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Transcript
PASADO Y PRESENTE DEL CONFLICTO POR LA TIERRRA EN
COLOMBIA
Julián Augusto Vivas García1
Recientemente, el debate nacional sobre las causas de los históricos
conflictos por la tierra en Colombia ha vuelto a tomar fuerza a propósito
del proyecto del actual gobierno de restituir la gran cantidad de tierras
despojadas por causa de la violencia, esto dentro del marco más amplio de la
ley que busca reparar a las víctimas del conflicto armado.
La magnitud del problema no es menor. A finales de 2008 la Contraloría
General divulgó una cifra según la cual paramilitares y narcotraficantes se
habían apropiado hasta ese momento de entre 1
y
4,4 millones de
hectáreas; la Comisión de Seguimiento a la Política Pública sobre el
Desplazamiento Forzado mostró a finales del año 2010, que entre 1980 y
julio de 2010 cerca de 6.638.195 hectáreas de tierra habían sido usurpadas
o abandonadas por causa de la violencia, alimentando así la fuerte
concentración de la tierras en Colombia (Garay, 2011). Es decir, un
verdadero proceso de contrarreforma agraria.
Sin embargo, el debate tiene una gran cantidad de aristas que aun no han
sido planteadas en el escenario público, y que van desde la necesidad de una
renovación en las políticas de desarrollo rural aplicadas en los últimos años,
hasta una transformación de la estructura agraria concentrada que subyace
en muy buen medida a las problemáticas actuales.
1
Economista y Magister en Historia de la Universidad Nacional. Profesor Ocasional del Departamento
de Sociología y de la Escuela de Economía de la misma Universidad.
Efectivamente, el campo colombiano es hoy escenario de una serie de
conflictos cuyas implicaciones económicas y sociales no alcanzan a
mostrarse en toda su profundidad aun con el dramatismo de las cifras que
la acompañan: cerca del 60% de la población rural vive en la pobreza, y un
27% lo hace en la indigencia. Las cifras sobre el número de desplazados en
Colombia van de los 2,4 millones a los 3,7 millones, con cerca de 200.000
desplazados nuevos por año. En la actualidad el país importa un promedio
anual de 5 millones de toneladas de alimentos y materias primas; según la
CEPAL más del 10% de la población se encuentra por debajo del nivel mínimo
de consumo de energía alimentaria (CEPALSTAT 2010).
Cada vez somos mucho más conscientes de que una gran cantidad de
conflictos
ambientales
rodean
o
subyacen
a
cada
una
de
estas
problemáticas: por ejemplo, fuera de los conflictos de sobre utilización o
subutilización, buena parte de ellos adjudicados aun a la ganadería
extensiva, la deforestación, la erosión, la salinización y compactación de
suelos es cada vez más extendida en la mayor parte de las regiones;
tenemos además el mayor consumo de plaguicidas por hectárea de toda
América Latina, exactamente 27.139 toneladas de pesticidas se vertieron
en las aguas y los suelos del país en el año 2000, algunos años antes de que
el glifosato fuera protagonista del Plan Colombia (IGAC 2001, CEPALSTAT
2010).
En todo caso, y a pesar de la actualidad de este debate sobre la tierra en
Colombia,
la
búsqueda
de
las
causas
estructurales
nos
remiten
necesariamente a una temporalidad que va desde los inicios mismos de la
república de Colombia, hace doscientos años, hasta la complejidad de
nuestro presente. Es decir, los problemas presentes del campo colombiano,
lo mismo que sus soluciones, hunden sus raíces en la historia del país, en su
condición colonial, en los sucesivos procesos de concentración de la tierra a
lo largo de los siglos XIX y XX, en los conflictos agrarios de las décadas de
los años veinte y treinta, pero también en las ocupaciones, desalojos y
arrasamientos de tierras que aun hoy en día siguen afectando a millones de
campesinos.
Por esta razón, la perspectiva adoptada en este artículo de síntesis es
histórica y abarca un periodo que va desde las reformas económicas y
sociales de mediados del siglo XX hasta el contexto en el que surge el
movimiento
guerrillero,
encabezado
por
las
Fuerzas
Armadas
Revolucionarias de Colombia, FARC EP, a comienzos de la década de los años
sesenta. El objetivo del artículo es mostrar las implicaciones sociales y
políticas de los procesos de ruptura y continuidad de una estructura agraria
esencialmente concentrada como la que existe en Colombia. Baste decir al
respecto que las cifras del año 2004, que indicaban que el 97% de los
propietarios tenían el 24% de la tierra, mientras el 0.4% de los propietarios
tenían el 61% de la tierra (IGAC 2001), han sufrido una agravamiento por
cuenta del proceso de contrarreforma agraria vivido durante el último
gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
El hilo conductor de esta perspectiva
histórica nos remite en primer lugar a los antecedentes que, a largo del siglo
XIX, nos muestran algunas características de la formación de una
estructura agraria concentrada y de una elite apegada a las rentas de la
tierra como elementos constitutivos del sistema político colombiano. En un
segundo apartado nos referimos a la forma como el proceso de
modernización
capitalista
que
vive
la
mayor
parte
de
los
países
latinoamericanos desde las primera décadas del siglo XX se asienta en
Colombia sobre esta estructura agraria concentrada para dar lugar a un
modelo particular de desarrollo, el cual se consolida en los años de la
segunda postguerra pero mantiene sus rasgos distintivos hasta la
actualidad. Los conflictos sociales derivados de la intensificación de este
modelo de desarrollo para el campo colombiano y su derivación en el
movimiento guerrillero se abordan en una tercera y cuarta parte.
1. El problema agrario en Colombia en perspectiva de larga duración.
Desde mediados del siglo XIX la mayoría de las regiones latinoamericanas
viven un intenso proceso de explotación y exportación de bienes primarios.
El tabaco, la quina y el añil en la actual Colombia, el cacao en Venezuela y
Ecuador, las plantaciones azucareras en el Caribe, los granos en los suelos
pampeanos, el guano en el Perú, o el caucho en la región amazónica,
transformaron
en
el
largo
plazo
los
paisajes
y
las
sociedades
latinoamericanas. En Colombia, esta forma de inserción en la dinámica
internacional, llamada por algunos autores como modelo de economía
agroexportadora, fue clave para la formación de ordenamiento social y
territorial que tiene como base el poder político y económico derivado de la
posesión sobre la tierra.
Aunque, como parte de esta transformación territorial, el siglo XIX
presencia un proceso de ampliación de la frontera agrícola, lo que predomina
como consecuencia de esta forma de inserción particular en la división
internacional del trabajo en un proceso que, ya sea por medios legales o
ilegales, conduce a la concentración de la tierra (y el capital). Este proceso
de concentración en unas pocas manos adquiere su verdadera significación
política y económica posteriormente, cuando ya entrado el siglo XX, la
producción cafetera, la construcción de vías de comunicación, y sobre todo
el inicio del proceso de industrialización, valorizan considerablemente las
tierras apropiadas o expropiadas a colonos y campesinos durante todo el
XIX.
Sin embargo, la formación de esta república señorial, data del
periodo
posterior a las independencias latinoamericanas, cuando una vez debilitadas
las formas prehispánicas de organización social y económica, la mayor parte
de las nuevas naciones intentaron responder al dinamismo mundial
propiciado por la acumulación de capital, al acelerado cambio técnico de la
Revolución Industrial, y al aumento de las redes mercantiles y de capital,
configurando e implantando un modelo de desarrollo económico centrado en
el impulso a la producción de bienes agropecuarios y su exportación. Bajo el
lema, acuñado por el primer secretario de Hacienda de la Gran Colombia,
J.M. Castillo y Rada en 1827 “exportar o perecer”, se expresa parte de este
afán de un sector importante de las elites criollas por insertarse en la
economía mundial (Ocampo 1981).
Bajo el desarrollo de esta política, los diferentes auges internacionales del
tabaco, la quina o el añil, el palo Brasil, el dividivi, el caucho y la tagua
fueron creando las condiciones para la paulatina formación de unas elites
señoriales, apegadas a las rentas de la tierra, a la sujeción de mano de obra
barata y a las posibilidades de especulación que proporcionaban las
condiciones temporales de desequilibrio del mercado mundial de productos
primarios exportables (Ocampo 1981, 36).
Por tanto, fue sobre todo la entrada en la era republicana, con los intentos
de superación de las políticas mercantilistas de la metrópoli española y la
inspiración del liberalismo ingles decimonónicas, la que vería aparecer
nuevos cambios en el papel de la tierra y el trabajo.
Por un lado, como consecuencia de los sucesivos auges económicos se daría
inicio a una secular carrera de campesinos y empresarios territoriales por
acceder a las tierras del interior del país, y por tanto a las oportunidades
económicas de la agroexportación. Aunque algunas leyes de 1874 y 1882
intentaron proteger a los campesinos llevando las grandes concesiones de
tierras que otorgaba el Estado por fuera de las zonas de colonización, este
intento fracasó siempre por la debilidad de este y por la utilización
permanente de mecanismos violentos por parte de los grandes propietarios.
De manera que entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la
demanda internacional de productos primarios se tradujo a la postre en la
decisión de los grandes propietarios de atar la mano de obra a las haciendas
por medio del control de la tierra, en muchas ocasiones recurriendo a
mecanismos ilegales. Esta forma de concentración de la tierra se
convertiría también en el surgimiento de formas semiserviles de trabajo en
el campo colombiano que predominarían a lo largo de toda su vida
republicana: el arrendamiento y la aparcería (Legrand 1985).
Por otro lado, el déficit fiscal permanente, generado en buena medida por
las guerras de independencia, promovió las multiples concesiones de baldíos
a empresas privadas, la entrega de ejidos y tierras comunales
a los
personajes de las sucesivas guerras civiles del siglo XIX, y en general,
condujeron a la asignación de tierras públicas como mecanismo fiscal del
nuevo Estado. De esta manera la debilidad del Estado y el endeudamiento
externo e interno produjeron una mayor concentración de la propiedad
territorial en los años posteriores a la independencia. En efecto, a pesar de
las políticas de secuestros, y embargos de bienes que afectó la mediana y
gran propiedad española durante las guerras de independencia, lo mismo
que de la promoción de algunos cultivos, y de los intentos de tecnificación
de la agricultura y la ganadería en los años posteriores a estas, la hacienda
colonial mantuvo su unidad territorial en la mayor parte de regiones,
apoyada por la permanencia de las caracteristicas de una economía colonial
de territorios aislados y de generación de formas de autoproduccion y
consumo (Tovar 1987, 31).
A lo largo del siglo, las elites económicas, emparentadas desde el comienzo
con los partidos liberales y conservador, fortalecieron aun más su poder
territorial. Aunque el conjunto de políticas promovidas por los Radicales
liberales bajo la inspiración del Laissez Faire, Laissez Passer, como la
abolición de los monopolios estatales o la descentralización de algunos
impuestos junto al establecimiento de un sistema federal de gobierno,
disminuyó la injerencia del Estado en los asuntos económicos, en lo que
respecta a la política de tierras, el Estado se convirtió en un intenso
promotor de la introducción de los mecanismos de mercado, favoreciendo
por esta vía una mayor concentración de la riqueza.
La desamortización y venta de los bienes eclesiales, los cuales llegaban a
sumar cerca de una tercera parte del total de predios rurales y urbanos del
país, así como la paulatina eliminación del resguardo indígena se movieron,
directa o indirectamente, en la dirección de fortalecer ese ordenamiento
social basado en la propiedad sobre la tierra.
La urgencia estatal por
adquirir los recursos fiscales para un Estado débil favoreció la venta
directa e indivisa de las grandes propiedades. Muchas de estas ventas
fueron aprovechadas por las elites del partido liberal que, a partir de 1862,
y utilizando para ello antiguos papeles de deuda depreciados en la
proporción de uno a cuatro, vieron traspasada la propiedad de muchos
bienes eclesiales a su nombre (García 1983).
Los conflictos dentro de este proceso no se hicieron esperar. Un tipo de
conflicto se presenta en las zonas de asentamiento de empresas agrícolas,
cafeteras o ganaderas que presionaban por tierra y mano de obra al interior
de la frontera agraria, convirtiendo a los pequeños propietarios en
trabajadores semiserviles de grandes haciendas y creando así las bases de
un sistema de control político con repercusiones nacionales. En las regiones
de frontera, la adjudicación de tierras, o la concesión de baldíos a cambio
de la construcción de obras públicas y creación de poblados, se convirtieron
en factores que producirían un paulatino efecto de valorización sobre
extensos territorios que se fueron concentrando en pocas manos a partir
del despojo de pequeños colonos sin títulos formales de propiedad.
Este ordenamiento social y territorial, que tiene como base el poder político
y económico derivado de la posesión sobre la tierra, crearía las condiciones
para que una vez instaladas en el país las condiciones básicas del capitalismo
moderno, la movilización campesina floreciera como una respuesta a los
atropellos cometidos por el Estado y los grandes propietarios.
2. Legado colonial, modernización capitalista y política agraria en el periodo
entre guerras.
El siglo XX hereda entonces una estructura agraria concentrada, cargada
de las características del pasado colonial y ligada al poder político de las
elites económicas.
En el periodo que transcurre entre las dos Guerras
Mundiales pueden identificarse algunos momentos de cambio y continuidad
dentro de este orden económico y social.
En el primero, que ocupa la década 1920-1930, se hacen más acelerados los
factores de transformación por los efectos de la Primera Guerra Mundial, y
de la crisis capitalista de 1929 que abrió la posibilidad para que el país
iniciara un desarrollo industrial de manufacturas para el mercado interno
(Bejarano 1979). Este corto periodo de protección económica daría pie a un
proceso de presión sobre la agricultura que generaría, a lo largo de la
década de los años veinte, el surgimiento de una incipiente agricultura
comercial.
También es característica de este momento la masiva entrada de capitales
que
se
produce
entre
1923
y
1928.
Las
inversiones
de
capital
norteamericano pasaron de casi cuatro millones de dólares en 1913 a 30
millones en 1920 y 80 millones en 1925. A un ritmo parecido creció también
la colocación de papeles de deuda pública y privada en el exterior. En total,
cerca de 200 millones de dólares ingresaron al país, incluyendo el dinero
proveniente de la indemnización por la perdida del canal de Panamá
(Bejarano 1979).
Aunque esta inversión extranjera va a enfocarse especialmente en la
creación de economías de enclave en los sectores de petróleos y la
producción de banano, el consecuente aumento de los recursos fiscales del
Estado va a producir un aumento de las vías que integraban la producción
con el mercado mundial, especialmente la producción del café, que a
comienzos de la década del veinte ya representaba el l8% del Producto
Interno Bruto. Entre 1922 y 1932 el Estado canaliza entonces una gran
cantidad de recursos para la construcción de carreteras y ferrocarriles
(Bejarano 1979).
Este conjunto de hechos, que va a tener continuidad por lo menos hasta la
crisis de 1929,
va a ser fundamental para comprender la actitud
organizativa y de resistencia que asume el campesinado a partir de este
momento, que daría lugar posteriormente, a finales de la década de los años
cuarenta, cuando arrecian las condiciones de violencia en el campo, a la
primera expresión armada del descontento campesino: las autodefensas
campesinas.
En primer lugar se produce una alta movilización de mano de obra desde el
campo hacia las regiones económicas de enclave, hacía la construcción de
obras públicas y carreteras, lo mismo que hacia las ciudades en donde
florecían las primeras empresas industriales. Como resultado se produce un
significativo cambio social y demográfico: en el medio siglo que va de 1870 a
1930, entre un 20 y un 25% de la población campesina del país se desplazó
desde las actividades agrícolas de subsistencia hacia un mercado monetario
en las ciudades (Bejarano 1979). Al mismo tiempo,
la formación de
sindicatos y de nuevos partidos políticos que buscaban base popular rural y
campesina, permitieron que los campesinos, arrendatarios y aparceros,
volvieron a reclamar sus derechos despojados, moviendo así el relativo
equilibrio en la tenencia de la tierra, generando enfrentamientos en las
cordilleras, la zona bananera, las zonas cafeteras que entre los años veinte
y mediados de los años treinta condujeron a lo que Catherine Le Grand
denomina como una reforma agraria de carácter popular (Legrand 1988, 31).
En efecto, durante la década de los años veinte y en buena parte de los años
30 los campesinos empiezan a cuestionar la legitimidad de la gran propiedad.
En algunas regiones, la alta movilización de los campesinos hacia las obras
públicas en auge, y su regreso al campo con una conciencia más amplia de sus
derechos produjo un proceso de organización reivindicativa sobre el acceso
a la tierra, del cual las organizaciones más notorias son la Unión Nacional
Izquierdista Revolucionaria (UNIR) ligada al gaitanismo, el Partido Agrario
Nacional (PAN) y el Partido Socialista Revolucionario (PSR), que a partir de
estos años adelanta la formación de Ligas Campesinas en las regiones de
conflicto por la tierra. En otras regiones el desarrollo de la economía
cafetera, las condiciones de trabajo a las que se encontraban sometidos
arrendatarios y aparceros, tales como la prohibición de sembrar café en las
propias parcelas, la utilización de mecanismos extraeconómicos para
coaccionar al trabajo, o la imposición de pagar obligaciones por parte del
trabajador.
Un segundo momento se da en el periodo que va de 1930 a 1950, clave para
este largo proceso de transformación pues se avanza en un proceso de
introducción y racionalización de nuevas tierras a los procesos productivos
nacionales. El contexto de transición hacia la consolidación del capitalismo
moderno en Colombia que se produce en este periodo está marcada, por un
lado, por una recomposición de la actividad económica que privilegia
profundamente la opción por el proceso de industrialización, y por otro lado,
se da comienzo a un nuevo proceso de modernización capitalista del campo
que impulsa la agricultura comercial y el establecimiento de empresas
agroindustriales (Ocampo 1994).
En este contexto de incipiente industrialización, la incapacidad del sector
agropecuario para aumentar la productividad, para proporcionar mano de
obra y un mercado para la producción industrial era considerada, por
algunos sectores de la elite liberal que se instala en el poder entre 1930 y
1946, como una patología derivada de la existencia de la gran propiedad
(López 1973). Sin embargo, la respuesta de la República liberal a la
movilización campesina que se agudiza a mediados de la década de los años
treinta va a ser una enérgica política de fomento económico dirigida a los
sectores agropecuarios ligados a la gran propiedad, y un exiguo intento de
rompimiento de la estructura agraria heredada de años atrás, dentro del
que la ley 200 de 1936 o ley de tierras tendría un especial significado.
Aunque la práctica de privatizar territorio público con fines fiscales, común
en el siglo XIX, se reduce
para ser sustituida por otras políticas
de
tierras como la parcelación, los efectos de esta política fueron débiles, pues
la compra y división de algunas haciendas ubicadas en las zonas de mayor
conflicto no significó un paso hacia una mejor distribución de la propiedad
sobre la tierra.
Por otro lado, las discusiones sobre los efectos nacionales de la ley de
tierras han sido diversas.
Para la lectura clásica del desarrollo del
capitalismo, por ejemplo, la ley 200 fracasó en el papel histórico de acelerar
el desarrollo del capitalismo, en cuanto no liberó a los campesinos del yugo
feudal, no construyó un mercado de trabajo en el campo, no convirtió la
tierra en una mercancía, no elevó el poder adquisitivo de las masas
campesinas y no tecnificó la agricultura, de manera que a través de ella se
acelerara el desarrollo industrial (Bejarano 1979). A partir de una revisión
general de las luchas agrarias Pierre Ghilodés afirma que una actitud de
espera frente al cumplimiento de los diez años establecidos en la ley 200 de
1936 para la reversión al Estado de las tierras sin cultivar, así como las
expectativas sociales sobre el segundo gobierno de López Pumarejo,
produjeron una disminución en la intensidad de los conflictos agrarios que
habían logrado llevar al escenario nacional los problemas distributivos de la
tierra (Ghilodés 1970, 37). En este mismo sentido, pero refiriéndose a las
regiones de colonización reciente, C. Legrand afirma: “Es interesante
observar que tanto los propietarios como los campesinos interpretaron la
nueva ley como favorable a sus intereses y los conflictos continuaron bajo
nuevas modalidades (…) desde entonces ha sido evidente la tensión
existente entre Colonos y hacendados. Sin embargo, las tensiones se han
expresado en formas diferentes y acordes a los cambios en el orden Socio
económico e institucional.” (Legrand 1988, 122).
En todo caso, uno de los sectores evidentemente
beneficiados por el
conjunto de políticas del periodo de estudio sería el ganadero, pues con la
Ley 200 se fijan unas ocupaciones ganaderas excesivamente flexibles que
abren paso al latifundio de ganadería extensiva en detrimento de una
solución al conflicto por la tierra venido de años atrás. En todo caso los
avances que en materia de reforma agraria se hallaban consignadas en esta
ley fueron retrasados por la aplicación de la ley 100 de 1944.
3. Consolidación del modelo de desarrollo rural y agudización del conflicto
social.
A lo largo de la década de los años cuarenta Colombia vive un acelerado
proceso de modernización capitalista. Se produce un sostenido crecimiento
económico que, a través de la implantación del modelo de industrialización
por sustitución de importaciones, daría lugar a un periodo importante de
formación del mercado interno. A esto se sumó el paulatino crecimiento de
las principales ciudades y la ampliación de la brecha entre las condiciones de
vida allí y el campo. Los síntomas de que el país se enrutaba por una senda
de desarrollo económicos acelerado se vieron atravesados por una
degradación de las formas de hacer política, la permanencia de una
estructura agraria atrasada, la exacerbación del conflicto social y el
comienzo de la peor oleada de violencia, que en el país dejaría un rastro de
más de 200.000 muertos en el periodo 1948-1957.
La amalgama de estos
factores políticos y económicos hace parte del
periodo de la postguerra, cuando se consolidan por lo menos dos procesos
simultáneos que se atan al desarrollo agrario del país. Por un lado, se
presenta una recomposición de la actividad económica en la que, en el largo
plazo, el sector agropecuario se vería en buena parte sustituido por la
industria manufacturera, el transporte, los servicios y el sector financiero
(Ocampo, 1991).
En ese direccionamiento tanto de la economía colombiana como de las
latinoamericanas hacia lo que hoy conocemos como la industrialización
sustitutiva de importaciones fue importante no solo los cambios en los
flujos financieros y de mercancías a nivel nacional e internacional, sino
también los profundos cambios en la correlación de fuerzas que se expresan
dentro del Estado. Así una dimensión importante de este conjunto de
transformaciones económicas tiene que ver con la consolidación de
intereses agrarios e industriales que vieron en las políticas estatales, la
posibilidad de incidir y apuntalar su posición en un mercado en crecimiento,
protegido y rentable.
La polarización política generada por las reformas constitucionales de 1935
se extiende hasta la década de los años cuarenta para romper el consenso
entre las elites liberales y conservadoras. La oposición conservadora de
Laureano Gómez, quien encarna mas vivamente el fundamentalismo político y
religioso del partido, se hizo nuevamente visible con constantes llamados a
la guerra que hacían recordar las sucesivas guerras civiles del siglo XIX y
que se tradujeron a la postre en brotes de violencia en diferentes partes
del país (Pecaut 2002, 389).
Para
1944 cuando Alfonso López Pumarejo amenazó nuevamente con
renunciar, las denuncias de corrupción y
los rumores de un nuevo golpe
militar permitieron a los conservadores terminar de desgastar la ya
deteriorada imagen presidencial (García 1983).
En este ambiente de
fuertes oposiciones Jorge Eliecer Gaitán no sólo ocupaba un escaño en el
Congreso sino que representaba los anhelos populares de obtención de una
ciudadanía política y económica.
Los conservadores ya en el poder iniciaron una serie de estrategias
sectarias tratando de convertir a la policía en un cuerpo uniformemente
conservador, declarando el estado de sitio en muchas regiones del país y
apoyando la conformación de una policía privada conocida como los
chulavitas. De manera que la violencia que estalla tras el asesinato de Jorge
Eliecer Gaitán, el 9 de abril de 1948, y que tiene mas contundencia en las
zonas rurales de la mayor parte de regiones del país, es también un
resultado de la violencia bipartidista incentivada desde las elites, lo mismo
que de las tensiones sociales derivadas de la ola desarrollista que había
empezado a desplegarse en las décadas anteriores.
Así, desde 1946-1948 a la violencia originada por las luchas agrarias se le
superpone y entremezcla el sectarismo político, la represión contra los
miembros del Partido Comunista y los trabajadores que habían participado
en las rebeliones del 9 de abril. En consecuencia se produce una fractura
social que produce el cierre de las posibilidades de participación política, y
en general de los canales de ascenso social para las mayorías campesinas, así
como en los obstáculos para acceder a la propiedad sobre la tierra (Sánchez
1986, 196).
La formación, en campos y ciudades de “Comités de
resistencia”, junto a la experiencia de las Juntas Revolucionarias
posteriores al 9 de abril, mostraría el alto grado de organización campesina
que en muchos casos conduciría a la aparición de gobiernos informales
(Torres 1963, 117).
Esta
tensión desemboca en la lucha armada.
El partido comunista, que
había sido conminado a la clandestinidad desde años atrás, buscó capitalizar
la coyuntura de tensión política y social posterior a 1949 y envío algunos
emisarios a las regiones para organizar al movimiento campesino en una
actitud de autodefensa (Guzmán 1962, 157). Va tomando entonces forma el
movimiento guerrillero de autodefensa en muchas regiones: en Chaparral en
1950, en donde las ligas campesinas habían sido fortalecidas por el apoyo
del Partido Comunista; y en ese mismo año en San Vicente de Chucurí; en el
norte de Antioquia (Urrao, Golfo de Urabá); En Yacopí (Cundinamarca); en la
Dorada (Caldas), en el Sumapaz. Los que se convierten en jefes guerrilleros
son en su mayoría exiliados, que operan lejos de sus propiedades, son
arrendatarios, aparceros o pequeños propietarios que fueron expulsados
después de que su rancho y sembrados fueron talados o quemados (Torres
1963, 110).
En este contexto, en junio de 1953 el Coronel Gustavo Rojas Pinilla, apoyado
por un temporal consenso entre los liberales y conservadores, da un golpe
con la idea de entregar la presidencia a otro candidato conservador. Sin
embargo, por mandato de una Asamblea Nacional Constituyente convocada y
formada por el mismo Rojas, éste se mantuvo en el poder hasta 1958 con
una política de pacificación militar del territorio.
La política agraria del gobierno militar de Rojas Pinilla no buscó resolver el
problema de fondo de la distribución de las tierras, estuvo definida mas
bien por los intentos de solucionar los problemas de productividad derivados
de la
violencia en el campo, la falta de tecnificación e irrigación de
capitales, y el inadecuado uso de la tierra. Al mismo tiempo, las condiciones
de los trabajadores rurales sufrieron un revés. Aunque de acuerdo con el
censo agropecuario de 1960 los niveles de salarización habían aumentado, la
permanencia de la aparcería y el arrendamiento seguía siendo significativa
dentro del total de formas de trabajo en el campo. La situación laboral era
aun mas precaria si se tiene en cuenta que los salarios agrícolas se habían
rezagado frente al aumento del costo de vida (Machado 2009, 98). El mismo
Censo de 1960 indicaba que un alto porcentaje de las tierras (76.8%) se
utilizaba en pastos y bosques conformando una ganadería extensiva de
latifundios (más del 50% de las tierras tenían extensiones superiores a 500
has), lo cual mostraba que en gran parte la ganadería era un instrumento de
apropiación y valorización de tierras. Solamente un 12.6% de las tierras se
estaban usando en agricultura, y era notorio que las explotaciones más
pequeñas hacían un uso intensivo de sus recursos, mientras las más grandes
usaban porcentajes de no más del 10% de las tierras en labores agrícolas.
Durante los primeros años del periodo de la violencia cerca del 66% de los
propietarios tiene el 4% de la superficie explotada agrícolamente, mientras
que el 3,5% de los propietarios conserva el 64% de las superficies mayores
de 100 Hectáreas (Machado 2009, 99). Como uno de los resultados de la
violencia de este periodo, esta estructura de la propiedad se modifica para
agudizar la concentración
a través del relajamiento de los compromisos
contractuales, o del desplazamiento y la presión para obligar la venta a
precios muy bajos, siendo este último el caso que más se presenta. La
Comisión creada en las postrimerías de esa nefasta década para estudiar las
causas de la violencia concluía que: “en general, puede decirse que la
violencia ocurrió en sitios en donde la propiedad privada se buscó
afanosamente por medios no institucionalizados ni aprobados, aunque ella en
efecto predominara en todo el país” (Guzmán 1962, 140).
4. El Frente Nacional, la reforma agraria de 1961 y el Mandato agrario de
las FARC
La búsqueda de la normalidad institucional estuvo a cargo de una nueva
coalición entre las elites liberales y conservadoras, quienes veían en la
reforma constitucional propuesta por Rojas Pinilla un propósito de
acaparamiento del poder del Estado y un riesgo para los partidos
tradicionales. Este consenso, conocido como el Frente Nacional, era el
último experimento factible para adelantar ordenadamente un programa de
desarrollo y acumulación de capital, controlando la lucha de clases que
parecía desbordarse con signos de catástrofe (Machado 2009). Este
experimento constituyó además una oclusión de las vías democráticas de
participación que permitieran la manifestación y concreción del descontento
campesino.
El contexto de los primeros años del Frente Nacional estuvo caracterizado,
entre otros por la inestabilidad económica y cambiaria, fuertes devaluaciones,
inflación, crisis en la balanza de pagos, modificaciones en el régimen
arancelario, iniciación de los programas de la Alianza para el Progreso,
consolidación de los gremios agropecuarios, bajos precios del café, aprobación
del Convenio Internacional del Café, dificultades en el manejo de la política
económica. A este complejo panorama tensión y expectativas por la reforma
agraria y la agudización de los procesos de descomposición de la economía
campesina, sin que la reforma agraria de comienzos de la década alcanzara a
recrearla o contrarrestar su dinámica de deterioro.
La Alianza para el Progreso, programa desarrollado por los Estados Unidos
presionó a los países latinoamericanos para que emprendieran reformas
agrarias y tributarias para atenuar las posibilidades de desbordamientos
revolucionarios, producidos por la irrupción de la revolución cubana, al tiempo
que se buscaba una ampliación de los mercados y nuevas áreas de desarrollo
para el capital. Los empréstitos de organismos internacionales y las ayudas de
la Alianza para el Progreso se condicionaron a la realización de reformas
agrarias y cambios en las estructuras fiscales que facilitaran a los países el
pago de la creciente deuda externa (Delgado 1973). Los partidos tradicionales
agrupados en el Frente Nacional aprovecharon para recuperar su dominio en el
campo, el cual se había perdido en la década anterior en la lucha por la
hegemonía del poder, de manera que producto de estos dos factores a finales
de 1960 ya existían en el Congreso varios proyectos de reforma agraria.
La aprobación de la ley 135 de 1961 sobre reforma agraria contó por primera
con la aprobación de los partidos políticos y los gremios de propietarios
rurales. Sin embargo los principales mecanismos establecidos por esta ley, la
ampliación de las herramientas del Estado para realizar expropiaciones, así
como la creación del Instituto Colombiano para la Reforma Agraria, INCORA,
encargada de desarrollar, 25 años después, los principios establecidos en la
ley de tierras de 1936, fueron neutralizados por los mismos gremios de
propietarios agrupados en la Sociedad de Agricultores de Colombia SAC, y en
la entonces recién creada Federación de Ganaderos de Colombia, FEDEGAN,
por considerar que la creciente participación campesina en el proceso de
reforma agraria, a través de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos,
ANUC, representaba una riesgo para la estabilidad y la unidad de la gran
propiedad. La parálisis de esta última oportunidad del siglo XX para la
reforma agraria en Colombia se concretó con el acuerdo firmado por el
gobierno conservador de Misael Pastrana Borrero y los gremios de
propietarios en el conocido Pacto de Chicoral (Ley 4 de 1973).
A pesar de la acción del Incora durante los primeros años de reforma agraria
la desigual distribución de la tierra se mantuvo como un motor del
descontento campesino. En 1970, el 73% de las explotaciones menores de 10
ha. Poseía el 7.2% de la tierra mientras el 0.7% de las explotaciones mayores
de 500 ha. Tenían el 40.8% de la superficie agropecuaria (Lorente, 1985).
Así, resulta explicable el Programa Agrario de las FARC-EP, emitido en julio
de 1964, bajo una concepción revolucionaria de reforma agraria, donde se
expropia sin indemnización y se redistribuyen las tierras de manera gratuita a
los campesinos. Los guerrilleros de Marquetalia en la introducción del
histórico documento hablan que:
“Nosotros somos el nervio de un movimiento revolucionario que viene desde
1948. Contra nosotros, campesinos revolucionarios del sur del Tolima, Huila,
Cauca y Valle sobre el nudo de la Cordillera Central, desde 1948 se ha lanzado
la fuerza del gran latifundio, de los grandes ganaderos, del gran comercio, de
los gamonales de la política oficial y de los comerciantes de la violencia.
Nosotros hemos sido víctimas de la política de “sangre y fuego” preconizada y
llevada a la práctica por la oligarquía que detenta el poder. Contra nosotros se
han desencadenado en el curso de 15 años cuatro guerras. Una a partir de
1948, otra a partir de 1954, otra a partir de 1962 y esta que estamos
padeciendo a partir del 18 de mayo de 1964 cuando los mandos militares
declararon oficialmente que ese día había comenzado la “Operación
Marquetalia”. Hemos sido las primeras víctimas de las furias latifundistas
porque aquí en esta parte de Colombia predominan los intereses de los
grandes señores de la tierra, los intereses más retardatarios del clericalismo,
los intereses en cadena de la reacción más oscurantista del país. Por eso nos
ha tocado sufrir en la carne y en el espíritu todas las bestialidades de un
régimen podrido que se asienta sobre el monopolio latifundista de la tierra, la
monoproducción y la monoexportación bajo el imperio del gran capital
financiero de los Estados Unidos [...]”.
Lo que sigue después es la continuación de una guerra sin fin, en la que el
Estado participa como promotor de las condiciones que la producen. Una de
las características que sobresale en los diagnósticos que se hacen sobre el
campo colombiano durante las décadas de los años ochenta y noventa es la
de la aparente simultaneidad, e incluso sobreposición, del proceso que
conduce a la agudización del conflicto social y armado, en el que el domino
sobre la tierra y el territorio va a ocupar un lugar central, y la redefinición
de la relación entre el Estado y la economía: el desmonte de los mecanismos
de intervención estatal en el campo, incluyendo los de reforma agraria, para
facilitar la acumulación privada de capital en el contexto de la mayor
presión que sobre la agricultura mundial empieza a ejercer la creciente
necesidad de alimentos y de biomasa para la obtención de agrocombustibles.
El país enfrenta hoy un nuevo momento histórico para resolver el problema
de la tierra. Sin embargo, a pesar de la larga duración histórica de la
apropiación violenta de grandes extensiones de tierras y territorios, que
hemos tratado de mostrar como un elemento transversal del ordenamiento
social y político del país, las medidas de restitución de tierras que propone
el gobierno carecen de un horizonte temporal amplio, pues la definición de
victima contenida en las leyes no roza ni siquiera el periodo histórico que
hemos abordado en este artículo. En todo caso este conjunto de medidas
debe reconocer que la complejidad de los fenómenos del desplazamiento y el
despojo se derivan principalmente de la relación estructural del conflicto
armado con el modelo de desarrollo que se establece sobre una estructura
agraria concentrada, lo cual permitiría, entre otras, ver el despojo de
tierras no como un hecho aislado o circunstancial, sino como un proceso en el
que intervienen múltiples dinámicas subregionales, regionales y nacionales,
así como relaciones económicas y políticas que de forma arbitraria impiden
el desarrollo de los derechos patrimoniales de las víctimas.
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