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EL DINERO Y LA ÉTICA EN LA ECONOMÍA
Joaquín Guzmán Cuevas
Catedrático de Economía
Universidad de Sevilla
En los últimos tiempos están apareciendo no pocos análisis de carácter
socioeconómico acerca del futuro que nos espera, que le espera a la humanidad
en las próximas décadas. No es de extrañar que la mayor parte de esos análisis
críticos vengan, de uno u otro modo a concluir que, ante los enormes costes
sociales que está arrastrando la crisis y la globalización económica -aumento de
las diferencias sociales, deterioro del medio ambiente, avalanchas migratorias,
etc.- habría que buscar de alguna manera un sistema de funcionamiento
económico que reforzara la cultura de la solidaridad y el altruismo en la
denominada aldea global.
Difícilmente se puede encontrar a alguien que esté en desacuerdo con estos
postulados; sin embargo, hay que ser conscientes de que la clave del problema no
está tanto en saber “adónde” hemos de llegar, sino en "cómo" podemos llegar a
conseguir un sistema más justo y equilibrado en la economía global. Ni que decir
tiene que, lamentablemente, no existen recetas ni fórmulas mágicas para alcanzar
un objetivo de esta envergadura, y mucho menos a corto plazo, pero si
pretendemos acercarnos en alguna medida a un mundo mejor, lo primero que
debemos hacer es reflexionar en profundidad sobre lo que tenemos, sobre los
mecanismos actuales que generan aquello que queremos cambiar en el futuro.
Como decía Ortega, "hay que saber lo que nos pasa" para intentar cambiar las
cosas que nos pasan.
Y una de estas cosas que nos pasa tiene que ver con el paradigma
competitivo sobre el que se ha montado toda la arquitectura de nuestro sistema
económico global y que, desde hace algún tiempo, viene configurando el
"pensamiento único". Ese paradigma competitivo se sustenta en unos cimientos
cuyos tres pilares fundamentales, según los teóricos del capitalismo, son:
a) el mercado y los precios,
b) la propiedad privada y
c) la maximización de las ganancias.
El último de estos tres pilares, la maximización del beneficio, es donde se
centra la principal motivación del comportamiento económico de los seres
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humanos, y constituye, por consiguiente, un auténtico "fractal" social en la
economía de mercado. Si hubiera algún cambio en esa motivación cambiaría todo
el sistema.
La preocupación por el beneficio económico ha existido en el hombre desde
siempre e incluso impregnado de un carácter insaciable que algunos economistas
como Albert Hirschman han calificado de "furia acumulativa". A lo largo de los
siglos, este amor al dinero ha acompañado al hombre como motivación básica de
su conducta económica. No obstante, como el mismo Hirschman apunta, antes del
nacimiento del capitalismo moderno, existían también otras motivaciones del
comportamiento económico más allá de la exclusiva riqueza material. Es el caso,
por ejemplo, del honor, la gloria, la buena estima, la amistad, la lealtad, el prestigio
social, etc.
Con el desarrollo del capitalismo, estas motivaciones "no dinerarias" han ido
perdiendo importancia progresivamente, hasta llegar al actual escenario de
globalización económica, en el que el peso específico de cualquier motivación que
no sea el amor al dinero, se ha difuminado casi por completo y hoy se puede
afirmar que el interés económico, sobre el que se fundamenta la competitividad, se
ha convertido en buena medida en un verdadero desinterés por los demás.
En realidad, el amor al dinero tuvo en tiempos pasados, en la génesis del
capitalismo, un carácter inocuo para pensadores como Hume o Montesquieu, e
incluso Adam Smith le concedió, no sin razón, un papel positivo para el bienestar
económico general, como consecuencia, principalmente, de los beneficios
derivados de los intercambios comerciales. Con la perspectiva actual, estos
efectos benignos no se agotan ahí, sino que, mediante las exigencias de la
competitividad, se ha producido un espectacular avance en el campo tecnológico y
en el crecimiento económico, al menos en lo que a las sociedades desarrolladas
se refiere.
Sin embargo, junto a estos efectos positivos, el insaciable afán de lucro
también propicia grandes costes para la sociedad. Algunos son visibles y
conocidos, como los señalados al principio, pero otros se instalan en el
subconsciente y pueden derivar en conductas fuertemente deshumanizadas. Un
ejemplo en este sentido es el que señala Lester Thurow cuando considera que los
niños han dejado de constituir "centros de beneficios" y han pasado a ser "centros
de coste". Lo mismo cabe afirmar respecto al creciente desinterés por las
personas jubiladas cuando ya no tienen nada material que ofrecer a su familia.
Hoy por hoy, las vías para humanizar en alguna medida la vida económica
no pasan por cambiar el sistema económico. Los cambios de reglas del juego no
parecen viables en el actual mercado e incluso una hipotética mayor eficacia
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intervencionista –siempre necesaria en el plano internacional- sólo afectaría, en el
mejor de los casos, al alivio de los efectos perniciosos del capitalismo pero no a
las causas desencadenantes de esos mismos efectos. En mi opinión, no se trata
tanto de cambiar las reglas del juego como de lograr un comportamiento más
'deportivo' (como si de una competición de fútbol se tratase -permítaseme el símil-)
de jugadores y aficionados que se enfrentan, compiten, entre sí.
La competencia económica, ya se ha dicho, posee efectos beneficiosos
para el mundo moderno, por lo que no sería conveniente eliminarla, sino
encauzarla por otras vías menos agresivas al objeto de reducir los costes sociales
que produce. Para ello, a mi juicio, es imprescindible actuar sobre los criterios que
rigen la conducta de los agentes económicos, que en la actualidad prácticamente
se reducen al criterio competitivo, pero que en siglos pasados -antes de la
Revolución Industrial- tuvieron un mayor contenido ético, es decir, basados en
valores ampliamente aceptados en la sociedad.
Recuperar los principios de la ética económica, anteriores al capitalismo,
supone también recuperar otras motivaciones diferentes al exclusivo y excluyente
"amor al dinero". Pero estas motivaciones, desde un punto de vista operativo, no
pueden reducirse al ámbito cuasi utópico de la tan traída y llevada solidaridad
altruista. Sin duda, todos sabemos que un mundo económico donde imperasen los
criterios de solidaridad sería un mundo inmejorable, pero también sabemos que
pretender eso no dejaría de ser excesivamente voluntarista, entre otras razones
porque el altruismo, lamentablemente, no es generalizable entre el género
humano.
Estas otras motivaciones a que me refiero están fundamentadas también
en el interés propio y no guardan necesaria relación directa con el dinero. Ya el
gran pensador Alfred Marshall esbozó algo en este sentido y, aún hoy día, a pesar
de la creciente influencia del paradigma competitivo y el afán por la riqueza, no son
excesivamente infrecuentes los agentes económicos cuyos móviles de
comportamiento se encuentran muy relacionados con criterios de prestigio, de
dignidad propia o simplemente con la profesionalidad y la satisfacción por el
trabajo bien hecho.
El problema principal para reforzar y fomentar socialmente la importancia
de estos criterios de conducta quizás se halle en los propios economistas y,
especialmente, en los que nos dedicamos a la enseñanza de la economía. En este
sentido, es necesario recordar que la inmensa mayoría de los modelos
económicos tienen como fundamento exclusivo la maximización de la renta y del
beneficio material, olvidando en gran medida que el amor al dinero, cuando pasa
de ser un medio a un fin en sí mismo, puede llegar a convertirse, como decía
Keynes, en "una morbidez, algo odioso, una de esas propensiones semidelictivas,
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semipatológicas, que uno entrega con un encogimiento de hombros a los
especialistas en enfermedades mentales".
Ochenta años después de que el ilustre economista británico pronunciara
estas palabras en Madrid, el amor al dinero, en efecto, lleva camino de convertirse
en una obsesión enfermiza. Ante esta realidad patológica, habría que buscar las
medicinas adecuadas más allá de las estrechas reglas del mercado. Buscar una
economía más humanizada. Y para ello, a los economistas y a los ciudadanos en
general nos queda mucho por hacer.
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