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Legalizar el aborto es tergiversar el valor esencial del derecho a la vida
Por: Monseñor Miguel Cabrejos Vidarte, OFM., Arzobispo de Trujillo y Presidente de la Conferencia
Episcopal Peruana
La discusión sobre el tema del aborto se viene suscitando con más fuerza desde que algunos Estados han
propiciado leyes que permiten, en ciertos casos o hasta determinados días o meses de embarazo, abortar.
Esto no deja de llamar la atención observando que el mundo cada vez es más sensible a todo aquello que
implique destrucción de la vida: se condena todo tipo de guerra, se prohíbe la tortura, se intenta abolir la
pena de muerte, se proclama la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad y, sin embargo,
surgen propuestas para liberalizar el aborto.
Ante este dilema hay que recordar que la historia del aborto es tan antigua como su condenación. Las
posiciones del Sí y del No siempre han estado presentes. La Iglesia ha considerado siempre al feto como
lo que es, alguien sagrado, y reconoce que tiene alma desde el mismo instante de su concepción.
Actualmente la humanidad está en condiciones de afirmar certeramente que con la fecundación del
óvulo por parte del espermatozoide se inicia una vida, que tiene ya en sí todos los derechos que le
pertenecen a la especie humana. Una vida que, biológicamente, es distinta a la vida de la madre y que,
además, es irrepetible y única.
Este planteamiento lo enseña y proclama el Magisterio de la Iglesia, cuya misión intrínseca es defender
la salvación integral del hombre, como un aporte incondicional a la vida. De aquí que siempre se haya
sostenido que la vida humana debe ser protegida desde su inicio, como en cada una de las diversas
etapas de su desarrollo, hasta la muerte natural. La Iglesia, por tanto, desea que se reconozca el valor de
la vida en todos sus niveles. Y, en consecuencia, enseña, predica y pide una protección total de la vida:
tanto en su fase inicial como terminal.
La vida es el primer derecho de todos y, en consecuencia, su defensa debe estar por encima de cualquier
otro valor social, económico, psicológico, afectivo, sanitario y familiar. Todos estos valores no superan
al primero: el de la vida misma. Una sociedad que no asegura la vida de los no nacidos es una sociedad
que vive como una tragedia su misión fundamental: dar, reconocer, proteger y promover la vida de
todos. Por esta razón siempre ha considerado un acto intrínsecamente malo el aborto provocado por
atentar gravemente contra la dignidad de un ser inocente, quitándole la vida.
Asumiendo el criterio de que la vida es el primer y gran valor, ninguna circunstancia, por dramática que
sea, puede justificar el aborto. Y si no tuviéramos claro esto habría que preguntarnos: ¿hay alguna
situación más inhumana que quitar la vida a un ser indefenso? Por eso habría que reaccionar con más
fuerza frente a la propaganda que presenta el aborto como una simple intervención quirúrgicamente
higiénica y segura o como una simple “interrupción” de un embarazo no deseado y donde la ley vendría
en ayuda de una “libertad” que pide el derecho a la autodeterminación.
Para la Iglesia la protección al no nacido no puede admitir dudas de ningún tipo. Ser embrión, feto o
persona es una misma cadena que nos une al punto donde aparece la imagen de Dios que es vida y da la
vida a cada uno y a todos. La comodidad, la ley del mínimo esfuerzo y los contratiempos de la
naturaleza humana, nunca podrán determinar o decidir sobre un asunto tan importante y esencial como
es el don y el derecho a la vida. Un crimen siempre será un crimen por más legalizado que esté.