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Gremios y gobierno
por Hebert Gatto
Los reclamos sindicales a que deberá hacer frente el gobierno en los próximos
meses no serán pocos y seguramente lo colocarán, a medida que se vayan
sucediendo, en la incómoda posición de negarse a muchos de ellos. Una
práctica para la que no está preparado en tanto durante en sus treinta y cuatro
años como coalición opositora los había acompañado de modo sistemático
actuando con demasiada frecuencia como el brazo político del movimiento
sindical. En realidad este cambio de situación que lo lleva de demandante a
demandado, frecuente y normal en una democracia, no debería causarle
demasiadas incomodidades, sino fuera por esta extrema cercanía que la
izquierda uruguaya desde siempre cultivó con los gremios y que ahora, más
allá de la voluntad y de las proximidades personales e ideológicas de muchos
dirigentes, los hechos obligarán a modificar de manera bastante drástica. Una
cosa era para la izquierda política coordinar estrategias con los gremios para
derrotar a los partidos burgueses; otra cosa será -ya comienza a serlo- esa
relación cuando la misma izquierda fue mandatada por la ciudadanía para
conducir de la manera más eficaz posible una estructura capitalista con añejas
dificultades de funcionamiento y fuertemente endeudada con el exterior. Lo
que supone que los intereses generales del país, los relacionados con los
estándares mínimos de funcionamiento de la economía, no resulten fácilmente
armonizables con los de los trabajadores. Si este tema ha sido
tradicionalmente una fuente de dificultades para la izquierda democrática, aun
para aquella cuyos partidos nacieron del sindicalismo, como es el caso del
laborismo británico o de los socialistas escandina vos, más lo es cuando no
existe identidad de génesis y el movimiento obrero, o sus dirigentes, se
encuentran más radicalizados que el programa y el núcleo rector de la coalición
gobernante. Como es, típicamente, el ejemplo uruguayo-. Naturalmente que
estas dificultades no se presentan, o se presentan de otra manera, cuando la
meta oficialista es construir una economía socialista y para ello, para este
objetivo de cambio, se sirve del movimiento sindical. Por más que aun en este
escenario, como ha mostrado una larga experiencia histórica, las
organizaciones laborales terminan por ser subordinadas a los aparatos
políticos.
Pero naturalmente no es éste el caso uruguayo, donde lo que se discutirá en
los próximos consejos de salarios será, prioritariamente, el monto de las
retribuciones de los trabajadores públicos y privados. Un tema sumamente
complejo en el que no puede estar ausente la fuerte pérdida en sus niveles de
ingresos que los sectores laborales han sufrido como consecuencia de la
reciente crisis ni, desde un punto de vista más general, el impacto que un
aumento global no gradual puede suponer para la frágil recuperación de la
economía uruguaya. Particularmente cuando ésta depende más de la
competitividad de las exportaciones que del fortalecimiento de la demanda
interna. Entre estos dos mojones tradicionales deberán moverse los sindicatos
obreros, los empresarios y el gobierno, éste en una doble función: armonizar
intereses atendiendo a los requerimientos del modo de producción vigente que le exige estabilidad monetaria y márgenes atractivos de utilidad para
inversores y empresas- y actuar como arbitro decisor para el caso de
desavenencia entre capital y trabajo. Justamente el rol para el que, como
decíamos, carece de antecedentes y preparación, pero para el que, como
contrapartida, le ayuda su cercanía con los gremios también interesados,
aunque en grados diversos, según la diferente radicalización de sus dirigentes,
en el éxito político del gobierno. En definitiva otro episodio del viejo y repetido
dilema de la izquierda gobernante, entre sus fundadas aspiraciones a la justicia
social y los duros condicionamientos de la economía capitalista, ajena por
naturaleza a los requerimientos de la equidad, pero sin sustitutos válidos a la
vista. La misma disyuntiva que desde hace casi un siglo atormenta a la social
democracia, con diversas soluciones a través del tiempo aunque ninguna de
carácter
definitivo.
Hay otro aspecto de carácter no salarial en esta coyuntura definitoria, donde el
gobierno está emitiendo las primeras señales que presidirán su gestión, y
comienzan a resolverse en uno u otro sentido sus pugnas y contradicciones
internas, que merece atención. Me refiero a la expectativa de los gremios de
participar en la confección de políticas generales en áreas muy diversas y no
siempre directamente relacionadas a la pugna entre capital y trabajo, sino más
bien en temas vinculados con aspectos doctrinarios o ideológicos. En este
sentido se escucharon por estos días reclamos de los gremios de la salud para
estatizar el sistema, de los relacionados con el agua para rescindir las
concesiones, de los vinculados con las comunicaciones para oponerse al
ingreso en el área de CTI Móvil y de la propia central en lo relacionado con
inversiones extranjeras. En lo que constituye otra manifestación de su
sostenida aspiración de ser actor de las grandes decisiones económicas y
sociales concernientes al futuro del país.
Nuevamente aquí nos movemos en un ámbito dicotómico, donde se enfrentan
dos visiones del rol de los sindicatos en una democracia representativa. Por un
lado, las concepciones liberales más antiguas, para las cuales sólo los
ciudadanos, eligiendo representantes, deben intervenir como individuos en la
vida política de un país. Las asociaciones intermedias, entre ellas los sindicatos
y las organizaciones empresariales, más las primeras que las segundas,
distorsionan la pureza de la representación y se arrogan derechos frente al
Estado que no les compete esgrimir. Por otro, las concepciones revolucionarias
del viejo anarquismo combativo, el anarco sindicalismo, para quien los
sindicatos en tanto que auténticos representantes de la clase emancipadora,
son los sujetos privilegiados del cambio revolucionario, desplazando a los
partidos considerados como organizaciones políticas incapaces de aglutinar y
conducir a los productores sin caer en las recurrentes tentaciones del poder.
Ambas concepciones impregnadas de un potente aroma dieciochesco. No
ocurre lo mismo con el actual corporativismo, que si admite una versión
fascista, para la cual los sindicatos obreros y patronales reunidos en una
cámara que representa los intereses sociales colaboran con el partido único en
el manejo del Estado, también reconoce en la segunda posguerra una versión
más acorde con el Estado democrático. Una concepción que sostiene que la
democracia de ciudadanos de la doctrina liberal ha pasado a la historia y sus
instituciones clásicas como el Parlamento han sido progresivamente
desplazadas de su rol legislativo tradicional sustituido por procesos informales
de negociación y decisión tripartitos. Con ello las tareas principales del Estado
en e/ área social son cometido de representantes funcionales de los intereses
corporativos del capital y el trabajo, sindicalistas, delegados de los colectivos
empresariales y funcionarios del Estado especializados en la negociación y
mediación entre ambos grupos de interés. Lo que en definitiva conduce a que
ciertos mecanismos extra parlamentarios ocupen el lugar central en la toma de
decisiones, mientras las viejas instituciones liberales, si bien permanecen
vigentes, pierden la mayoría de sus funciones, limitándose a sancionar aquello
que los poderes sociales acuerdan. Con este nuevo funcionamiento del sistema
político, el rol principal del Estado es arbitrar entre las principales facciones de
la sociedad, conservando los equilibrios básicos que permitan la estabilidad de
la formación social. Todo ello al precio de un déficit democrático notorio, en la
medida que la voluntad ciudadana resulta cada vez menos decisiva.
Pese a algunos amagues en esta dirección, como podría hacer pensar la actual
superposición de algunos ámbitos de negociación tripartitos -Consejo de
Economía Nacional, llamado a representantes para un acuerdo nacional en
materia económica, consejo de salarios, integración de comisiones en todos los
ámbitos imaginables del quehacer del Estado- no creo que el gobierno aliente
intenciones corporativistas. En definitiva, un modo de concebir la democracia
basada en la fuerte relevancia del poder sindical -equiparándolo con el poder
empresarial-, cuando en los hechos los trabajadores se encuentran cada vez
más jaqueados en sus estrechos ámbitos nacionales, frente a la extrema
movilidad del capital, capaz de ignorar fronteras con una facilidad de la que
carecen los gremios. Más bien cabe pensar que el gobierno frentista mantiene
una compartible, pero no fácilmente concretable, preocupación por la
participación de los ciudadanos en los ámbitos de la vida pública, desde la
territorial á la funcional, pero sin resignar sus potestades políticas. Esto sin
desconocer
anteriores
manifestaciones
de
"seguidismo"
sindical,
particularmente por parte de algunos sectores, no totalmente tranquilizadoras.
Pero más allá de ello creo que importa analizar el contenido de algunas de las
aspiraciones sindicales, que por estos días se han hecho públicas. En lo que
refiere a la "intimación" al gobierno para discutir la total estatización de la
salud, realizado por la FUS, sólo puede calificársele como un insólito
anacronismo, reñido con la realidad del Uruguay del siglo XXI. El objetivo sería
nada menos que expropiar todas las mutualistas y sistemas de salud vigentes
para pasarlos "in totum" -previas las indemnizaciones correspondientes-al
ámbito de Salud Pública. Algo así como reflotar el Titanic para emprender un
viaje al Imperio Romano. El viejo reflejo estatista mezclado con el apriorismo
ideológico, tan internalizado en la mentalidad de algunos uruguayos, vuelve a
manifestarse, impulsando una medida que en lugar de mejorar la suerte de la
población generalizaría una atención ya paupérrima. Bien podría pensarse, si
no fueran palabras impías, si la solución no es exactamente la inversa: cerrar
los hospitales públicos y otorgar una atención igualitaria en las instituciones
privadas, con aportes del Estado para los indigentes y compensaciones para los
menos pudientes. Seguramente el ahorro sería formidable.
Parecidas consideraciones merece la iniciativa sindical, presuntamente
secundada por algún director del BPS, de sustituir las AFAPs por un sistema
estatizado de pensiones. Otra vuelta al pasado en la materia, que olvida lo que
supuso el anterior modelo centralizado donde el Estado terminó por dilapidar
irresponsablemente el ahorro de toda su vida de los asalariados. Los actuales
montos promedíales de jubilaciones y pensiones son el mejor recordatario de
esta gestión estatizada a la que se quiere regresar. Pero donde el desatino de
unos y otros, y aquí incluyo al gobierno, alcanza cotas irrepetibles es en el
tema del agua. En su momento el Frente apoyó un plebiscito carente de
razonabilidad con el objetivo, cuándo no, de estatizar el agua, no solamente en
su propiedad -lo que puede compartirse- sino en su explotación. Para ello se
sancionó un texto de redacción irrefutable, que impide cualquier posibilidad de
la explotación del recurso por parte de privados, induciendo a la población a
presta su voto a una iniciativa que supuso para el Estado el peligro de enormes
indemnizaciones a las empresas ya instaladas y al país la imposibilidad por
muchos años de contar con un adecuado saneamiento. Como siempre, primó el
anacronismo oriental y el agua volvió al Estado. Ahora, enfrentado éste a la
eventualidad de tener que resarcir a las empresas, algunas cumplidoras de sus
obligaciones y otras no tanto, así como a implementar un saneamiento para el
que no tiene medios, declara que la reforma no se aplica retroactivamente. Así,
alegremente, como si los textos constitucionales admitieran plegarse a las
conveniencias del momento, se omite que no se trata de un problema de
retroactividades, sino, simplemente, de aplicación inmediata de la norma. Es
cierto que las rescisiones no son retroactivas, no anulan hacia atrás, pero eso
no Implica que los privados puedan seguir prestando el servicio luego de la
aprobación de la reforma. El texto es inequívoco al respecto: desde su
vigencia, en el Uruguay, los servicios de agua y saneamiento deben ser
prestados por el Estado. La maniobra interpretativa tiene la probable virtud de
evitarle al Estado millonarias indemnizaciones, pero paga el terrible precio de
desconocer la Constitución y de oponerse a la voluntad popular, una práctica
poco aconsejable para cualquier gobierno democrático.
Nuevamente, como señalábamos en nuestra anterior columna, aparecen
nubarrones variados en el horizonte. Esta vez por parte de un movimiento
sindical que liderado por la izquierda más radicalizada Q romántica, sigue
soñando con el país de los años sesenta. El de la arcadia sin clases dirigida por
el inefable y omnisapiente partido único, del proletariado. El tema no sería en
sí mismo preocupante si se limitara al movimiento sindical, de hecho bastante
mermado en su representatividad. Mirado desde otro ángulo no es malo que en
la democracia surjan manifestaciones que faciliten la gimnasia ideológica y
reten al pensamiento demasiado monocorde, que ofrece la posmodernidad.
Desgraciadamente, como lo mostró el reciente ensayo de suspensión de
ejecuciones, algunos de quienes así razonan ocupan posiciones en el propio
gobierno.