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La muerta
Sabrina Gross
LA MUERTA
Los forenses confirmaron la autopsia: Thalía no tenía costillas. Tampoco corazón,
tampoco pechos. En vez de sangre, corrían por el cuerpo imágenes, luminosas, jóvenes,
occidentales y MTV. Los especialistas investigaron los motivos de la muerte. Fue una
investigación corta. Un fanático de Thalía, de origen esquizoide, fue acusado, en juicio oral
y público, de boliviano, y condenado a cadena perpetua para conformar a los inquietos que
reclamaban justicia. Todo probaba que Carlos López la había matado de 116 latinas
puñaladas. Inventado el villano, se calmaron las aguas y todos lloraron por la trágica
pérdida. Sin embargo, mientras la Sony vendía extremada cantidad de discos de la cantante
y la cadena O Globo hacía los doblajes de la actriz en portugués, los forenses se miraban:
Thalía no tenía costillas, Thalía no tenía sangre, Thalía tenía imágenes. Los forenses la
miraban: no había forma de descubrir si había sido suicidio o asesinato. La muerta no
hablaba. Los forenses se miraban, la miraban, y miraban para otro costado: ¿cómo podía
morir una imagen? ¿Cuáles podían ser los motivos para que las imágenes dejaran de
correr? ¿Cuánto tiempo duraba una imagen? ¿Cuántas imágenes de cuánto tiempo se
necesitaban para darle vida a un cuerpo? ¿Serían los cuerpos recargables de imágenes?
¿Podrían ellos, profundizando sus investigaciones, encontrar la solución a la ecuación y
devolver a Thalía a su público, a la televisión, al mercado con nuevas imágenes de 30 años
de duración, por ejemplo? ¿De qué debían estar constituidas las imágenes para que
exteriormente el cuerpo fuese o pareciese perfectamente humano? ¿Existirían imágenes
óseas, imágenes órganos, imágenes músculos, imágenes piel, imágenes sentido, imágenes
pensamiento, imágenes sentimiento, imágenes sexto sentido? ¿Habría una estructura interna
de imágenes? ¿Se trataban las imágenes de Thalía, de representaciones, de figuras, de
aspectos? ¿Eran pinturas? ¿Eran reproducciones de la figura de algún objeto mediante la
concurrencia de rayos luminosos o de sus prolongaciones? ¿Eran la representación viva y
eficaz de algo por medio del lenguaje? ¿Eran reales o virtuales? ¿Eran físicas, químicas o
alquímicas? ¿Eran morales o inmorales? En ese caso, ¿qué resultado daría la combinación
de un cuerpo femenino compuesto de imágenes con un cuerpo masculino de carne y hueso?
¿Sería posible o se estaría creando otro monstruo de la ciencia? ¿Y si mujer - imagen y
hombre - carne se enamoraban? ¿Violaban la religión, las reglas de la naturaleza, era una
perversión? ¿De dónde había venido Thalía? ¿Qué era Thalía? ¿Qué era? ¿Qué? ¿Qué?
Los forenses, atravesados por infinitas preguntas y pocas respuestas, concluyeron el
informe de la autopsia diciendo que la muerta se había apagado. Luego firmaron, luego se
miraron haciéndose autopsias entre ellos, indagando en silencio de qué estaban compuestos
cada uno. Pero ninguno se arriesgó a formular otro cuestionamiento. Ya habían tenido
suficiente. Rondaba el fantasma metafísico del espíritu, pero no le dieron mayor
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importancia. Sabían que esas dudas podían resolverlas con una buena psicoterapia, algunos
fármacos, incluso, una intensa sesión de regresión.
Pidieron un té con bizcochos, hablaron de la Tercera Guerra y de la Nueva
Configuración del Mundo. Poco a poco se olvidaron de la muerta. Les preocupaba
sobremanera el día de humedad.
Cerraron el caso y guardaron el cuerpo en un archivo. Años más tarde, el archivo se
incendió (alguien intencionalmente entró a las oficinas del Centro Federal de
Investigaciones Secretas (CFDIS) y cometió el acto vandálico, nadie vio, nadie escuchó) y
por fin el fuego, aunque premeditado, prendido con un fósforo y kerosén, hizo de Thalía
cenizas. De alguna manera, ella recuperaba la condición natural, aunque muchos años
después de muerta.
Un periódico publicó la noticia y creó el rumor de que un ejército de Thalías invadiría la
poca tierra que quedaba en el mundo. Cien mil cables enviados desde la agencia de noticias
AP a todas las cadenas informativas, advirtieron sobre el temor global en la población y
alertaron a los jefes de estado sobre la posibilidad de que detrás de las Thalías hubiera un
brote terrorista. La versión no asustó a nadie. No hubo suicidios colectivos ni
manifestaciones excesivas. Nada fuera de lo normal. En la poca tierra que quedaba se vivía
un tiempo de paz. Se había escrito una nueva biblia atada a ninguna religión pero basada en
ángeles que escuchaban Lou Reed y que amaban las calles y otros, que levantaban la
bandera de John Lennon como único dios solista, por momentos beatle pero sin hippismo.
También se creía que como te iba en la vida te iba en la muerte, sin leyes de compensación
ni equilibrio, ni karma, ni castigos que pagar en cada reencarnación. La concepción del ser
como energía había provocado un nuevo ”boom” casi literario, pero real, por el cual se
enseñaban las diferentes formas de comunicación con otras energías, como la de los
animales, la de los muertos, la de los ángeles, se facilitaba la comunicación telepática y
bipática entre las personas mismas. Todos éramos médium. Habíamos desarrollado la
percepción, intuíamos. Por eso no era extraño andar por las calles y ver ejecutivos
consultando con potus los mensajes enviados desde la bolsa de valores, tampoco ver
pericos haciendo colas en los bancos para pagar las deudas de sus dueños muertos. Mucho
menos extraño era ver muertos con vivos, muertos con muertos, entendíamos la muerte
como un principio no como un fin. También eran habituales los romances entre doberman y
odaliscas, colibríes y mozas, serpientes y vegetarianos. Una pareja de vivos, ella compuesta
de amor, mar, música y luz y él cargado de viento, azul, sonidos y sexo hacían el amor
todas las noches a 3.333 Km. de distancia. Así, reinaba la armonía. La marihuana estaba
legalizada, no había mercado negro. Éramos energía en movimiento, deseo, acción. Y nos
comunicábamos con el pensamiento, sin celulares ni intrincadas redes de internet. La Tierra
era el Cielo. Y en el cielo convivían el sol y la luna al mismo tiempo. Y se daban besos.
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Tres de la tarde. Día húmedo. Los primeros pasos los hizo descalzo. Después se puso las
zapatillas que habían estado guardadas en una bolsa de nylon en un depósito. Eran Topper,
antiguas. Caminaba por calles de tierra, modernas. La gente lo saludaba, él no. Los
muertos se le acercaban, él no los veía. Un afgano le lamió la mano para invitarlo a pasar
un buen rato en el parque Saavedra, había una reunión de energías anti-stone. El lo pateó y
le tiró piedras. El afgano, ofendido, le ladró. Con la mirada perdida, siguió caminando hasta
encontrar un bar. Se llamaba “El Futuro”, y entre paréntesis decía “fue ayer”. Se sentó y
esperó que lo atendieran. El mundo había cambiado, por cierto. Tanto o más de lo que le
habían contado en la cárcel. Después de treinta años de encierro, salía al encuentro de una
ficción que lo aterraba. Tanta amabilidad lo descomponía. Había perdido el vicio de ser
bueno. Había adelgazado el humor y la pasión. Las sonrisas de amante latino que había
regalado en sus mejores años, se habían convertido en un cierre de metal. Había
engendrado al hijo de la espera y pensaba parirlo por la boca cuando encontrara a aquellos
dos. Había pensado de más. Sí, mucho. Mucho. Le regocijaba la idea de llevar a cabo su
plan, paso por paso, vengativo y rencoroso, como todo acusado injustamente, como todo
bandido de película de cowboy traducida al español.
_oie tú, moder focker, tráeme un café con leche.
Sentía vértigo al hablar. Cada palabra era una confesión, una declaración de derechos, un
rezo.
_ y tres bizcochos.
Uno por cada uno de los que lo habían condenado. Uno, por el forense que había dicho
“asesinato”. Otro, por el otro forense que lo había confirmado. Y el tercero, sí, el tercero,
por la muerta. Pensaba bautizar a cada bizcocho en el café con leche, ponerles el nombre de
las futuras víctimas y, en una ceremonia de placer, comérselos lentamente a los tres.
La moza servía con el torso desnudo, era moderna. Apoyada en su hombro, una avispa
hacía las veces de patovica. Carlos López, acusado injustamente de boliviano, rehabilitado
de su original esquizofrenia y hallado culpable de la muerte de Thalía, le miró los pechos a
la moza y sintió que el pene se le paraba hasta el ombligo.
_ No hay café con leche, hay té.
Carlos López aceptó hipnotizado por la avispa y pidió otro bizcocho para celebrar el
reencuentro con su hombría. El plan era el siguiente: encontrarlos y matarlos. A uno con
116 puñaladas, al otro con 117. Ya no sabía si latinas o yanquis o mundiales. Había
perdido la noción de lo que era, de dónde era, de a quién pertenecía. Carlos López no tenía
dueño. Era un exiliado de su propia naturaleza, víctima de decisiones extranjeras, de
políticas del destino, de dioses sin etnia. Por lo tanto, si él se consideraba errante, así de atemporales y a-espaciales debían ser cada una de las puñaladas que les clavara a los
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forenses. 116 + 117 = 233. Eran muchas. ¿Cómo podía ser que propósitos tan grandes
pudieran realizarse sobre cuerpos tan pequeños?
La moza le trajo el té con los cuatro bizcochos. El le pidió el teléfono y la moza no se lo
dio. Intentó con una propuesta más romántica como esperarla hasta que terminara de
trabajar o pasarla a buscar por su casa, pero de inmediato, un ejército de avispas lo picó.
Envuelto en barro y dolor, comió los cuatro bizcochos sin pensar, por primera vez en
mucho tiempo, en la venganza. Le preocupaba sobremanera la hinchazón.
Volvió al camino de tierra dispuesto a preguntar, persona por persona, por los forenses.
Tenía la necesidad de saber qué estaba pasando a su alrededor. Pero a su vez, tenía la
necesidad de vengar su pasado. Preguntó a vivos, los vivos le dijeron que hablaran con los
muertos. Preguntó a muertos, los muertos le dijeron que no los habían visto, que hablara
con animales, las aves manejaban buena información. Preguntó a canarios, a cotorras
australianas, a gorriones. Ninguno supo decirle nada. Entonces, lo mandaron a ver a las
aves de rapiña. Aguiluchos, águilas, cóndores. Nada. Carlos López se sentía burlado por el
nuevo mundo. Sentía que esa invención heroica, divina, en la que todos los seres vivían
felices y comunicados, no había lugar para él. El no era imagen, no era semejanza. El era
barro, tiempo, exilio, prisión y cuatro bizcochos, vagando confundido por la vida, teniendo
la esperanza de encontrar en cada hombre un forense a quien matar, haciendo autopsias del
momento imaginado, autopsias de sus pensamientos, de sus sentimientos, de las imágenes
que durante tanto tiempo había acumulado en el cuerpo, del eterno sueño de la escena del
crimen. Siempre se había preguntado cómo iba a hacer para limpiar la sangre y luego, cómo
limpiarse él las manos bañadas en sangre, las gotas salpicadas en el cuello, en las Topper y
luego, cómo limpiarse el recuerdo. Carlos López se miraba: ¿cómo eran sus manos? Carlos
López miraba a los forenses: ¿él los había matado? ¿por qué los cuerpos estaban
compuestos de sangre? ¿porqué la sangre mancha y no sale? ¿qué tipo de especie era el
hombre? ¿de qué estaban hechos los hombres? ¿qué eran los forenses? ¿qué eran? ¿qué?
¿qué? ¿qué?
Carlos López se miró las manos, miró a los forenses y miró a los costados sin encontrar
respuesta a sus preguntas. Algo en él se había apagado.
Una brisa de aire fresco lo devolvió a la realidad y se dio cuenta que había perdido el
momento de matar. Se le había ido, se le había escapado. Y, entonces, volvió al bar.
Sentado en “El Futuro’” entre paréntesis “fue ayer”, un ángel que tomaba caipirinha lo
invitó con un tequila sunrise. De fondo sonaba Thalía, se cumplía el quinto aniversario de
su glorioso regreso a la vida, al mercado y a la televisión. Carlos López aceptó el tequila
pero pidió que cambiaran la música. La muerta viva ya no le gustaba.
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Tiempo después, Carlos López contemplaba, boliviano, con una margarita sonriente en la
boca, cómo el sol y la luna se tocaban antes de dormir la siesta. Y él también se sintió feliz.
Estaba en Erks, año 2033, después de él mismo.
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