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El krausismo en Iberoamérica
Vida y obras de Krause
El krausismo se deriva de la filosofía de Karl Christian Friederich Krause (1781-1832). La
vida de Krause fue relativamente breve y trágica.
En 1801 obtuvo el doctorado en teología de la Universidad de Jena, y poco después se publicaron
sus primeras obras: Grundlage des Naturrechts, oder philosophischer Grundriss des Ideals des
Rechts, I (Jena, 1803) (Bases del derecho natural, o Elementos filosóficos del Ideal del Derecho, I);
Grundriss der historischen Logik für Vorlesungen (Jena, 1803) (Elementos de la lógica histórica
para conferencias); Grundlage eines philosophischen Systems der Mathematik, I. Teil (Jena y
Leipzig, 1804) (Bases de un sistema filosófico de la matemática, Primera Parte).
Los tiempos no eran buenos y debido a la invasión napoleónica, Krause decidió mudarse a
Rudolfstadt, cerca de Dresde, en 1804. En esta ciudad publicó Wesenslehre (Doctrina del Ser), una
nueva interpretación de la ontología. En este período especulaba sobre la óptima realización de la
Verdad, la Bondad, la Belleza y la Paz. Ello lo atrajo a la masonería, la cual no aumentó su
seguridad. En 1810 publicó System der Sittenlehre —Sistema de la doctrina de las costumbres—,
una ética masónica. Sus lazos con la masonería no solamente le hicieron perder su cátedra sino toda
posibilidad de publicar sus trabajos y, además, lo perjudicaron para el resto de su vida. En Dresde
pudo publicar su famosa obra Das Urbild der Menschheit (El Ideal de la Humanidad).
Debido a la guerra, tuvo que mudarse a Berlín en 1813, donde pudo ocupó el vacío dejado por
Fichte. No tuvo éxito en la competencia con Hegel debido al poco prestigio que tenía en ese
momento —su vinculación masónica— y también debido a las buenas relaciones que Hegel
mantenía con las autoridades. No obtuvo la cátedra en Berlín y volvió a Dresde en 1815. Al
finalizar las guerras napoleónicas, emprendió un viaje por Alemania, Suiza, Italia y Francia, que lo
ayudó enormemente a restablecer su mente, su cuerpo y su fe en sí mismo.
En la década de 1820 aparecieron nuevas obras suyas: Grundwahrheiten der Wissenschaft
(Verdades básicas de la ciencia) y Religionsphilosophie (Filosofía de la religión). Con estos éxitos,
Krause se mudó a Gotinga donde obtuvo una cátedra como Privatdozent, pero sus dificultades
financieras y la creciente hostilidad a sus ideas democráticas y liberales lo hicieron padecer, aunque
no quebraron su espíritu; al contrario, aumentaron su resistencia cuanto más se lo culpaba y
fustigaba.
En 1831 estalló la famosa revuelta estudiantil de cuño liberal, en la cual él no estaba involucrado, si
bien sus enemigos, que no eran pocos, insistían en que así era. Una vez más, Krause tomó el
camino del exilio, esta vez a Munich, donde el Rey Luis lo acogió con simpatía porque estaba
convencido de que era inocente. Schelling tenía una cátedra en Munich, pero no hizo nada para
ayudar a Krause. Fue un caballero católico, von Bader, quien, a pesar de no concordar con las ideas
krausistas, le dio todo el apoyo posible. Sin embargo, este último capítulo de su vida, lleno de
pobreza, enfermedades, tribulaciones, amarguras y envidias profesionales, fue corto. La hostilidad
del ambiente tampoco ayudó. Krause viajó entonces a Parten Kirchen para iniciar una cura, pero un
ataque cardíaco puso fin a su vida. Murió como un auténtico mártir de las ideas liberales, que él
interpretó como las máximas verdades del pensamiento humano, y como la mejor guía para la
humanidad.
Después de su muerte y debido a la gran labor de sus alumnos y admiradores se pudieron publicar
todas sus obras. Además, se estableció una Escuela con el barón von Leonhardi, Paul Hohlfeld,
Heinrich Ahrens y Guillaume Tiberghien, entre los más destacados (Mac Cauley, 1925: 9-15).
2. Las bases del pensamiento krausista
2.1. Racionalismo armónico y panenteísmo
Si bien Krause pertenecía a la escuela del idealismo alemán, pretendía que era el único auténtico
sucesor del racionalismo kantiano. Ya Kant, hijo de la Ilustración, había roto con varias ideas del
Siglo de las Luces, y Krause hizo un tanto de un modo más agresivo y profundo. Si bien creía
profundamente en el método científico y en la razón, se opuso al racionalismo del siglo XVIII, al
que consideró negativo y destructivo. En su lugar, propuso y adaptó un racionalismo distinto,
bastante original, el “racionalismo armónico”, un racionalismo positivo y constructivo, que en lugar
de separar, unía, y con el cual trató de construir una nueva sociedad, basada sobre el amor, la
belleza, el consentimiento y la armonía. Además, es interesante señalar que, a pesar de su oposición
a Fichte, Hegel y Schelling, el “racionalismo armónico” de Krause contenía “la analítica de Kant,
las aspiraciones reformadoras y humanitarias de Fichte, el panteísmo de Schelling y el sistema de
las últimas categorías universales de Hegel” (López Morillas, 1956: 31).
Dentro de este “racionalismo armónico” figuraba también el nuevo término de Krause:
panenteísmo, la doctrina de Todo-en-Dios, la relación de Dios con el mundo. Era, ésta, la doctrina
que representaba la síntesis donde la oposición del panenteísmo al deísmo se disolvía. El
panenteísmo representaba la versión krausista de la dialéctica. Difería esencialmente del panteísmo
al afirmar que el mundo no era equivalente a Dios, sino que estaba en Dios distinto de Dios, o que
Dios estaba por encima del mundo como Ser Supremo. El término difiere esencialmente del
dualismo y afirma que no existía una antítesis entre Dios y este mundo porque Dios no es una
especie de realidad, sino que existía una en Dios entre el mundo físico y el mundo espiritual.
Finalmente, afirma contra el dualismo y el panteísmo, que debido a la unidad de la esencia divina,
todas las partes del universo están relacionadas entre sí y en Dios: el espíritu y la naturaleza están
armonizadas en la humanidad, y cada uno de estos géneros está íntimamente unido al Ser Supremo
(Galvão Bueno, 1977: 603).
La religión krausista
La interpretación krausista de la religión fue positiva. Para él, el cristianismo era auténticamente
original, pues abrazaba a la humanidad entera y la reconocía en los dos bandos de amigo y
enemigo; su espiritualidad era el amor en Dios y en el hombre. Además, el cristianismo, preparado
por la religión judía, había espiritualizado la idea de un imperio mesiánico universal como el reino
de Dios.
Sin embargo, Krause consideró los conceptos de cielo, infierno, recompensa y castigo, salvación y
maldición, expiación e indulgencia por los pecados, como una contaminación de la ética cristiana.
Además, la doctrina cristiana le parecía corrompida con referencia al tratamiento de la mujer
subordinada al dominio del hombre. Pensaba que el Nuevo Testamento era deficiente en sus puntos
esenciales más importantes: carecía de la idea de la humanidad en su pureza, su armonía, en las
ciencias, las artes, la amistad, etcétera. En resumidas cuentas, el cristianismo pudo llegar a una
altísima posición, pero de ninguna manera significaba el fin de una evolución ética (Krause,
Religionsphilosophie, 1893: 8, 76 y 155).
La ética krausista
En su System der Sittenlebre —Sistema de las doctrinas de las costumbres—, Krause trató el tema
de la ética. Así como existía un solo ser original, Dios, y todos los seres existían en Él y mediante
Él, sólo existía un derecho, sólo un organismo de derecho, sólo una vida de derecho en Dios, y
justicia, como una forma esencial de la vida de Dios. Como el mundo, en cada instante llegaba a su
destino en su manera característica, de ese modo también el derecho, como vida de derecho, como
un estado, se convertía en realidad en el universo, mediante la autoridad de Dios. La fundación
eterna de todos los derechos que están contenidos en el derecho eterno como un Organismo es
Dios; Dios mismo y todos los seres participan en la descripción eterna de ese Derecho; cada ser
tiene su derecho territorial como parte del Todo, tiene Derechos y ofrece Derechos, y debe crear
Derechos en cuanto su círculo de vida se extiende por todos los seres. De esa manera, al
enfrentarnos en la exposición de la unidad de toda vida en Dios, también nos manifestamos en la
exposición de Dios y de su mundo como de una Ciudad de Dios.
Dios como amor eterno se convertía en digno de amor; y el amor de cada ser se convertía en
sagrado, como un rayo individual del amor eterno de Dios. Dios se amaba a sí mismo en un amor
infinito en todos sus seres, y todos los seres apuntaban profundamente a un amor divino puro. El
amor puro se unía a la razón y a la naturaleza entre ellos y con Dios; su amor fue respondido por
una reciprocidad eterna, y la humanidad, como el ser más perfecto deforme del mundo, era capaz
del amor más completo y divino hacia Dios y hacia todos los seres.
Según Krause, la espiritualización divina era una parte esencial del hombre y de la humanidad.
Todos los hombres tenían que unirse en una liga de espiritualización divina. La liga de
espiritualización divina, que en general se asociaba a la Iglesia, no representaba sólo una actividad
social entre seres humanos, sino una relación espiritual de la humanidad con Dios. Dios estaba con
ella y en ella. Para Krause, se reconocía al mundo como un Imperio de Amor Divino, como una
Vida de amorosa espiritualización divina.
Más adelante, Krause asoció el amor a la belleza: cada ser era bello mientras se desarrollaba
internamente y, dentro de las limitaciones de su naturaleza, de una manera divina semejante.
Cuanto más un ser era rico en sí mismo, cuanto más contrastes de vida se despertaban en él y se
unían armoniosamente, cuanto más influencia de seres estaban presentes en él, más espiritual, rica y
semejante a Dios era su belleza interna y social. Así fue dada la belleza al hombre y a la humanidad,
y su más alta, su más bella flor, vivía en su amor, con el cual estaban unidos con Dios en una
espiritualización divina.
Con estos conceptos de amor y de belleza, la naturaleza ética del hombre aparecía en su más alta
manifestación; su dignidad ética debía conducir su vida en libertad, de un modo espiritualmente
centrado en Dios, de acuerdo con las eternas leyes racionales de la razón, de la naturaleza, y de sus
cambiantes pautas de vida. El hombre ético era semejante a Dios en su esfera, estaba con Dios en
una esencial unidad interna; en su vida se reflejaba, de un modo espiritual y bello, la vida eterna de
Dios; reconocía que su propia vida era de origen divino, era semejante a Dios y estaba
armoniosamente vinculada a Dios.
Krause señaló que su análisis de Dios y de Su eterna vida hacían posible que se comprendiera la
viabilidad, la dignidad y la organización de la ciencia en relación con la naturaleza ética del
hombre. Y con esta demostración de la unidad de la vida de Dios y de todos sus mundos estaba
concluida la fundación científica krausista de la naturaleza ética del hombre.
El concepto krausista de la ética se basaba sobre dos elementos: la idea de la bondad, y la idea de la
libertad; la primera estaba ligada a Platón, la segunda, a Kant. En Platón identificó tanto lo bueno
como lo divino, y encontró sus respectivas definiciones en la experiencia mediante una ruta
intelectual indirecta, esto es, a través del concepto de lo divino. Krause llegó esencialmente a esta
construcción por medio de la fuente del bien en sí mismo, mediante el punto de vista de que existía
algo absolutamente bueno sin relación alguna con cierto ser para el cual existía un bien. Con esta
versión de lo bueno, Krause se basó definitivamente sobre una fundación kantiana.
El concepto de lo objetivamente bueno estaba vinculado con la idea de la libertad para, así, llegar al
concepto de lo éticamente bueno. Con esta percepción de la doble naturaleza de la ética, Krause fue
más allá de la ética formalista de Kant. Reconoció que la esencia de la ética contenía dos
elementos: uno, objetivo, y otro, subjetivo. El primero consistía en la idea de que una buena
intención se llevaba a cabo a través de la acción. Pero ello no era suficiente para darle a la acción un
carácter ético; se necesitaba algo más: que el éxito valioso de la acción hubiera surgido por
determinados motivos valiosos. La única presuposición subjetiva que convertía una acción humana
en ética era que se había hecho en libertad.
La ética de Krause también iba más allá de la de Kant por estar basada en un concepto de libertad
más amplio que el kantiano pues reunía al hombre empírico con el hombre numenal, no empírico,
el hombre que era auténticamente libre.
Aparte de su composición metafísica, Krause añadió a su concepto de la ética una dimensión
psicológica, ya que la ética kantiana carecía del elemento místico. Krause definió a los místicos
como hombres que tenían intimidad con Dios. Para él, la percepción de lo bueno, una acción buena,
era muy importante y estaba ligada a un profundo intelectualismo. Ello explica el alto valor dado a
la ciencia en la ética krausista, y la percepción de lo bueno representaba una ciencia muy especial,
las más altas verdades, que jamás podían ser descubiertas meramente con la inteligencia y la razón,
ya que necesitaban como presuposición la percepción de cualidades éticas. Los principios más altos
de la ética krausista eran siempre las convicciones religiosas más íntimas, las expresiones de
carácter y las manifestaciones de voluntad. A estos elementos Krause agregó otra dimensión: la
enorme importancia del entusiasmo para una causa, elemento que no estaba contenido en el
imperativo categórico de Kant.
En resumidas cuentas, la ética krausista era muy superior a la de Kant: a través de la psicología,
mediante la exposición de los motivos efectivos, y a través de su base sentimental. La relación entre
los componentes éticos del individuo y la vida superior de la sociedad humana representó uno de
los aspectos examinados más concienzudamente en la ética krausista. La importancia ética del
matrimonio y de la familia difícilmente haya sido analizada mejor por otro moralista, y con tanta
profundidad y belleza, que en el Ideal para la Humanidad de Krause. Además, demostró otra
originalidad: sin menospreciar las asociaciones inferiores de tribus y pueblos hizo hincapié en la
más alta asociación: la existencia de la humanidad, a la que confirió la más alta prioridad en su
sistema ideal. En su análisis final, la ética krausista conducía a un culto de la humanidad y dibujaba
un ideal ético que jamás ha sido alcanzado o superado.
En su sentido histórico, la ética krausista significaba, en primer lugar, una continuación y
perfección de la ética de Kant. Además, en su opinión, todos los sistemas filosóficos de sus
predecesores contenían verdades eternas, coincidiendo, así, en forma superficial con el eclectismo
de Víctor Cousin: el idealisno de Platón, el criticismo de Kant, el sentimentalismo místico y la
Ilustración optimista de Leibniz, la filosofía de identidad de Schelling y la doctrina de la substancia
de Espinoza. Todas estas corrientes no fueron unidas en forma arbitraria en el sistema krausista,
sino que fueron fundidas y ligadas en un todo específico de dimensiones auténticamente originales.
Finalmente, Krause estableció un sistema de veintiún mandamientos, cuyos primeros dieciséis
representaban su doctrina del deber en un sentido imperativo. A estos dieciséis agregó otros cinco
que consideró necesarios en vista de la evolución moral contemporánea. Estos mandamientos
contenían deberes frente a Dios, la razón y la naturaleza, hacia sí mismo y hacia el prójimo, hacia el
matrimonio y la familia, las organizaciones superiores y la humanidad. Su ética también incluía una
posición típicamente krausista contra el mal. En muchos casos seguía la filosofía cristiana.
Empezando con el imperativo categórico de Kant, Krause afirmó que el deber ético estaba basado
en la esencia moral del hombre e independiente del comportamiento de otros hacia nosotros, como
una orientación para nuestras propias acciones. A su juicio, no había mejor derrotero que combatir
el mal mediante una exposición eficaz y consecuente de la bondad, y, en el caso de que no fuera
posible reemplazar el mal con la bondad, entonces el asunto debía dejarse en manos de Dios. Era
preferible sufrir el mal en vez de remediar el mal con el mal, y, de ese modo, aumentarlo.
A pesar de que la ética de Krause estaba ligada a la estética —aspecto no considerado en el sistema
de Kant y cuya falta Krause criticó—, de que hizo bastante hincapié en la belleza, y que manifestó
una opinión muy optimista del mal, todo lo cual en muchos aspectos daba a la ética krausista un
carácter distinto de la ética cristiana, sí existía una relación muy estrecha y profunda entre la ética
cristiana y la krausista. Esta comunión de ideas éticas se refleja especialmente en la lucha de Krause
contra el mal, con el arma de la bondad, en su énfasis en la dignidad humana, en su ideal ético, que
consistía en aceptar completamente la voluntad de Dios en la propia voluntad de uno, y finalmente,
en su concepto de la unión fraternal de todos los seres humanos (Krause, Sittenlehre, 1888: III - IV,
448-453 y Wettley, 1907: 52-82).
La visión krausista del derecho
La teoría del derecho, según Krause, está contenida en varias de sus obras, especialmente en
Grundlage des Naturrechts oder philosophischer Grundriss des Ideals des Rechts, en Das Urbild
der Menschheit, ambas citadas anteriormente, y en Der Erdrechtsbund (Confederación de la
humanidad).
Dos son las columnas sobre las cuales se basa el concepto del derecho de Krause: una, analítica, y
otra, sintética. La fundación subjetiva-analítica se deducía de la concienciación racional del hombre,
en tanto que la base sintética era tomada de esta presuposición metafísica, es decir, del concepto de
Dios, que contenía todo. Este concepto de Dios, basado en la evidencia ontológica de Dios, le
condujo a afirmar que todas la condiciones de la existencia de los seres racionales deben estar
contenidas en Dios; por ello, también el derecho representaba una esencia básica de Dios. Además,
este Derecho divino, como un ideal de lo humano, podía ser reconocido por el hombre.
La metafísica del derecho, según Krause, estaba ligada a la tradición prekantiana y, básicamente, a
tres corrientes que incorporó en su sistema filosófico. En primer lugar, a la tradición platónica, de la
cual él se consideraba su heredero y su continuador en tiempos modernos. En segundo término, a
Santo Tomás de Aquino y, finalmente, a la institia universalis de Leibniz. También expresó gran
admiración por la filosofía de Espinoza, a quien consideró el Euclides de la filosofía auténtica. Si
bien Krause criticó la interpretación concreta del concepto de derecho según Espinoza, alabó la
fundación metafísica de la evolución legal de la humanidad sobre la base de un derecho
incondicional de Dios. De ese modo, en lo que se refiere a la base metafísica del derecho, Krause
estaba vinculado a Santo Tomás de Aquino, Espinoza y Leibniz, pero fuera de la tradición kantiana.
La consecuencia de la deducción metafísica de Krause llevó a la conclusión de que ni la imposición
ni el reconocimiento eran criterios para la validez de las normas legales, tan sólo su concordancia
con el Derecho divino. La idea del derecho sólo podía reconocerse sobre la base de la
autoconcienciación del hombre sin presuposición divina, pero podía explicarse sobre la base de su
fundación eterna en Dios. Ello significaba que el derecho histórico positivo nada podía contribuir al
reconocimiento de la idea del derecho; el concepto del derecho no podía deducirse del fondo común
de los sistemas históricos legales.
Finalmente, Krause estaba convencido de que existía una concienciación bastante fuerte en la
humanidad que estaba por encima del derecho positivo inmoral, y que la solución del problema
radicaba en el derecho natural clásico. No obstante, la interpretación de Krause de su teoría del
derecho natural sólo podía entenderse si se aceptaba su definición del derecho. Krause definió el
derecho como la suma de las condiciones que dependían de la vida racional del hombre y de la
naturaleza humana. En el sentido legal de este autor, la base para un deber legal no era la ética, sino
la razonabilidad, la racionalidad, del orden legal. En consecuencia, en su opinión, la imposición de
la ley sólo podía reconocerse si se basaba en la razón.
Para Krause, casi todas las condiciones de la existencia humana eran transmitidas socialmente, y la
libertad significaba, para Krause, la transmisión social como un concepto contrario a las puras
condiciones naturales. En otras palabras, la ley debía garantizar al hombre una igualdad de
oportunidades dentro de la sociedad. Por ello, su definición se oponía al punto de vista de Kant, ya
que en la filosofía legal kantiana la ley aparecía como una restricción a la arbitrariedad del
individuo, de acuerdo con las ideas generales relativas a la libertad.
Para Krause, la ley no sólo debía garantizar cualquier actividad libre y ética de una persona
individual, sino que debía establecer todas aquellas condiciones que posibilitaran al hombre llevar a
cabo su autorrealización racional mediante la posibilidad de obtener todos aquellos elementos
necesarios para su vida. La base del derecho sólo podía deducirse de los más altos fines racionales
del hombre. Siguiendo la tradición aristotélica que el individuo sólo puede encontrar su
autorrealización completa dentro de la comunidad —la buena vida— y, a pesar del hecho de que
había hecho hincapié en el individuo en toda su filosofía, en la definición del derecho, Krause puso
a la sociedad en un nivel más alto que al individuo, a la que éste debía estar subordinado
necesariamente. Por lo tanto, la propiedad también tenía implicaciones sociales, como en la
filosofía escolástica, y no podía tener un carácter absoluto, sino que estaba sujeta a consideraciones
mayores, esto es que debía ser vista desde un punto de vista teleológico.
Como consecuencia de la filosofía legal de Krause, el hombre poseía ciertos derechos naturales
básicos, pero esos no fueron vistos como derechos en relación con cualquier intervención del
Estado, esto es, como una especie de resistencia legal del individuo frente a la autoridad arbitraria y
absoluta del Estado, sino como un derecho social básico, ya que Krause interpretó el poder del
Estado como limitado en su papel frente a sus ciudadanos. De ese modo, estos derechos sociales
eran de naturaleza positiva, es decir, el derecho a la alimentación y a la vivienda, a la protección,
etcétera, pero también podían deducirse del derecho natural tradicional. Tal fue el caso del derecho
a la educación como consecuencia lógica del principio de la libertad de pensamiento, ya que una
persona sin educación difícilmente tenía la oportunidad de libertad de su propia mente, de ser libre.
En su filosofía del derecho distinguió entre las capacidades legales y la honorabilidad legal, ambas
basadas en la naturaleza racional del hombre. Si bien no había al respecto diferencia entre su
filosofía y la de sus contemporáneos, puesto que todos los seres humanos fueron reconocidos como
personas, sí proclamó que no había distinción alguna en lo que se refería a la edad, al sexo y la raza.
De ese modo, defendió los derechos de los niños, considerándolos inviolables, a tal punto que los
padres tenían plena responsabilidad frente al futuro Estado mundial. Además, era un defensor
convencido de los derechos de las mujeres, y ningún pensador alemán hizo una defensa tan enérgica
de ellos como él, si bien no fue el primero en exaltar tales derechos. En la opinión de Hegel, para
quien el papel de la mujer debía estar esencialmente dentro de la familia, y en la de Fichte, para
quien la mujer perdía automáticamente sus derechos legales, Krause hizo hincapié en la igualdad de
los derechos femeninos en todas las carreras de la vida política, las artes y las ciencias. Además,
Krause se manifestó en contra de la trata de negros y de la esclavitud. Era deber moral de todos
luchar contra cualquier manifestación de racismo. A su juicio, cada raza tenía el derecho de
estimular sus propias características.
Uno de los elementos característicos del pensamiento krausista era el hecho de que Krause creía
que la naturaleza no estaba subordinada al hombre; que todo lo que se encontraba en la tierra debía
servir al hombre y que la naturaleza representaba sólo una cosa. Al contrario, el mundo de los
animales y de las plantas, de las piedras y de los metales, tenía que ser respetado y no podía ser
puesto al servicio del hombre y abusado. La naturaleza tenía que ser respetada de acuerdo con su
esencia y dignidad. De ese modo, Krause habló de un derecho de la naturaleza, si bien sabía
perfectamente que no sería fácil proteger la naturaleza contra su explotación. Consideró este
derecho de la naturaleza como un título, una exigencia, eternamente basado en Dios.
En cuanto al derecho penal, condenó cualquier teoría basada en la venganza y en la reparación.
Interpretó la pena simplemente como algo ilegal, como un crimen en sí. Para Krause todo criminal
era un enfermo que había perdido dirección, y la justicia tenía la obligación de conducirlo de nuevo
a un camino recto. El criminal no estaba excluido de la solidaridad de la humanidad, sino que
necesitaba apoyo, amor, pero no métodos arbitrarios.
Finalmente, la teoría del Estado de Krause, si bien parte del movimiento romántico del idealismo
alemán, era totalmente distinta de la de sus colegas Fichte, Hegel y Schelling. Para Krause, el
Estado representaba una asociación o una liga de derecho: su fin era el establecimiento de una
estructura dentro de la cual el hombre podía desarrollar su propia vida racional. Dentro del Estado
existían muchos grupos sociales con objetivos de los más dispares, como la familia, las
asociaciones amistosas, las tribus y los pueblos. Además, existían en el Estado otras asociaciones
sociales y profesionales: asociaciones autónomas para las artes y las ciencias, la agricultura, el
comercio y la industria, para la educación y la cultura, así como para fines religiosos.
Para este autor, el Estado no tenía ningún derecho de intervenir en los asuntos internos de sus
distintas asociaciones, ya que ello significaría arbitrariedad y abuso del poder y, por ende, chocaría
directamente con el derecho natural, porque todas estas asociaciones tenían sus propias leyes y su
propio desarrollo. De ese modo, el Estado tenía limitaciones considerables y era totalmente distinto
del absolutismo hegeliano —la realización de la idea ética. En la filosofía política y social de
Krause, todos los grupos que integraban la sociedad tenían absoluta autonomía, como en el caso de
las organizaciones científicas, las universidades, los sindicatos, etcétera. Lógicamente, también la
Iglesia y todos los grupos religiosos estaban separados del Estado.
De todo esto se deduce claramente que la filosofía del Estado de Krause poco tenía en común con el
liberalismo decimonónico y también, en este caso, marchaba a la vanguardia. Formalmente, el
derecho fue creado por la expresión social de la voluntad en todas las asociaciones humanas —de la
familia al Estado, y de los Estados a la futura Liga de las Naciones— pero desde un punto de vista
del contenido, todas estas asociaciones fueron determinadas por el orden divino. El Estado ideal de
Krause estaba determinado por su filosofía legal. Por lo tanto, el Estado sólo podía ser la
consecuencia de la voluntad legal unida de todas las persona legales, esto es, una democracia
representativa. La Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica se acercaba, como en el
caso de Kant, a su ideal, si bien no era suficiente. Su Estado ideal se basaba lógicamente en la
separación de los poderes, siguiendo de esa manera el pensamiento político medieval, basado en el
derecho natural, en su versión moderna de Montesquieu y Constant.
Sin embargo, la originalidad de la filosofía política de Krause no fue tanto la república democrática
moderna con su base constitucionalista de acuerdo con Locke y Montesquieu, sino la meta final de
una Liga de las Naciones que cubriría a la humanidad entera. En este sentido, continuó las ideas de
Kant, tan sólo perfeccionadas, y lo que sí fue original es el concepto de que todo ciudadano de un
Estado, por el mero hecho de ser ciudadano (o, de tener tal condición), ya era ciudadano del futuro
Estado universal. Por supuesto que Krause se daba perfectamente cuenta de que tal idea era
prematura en los tiempos que le tocaban vivir. Sin embargo, el mundo marchaba a pasos
agigantados hacia esa meta final —era tan sólo cuestión de tiempo— y los distintos ciudadanos
tenían la obligación de trabajar en esa dirección. Su Estado mundial formaba parte de su teoría de
derecho natural y se basaba sobre el concepto de la solidaridad, lo cual significaba que el individuo
que legalmente tenía obligaciones debía, al mismo tiempo, estar interesado en llevar a cabo sus
metas, ya que la realización del derecho de otros que tenían un reclamo contra el que actuaba, le
importaban tanto como si se tratara de sus propios reclamos.
No cabe duda, pues, de que las ideas de Krause en relación con el concepto de la solidaridad, es
decir, la fundación del concepto de la ley sobre la base de la solidaridad de todos los seres humanos,
fue tal vez su contribución más importante a cualquier filosofía futura del derecho. Si bien estos
conceptos estaban incorporados en el cristianismo, fue Krause quien los desarrolló por primera vez
en forma sistemática (Landau, 1985: 82-92).
La interpretación krausista de la historia
Igual que sus ideas éticas y su filosofía del derecho, la filosofía de la historia de Krause estaba
íntimamente ligada al pasado, a las ideas de Platón, de Espinoza y de Leibniz, pero también a sus
contemporáneos inmediatos: Kant, Herder, Fichte, Hegel, Schelling y a Guillermo de Humboldt. Su
concepto de la historia o teoría de la vida representaba su ideal, pero también una percepción real
del proceso de la vida y de sus leyes y se basaba en una fundación racionalista de metas, causas y
desarrollos en lo referente a la esencia universal, en general, y a la humanidad, en
particular, y en relación con lo último, con miras a sus necesidades constantes, prácticas y éticas.
Krause afirmó la síntesis racionalista-empírica de la percepción histórica, es decir, una percepción
histórica basada meramente en una percepción sensual y empírica, sin percepción intelectual y
racional, no era posible. Además, una historiografía sin ideas representaba meramente una
colección de datos y hechos y no era aceptable; el historiador tenía que absorber las ideas, esta era
la primera condición para la percepción de la historia.
Como Fichte, Hegel y Schelling, también Krause se sirvió del método dialéctico: tesis, antítesis,
síntesis; positio, oppositio, compositio. A su juicio, todos los conflictos de los hombres habían
surgido del hecho de que un lado sólo había considerado una parte, y, el otro, otra parte de un Todo,
y no el lado opuesto y las partes secundarias, sin mencionar todos los lados y todas las partes, y el
Todo entero por encima del singular o individual, de los lados y partes.
En su filosofía de la historia había citado tres etapas que correspondían a los tres períodos del
movimiento dialéctico y a las tres edades en la existencia de un ser: la infancia (el hombre
primitivo; la indiferenciación); la juventud (control del medio ambiente físico; oposición) y la
madurez (el período contemporáneo, cuando el hombre pone sus ojos sobre sí mismo y descubre la
imagen de Dios en la intimidad de su conciencia; armonía).
El desarrollo de la humanidad no representaba un movimiento rápido sino que se llevaba a cabo
lenta, pero inexorablemente. La transición de un período a otro ocurría sin ruptura aguda y, en
realidad, elementos del antiguo orden podían encontrarse ya en el período próximo, como
igualmente, elementos del nuevo período habían aparecido ya en el período anterior. De ese modo,
personalidades extraordinarias ya habían manifestado ideas progresivas en el período anterior, las
que se fueron incorporando paulatinamente y fueron aceptadas: el proceso que se desarrollaba llegó
entonces a un resultado que en tiempos de su manifestación, en oposición al período anterior, lo
hizo aparecer como totalmente distinto y modificado.
La defensa del individuo por parte de Krause, a pesar de su interpretación ética, no le impidió
desarrollar una relación coherente y lógica entre el individuo y la comunidad. Por un lado, Krause
desarrolló una concienzuda doctrina de la libertad basada en consideraciones puramente éticas; por
otro lado, defendió las más nobles doctrinas socialistas, un socialismo benévolo y compasivo,
humano, y por esta razón, puede ser considerado como pensador moderno. Tanto el concepto de
libertad, discutido antes, y estas ideas socialistas no eran contradictorias, sino más bien
complementarias. Al tratar la cuestión social no desistió de los derechos individuales; no reclamó
sacrificios individuales o favor del Todo, de la comunidad. Al contrario, hasta defendió cierto
egoísmo sano y, por ende, su socialismo, lejos de seguir la vida marxista o la versión utópica, tuvo
un colorido individualista y espiritualista muy fuerte.
Krause afirmó que la filosofía de la historia nos había demostrado que ninguna persona individual,
por modesta que fuera, era sólo un medio en el conjunto de la historia de la humanidad;
contrariamente a las apariencias, la filosofía de la humanidad había probado que el conjunto de la
historia de la humanidad había apuntado al mismo tiempo a la perfección de cada ser humano y de
cada asociación de seres humanos. También había demostrado que cada simple ser racional había
recibido en la totalidad de su vida una justa parte de lo Bueno y de lo Bello, y que el individuo era
adecuadamente capaz y llamado a contribuir con su valiosa parte, y, de ese modo, también con la
parte esencial de la totalidad de la vida, para la realización de la sabiduría divina en el tiempo. De
esa manera, Krause abrió el camino hacia la unión del individuo con el género, la comunidad, el
todo, e hizo hincapié en el primero, produciendo, entonces, la posibilidad de realizar un auténtico
socialismo práctico.
Finalmente, dos observaciones más para una mejor comprensión de la filosofía krausista. En primer
lugar, el objetivo de Krause fue la divulgación de su ciencia a la humanidad, para alentar y
estimular la perfección y el ennoblecimiento de la raza humana. En segundo término, ningún
filósofo puso tanta atención en el aspecto pedagógico de sus doctrinas e hizo hincapié en los
objetivos educacionales de un modo tan profético como Krause (Schneider, 1907: 11-34).
Krause y su Liga de Naciones
La cumbre del pensamiento de Krause fue su propuesta de una Liga de Naciones. Siguiendo el
ejemplo de Pierre Dubois (1306), Eméric Crucé (1623), Sully (1640), Leibniz (1670), William
Penn (1693), el Abate de Saint Pierre (1712), Alberoni (1736), Rousseau (1761), Bentham y Kant
(1795), Krause propuso un plan de una Liga de Estados que si bien se basó en las ideas de este
último, iba mucho más lejos —como en la filosofía misma—, pues no solamente tenía el objetivo
de resolver cualquier conflicto, sino que estaba basado en la justicia y el derecho. Cubría seis
principios que los miembros tenían que acatar: (a) Restricciones bajo el Derecho de Gentes; (b)
Respeto internacional; (c) Derecho a una Cultura internacional; (d) Igualdad de Ética nacional y
personal; (e) Publicidad en la política internacional, y (f) Prohibición de cualquier tipo de tutela.
El instrumento legal de la propuesta de la Liga constaba de diez artículos. En el Artículo I se
anunciaba el objetivo de la Liga: realizar el Principio de Derecho; en el Artículo II se establecían los
principios más importantes: igualdad de los Estados, hospitalidad recíproca, asociación voluntaria,
reglamento para la admisión de miembros, fidelidad a los compromisos, compromiso de la Unión
para su autoprotección, autoridad en tiempos de paz y de guerra.
La Liga de Naciones tendría una Carta Federal y sus atribuciones figuraban en los Artículos III y
IV. Los Artículos V a VII trataban sobre el Consejo Federal. El Artículo VIII señalaba lo que
representaba la Liga: una Liga de Naciones Europeas, esencialmente una Liga para el Derecho
Humano. Los dos últimos artículos se referían a la sede y al idioma: proponían como sede Berlín y
como idioma oficial, el alemán, comprensible por el hecho de la derrota de Napoleón (Vetter, 1900:
III - IV y MacCauley, 1917: 7-31).
3. La escuela filosófica de Krause
Si bien Krause no estableció ninguna escuela filosófica, sí tuvo importantes partidarios, que con
verdadera pasión defendieron su causa y difundieron su filosofía. Entre ellos se destacaron Heinrich
Ahrens y Karl David August Röder en filosofía del derecho; Hermann von Leonhardi en filosofía
de la historia, Paul Hohlfeld en ética, Guillaume Tiberghien en filosofía de la religión, como
igualmente Ernst Moller y Theodor Schliephake. De estos, para el mundo hispánico, los más
importantes fueron Heinrich Ahrens y Guillaume Tiberghien.
Heinrich Ahrens y su teoría del derecho natural
Ahrens fue el partidario de Krause que más contribuyó a la causa de su maestro, no sólo en
Alemania, Austria, Francia y Bélgica, sino en el mundo ibérico, tanto en la Península como
Iberoamérica. Tradujo las obras de Krause y, además, defendió la doctrina de este pensador a través
de sus propias obras, en especial la teoría del Derecho humano y su relación con las funciones del
Estado y el funcionamiento de la sociedad.
Ahrens no tuvo tanto éxito en las regiones de habla alemana, pero consiguió gran popularidad en
los países latinos. Nacido en 1808 en Kniestedt, Salzgitter, estudió derecho y filosofía en la
Universidad de Gotinga. También inició una gran amistad con otros partidarios de Krause. Debido
a su participación en los desórdenes civiles de 1831 ocurridos en Gotinga, tuvo que huir. Se radicó
en Bruselas, ciudad en la que profundizó sus conocimientos de la filosofía de Krause y en la que el
sansimonismo todavía estaba muy de moda.
Posteriormente, Ahrens viajó a París, donde dictó cursos sobre la filosofía alemana después de
Kant, entre 1833 y 1834. Tuvo tanto éxito, que Guizot, ministro de Educación de Luis Felipe, le
pidió que diera un curso sobre psicología. Ello produjo en los años 1836-1838, el Cours de
philosophie (Schröder y Kodalle, 1985: 95-96). En 1834 la Universidad de Bruselas le ofreció una
cátedra que aceptó. Mientras estaba en Bruselas dictó su Cours de Droit Naturel, que luego fue
publicado en París en 1839. En Bruselas fue docente durante muchos años y también creó la
Escuela krausista belga que tuvo a Guillaume Tiberghien como discípulo más destacado.
En la época de la revolución de 1848, Ahrens fue elegido delegado para la Asamblea de Francfort,
pero como la revolución fracasó, viajó a Graz, donde fue docente hasta 1860. En ese período se
publicaron sus obras Filosofía del Derecho (1850) y Enciclopedia Jurídica (1857). Su famosa obra
sobre el derecho natural fue revisada varias veces; la sexta y última edición aparecieron en Leipzig
en 1868. Para tener una idea de la extraordinaria divulgación de la filosofía krausista a través de
Ahrens hay que tomar en consideración el hecho de que existían diecinueve ediciones de su libro
Cours de Droit Naturel: la primera edición, en francés, fue de 1839, cuatro traducciones al italiano,
tres en español, una en alemán en 1846, una en Portugal y una en Brasil, y otra en húngaro (1848)
(Ardao, 1951: 168). Las ediciones castellanas se basaron en la primera edición francesa.
De ese modo, su obra Curso de Derecho Natural fue conocida antes de la Guerra Grande en
Uruguay e inmediatamente después de la caída de Rosas en la Argentina. Así se realizó el
pronóstico de Robert von Mohl, quien había indicado que Ahrens tendría poco éxito en Alemania,
mientras que en el mundo ibérico se convertiría en un auténtico triunfo. El Partido Progresista de
España ya había manifestado su gran interés por la obra de Ahrens en la década de 1830, y Julián
Sanz del Río se había reunido con Ahrens en Bruselas en 1843, antes de visitar Heidelberg y
aceptar la cátedra de Madrid.
Ahrens no fue solamente filósofo, sino que a diferencia de sus correligionarios krausistas, también
participó activamente en política, y no fue liberal-conservador en términos del liberalismo clásico
del siglo XIX. De ahí que la obra de Ahrens no contiene únicamente filosofía, sino que tiene
implicaciones políticas y sociales. Su teoría se basó sobre dos elementos sustanciales: el “personal”
y el “social”. Su filosofía hacía hincapié en encontrar una solución que se distanciaba tanto de un
falso individualismo como de un socialismo exclusivo, lo cual destruiría la personalidad y la
libertad. Al contrario, los tres principios de la igualdad, la libertad y la asociación, se
complementaban recíprocamente y eran inseparables en un auténtico orden social (Ahrens, 1850:
7). En ese sentido, apoyó la Constitución de Bélgica de 1831, la primera Constitución que había
aplicado los principios del catolicismo liberal de Felicité de Lamennais (Jürgensen, 1963: passim).
De acuerdo con Ahrens, la naturaleza básica del sistema krausista era la incorporación en la
personalidad humana de un principio espiritual, eterno e inmortal, diferente de Dios, pero al mismo
tiempo relacionado con Dios y con el orden objetivo del mundo y de la vida en su forma más
íntima. El Estado representaba una institución en la cual la meta de la humanidad en relación con el
derecho se perseguía muy particularmente; de ahí que el Estado, en la concepción de Ahrens, era un
Estado de derecho, que no solamente alegaba la legalidad de todas sus acciones, sino que se movía
dentro de una finalidad estatal ética (Schröder y Kodalle: 1985: 105).
En la cuestión de la propiedad, Ahrens rechazó la posición de Proudhon y Bakunin y aceptó el
punto de vista de la Iglesia Católica, es decir, la propiedad tenía que tener un carácter social y, en
cuanto a la sucesión, ésta era asunto del derecho civil y de su ejecución, basado en la división de
derecho y ética: la ley no podía usarse para fomentar objetivos éticos (Schröder y Kodalle, 1985:
107-108).
En el análisis de la cuestión social, Ahrens observó cuatro tipos de desigualdad: el sistema de
castas, la esclavitud, el feudalismo y la pobreza, ésta última vinculada al proletariado moderno con
su degradación del ser humano (Klüver, 1967: 136-140). También citó varias consecuencias
destructivas del liberalismo económico, como: la prevención de la mission providentielle de la
industria, los resultados negativos del sistema competitivo, el concepto ilimitado de la propiedad, el
Derecho Romano (que era demasiado individualista), las crisis y la mecanización, el nuevo
feudalismo, la decorporación de la sociedad, el empeoramiento del campesinado, y el comercio que
explotaba la producción a costa de la sociedad (Klüver, 1967: 146-161). Ello significaba que la
ética tenía que introducirse en la economía y que el Estado tenía un deber, simplemente por una
cuestión de justicia, de intervenir a favor del socio económico más débil.
En opinión de Max Klüver, Ahrens tenía el gran mérito de haber sido el primer autor que intentó
encontrar una solución, una tercera posición, que superaría los extremos del individualismo y del
universalismo o colectivismo (Klüver, 1967: 230). Ahora se comprende perfectamente por qué
Ahrens tuvo una acogida tan impresionante en Iberoamérica y por qué su impacto en esas tierras fue
tan profundo en el siglo XIX. El mensaje ético, idealista y espiritualista de este primer contacto
krausista tenía que atraer forzosamente a la mente iberoamericana, siempre dada a acoger con
entusiasmo ideas de alto nivel espiritual.
Guillaume Tiberghien y su religión krausista
Tiberghien nació en Bruselas en 1819. En 1842 ganó el premio que la Universidad de Bruselas
había ofrecido al mejor trabajo sobre sistemas filosóficos. Dos años más tarde amplió ese trabajo
titulado Ensayo teórico y práctico sobre la generación del conocimiento humano en sus relaciones
morales, políticas y religiosas. En 1845 se graduó y un año después defendió su teoría del infinito.
Experimentó un gran interés por las ideas de Ahrens y Krause y se lo considera el iniciador del
krausismo belga, un krausismo religioso. Cuando Ahrens regresó a Alemania en 1848, Tiberghien
se hizo cargo de su cátedra en la Universidad de Bruselas, donde fue docente durante cuarenta y
dos años de psicología, ética, matemática e historia de la filosofía. Además, fue dos veces Rector
de esa Universidad (1867-1868 y 1875-1876).
Defensor del liberalismo, también abogó por la educación primaria obligatoria y la separación del
Estado y la Iglesia. Entre sus obras, aparte de las ya citadas, se puede mencionar Visión general
de filosofía moral (1851), Ciencia del Conocimiento (1865), Los Mandamientos de la Humanidad
(1872), Elementos de Filosofía Moral (1872), Estudios en Religión (1873), La Ciencia del Alma
dentro de los Límites de Observación (1879), Ateísmo, Materialismo y Positivismo (1887),
Agnosticismo (1887) y El Nuevo Espiritualismo (1891) (Béguez César, 1944: 19).
Esta última obra significaba la tercera etapa histórica en la evolución de la humanidad, la época de
madurez, armonía, organización, en la estructura krausista: un nuevo ideal para una nueva
humanidad. Su total adhesión al krausismo representó una hostilidad hacia el ateísmo, el panteísmo,
el dualismo, el materialismo, el positivismo, el fatalismo y el determinismo, el agnosticismo y la
psicología experimental (Béguez César, 1944: 15).
Para Tiberghien el sistema de Krause era superior a las dos filosofías que querían dominar el
mundo: el tradicionalismo católico y el positivismo. El primero se basaba en el pasado, invocaba la
fe y la sobrenaturaleza y consideraba sin piedad a toda la civilización moderna, cualquier régimen
de tolerancia, igualdad y libertad, que todos los pueblos de Europa y América habían aceptado
desde hacía casi una centuria. El segundo se basaba en el futuro, invocaba la observación de los
fenómenos de la naturaleza, y con energía condenaba el pasado de la humanidad como
contaminado por la teología y pervertido por la metafísica (Tiberghien, 1873 )
Según Tiberghien todos los sistemas filosóficos tenían una base débil, un análisis incompleto del
espíritu humano: no tenían sentimiento, corazón, alma, la facultad opuesta a la inteligencia, y, por
ello, no podía producirse una armonía perfecta. Justamente era este fundamento espiritual el que
daba a la filosofía de Krause un mérito excepcional. El progreso de los pueblos y de las
instituciones de nada valía si la humanidad no podía esforzarse en iniciar esta nueva era “de
armonía” (Tiberghien, 1873: 43). Por ello, el sistema de Krause, con su armonía del Espíritu y de la
Naturaleza en el seno y la intimidad del Supremo Ser, significaba el elemento más alto de todos los
sistemas filosóficos del pasado y el punto de partida para un nuevo desarrollo filosófico exento de
toda exclusividad.
Krause había llegado en un momento crucial, cuando Kant predominaba en el ambiente intelectual.
Pero Krause era algo nuevo, no dependía de Kant y tampoco lo repudió. Después de Descartes,
Locke y Kant, Krause también analizó el espíritu humano, no sobre una base “a priori” como Hegel
en su obra Fenomenología del Espíritu, sino sobre la base de observación independiente de
cualquier idea preconcebida. Su doctrina fue ante todo orgánica y armoniosa. De la misma manera
como Alemania se había liberado de la penosa experiencia napoleónica, despertaba de las
especulaciones trascendentales sin raíces en el espíritu y el corazón de los hombres. Y así había
nacido una nueva filosofía, “una realización más y más clara por una necesidad de seguir ahora las
indicaciones del método cartesiano, completado por Krause, para llegar a la certeza en relación con
todos los problemas que afectan la humanidad” (Tiberghien, 1873: 50).
Tiberghien, el krausismo religioso, representó en Iberoamérica la segunda ola del krausismo,
después de Ahrens, y ejerció una especial influencia sobre Yrigoyen, en la Argentina.
La Península Ibérica
España
En Alemania, el pensamiento de Krause y de su Escuela fue pronto olvidado, a tal punto que no es
conocido en los países de habla germana. En el mundo anglosajón, debido a su empirismo y
pragmatismo, el krausismo no tuvo ningún eco, y tampoco la mente cartesiana pudo ser seducida
por el idealismo y el espiritualismo de esta corriente de pensamiento. Pero fue en el mundo ibérico,
siempre fascinado por doctrinas idealistas y éticas, que el pensamiento de Krause obtuvo una
victoria resonante.
En España la filosofía de Krause fue recibida con los brazos abiertos y tuvo una enorme repercusión
que puede ser comparada con el eco de Erasmo de Rotterdam en el siglo XVI. Tan fuerte y
profundo fue el impacto de la filosofía de Krause en España, que llegó a convertirse en un producto
hispánico, el krausismo, versión simplificada de su pensamiento. El krausismo representó la
filosofía de Krause ajustada al ambiente peninsular: la individualización, la personalización y la
humanización, esto es, la hispanización de un movimiento filosófico difícil, misterioso, nebuloso y
pesado. En otras palabras, el krausismo representó una variedad del pensamiento de Krause, no
significaba que era exactamente lo mismo que la filosofía original.
La filosofía de este autor fue conocida en España, en primer lugar, como en otras partes de Europa e
Iberoamérica, a través de las obras de Derecho natural de Heinrich Ahrens, si bien el verdadero
conocimiento llegó a través de Julián Sanz del Río (1814-1869) y su viaje a Alemania en 1843, por
orden del gobierno de Pedro Gómez de la Serna. Sanz del Río regresó a España e introdujo la
filosofía de Krause de una manera que Ahrens no había podido conseguir con anterioridad. En
realidad, tanto Krause como Ahrens y Roeder, se convirtieron en los modelos para el krausismo
legal español, representando, así, el eco de un idealismo moderno, que en un sentido teleológico
reflejaba también el espíritu de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino.
Las razones por las cuales el gobierno español envió a Sanz del Río a Alemania era el hecho de que
las universidades españolas se encontraban en un estado deplorable y que España quería
independizarse de la excesiva influencia cultural francesa. España había sufrido por demasiado
tiempo esta excesiva influencia francesa, como había sido en la Alemania del siglo XVIII donde
también se luchó por dar término a este monopolio cultural. Parecía, pues, lógico, que España
buscara remedios en Alemania. El viaje de Sanz del Río no solamente descubrió la filosofía
krausista, sino que abrió las puertas a toda la cultura alemana, y tuvo el mismo resultado que el
viaje de Germaine de Staël a Alemania, para Francia, o el de Carlyle y Coleridge, para Inglaterra.
La filosofía alemana se introdujo en España a mediados del siglo XIX, donde su impacto fue muy
importante. Más todavía, entre 1854 y 1874 los krausistas ocuparon una posición dominante y
fueron responsables del golpe de septiembre (1868) (Prim, Serrano, Topete) y de la Primera
República (1873-1874).
¿Por qué los krausistas tenían tanto éxito? El krausismo ofrecía una alternativa a los liberales, ya
que el liberalismo clásico, de origen inglés y francés, carecía de un contenido idealista y espiritual.
El liberalismo tenía sus raíces en el Siglo de las Luces, en Locke, en Montesquieu, en Constant, en
Tocqueville, en Bentham y en los hermanos Mill, y era materialista y mecanicista, individualista y
utilitario. De ese modo, el krausismo se convirtió en una fuerza espiritual para la renovación moral
e intelectual que, junto con las fuerzas rivales del tradicionalismo, condujeron a la Generación de
1898. El objeto de los krausistas era la secularización, pero también la europeización de la vida
española. En política manifestó un gran interés en la República, con la cual habían introducido dos
principios clave del krausismo: el principio de la libertad y la inviolabilidad del docente. La
universidad debía ser una sociedad libre de los servidores de la ciencia para el beneficio de la
humanidad.
El Urbild der Menschheit se convirtió en la base del Ideal de la Humanidad de Sanz del Río,
publicado en 1860. Pronto llegó a ser el texto fundamental de los krausistas peninsulares e
iberoamericanos. A Sanz del Río, el krausismo le atrajo no tanto por sus ideales, sino por sus
sentimientos religiosos. El krausismo, como lo consideraba Sanz del Río, representaba un sistema
moral basado en una fundación metafísica que, a su ver, estaba ligado con la filosofía de la historia.
Esta última se desarrollaba de la dialéctica “Idea-Ideal”, esto es, de la tensión en la realización de
Dios en el ideal del “Yo” completo en la humanidad, que se llevaba a cabo en tres etapas, según
Krause: indiferenciación (infancia), oposición (juventud) y, finalmente, armonía (madurez de la
humanidad), la cual inexorablemente se alcanzaba en el futuro. En esta tercera etapa, se llegaba a la
síntesis del conocimiento del “Yo” y del “Absoluto”, y se creaba la “ciencia orgánica”, que
representa el ideal para la vida.
Sin entrar en más detalles, el krausismo de Sanz del Río imaginaba una teoría legal de una clara
sustancia ética, donde diversos problemas, si bien cubiertos con una aureola de panteísmo —el
individuo como estado, la ley como condicionalidad ética, el derecho potencial e interno para llevar
a cabo la propia ley (la ley por la ley), las diferentes esferas legales, las sociedades superiores de
rango igual como “poder constitucional”, etcétera— serían desarrollados más todavía por sus
discípulos como variedades de un mismo tema.
España conoció varias generaciones krausistas, dos de ellas en el siglo XIX. La primera incluía a
Hermenegildo Giner, Francisco Giner de los Ríos, Francisco de Paula Canalejas, Manuel Fernández
y González, Federico de Castro y Bravo, y Urbano González Serrano en el campo de la literatura;
Fernando de Castro en religión; Emilio Castelar, Nicolás Salmarón y Gumersindo de Azcárate, en
política, y otros, como José de Posada, Joaquín Costa, Rafael Altamira y Crevea, y Manuel
Torres-Campos. Una segunda ola se produjo entre 1860 y 1865, e incluía el Círculo Filosófico de la
Calle Cañizares: Rafael María de Labra, Segismundo Moret, el citado Azcárate y José María
Maranges. Una tercera ola empezó en 1866, con Luis de Rute, Manuel Sales y Ferré, Jacinto
Messía, Urbano González Serrano y Alfredo Calderón, alumno de Giner. Una cuarta ola incluyó a
Nicolás Salmerón y consistió principalmente en abogados, como Joaquín Costa, Eduardo Soler y
Leopoldo Alas (“Clarín”). Finalmente, en la quinta ola participaron José Manuel Piernas Hurtado,
Francisco de la Pisa Pajares y Vicente Santamaría de Paredes.
Los principales centros del krausismo en España fueron tres. Madrid (la Universidad Central),
Oviedo y Andalucía. En Oviedo, las figuras más destacadas fueron Eugenio Montero Ríos, José
Campillo Rodríguez, Adolfo Álvarez Buylla, Adolfo González Posada, Francisco José Barnes y
Manuel Piernas Hurtado. El grupo de Oviedo fue tal vez el más monolítico y mejor organizado y,
por ende, uno de los mejor conocidos. En las universidades de Sevilla y Granada el krausismo se
concentró en la imponente figura de Federico de Castro.
El krausismo, tal como se conoció en España, no quedó inmovilizado, sino que se desarrolló de
acuerdo con una variedad de tendencias. Adolfo Posada indicó que la reformulación de la teoría del
racionalismo armónico, vinculado a las consecuencias prácticas que se habían deducido de ella,
convertían la filosofía de Krause en krausismo y, por consiguiente, en un movimiento típicamente
español, “una auténtica planta española”. Esta conversión se debió al gradual abandono de la
sistemática construcción filosófica de Krause a favor de un programa de acción que se concentraba
en el hombre, en su perfección individual, pero también en un esfuerzo hercúleo de regeneración de
las instituciones sociales. De ese modo, los krausistas españoles hicieron hincapié en los estudios
que estaban íntimamente ligados a la experiencia humana: pedagogía, derecho y ética. Y como
señaló López Morillas, el apogeo del krausismo entre los intelectuales españoles no se debió tanto a
“su viabilidad doctrinal que a su virtud estimulante” (López Morillas, Krausismo: estética y
literatura, 1973: 10).
De los representantes del krausismo español, dos deben recibir especial atención: Francisco Giner
de los Ríos (1839-1915) y Manuel B. Cossío (1855-1935). Giner de los Ríos estaba vinculado a la
famosa Institución Libre de Enseñanza, idea que pudo llevar a cabo en el año 1878, y que
representó el instrumento más significativo para la ejecución de las ideas filosóficas de Sanz del
Río: la ciencia al servicio del hombre. La Institución representó lo mejor que el krausismo pudo
ofrecer a España: imponer al país el ideal de una perfección moral ilimitada. Esa moral estaba bien
representada en Giner: hombre de la paz, dedicado a una pedagogía del comportamiento
profundamente sentida, del hombre interno, dedicado a una filosofía política sin violencia, a leyes
sin coerción, y a una educación sin recompensas ni penas, una vida de un apostolado altruístico y
heroico; en suma, un hombre de la libertad a quien España debe una extraordinaria deuda de
gratitud por su renovación espiritual.
Manuel B. Cossío, alumno de Giner, quien a partir de 1854 dirigió el Museo Pedagógico Nacional,
la segunda institución krausista en España, continuó la ardua tarea de Giner. Introdujo nuevos
procedimientos e ideas, fue el auténtico continuador de la obra de su maestro.
En 1907 se estableció la tercera institución krausista, la Junta de Ampliación de Estudios y, más
adelante, se creó la Asociación para la Enseñanza de la Mujer, que ayudó a las mujeres en su lucha
por la dignidad y la emancipación femeninas.
En resumidas cuentas, Krause y su Escuela se convirtieron, en España, casi en una religión, en un
movimiento místico, una religión de la humanidad con una nueva visión del hombre como síntesis
del universo. Según Hans Jeschke, éticamente fue un tipo de religión laica con un carácter estoico, e
intelectualmente, fue una Escuela de filosofía. No solamente fue una corriente filosófica y
pedagógica, sino que representó también un liberalismo político y legal: autodeterminación,
parlamentarismo y autonomía judicial. Además, como dijo Miguel de Unamuno, estuvo
impregnado con misticismo y pietismo. Finalmente, como indicó Azorín: “El krausismo no fue tan
solo una filosofía sino toda una manera de vivir.”
A pesar de las críticas de Marcelino Menéndez y Pelayo —los krausistas, según él, eran más que
una Escuela de pensamiento, representaban una logia masónica, una sociedad de beneficencia
mutua, un círculo de iluminados, una confraternidad—, Pierre Jobit señaló que el movimiento
krausista había sido muy oportuno, ya que en medio de la confusión racional y política de la España
del siglo XIX, con su anarquía intelectual y social, “todo hombre sincero tenía que reconocer esta
situación y admirar por eso a los krausistas” (López Morillas, El krausismo español, 1956: 8-10, 13,
85 y 97; Gil Cremades, 1969: 155-80, 323-37, 348 y 356; Elías Díaz, 1983: Passim; Castillejo
Gorráiz, 1980: 3 y 10-114; Posada, 1981: 50-51 y 61; Sanz del Río, 1971: passim; García Cué,
1985: 16-31; Jeschke, 1954: 30-31; Menéndez y Pelayo, II, 1082 y 1091; Jobit, 1936: I, 280;
Azorín, 1965: 198; Unamuno, 1916-1918: I, 153; y Unamuno, s.f.: 291).
Portugal
En el vecino Portugal, el impacto krausista fue mucho más débil. El krausismo se concentró en la
figura de Vicente Ferrer de Neto Paiva (1798-1886), que enseñó filosofía desde 1834. Ferrer fue el
defensor más destacado del liberalismo romántico y autor de Elementos do Direito Natural ou de
Filosofía do Direito, obra en la que se observa la influencia de las teorías de derecho natural de
Heinrich Ahrens.
El liberalismo portugués seguía el modelo gaditano y, en 1844, se estableció un Conselho Superior
de Intruccão Publica con una variedad de cátedras. Como texto universitario se escogió la obra de
Ferrer. Este “viejo político regenerador” no solamente ocupó la cátedra de filosofía del derecho en
la Universidad de Coimbra, sino que fue también un miembro activo de la Comisión Portuguesa del
Código Civil. Su gran prestigio y su influencia en el siglo XIX contribuyeron a su vez, a la
influencia de las ideas krausistas en Portugal.
Además de Ferrer, José Joaquim Lopes Praça también tuvo un importante papel en la difusión de la
filosofía krausista en Portugal. Estudiante en Braga hasta 1862, un año más tarde ingresó en la
universidad de Coimbra donde le atrajo el estudio de la teología. En este período abandonó la
ortodoxia católica y se inclinó por el idealismo alemán. En 1868 publicó Historia da filosofía em
Portugal nas suas relações com o movimento geral da filosofía, y ocupó en forma vitalicia la
cátedra de latín, portugués, francés y economía moral en Montemor-o-Novo.
Desde un comienzo Lopes Praça fue un gran defensor de la obra de Ferrer y de su posición
krausista. A su juicio, de todas las tendencias filosóficas del idealismo alemán, el krausismo era el
que mejor armonizaba con las tradiciones escolásticas y católicas de Portugal.
En sus Teses do direito todavía sostenía su preferencia por Kant, pero en la década de 1870 se
inclinó por Krause. Esta preferencia se observa definitivamente en su obra Estudos sobre a Carta
constitucional de 1826, en la que analiza las libertades de la Iglesia (1878), y donde Lopes Praça
señala que, gracias a los esfuerzos de los discípulos Ahrens y Tiberghien la noción del derecho
según Krause se había esparcido entre los pueblos ibéricos y se había difundido en las instituciones
portuguesas a través de los prestigiosos trabajos de Ferrer de Neto Paiva. En su introducción a
Historia da filosfía em Portugal indicó que desde el De iure belli ac pacis de Grocio (1625) “hasta
Krause, hay muchos escritores ilustres que es superfluo citar” y se refiere a cuatro autores que no se
debía omitir, entre ellos, Ahrens y Silvestre Pinheiro (Braga, 1902: 424, 435-38, 473-86, 512-13 y
551; Lopes Praça, 1974: XV-XXVII, XXI-XXV, 20-21 y 27; Cabral de Moncada, Filosofia do
Direito e do Estado, 1949: 277-278; y Cabral de Moncada, Jurisconsultos portugueses, 1947: II,
passim).
Fin de la 1º parte.
México, Centroamérica y Antillas españolas
México.
Durante los treinta años del Porfiriato (1876-1911), con su filosofía del Porfirismo y sus partidarios,
los científicos, el positivismo mantuvo un monopolio intelectual con el lema de Comte: “Orden
político y Libertad económica”, el ideal de la burguesía mexicana. Sin embargo, entre los
opositores figuraba también el krausismo.
En México, no fue tanto Ahrens sino Tiberghien y su espíritu religioso, que influyeron en el país. El
Catecismo krausista de Tiberghien había sido traducido en 1875 y fue publicado en Puebla en
1879. Luego, la Lógica de Tiberghien fue conocida por Juan José de la Garza a través del Colegio
de Abogados. A ello ayudó el decreto del ministro de Educación, Ezequiel Monte, que reemplazó el
texto positivista de Bain por la Lógica de Tiberghien; si bien, más tarde, esta Lógica de Tiberghien
fue atacada y reemplazada, a su vez, por el texto positivista de Luis E. Ruiz.
En los años 1880 y 1881 fueron célebres las polémicas entre positivistas y krausistas, cuya cumbre
fue el debate del positivista Justo Sierra con el krausista José María Vigil (1829-1902), que tuvo
lugar en 1882. Entre los krausistas mexicanos figuraban también Hilario Gabilondo, Mariscal y
José María del Castillo Velasco, este último traductor de La Lógica de Tiberghien. Gabilondo y
Vigil representaron la cumbre del krausismo mexicano, y este último proclamó la necesidad de una
trinidad espiritual: la idea de Dios, la idea de la Patria, y la idea de la Libertad.
A pesar de que el positivismo, más poderoso y fortalecido por el Gobierno mismo, salió vencedor
en las citadas polémicas, el inicio de la Revolución Mexicana demostró, una vez más, la fuerza de
las huellas krausistas. Así, Francisco I. Madero, se sirvió de la inspiración de José Vasconcelos, a
su vez, influido por el krausista español Gumersindo de Azcárate, al lanzar el lema de la
Revolución: “Sufragio efectivo, No Re-elección”. Finalizada la Revolución y entrando en su
período de reconstrucción, observamos las huellas del krausismo en el extraordinario fervor
educativo, tal vez la gloria más grande de Vasconcelos, con su devoción humanista. En el nuevo
humanismo de Antonio Caso, José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Samuel Ramos, encontramos
claramente los poderosos influjos de Krause. Finalmente, el krausismo en México fue fortalecido
por la llegada de los republicanos españoles y sus cuatro instituciones: el Instituto José Luis Vives,
El Colegio Madrid, el Instituto Juan Ruiz de Alarcón y la Academia Hispano-Mexicana, ecos de la
Institución Libre de Enseñanza (Zea, 1944: 109, 114, 115-156, 187-192; Vasconcelos, 1963: 34,
38, 41-42, 47-50, 53; Larroyo, 1978: 100; Romanell, 1954: 66-67).
Centroamérica: Guatemala
A parte de una variedad de ecos krausistas en el siglo XIX, como el de Valerio Pujol. (1844-1915),
comisionado por el Gobierno de Miguel García Granados, que había llegado al país en 1874, el
impacto más impresionante del krausismo en Guatemala ocurrió con la Presidencia de Juan José
Arévalo Bermejo (1945-1950). Una beca lo había llevado a Europa, y más tarde, también con una
beca, había llegado a la Argentina. En la Argentina formó parte de la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad Nacional de Tucumán, dictó cursos en La Plata y Buenos Aires, y en San Luis,
dirigió la Escuela Normal. Más tarde fundó el Instituto Pedagógico. En la Argentina, Arévalo se
convirtió en krausista, a lo que contribuyó también el republicano español Lorenzo Luzuriaga,
quién enseñaba en la Universidad de Tucumán.
Arévalo, ya de entrada era idealista y fervoroso espiritualista y humanista, lo cual ayudó a que se
convirtiera fácilmente en krausista. Más tarde, al asumir la presidencia de su país, introdujo su
“Socialismo Espiritual”, de cuño krausista, siguiendo el ideario de Ahrens, Krause e Yrigoyen. Su
gobierno asumió el poder sobre la base de elecciones presidenciales. De inmediato fundó la nueva
Facultad de Humanidades en la Universidad de San Carlos; creó la Unión de Universidades
Latinoamericanas, e introdujo una Ley de Autonomía para la Universidad con una administración
tripartita de facultad, estudiantes y graduados.
La nueva Constitución guatemalteca de 1945 fue el símbolo del gobierno reformista de Arévalo,
influida en algunos aspectos por la constitución mexicana de 1917, con la cual se inauguró un
programa idealista de corte krausista: expandió la educación, atacó el problema del analfabetismo y
mejoró la salud pública. El Instituto para el Fomento de la Producción (INFOP) apuntó a una mayor
producción y el Instituto de la Seguridad Social representó el vehículo para mejorar la condición
del trabajador.
No hace falta mencionar aquí todas las instituciones y leyes del Gobierno de Arévalo; basta citar la
ley de Desarrollo Industrial, el Código del Trabajo, la Ley de Seguridad Social Obligatoria, las
Misiones Móviles de Cultura Inicial, las “Escuelas de Federación”, la Ciudad de los Niños, el
Instituto de Antropología, Etnografía e Historia, entre otras. En resumidas cuentas, el “Socialismo
Espiritual” del Presidente Arévalo Bermejo representó la versión guatemalteca del krausismo, en
términos generales, y del yrigoyenismo, en términos más específicos (Arévalo, 1970: 245-250;
Valle, 1960: 260, 267, 270; Arévalo, 1946: 26, 32-33, 148-151; Arévalo, 1948: 7, 15-17, 70-72;
Mejía, 1951: 19, 28-31, 31-32, 67, 100-180; Dion, 1958: 10-145).
Centroamérica: Costa Rica
El eco del krausismo en Costa Rica fue de corte distinto al que tuvo en Guatemala; puesto que aquí
se reflejó más en el sector educativo que en la política. En la mitad del siglo XIX, Costa Rica
reemplazó el antiguo dominio del añil por el azúcar, el algodón, y especialmente, el café, el cual
ligó el país a Inglaterra. El hecho de que aquí ningún producto pudo dominar el mercado —como
en el caso guatemalteco—, explica la entrada bastante temprana de ideas liberales.
Ya en tiempos de la Colonia, la pequeña propiedad caracterizó al país y el auge de la industria
cafetalera no significó ninguna destrucción de las tradicionales estructuras terratenientes. Para 1880
Costa Rica ya poseía un Estado consolidado, dirigido por intelectuales liberales con un
extraordinario impacto sobre las instituciones del país. Tanto la prosperidad económica como el
fomento de la inmigración contribuyeron a la extraordinaria evolución de la educación sobre una
base democrática. Costa Rica, en oposición al camino elegido por Guatemala escogió una
revolución pacífica y educativa: la llamada Reforma Educacional de 1885.
En tiempo de los españoles, la educación era de tipo tradicional, pero ya a partir de la
independencia, con el Presidente Juan Ora Fernández, en 1824, se introdujeron las primeras leyes
educacionales. En 1847 se estableció el Ministerio de Educación, y en 1858, la escuela obligatoria.
En la Constitución de 1869, en su artículo 6, se incorporó la política costarricense en materia
educativa. En 1884, las leyes liberales entregaron la educación a entidades privadas y los jesuitas
fueron expulsados del país. Un año más tarde, en 1885, la Ley Fundamental de Instrucción Pública
estableció una política coherente en educación.
El sistema educativo costarricense estaba basado, a nivel universitario, en la Universidad de Santo
Tomás, 1843, cuando la Casa de Enseñanza de Santo Tomás (1814) había sido ascendida a centro
universitario. En 1846 se había establecido un Colegio para Maestros de Educación Primaria, y a
nivel secundario, existían dos instituciones: el Colegio San Luis Gonzaga, en Cartago, 1869, y el
Instituto Nacional, en San José, 1874.
El Colegio San Luis Gonzaga fue la primera institución por el krausismo, más adelante también el
Instituto Nacional. Como en otras partes de Iberoamérica, también aquí los liberales estaban
divididos entre positivistas, católicos y krausistas. Estos últimos estaban identificados con los
hermanos Fernández Ferraz, J. M. Céspedes y Salvador Jiménez. Los tres hermanos Fernández
Ferraz provenían de las Islas Canarias y habían estudiado en la Península en tiempos del monopolio
intelectual krausista. En 1869, uno de los hermanos, Valeriano, viajó a Costa Rica y se hizo cargo
del Colegio San Luis Gonzaga. Pronto llegaron también los hermanos Juan y Víctor.
Valeriano Fernández Ferraz fue el corazón y el alma de la reforma educacional de Costa Rica, que
se hizo con un contenido krausista. Con la introducción de la filosofía krausista, los hermanos
Fernández Ferraz se convirtieron en los instrumentos de transmisión de la ideología liberal
proveniente de la Institución Libre de enseñanza, es decir, un sistema educativo de corte krausista
que significaba un equilibrio intelectual entre la ciencia, la historia, la filosofía y la filología.
La vieja Escolástica fue reemplazada por el racionalismo armónico de Krause. Este programa
educativo fue introducido por Valeriano Fernández Ferraz en el Reglamento del Colegio de
Segunda Enseñanza, de Cartago, con el cual Valeriano tenía la intención de moldear la formación y
el carácter de las generaciones venideras del país. Además, no cabe duda de que en la Universidad
de Costa Rica, reducida a su Colegio de Derecho, el krausismo, conjuntamente con su rival, el
positivismo, fue la base filosófica, de 1871 en adelante hasta prácticamente el año 1915, y que
influyó en las generaciones por más de cuarenta años organizando el Estado costarricense sobre la
base del racionalismo y el liberalismo. Para dar un ejemplo de los autores que los estudiantes
debían estudiar, de acuerdo con el citado Reglamento, la lista incluía: Canalejas, González Serrano,
Hermenegildo Giner, Revilla, Tiberghien y Krause mismo; además, Cousin, Carlyle, Destutt de
Tracy, Emerson, entre otros (Negrín Fajardo, 1989: 234).
Sin embargo, como en otras partes de Iberoamérica, el krausismo no fue la única filosofía que
contaba. Así, en 1886, se dictó la Ley General de Educación Común, vinculada con el positivista
Mauro Fernández. Ello representó un cambio, más bien en dirección del positivismo con la
eliminación de la Antigüedad Clásica y su reemplazo por la ciencia moderna. Sin embargo,
Valeriano Fernández Ferraz no capituló, sino que combatió la nueva dirección educativa; ello se
reflejó en su Plan de Estudios de 1905 (Negrín Fajardo, 1989: 239-41).
De una manera distinta, también los hermanos Juan y Víctor, influyeron en la educación
costarricense con la introducción de métodos y principios krausistas, como por ejemplo neutralidad
de las instituciones educativas, sustitución del castigo por la conducta ejemplar del maestro,
autorresponsabilidad del estudiante, ascenso del papel de la mujer en la sociedad, etcétera.
Finalmente, Costa Rica fue el primer país en Iberoamérica que introdujo el Kindergarten —jardín
de infantes— siguiendo ideas educativas de Froebel, cuyo puente intelectual con Krause es bien
conocido. En resumidas cuentas, la educación primaria continuaba lógicamente con los mismos
ideales krausistas y seguía en la educación secundaria y universitaria. A pesar de que el citado
positivista Mauro Fernández pudo reestructurar la educación costarricense en la década de 1880
sobre una base positivista, el krausismo no fue eliminado, máxime que Mauro Fernández fue, en
realidad krauso-positivista, para usar el término de Roig, o positivista espiritual, el término de Gil
Cremades. Su krauso-positivismo se refleja en la promoción de las ciencias y la tecnología, pero al
mismo tiempo, estimuló una educación basada sobre un contenido físico, ético y estético. No cabe
duda de que los educadores canarios contribuyeron de modo extraordinario en la formación de los
costarricenses que más adelante influyeron en la política a fines del siglo XIX y comienzos del XX
(Fischel, 1987: 40-51, 52-90, 117-198; Negrín Fajardo, 1989: 225, 248-249, 231-247, 250).
Las Antillas españolas: Cuba
La Isla de Cuba tuvo una evolución impresionante en materia de filosofía, y el ambiente cultural en
La habana a mediados del siglo XIX reflejaba una sociedad de alto nivel intelectual. En realidad, se
asemejaba al ambiente cultural de la capital española. Además, los intelectuales cubanos, en la
mayoría de los casos, pasaban cierto tiempo en España. También aquí, en la Isla de Cuba, se podían
observar las distintas corrientes filosóficas: el escolasticismo, el tradicionalismo, el liberalismo
doctrinario, el eclecticismo de Cousin, la escuela escocesa, el socialismo utópico, etcétera. José
Manuel Mestre (1832-1886) fue el primero que, en ciertos aspectos, siguió a Krause.
Otros pensadores cubanos que simpatizaban con muchas de las ideas de Krause fueron Tristán de
Jesús Median (1833-1886) y Antonio Bachiller y Morales (1812-1889). Este último atacó la
esclavitud y sometió, al iniciarse la Guerra de los Diez Años, una petición para que se concediera la
autonomía a la Isla. Sus ideas krausistas se revelan en el campo de la filosofía: en sus Elementos de
filosofía del derecho, 1857, se observa una tradición legal de las teorías de derecho natural, esto
permite demostrar que Ahrens representó en Cuba, como en otras partes de Iberoamérica, la
vanguardia del pensamiento krausista.
Rafael Montoro (1852-1933), también estuvo vinculado en alguna forma con el pensamiento de
Krause. Después de sus estudios fue portavoz del Partido Autonomista Cubano en Madrid
(1878-1898) y, si bien se inclinaba más a la política, su elocuencia y devoción a la filosofía fueron
bien conocidas. El neokantismo y los neokantistas fue una obra bien recibida, y, en 1902, publicó
sus Principios de moral e Instrucción cívica, donde indicó que no era krausista, pero que el
panteísmo había tenido gran éxito en resolver problemas básicos, y los había resuelto con la noción
de las esencias que nos justifican a afirmar que todo es Dios, bajo Dios y mediante Dios (Vitier,
1948: 184). En otra parte señaló que el krausismo contenía pureza, rectitud y la más alta elevación
ética. Como Bachiller y Morales, también Montoro había recibido el impacto de Krause a través de
Ahrens.
Finalmente, José Martí (1853-1895), el héroe nacional y uno de los más grandes oradores de su
tiempo, también estuvo ligado al krausismo. En sus escritos Martí mencionó a Krause unas seis
veces, y durante su exilio en la Península (1871-1874) otras cuatro veces. Luego, en Guatemala,
donde enseñó por un tiempo en la Escuela Central Normal, afirmó su simpatía por los krausistas
españoles. En unos fragmentos relativos a su curso de filosofía, mencionando a Kant, Fichte,
Schelling, cita a “Hegel, el grande”, y a “Krause, todavía más grande”, y finaliza: “He tenido un
gran placer cuando encontré en Krause esta filosofía intermedia, secreto de los extremos, que creí
llamar filosofía de la Relación”. Y en otra parte de sus notas filosóficas, otra vez repite comentarios
sobre Kant, Fichte, Schelling, Hegel, y, una vez más cita a Krause —“y éste es el más grande y el
más completo [de los filósofos modernos], y analiza el sujeto, el objeto, y el medio que los une: la
relación. Luego, también cita a Tiberghien” (Gómez Treto, 1989: 193-194).
Martí elogió a Krause por haber desarrollado una filosofía conciliadora entre el idealismo subjetivo
de Kant y Fichte y el idealismo absoluto de Hegel y Schelling (Méndez, 1941: 305; Serna Arnáiz,
1993: 139). Un impacto más fuerte todavía del krausismo en Martí se observa en la ética y en la
estética. Con brazos abiertos Martí acogió al panenteísmo, la doctrina de la armonía filosófica, la
creencia en la innata bondad del hombre y la teoría de los valores liberales y democráticos que
había surgido de esa premisa, y su negación de aceptar cualquier sistema filosófico que incluía la
pérdida de la libertad, y la obligación de seguir sus propios mandatos éticos (Serna Arnáiz, 1993:
140-141).
En resumidas cuentas, el eco del krausismo en Cuba tal vez no haya sido tan profundo<%1>, si lo
comparamos con otras partes de Iberoamérica. Sin embargo, muchos cubanos liberales se sirvieron
de la filosofía krausista para fortalecer sus respectivos puntos de vista. Este krausismo llegó a la Isla
a través de Ahrens y Roeder, directamente, o mediante Tiberghien, como en el caso de Martí, o, en
términos generales, a través de la variedad española.
Antillas españolas: Puerto Rico
Eugenio María de Hostos (1839-1903), el más grande de los hijos de Puerto Rico, también tuvo un
vínculo krausista. Nacido en Mayagüez, terminó sus estudios en España. Intervino en la política
española, volvió a la Isla en 1859 y 1863, escribió en La Iberia, y tuvo que exiliarse a París por sus
actividades antiborbónicas. Cuando sus amigos llegaron al poder con el Golpe de Septiembre
(1868) esperó obtener concesiones para su querida Isla, pero fue una ilusión, nada más. Viajó
entonces a Nueva York y luego hizo un recorrido por toda Iberoamérica (1870). Desilusionado con
la Paz de Zenjón (1878), vivió más de diez años en la República Dominicana y, luego, otros diez en
Chile (1889-1898). Aquí llegó a ser el Director del Liceo de Chillán; más adelante, en Santiago,
ocupó la cátedra de Derecho Constitucional en la Universidad local. En 1898 abandonó Chile con
la esperanza de que Puerto Rico alcanzaría la independencia; era su primera visita a la Isla después
de 1863, pero sólo observó indiferencia y apatía. La ocupación
norteamericana lo desilusionó totalmente: se retiró a la República Dominicana donde murió en
1903 siendo Director General de Educación Pública.
Las obras de Hostos comprenden veinte tomos, publicados por el Gobierno de Puerto Rico en La
Habana, en 1939. La influencia del krausismo en su mente se observa en el Tomo VIII, La
peregrinación de Bayoán. En esta obra Hostos hizo un llamamiento a la unión de todos los pueblos
hispánicos y pidió la autonomía e independencia de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
El impacto de Krause en Hostos se puede ver en muchos aspectos, especialmente en el campo de la
ética y en el campo político-constitucional. El elemento ético está contenido en su Moral social: el
hombre era parte de la humanidad, y la primera verdad era que la base fundamental de todo ser
humano era la humanidad entera (Hostos, s.f.: 21, 114-115). Los distintos deberes del hombre eran
la consecuencia de las relaciones morales del hombre e incluían la tolerancia, la benevolencia, el
bienestar, la caridad, la solidaridad, etcétera; los deberes políticos cubrían la dignidad, la lealtad, la
integridad, y los deberes económicas, el ahorro, la sobriedad, la previsión y la frugalidad (Hostos,
s.f.: 123-142).
En la segunda parte de su libro, Hostos se refiere a la relación entre la ética y las varias actividades
en la vida, como el derecho y la política, la educación y las profesiones, las iglesias, las ciencias, las
artes y las literaturas, etcétera. En cuanto a la relación entre la ética y el derecho, Hostos hizo
hincapié, en primer lugar, en la conexión íntima entre el Derecho positivo y la moral, esto es, entre
el Derecho Natural y el Derecho positivo, y en segundo término, señaló que “el órgano de la ley era
la conciencia”, haciendo eco de las antiguas teorías escolásticas de Derecho Natural.
La contribución de Hostos en el campo del derecho público fue inmensa. No solamente había
dictado cursos en derecho constitucional, internacional y penal en Santo Domingo, y derecho
constitucional en Santiago de Chile. Además, sus publicaciones en este campo fueron numerosas.
En Lecciones de Derecho Constitucional manifestó sus ideas constitucionales: el Estado tenía una
base orgánica, no una abstracción; un cuerpo vivo en el cual el individuo, el municipio, la
provincia, la nación y sus instituciones, todos colaboraban íntimamente; lo cual significaba un
sistema de corte krausista.
En este campo constitucional también el federalismo desarrollaba un papel muy importante. El
federalismo de Hostos finalizaba en el concepto de la humanidad, de la familia de las naciones, del
Estado universal, tal como lo había soñado Krause, y seguía de cerca al de Francisco Pi y Margall,
de la primera República española de 1873, de hecho un perfecto experimento krausista.
Finalmente, la mayor actividad de Hostos fue sin duda la de maestro y de educador. Durante unos
veinticinco años (1878-1903), Hostos dedicó toda su alma a esta carrera. Tanto su Sociedad
Amantes del Saber, en Lima, 1870, como su defensa de la mujer, en Chile, en 1872, demuestran su
inclinación al krausismo. Lo mismo se observa cuando, en 1879, inició la reforma educativa en la
República Dominicana abriendo las puertas a Pestalozzi y a Froebel, o en la inauguración del
Instituto de Señoritas, 1881, y también, en el mismo año, del Instituto Profesional. Finalmente, la
inauguración de una Escuela Normal en Santiago de los Caballeros irradia el mismo espíritu.
En suma, el impacto de Krause en la personalidad de Hostos fue inmenso: no solamente en derecho
constitucional, internacional y penal, sino, en especial, en la ética y en la pedagogía. Además, hay
que tener bien en cuenta, que ese impacto fue difundido por Hostos, especialmente en la República
Dominicana y en Chile (Tejada, 1949: 11-17, 36-62, 73-74, 82-91, 186-190, 203-204; Brightman,
1939: 8-9; Mistral, 1939: 45; Insúa Rodríguez, 1945: 185; Velasco Ibarra, 1928: 52-72; Massuh,
1979: 13-21; Hostos, Moral Social, s.f.: 17-31, 107-198; Pedreira, 1964: 96, 98-101, 107, 113, 115,
120-173).
La Región Andina : Colombia
El impacto krausista en Colombia fue menor, como ocurrió con el positivismo. El pensamiento de
Krause llegó al país a través de la gran figura tradicionalista de Miguel Antonio Caro. Conocía bien
a Ahrens y lo citó en varias ocasiones, pero al mismo tiempo hizo hincapié en que no coincidía con
sus ideas. La obra de Ahrens, Cours du droit naturel ou Philosophie du droit fait d'après l'état
actuel de cette science, se conoció en Colombia a través de la versión castellana de Ruperto
Navarro Zamorano, a partir de 1841.
Debido a las condiciones muy especiales de Colombia, donde el utilitarismo benthamiano había
tenido, en varias oportunidades, un fuerte impacto sobre el liberalismo colombiano, Caro se sirvió
del pensamiento de Ahrens para combatir al utilitarismo que él identificaba con la teoría kantiana
de la libertad absoluta. Para esta crítica de Kant, Caro se sirvió de la versión kantiana hecha por
Ahrens en Filosofía del derecho, en la cual, siguiendo a Krause, criticaba la posición de Kant como
insuficiente e imperfecta. Caro discutió este tema en Estudio sobre el utilitarismo en relación con el
tópico de la libertad absoluta y el poder absoluto. De acuerdo con Caro, la libertad absoluta
suprimiría el poder; el poder absoluto eliminaría la libertad. No sería una solución, y, por ello, se
debía encontrar otro remedio. Caro continuó esta discusión sirviéndose de la crítica de Ahrens
respecto del sistema de derecho kantiano.
Sin entrar en los pormenores de este tema, Caro, como pensador tradicionalista, señaló que el
defecto de Kant consistía principalmente en haberse liberado de la base ética. Atacó a los liberales
colombianos por haber aceptado el punto de vista de Kant, y se sirvió de la filosofía krausista, tal
como fue expuesta por Ahrens, para fortalecer el punto de vista católico contra el liberalismo, al
que interpretó en términos utilitarios, identificando el radicalismo de Bentham erróneamente con
Kant.
Ezequiel Rojas fue el Sanz del Río en Colombia, según la opinión de Caro, pero no parece haber
tenido gran influencia en el país. En resumidas cuentas, el impacto del krausismo en Colombia, fue
débil (Caro, 1962: I, 157-159; Valderrama Andrade, 1961: 87, 192 y 195; y Jaramillo Uribe, 1982:
296-297).
Ecuador
José Peralta y las distintas fases de su vida
Después de la independencia, Ecuador pasó por tres fases históricas distintas: la primera,
1830-1845, el período del presidente (venezolano) Juan José Flores; la segunda, 1845-1860, un
período intermedio representado por cinco presidentes que intentaron gobernar, y en el que el país
perdió más territorios; la tercera fase, 1860-1875, representada por el gobierno tradicionalista de
Gabriel García Moreno, asesinado en 1875. Su muerte no condujo a un régimen liberal, si bien el
liberalismo lentamente llegó al poder en 1895, después de un corto período progresista que se
extendió de 1881 a 1895.
En 1895 asumió el poder un jefe liberal, ídolo de las masas y representante de los intereses
costeños, Eloy Alfaro. Su régimen representó la cumbre más alta, jamás alcanzada por el
liberalismo ecuatoriano, como anteriormente el tradicionalismo lo había alcanzado con García
Moreno. El gran éxito de Alfaro, en lo material, fue la construcción del ferrocarril de Guayaquil a
Quito; en lo espiritual, fue el gobierno que se sirvió del krausismo para llevar a cabo un programa
idealista con su gran ministro José Peralta.
El krausismo en Ecuador, en su primera fase, formó parte de un movimiento filosófico que, por un
lado, combinó varias corrientes: tanto el espiritualismo del eclecticismo de Cousin como el
racionalismo deísta de inspiración francesa, especialmente Paul Janet; y, por otro, existía una
corriente intelectual que tenía la meta de llevar a cabo el ideal de una secularización de la sociedad
para “liberar” al Estado y a la sociedad del dominio de la Iglesia. En este contexto, José Peralta
(1855-1935) y su krausismo se convirtieron en una poderosa fuerza que influyó profundamente en
los destinos del país.
Peralta se inspiró intelectualmente en Tiberghien y en los espiritualistas franceses Théodore
Jouffroy, Emile Saisset, Jules Simon, y, especialmente, el citado Paul Janet. Nacido en
Chaupiyunga de Gualleturo, cantón de Cañar, la antigua jurisdicción de la Provincia del Azuay,
parece que tuvo una juventud muy difícil y que se desarrolló a través de distintas fases. Su primera
fase, desde su infancia hasta su primer destierro a Perú en 1882, cubre su educación por los jesuitas,
sus estudios universitarios, y sus primeras contribuciones literarias. En esta primera fase, era
católico ortodoxo y se oponía violentamente a la política del presidente General Ignacio de
Veintemilla (1876-1878; l878-1882), quien lo obligó a exiliarse. En Perú encontró trabajo en una
compañía minera inglesa en Zaruma. En este período sufrió una crisis espiritual que lo alejó del
catolicismo, pero no de su espiritualismo, ya que poseía una naturaleza profundamente religiosa. El
idealismo alemán lo había seducido, y muy especialmente la filosofía de Krause.
Su segunda fase, de 1882 a 1895, comprende el regreso a Ecuador, durante la presidencia de los tres
jefes progresistas, José María Plácido Caamaño (1883-1884; 1884-1888), Antonio Flores Jijón
(1888-1892) y Luis Cordero (1892-1895), hasta la revolución de 1895. En este período se dedicó a
la causa liberal, con una profunda espiritualidad moral, mediante una variedad de periódicos, como
El Escalpelo (Cuenca, 1887), La Libertad (Cuenca, 1888), La Verdad, La Linterna, La Razón, La
Época (todos de Cuenca, 1889). En 1890 se trasladó a Quito, donde publicó El Constitucional y
cooperó con el Boletín Popular (Cuenca, 1894); un año más tarde comenzó a dirigir La
Regeneración, cuyo título demuestra su naturaleza espiritualista e idealista. Es también el tiempo de
furiosos debates y de la publicación de su obra La Iglesia y el poder público en el Ecuador. Como
en Europa, también en Iberoamérica había surgido la errónea interpretación de que la Iglesia era el
obstáculo más poderoso contra el progreso. La opinión liberal de Peralta, sin embargo, no se basó
sobre argumentos materialistas o utilitarios, sino en un punto de vista profundamente espiritual.
Una tercera fase se inició con la revolución de 1895 y se extendió hasta el fin del régimen de Eloy
Alfaro, en 1911. Es el período que llevó a Alfaro al poder y que cambió profundamente la carrera
de Peralta. Llegó a ser Rector y profesor en ciencias políticas del Colegio Nacional de San Luis, en
Cuenca, pero en los combates de 1896 cayó prisionero y salvó su vida por la victoria final de Alfaro
en 1896. Ingresó en la Asamblea Nacional en 1897 como miembro del ala moderada y, en el mismo
año, publicó El casus belli del clero azuayo.
También en 1897, Peralta aceptó la colaboración de los liberales radicales y fue nombrado Ministro
de Relaciones Exteriores, Educación Pública, Justicia y Religión. En ese cargo Peralta acompañó
lealmente a su presidente, publicó libros y oficios, y negoció el Concordato con la Santa Sede.
Explicó su posición en La cuestión religiosa y el poder público en el Ecuador. También atacó la
política de Leónidas Plaza, cuando éste siguió a Alfaro en 1901, y al gobierno de Lizardo García
(1905-1906). Cuando Alfaro volvió al poder en 1906, Peralta ocupó de nuevo el Ministerio de
Relaciones Exteriores. Los problemas fronterizos con Perú fueron abordados en Documentos
relativos al actual conflicto con el Perú, y, al mismo tiempo, publicó El régimen liberal y el
régimen conservador juzgados por sus obras (1911), lamentablemente una obra muy parcial.
Cuando Alfaro cayó del poder ese mismo año, y resultó asesinado en 1912, Peralta fue nuevamente
desterrado a Perú. Esta es la cuarta y última fase de su vida, durante la cual realizó un viaje a
Europa (1912), regresó a Ecuador y fue designado Ministro de su país en Lima, 1916-1919. A su
regreso a Ecuador fue nombrado Rector de la Universidad del Azuay en Cuenca, cargo que perdió a
raíz del establecimiento de la Junta Revolucionaria de 1925.
Nuevamente tomó el camino del exilio en 1927 por su publicación de “La fuente del socialismo”,
en Llamarada (Quito); luego viajó a Europa y al continente americano. En 1933, aceptó la
designación de Presidente interino de la Junta Directiva del Partido Liberal. Cuatro años más
tarde murió en Quito. En este último cuarto de siglo Peralta se había dedicado a la filosofía, la
teología, el derecho y las ciencias políticas, aparte de sus tres libros sobre relaciones
internacionales: Compte Rendu, su defensa como representante de Ecuador en Perú; Para la
historia, su defensa ante las acusaciones del Congreso Ecuatoriano, y Polonización del Ecuador.
La obra filosófica de Peralta
Entre sus obras filosóficas, se deben citar: La naturaleza ante la teología y las ciencias, Cuestiones
filosóficas - el hombre y su destino, Teorías de ética o diversas opiniones sobre la moral, La moral
de Jesús, La esclavitud de América Latina, Teorías del Universo y La moral teológica. La moral
teológica y su acción contra el paganismo. La moral teológica y su acción contra el judaísmo. La
moral teológica y su acción contra el cristianismo.
Las obras filosóficas de Peralta demostraron la extraordinaria influencia del pensamiento krausista.
Así, en sus Ensayos filosóficos, en parte de la citada obra Cuestiones filosóficas, analiza al hombre
y su destino y divide su problemática en nueve temas:
l. Materialismo y sus consecuencias.
2. Errores espiritualistas.
3. Características de la unión del alma y del cuerpo: teorías relativas al alma.
4. Permanencia y exclusividad de la unión de alma y cuerpo: errores en relación con ello.
5. Naturaleza, origen y destino del alma: errores en relación con el sujeto.
6. Consecuencias absurdas de la doctrina católica.
7. Preexistencia de las almas; muerte e inmortalidad.
8. El mundo moral infinito: reencarnación. Aniquilamiento del alma. Metempsicosis.
9. Espiritualismo: comunicación con los espíritus.
En la discusión de estos temas, Peralta se basó en Tiberghien, a quien citó en varias ocasiones y,
además, atacó a los materialistas germanos del siglo XIX: Büchner, Haeckel, Vogt y Maleschott. El
krausismo religioso de Tiberghien formó, de ese modo, la base espiritualista e idealista de su
liberalismo. También en las otras obras, como en su Teoría de ética, La moral de Jesús y La moral
teológica, rechazó cualquier noción de materialismo, panteísmo y utilitarismo, utilizando
argumentos de Platón, Kant, Hobbes, Voltaire, Cousin, Fichte, Jouffroy y Janet. En resumen,
Peralta formuló una filosofía liberal, de corte espiritualista, que se basó, en parte, sobre el
eclecticismo de Cousin, el liberalismo doctrinario de Royer-Collard, y los mayormente olvidados
idealistas franceses citados anteriormente Saisset, Simon y Janet, como igualmente Alfred Fouillée
y Jean Marie Guyau, todo completado y coronado por el krausismo religioso de Tiberghien.
En su obra política, La esclavitud de la América Latina, semejante a El tiburón y las sardinas, del
presidente guatemalteco Arévalo Bermejo, Peralta hizo un llamado a la unión y a la defensa de
Iberoamérica. Manifestó, en este libro, el ideal krausista contra todo imperialismo y a favor de la
humanidad, y reflejó un punto de vista que no es diferente de la filosofía krausista del presidente
argentino Hipólito Yrigoyen frente a la Primera Guerra Mundial y la Sociedad de las Naciones.
Finalmente, en el campo de la educación, Peralta también influyó sobre su país. Trató de introducir
el ideal krausista de la educación, de acuerdo con lo que él consideró “emancipación de conciencia”
y “autonomía personal”. Como Ministro de Educación estableció varias escuelas normales, las que,
según Ossenbach Santer, apuntaban más bien a la introducción de principios “políticos” para una
educación liberal y no al mejoramiento pedagógico y metodológico en la enseñanza (Ossenbach
Santer, l989: 259).
En resumidas cuentas, el impacto del krausismo en Ecuador, a través de Peralta, tanto en el campo
de la filosofía y la ética como en el área de las relaciones internacionales y la enseñanza, fue
inmenso, si bien no deben omitirse los otros influjos, aunque en realidad, representan un eco de
menor importancia dentro del contexto general.
Hasta el mismo presidente Eloy Alfaro adoptó ideas del krausismo de Peralta. Así lo demuestra el
decreto relacionado con el mejoramiento de la condición de la mujer, del 11 de octubre de 1895, en
el cual la mujer ecuatoriana sería capacitada para desempeñar ciertos cargos públicos, en armonía
con su sexo y sus aptitudes. De acuerdo con este decreto, el Poder Ejecutivo ordenó que se abriera
la Administración General de Correos, con excepción de los cargos más altos (Administrador
General e Interventor), a las mujeres.
Velasco Ibarra: su vida política e intelectual
Otro presidente de Ecuador, que también tuvo cierta vinculación con el krausismo, fue José María
Velasco Ibarra (1893-1979), que tuvo una influencia menor del krausismo, pero notable, ya que
sucedió a mediados del siglo XX. Velasco Ibarra recibió su educación en Quito y en la Sorbona, en
Europa. A su regreso a Ecuador enseñó en las universidades de Quito y Guayaquil, y en 1933 fue
elegido Presidente de la Cámara de Diputados. Debido a sus actividades, el presidente Juan de Dios
Martínez Mera tuvo que renunciar. Velasco Ibarra, apoyado por los conservadores y por la mayoría
de los liberales, ganó entonces las elecciones del año 1933. Fue su primer mandato presidencial, de
los cinco que tuvo.
De una personalidad nerviosísima, elocuente, dinámica e intelectual, y tolerante en materia
religiosa, Velasco Ibarra inició un nuevo período en la agitada historia de Ecuador, que abarcó los
años 1933 a 1971. Como Yrigoyen en la Argentina, trataba de hacer todo por sus propios esfuerzos,
ya que no le gustaba delegar poderes. “Democracia” y “eficacia” fueron sus lemas políticos. Trató
de eliminar toda improvisación, pero no comprendió a sus subordinados, y estos le tenían miedo.
Su primer período se inició con una nueva Constitución, que no toleró una dictadura parlamentaria,
pero fue breve, y en 1935 fue obligado a renunciar e ir al destierro.
La derrota en la guerra con el Perú (1940) le permitió regresar a su país y ganar las elecciones, tal
era su personalidad que irradiaba pasión y calor. Así se inició su segunda presidencia en 1944, que
se extendió hasta 1947. Una inmensa ola de popularidad recibió a Velasco Ibarra cuando entró en
Quito. Esta vez se inclinó más a la izquierda, si bien su estilo personal enanejó tanto a socialistas
como a comunistas. Fue un gobierno fascinante, cuyos miembros eran famosos intelectuales y
pertenecían a todos los colores políticos. No cabe duda de que fue un gobierno intelectual e
idealista, según el modelo krausista. Sin embargo, el hecho de que estos intelectuales eran idealistas
y raras veces pisaban el terreno de la realidad produjo un sinnúmero de problemas. Velasco Ibarra,
entonces, se pronunció por una nueva constitución, la de 1945, la decimocuarta de la serie
ecuatoriana de constituciones políticas, considerada por muchos “contradictoria e irreal”. Parecía
ser el espejo de Velasco Ibarra.
La nueva Constitución representaba el intento honesto de dar a Ecuador una estructura moderna y
social. El mismo Velasco Ibarra la encontró llena de vicios técnicos, contradicciones ideológicas y
fallas dialécticas (Cevallos García, s.f.: II, 228). Por consiguiente, a pesar de sus anteriores
promesas de que iba a seguir una política liberal, tuvo que apoyarse sobre los conservadores. Las
masas, todavía hipnotizadas por su personalidad, seguían apoyándolo con pasión. Velasco Ibarra
había firmado la Constitución de 1945 bajo protesta, pero un año más tarde la suspendió. El
resultado fue una nueva Constitución, la de 1946, que fue la más duradera, hasta 1963.
La Constitución de 1946 incluyó las siguientes normas:
1. Reintrodujo la invocación divina.
2. Creó una Corte de Garantías para equilibrar los poderes del Ejecutivo.
3. Garantizó la autonomía de la Suprema Corte Electoral (establecida por la Constitución de 1945).
4. Suprimió la representación de las llamadas “tendencias políticas”.
5. Limitó la representación funcional y suprimió totalmente la representación minoritaria en el
Senado.
6. Garantizó la educación privada, y las municipalidades podían dar subsidios a la educación libre
privada, y declaró que en los grandes centros educativos todas las distintas fuerzas educativas del
país, tanto oficiales como privadas, estarían representadas.
(Cevallos García, s.f.: II, 229-230)
La Corte de Garantías era un eco de la Constitución española de 1931, influida por el krausismo,
pues también incluía una corte de esa índole. Los ideales de esta corriente de pensamiento se
observan igualmente en la introducción de la autonomía para una variedad de instituciones y con un
margen más amplio que en la Carta española. En el Título VIII —Régimen Seccional— el país fue
dividido en provincias, cantones y parroquias —influencia de la venerable Constitución gaditana de
1812—, cada uno de los cuales tenía un jefe supremo. El Estado garantizaba la autonomía relativa
de todas las provincias, y todas las municipalidades eran autónomas e independientes de todas las
otras “funciones” (Art. 128). La Constitución de 1946 también estableció otros entes autónomos, y,
además de proclamar que todas las universidades debían ser libres y gozar de autonomía, también
las instituciones financieras, como el Banco de Ahorros, el Banco Central y el Sistema de Crédito
de Fomento iban a ser autónomos e independientes (Borja y Borja, 1951: 668-670 y 695).
Finalmente, la Constitución también contenía estipulaciones sobre propiedad y trabajo que eran
profundamente cristianas, pero también krausistas. Bajo el Título II —Garantías, Sección I
(Artículos 180-186)—, se enunciaban los derechos de extranjeros, el estado de la propiedad y las
estipulaciones de trabajo que incluían el salario mínimo, las horas de trabajo, los días festivos, los
sindicatos, el derecho de huelga, los derechos especiales de la mujer y de las madres, las
condiciones especiales de trabajo para menores, los programas de entrenamiento, la higiene y la
seguridad en el lugar de trabajo, etcétera. No cabe duda de que tanto las estipulaciones relativas a la
autonomía y gran parte de la legislación social tenían un contenido krausista. Y habría que agregar
que Velasco Ibarra, ese hombre tan contradictorio y de tremendas pasiones, de una extraordinaria
energía y de un intenso amor por su pueblo y su país, dio al populismo una fascinante base
intelectual, primero arraigada en “doctrinas legales y sociales que, entre otras tantas, fueron
inspiradas por los krausistas españoles, y más tarde, por el impacto de otras corrientes europeas del
pensamiento, dentro de las cuales no faltaba la literatura existencialista” (Roig, 1982: 52; Linke,
1960: 23-24 y 29-3l; Cevallos García, s.f.: II, 7, 216-217, 228-230 y 236-245; Ossenbach Santer,
1989: 251-260; Roig, 1982: 46 y 64-75; Peralta, 1988: 15-26, 28, 38-40, 105, 135, 146, 199-247,
255, 265-326, 340, 377-380 y 393-394; Peralta, 1991: 9-14, 15-23 y 77-117; Eloy Alfaro, 1959: I,
315 y Borja y Borja, 1951: 668-670 y 695).
Perú
Herrera y Ahrens
Las ideas de Krause ingresaron en Perú en una época bastante temprana, que es la de los presidentes
José Rufino Echenique (1851) y el mariscal Ramón Castilla, en general, y, más específicamente, a
través de Bartolomé Herrera (1808-1864), más tarde obispo de Arequipa. En el gobierno de
Echenique fue Ministro de Justicia, Educación Pública y de Relaciones Exteriores. Herrera tradujo
la obra de Derecho Natural, de Heinrich Ahrens, y en Escritos y Discursos, Herrera citó varias
veces a Cousin y Constant, Jouffroy, Guizot, Jacques, Saisset, Simon, Damiron, así como a los
neoescolásticos españoles Antonio Javier Pérez y López, Vélez de Guevara, Zevallos y Francisco
Alvarado. Herrera no fue krausista, pero en su juventud le había atraído el pensamiento krausista, y
había reemplazado los antiguos textos legales y filosóficos del Siglo de las Luces —Locke,
Condillac, Heinecio— por los textos de Derecho natural de Ahrens y del portugués Silvestre
Pinheiro Ferreyra.
Deústua y sus huellas krausistas
Si Herrera había introducido la filosofía de Krause a través de Ahrens y Pinheiro Ferreyra en Perú,
Alejandro O. Deústua (1849-1945) contrajo una deuda intelectual con el racionalismo armónico. El
más grande de los pensadores de Perú y fundador de la filosofía peruana, nació en Huancayo en
1849. Después de graduarse, en el campo de las humanidades, en el Colegio Nacional de
Guadalupe y en la Universidad de San Marcos, en los años 1872 y 1873, estudió Derecho. No
obstante, pronto se dio cuenta de que lo que más le hacía falta a Perú era la educación. Abandonó
entonces la carrera que había comenzado y se concentró en el estudio de la historia y de la filosofía.
La Guerra del Pacífico (1879-1883) nuevamente lo hizo cambiar y se decidió por la política. En
oposición al gobierno del general Miguel Iglesias, fue elegido senador por Lima en 1901, pero
cuando se creía que Perú se encaminaba hacia la normalidad, Deústua se retiró de la vida política en
1904 y se dedicó plenamente a la educación. La nueva profesión lo llevó a la cátedra de libertad y
estética, “si bien en su tiempo el conocimiento de esta materia se reducía a las obras de Hippolyte
Taine, G.W.F. Hegel y K.Ch.F. Krause” (Himmelblau, 1979: 5). Había aceptado la cátedra, que era
honoraria, sin darse cuenta de que la lectura de Krause cambiaría toda su vida. Vale la pena citar
sus propias palabras:
Formaba parte de este escaso alimento estético, la pequeña obra de Krause, en la cual encontré el
pensamiento que había de servirme de rumbo en mis futuras investigaciones. En este libro Krause
sostenía que “la libertad es la esencia de la gracia”. Yo me pregunté si ésa era también la esencia de
toda belleza. Mis estudios posteriores [...] me condujeron a concebir y desarrollar una estética
fundada en el principio de la libertad.
(Miró Quesada, 1944: 274 y Himmelblau, 1979: 5)
Es una declaración importante, pues nos indica que, si bien Deústua no llegó a convertirse en
krausista completo, sí tuvo una considerable influencia de esta corriente, al extremo de que las
doctrinas krausistas determinarían su orientación filosófica relativa al concepto de la libertad.
A partir de 1884, cuando ocupó la cátedra de estética, y a partir de 1902, cuando fue profesor titular
en filosofía, enseñó a sus estudiantes las filosofías de William James, Wilhelm Wundt, Rudolf
Eucken y, muy especialmente, Henri Bergson. De estos pensadores sabemos que Eucken había
loado a Krause en los festejos de su centenario en Eisenberg, en 1881, y tanto Krause como
Bergson fueron enemigos de cualquier tendencia materialista y positivista.
Realizó varios viajes al exterior: a la Argentina en 1895, a Europa en 1898-1899 y 1908, donde se
radicó en los años 1908-1912. La Guerra del Pacífico lo inclinó, como a tantos otros, al
positivismo, aun cuando en su juventud había simpatizado más por la filosofía idealista de Krause.
Sin embargo, Deústua fue el primer filósofo de Perú que abandonó el positivismo. En 1913 publicó
una serie de artículos que lo condujeron a su obra Las ideas de orden y libertad en la historia del
pensamiento humano, un profundo análisis de estos dos elementos fundamentales, y donde la
libertad triunfaba en el siglo XX. Además, esta obra sirvió para introducir un estudio posterior,
Estética general, de 1923, en la cual expresó sus ideas sobre la libertad y la vida. En ella indicaba la
siguiente estructura:
1. El “orden estético” conquistó el mundo a través de la libertad.
2. El “orden moral” reconcilió la libertad en un principio más alto.
3. El “orden científico” conquista el mundo mediante el derecho.
(Vetter, 1987: 55O)
Su pensamiento tenía una fundación vitalística, y lo mismo que la intuición, como expresión de la
libertad creadora del hombre, no estaba subordinado a cualquier noción de determinismo; por
consiguiente, el orden moral debía ser visto como libre (Vetter, 1987: 551). Rechazando cualquier
tipo de filosofía materialista, se basó en una solución transcendental de la relación libertad-orden,
dentro de una estructura idealista y metodológica. Para llevar a cabo este ideal, se concentró en la
pedagogía, que llegó a convertirse en el instrumento, el intento práctico, para unir la estética a una
filosofía ética, es decir, realizar un vínculo entre las estructuras intuitivas y voluntaristas, dentro de
una reforma social, mediante la pedagogía. Se opuso al movimiento reformista de Córdoba de
1917, pues deseaba una revolución desde arriba, con la educación de una pequeña elite —
¿influencia de Ortega y Gasset?— con el deber de realizar el “hombre completo”, en total oposición
al “hombre unilateral” de Manuel Vicente Villagrán. El ideal del “hombre completo” seguía
exactamente lo que en la filosofía ética correspondía a la conciliación de libertad y orden y que aquí
aparecía como conciliación entre el corazón y la mente. Siguiendo esta línea de pedagogía, Deústua
proclamó una teoría cultural, cuya meta fue el desarrollo completo de la riqueza interna. Una vez
más, tanto el sentimiento como la imaginación, tenían funciones importantes, y, una vez más, el
objetivo era el de conciliar, complementar, los dos extremos de orden y libertad.
El problema de la energía creadora en el pensamiento de Deústua fue resuelto como en las
filosofías de Bergson y Croce: se lo relacionó con las artes y se le dio la misma posición jerárquica
como en la nueva filosofía idealista, ya que ambas se basaban psíquicamente y se suponían libres y
creadoras. El arte funcionaba aquí como un principio de verificación, especialmente en lo referido
al intuicionismo. De ese modo, Deústua, en un análisis final, se unió a las corrientes filosóficas,
que, desde el movimiento romántico, defendían una característica humana a través de una filosofía
de la vida y de una psicología contemporánea contra un ambiente hostil.
No es difícil observar que, a pesar de un obvio eco del pensamiento moderno de Bergson y Wundt,
Croce y Herbart, el vínculo entre las artes y la filosofía, entre lo bello y lo verdadero, se remontaba
a la mente romántica de Krause. Por consiguiente, si bien la mayor influencia filosófica en Deústua
fueron sin duda Bergson y Wundt, su deuda intelectual con Krause fue significativa. Después de
todo, Krause era quien había preparado la carrera filosófica de Deústua hacia el idealismo y la
superación del positivismo. La clara conexión de libertad con belleza —la libertad era la esencia de
la gracia—, el vínculo con la armonía y la conciliación, con la energía creadora y las artes, y,
finalmente, el concepto de solidaridad, demuestran el impacto que penetró en todas sus obras, de
Las ideas de orden y libertad en la historia del pensamiento humano a la Estética general, a los tres
volúmenes de la Estética aplicada, y a sus otras publicaciones. Fue el impacto krausista que
suministró la base para su futuro desarrollo filosófico.
Deústua no solamente se dedicó a la filosofía sino también a la pedagogía, en el sentido de la
educación como un deber hacia su pueblo. Llevó a cabo estos esfuerzos en dos etapas: la primera,
positivista, de 1888 a 1905, y la segunda, más bien idealista-intuicionista. No cabe aquí demostrar
si la fase positivista de Deústua fue brevísima, como lo aseguran Aníbal Sánchez Reulet, Mariano
Ibérico, y otros, o si fue un proceso gradual. En todo caso, su hostilidad hacia el materialismo fue
total desde un principio, y como lo manifestó en 1937:
Pero ninguna tiranía es más desastrosa e inmoral que la derivada de la disciplina económica [...] El
espectáculo desastroso que ofrece la humanidad en estos momentos es obra de la tiranía económica.
(Deústua, 1937: 137-138)
En todo caso, la fase posterior a 1905 fue la decisiva, en la cual Deústua hizo hincapié en la libertad
que, a su juicio, tenía dos fuentes: una, inmediata, que se refería a la ciencia como disciplina
desinteresada, y la otra, mediata, que databa del concepto krausista de que la libertad y la belleza
estaban íntimamente vinculadas. Esta fase tuvo lugar durante su segunda estadía en Europa,
1908-1912, cuando comenzó a interesarse por las ideas de Bergson y su mensaje espiritualista y
cuando su mente ya había sido preparada suficientemente por Krause. En este período hizo hincapié
en la cultura y los aspectos estéticos de la vida —el espíritu significaba la creatividad. Descubrió,
entonces, un principio transcendental y eterno que le podía servir como base de la solidaridad
social: la libertad “era la esencia de toda vida y de todo espíritu” (Deústua, 1937: 283).
Tanto el concepto de la solidaridad como la posición intermedia entre el catolicismo y el
positivismo representaban la influencia del krausismo. La solidaridad sugería la noción de libertad y
orden, ambas expresiones del doble carácter de la vida y ambas necesarias en el proceso de la
cultura, si bien el orden estaba supeditado a la libertad. Fue el vínculo krausista de la libertad con la
belleza, basado en la naturaleza idealista de la moralidad, que suministraba la base para la expresión
del pensamiento de Deústua. Para este autor, la moralidad solamente podía basarse en el principio
de la libertad, “el único imperativo incondicional de la moralidad, ya que, si se vinculaba a la
religión, significaba cierta subordinación del hombre”. Esta conclusión lo llevó al estudio de la
pedagogía, ya que ésta imponía ciertas normas para la realización del hombre ideal. El hombre
adquiría la moralidad mediante la libertad, y para Deústua, ni la razón ni el materialismo podían
llevar al hombre a la moralidad.
La percepción de la libertad era posible a través de la intuición, y ya que ésta significaba el puente
de partida para el arte, Deústua le concedió a la estética “el único poder capaz de forjar y de
preservar una vida auténticamente interna” (Deústua, 1937: 26-27). Ser creativo era ser libre, y la
conciencia creadora se expresaba en el arte. Por consiguiente, la conciencia y el arte iban juntas, y,
por ello, el arte se convertía en educación y representaba el elemento más válido para la expresión
de aquella libertad interna que era el ser humano. Finalmente, el arte, y tan sólo el arte, convertían
al hombre en ser autónomo. “Como la conciencia y el arte, el arte y la pedagogía también tenían
que ir juntas” (Deústua, 1937: 27-28).
Los dos elementos krausistas de la pedagogía y de la estética y su fusión en el pensamiento de
Deústua desarrollaron un enorme papel en la futura filosofía, cuya obra clave fue Las ideas de
orden y de libertad en la historia del pensamiento humano, donde sostenía:
Este estudio sirve de introducción al desarrollo histórico de las ideas estéticas que ofrecen una
tentativa de conciliación entre esos dos conceptos característicos de la belleza: el de orden y el de
libertad.
(Deústua, 1919-1920: I, 3)
Para Deústua, los dos conceptos de orden y de libertad eran la llave de todos los sistemas filosóficos
en la historia de las ideas —se encontraban en oposición, pero no eran contradictorios,
predominando alternativamente en la evolución del pensamiento humano y tendiendo hacia metas
distintas pero conciliadoras. El orden y la libertad representaban dos facetas de la actividad humana:
una, ideal, la otra, real; la primera era ajena a la vida y al movimiento; la segunda, en su proceso de
incesante creación, era de vida y de movimiento.
Con el orden había nacido la ciencia, y con ella, el pensamiento especulativo, moviendo el
pensamiento humano de lo concreto hacia lo abstracto, de lo individual hacia lo universal. De ese
modo, la filosofía se convirtió en la ciencia más alta, y el problema básico con el cual se confrontó,
era el conocimiento de la realidad. Por ende, también el ideal objetivo, el ideal de orden y
equilibrio, tan bien analizado y dominado por la cultura griega, representó hasta nuestros días la
fuerza de su organización.
Deústua hizo un recorrido del pensamiento humano, desde los griegos hasta el presente. El placer
intelectual constituía la esencia del sentimiento estético, y ambos, el orden y la libertad, fueron
unidos en el orden moral, que en la interpretación de este autor significaba el orden aristotélico de
lo bello: la virtud era excelencia, perfección, pero al mismo tiempo proporción y orden, el término
medio “entre lo que es excesivo y deficiente” (Deústua, 1919-1920: I, 123). Pero al mismo tiempo,
la visión griega de la libertad estética, de proporción y armonía, fue la consecuencia de las
restricciones impuestas por la razón y el determinismo al libre arbitrio. Por ello, la mente griega no
exaltaba la libertad.
Para Deústua la Antigüedad no había resuelto una serie de problemas —como armonizar el libre
arbitrio con el orden establecido por la Providencia—, que más adelante fueron enfrentados por San
Agustín y Santo Tomás de Aquino. Se interesó por las ideas de San Agustín, pero al mismo tiempo
lo consideró el gran defensor del orden: el hombre no era libre en el pensamiento del obispo de
Hipona, y sin la gracia de Dios sólo podía hacer el mal. Como en el pensamiento de Krause, quien
también había aceptado el ideal griego de la armonía y luego el Derecho natural de Santo Tomás,
Deústua seguía igualmente gran parte del ideario del doctor angélico. Para Santo Tomás, la libertad
como ideal ético, era una necesidad, y Deústua concluyó que para Santo Tomás la razón y la
reflexión revelaban la verdadera voluntad (creaban la libertad en el hombre). En suma, para el
cristiano, en la versión de Deústua, la libertad era esencialmente un problema ético al servicio de
Dios.
Ni John Locke ni David Hume fueron satisfactorios para Deústua, y Rousseau le preocupaba, pues
la filosofía del ginebrino, antiintelectual y contradictoria, conducía al determinismo racional,
empezando con un individualismo anárquico y terminando en un colectivismo totalitario. Kant, si
bien mucho más serio, puso la razón por encima de otras facultades espirituales y, por consiguiente,
Deústua no podía considerarlo como un campeón de la libertad. La posición ética de Kant era
inaceptable para Deústua, como lo había sido también para Krause, ya que suponía la libertad de ser
libre sólo en la medida que permitía su determinación por la forma del derecho. Tampoco aceptó
Deústua la conclusión lógica de que, cuando se llevaba a cabo lo citado, entonces la libertad y la ley
eran unas. En resumidas cuentas, Kant negaba que la libertad era un hecho de la experiencia, y ello
explica por qué supeditó su teoría de la libertad a su tesis del conocimiento a priori.
Por consiguiente, para Deústua era clarísimo que la futura filosofía tenía que ubicarse dentro de la
estética para, así, poder establecer un mundo ideal. Además, con la filosofía de orden y libertad,
Deústua pensaba contrarrestar el influjo del positivismo en el Perú, y se observa claramente que
gran parte de la interpretación idealista y espiritualista de la libertad, basada en la exaltación de los
valores éticos en contra del predominio de falsas doctrinas materialistas, provenía tanto del
racionalismo armónico de Krause como de la metafísica de Bergson. Igual a los krausistas
españoles, Deústua intentó mejorar el nivel educativo en el Perú haciendo hincapié en los valores
humanísticos para las elites venideras. Ello explica también por qué Deústua es considerado en su
país como una de sus más grandes personalidades y el más eminente entre sus educadores. Y, una
vez más, habrá que insistir en que la gran influencia que guió a Deústua hacia una concepción
idealista de la vida, con una fundación profundamente ética, vino de Krause, cuya filosofía condujo
a Deústua, de acuerdo con Aníbal Sánchez Reulet, “a concebir y a desarrollar una estética basada en
el principio de la libertad” (Sánchez Reulet, 1949: 51).
Después de la publicación de su obra Las ideas de orden y de libertad en la historia del
pensamiento humano, Deústua concentró sus esfuerzos en la estética. Ello lo llevó a la publicación
de la Estética general, en la cual profundizó el estudio de la vinculación entre la libertad y la
estética. La discusión de los sentidos estéticos lo llevó a un análisis de lo bello y de lo feo. La
existencia de lo bello estaba relacionado a la armonía y al ritmo; el concepto opuesto producía una
reacción negativa: inercia, caos, daño e inutilidad. El factor determinante de una actividad estética
se basaba en el funcionamiento de la mente al operar libremente dentro de la imaginación y no
dentro del hecho o de la verdad. Cuando la libertad llega a un orden perfecto de armonía por el cual
puede expresarse: “una idealización de lo real”—, entonces alcanza un estado superior: se convierte
en una expresión de lo bello (Deústua, 1923: 375). Para Deústua, el adjetivo “gracioso” significaba
lo más cercano que se podía llegar al verdadero sentido de lo bello (Deústua, 1923: 375). En esta
palabra se reconciliaban la libertad interna y la naturaleza en un perfecto equilibrio —una armonía
perfecta e ideal creada por la imaginación. Contrario al pensamiento de Kant, Deústua afirmaba que
esta fusión entre la realidad interna y externa “era sentida y no simplemente “percibida”, “real”, y
no formal”, como lo interpretaba Kant. Como resultado, un objeto será bello cuando:
La libertad se expresa por la “gracia” que nace de una necesidad innata de la armonía con la
naturaleza, como un medio de alcanzar mayor libertad, y que se resuelve en la armonía y la libertad
del sentimiento, como en la armonía, la libertad y la fecundidad de la obra artística.
(Deústua, 1923: 382)
Como se dijo anteriormente, todo el pensamiento de Deústua y su vinculación entre libertad y
gracia refleja el eco de Krause que Deústua jamás abandonó y sobre el cual construyó la piedra
angular de su Estética general.
Haya de la Torre y el APRA
La Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) también reflejó cierta influencia krausista
que se expresó en su jefe, Víctor Raúl Haya de la Torre. En sus discursos, artículos y libros, Haya
de la Torre esbozó su programa aprista para el Perú, y en estos últimos —Por la emancipación de
la América Latina (1927), Teoría y táctica del aprismo (1931), Ante la historia y ante América y el
mundo (1932), Construyendo el aprismo (1933), ¿Adónde va Indoamérica? (1935), El
antimperialismo y el APRA (1936), y Espacio-tiempo histórico (1948)— se observan influencias
krausistas, si bien otros impactos intelectuales también estaban presentes. No solamente aparece
este eco de Krause en el programa idealista del APRA, en el pacifismo y en la oposición a la
violencia, sino en el objetivo cuyo “leitmotiv” guió toda la vida de Haya de la Torre y que se
expresó desde un comienzo en su fórmula de “autonomía espiritual”. Así, Gabriel del Mazo podía
decir que ese “leitmotiv”:
Alimentaba, dirigía y matizaba un ciclo de meditaciones emancipadoras que provenían de aquellas
fuentes de la Reforma Universitaria que van del año 1918 en la Argentina al año 1921 en México y
que desde un principio se expresaron en la fórmula de Autonomía Espiritual.
(Del Mazo, 1976: 219)
El sentido que Haya de la Torre daba a la “autonomía espiritual” quería decir que no debían
introducirse modelos extranjeros para la solución de los problemas de Iberoamérica. No solamente
debía Iberoamérica tener independencia económica, social y política, sino que tenía el pleno
derecho a su autonomía cultural. Por ello tampoco podía aplicarse aquí el marxismo. El APRA
contenía una gran variedad de corrientes intelectuales, como el positivismo de González Prada, el
liberalismo de González Vigil, el marxismo de Mariátegui, la Revolución Rusa, y, también, tanto la
Revolución Mexicana como el movimiento reformista de Córdoba, con los cuales se hizo presente
un impacto krausista que daba a todo el programa del APRA una base idealista y espiritualista.
En cuanto al programa para Iberoamérica, los apristas rechazaban la Unión Panamericana y el
sistema panamericano y se pronunciaban a favor de la internacionalización del Canal de Panamá,
metas que poco o nada tenían que ver con el krausismo, pero la idea de la unión iberoamericana y el
llamamiento a la solidaridad de todos los pueblos oprimidos, se aproximaban al ideario de Krause.
También el federalismo, como base de una Iberoamérica unida, tal como lo habían soñado Simón
Bolívar y José de San Martín, formaba parte del pensamiento de Haya de la Torre, como asimismo
su sistema democrático con las plenas garantías de un Rechtsstaat, de un Estado de derecho.
Además, en el programa de Haya de la Torre figuraba también la descentralización del Estado y el
fortalecimiento de los municipios con su autonomía, con algunos sectores que caerían bajo el
control del Estado y otros no.
En resumidas cuentas, no todo era krausista en el Estado aprista, pero no cabe duda de que los
siguientes elementos tenían un sabor krausista: la base liberal y democrática, el Estado federal y
descentralizado dentro de una federación iberoamericana, la autonomía de los municipios, el
contexto humanista, el pacifismo, y su naturaleza general en contra de toda acción violenta.
A Haya de la Torre le siguió Luis Alberto Sánchez como el más prominente de los apristas. Tuvo
una vida muy agitada y, en varias ocasiones fue Rector de la Universidad de San Marcos. En 1931
se incorporó al APRA, pero pronto tuvo que tomar el camino del exilio: vivió un cuarto de siglo en
Chile, donde, entre otras realizaciones, creó la Biblioteca Popular, que fue difundida a través de
Ercilla de Santiago de Chile. Después de la Segunda Guerra Mundial regresó al Perú y se dedicó a
la realización de sus ideales apristas en los años 1946 a 1949. Sin embargo, esta fase fue breve, ya
que el pronunciamiento del General Odría puso fin a estas actividades.
Luis Alberto Sánchez fue uno de los escritores más prolijos del Perú: sólo su obra sobre la literatura
peruana le proporcionaron fama y prestigio. No fue krausista en el sentido estricto de la palabra,
pero su vida y carrera fueron influidas desde un principio por el movimiento reformista de Córdoba
que actuó como puente y como eco del pensamiento krausista y que irradiaba de la Argentina
yrigoyenista (Asís, 1954: 2-6, 15-16, 35-55; Vargas Ugarte, 1970: 131-71; Herrera, 1929: I, 95-96;
Himmelblau, 1979: 3-57, 67-108; Vetter, 1987: 548-52; Deústua, 1919-1920: I, 3, 23, 123; II, 157,
254; Deústua, 1937: 13-15, 28-39, 283, 303, 306; Sánchez Reulet, 1949: 51, 52-53, 59-60, 61-66;
Salazar Bondy, 1949: 78-80; Kantor, 1953: 10-87; Del Mazo, 1976: 215-218).
Bolivia
Como en otras regiones de Iberoamérica, también el Altiplano caminó en las décadas de 1820 y
1830 por las rutas intelectuales del utilitarismo y la Idéologie; luego, en la década de 1840 el
eclecticismo de Cousin invadió Bolivia, y, en las décadas de 1850 y 1860 encontramos el eco de la
Escuela Escocesa y del liberalismo doctrinario. El centro principal de estas actividades fue la
venerable Universidad de San Francisco Xavier.
El eclecticismo de Cousin fue el movimiento que abrió las puertas al krausismo a través de la
filosofía de derecho de Ahrens, “influencia que fue profunda y cuyo eco sigue vigente en muchos
sectores del pensamiento nacional” (Francovich, 1948: 266). No cabe duda de que en el siglo XIX
el texto de Ahrens dominó por completo en la esfera del Derecho Natural, o como dijo Luis Arce
Lacaze, en 1889:
La falta de un adecuado texto en materia de Derecho natural es notoria. El único [texto] que se está
usando y que fue reimpreso en La Paz en el año 1879 fue tomado de la obra de Ahrens, publicado
en 1837 y no es tan bueno como el original...
(Francovich, 1945: iii)
La personalidad que en Bolivia resultó muy influida por Ahrens fue Jose Silva Santisteban,
peruano, autor de un Derecho natural o filosofía del derecho, que se publicó en Lima. Influido por
Santisteban y Ahrens, José R. Mas publicó en 1879 un ensayo titulado Nociones elementales de
derecho natural o filosofía del derecho, que revela sus fuentes krausistas.
La filosofía krausista, a través de la filosofía legal de Ahrens, penetró en el ambiente intelectual
boliviano durante la segunda parte del siglo XIX, esto es, entre las décadas de 1850 y 1880. Sin
embargo, las desastrosas consecuencias de la Guerra del Pacífico (1879-1883), en la que Bolivia
perdió su salida al mar, obligaron al país a repensar el ambiente intelectual que ahora se verá
inclinándose a las realidades concretas. El pensamiento idealista, tal como la tradicional
Escolástica, Kant y el krausismo, fue abandonado, y se abrieron las puertas al positivismo que,
como en el vecino Perú, dominaría por cierto tiempo (Francovich, 1945: 8, 97-115; Francovich,
1948: 15, 210).
Fin de la Segunda Parte
Chile
Lastarria y Ahrens
La república autoritaria que fue establecida en 1830 por el ministro Diego Portales, firmemente
basada en la Constitución de 1833, obra de Mariano Egaña, Manuel José Gandarillas y Andrés
Bello, dio al país paz y tranquilidad, orden y estabilidad, por más de media centuria. La paz de
Portales produjo una vitalidad cultural que se reflejó en la “Generación de 1842”, también llamada
del “17” —debido al establecimiento de la Universidad de Chile, sucesora de la antigua
Universidad de San Felipe, el l7 de septiembre de 1843, con su primer rector Andrés Bello.
Una de las grandes personalidades de dicha Generación —que incluía a Antonio García Reyes,
Manuel Antonio Tocornal, Salvador Sanfuentes, José Joaquín Vallejo, Antonio Varas, Francisco
Bilbao, Monseñor Ignacio Víctor Eyzaguirre, más los extranjeros Andrés Bello, José Joaquín de
Mora, Claudio Gay, Andrés Antonio Gorbea, Guillermo Blest, Lorenzo Sazié, y los argentinos
Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre, Vicente Fidel López y Juan
María Gutiérrez— fue el excéntrico José Victorino Lastarria. De gran influencia en su país, tuvo
una vida fascinante y agitada.
Nacido en 1817 en Rancagua, Lastarria fue un autodidacta y llegó a convertirse en uno de los más
ilustres miembros de la Generación de 1842. En 1843 lanzó “El crepúsculo” y ocupó una cátedra en
la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile. También ingresó en el Congreso Nacional.
Su primer trabajo fue el famoso estudio Investigaciones sobre la influencia social de la conquista i
del sistema colonial de los españoles en Chile, interpretación bastante negativa y parcial del
dominio español, que se convirtió en una obra clásica de la leyenda negra.
Más adelante, Lastarria ingresó en la “Sociedad de la Igualdad”, que se fundó en 1850 como reflejo
de los acontecimientos en Europa y que de inmediato atrajo la simpatía de una figura tan
apasionada como lo fuera el autor de las citadas Investigaciones. Su segundo libro, titulado
Elementos de derecho público constitucional: teórico o filosófico, apareció en 1846. Aquí hace una
distinción entre Estado y sociedad: el Estado era tan sólo un instrumento para realizar la felicidad
general, mientras que la sociedad era un agregado de seres humanos con no otra meta que lo que
está comprendido en la naturaleza humana. De acuerdo con sus opiniones, Lastarria señala que el
Estado y la Iglesia no debieran inmiscuirse en los asuntos del otro. Es en esta obra que se encuentra
una enorme cantidad de filosofía krausista, a tal punto de que hay partes que son totalmente de corte
krausista.
En la década de 1850 Lastarria fue delegado liberal en el Congreso de Chile (1855-1858) y dirigió
una misión oficial al Brasil. En el Gobierno de José Joaquín Pérez (1861-1871) fue Ministro de
Finanzas, puesto bastante raro para una figura de ideas tan románticas e idealistas como Lastarria y,
en realidad, tuvo que ser reemplazado. En esa década Lastarria también dirigió una misión a la
Argentina relativa a la Patagonia, que para Chile no fue una buena selección. En la misma década
escribió La América (1865) y, más adelante, en tiempos del Presidente Aníbal Pinto, 1876-1881,
llegó a ocupar el puesto de Ministro del Interior.
Cuanto más avanzaba en la edad Lastarria se convirtió en partidario de las corrientes más recientes
de Europa: el positivismo de Comte. De ese modo dejó el liberalismo espiritual e idealista,
romántico, de cuño krausista, y se inclinó al liberalismo positivista. Sus nuevas opiniones fueron
afirmadas en sus Lecciones de Política Positiva (1874) y, en realidad, en términos generales,
Lastarria es conocido tan sólo por su positivismo, pasándose por alto su fascinante y apasionada
etapa krausista.
Finalmente, habrá que hacer hincapié en que Lastarria no fue solamente maestro y escritor,
historiador y filósofo, sino en varias épocas también fue funcionario y político, pero sobre todo
protector de las humanidades. Fue director de la Sociedad Literaria, de 1842, y más tarde estableció
el Club de la Reforma, en 1849; fue miembro activo en el Círculo de Amigos de las Letras, que
inició sus trabajos en 1859 y publicó un órgano oficial, La semana —que terminó sus actividades en
1864— y, además, fue miembro activo de la Academia de Bellas Artes, fundada en 1869.
Lastarria: ¿krausista o positivista?
Como se dijo antes, Lastarria sigue siendo considerado como positivista en vista de su obra
Lecciones de Política Positiva. Un estudio más profundo de su vida y de sus actividades muestra un
retrato bastante distinto, especialmente su etapa de las décadas de 1840 a 1860. Andrés Arturo Roig
lo clasificaría como krauso-positivista. Sin embargo, hay que señalar que Lastarria jamas abandonó
su liberalismo extremo y apasionado que siempre se mantuvo como base de su pensamiento. Su
deuda intelectual con Krause se puede observar en varias de sus obras y, muy especialmente, en su
Elementos de Derecho público constitucional, donde él mismo reconoce esta deuda con las
doctrinas de Ahrens a quien, además, menciona varias veces. También observamos esta presencia
de Krause en los Recuerdos literarios (1878).
Los Recuerdos literarios fueron escritos como respuesta a la Historia de la Administración
Errázuriz de Isidoro Errázuriz que Lastarria consideró como un ataque a su honor. Los Recuerdos
literarios cubren el período de 1836-1849, el Círculo de Amigos de las Letras (1859-1869) y la
Academia de Bellas Artes (1869-1879). En relación con una discusión sobre la Revolución
Francesa, Lastarria se refirió a Edgar Quinet, y éste, a su vez, a las Investigaciones sobre la
influencia social en términos muy halagüeños. Al mismo tiempo aparecieron dos artículos que
criticaron la obra de Lastarria: uno, escrito por Andrés Bello en El Araucano de Santiago, y el otro,
escrito por el argentino Piñero, en El Mercurio de Valparaíso, ambos defendiendo la labor de los
españoles en la Colonia. En este contexto, Lastarria, lisonjeado por los comentarios de Quinet, se
expresó de acuerdo con muchos conceptos de Ahrens y Krause, que se pueden leer en los citados
Recuerdos literarios.
Finalmente, en La pasión liberal. El problema de la Iglesia y el Estado, Lastarria proclama una
serie de conceptos que son de origen krausista, a saber: federalismo, descentralización,
emancipación municipal, conceptos que se repiten en el Diario Político, 1849-1852 y en La
América, también en Miscelánea histórica i literaria, y que reflejan un liberalismo idealista y
espiritualista.
En resumidas cuentas, Lastarria, problemático y polémico, fue krausista, por lo menos en las
décadas de 1840 a 1870. Sus Elementos de Derecho público constitucional, para tan sólo tomar el
libro de corte krausista más significativo, fue una obra importantísima con la cual difundió las
doctrinas krausistas y, de esa manera, contribuyó a la causa de un liberalismo romántico, espiritual,
ético e idealista. Pasar por alto este significativo elemento krausista en la personalidad de Lastarria
no hace justicia a esta figura tan apasionada y apasionante (Lastarria, 1868: I, 21-136; Lastarria,
1968: 212-14, 237, 398-99; Lastarria, 1944: 132, 136; Lastarria, 1868: I, 1-14; Lastarria, 1867: 9,
43-80; Lastarria, 1862: 311-13, 324-26, 451-54, 478-79).
Río de la Plata : Argentina , Uruguay y Paraguay.
Argentina
Antecedentes espirituales y las distintas olas krausistas
En Iberoamérica, la región que mayor influencia recibió de la filosofía krausista fue el Río de la
Plata, a tal punto que se puede afirmar que la democracia argentina es de corte krausista. El terreno
intelectual fue preparado, como en otras partes de la región, por el eclecticismo de Víctor Cousin,
ayudado enormemente, en el caso del Río de la Plata, por un grupo de pensadores franceses
exiliados, que pertenecían a la rama espiritualista de la filosofía: Alberto Larroque (1819-1891),
Amadeo Jacques (1813-1865), Alejo Peyret (1826-1902), Juan Eugenio Labougle (1829-1892),
Martín de Moussy (1810-1869), entre otros (Roig, 1972: 92-93).
El eclecticismo de Cousin fue la influencia decisiva en esa época, el puente con el cual el
romanticismo penetró en el país a través del idealismo, el nacionalismo y el historicismo. Con el
eclecticismo de Cousin también llegó a la Argentina la Escuela Escocesa y el idealismo alemán en
su versión francesa. Con Cousin, St. Simon, Guizot, Lerminier, Lerroux, Lamennais, Mazzini,
Hegel, Schlegel, Vico y Herder. La obra de Herder, Ideen zur Philosophie der Geschichte der
Menschheit, traducida por el místico Edgard Quinet en 1827, encontró un eco indirecto muy
especial en Esteban Echeverría —Coriolano Alberini estimaba que todos los miembros de la
Generación de 1837 estaban influidos por Herder, y a Echeverría lo consideraba como el “Herder
argentino” (Alberini, 1966: 51). Esta influencia, llevada por una nueva religión —el “Nouveau
Christianisme” de St. Simon— encontraron su expresión en la citada Generación de 1837, el
movimiento de la Joven Argentina —eco de la Giovane Italia—, y en la Asociación de Mayo,
integrada por Esteban Echeverría, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé
Mitre y Vicente Fidel López.
El concepto idealista de la humanidad; el ardor pseudorreligioso de los sansimonianos (Olinde
Rodrigues, Barthélemy Prosper Enfantin, Saint-Amand Bazard y Pierre Lerroux); el entusiasmo de
Proudhon por la lucha contra las injusticias y las desigualdades que se basaban en privilegios y
monopolios; los conceptos idealistas de Mazzini por la asociación y la humanidad; la idealización
romántica de Lamennais por la democracia, su actitud moral y religiosa, que se basó profundamente
en Dios y que, en términos generales, se ligó a la fe en el progreso humano y en la perfectibilidad
del hombre; las ideas de Lerroux acerca de la solidaridad y el socialismo, que habían sido derivadas
del ideal de la humanidad de Herder y que se llevaban a cabo mediante una ética de solidaridad que
sólo se podían encontrar en la humanidad, ya que el individuo únicamente podía existir en la
sociedad y a través de ella, igual que la humanidad y la sociedad sólo podían formarse en y a través
de los individuos; todas estas corrientes estaban representadas en la Generación de 1837 y en la
Asociación de Mayo. Todas prepararon el terreno sobre el cual el futuro krausismo podía
difundirse, lo cual tuvo lugar después de la caída de Rosas.
A estas influencias habría que agregar el eco germano, con las ideas de Leibniz y de Humboldt —
que se refleja en el libro Facundo de Sarmiento— y Kant, y el pensamiento católico, tanto de los
tradicionalistas —Joseph de Maistre, Louis G.A. de Bonald y Donoso Cortés—, como el de los
neoescolásticos, como Jaime Balmes, y el citado catolicismo liberal de Lamennais. Los partidarios
de estas corrientes en la Argentina fueron Facundo Zuviría (1795-1861) y Félix Frías (1816-1881);
el primero, como Lamennais, había iniciado su carrera como tradicionalista, pero terminó como
Lamennais; el segundo, había empezado como ecléctico, pero terminó como tradicionalista. Los
representantes principales del pensamiento católico en la Argentina, a mediados del siglo, fueron
Fray Mamertu Esquiú (1826-1883) y José Manuel Estrada (1842-1894) (Roig, 1972: 100-101).
Para comprender la penetración del krausismo en su segunda y tercera olas, hay que tener en cuenta
que en la Argentina no sólo existió un eclecticismo original y un pensamiento católico, sino,
asimismo, un eclecticismo que se había separado de la corriente original, o que gradualmente se
inclinaba hacia una dirección distinta. Esta segunda ola de eclecticismo, de tipo racionalista, como
lo caracterizó Arturo Andrés Roig, se manifestó en el pensamiento de Francisco Bilbao
(1823-1865), uno de los maestros de la Generación de 1880 y generalmente considerado como el
“Lamennais argentino”. Los intelectuales que pertenecían a esta segunda ola de eclecticismo
estaban de acuerdo en luchar contra el panteísmo, pero también contra el pensamiento católico. Sus
modelos fueron Lamennais, Quinet, Michelet, Pelletan y Rénan (Roig, 1972: 104-108). Entre sus
representantes figuraban Onésimo Leguizamón (1839-1886) y Olegario V. Andrade (1839-1882)
por el lado “racionalista”, y Victorino de la Plaza (1840-1919), Julio A. Roca (1843-1914) y
Eduardo Wilde (1844-1913), por el lado opuesto del panteísmo. El mejor ejemplo del idealismo
espiritualista de la Argentina de fines de siglo fue Joaquín V. González (1863-1923) (Roig, 1972:
108-109 y 112).
Son varias las razones que explican la invasión del krausismo. En primer lugar, el hecho de que las
corrientes románticas, tanto eclécticas como católicas, se habían mantenido en el país a lo largo de
toda la centuria y, en ese contexto, el krausismo representaba simplemente una corriente más del
idealismo romántico. En segundo lugar, dos eventos contribuyeron, en gran medida, a la difusión
del krausismo: el creciente interés en las ciencias naturales y el notable auge de la medicina.
Como con otras corrientes intelectuales, también el krausismo en la Argentina tuvo varias olas: la
primera, de 1850 a 1870, con el Derecho Natural de Ahrens; la segunda, a fines de la centuria a
través del krausismo religioso de Tiberghien y, luego, como tercera ola, la extraordinaria influencia
del krausismo español. Como señaló Roig, la primera fase fue simplemente de penetración; la
segunda, de asimilación, y la tercera, cuando el krausismo actuó como fuerza política y educativa.
Además, en esta tercera etapa, el krausismo se mezcló con el positivismo, una “tour-de-force”
intelectual como lo demuestra el caso de Carlos Norberto Vergara (Roig, 1972: 36 y 40ss.), y que
también existió en otras partes del mundo ibérico: Lastarria, por ejemplo, en Chile.
El krausismo, en su variedad argentina, continuó en el país la tradición romántica, el racionalismo
romántico. Al respecto, el krausismo proporcionó al liberalismo, como en España y en otros países
iberoamericanos, un nuevo vigor: hizo un llamamiento a la solidaridad con un concepto
profundamente social, en oposición al liberalismo clásico del siglo XIX. En otras palabras, en
oposición al liberalismo en boga, materialista, utilitario y mecanicista, opuso un liberalismo nuevo,
de contenido espiritual e idealista.
Finalmente, existen tres diferencias entre el krausismo español y la variedad argentina. En primer
lugar, en España, el krausismo fue un instrumento para independizarse de la influencia intelectual
francesa y encontrar una salida, un puente, a Europa. En la Argentina, tal tendencia jamás existió; al
contrario, tanto la Argentina como todo el continente iberoamericano, navegaban a lo largo del
siglo XIX totalmente en aguas galas, y fue a través de esta orientación intelectual que gran parte de
la filosofía alemana penetraba en el país. Como la Argentina siempre se había considerado parte de
Europa, jamás se le ocurrió a los argentinos europeizar el país o de llevar a cabo una reentrada a
Europa. La europeización, si tal acontecimiento se había llevado a cabo, se realizó ideológicamente
por la Generación de 1837.
En segundo término, el krausismo en la Argentina jamás apareció como salvador, en tiempos de
necesidad, de un atraso real o imaginario; al contrario, la Argentina se encaminaba a convertirse en
uno de los países más importantes del mundo y, finalmente, otra diferencia entre el krausismo
peninsular y el argentino, era el hecho de que en la Península esta corriente de pensamiento no fue
virulento, en tanto que en la Argentina el krausismo proclamó que estaría dispuesto a usar la
violencia para poner en práctica sus objetivos (Roig, 1969: 49-51).
El krausismo a nivel universitario y en la Escuelas Normales
La influencia de las ideas de Krause se pudo observar en la década de 1860 en la Universidad de
Córdoba. Hasta los primeros años de esa década predominaban en esta región los textos de Grocio,
Pufendorf y, especialmente, de Heinecio, que entonces fueron reemplazados por el Curso completo
de derecho natural o de filosofía del derecho de Ahrens, en su segunda edición de 1843. Luis
Cáceres fue el maestro que introdujo Ahrens a sus estudiantes. Al mismo tiempo, la obra de Ahrens
también fue conocida en la Universidad de Buenos Aires.
A principios de la década de 1880 la Universidad de Buenos Aires creó una cátedra de filosofía del
derecho, y el primer maestro fue Wenceslao Escalante (1852-1912), partidario de Krause y Ahrens.
Con él la filosofía krausista pudo establecer un verdadero monopolio durante más de un cuarto de
siglo, y con este instrumento intelectual Escalante combatió el positivismo. Además dio al
liberalismo argentino un alto contenido ético.
En 1889 la Universidad de Córdoba también estableció una cátedra de filosofía del derecho, y su
primer maestro fue Telesco Castellanos, quien enseñó distintos sistemas filosóficos, pero su
intervención fue esencial para que el krausismo mantuviera su fuerte posición en la Universidad.
Una personalidad que en gran parte resultó atraída por las doctrinas de Krause, a través de Ahrens,
fue Nicanor Larraín, autor de una utopía literaria, la Nueva Osorno o la Ciudad de los Césares
(Roig, 1969: 54-55).
Sin embargo, más importante que Larraín, Castellanos y Cáceres fue Julian Barraquero con su
disertación “Espíritu y práctica de la Ley Constitucional argentina”, del año 1878, en la cual
sostuvo que la Constitución del año 1853 tenía una base krausista. Su mentor había sido el católico
Juan Manuel Estrada. Así, dijo Barraquero:
La Constitución Argentina es la única en el mundo que no fue elaborada solamente para su pueblo y
sus ciudadanos, sino para el hombre como tal, cualquiera que fuera su calidad y en qué suelo había
nacido.
(Barraquero, 1889: 6l)
El pensamiento aludido en la cita anterior había sido claramente expuesto en el Preámbulo de la
Carta. La Constitución de 1853, como es sabido, siguió el modelo de la de los Estados Unidos, pero
había elegido un camino distinto, que en muchos casos fue original y definitivamente más
generoso, es decir, no estuvo dirigida exclusivamente a cierta cultura o a cierto pueblo sino, en
primer lugar, a una sociedad humana básica, tal como Krause lo había diseñado en su obra Urbild
der Menschheit.
Más adelante, Barraquero fue nombrado profesor en el Colegio Nacional de Mendoza (1879), y en
1881 también obtuvo la cátedra de economía política. En ambos cargos continuó con su ideario
krausista.
Sin embargo, no fue tanto a través de Barraquero, sino mediante el citado Wenceslao Escalante que
el krausismo llegó a ocupar una posición tan poderosa en el país, dentro del ámbito universitario,
enseñando entre 1884 y 1907 en la Universidad de Buenos Aires, así como fuera del mismo.
Escalante no fue solamente catedrático, sino que ocupó varias posiciones oficiales: fue Ministro del
Interior en 1893, Ministro de Hacienda entre 1887 y 1898, Ministro de Agricultura entre 1901 y
1904. Además fue Director del Banco Nacional y Presidente del Banco Hipotecario Nacional
(1890-1893) y tuvo una reputación y un prestigio extraordinarios como excelente administrador. Su
obra Lecciones de filosofía del derecho (1884) fue el texto obligatorio para todos los estudiantes de
derecho, y hay que subrayar muy especialmente que todo esto sucedió cuando el positivismo tenía
una marcada influencia en la Argentina.
El krausismo no se limitó a la esfera universitaria, sino que predominó también poderosamente en
la educación secundaria. Tres fueron los centros donde el krausismo tuvo un eco importantísimo: la
Escuela Normal de Paraná, la Escuela Normal de Mercedes y la Escuela Normal de Profesoras de
Buenos Aires. En la primera, el krausismo estuvo asociado a Pedro Scalabrini, quien más adelante
se inclinó por el positivismo, aunque toda su vida mantuvo ciertas ideas krausistas, como la
doctrina de la absoluta libertad intelectual del alumno. La segunda, la Escuela Normal de Mercedes,
coincidió con la metodología educacional de la Institución Libre de Enseñanza española. El
proyecto fracasó y lo mismo sucedió más adelante, con el movimiento universitario de Córdoba.
Finalmente, en la Escuela Normal de Profesoras de Buenos Aires, enseñó la extraordinaria figura de
Hipólito Yrigoyen entre 1881 y 1905. Había sido nombrado profesor en historia argentina, filosofía
y economía política, y ya en aquella época Yrigoyen impuso su filosofía krausista a sus alumnos, de
modo que, si Escalante enseñó filosofía, es decir, krausismo, en el ámbito universitario, un tanto
hizo Yrigoyen en el nivel de educación secundaria.
En resumen, tres grandes personalidades introdujeron el krausismo en las escuelas normales:
Scalabrini, Yrigoyen y Barraquero en el citado Colegio Nacional de Mendoza (Roig, 1969:
257-258). De estos tres, el más importante era Yrigoyen, cuyo krausismo provenía de Tiberghien.
Tampoco debemos olvidar que tanto en el caso de Yrigoyen como en el de Barraquero, el maestro
de ambos fue el citado maestro católico Estrada. Yrigoyen, no solamente enseñó la historia y la
filosofía con una interpretación krausista, sino que lo hizo, además, con su personalidad propia,
también de corte krausista: su serenidad y silencio, su solemnidad, su vestuario oscuro, pero al
mismo tiempo, con amistad y compañerismo. De ese modo, supo alentar y fomentar la cooperación
y el establecimiento de cortes de justicia modelo para niños para inculcar en ellos el deseo de
justicia.
Si la obra de Escalante, las Lecciones de filosofía del derecho, difundían el krausismo en el ámbito
universitario, un tanto hicieron los libros de texto de Barraquero y Carlos López Sánchez.
Finalmente, el krausismo también apareció en el famoso Congreso Pedagógico, realizado en
Buenos Aires en 1882, el primero de su categoría, que significó un debate entre racionalistas y
católicos, y que giró alrededor del problema de la educación laica. En esa oportunidad, Escalante
presentó una ponencia titulada “Disertación sobre la educación de la voluntad”, que introdujo el
krausismo en el Congreso (Roig, 1969: 270).
Hasta fines del siglo XIX, la introducción del krausismo a las costas argentinas había sido realizada
por medio de Ahrens y de Tiberghien; a ello se agregó, como se dijo antes, el krausismo español,
que se esparció en el país a través de varios canales. En primer término, mediante la comunidad
española y sus publicaciones; en segundo lugar, por medio de las publicaciones que llegaban de
España, especialmente los artículos de Adolfo Posada, provenientes de la Universidad de Oviedo en
los años 1906 y 1909. En tercer término, mediante las visitas de las grandes personalidades
españolas del mundo cultural, muchos de ellos krausistas, como Posada y el historiador Rafael
Altamira y Crevea. Además, en aquella época, la Universidad de La Plata, bajo su Presidente
Joaquín V. González, se convirtió en un centro de gran interés por España, por lo cual se realizaban
intercambios culturales con la Península, muy particularmente con Oviedo. Las visitas de Posada y
Altamira irradiaron el impacto krausista, que en España había provenido de la Institución Libre de
Enseñanza. Fue una difusión cultural que hasta el estallido de la guerra civil española trajo a la
Argentina casi todas las grandes personalidades del mundo cultural español.
Finalmente, la guerra civil española también trajo a la Argentina un gran número de figuras
intelectuales, entre ellos muchos también krausistas, como Lorenzo Luzuriaga, Manuel García
Morente, y otras, como Claudio Sánchez Albornoz, María de Maeztu, Augusto Barcía, Pedro
Corominas, José Ortega y Gasset y Luis Jiménez de Asúa, todos en alguna forma vinculados a la
Institución Libre de Enseñanza (Roig, 1969: 497). Luzuriaga llevó el krausismo al interior del país,
pues durante la Segunda Guerra Mundial enseñó en la Universidad de Tucumán.
A fines de la centuria existían en la Argentina tres corrientes del pensamiento: por un lado, el
pensamiento conservador, tradicional, católico; por el otro, el liberal, dividido en krausistas y
positivistas. No cabía duda de que el positivismo estaba ganando terreno. Si en el Congreso
Pedagógico de 1882 esta corriente de pensamiento combatió a los tradicionalistas, también era
cierto que el krausismo luchaba contra el positivismo materialista y utilitario. Así que, en muchos
casos, los krausistas hacían causa común con los positivistas contra los tradicionalistas, pero en
otras ocasiones, no obstante, las dos fuerzas idealistas y espiritualistas, krausistas y tradicionalistas,
se unieron para oponerse al positivismo. La relación entre krausistas y positivistas pasó por dos
etapas: la primera, de confrontación; la segunda, de asimilación, lo cual produjo un fenómeno
bastante fascinante, el krauso-positivismo, según la terminología de Roig, o el positivismo
espiritual, de acuerdo con Gil Cremades.
El mejor ejemplo del krauso-positivismo fue Carlos Norberto Vergara (1857-1929). Nacido en
Mendoza, se graduó en la Escuela Normal de Paraná, en 1878, y posteriormente fue docente y, en
Mendoza, editor de El Instructor Popular de Mendoza, difundió las ideas krausistas. En 1885,
como Inspector Técnico del Sistema Educativo de Buenos Aires, publicó, junto con José B.
Zubiaur, la famosa revista La Educación. Posteriormente, salieron sus notables obras Revolución
pacífica (1911), Nuevo Mundo Social (1913), Filosofía de la Educación (1916) y Ecología (1921) y
Solidarismo (1924), conjunción, todas, del evolucionismo spenceriano y de la filosofía krausista
proveniente de Ahrens, Krause, Tiberghien, Sanz del Río y de la Institución Libre de Enseñanza.
Su método educativo era la Nueva Escuela de la Libertad, conocido en la Argentina como Escuela
Activa (Roig, 1969: 408-409).
No cabe duda de que su celo, su entusiasmo y su vigor, contribuyeron mayormente a la difusión y
aceptación del krausismo educativo dentro de la historia cultural argentina. Si bien Vergara no
puede ser considerado como krausista puro, sino como krauso-positivista, sin embargo, los mismos
positivistas lo interpretaban como “vagamente romántico y místico”, de modo que su filosofía
básica se inclinaba más hacia las ideas krausista que hacia las positivistas, especialmente tomando
en cuenta su profundo sentido metafísico y religioso, influencia de Tiberghien. El krausismo, del
modo como fue desarrollado por Vergara a nivel pedagógico, se asimiló en la Argentina de tal
manera que llegó a convertirse en el sistema argentino de educación, sistema que permitía la
expresión del pensamiento nacional, y que Vergara consideró como un sistema “que se había
desarrollado aquí como totalmente una planta original”.
7.1.3. Hipólito Yrigoyen, “el Quijote de la democracia”
La increíble evolución del krausismo en la Argentina a nivel educacional pronto tuvo su réplica en
el ámbito político. Con Hipólito Yrigoyen, Presidente de la República Argentina entre 1916 y 1922
y entre 1928 y 1930 el krausismo abandonó el campo de la teoría pura, de las cátedras universitarias
y de la academia, y de la pedagogía, y entró de lleno en el ámbito de la acción, de la política
práctica y real. Con la Unión Cívica Radical (UCR), el krausismo se convirtió en una fuerza social
y política.
La Revolución del Noventa, aunque no tuvo éxito, produjo el fin de una época y el comienzo de
una nueva era, en la cual surgieron nuevas fuerzas sociales. La UCR representó la afirmación de un
nacionalismo argentino, de una auténtica cultura nacional, y no significó sólo una revolución
nacional, política y social, sino que, como el posterior movimiento universitario de Córdoba,
también de raíces krausistas, tuvo un extraordinario eco en toda Iberoamérica.
La Revolución del Noventa había unido a las clases medias en la Unión Cívica de la Juventud, bajo
la jefatura de Leandro N. Alem, quien, más tarde, debido a una creciente desilusión, se suicidó en
1896, de modo que su sobrino Hipólito Yrigoyen tomó las riendas del nuevo partido, llamado UCR.
La oligarquía seguía en el poder, pero la situación no era la misma que en las tres décadas
comprendidas entre 1860 y 1890.
En 1910 llegó a la Presidencia Roque Saénz Peña, y bajo su gobierno se aprobó la famosa ley de
1912 que permitía elecciones libres. Estas se llevaron a cabo en 1916 cuando la UCR pudo entrar
en la Casa Rosada con el apoyo de los Demócratas Progresistas de Lisandro de la Torre. La UCR se
mantuvo en el poder hasta 1930.
La oligarquía se sirvió del liberalismo clásico del siglo XIX, abusando del poder y manipulando las
elecciones a su antojo. El partido de Alem no podía ser conservador, tenía que ser liberal y
democrático, y encontró su base filosófica en Kant; Yrigoyen fue más allá de Kant y siguió la
filosofía krausista, de modo que la oligarquía recibió el reto de un liberalismo distinto, de corte
idealista, ético y espiritual. Más todavía, Yrigoyen dio al krausismo una dirección muy especial, y el
concepto krausista de la solidaridad fue elevado ahora a una fraternidad cristiana. Yrigoyen
proporcionó a la UCR una ideología que proclamaba, de una manera consecuente y dogmática, la
necesidad de todos los grupos sociales a participar en el gobierno de la nación, mediante el derecho
incondicional del voto. Yrigoyen se convirtió, como jefe popular y democrático, en el apóstol de
una nueva religión de la humanidad, y hasta su caída, en 1930, le impuso al país su versión del
krausismo.
No fue ni escritor ni filósofo, tampoco fue un gran orador. Su estilo opaco, difícil y misterioso,
estaba totalmente de acuerdo con la filosofía y la conducta de los krausistas españoles. Las ideas de
estos pensadores habían marcado la personalidad de Yrigoyen desde muy temprano y, muy
especialmente, como maestro de la Escuela Normal de Profesoras de Buenos Aires. El krausismo
de Yrigoyen no provenía de Ahrens, sino más bien de Tiberghien en su fórmula religiosa, si bien
estaba al tanto de otras obras de corte krausista.
Desde el momento en que Yrigoyen asumió la presidencia, introdujo la dimensión social de la
justicia y lo que él llamó el período de la “Reparación”. Su programa defendió la soberanía nacional
—el caso de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF)—; también defendió la paz en dignidad y con
una fundación humana basada en principios. Yrigoyen creyó en la soberanía de cada individuo, de
la soberanía de cada estado dentro de la comunidad nacional y de la soberanía de cada Estado
dentro de la comunidad de las naciones. Fue federalista y, como él señaló al Congreso: “La Nación
ha cesado de ser gobernada, ahora ella misma se gobierna”.
Yrigoyen representó la fuerza que supo organizar y amoldar el descontento “genuinamente popular”
contra las clases aristocráticas, y su programa político se convirtió en una causa mesiánica y
redentorista a favor de la justicia social y de la democracia representativa. Por ello, tanto el lema
mágico y milagroso de la “Reparación”, curiosamente relacionado, y no en forma contradictoria,
con la “Restauración” de Rosas. Ambos períodos, la “Restauración” y la “Reparación”,
representaban dos períodos históricos que se complementaban. Ambos implicaban la rebelión de las
masas y la bancarrota de las elites (Sánchez Viamonte, 1956: 64). La “causa” significaba,
obviamente, la necesidad de tener partidarios leales, fieles a la causa, y ésta era precisamente el
contexto en el cual Yrigoyen y la UCR operaban a favor de la transformación social y política de la
Argentina.
Al asumir la presidencia, de inmediato se pudo observar claramente lo que significaba la
“Reparación”: había llegado el momento de reparar y de distribuir. La “Reparación” significaba
poner las cosas en su debido lugar después de medio siglo de régimen inmoral. La “Reparación”
sería el inicio de una renovación democrática y representativa con una base profundamente ética.
Para comprender la personalidad de Yrigoyen hay que tener en cuenta que fue el producto de la
transición, del suburbio, que no era ni rural ni urbano (Sánchez Viamonte, 1956: 56-57), y que
había dos factores que guiaban su vida: uno, la herencia psíquica del suburbio rosista, y el otro, el
suburbio contemporáneo del inmigrante de los años 1860-1880, y ambos coincidían en muchos
puntos. Durante el período de Rosas existía una actitud, tanto del campo como de las villas y
ciudades, de desconfianza frente al extranjero. Yrigoyen seguía la imagen que el argentino de
aquellos tiempos tenía en relación con Europa, esto es, con Inglaterra y con Francia. La visión
yrigoyenista del viejo continente era básicamente negativa y hostil, pero jamás incluyó a España —
por la religión, la raza y la cultura—, a Italia —por la inmigración—, y a Alemania, por ser
totalmente inocente en cuanto a los resentimientos históricos (Sánchez Viamonte, 1956: 58).
También su actitud frente a las artes y las ciencias estuvo guiada por este eco de Rosas, de modo
que Yrigoyen interpretaba todo lo que llegaba de Europa con ojos hostiles y, en el caso de no
comprender estas novedades, entonces simplemente pretendía no ver (Sánchez Viamonte, 1956:
62).
No solamente fue krausista con su filosofía, también su vida particular fue formada por el ideal
krausista de la humanidad. Desde el momento que asumió el poder, Yrigoyen dio a la Presidencia
un nuevo estilo, único y personal: trató de resolver los problemas sociales y se convirtió en el ídolo
de las masas. La preocupación por los pobres y miserables fue sincera, y prácticamente se convirtió
en la primera legislación social del país. Además, toda su política interna y externa estaba guiada
por el pensamiento idealista de Krause, y no puede comprenderse si no se toma en consideración
este elemento básico de su personalidad. Yrigoyen llegó a la armonía mediante el espíritu y cumplió
sus tareas a través de una férrea disciplina, y la ética krausista perfeccionó todavía más su
orientación moral (Gálvez, 1983: 225).
Como maestro había dado su salario en los colegios nacionales a la caridad; cuando llegó a la
Presidencia hizo lo mismo. Al asumir la presidencia tomó el tranvía y no aceptó mudarse a la Casa
Rosada, sino que continuó una vida modesta en su departamento. Los ricos tenían que tener mucha
paciencia para obtener audiencias, mientras que los pobres tenían acceso inmediato. Por supuesto,
la economía tuvo que sufrir. Además, no le gustó delegar poderes, y, como típico representante del
caudillo ibérico, exigía devoción y lealtad incondicionales. Según Manuel Gálvez, “vivió la vida de
un apóstol, un moralista, un “krausista”, un asceta, un espiritualista, en medio de un creciente
materialismo, sensualismo, irreligiosidad y superficialidad (Gálvez, 1983: 208).
Su filosofía se observa igualmente en sus escritos: todos muestran las huellas de Ahrens, de
Tiberghien y de Krause. Entre estos se encuentran los Manifiestos de la Revolución de 1905, los
Mensajes al Congreso, y su defensa sometida a la Corte Suprema de 1931 (Roig, 1969: 188-189).
Entre los proyectos krausistas figura también el movimiento reformista de Córdoba, basado en el
concepto de la solidaridad, del racionalismo armónico, y del ideal krausista de la humanidad. Esta
reforma no fue krausista per se, pero fue llevada a cabo dentro del contexto krausista de la UCR de
Yrigoyen, influida, en cierto grado, por la Primera Guerra Mundial, la revolución rusa, Miguel de
Unamuno y José Ortega y Gasset. La reforma de Córdoba de 1918 tenía como meta establecer la
república académica que luego tuvo un eco impresionante en toda Iberoamérica menos en Brasil y
en México. La república académica significaba una reforma total que estableció una administración
conjunta de profesores, graduados y estudiantes; una revolución espiritual. No cabe duda de que
esta reforma alcanzó a las universidades argentinas, como lo atestiguó su renovación intelectual.
Sin embargo, demasiado idealista, utópica, a la larga fracasó. Además, Yrigoyen siempre mantuvo
una relación íntima con los estudiantes, a quienes recibió en audiencia en múltiples ocasiones en el
Salón de Invierno de la Casa de Gobierno.
7.1.4. Yrigoyen y las relaciones exteriores
La política exterior de Yrigoyen también tenía el sello característico de Krause. En primer lugar,
Yrigoyen mantuvo la política de neutralidad frente a la guerra de 1914, pero había una diferencia
fundamental. Para el anterior gobierno conservador, una intervención “era mal negocio”; para
Yrigoyen era una cuestión de principio. Significaba participar en la división de la humanidad, en su
tragedia, y por sus ideales pacifistas no era factible un cambio de política. A pesar de toda clase de
presiones por parte de los aliados y, muy especialmente, después del hundimiento de dos barcos
argentinos por submarinos alemanes, y de las observaciones poco diplomáticas del Embajador
alemán, conde Luxburg, descifradas por los aliados, Yrigoyen resistió, casi totalmente solo y
aislado, y mantuvo la neutralidad.
La política exterior de Yrigoyen representó algo muy especial, casi único en los anales de las
relaciones internacionales, y la Argentina supo conquistarse gran cantidad de simpatías en el mundo
entero. Durante su presidencia, la Argentina mantuvo buenas relaciones con todas las naciones
iberoamericanas y especialmente con los vecinos. Yrigoyen defendió los intereses nacionales frente
a la codicia inglesa relativa al petróleo; pidió al presidente Guillermo Leguía de Perú poner en
libertad a Haya de la Torre; defendió las actividades de Sandino en Nicaragua; en sus
conversaciones con Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, en relación con una futura
reunión de todos los jefes de Estado americanos —que no se llevó a cabo—, señaló que prefería
hablar sobre principios y no aranceles; dio la famosa orden al capitán de un barco de guerra
argentino, que había llevado los restos mortales de Amado Nervo a México y estaba en viaje de
regreso, al entrar en el puerto de Santo Domingo, de no saludar el pabellón de los Estados Unidos
por haber ocupado ese país la República Dominicana; se opuso rotundamente a una intervención en
el Paraguay con la respuesta que jamás la Argentina intervendría en otro país para contribuir, así, “a
las divisiones internas de nuestros países hermanos”.
En cuanto al país del Norte, para Yrigoyen era inadmisible que por ser la nación más poderosa en el
continente, tuviese un derecho divino para intervenir cada vez que quería hacerlo, y menos todavía
era aceptable y admisible que los países iberoamericanos tuvieran la obligación de seguir la política
que les dictaba Washington. Lo peor, según Yrigoyen, era el hecho —1917— de que la solidaridad
iberoamericana se había roto a pesar de que espiritualmente seguía existiendo, y, mucho menos era
tolerable la aplicación de medidas coercitivas a nivel económico. Para él, también la economía tenía
que basarse en principios éticos (Yrigoyen, 1954: 27).
En busca de la solidaridad iberoamericana invitó a una reunión de esa región en 1918, cuando los
Estados Unidos decidieron intervenir en la guerra mundial. Este congreso debía ser el más
importante en Iberoamérica después del Congreso de Panamá de 1826, convocado por Simón
Bolívar. No pudo celebrarse porque los Estados Unidos se opusieron y sólo Cuba y México
aceptaron la invitación para reunirse en Buenos Aires; de hecho, únicamente México envió una
delegación. La actitud de los Estados Unidos fue todavía más arrogante al enviar una escuadra, al
mando del capitán Caperton, con el objeto de intimidar al gobierno de Buenos Aires. La actitud
digna e hidalga de Yrigoyen salvó el honor del país.
La posición idealista, espiritualista y ética que Yrigoyen mostró con su política de neutralidad —
“con nadie, contra nadie, pero con todos por el bien de todos” (Yrigoyen, 1954: 23-27)— y en sus
relaciones en el mundo iberoamericano, se repitió con respecto a la nueva organización mundial. La
idea provino del Presidente de los Estados Unidos, y nadie apoyó tanto a Woodrow Wilson en la
realización de este objetivo que la Argentina de Yrigoyen, que de inmediato aceptó participar en
ella (Peterson, 1964: 367).
La Argentina fue, así, el primer país iberoamericano que acudió a Ginebra con una delegación
encabezada por Honorio Pueyrredón, y que se integró a la Liga de las Naciones el 12 de julio de
1919. El celo con el cual la Argentina entró en la Sociedad de las Naciones reflejaba el espíritu
krausista de Yrigoyen —de una comunidad de pueblos que fraternalmente se unían para realizar el
gran ideal de la humanidad—, pero muy pronto hubo de darse cuenta de que esta Liga de las
Naciones distaba muy lejos de representar el ideal krausista de la humanidad, sino que, al contrario,
representaba el grupo de naciones vencedoras para mantener sojuzgados a los vencidos. La reacción
de Yrigoyen fue inmediata.
La Argentina había acudido a Ginebra con varios reclamos: igualdad absoluta de vencedores,
vencidos y neutrales; de ricos y pobres, grandes y chicos, fuertes y débiles. Todos los miembros del
Consejo de la Liga debían ser elegidos por el voto mayoritario de la Asamblea, de acuerdo con
principios democráticos, en lugar de reservar a los vencedores los cinco puestos permanentes en el
Consejo y sin participación de los vencidos. También protestó Yrigoyen por la arrogancia de los
Estados Unidos de incluir en el Pacto de la Liga aquellos acuerdos, como la Doctrina Monroe, que
la Argentina y otros países iberoamericanos jamás habían reconocido como principio del derecho
internacional y que estaba totalmente en oposición con el Panamericanismo y con la misma
Sociedad de las Naciones (Peterson, 1964: 367). Además, Yrigoyen pidió a la Liga de las Naciones
el establecimiento de una Corte Permanente de Justicia Internacional y de una Organización
Permanente de Cooperación Económica (Levene, 1963: 506-507 y Bassett, 1928: 95-97). Por orden
de Yrigoyen, al ver que los aliados no escuchaban las demandas argentinas, la Argentina abandonó
la Sociedad de las Naciones, fue el primer país en hacerlo, el 4 de diciembre de 1919.
Finalmente, la actitud idealista de Yrigoyen también se reflejó en la famosa conversación telefónica
con el presidente estadounidense Herbert Hoover, en 1929, en ocasión de establecerse el vínculo
telefónico entre ambos países. Mientras Hoover loaba el adelanto técnico y tecnológico, Yrigoyen
sólo vio el valor espiritual de esta nueva vinculación e indirectamente reprochó a Hoover la política
estadounidense de inmiscuirse constantemente en los asuntos internos de Iberoamérica. Célebres
fueron sus palabras:
En suma, señor Presidente, sintetizando esta placentera conversación, reafirmo mis creencias
evangélicas que los hombres deben ser sagrados para los hombres y los pueblos sagrados para los
pueblos; y en común acuerdo reconstruiremos la labor de siglos sobre la base de una cultura y
civilización más ideal, de una fraternidad más sólida y más en armonía con el mandato de la
Divina Providencia.(del Mazo, 1984: 181)
Yrigoyen murió en 1933 después de una prolongada enfermedad, agravada por su prisión en la isla
de Martín García. Sus funerales fueron una apoteosis. Dos veces primer mandatario, ilustre hombre
de Estado, maestro de almas, su paso hacia la gloria entre flores y lágrimas de un inmenso pueblo,
fue su vindicación (del Mazo: 1984: 134). Yrigoyen, el Quijote de la democracia, de la libertad
política y de la libertad absoluta (Gálvez, 1983: 226) adaptó la filosofía krausista a la realidad
argentina, pero raras veces en la historia del pensamiento encontramos un caso tan claro de un eco
filosófico como el de Yrigoyen y sus maestros Krause, Ahrens y Tiberghien.
Balbín, Illia y Alfonsín
El krausismo no desapareció con la muerte de Yrigoyen. Es cierto que no todos los jefes o
presidentes radicales, es decir, de la UCR, fueron krausistas. Así, Marcelo T. de Alvear, de la UCR
antipersonalista y Presidente de la República Argentina, 1922-1928, y Arturo Frondizi, de la UCR
independiente, también Presidente de la Argentina, 1958-1962, están totalmente fuera de la línea
krausista, pero otros se mantuvieron fieles al racionalismo armónico.
Después del golpe de septiembre (1930), la oligarquía volvió a gobernar durante catorce años. En
ese período, Ricardo Balbín continuó la lucha política como jefe de la UCR y mantuvo la tendencia
krausista de Yrigoyen. Sin embargo, Balbín nunca tuvo la oportunidad de llegar al poder, y dentro
de la UCR perdió frente a su rival Arturo Frondizi, quien gobernó entre 1958 y 1962.
Balbín no fue krausista, en el sentido puro de la palabra, pero estaba dentro del contexto de la
auténtica tradición del radicalismo ético y, en ese sentido, expresó un eco de ese idealismo tan
potente de Krause, tan bien representado en Yrigoyen. El rival de Balbín, dentro de la UCR, fue
Arturo Frondizi, pero éste jamás estuvo asociado al krausismo o a la ideología ética de Yrigoyen.
Sin embargo, más adelante, Arturo Illia, presidente en el período 1963-1969, con su UCR del
Pueblo, manifestó una vez más la vigencia del krausismo en la Argentina contemporánea. Ello se
vio claramente cuando canceló los contratos de petróleo con compañías extranjeras y, luego, un
acuerdo con el Banco Mundial. Pero más que nada, al rechazar una participación argentina en la
Fuerza Interamericana de Paz después de la ocupación de la República Dominicana por fuerzas
norteamericanas, que los Estados Unidos invadieron para evitar una repetición de los eventos de
1959 en Cuba, Illia se dejó guiar por la ética krausista.
La UCR volvió nuevamente al poder después de perdida la guerra en el Atlántico Sur, en 1982. En
las elecciones del 30 de octubre de 1983 ganó la UCR con Raúl Alfonsín y su grupo Renovación y
Cambio. Con este triunfo volvía Krause a la Casa Rosada. Alfonsín se consideró un auténtico
sucesor de Yrigoyen y su política siguió una orientación claramente ética. No solamente se
observaba esta política en sus acciones, sino que él mismo lo afirmó en varias oportunidades. Así,
en su visita oficial a España, en 1984, en presencia del Rey, o en 1985 en su famoso discurso del 1o
de diciembre ante la Comisión Nacional de la UCR en Parque Norte, el histórico lugar de la
Revolución del Noventa, o en sus conversaciones con Pablo Giussani, que se encuentran en el libro
de este último ¿Por qué, doctor Alfonsín? (1987), en el cual, refiriéndose a su juventud, Alfonsín
indica:
Nosotros los radicales nos hemos formado bajo la influencia krausista. Usted recordará que
Krause privilegiaba el pensamiento ético en el campo político. Esta visión era clarísima en
Hipólito Yrigoyen. Nosotros pensamos que es una concepción ética lo que debe unirnos a todos
por encima de las discrepancias ideológicas; y esta concepción ética empieza por obligarnos a
tener una clara noción de que nuestra primera obligación es la de atender los problemas de los
que más necesitan, lo que nos lleva al área de lo popular.
(Giussani, 1987: 38)
En suma, el krausismo de Alfonsín, 1983-1989, nos demuestra una vez más la vigencia de esta
filosofía, de un pensamiento romántico del siglo XIX, en pleno siglo XX, y todavía a fines de esta
centuria
Uruguay
Las generaciones de 1868 y 1878
El estudio de la filosofía, en lo que hoy es la República Oriental del Uruguay, se inició en 1787 en
el Colegio de San Bernardino, franciscano. La corriente filosófica que se enseñaba era la
escolástica. Posteriormente, en la década de 1820, la idéologie y el socialismo utópico,
especialmente el sansimonismo, reemplazaron el pensamiento tradicional. La evolución del
pensamiento uruguayo resultó muy influido por las corrientes que dominaban las mentes en la otra
orilla del Río de la Plata. En las décadas comprendidas entre 1845 y 1875, imperó el eclecticismo
de Victor Cousin. En estas tres décadas el acontecimiento más importante en el campo cultural fue
la fundación de la Universidad de Montevideo en 1849, institución que abrió las puertas al
eclecticismo.
Durante el período del eclecticismo, tuvo lugar, como consecuencia de las luchas políticas, una
confrontación entre el “caudillismo” y el “principismo”, entre 1865 y 1875, cuando las fuerzas
armadas tomaron el poder y lo mantuvieron durante once años hasta 1886. El primer pensador en
Uruguay había sido el padre José de la Peña: fundó el Gimnasio y Colegio Nacional, que en 1849 se
convirtió en la Universidad de Montevideo. El padre de la Peña también contribuyó a que el
eclecticismo se introdujera en el país, labor luego continuada por Plácido Ellauri, miembro de la
Generación de 1868, la generación que creó el Club Universitario y, más adelante, en 1872, el Club
Racionalista.
Ellauri había introducido el texto de Eugène Géruzez y, posteriormente, agregó los de Amadée
Jacques, Jules Simon y Emile Saisset; en 1880 también incluyó el texto de Paul Janet. Este último
es considerado en Uruguay como el primer pensador idealista del siglo XIX que se opuso a la
invasión del positivismo. Janet fue el modelo de toda una generación.
La Generación de 1868, profundamente influida por Lamennais, Michelet y Quinet, ya no mantenía
el eclecticismo como movimiento filosófico. En 1877 se produjo un cambio radical, constituido por
la llegada del positivismo, la fundación del Ateneo, y también, la supresión de la cátedra que el
padre de la Peña había fundado. En otras palabras, se había terminado una época y se abrió otra
puerta: Arturo Ardao la llamó Generación de 1878.
El período que había finalizado en 1877 y que se basó sobre el eclecticismo, representó el primer
paso hacia el futuro krausismo del país. Como reflejo del Romanticismo había producido, en
política, la idea uruguaya del Rechtsstaat, una afirmación categórica del liberalismo doctrinario, con
absoluta rigidez en la ética civil y dentro de la filosofía espiritualista: el “principismo”. En otras
palabras, el período del eclecticismo representaba: “Romanticismo en literatura, `principismo' en
política, deísmo racionalista en religión, laicismo en educación” (Ardao, 1950: 50). Entre los
principistas más destacados figuraban: Juan Carlos Gómez, José Pedro Ramírez, Juan Carlos
Blanco, Pablo de María, Julio Herrera y Obés, y Justino Jiménez de Aréchaga, en derecho
constitucional.
Colaboró con la lucha intelectual del “principismo” otra fuerza intelectual, el movimiento
librepensador, que se opuso a la Iglesia Católica. Su portavoz era La Revista Literaria (1865-1866)
y se reflejaba, tanto en el mencionado Club Universitario que más adelante (1877) se convirtió en
el Ateneo, como en el citado Club Racionalista, y cuyo jefe intelectual en toda América del Sur era
el chileno Francisco Bilbao. Esta fuerza intelectual había proclamado su “Profesión de Fe” en 1872,
que, en realidad, podía considerarse como una religión natural.
Cuando se volvió a abrir la cátedra de filosofía en 1883, los positivistas habían conquistado la
Universidad, pero tenían que enfrentarse a la segunda ola espiritualista de Uruguay: el krausismo de
Prudencio Vázquez y Vega, uno de los signatarios de la “Profesión de Fe”, y José Batlle y Ordoñez.
La Generación de 1878 creció gradualmente en tiempos del general Lorenzo Latorre, y los nuevos
espiritualistas incluían a Daniel Muñoz, Anacleto Dufort y Alvarez, y, especialmente, a los citados
Vázquez y Vega y Batlle y Ordoñez, en el lado idealista; mientras que el lado positivista de la
misma Generación estaba integrado por José Pedro Varela, Eduardo Acevedo y Martin C. Martínez
(Ardao, 1951: 155). En 1877, año clave en la evolución intelectual de Uruguay, se inició la gran
lucha entre los dos grupos, el positivista y el espiritualista o krausista, en el Ateneo.
Como en la Argentina, también en Uruguay, a fines de la centuria, existían tres grupos que se
combatían entre sí y formaban también alianzas: el positivista, el católico y el krausista. En muchos
casos, el krausista y el positivista hacían causa común contra la Iglesia; en otros, el grupo católico
se aliaba con el krausista contra el darwinismo. En 1880 el positivismo controlaba la Universidad y
hasta recibió el sello oficial de las autoridades, pero al mismo tiempo tenía que enfrentarse a los
krausistas y a los católicos, y nada menos que a personalidades krausistas como Vázquez y Vega y
Herrera y Obés (1841-1912), más adelante Presidente de Uruguay, 1890-1894, o a Juan Zorrilla de
San Martín, del grupo católico y tradicionalista.
Prudencio Vázquez y Vega (1855-1883) fue tal vez la personalidad que más se acercaba a la
encarnación de un auténtico filósofo: ardiente y austero, moralista intransigente y fanático
doctrinario, transformó la ética en una auténtica religión del deber, la que utilizó con vigor en
contra del militarismo y la Iglesia. A partir de 1878 escribió en La Razón y El Espíritu Nuevo en
contra del positivismo. Su actividad filosófica puede observarse en tres niveles: como maestro en el
Ateneo, en su actividad en la Sección Filosófica del Ateneo, y en sus escritos. En sus dos clases en
el Ateneo usó el texto Compendio de Filosofía, de Charles Bénard, uno de los autores franceses del
movimiento idealista de Francia del siglo XIX, y, en la segunda clase, la obra de Guillaume
Tiberghien, Ensayo teórico e histórico sobre la generación de los conocimientos humanos, donde
hizo hincapié en la filosofía krausista a la que le dedicó dos capítulos (Ardao, 1950: 143).
La penetración krausista
La filosofía krausista penetró en el Uruguay por varios caminos. La primera ola fue con Ahrens,
entre las décadas de 1860 y 1880, a través de su Curso de Derecho Natural y el Curso de
Psicología. Estos textos fueron usados en el Ateneo, el Club Católico y en la Biblioteca Central de
Segunda Enseñanza. Una segunda ruta fue a través de las obras de Karl David August Roeder,
especialmente su Las doctrinas fundamentales reinantes sobre el delito y la pena en sus interiores
contradicciones y La vida del derecho. La tercera ola fue con el krausismo español, particularmente
a través de Julián Sanz del Río y Francisco Giner de los Ríos. La primera mención pública de
Ahrens y Krause fue hecha por Carlos María Ramírez en 1871 durante sus conferencias sobre
Derecho Constitucional en la Universidad de Montevideo (Monreal, 1993:119).
Habrá que citar, además, dos otras rutas. Una, indirecta, a través de la obra Elementos de derecho
público constitucional (1846) de José Victorino Lastarria, que fue adoptada como texto por la
Universidad de Montevideo y podía encontrarse en las tres décadas de 1870 a 1900. Finalmente,
otro camino indirecto fue a través del profesor francés Henri Thiercelin y su obra Principes de
Droit (1857), donde menciona a Ahrens y Krause, comparándolos con Grocio, Espinoza, Hobbes,
Bentham y Kant, y aceptando muchos elementos de la filosofía krausista. A pesar de no aceptar in
toto la filosofía de Krause, su libro fue otro camino para difundir la filosofía krausista en el
Uruguay, ya que su obra fue recomendada a los estudiantes de la Facultad de Derecho de la
Universidad de Montevideo. Más aun, en el Club Universitario, en julio de 1876, José Ramón
Mendoza dictó una famosa conferencia titulada “Las teorías de Kant, Krause y Thiercelin”.
Finalmente, Johan Kaspar Bluntschli, si bien no era un partidario de Krause, estaba vinculado a él,
pues había aceptado muchos elementos de la filosofía krausista, fue otro camino indirecto para la
difusión de Krause en el Uruguay (Monreal, 1993: 142).
En 1881 Carlos Gómez Palacios mencionó a Ahrens y Krause como dos filósofos muy populares en
la Universidad de Montevideo y, como idealista fanático hasta se sirvió del Parlamento uruguayo
para proclamar abiertamente su pensamiento krausista en presencia del Ministro de Justicia,
Religión y Educación Pública (Ardao, 1950: 185). Tres años más tarde, la Revista de la Sociedad
Universitaria publicó un artículo de Pedro Mascaro y Sosa titulado “Un tema de metafísica
analítica”, que representó otra manifestación krausista en un momento cuando el Positivismo
mantenía su fuerte dominio intelectual. Más todavía, en aquellos momentos, tanto el Ateneo como
el Club Universitario, representaban los dos baluartes del idealismo uruguayo.
Sin embargo, fue Prudencio Vázquez y Vega quien introdujo a Krause en Uruguay al iniciar su
curso de historia de filosofía en el Ateneo en 1878 y fue aquí también que, un año más tarde, José
Batlle y Ordoñez hizo su primer contacto con la filosofía krausista. Una vez más, el lector debe
preguntarse, ¿por qué esta influencia de Krause en Uruguay? La respuesta no es diferente de la que
también vale para el resto de Iberoamérica. En primer lugar, la filosofía krausista representaba un
sistema completo con una visión idealista y optimista, racional y armónica del mundo, y cubría
todos los argumentos filosóficos, de Dios y la humanidad a la vida diaria. En segundo término, era
altamente espiritualista y, si bien no aceptaba el dogma católico, tenía vínculos muy profundos con
el catolicismo. Para los liberales parecía el mejor instrumento para combatir, tanto el
tradicionalismo como el positivismo. En tercer lugar, lanzaba a los partidarios del krausismo a la
acción y los obligaba a transformar la sociedad hacia un orden social más justo. En resumen, una
religión natural con el ethos del deber, liberalismo político y reformas sociales, si bien no
totalmente nuevas en Uruguay, fueron fortalecidas por el krausismo y recibieron una significación
distinta y más profunda. El krausismo formó parte de la gran resistencia frente al positivismo e
irradió básicamente de Vázquez y Vega y Herrera y Obes. Este último, al llegar a la Presidencia,
manifestó con claridad que seguiría una política idealista, nombrando como Ministro de Justicia,
Religión y Educación Pública, a un distinguido católico, Carlos A. Berro.
El Partido Colorado, Herrera y Obes y Batlle
Sin embargo, la personalidad que impuso la filosofía de Krause en Uruguay casi en forma
irrevocable por medio siglo fue José Batlle y Ordoñez. Nacido en 1856, hijo de un general y
presidente, estudió en Montevideo y publicó El Espíritu Nuevo, una voz opuesta al clericalismo y la
represión en tiempos del Presidente Latorre. En 1879 se fue a vivir a París, donde siguió los cursos
del positivista Pierre Laffitte. En esa ciudad lo que más le fascinó, fue la obra de Ahrens, el Curso
de Derecho Natural.
Luego regresó a Montevideo donde se alistó en un golpe de Estado contra el General Máximo
Santos, quien había sucedido al general Latorre. La derrota de Quebracho, en 1886, lo llevó a la
cárcel, pero Santos, en un gesto de magnanimidad, lo dejó en libertad. La rebeldía de Batlle le trajo
nuevos problemas; se alistó entonces al Partido Colorado, y El Día se convirtió en su portavoz. El
Partido Colorado de aquellos días incluía dos personalidades: por un lado, Herrera y Obés, el típico
representante de la aristocracia criolla, culto y apasionado; por el otro, Batlle, austero, cuyo corazón
batía por los pobres y humildes. Ambos tenían las mismas metas: Herrera y Obés se servía de El
Heraldo como instrumento político, Batlle de El Día. En los tiempos de la campaña electoral, el
Presidente Máximo Tajes, el vencedor de Quebracho, ofreció a Batlle el cargo de Jefe de Policía del
Departamento de Minas, sería esta la primera oportunidad para Batlle de actuar en forma oficial. La
experiencia de Minas ayudó a Batlle en su posterior carrera.
En 1890 Herrera y Obes llegó a la Presidencia: el primer gobierno democrático después de mucho
tiempo. Herrera y Obés era del mismo partido que Batlle, pero ambos eran muy distintos, como se
indicó anteriormente. Herrera y Obes poco sentimiento tenía por las masas humildes, y, en realidad,
Batlle combatió más a su colega Colorado que a los rivales Blancos. Al terminar su período
presidencial, Herrera y Obes dejó el mando en las manos de un sucesor menos brillante, Juan Idiarte
Borda, y el país volvió a los tiempos donde alianzas políticas sin objetivos claros y sin ideales se
mantenían en el poder. Batlle reaccionó: continuó su lucha contra los blancos, pero más contra
Herrera y Obés y su sucesor. Borda, entonces, hizo cerrar El Día, lo cual aumentó la crisis política y
tuvo como consecuencia el homicidio de Borda. En 1897 se llegó a un acuerdo: la Paz de
Septiembre, un intento de apaciguar la oposición de los blancos, lo cual fracasó. El país quedó
dividido, con seis de los diecinueve departamentos en poder del Partido Nacional, que los gobernó
como si fuera un botín de guerra.
Mientras tanto, Batlle llegó a ocupar la Presidencia del Senado, cargo que le ayudó como trampolín
en su campaña política contra las arbitrariedades de Juan Lindolfo Cuestas, quien había seguido en
la Presidencia después de la muerte de Borda. Se vio, entonces, la necesidad de nuevas elecciones,
y, a principios de la nueva centuria, el prestigio de Batlle fue tan grande que los colorados lo
nombraron candidato para la Presidencia de la República. Cuestas se dio cuenta de su frágil
posición; proclamó entonces a su Ministro del Interior, Eduardo MacEachen, como candidato, pero
la maniobra no tuvo éxito. En las elecciones del 1º de marzo de 1903 resultó electo Batlle, elección
que se hizo a través de la Legislatura, de acuerdo con la Constitución de 1830.
La época de Batlle
La primera presidencia de Batlle, 1903-1907, estableció las bases de una transformación total de
Uruguay a nivel político, económico y social. El país, que había estado en una anarquía perpetua, se
convirtió en el siglo XX, gracias a la política de Batlle, en una nación que acataba las reglas de
juego de la democracia representativa: libre, independiente, progresista. Pronto el país se convirtió
en el primer Estado benefactor de Iberoamérica y, en la economía, el período inició la era de los
frigoríficos. Cuatro constituciones cambiaron el panorama político de Uruguay:
(a) 1918: intento de corregir los abusos personales del Ejecutivo;
(b) 1934: puso en contraste la estructura política con la formulación
doctrinaria en asuntos económicos y sociales;
(c) 1942: intento de corregir los errores de la Constitución de 1934; y
(d) 1952: representó un acuerdo para resolver los problemas temporarios y de dirigir el país hacia el
concepto total del Colegiado
(Couture, Fraga Iribarne y Gros Espiell, 1956: xvi)
La idea de Batlle era la creación de una democracia progresista en la cual no tendrían lugar, ni el
caudillismo, ni los pronunciamientos, ni los golpes de Estado. A los partidos políticos no los
concibió como rivales y enemigos, sino como asociaciones con metas positivas. La existencia de un
partido político sólo se justificaba si se basaba sobre dos elementos cardinales: la libertad y el bien
común (Zavala Muñiz, 1945: 153).
La Paz de Septiembre de 1897 obligaba a Cuestas, pero Batlle pidió a la oposición que se uniera al
gobierno en una coalición grande. Los blancos se opusieron, y, en realidad, en ese momento el país
estaba gobernado por dos bandos: el oficial en Montevideo y el blanco en el Departamento de Cerro
Largo. Luego se sublevó Aparicio Saravia, el último caudillo. En 1904, en los Cerros de Massoller,
fue vencido y muerto. Finalizó la resistencia de los blancos.
Batlle había perdido tiempo en su programa político; tenía que apresurarse si quería realizar su
transformación del país. Una vez más invitó a los blancos. Cuando Batlle llegó al poder, los
colorados habían estado en el poder durante trece años; Batlle consolidó este poder durante medio
siglo. Los años del batllismo se han dividido en varios períodos: los riveristas de 1913, los radicales
de 1918, los marcistas de 1933 y los baldomeristas de 1938.
El batllismo significó tres elementos esenciales: la “democracia política”, con autonomía local,
representación proporcional y el Colegiado; la “democracia económica”, mediante la dominación
económica del Estado, y la “democracia social”, que incluía el laicismo, si bien no en forma
militante.
En su primera administración, Batlle inició un extenso programa de trabajos públicos con un
extraordinario énfasis en la educación: educación primaria obligatoria, educación libre en las
cárceles; educación secundaria en el interior del país para integrar a los pobres, creación de
facultades de agronomía y ciencia veterinaria, establecimiento del Instituto de Química, Anatomía y
Psicología, y el envío de estudiantes al exterior. Al terminar su primer período presidencial, Batlle
podía demostrar que su programa de democracia progresista se había realizado. Imperaba la justicia
en todo el país, la educación había mejorado en todos los niveles, la justicia social era un hecho.
Además, sorprendió al país el hecho de que Batlle acatara la Constitución y dejara el poder.
Efectivamente, el 1º de marzo de 1907, su sucesor constitucional, Claudio Willeman, se hizo cargo
de la Presidencia y Batlle viajó a Europa. Sin embargo, Willeman no era Batlle —surgieron
problemas debido a revueltas en 1910 y 1911.
Batlle regresó a Montevideo y no tuvo dificultad para ganar las elecciones de 1911. Se inició su
segundo período, 1911-1918. En este período introdujo todas aquellas reformas que por una razón u
otra no había podido llevar a cabo en la primera presidencia. Se extendió el sistema de la propiedad
pública; también la legislación social con un programa de compensación en los trabajos y de un día
de descanso obligatorio, y de protección a la mujer embarazada con un descanso de un mes antes y
otro después del parto, y la famosa “Ley de la Silla”, que estipulaba que las trabajadoras debían
tener una silla en sus respectivos lugares de trabajo.
La lucha de Batlle por los derechos de la mujer, de los niños y de los animales, fue sincera como
toda su legislación social. Por supuesto, no todas las reformas fueron aceptadas sin críticas. Pero
todas estas innovaciones no significaban nada en comparación con la reforma constitucional que
Batlle tenía en mente. En sus viajes a Europa había observado con asombro que en Suiza pocos
sabían quién era el Presidente del país. En su idealismo creyó que el ejemplo helvético podía
introducirse también en Uruguay para evitar cualquier abuso del Poder Ejecutivo. Ya en 1907 se
iniciaron las labores para reformar la Constitución de 1830 que seguía vigente y finalizaron en
1912. Significó el “gran designio” de Batlle: los Apuntes para la Reforma Constitucional. Estos
proclamaron el fin de la presidencia y su reemplazo por un Consejo Ejecutivo, según el modelo
suizo. Sería compuesto de nueve miembros que en forma rotativa y anual presidirían la nueva
institución. La proposición de Batlle hacía recordar otros ejemplos constitucionales para evitar
abusos oficiales, como el Cuarto Poder de Benjamin Constant, el Poder Conservador en la
Constitución Mexicana de 1836 o el Poder Moderador en la Constitución Imperial del Brasil de
1824. Los Apuntes representaban una nueva demostración del quijotismo hispánico, pues, en
realidad, la propuesta batllista no era factible, ya que Uruguay no era la Confederación Helvética.
La publicación de los Apuntes causó una explosión, a tal punto que Batlle tuvo que retroceder y
aceptar una alternativa menos radical.
Después de una dura lucha, el resultado fue la Constitución de 1918, la segunda en el país, que
incorporó la revolución batllista y el Colegiado revisado. Según la nueva versión, el Poder
Ejecutivo se componía de dos partes: de un Presidente de la República y de un Consejo Nacional de
Administración, con el primero a cargo de defensa y relaciones exteriores e interiores, y el segundo,
de economía y finanzas, educación, industrias, trabajos públicos y todas las agencias autónomas. En
suma, la Constitución de 1918 democratizó el gobierno y el sistema político.
En el campo social, la energía de Batlle era igualmente inagotable. De esa manera, pudo realizar
dos cometidos: uno, más reformas, como un proyecto de colonización, la multiplicación de escuelas
primarias, y la introducción de toda una legislación social, que para el Uruguay significó obtener el
primer lugar de todos los países americanos en un período cuando el único país que tenía algo
semejante era la Alemania imperial, con la legislación social de Bismarck de la década de 1880; y,
el otro, tal vez más importante, es que creó en la mente del pueblo uruguayo una conciencia social y
política que, aceptada o no, jamás podía ser borrada. La cumbre de esta política fue la legislación
relativa a la jubilación de ancianos.
Batlle se retiró del gobierno en 1918, pero no dejó de preocuparse y dedicarse a la difusión de sus
ideales y de su programa krausista a través de El Día. En la Presidencia le siguió, de acuerdo con la
Constitución de 1918, Baltasar Brun. Partidario apasionado y tenaz del ideario batllista, continuó la
política de Batlle, y, en realidad, no pudo haber mejor compañero de lucha de la ideología de su
antecesor.
Batlle se fue a vivir a su casa de Piedras Blancas, donde murió en 1929. Su fallecimiento ocurrió
casi paralelamente a la muerte de su correligionario krausista en la otra orilla del Río de la Plata,
Hipólito Yrigoyen, cuatro años más tarde. Si bien hubo cambios políticos y una nueva
Constitución, la de 1934, que eliminó el Consejo Nacional de Administración, ello no eliminó la
legislación social introducida desde 1903.
La Constitución de 1934 no persistió por haber producido consecuencias bastante negativas, de
modo que una nueva Constitución, la de 1942, trató de corregir los errores del pasado. Además, la
Constitución de 1942 eliminó cualquier derecho de la oposición a ocupar automáticamente la mitad
de los asientos en el Senado. En esta Constitución de 1942 podía observarse todavía el eco del
programa político de Batlle:
l. La pena de muerte no existe en el Uruguay;
2. Las cárceles son lugares para la educación y no de castigo;
3. La palabra hablada y escrita es inviolable (sin embargo, los abusos serán castigados por la ley;
4. La detención, el allanamiento y la confiscación están prohibidas;
5. La libertad de movimiento en todas las regiones de la Nación está asegurada (sujeto a la ley);
6. La igualdad de trato está asegurada para todas las religiones;
7. Los niños están protegidos de la negligencia física, intelectual y moral, y su explotación está
prohibida;
8. Los padres tienen la misma obligación frente a sus hijos naturales como frente a aquellos nacidos
fuera del matrimonio;
9. Es el deber de todos los ciudadanos hacerse cargo de su salud y de ayudar a otros en caso de
enfermedad;
10. El Estado ayudará a aquellos cuyas finanzas no permiten atención médica adecuada;
11. El trabajo recibirá la protección especial del Estado y “cada habitante de la República, sin
prejuicio de su libertad, tiene el deber de aplicar su energía física o mental de tal manera que rebote
en beneficio general”;
12. La organización de los sindicatos será ayudada por el Estado;
13. Las leyes de seguridad social ayudarán a todos los trabajadores con protección financiera
adecuada en caso de accidente, enfermedad o desempleo forzado; y
14. La educación primaria es libre y obligatoria.
(Pendle, 1957: 32).
Después de la Segunda Guerra Mundial surgieron nuevos debates alrededor del viejo tema del
Poder Ejecutivo.
La solución del problema en la Constitución de 1942 no había satisfecho. Así se produjo la
Constitución de 1952 que abolió totalmente la Presidencia de la República e introdujo una nueva
versión del Colegiado, muy parecida a la de 1918. En la Constitución de 1952 sólo había un
Consejo Nacional de Gobierno con nueve miembros: seis del partido mayoritario y tres de la
oposición, elegidos cada cuatro años por voto popular directo. Los miembros del partido
mayoritario ocupaban la Presidencia por un año en forma rotativa. El Intendente departamental, el
modelo uruguayo del préfet francés, también fue abolido; en su lugar los 19 departamentos se
gobernaban por los respectivos 19 Consejos departamentales, también con elecciones cada cuatro
años. El Consejo Nacional era responsable del nombramiento de los directores de todos los entes
autónomos sobre la base del principio de mayoría y minoría partidista —bancos, industrias,
servicios públicos del Estado. En resumidas cuentas, la Constitución de 1952 introdujo el
Colegiado en tres niveles: gobierno nacional, administración departamental o provincial, y en la
dirección de las citadas agencias públicas (Pendle, 1957: 33-34).
La Constitución de 1952 fue la cumbre de la extraordinaria e impresionante carrera de José Batlle y
Ordoñez, y el Uruguay de la época batllista, junto con la Argentina yrigoyenista, el ejemplo más
descollante del impacto del krausismo en tierras iberoamericanas, que llegó a través de Ahrens y
Krause.
Brasil.
Kant y Krause en el Brasil imperial
La llegada del Príncipe Regente Dom João en 1808 en Brasil aceleró, de manera extraordinaria, el
desarrollo político de la colonia, que en 1815 se convirtió en reino y en 1822 en imperio
independiente. Paralelamente al progreso político se desarrolló también la evolución intelectual y
cultural. Una de las personalidades de gran influencia fue el famoso portugués Sylvestre Pinheiro
Ferreira, citado anteriormente, cuyo impacto duró varias décadas. Simbolizó la decadencia de la
Escolástica y la penetración en el Brasil del sensualismo de Condillac y de las corrientes
enciclopedistas. Con sus conferencias de los años 1811 y 1812 en el Colegio de São Joaquim,
basadas en sus Preleções filosoficas sobre á teoria do discurso e da linguagem, a estetica, a
dicéosina e a cosmologia, se introdujeron en el país las ideas del idealismo alemán: Kant, Fichte,
Hegel, Schelling.
El primer texto brasileño sobre Derecho Natural fue el de Avelar Brotero, eco de Destutt de Tracy,
Cabanis, Helvetius, Holbach, un ejemplo más, en este caso de la América portuguesa, que
demuestra que la Independencia hizo la Ilustración, y no al revés. El Padre Diégo Antonio Feijó,
quién había asumido la Segunda Regencia (1835-1837), representó también un acontecimiento
intelectual de gran importancia, pues fue kantiano en su pensamiento político. La primera
generación liberal del Imperio de Brasil pronto reconoció el valor y los méritos del pensamiento
kantiano, y la influencia de Kant en San Pablo no puede separarse de la Independencia del país y
del posterior influjo de Krause. En realidad, la introducción de Kant, tanto en Portugal como en
Brasil, fue en primer lugar un intento de armonizar la filosofía krausista con el pensamiento de Kant
(Reale, 1976: 19). Además, esta invasión intelectual se debe a la gran influencia y aceptación del
eclecticismo de Cousin, que hizo posible el influjo de la filosofía germana a gran escala.
Los centros intelectuales más importantes del Brasil imperial eran las Facultades de Derecho de
Recife y de San Pablo. En ambas facultades dominaba el eclecticismo de Cousin, pero pronto no
satisfizo, y se buscaron soluciones. Ingresó, entonces, la filosofía krausista a través de Amaral
Gurgel (1797-1864), profesor en la Facultad de Derecho de San Pablo. En 1834 había sido
nombrado docente para dictar los cursos en derecho internacional y diplomático, y sobre análisis de
la Constitución Imperial. Recomendó la obra de Vicente Ferrer Do Neto Paiva (1798-1886),
Elementos do Direito Natural ou de Filosofia do Direito, que seguía las doctrinas de Ahrens. Ferrer
había iniciado su carrera en la Universidad de Coimbra, donde dictaba cursos en filosofía del
derecho basados en Johann Christian Wolf (1679-1754), inclinándose, sin embargo, más adelante
hacia la filosofía de Krause.
A pesar de que Brasil, en general, navegaba en las aguas del eclecticismo, la Facultad de Derecho
de San Pablo representó la excepción en el sentido que aquí dominaba por completo la filosofía de
Kant, dirigida por el citado Padre Feijó, y fue dentro del contexto kantiano de la Facultad de
Derecho de esa ciudad, bajo el liderazgo de Gurgel, que la filosofía de Krause surgió en su
programa de enseñanza, mientras que el resto del país se mantenía leal a las teorías de Cousin.
Para comprender el fenómeno de la preferencia de Kant, primero, y luego de Krause, en Brasil, hay
que tener en cuenta que el clima intelectual en Portugal, especialmente en la Universidad de
Coimbra, continuaba con su eco en Brasil, y ello significaba que la obra de Ferrer, Elementos do
Direito Natural ou de Filosofia do Direito, representaba, como se dijo antes, un intento de
armonizar las teorías de Kant con las de Krause que, a partir de 1844, llegaron a tener una
influencia imponente en España. El romanticismo idealista y espiritualista del mensaje intelectual
de Krause con su racionalismo armónico y su panteísmo, su base ética liberal y democrática,
parecían encajar perfectamente en el ambiente de Brasil de mediados del siglo (Reale, 1976: 20). Si
bien no existía un vínculo entre Kant, en Portugal, y la filosofía kantiana, en Brasil, sí existía una
vinculación entre Krause y la Universidad de Coimbra con la Facultad de Derecho de San Pablo.
Ferrer representaba en la historia de la filosofía legal y política de Portugal el defensor más
acérrimo del liberalismo romántico.
En 1844 Krause se convirtió, en la Universidad de Coimbra, en su mentor intelectual debido a las
actividades de Ferrer, y fue siempre, esta universidad, el modelo intelectual en el mundo portugués,
como lo fue Salamanca para el mundo español, el que introdujo su pensamiento en Brasil, y fue
aquí que, preparado el terreno intelectual por el eclecticismo de Cousin, tuvo entonces un impacto
tan fuerte en la Facultad de Derecho de San Pablo. En resumidas cuentas, la atracción del
krausismo en Brasil de mediados del siglo, se debe a varios factores: en primer término, la tradición
del escolasticismo y del tradicionalismo católico; en segundo lugar, la necesidad espiritual que
sentían, tanto los pensadores portugueses como los juristas brasileños, por una corriente de corte
espiritual, como lo era el krausismo y, finalmente, en tercer término, el hecho de que la filosofía de
Krause podía coexistir “armónicamente” con el positivismo (Vita, 1968: 118, 105 y 119).
La invasión krausista del Brasil
Sin embargo, después de Gurgel y Ferrer, la verdadera invasión de Krause vino varias décadas más
tarde a través de dos pensadores brasileños: João Teodoro Xavier De Matos (1828-1878) y Cándido
Mariano Galvão Bueno (1834-1883). El primero fue autor de Teoria transcendental do Direito
(1876) y el segundo publicó su Noçoes de Filosofia acomodada ao sistema de Krause (1878). Esta
segunda ola del krausismo brasileño es importantísima por su impacto en el liberalismo brasileño,
pues incorporó elementos que la primera ola había pasado por alto: la cuestión social. Y, como dice
Antonio Ferrera Paim, cuanto más se analiza el liberalismo brasileño del siglo XIX, tanto más se
descubren las huellas krausistas (Paim, s.f.: 87). Así, esta influencia de Krause la vemos también en
Antonio Pedro de Figueiredo (1814-1859), en el establecimiento de la Comisión de Legislación
Social en la Cámara de Diputados en 1918 y, tal vez, la cumbre más alta se alcanzó con José María
Bello (1885-1959) (Paim, s.f.: 87).
Matos nació en Moji-Mirim, Provincia de San Pablo. Estudió derecho y se graduó en 1858. En los
años 1870-187l dictó cursos en derecho civil y penal y, más adelante, 1871-1878, derecho natural e
internacional en la Facultad de Derecho de San Pablo. Catedrático excepcional, llegó a ser el
Presidente de la Provincia de San Pablo, responsable de una gran variedad de mejoramientos. Se
convirtió en el hombre de Estado que comprendió sus deberes cívicos y abrió los horizontes
económicos de Brasil. Fue el precursor de la legislación social inspirado por Krause y Ahrens, a
quienes menciona en su obra. Analizó el derecho a la vida y al trabajo, señalando, sin embargo, que
ambos tenían limitaciones en cuanto los abusos podían degenerar en vicios; defendió el derecho de
los animales, y señaló que la intervención del Estado en la industria y la abolición de la
competencia serían erróneas y peligrosas. Ejerció una gran influencia hasta su muerte en 1878.
Toda una generación de alumnos tuvieron carreras importantes, tanto en la docencia como en la
administración, con lo cual se difundió todavía más la filosofía de Krause y Ahrens. Basta citar al
respecto a Nabuco, Barbosa y al Baron do Rio Branco (Gomes, 1967: 53-54, 58-59 y 69-70).
Galvão Bueno nació en San Bernardo do Campo, en la Provincia de San Pablo; también se graduó
como abogado, pero a partir de 1860 se dedicó a la docencia. En 1874 obtuvo la cátedra de
filosofía. En su obra, citada anteriormente, Noçoes de filosofia acomodada ao sistema de Krause,
hizo una comparación de los distintos sistemas filosóficos. Comparó el espiritualismo abstracto de
los pensadores platónicos y cartesianos, quienes, en su opinión, elevaban el espíritu, pero
denigraban la materia, con el panenteísmo de Krause, “el espiritualismo armónico o racional, visto
de modo imperfecto por Leibniz, intentado por Schelling, y organizado por Krause” (Galvão
Bueno, 1877: 72) y manifestó que debía seguirse la filosofía krausista. A su juicio, las leyes del
orden moral se resumían en las ideas absolutas de lo “Bueno”, lo “Bello”, lo “Verdadero” y lo
“Justo”, por cierto un eco de Cousin, pero también de Krause. Escribió acerca de la noción del
deber, de la voz imperativa de la conciencia. Galvão Bueno fue una personalidad de gran peso,
como Matos, en materia de filosofía del derecho, que irradiaba de la Facultad de Derecho de San
Pablo, y, como Matos, durante décadas divulgó la filosofía krausista.
Galvão Bueno y Matos no fueron los únicos ecos de Krause en el Brasil del siglo XIX. Así, Pedro
Lessa (1859-1921), el más destacado de los alumnos de Matos, también estuvo vinculado a la
Facultad de Derecho de San Pablo, donde ingresó en 1879, un año después del fallecimiento de su
maestro. Si bien krausista al principio, más tarde tomó una ruta opuesta, hacia el positivismo.
Senador para Relaciones de San Pablo, Presidente de la Provincia de Maranhão, enseñó en la
Facultad de Derecho de San Pablo en 1888. Más adelante, jefe de Policía de San Pablo, diputado de
ese mismo estado, y, en 1907, juez de la Corte Suprema de Justicia y miembro de la Academia
Brasileña de Letras. Su obra, Estudos de Filosofia do Direito (1905) fue la obra más importante
sobre este tema entre 1910 y 1925, y, según Kunz, Lessa seguía la “Escuela científica del Derecho”
en el sentido de Icilio Vanni, pero esta opinión fue rechazada recientemente por Reale, para quien la
filosofía del derecho de Lessa sería una fusión, una mezcla armoniosa, del positivismo spenceriano
con la filosofía de Krause, esto es, krauso-positivismo, a tal punto que los elementos éticos del
pensador germánico recibieron un colorido empírico con la caracterización ideológica de un
“solidarismo social” (Kunz, 1951: 29 y 36 y Reale, 1976: 162-163). En resumen, Lessa, este
krauso-positivista del siglo XX, mantenía una concepción del derecho que se ajustaba a las
condiciones existenciales de la vida: como un intenso llamado a la realidad social, que “constituía
una preciosa contribución en un país seducido por elementos de jurisprudencia ajenos, formales, si
no formalísticos” (Reale, 1976: 165).
Nabuco, Barbosa y el Barón do Rio Branco
El eco krausista que irradiaba tan poderosamente de la Facultad de Derecho de San Pablo tuvo una
influencia muy profunda en las mentes de los tres brasileños más eminentes de fines de siglo,
citados anteriormente: Nabuco, Barbosa y el Barón do Rio Branco.
Joaquim Aurelio Nabuco de Araujo (1849-1910) nació en Recife y vivió durante algunos años en la
hacienda azucarera de Massangana: recibió su educación primaria del Barón de Tautphoeus,
“humanística, clásica y universal” (Correia Pacheco, 1950: 22). Ambos fueron influencias
importantísimas en su vida; la primera tuvo un impacto profundo para su desarrollo futuro: su total
devoción a la abolición de la esclavitud. Fue alumno de la Facultad de Derecho de San Pablo,
donde recibió el impacto de la filosofía de Krause. Con su actitud profundamente moral y espiritual,
escribió O Abolicionismo, la obra que lo hizo célebre, cinco años antes de la eliminación del
sistema. Si bien jamás citó a Krause, mencionó, no obstante, a Bluntschli, tan cercano
filosóficamente a los krausistas. Campeón y abanderado de la justicia y la ética, de la libertad y la
fraternidad, los tres principios de abolición, federalismo y paz, representan en Nabuco el eco de
Ahrens que había recibido en la Facultad de Derecho de San Pablo.
Ruy Barbosa (1849-1923) nació el mismo año que Nabuco y también estudió en la Facultad de
Derecho de San Pablo, donde se graduó en 1870. Orador brillante, ingresó en el Partido Liberal y,
en 1879, llegó a ser su Director General. Más adelante, en el Parlamento, luchó por la abolición de
la esclavitud y, por ser republicano, rehusó participar en el gobierno del Vizconde de Ouro Preto.
Saludó el establecimiento de la República, en oposición al monárquico Nabuco, pero pronto se unió
a la oposición, contra el positivismo y su dictadura.
Barbosa fue autor de la Constitución republicana de 1891 —la segunda en el país— que adoptó el
título “Estados Unidos del Brasil”. Como Nabuco, también Barbosa tuvo que ir al exilio durante la
sublevación de la Armada. Regresó en 1895 y fue Vicepresidente del Senado, de 1906 a 1909.
Representó al Barón do Río Branco en la Segunda Conferencia Internacional de La Haya, 1907,
donde fue conocido como el “Aguila de La Haya” —fue su momento de gloria— luchando por el
arbitraje obligatorio y la igualdad de los estados. Republicano, abolicionista, federalista, fue
brillante por sus dotes intelectuales y por su humanismo y universalismo, su hostilidad al
positivismo, y por sus ideales espirituales, la ética y la justicia, la paz y la humanidad.
José María Da Silva Paranhos, Barón do Rio Branco (1845-1912), carioca y de descendencia
totalmente portuguesa, también estudió derecho en la Facultad de Derecho de San Pablo, si bien sus
estudios no coincidieron con los de Nabuco y Barbosa. Al terminar sus estudios en San Pablo en
1866, los continuó en Recife. Luego se dedicó a escribir sus primeras obras históricas y viajó a
Europa. Después de regresar enseñó en el Colegio Dom Pedro II, en 1868, y, entre 1869 y 1875, fue
diputado en la Cámara de Río de Janeiro, su iniciación política. A continuación, ingresó en el
servicio diplomático, primero en el Río de la Plata, y luego, como Cónsul en Liverpool, 1876-1891,
pero residiendo en París.
Rio Branco lamentó la caída del Imperio, pues siempre fue monárquico, también centralista, dos
puntos con los cuales no coincidía con Barbosa y Nabuco. Sin embargo, el nuevo gobierno
republicano necesitaba sus servicios: aceptó servir a la República; primero, en Italia, 1890, y luego,
en 1893, en la cuestión de límites entre la Argentina y Brasil. Más tarde, fue encargado de resolver
el problema limítrofe entre Brasil y Francia en relación con la Guayana francesa. En los años
1901-1902 fue Embajador en Berlín, pero la Presidencia de Francisco de Paula Rodrigues Alves
(1902-1904) lo llevó a la jefatura del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Al ocupar este alto puesto el prestigio del Barón do Río Branco era ya enorme. Creció todavía más
su popularidad, especialmente por haber solucionado una gran parte de los problemas fronterizos
con los vecinos de Brasil. ¿Cómo se justifica su inclusión en el krausismo? En primer lugar, sus
estudios en la Facultad de Derecho de San Pablo cuando esta institución navegaba por los mares del
idealismo y del espiritualismo de Ahrens; en segundo término, por su pensamiento y su acción. Es
cierto que mantuvo su antirrepublicanismo y su antifederalismo, pero aceptó servir a su patria
republicana y fue leal a la Constitución de 1891. Fue antimilitarista y antiimperialista, y siempre
luchó con pasión por la causa de la paz y de la humanidad. Asimismo, abogó por el uso de la
diplomacia y no de las armas, y supo defender los intereses de su país con brillantez y dignidad,
pero lo hizo dentro del contexto de la ética (Viana Filho, 1981: 191-215, 304 y ss. y Dunshee de
Abranches, 1945: I, 43-165; II,7).