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/ Humberto Márquez Covarrubias
Pobreza
El problema de la pobreza y las estrategias para erradicarla están tomando
una gran importancia en los medios de comunicación y en el debate político y académico. Según el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas
(pnud), 20 por ciento de la población mundial detenta 90 por ciento de la
riqueza, en tanto que 80 por ciento se conforma con el 10 por ciento restante. Más aún, 2,800 millones de personas, cerca de la mitad de la población mundial, subsiste con menos de 2 dólares al día. Según datos del
Banco Mundial y el Coneval, en México existen 54.8 millones de pobres,
es decir, 51 por ciento de la población. No obstante, algunos analistas críticos, como Julio Boltvinik, del Colegio de México, calculan que la pobreza
alcanza a 80 millones de mexicanos, esto es, 70 por ciento de la población.
No sólo la medición de la pobreza suscita controversias, también el
análisis de sus causas y las políticas para erradicarla. Entre las explicaciones
más socorridas sobre la persistencia de la pobreza se esgrime la escasez de
recursos, la falta de voluntad política y las barreras al libre comercio. Poco
se ahonda en el análisis del sistema capitalista mundial y en el caso particular
de los países subdesarrollados, donde la pobreza generalizada y los bajos
niveles de desarrollo humano devienen de problemas estructurales, como
el desempleo y la desigualdad, y de la imposición de la política neoliberal. Este
escenario configura una severa crisis de exclusión que torna inhumano el
actual modelo civilizatorio.
Ante el crecimiento desbordante de la pobreza y las desigualdades sociales, las instituciones proponen erradicar la pobreza con políticas anidadas en el marco categórico del neoliberalismo. Las políticas públicas de
“combate a la pobreza” están orientadas a focalizar recursos magros en
aquella población pobre previamente seleccionada y considerada como extremadamente pobre. En México, estos programas, que han recibido distintas
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denominaciones, según el talante sexenal (Pronasol, Progresa u Oportunidades), tienen objetivos políticos precisos, aunque no explícitos: por una
parte se trata de atender la pobreza extrema, el caldo de cultivo del estallido social, para conferirle un supuesto rostro humano al neoliberalismo y
abonar a la gobernabilidad; por otra parte, los programas generan una base
social legitimadora y un sector susceptible de movilización para fines
electorales.
Incluso, se pretende que los pobres se hagan cargo de superar sus
propias condiciones de pobreza mediante la movilización de sus propios
recursos, que se les ha denominado de múltiples formas: “un capital dormido”, “capital social” y “poder económico de los pobres”. Bajo estos
mecanismos, los pobres se presentan ya no como sectores excluidos, depauperados y necesitados, sino como sujetos sociales empoderados que
asumen la responsabilidad de superar sus propias condiciones de pobreza y
renuncian a la tutela del Estado. Son los nuevos agentes del desarrollo.
De manera tangencial, se estimulan los programas de microcrédito,
donde se exalta el individualismo, el ahorro y la actitud emprendedora. A
partir de la propuesta de Muhammad Yunus, se propone que los pobres,
excluidos por la banca comercial, se “bancaricen” mediante esquemas de
ahorro y acceso a microcréditos para financiar micronegocios de autoayuda.
No obstante, los esquemas de microfinanciamiento no han dado resultados
halagüeños, pese a que de manera persistente se difunden supuestos casos exitosos, muchos de los cuales están sacados de contexto, respaldados artificialmente o resultan francamente dudosos.
Merced a la filantropía, y sobrepasando la mediación institucional, los
millonarios, las fundaciones y algunas organizaciones no gubernamentales
recolectan fondos y otorgan dádivas a los más pobres de los países subdesarrollados. De manera similar, se promueve una especie de padrinazgo de ricos
o personajes famosos, artistas o deportistas, sobre pobres extremos de países periféricos, sobre todo niños. Más aún, la industria del espectáculo or-
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ganiza maratones televisivos para recaudar fondos entre la teleaudiencia y
los bancos privados, mientras que las cadenas comerciales organizan colectas y campañas de “redondeo” para destinar apoyos a sectores empobrecidos, sin que el uso de los recursos sea del todo transparente. En el caso de
la televisión, esta estrategia filantrópica no deja de ser contrastante si tomamos en cuenta que la televisión mexicana, bajo el modelo impuesto por
Televisa, ha estado orientada hacia el divertimento de la población “jodida”
(Emilio Azcárraga dixit) con programación deplorable, lo cual incluye hacer
escarnio reiteradamente de los pobres.
Una de las obsesiones recientes de instituciones internacionales como
el bid y el bm, entre muchas más, es la idea de que las remesas constituyen
un instrumento para el desarrollo de las localidades de alta migración. Las
remesas que envían los migrantes, que no son otra cosa que una fracción
salarial, contribuyen a la manutención de los dependientes económicos
radicados en los lugares de origen, con lo cual se argumenta que se alivia
la pobreza. Además, se plantea que las remesas se pueden canalizar hacia la
inversión productiva, en microproyectos de autoayuda, y al financiamiento
de obra pública, como sucede con el afamado “programa 3×1”. Sin embargo, no hay evidencia empírica que respalde la proposición de que las remesas activan el desarrollo de las localidades y desarticulan los resortes estructurales de la pobreza. Por el contrario, crece como un cáncer la
migración compulsiva, el despoblamiento, la dependencia de las remesas y
el desmembramiento de familias.
Con mayores pretensiones, la onu postula los Objetivos del Desarrollo
del Milenio, el primero de los cuales se refiere a reducir a la mitad, en
2015, el porcentaje de pobres en el mundo que sobreviven con menos de
1 dólar diario. Por principio de cuentas, no es comprensible por qué sólo
se propone reducir la mitad, y por qué sólo se trata de los pobres extremos
y no de todos los pobres. Tampoco es clara la estimación estática, que parte del supuesto de que durante el periodo no se incrementará el volumen
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de pobres. Más aún, llama la atención el hecho de que no proponen ningún
cambio en los ejes estratégicos de la globalización neoliberal. Estas buenas intenciones, si así se quiere ver, están fracasando desde ahora. Los últimos
informes anuncian que, en lugar de estar aminorando, la pobreza está aumentando sin control. Lo más probable es que, en lugar de buscar una
agenda de desarrollo alternativo, se aplace diplomáticamente el término
fijado para el cumplimiento de la meta inalcanzable.
Desde una visión de conjunto, podemos concluir que las políticas institucionales de combate a la pobreza pretenden conferirle un rostro humano al
proyecto de la globalización neoliberal, sin modificar las dinámicas estructurales del capitalismo ni el andamiaje institucional y político del neoliberalismo
que día con día producen más pobreza. No arrojarán resultados positivos en
la reducción de la pobreza, pero sí alcanzan sus objetivos políticos: gobernabilidad, responsabilizar a los pobres, contener posibles estallidos sociales y
generar una base social de la política neoliberal, además de un soporte electoral para gobiernos y partidos adictos al neoliberalismo.
En el ámbito social y familiar, las respuestas ante la pobreza son múltiples y azarosas. La necesidad de garantizar la subsistencia en un contexto
socioeconómico adverso y excluyente orilla a los pobres a incursionar en la
llamada economía informal, particularmente en actividades por cuenta
propia, cuyo propósito es acceder a un ingreso mínimo. En un plano más
peligroso, que afecta sobre todo a los jóvenes sin mayores expectativas educativas y laborales, los pobres se arrojan al abismo de las actividades ilícitas,
como el narcotráfico y otras modalidades del crimen organizado. Esto contribuye a desencadenar una incontrolable espiral de violencia social que
afecta, principalmente, a los más pobres.
Como una verdadera válvula de escape, emerge una migración compulsiva hacia otras entidades del país más prosperas, donde la pauta de recepción es, sin embargo, el empleo precario y la exclusión social; y hacia el
extranjero, sobre todo a Estados Unidos, en la mayoría de los casos de ma-
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nera clandestina o indocumentada, para ocuparse en puestos laborales
inestables, precarios e inseguros, y vivir en condiciones de pobreza, hacinamiento y exclusión social. En este caso, es sintomático el hecho de que los
excluidos de la economía mexicana vayan a engrosar las filas de los pobres
inmigrantes en el vecino país del Norte.
Ante esta circunstancia, la población ocupada en el país, a fin de preservar una fuente de empleo e ingresos, se ve compelida a aceptar condiciones laborales cada vez más precarias y flexibles. Por lo que, hoy por hoy,
tener un empleo no es garantía de salir de la pobreza. De hecho, una gran
parte de los trabajadores perciben salarios insuficientes para cubrir sus necesidades personales y familiares más elementales.
Política migratoria
La importancia de las remesas en la economía mexicana ha propiciado que
organismos internacionales y el Estado mexicano sugieran, sin evidenciar
los fundamentos del modelo exportador de fuerza de trabajo, que las remesas constituyen un recurso sine qua non para impulsar el desarrollo. A esta
política se le ha denominado modelo de desarrollo basado en las remesas. Sin
embargo, dicha política además de distorsionar la noción misma de desarrollo,
esconde las causas de fondo de la migración bajo el espejismo de una economía ficticia e insustentable creado por la creciente dependencia de las
remesas.
México se inscribe en el modelo de desarrollo basado en las remesas,
por tanto no dispone de una política integral y sustentable de migración y
desarrollo. Los tres principales programas que supuestamente afrontan las
causas de la migración —Contigo, tlcan y Sociedad para la Prosperidad
Conapo (2004a)— apuntan en dirección opuesta al desarrollo y no atacan