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Reseñas
de lecturas sobre
geopolítica y
economía global
The Tyranny of Experts: Economists,
Dictators, and the Forgotten Rights
of the Poor
Easterly, William, (2014), Basic Books, Nueva York.
“No hay justificación hoy para que Gates y Blair celebren
cinco años de supuesto éxito autocrático en una dimensión
algo confusa de un país –Etiopía y la mortalidad infantil–
ignorando siglos de experiencia en todo el mundo.”
“El desarrollo prestó involuntariamente apoyo a la supresión
de los derechos de las minorías en nombre del bienestar
colectivo nacional.”
“El delirio tecnocrático es creer que la pobreza es
consecuencia de la falta de experiencia, cuando la pobreza
resulta de una falta de derechos.”
“El dictador del que los expertos esperan que logre las
soluciones técnicas a problemas técnicos no es la solución; él
es el problema.”
Sinopsis
Los planes de desarrollo que Occidente vuelca a los llamados países en vías de
desarrollo han seguido hasta ahora enfoques nocivos centrados en el corto plazo, sin
tener en cuenta la trayectoria histórica de los países receptores ni los derechos de los
pobres. William Easterly critica en The Tyranny of Experts esta aproximación
tecnócrata al desarrollo y aboga por la apertura de un nuevo debate que se aleje de la
tiranía de los expertos que promueven el Banco Mundial, la ONU, USAID y
organizaciones como la Fundación Bill Gates.
En el último siglo, desde el nacimiento de las políticas de desarrollo tal y como hoy las
entendemos, la pobreza se ha visto como un problema técnico cuya solución estaba en
manos de expertos. Esta perspectiva aporta soluciones para los síntomas de la pobreza
pero no analiza la causa de la misma, es decir, la falta de libertades políticas y
económicas. En su intento por alcanzar el bien común de los países, los donantes han
colaborado con dictadores supuestamente benévolos a los que se les ha otorgado el
poder de instaurar los planes de desarrollo. Esta asociación se ha guiado en más de
una ocasión por las ventajas políticas que supone para los países donantes y ha
ignorado los derechos individuales. Es el momento de acabar con los estereotipos de
víctimas y salvadores sobre el que se sostiene el desarrollo, de apostar por el
individuo, no por las naciones, respetar el derecho de los pobres, y crear una
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perspectiva en el que todas las personas sean, de verdad, iguales. Solo así se podrá al
fin acabar con la pobreza global.
El autor
William Easterly es doctor en Economía por el Instituto Tecnológico de Massachusetts
(MIT) y experto en Política Económica del Desarrollo. Ha trabajado en África, América
Latina y Rusia y hasta 2001 ejerció como investigador del Banco Mundial. Hoy es
profesor de Economía en la Universidad de Nueva York (NYU) y director del
Development Research Institute, galardonado en 2009 con el Premio Fronteras del
Conocimiento de la Fundación BBVA. Es autor de otros dos libros, La carga del hombre
blanco y En busca del crecimiento, y de numerosas columnas de opinión para medios
como The New York Times, The Wall Street Journal, Financial Times o The Washington
Post. Foreign Policy Magazine le incluyó entre los 100 Intelectuales globales en 2008 y
2009 y su nombre aparece entre los 100 economistas más citados del mundo.
Idea básica y opinión
El profesor William Easterly elabora aquí una argumentación fundada y ampliamente
documentada sobre los defectos y debilidades del enfoque tecnócrata que domina
desde hace un siglo los planes económicos de desarrollo de los países pobres. El
autor ataca frontalmente la actividad del Banco Mundial (en el que trabajó hasta que
en 2001 le despidieron por un artículo extremadamente crítico con la institución
publicado en el Financial Times), así como el paternalismo trasnochado y también
poco eficaz que ejerce esta institución y el resto de grandes organizaciones como la
ONU, USAID y la agencia británica para el desarrollo (DFID).
El autor recuerda que, pese a que el BM insiste en su naturaleza no política, desde
sus inicios ha perseguido los intereses de los países que lo dirigen, en particular
EEUU. Estos intereses le ha llevado a colaborar con dictadores para aplicar los planes
de desarrollo pero evitando analizar la causa de la miseria: la falta de derechos y
libertades. Desde la colonización hasta la Guerra Fría, el enfoque tecnócrata ha sido el
que más ha beneficiado a las grandes potencias, pero ha llegado el momento de que el
debate se reabra. El autor defiende un cambio de rumbo hacia el desarrollo libre,
donde las soluciones lleguen por la unión de muchos individuos con nuevas y
espontáneas ideas y el trabajo arranque con la libertad de la población para después
centrarse en sus necesidades materiales. Solo mirando a los países de igual a igual se
creará una base sólida y creíble con la que erradicar la pobreza.
Historia de la idea de desarrollo
Easterly arranca su libro con un amplio repaso del concepto de economía de
desarrollo desde su origen hasta la actualidad para comprender por qué se generalizó
el enfoque tecnocrático y se impuso el “desarrollo autoritario” sobre el “desarrollo
libre”. Por desarrollo autoritario se entiende aquel en el que autócratas que se
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perciben o quieren percibirse como bienintencionados son asesorados por expertos. El
desarrollo libre se basa en la experiencia y en la historia moderna y se apoya en un
sistema espontáneo para solucionar problemas, protagonizado por individuos libres
con derechos políticos y económicos. El primero afirma que los problemas de los
pobres son un síntoma de la pobreza, no su causa. Sin embargo, para el autor la causa
de la pobreza es precisamente la ausencia de derechos políticos y económicos. Por
esta razón, los dictadores de los que los expertos esperan que lleven a cabo las
soluciones técnicas a problemas técnicos no son la solución, sino el problema. Ahí
radica para Easterly el error de las aproximaciones en el campo del desarrollo, sobre
todo las que nacen en el seno del Banco Mundial.
El debate entre una u otra vía, que Easterly quiere ahora reabrir, se zanjó muy pronto
a favor de la tecnocracia, que ya se había impuesto incluso antes de que arrancara el
primer proyecto oficial de desarrollo, en 1949, con el Plan Marshall de Henry Truman.
El enfoque de tabula rasa a la hora de diseñar un plan de desarrollo se gestó en
China dos décadas antes, cuando el modelo tecnócrata de la Fundación Rockefeller
consiguió reorientar el foco de atención de la dignidad y los derechos de la población
hacia los intereses políticos de EEUU sobre inmigración y del líder chino, Chaing Kaishek, que buscaba salvaguardar su poder absoluto. Aquella primera aplicación del
desarrollo autoritario no resultó fructífera para el desarrollo de China, como demostró
el alzamiento de Mao Zedong en Pekín el mismo año en el que Truman lanzaba su
publicitado plan.
En otra parte del mundo, África, Reino Unido ponía en práctica la misma estrategia
para conseguir salvar su valioso imperio colonial. La imagen de autócrata benevolente
que intentó proyectar se demostró poco convincente a largo plazo y no evitó la
descolonización. Sin embargo, pronto llegaron otros benévolos dictadores, esta vez en
forma de líderes locales, a los que EEUU se apresuró a apoyar como parte de su
estrategia en los comienzos de la larga Guerra Fría.
La última gota que desequilibró la balanza hacia el lado del desarrollo autoritario
sucedió el 9 de abril de 1948. Si el caso de China y Reino Unido fueron justificaciones
de la vía tecnócrata por parte de políticas occidentales obsoletas (colonialismo y
semicolonialismo), en 1948 se demostró que ese enfoque era útil políticamente para
potencias que hoy aún existen. En 1949, el recién inaugurado Banco Mundial envió
una delegación a Colombia, su primera misión después de Europa. En el informe que
elaboró sobre las necesidades del país, el organismo decidió obviar por completo la
historia previa, así como la etapa de tensión que vivía en ese momento Colombia,
denominada La Violencia, y que mantenía al país en jaque. Por supuesto, estas
conclusiones fueron celebradas por el presidente Gómez, que pudo así continuar con
su dominio autoritario. La realidad es que la Guerra Fría había comenzado
oficialmente un año antes y la CIA había señalado Colombia como país susceptible a los
influjos comunistas. Así comenzó una larga tradición de préstamos del BM a
regímenes autoritarios para asegurar alianzas clave para EEUU frente a los soviéticos
y se cimentó el desarrollo tecnócrata que dura hasta nuestros días.
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El consenso tecnocrático se completó por tanto con tres acontecimientos: 1) cuando
los intereses coloniales de occidente coincidieron con los intereses de un autócrata en
China para suprimir los derechos individuales de los chinos; 2) cuando los intereses
coloniales británicos coincidieron con los dirigentes del África postcolonial en la
supresión de los derechos individuales de los africanos; y 3) cuando los intereses de
EEUU en Colombia durante la Guerra Fría concordaron con los de un autócrata en la
supresión de los derechos individuales de los colombianos.
Sin embargo, en los últimos tiempos ha surgido un debate entre nuevos investigadores
donde se aboga por un análisis que haga énfasis en tres nuevas dimensiones: la
historia, los factores no nacionales, y las soluciones espontáneas en política, mercados
y tecnología.
Tabula rasa versus aprender de la historia
Easterly personaliza la perspectiva actual de la tabula rasa en los planes para erradicar
la pobreza infantil en Etiopía de Bill Gates y su fundación, y en el proyecto de
desarrollo de África que el ex primer ministro británico Tony Blair llevó a cabo durante
su mandato. Ninguno de los dos se percató de que el gobierno etíope con el que
cooperaron prohibía, por ejemplo, la ayuda alimentaria a los oponentes políticos. El
autor baraja que tanto a Gates como a Blair la política les resultara irrelevante en el
camino hacia sus objetivos, y destaca cómo ambos pusieron en evidencia la debilidad
del enfoque tecnócrata.
Easterly apunta también que Etiopía era para EEUU y Reino Unido una isla cristiana
en mitad de un mar islámico, por lo tanto conveniente para los objetivos políticos de
EEUU y Reino Unido en aquel momento. Ni los abusos contra opositores ni la
violencia contra su población de Meles Zenawi les hizo repensar su estrategia y el
triunfo a corto plazo justificó el mirar a otro lado ante las actuaciones del “benévolo
autócrata”. Según Easterly, la tabula rasa ha justificado durante demasiado tiempo
actividades autocráticas y eso debe terminar.
Naciones vs individuos
Otra realidad evidente en la elaboración y aplicación de los planes de desarrollo es que
se han centrado siempre en el destino de las naciones en lugar de en el devenir de
los nacionales. Esta “obsesión nacionalista” ha convenido a muchos gobiernos de
estados pobres, que se han autoproclamado jefes de los planes de desarrollo en sus
países, controlando así todas las donaciones. De esta manera, el desarrollo ha
colaborado involuntariamente a la eliminación de los derechos de muchas minorías
en nombre del supuesto bien común nacional. Sin embargo, Easterly afirma que las
fuerzas nacionales no son tan importantes como nos han hecho creer. Los países con
un mayor crecimiento en un periodo no lo son en el siguiente y las tasas de
crecimiento anuales son extremadamente volátiles, de lo que se deduce que las
políticas económicas nacionales no son determinantes.
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Lo que sí resulta útil es analizar el largo plazo de la historia para conocer la tendencia
que ha dominado más allá de las políticas nacionales, algo que con la tabula rasa se
decide no hacer. Factores como la tecnología o los valores no están relacionados con
las naciones, son productos de las civilizaciones, no de las fronteras de los países
actuales. En este sentido, Easterly denuncia la obsesión nacionalista del Banco
Mundial, cuyo objetivo es mantener la carga política en las ideas sobre el desarrollo
para que coincidan con las necesidades de los líderes de los países pobres, en su
mayoría autócratas. Así, los derechos individuales se suprimen en nombre del éxito de
la colectividad nacional.
En este punto, el autor hace una defensa de la migración como salida para el
desarrollo individual y también global, y desaprueba las críticas a la llamada fuga de
cerebros. En su opinión, la marcha del talento hacia otro país en el que se le saque más
partido es la prueba de que la libertad individual puede solucionar problemas
concretos de desarrollo global.
Diseño deliberado versus soluciones espontáneas
En la discusión que centra este libro el autor destaca también que se ha ignorado la
alternativa de las soluciones espontáneas, esas que llegan de empresarios,
comerciantes e innovadores tecnológicos. Para Easterly, la vía más efectiva para el
desarrollo se basa en la asociación de personas que solucionen problemas gracias a
sus conocimientos y también a incentivos. En este sentido, el autor recupera el
concepto de Mano Invisible que Adam Smith elaboró en el siglo XVIII como base del
liberalismo clásico.
Según el autor, el debate no debe ser el de “mercados versus gobiernos”, sino entre
derechos individuales versus poder del Estado. A sus ojos, la aproximación tecnócrata
nos ha regalado el peor de los mundos: con expertos a cargo de solucionar problemas
de la sociedad que trasladan dicha función a otros agentes (autócratas) que no se
enfrentan ni a la prueba del mercado ni a la prueba democrática. Así, si triunfan o
fallan, no recae sobre ellos ni castigo ni premio económico o político. Nada les
motiva para evitar el fracaso.
La Mano Invisible, por otro lado, guía a no expertos hacia algo en lo que son buenos.
Aprenden mientras actúan y los beneficios que obtienen provocan que quieran hacerlo
cada vez mejor. Todo lo contrario de lo que hacen Gates o los Objetivos del Milenio de
la ONU: establecer objetivos y luego encontrar caminos para llegar a ellos. Si los
objetivos son fijos desde el principio, entonces los programas de desarrollo se verán
encorsetados y no podrán reaccionar a los obstáculos que encuentren por el camino.
Easterly destaca en esta parte final del libro el mercado y la tecnología como órdenes
espontáneos que interactúan entre sí y que pueden llegar más lejos que la
tecnocracia en cuanto a desarrollo. Hay que alejarse de este empeño por personalizar
el desarrollo, por calcular cada uno de sus pasos, y se debe, con las lecciones del
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pasado, dejar que las soluciones espontáneas empujadas por la individualidad libre
lideren un modelo emancipado de la tiranía de los expertos.
Según el autor, no hay que permitir que el hecho de preocuparnos por las
necesidades materiales de los pobres esconda la necesidad de preocuparnos por sus
derechos. Pone como ejemplo a Martin Luther King, el cual se angustiaba por la
pobreza de los afroamericanos, pero no se desvió nunca de su primer objetivo, la
igualdad de derechos. Easterly concluye el libro con recomendaciones para que el
propio lector se convierta individualmente en fuente de soluciones. Protestar cuando
tu gobierno pisotea los derechos del resto y olvida la democracia, aunque sea a
través de sus agencias de ayuda al desarrollo, es, según él, un gran paso. El estereotipo
de los sabios tecnócratas de occidente y las desamparadas víctimas del resto ya no es
sostenible y el desarrollo debe dejar de lado su mentalidad autocrática para sobrevivir.
Como concluye el autor: “Es hora al fin de que todos los hombres y mujeres sean
igual de libres”.
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