que el imaginario colectivo, magníficamente estudiado por autores como
Cornelius Castoriadis o Celso Sánchez Capdequí. Éste es el recipiente de lo pensable, es
decir, la conjunción de formas sociales, símbolos, mitos, hechos y valores en un
contexto social determinado, y como forma social que es, “es creación incesante y
esencialmente indeterminada de figuras/formas/imágenes a partir de las cuales
solamente puede tratarse de alguna cosa. Lo que llamamos realidad y racionalidad son
obras de ello”. (Castoriadis, 1989)
Así, una vez que el terrorista ha inoculado en este imaginario el veneno del
terror, esto es, el pánico a ser alcanzado por su onda expansiva, su presencia social es
continua, y su efectividad atroz. Podemos comprobar esta eficacia de un modo muy
sencillo: Después del 11S, cuando han tomado un avión, ¿les ha venido a la cabeza
(aunque sea momentáneamente) la idea de que su avión fuera a ser secuestrado y
utilizado como arma contra víctimas civiles?
La idea de esta amenaza, unida a su naturaleza puramente social, nos lleva
directamente a un espacio transitado por André Glucksmann en su obra Dostoievski en
Manhattan, esto es, nos dirige hacia la contemporaneidad a todos los niveles del
fenómeno terrorista en general y del terrorista suicida en particular.
El atmoterrorista es un agente social. Esta afirmación significa que tanto sus
actos -la comisión y la justificación de los mismos- como los pensamientos en que se
fundamentan, responden a una realidad social concreta, la nuestra. Es más, esta
afirmación ensancha y delimita el campo de acciones posibles. Como sujetos sociales
no podemos escapar a nuestra contemporaneidad. Como dijo Guy Debord: “Los
hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres”. (Debord, 1990)
Esta idea encaja perfectamente con la constatación –para muchos, sorprendentede que las personas que perpetraron el atentado contra las Torres Gemelas en 2001 no
eran analfabetos o ajenos a la cultura occidental, sino que la mayor parte de ellos habían
sido educados (por lo menos durante algún momento de su formación, y no durante la
educación primaria) en occidente, cuyo corazón financiero aniquilaron aquella trágica
mañana de septiembre.
Una vez más tenemos que acudir a autores como Theodor Adorno y Max
Horkheimer en su Dialéctica de la ilustración o a Zygmunt Bauman en su Modernidad
y holocausto, para comprender que el sueño de la razón también produce, produjo y
producirá monstruos y que, como analistas de la realidad social, debemos estar alerta
para que tanto nuestras cristalizaciones sociales como nuestra tendencia a enarbolar y
construir mitos –también innata- no nos lleven a velar cuestiones que pueden generar
profundos daños sociales. Debemos ser conscientes, como señala el sociólogo anglopolaco, de que la resolución de problemas genera siempre nuevas formas de acción y,
por lo tanto, también nuevos problemas.
Si como hemos comentado anteriormente, la democratización de las sociedades
genera también la democratización de las consecuencias de sus acciones –ya sean estas
deseadas o no deseadas-, el desarrollo científico –pieza fundamental para comprender la
articulación del agente moderno- genera nuevas formas de construir, pero también de
destruir. Todo esto es consecuencia de nuestra ambivalente naturaleza humana.
Así, para entender por qué motivo los terroristas llegan a la conclusión de que la
instalación del miedo en la atmósfera social les ofrece una ventaja competitiva a la hora
de poner en práctica sus objetivos, y de acuerdo con su naturaleza social, debemos
dirigir
nuestra
mirada
hacia
la
sociedad
de
la
que
también
son
hijos,
independientemente de sus terribles acciones y de que estas nos generen un deseo
incontrolable de repudiarlos. Pero repudiarlos significa que son o han sido parte de
nosotros.
Para comprobar la importancia de nuestra presencia controladora en el aire, tanto
a nivel social como en los términos en los que lo expone Sloterdijk, no tenemos que
descender al nivel del terrorismo o de la guerra. Basta con acercarnos a acciones que la
sociedad realiza cotidianamente. Realicemos un pequeño ejercicio: cronometremos el
tiempo que se dedica en los telediarios a la predicción metereológica y comparémoslo
con el tiempo dedicado, por ejemplo, a una sección tradicionalmente considerada
importante como es ‘Nacional’. Veremos que la distribución de tiempos es bastante
pareja (incluso en ocasiones es más larga la sección del tiempo que la dedicada a
nacional). La idea que estamos defendiendo en este párrafo no sólo se ve confirmada
por lo comentado en la frase anterior, también existen una serie de detalles que la
refuerzan: en primer lugar, la predicción del tiempo suele tener un espacio propio
diferenciado del resto del telediario (como también ocurre con los deportes); en
segundo, este espacio no es presentado por un periodista, sino por un especialista, un
profesional investido de saber metereológico. Otro ejemplo significativo para
comprender la importancia de la realidad que estamos estudiando es la preocupación
social por el cuidado del medioambiente. La sociedad ha comprendido que su acción
daña la atmósfera y que debe intervenir de algún modo para mitigar, paliar, corregir o
controlar los efectos tan nocivos que podría generar un cambio profundo en las
condiciones del aire que respiramos (para el planeta y para la propia existencia
humana). Sin duda, el terrorista actual ha entendido la importancia social de todo lo que
tiene que ver con la meteorología.
Pensar el terrorismo -y, por lo tanto, a los terroristas- como un fenómeno ajeno
al quehacer social no hace sino velar su naturaleza. Pero también estaríamos cometiendo
un grave error si consideráramos que el terrorista es un ser social que sigue los
parámetros considerados estándares o normales en sociedad. Afirmar eso sería
comprometer nuestra credibilidad, y no sólo la intelectual. Como señala Josetxo
Beriain, en la naturaleza del terrorista el componente de la transgresión juega un papel
fundamental. El agente del terror hace saltar por los aires también principios de
consenso social y cultural fundamentales. Esto es una de las cosas que los convierte en
tan terribles. Si unimos el componente de la transgresión al de la amenaza global
(comentado anteriormente), el terror toma forma como un poderoso agente que
condiciona la construcción y el desarrollo de nuestra vida cotidiana.
Sin embargo, el terrorista no es un transgresor cualquiera. Lo que le diferencia
del ladrón de bancos o del político corrupto es que, como ya hemos dicho, sus acciones
no están contempladas en el manual de uso de la vida social. Su transgresión lleva
incorporada un componente de incapacidad para comprenderla por parte del resto de la
sociedad y, por lo tanto, para maniobrar cuando estas acciones se producen.
Los terroristas utilizan para sus terribles fines espacios de sentido
indudablemente habilitados por la propia acción social, pero que han sido velados por
la sociedad, bien por ser considerados nocivos de acuerdo a los valores o principios
rectores de la misma; o bien porque no ha sido capaz de comprender que toda acción
social es ambivalente y genera efectos deseados y no deseados a la vez.
Así, dando una vuelta más de tuerca a nuestro argumento, si consideramos al
terrorista como lo que es, un agente social, no podemos sino afirmar que el terror que
engendra es también social. Esto es, como nos diría Durkheim, que tanto las formas de
provocar como las de tener miedo están sujetas a las circunstancias propias de la
sociedad en que éste se desarrolla. En palabras de Sloterdijk: “La modernidad […]
queda así encerrada en el círculo vicioso de una superación del miedo mediante la
técnica que engendra a su vez más miedo” (Sloterdijk, 2003). De ahí el recurso
terrorista a esparcir el terror por el imaginario colectivo.
Cuando hablamos de atmoterrorismo en relación con el medioambiente social,
estamos haciendo referencia a la presencia del terrorismo en el imaginario colectivo.
Ahora bien, ¿esto es algo propio de nuestras sociedades o el terror siempre ha estado
presente en la atmósfera social? Y, si siempre ha estado presente, ¿cuáles son los rasgos
diferenciadores en nuestra época?
Para responder a estas preguntas comenzaremos diciendo que toda sociedad ha
tenido sus propias representaciones de la violencia y del terror, ya que son dos
cuestiones indefectiblemente unidas al ser social. Ahora bien, lo peculiar de nuestra
época es que el terrorista, de acuerdo al signo de los tiempos, es consciente de que el
control del aire social a través de su presencia en el imaginario es fundamental para
lograr sus execrables objetivos. Y como hemos comentado a lo largo del presente
escrito (de acuerdo con autores como Glucksmann, Beriain, Asad, Khosrokhavar,
Gambetta, Gray o Zulaika), esta reflexión elimina la imagen del terrorista anclado en
una época pasada tanto intelectual como materialmente. Los terroristas suicidas que
actuaron en Nueva York, Madrid o Londres, y que siguen actuando diariamente a lo
largo y ancho de Oriente Medio, no son mayoritariamente seres ajenos a la cultura
democrática y científica. Verlos de ese modo compromete seriamente, por un lado, las
bases sobre las que se instituye el conocimiento sociológico; y, por otro, la realidad del
fenómeno que estamos estudiando y, por tanto, la posibilidad de reducir estas acciones
que generan tanto dolor y sufrimiento.
Conclusión
Para terminar, y a modo de conclusión, nos gustaría traer a colación a una figura que ha
encarnado el terror desde que apareció, allá por mediados de los años ochenta. Freddy
Krueger es el protagonista de una conocida saga de filmes titulada Pesadilla en Elm
Street. El personaje de Freddy todavía sigue estando presente en la actualidad y no es
rara la ocasión que viene a nuestra memoria cuando hablamos de películas de miedo o
cuando estamos preparando una fiesta de disfraces. Esto significa que Krueger forma
parte del imaginario social de nuestra época, y cuando se le menta (aun a sabiendas de
que es un personaje de ficción) no se puede evitar que surja una sensación de
intranquilidad relacionada con su terrible leyenda repleta de cruentos asesinatos,
independientemente de que hayamos visto sus películas o no. Esta última afirmación
resulta fundamental para comprender la noción de atmoterrorismo que presentamos en
este trabajo. También nos ayuda a comprender el atmoterrorismo aplicado al
medioambiente social el modo de proceder del asesino de la calle Elm. Para cometer sus
crímenes, Freddy se introduce previamente en sus sueños, es decir, se cuela en su
inconsciente, sin que los demás puedan evitarlo, ya que soñar es tan inherente al ser
humano como respirar.
Como hemos comentado anteriormente, el terrorista inocula su veneno en el
imaginario colectivo, generando un estado de intranquilidad y amenaza constante sobre
la sociedad. Una vez conseguido su objetivo, su figura se nos aparece automáticamente
cada vez que pensamos en términos de terror. De la misma manera que Krueger aparece
en nuestra conversación cuando hablamos de películas de terror, el suicida bomba de
origen musulmán aparece en nuestra retina cuando hoy en día pensamos en terrorismo.
Sin duda, en la actualidad es la representación del mal en nuestras sociedades.
La diferencia fundamental es que Freddy pertenece al mundo de la ficción y el suicida
bomba al de la realidad. La amenaza de Krueger nunca va a ser ejecutada, pero la del
suicida bomba actúa como una espada de Damocles que pende sobre nosotros y que,
como tristemente se ha demostrado, de vez en cuando cae sobre nuestras cabezas. No
sabemos si seremos víctimas o no, pero la amenaza es real. Sin duda, este es un
ingrediente muy poderoso del terror.
Así pues, podemos resumir que el atmoterrorismo –concepto acuñado por Peter
Sloterdijk y extrapolado al contexto del imaginario colectivo por nosotros- es, en la
actualidad y en los términos en los que lo hemos presentado en este escrito, una
característica definitoria del fenómeno terrorista.
El ejecutor de terrorismo es consciente de que, en la actualidad, sin presencia en
el imaginario colectivo su acción no sería todo lo efectiva que podría ser. Para
conseguirlo resulta fundamental dominar los espacios, tiempos, valores, medios y
técnicas característicos de esa sociedad tanto a nivel ‘macro’ como ‘micro’. Y eso es lo
que hace.
BIBLIOGRAFÍA
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