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Acción Cultural Cristiana
En vigilante espera
OBRAS PUBLICADAS
1. El movimiento obrero. Reflexiones de un jubilado.
Jacinto Martín.
2. La Misa sobre el Mundo y otros escritos. Teilhard de
Chardín.
3. El Clamor de los pobres de la Tierra. Acción Cultural
Cristiana.
4. El valor de ser maestro. Carlos Díaz.
5. El personalismo. Enmanuel Mounier.
6. Escuchar a Dios, entender a los hombres y acercarme a los pobres. Antonio Andrés.
7. Plenitud del laico y compromiso: Sollicitudo Rei
Socialis y Christifideles Laici. Juan Pablo II.
8. El Fenerismo (o Contra el interés). Ideal e ideales.
Guillermo Rovirosa.
9. Tierra de hombres. Antoine de Saint- Exupéry.
10. Entre la justicia y el mercado. Romano García.
11. Sangradouro. Fredy Kunz, Ze Vicente y Hna.
Margaret.
12. El mito de la C.E.E. y la alternativa socialista. José
Luis Rubio.
13. Fuerza y debilidades de la familia. Jean Lacroix.
14. La Comisión Trilateral. El Gobierno del Mundo en
la sombra. Luis Capilla.
15. Los cristianos en el frente obrero. Jacinto Martín.
16. Los derechos humanos. Acción Cultural Cristiana.
17. Del Papa Celestino VI a los hombres. G. Papini.
18. Teología de Antonio Machado. J. M.a González Ruiz.
19. Juicio ético a la revolución tecnológica. E. A. Azcuy.
20. Maximiliano Kolbe. Carlos Díaz.
21. Carta a un consumidor del Norte. Centro Nuevo
Modelo de Desarrollo.
22. Dar la palabra a los pobres. Cartas de Lorenzo Milani.
23. Neoliberalismo y fe Cristiana. Pablo Bonavía - Javier
Galdona.
24. Sobre la piel de los niños. Su explotación y nuestras
complicidades. Centro Nuevo Modelo de Desarrollo.
25. Escritos colectivos de muchachos del pueblo. Casa
Escuela Santiago 1, Salamanca.
26. España, canto y llanto. (Historia del Movimiento
Obrero con la Iglesia al fondo). Carlos Díaz.
27. Sur-Norte. (Nuevas alianzas para la dignidad del trabajo). Centro Nuevo Modelo de Desarrollo.
28. Las Multinacionales: Voraces pulpos planetarios.
Luis Capilla.
29. Moral Social. (Guía para la formación en los valores
éticos). P. Gregorio Iriarte O.M.I.
30. Cuando ganar es perder. Mariano Moreno Villa.
31. Antropología del neoliberalismo. Javier Galdona.
32. El canto de las fuentes. Eloi Leclerc.
33. El mito de la globalización neoliberal: desafíos y respuestas. Iniciativa autogestionaría.
34. La fuerza de amar. Martin Luther King.
35. Deuda Externa. La dictadura de la usura internacional.
36. Aunque es de noche. José María Vigil.
37. Grupos Financieros Internacionales. Luis Capilla.
EN VIGILANTE ESPERA
ACCIÓN CULTURAL CRISTIANA
EN VIGILANTE ESPERA
ACCIÓN CULTURAL CRISTIANA
Salamanca, 2000
ACCIÓN CULTURAL CRISTIANA
Núm. 38
© ACCIÓN CULTURAL CRISTIANA
c/. Sierra de Oncala, 7, Bajo dcha.
Teléf. 91 478 12 20
28018 MADRID
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I.S.B.N.: 84-931516-2-9
Imprenta KADMOS
Teléf. 923 28 12 39
Salamanca, 2000
Índice
Prólogo ............................................................................................
9
Objeción total ...................................................................................
13
Culpables .........................................................................................
17
El mal menor ...................................................................................
21
Voto en blanco .................................................................................
25
Mientras… ........................................................................................
29
Sin prejuicios… si es posible ..............................................................
33
Poder y autoridad .............................................................................
37
¿Iberoamérica?… pero, hoy ...............................................................
41
Poder y autoridad (II) .........................................................................
43
La economía «en suspenso» ...............................................................
45
Lo nuestro es la guerra .....................................................................
49
Elección y elecciones .........................................................................
53
Ave Caesar ......................................................................................
57
La política y el bien común ................................................................
63
La religión, problema político ............................................................
71
Miseria del hoy único y omnipotente Dios ..........................................
77
Pro deo ...........................................................................................
85
Profetas y mártires ............................................................................
89
Beneficencia y justicia .......................................................................
93
Inestimable vida, la de todos ..............................................................
99
El trabajo, impagable ........................................................................ 103
Terca Europa .................................................................................... 109
El cerco a la persona ........................................................................ 115
7
Persona, sociedad, estado .................................................................. 121
La trampa ........................................................................................ 125
Personas y estructuras ....................................................................... 129
Globalizar la justicia .......................................................................... 135
El equívoco voluntariado .................................................................... 139
Trágica inconsecuencia ...................................................................... 143
Pobres, justicia y militancia (¿Teresa de Calcuta versus Óscar Romero?) . 149
¿Entretenimiento o compromiso? ....................................................... 155
Por cuenta ajena ............................................................................... 159
Resurrección de los inocentes ............................................................ 163
La ONU democratizada ..................................................................... 169
Sin suelo y sin techo ......................................................................... 175
Sin suelo y sin techo (II). La persona, sagrada ..................................... 181
Miedo y violencia .............................................................................. 187
Derecho de Protesta ......................................................................... 191
Bien común universal ........................................................................ 197
Bien común universal (II). Sujetos y protagonistas ................................ 205
8
Prólogo
Con este título, En vigilante espera, te ofrecemos recopilados, amable lector, los editoriales publicados en la revista Cultura para la Esperanza a lo largo
de los últimos años. Los creemos, a pesar del paso del tiempo, de gran utilidad
para el análisis y la comprensión esperanzada de nuestra realidad social. Pues, de
esperanza y espera se trata; sin las cuales no es posible el compromiso entusiasmante del militante; sin el cual, a su vez, se hace arduo en extremo el camino de
un profunda transformación social.
Vivir en la esperanza, vivir a la espera. Lo mismo con la palabra esperanza
que con la palabra espera se hace referencia al anhelo de que algo que con vehemencia deseamos se va a cumplir. Y con ambas, también, se significa que lo que
anhelamos, en gran parte al menos, si no en su totalidad, nos ha de ser otorgado
desde fuera, bien por personas, bien por determinados acontecimientos.
Ambas cosas, la esperanza y la espera, son constitutivas de la personalidad
humana, por ser precisamente la persona un ser abierto a realizarse por la intercomunión con el otro y con lo otro, en mutuo dar y recibir. Un profundo deseo
de mayor perfección de sí mismo, de mayor acabamiento de su propio ser, está
de tal manera ínsito en la raíz de cada persona que no puede extinguirse en ella
sin destruirla. La inestinguibilidad de los deseos más profundos no es el menos
importante de los caminos para abrirse a la Trascendencia; si no queremos interpretar al hombre como un ser absurdo, anheloso siempre de lo imposible.
La felicidad, pues, no está en apagar todo deseo y anhelo, sino en saber discernir qué es adecuado desear y qué no; cuáles son los deseos que perfeccionan
y cuáles vacían, resecan y destruyen; con qué medios se cuenta y cuáles son los
adecuados para satisfacerlos; qué esfuerzo hemos de realizar nosotros y qué parte
de su cumplimiento ha de venirnos de fuera (del Otro, de los otros, de lo otro);
qué fundamento tenemos para esperar que los otros nos van a otorgar esa complementación que necesitamos, y qué resortes deben impulsarnos a ofrecer a los
demás esa complementación que, a su vez, esperan de nosotros.
La tragedia humana está, precisamente, en que, necesitando a los demás, no
esperamos a que ellos se nos otorguen en libertad, sino que les arrebatamos
sus servicios y sus personas a la vez que procuramos dejarles sin acceso a lo otro
(bienes de la naturaleza) que previamente hemos acotado para nosotros. Este es
el origen de todo desprecio, esclavitud, explotación, desigualdad, exclusión e injusticia; en definitiva, de toda lucha y confrontación. La desesperanza y la desespe9
ración proceden siempre de no otorgar confianza a nada ni a nadie, de confiarlo todo a las fuerzas y posibilidades de uno mismo en soledad. Porque no creemos ni nos fiamos de nuestro prójimo, nos volvemos agresivos.
Somos conscientes –¿cómo no?– de hasta qué punto nuestra civilización está
enferma de desesperanza –a veces, de desesperación– y violencia que engendra
muerte; pero sabemos, también, que aumenta en muchos la conciencia de que
por ahí se nos alejan cada vez más la felicidad y la paz, y que actúan en consecuencia. Aumentar el número de éstos es nuestro anhelo y nuestra tarea. Hoy más
que nunca tenemos motivos para esperar cordura cuando tantos caminos de locura se han mostrado ya falaces e intransitables.
Por lo demás, la esperanza se construye revitalizando sus fundamentos, que
no son otros que el convencimiento de que en la persona el bien –que, sin duda,
en su naturaleza posee– puede imponerse sobre el mal cuando se entra en sincera y leal comunicación y comunión de unos con otros. Lo que normalmente se
entiende por diálogo. El leal intercambio de convicciones y sentimientos, confiadamente expuestos por unos y por otros, está en la base de una necesaria acción
común que a todos nos libere. Para todo ello hay que aportar luz, fuerza, constancia, respeto.
Esta es la finalidad que se propone Cultura para la Esperanza y que ha
intentado transmitir desde los editoriales que ahora publicamos reunidos: crear
esperanza desde la verdad, huyendo de la opacidad y oscuridad de la mentira. El engaño y el miedo son lo más opuesto a una esperanza que aliente la paz
y la justicia. Pero crear esperanza en vigilante espera.
La esperanza, semánticamente, pone el acento en la confianza otorgada a
Quien y a quienes pueden cumplir nuestros deseos, puede y quieren hacernos el
bien porque nos quieren bien. La espera, más bien, acentúa el sentido de responsabilidad, de vigilancia y compromiso para acoger activamente toda actitud y
todo acontecimiento en que a nosotros se nos otorga confianza y se nos ofrece
oportunidad de servir y hacer el bien. Vigilar para que fructifiquen todas las semillas de bien que, de una manera o de otra, nos están confiadas.
Por eso, se vive EN esperanza –situados en ella– y se está A la espera
–dispuestos a la acción que responde–. Nosotros, al hacer el cruce de preposiciones y titular En vigilante espera, queremos significar que en la militancia, genuinamente humana, ambas actitudes van unidas: serenidad y compromiso, valentía
y sumisión a lo que la realidad exige, arrojo y paciencia, confianza y esfuerzo,
gozo y sacrificio, otorgar y recibir.
Porque todos los editoriales que te dispones a leer están escritos para suscitar, alentar, sostener e iluminar la militancia: a cuantos luchan por la verdad, por
la justicia y por la fraternidad entre los hombres.
Te los ofrecemos por el orden en que fueron apareciendo –de 1991 a hoy–
porque entendemos que así pueden comprenderse mejor, en las circunstancias en
10
que fueron inspirados, sin que por ello pierdan lo que puedan tener de profundidad y permanencia.
Podríamos, sin duda, haberlos ordenado por temas: el trabajo, los derechos
sociales, los valores sociales, el poder y la autoridad, la política, la economía,
la violencia, las víctimas, etc., pues todos ellos, de una u otra manera, se abordan. Pero siempre aparecería como una clasificación artificial, ya que no fueron
escritos con voluntad sistematizante sino vital: al servicio de la militancia en cada
momento y en todo momento. Dejamos, por tanto, la sistematización al buen
entendimiento del lector.
Nosotros esperamos de cuantos los lean que se sientan impelidos a ser militantes entregados, abnegados, generosos. A la espera de encontrarnos en la
lucha, gozosos os saludamos.
Acción Cultural Cristiana
Agosto del 2000
11
Objeción total
Estamos en el tiempo de los objetores y de las campañas contra: objetores
fiscales, objetores antimilitaristas o nucleares, objetores ecologistas; objeción a la
ley de extranjería, a la tortura; campaña contra la droga, campaña contra el hambre, contra el apartheid, contra la presencia de tropas extranjeras; campaña contra el paro, contra la economía sumergida ...
A nosotros todas las objeciones y campañas que se hagan contra los innumerables males que acarrea el sistema vigente, neocapitalista, imperialista y consumista, nos parecen bien.
Pero ¿han pensado, por ejemplo, los objetores al servicio militar que un
ejército profesional mata más y mejor que un ejército de reclutas? ¿No es, acaso,
que sí queremos las guerras, pero con sangre ajena? La objeción militar ¿qué significa sin el desmantelamiento de la industria armamentista?, ¿puede desmantelarse tal industria mientras «necesitemos defendernos» de los pobres del Tercer
Mundo (árabes, negros, asiáticos y sudamericanos), a quienes arrebatamos materias primas y endeudamos para que consuman cuanto les ordenamos? ¿Puede
haber Paz sin justicia? ¿Puede haber justicia en un clima de exaltación de la violencia? ¿Puede no exaltarse la violencia en una sociedad competitiva donde, por
definición, se triunfa sobrepasando (pasando sobre) a los demás?
¿Puede hacerse objeción ecológica sin cuestionar el modelo de desarrollo
económico y social vigente? ¿Tiene sentido salvar Doñana, mientras se contaminan ríos y mares? ¿Puede pararse este modelo de desarrollo mientras el lucro, el
dinero y el consumismo hedonista sea el motor de la economía?, ¿mientras los
que se enriquecen a velocidad vertiginosa sean los modelos propuestos, admirados y seguidos por la juventud?, ¿mientras el lema de la vida sea el goce y el disfrute?
¿Puede hacerse objeción fiscal al Ministerio de Defensa y no al de Justicia
que es la salvaguardia de las leyes represivas, ni al de Industria que permite y aúpa
industrias de armamento y contaminantes, ni al de Educación que no logra un ciudadano solidario y responsable, ni al de Trabajo, incapaz de controlar el paro, ni
al de Hacienda, ciego para la economía sumergida?
Podríamos seguir así, haciéndonos preguntas hasta el infinito. Así están de
concatenados los males.
13
Nos duele tanto esfuerzo inútil porque, por falta de un análisis certero de la
realidad, no se atacan las causas de tantísimos desmanes como el sistema social
comete.
Creemos, no obstante, que pueden servir si los utilizamos para dar y tomar
conciencia de que el mal es más profundo.
Entendemos nosotros que de poco sirve atacar, siquiera sea desenfrenadamente, los síntomas del mal si se dejan intactas las fuentes que tales males originan. Puede descansar tranquilo el sistema mientras nos halle ocupados en semejantes tareas que, en la mayoría de los casos, son sólo válvulas de escape y
seguridad para que lo esencial pueda seguir igual.
Tenemos necesidad de descender hasta los últimos valores que estructuran la
sociedad en que vivimos, de los que se nutren y son exponentes los hechos contra los que luchamos.
Nuestra sociedad está éticamente sustentada sobre el individualismo ambicioso, el hedonismo consumista y el dominio inmisericorde.
Económicamente, en el imperialismo de los truts y empresas multinacionales cuya cúpula está entre los dirigentes, no tanto políticos profesionales cuanto financieros, empresarios, economistas, pensadores y científicos de EE.UU.,
Europa y Japón.
Políticamente, desaparecido el enfrentamiento de bloques, en un imperialismo del Norte, rico y poderoso, sobre el Sur, pobre y sometido.
Socialmente,
en el más estricto corporativismo antirrevolucionario.
Sindicatos, partidos políticos y aún gobiernos no han abocado todavía a planteamientos de justicia mundial. Están inmersos en problemas «domésticos» mientras
el imperialismo gobierna la economía y la política del mundo y puede contentar
las exigencias corporativas de unos u otros grupos e incluso países.
A esta sociedad inhumanamente estructurada, y no sólo a los efectos que
produce, nosotros hacemos OBJECION TOTAL. La rechazamos en su raíz y en
sus concreciones.
Eticamente, defendemos: frente al individualismo, la fraterna solidaridad;
frente al hedonismo, la generosa austeridad; frente al dominio, la justicia y el respeto. Y todo ello, para que sea real y no palabras, ha de ser llevado a cabo desde
los pobres y los últimos, o mejor, desde los que hemos empobrecido y excluido.
En una palabra, desde la fraternidad (la gran olvidada del lema de la Revolución
Francesa) que lleva a la militancia, a la lucha. Este militante, con esta ética, será
el hombre nuevo capaz de regenerar la sociedad.
Nuestra objeción es, pues, total a la ética al uso. Y desde ahí lo es a la economía, a la política y a la sociedad. La economía, la política imperialista y el chato
corporativismo se hundirán en la medida en que hagamos planteamientos globales y mundiales de lucha por los pobres del mundo.
14
Mientras tanto debemos estar presentes en esta sociedad:
– Creando militancia, es decir, luchadores que, ya de entrada, se colocan
fuera y contra los circuitos sociales vigentes.
– Denunciando las causas de la perversa organización social.
– Creando conciencia entre los pobres y entre el pueblo para que no se engañen con los señuelos y las migajas que el sistema les ofrece mientras mueren sus
hermanos.
15
Culpables
Por desgracia la condición humana parece exigir catástrofes como la guerra
para sacudirse la pereza mental y la modorra de su voluntad. Por ello, a estas alturas, quien más quien menos, todos tienen formada su opinión y han adoptado
postura ante el conflicto bélico del Golfo Pérsico. También nosotros, por exigencia ética (en circunstancias así es obligado definirse), queremos manifestar nuestro
pensamiento y nuestra posición frente a este feroz enfrentamiento.
En primer lugar, afirmamos con absoluta contundencia y rotundidad que esta
guerra es injusta e inmoral: porque la destrucción del adversario, la muerte y el
sufrimiento de ingentes muchedumbres de inocentes, el despilfarro en material
bélico del pan de millones de personas sin el cual van a perecer, el estrago ecológico que pone en peligro la vida de las futuras generaciones, el inolvidable e
infranqueable odio que genera entre personas, naciones, pueblos y culturas en
modo alguno es un medio humano para solucionar confrontaciones entre hombres, por graves que éstas sean.
Sin embargo, con la misma contundencia osamos decir que, dado el hecho
incontrovertible de que a lo largo de muchos años (y hasta siglos) se han ido
poniendo los condicionamientos para la misma, esta guerra se ha hecho inevitable. Asentadas las bases de una situación conflictiva, es lógico y normal que éstas
actúen y el estallido del conflicto se produzca.
Cuando la mayoría de los pueblos y países de la zona pasen sin solución de
continuidad de la sumisión al imperio turco al colonialismo inglés y francés, para
terminar en manos, unos, de jeques inmorales enriquecidos y en manos, otros, de
dictadores sin escrúpulos; cuando se injerta a la trágala el estado judío en un
ambiente hostil desde siglos; cuando se eleva el petróleo árabe a la categoría de
materia de primerísima necesidad para la supervivencia del género de vida de los
países ricos; cuando esta riqueza está controlada frente a toda justicia, por las multinacionales del petróleo en connivencia, las más de las veces, con los gobernantes de estos países y sometiéndolos a extorsión, otras; cuando la riqueza del petróleo no se traduce en una elevación económica, pero, sobre todo, cultural y de
responsabilidad política de los súbditos de los países productores; cuando en
Occidente se desconoce y, por desconocimiento, se desprecia e infravalora el
mundo cultural islámico y, a su vez, este mundo cultural islámico tiene conciencia
de este desprecio y marginación, incompatible con su ancestral orgullo; cuando a
lo largo de más de cuarenta años la confrontación Este-Oeste ha envenenado la
zona favoreciendo a este o aquel estado o dictador según conveniencia de las
17
superpotencias, exacerbando los conflictos y promoviendo el armamentismo;
cuando en la ONU el veto de los grandes distorsiona, por la discriminación de personas y países, la creación de un orden internacional justo (por otra parte deseable y exigido por la real interdependencia mundial de todos con todos) al exigir a
unos lo que tolera a otros; cuando se elevan hasta cotas inimaginables los arsenales de los países de la zona y del mundo y la producción de armamentos es uno
de los pilares de la economía mundial; cuando se dan juntas todas estas circunstancias, lo insólito sería que el conflicto no estallase, y sería farisaico rasgarse por
ello las vestiduras, porque todos somos culpables:
Culpables los EE.UU. por el imperialismo rampante que ejercen; culpable la
URSS por propiciar, en su confrontación con el Oeste, la carrera de armamentos
y meter a los pobres del mundo por caminos de violencia para, a la postre, dejarles, vencidos y humillados, en manos del imperialismo; culpable la CEE, vil usurero mercader de armas, incapaz de articular una política coherente con el mundo
islámico con independencia de EE.UU.; culpable Sadam Husein, manipulador de
sentimientos religiosos y patrióticos, erigido sobre el pedestal de la muerte y el
fanatismo de su pueblo; culpables los responsables de las naciones árabes, anclados, muchos de ellos, en periclitadas políticas medievales localistas o fundamentalistas; culpables los partidos políticos, llamados de izquierda, que aceptan los
presupuestos políticos y económicos (no digamos ya los culturales del consumismo) del neocapitalismo a cuya esencia pertenece la lucha por el dominio del
mundo; culpables los sindicatos y la clase obrera corporativista actual, insolidaria
a escala mundial, incapaz siquiera de pensar, ni a escala nacional ni internacional,
en una huelga que pare la producción de armas, la misma clase obrera que aguantó estoica, en nuestro país y en otros, tantas reconversiones industriales a beneficio y gloria del neocapitalismo; culpables las asociaciones e instituciones religiosas
de todo credo que no se han mostrado capaces de inyectar espíritu de justicia traducido en hechos por encima de los propios intereses particulares, ni de dar una
visión universal a su compromiso de acción, sea ésta económica, política, social,
cultural o religiosa; culpables los ciudadanos de las democracias, que abdican
de su responsabilidad entregando con su voto la libertad en manos de profesionales de la política, a cambio de una precaria seguridad para consumir y disfrutar,
pese a quien pese; CULPABLES TODOS.
Si esto es así, se impone andar por caminos distintos, un cambio de rumbo.
Ante todo, parar la guerra: que se oigan las voces de cuantos nos oponemos,
que se potencie la opinión pública contraria a la misma, que se apoyen todas las
iniciativas por la paz aquí y ahora, que se fuerce a los gobiernos a quedarse solos
en su empeño bélico, que se sientan moralmente acorralados hasta que se les caigan las armas de vergüenza y oprobio, que se objeten los dineros de la guerra,
que entre nosotros nadie pueda atreverse más a defenderla.
Y después, la creación de una nueva cultura. La vieja de muerte y destrucción, no nos vale; pero debemos conocerla para destruirla. Ella se basa en la teo18
ría y práctica: a) del poder como generador de dominio que a su vez produce
sometimiento, b) del máximo enriquecimiento posible, sin parar en medios, que
arrastra a la explotación y al empobrecimiento de los débiles que sucumben en la
lucha, c) del hedonista bienestar individual que conduce al despilfarro de unos
pocos a costa de las necesidades de la mayoría. ¿No está esta búsqueda del dominio, del enriquecimiento y del capricho en la base de todos los hechos y razonamientos que arriba aportamos? No es, ciertamente, por la práctica de ninguna virtud por lo que se hacen las guerras.
Nosotros propugnamos, pues, una nueva cultura hecha: a) de libertad, hija
del respeto a todos (personas, pueblos y naciones) que posibilite el protagonismo
autogestionario de todos, b) de justicia, exigida por la fundamental igualdad humana, que obliga a nivelar todos los desequilibrios de pobreza allá donde se encuentren y produzcan, c) de solidaridad, nacida de la fraternidad profundamente sentida, que, fruto del amor, acepta el gozoso sacrificio de entregar la vida en lucha
por los otros.
Hay que sanar la raíz, no sólo cortar los malos frutos del árbol.
Entre tanto, por todos los medios posibles y por parte de todos los hombres
de buena voluntad, hágase lo posible porque los responsables de la economía, de
la política, de la ciencia, de la técnica, de la información, entren por caminos de
justicia. Pero no se olvide que, en lo profundo, todo dirigente es expresión de su
propio pueblo. Por eso la tarea más importante y, por consiguiente, la más urgente es la formación de la mente, el corazón y la voluntad del pueblo y su vertebración como sociedad. En esas estamos.
19
El mal menor
Cuando, como espectador, se observa el acontecer político, económico,
social, y aún religioso, de nuestra sociedad, se da uno cuenta con perplejidad, de
que los protagonistas, individuales o colectivos, cual héroes de tragedia griega en
manos del Hado, se ven obligados a elegir entre caminos y acciones que les llevan inevitablemente a realizar el mal. Dan la impresión (y así ellos lo manifiestan
con frecuencia) de que se esfuerzan en elegir el mal menor para evitar un mal o
males mayores pero, tan torpemente, que terminan en el sumo mal fruto síntesis
del menor y el mayor. El camino del bien parece que no existe como posibilidad
para ellos.
Así, por ejemplo, Gorbachov, ante la desintegración total de la URSS y su
unidad como estado (mal mayor), elige, como mal menor, el fortalecimiento del
poder personal del Presidente (que es él). Pero, ¿qué puede suceder si, con las
leyes que otorgan tan singular poder al Presidente de la URSS, los conservadores
logran colocar a uno de los suyos en el cargo? ¿No les habría ofrecido, servido en
bandeja, el ejercicio de la dictadura? Y ¿no es éste el sumo mal del que quiere alejarse? Y, si él, el hombre de la perestroika se ve obligado a ejercer de dictador, ¿no
es admitir (sumo mal) que no hay salida para la dictadura?
Entre la alteración del equilibrio energético, del suministro de petróleo y del
orden internacional (mal mayor) y el seguimiento a Estados Unidos en su enfrentamiento con Sadam Husein (mal menor), los responsables de los países de la
Comunidad Europea eligen lo segundo. Pero, ¿no significa eso verse abocado a
la guerra, con la consiguiente pérdida de vidas humanas, y alejar, quizá por generaciones, la posibilidad de vivir en paz y justicia con el mundo árabe, nuestro vecino? ¿No es ir con ellos a un estado de guerra permanente (sumo mal)?
Entre quedarse fuera del poder sin posibilidad de cambiar la sociedad (mal
mayor) y recortar las exigencias máximas del socialismo (mal menor), ¿no ha elegido este último el socialismo español (léase PSOE), hasta el punto de defender
en estos momentos todos los postulados básicos del capitalismo: la economía de
mercado, el lucro como motor de la misma, la competitividad, el enriquecimiento
individual, la privatización de bienes y servicios, etc.? ¿No es esto practicar lo que
a lo largo de la historia, consideraron el sumo mal, y reconocer que en el mundo
no hay lugar para el Socialismo?
21
Cuando ante el mal mayor de una crisis del sistema financiero mundial, se
exige a los pobres el pago de la deuda externa (mal menor), ¿no estamos consiguiendo el sumo mal de la muerte y el hambre de los inocentes?
Cuando en el orden individual, se nos dice que debemos votar al partido o
programa menos malo para no dar paso a otros peores, ¿acaso no se nos está
diciendo que la política es elegir entre malos (o entre males), lo cual es el sumo
mal que de la política se puede afirmar: que en ella siempre se hace el mal, aunque sea el menor?
Ante estos hechos, y otros muchos que podríamos aportar, debemos preguntarnos ¿a qué se debe esta especie de fatalidad? A nuestro entender, a un
absurdo empeño de pretender realizar en política, en economía y, en general, en
la sociedad, la cuadratura del círculo o, lo que es lo mismo, pretender la paz y la
justicia desde los privilegios y en coexistencia con ellos, cuando precisamente, son
los privilegios los que impiden la paz y la justicia. Se parte del dato inamovible de
que el nivel de vida o status de los países o clases poderosas es intocable y se
parte, otro absurdo, de que los privilegiados (sean países, grupos o clases) son los
encargados de establecer la justicia en el mundo. Si el nivel de privilegios no puede
rebajarse, ¿cómo realizar la justicia?
El mal menor, aun en el hipotético caso de que se vaya a él de buena fe, es
la parte de injusticia en la que ingenuamente se transige con el sistema de privilegios, en la esperanza de que éste deje libres otros campos donde realizar la justicia, pero que el sistema, como el león de la fábula, utiliza como palanca para
agrandar y afianzar la injusticia.
Y es que existe un enorme malentendido en la praxis social, porque no es
desde la perspectiva del mal sino del bien, desde donde tiene solución la problemática económica, política y social. Ahora bien, el bien sólo se puede practicar
(y proclamar) desde los últimos, desde los que no tienen otro título que exhibir que
su desnuda condición de hombres. Estos, y sus necesidades, son el criterio de verdad y justicia. Lo demás es chalaneo de privilegiados, que siempre acaban empeorando las condiciones de vida de los últimos.
Los legítimos protagonistas de toda transformación social son los pobres y
los que a éstos se han convertido sin hipocresías ni paternalismos, y las tareas
políticas más urgentes a realizar son: que los excluidos tomen conciencia de la
situación en que se hallan, que encuentren su palabra y la digan frente a los poderosos, que se organicen desde sí mismos y hagan sentir su peso en las decisiones
que les afectan y que vayan estableciendo a escala universal un mundo solidario.
Mientras tanto, y simultáneamente, se impone el tiempo de la militancia, de
la lucha desde el esfuerzo y el sacrificio, de la voluntad de no ser asumidos por el
sistema de privilegios en que vivimos, de desvelar y debelar sus mentiras y falacias.
22
Frente al trágico pasteleo de lo posible y del mal menor en que se encuentran empantanadas la economía y la política, nosotros invitamos a realizar el máximo bien posible: ponernos con efectividad al servicio de los últimos. Así, liberaremos a la economía y a la política de su pecado de origen: estar al servicio de los
poderosos.
23
Voto en blanco
No está bien mirado ni comprendido el voto en blanco.
Desde los partidos políticos (aunque no sabemos si con la boca pequeña. Ahí
está la democracia americana que nos sirve de modelo con su cerca del 60% de
abstención en la elección de sus presidentes), desde los medios de comunicación,
desde los teóricos de la democracia y de la ética cívica, desde los educadores y
hasta desde los púlpitos y exhortaciones pastorales se le bombardea al ciudadano
medio para que, ante el dilema de votar positivamente o abstenerse, elija lo primero; identificando el voto positivo con la responsabilidad y la abstención con la
irresponsabilidad.
Quien se abstiene –dicen– no cumple con el deber de participar en la vida
pública, no contribuye al bien común de la sociedad. O es un parásito del esfuerzo ajeno o propicia con su inhibición toda clase de peligros de dictadura o totalitarismo; pues deja la política en manos de muy pocos. Protestar con la abstención
no conduce a ninguna parte, es pura negatividad.
Sólo quien vota positivamente –continúan– es un buen ciudadano, que, junto
con la responsabilidad, asume el riesgo (muy humano) de equivocarse.
Cuando este ciudadano (y ¡cuántos están en esta situación!) se angustia porque ningún programa, ni el talante de los candidatos, ni la acción realizada por los
partidos políticos que los presentan le satisface, y duda sobre qué opción tomar,
si votar o abstenerse; se le tranquiliza la conciencia con la manida definición de
que «la política es el arte de lo posible» y con que exigir perfección en estos menesteres es puro idealismo.
Lo que le corresponde hacer al ciudadano es estudiar con cuidado los correspondientes programas y personas y, en caso de no encontrar ninguno que le satisfaga, elegir el menos malo, el que menos se aleje del concepto de sociedad que él
desea. La sociedad no puede pararse por exigencias de perfección.
Pero nosotros afirmamos que en esta cuestión hay una enorme falacia.
Porque no se trata en realidad de un dilema, sino de un trilema. Entre votar positivamente, dando el voto a una opción concreta de las presentadas, y abstenerse,
hay una tercera posibilidad: votar en blanco, es decir, rechazando todas las opciones presentadas.
Al voto en blanco no se le puede imputar la acusación de irresponsabilidad
que con razón se atribuye a la abstención, la cual –-estamos de acuerdo– apoya
siempre la absolutización del poder. Sin embargo, el ciudadano que vota en blan25
co da, y clamorosamente, respuesta a la consulta de las urnas. No se queda en
casa. Manifiesta lo que piensa: a la sociedad en que él vive, y tal como él la vive,
ninguna opción propuesta le sirve.
También es falaz el razonamiento, que llaman posibilista, de quienes, so pretexto de una imposible perfección acabada y total, quieren que aceptemos el sistema político tal cual, eligiendo sólo entre diversas variaciones del mismo.
Estos, de hecho, niegan la perfectibilidad social y humana. Ciertamente
nunca alcanzaremos la perfección completa, pero siempre es posible caminar
hacia ella y alcanzar metas parciales más elevadas.
Y aquí está el problema. Si el sistema político vigente cierra los caminos a
una sociedad mejor, y más si la hace caminar a peor, es lícito (y necesario) denunciar con el voto en blanco que cuantos entran en tal sistema son cómplices de tal
empeoramiento, y que lo son también quienes, sabiéndolo, votan una opción por
salir del paso, porque les han dicho que algo hay que votar. En este sentido el exigir el voto positivo es una coartada para que el sistema no cambie nunca.
Pero el voto en blanco no es sólo denuncia de un sistema. Tiene el valor
estratégico, puesto que nace de la reflexión y la responsabilidad y sólo se logra en
la madurez política, de ir creando una conciencia y un comportamiento político
alternativos, más cercanos a la persona y a la sociedad y más alejados del Estado
siempre esclerotizante. En ello está la esperanza de un futuro cambio del sistema.
Y tiene también un valor táctico: minar la autocomplacencia de los políticos
profesionales ante la resistencia activa y manifiesta de un grupo numeroso de ciudadanos.
Por vía de ejemplo, ofrecemos algunas razones que nosotros tenemos (y que
usted también puede descubrir) para ejercer nuestro derecho al voto en blanco:
1.º Nuestro sistema legal político es injusto, pues a ningún nivel (municipal,
autonómico y nacional) contempla, por particularista (no es de su incumbencia) las
necesidades de los pobres que son las 2/3 partes de la humanidad. Es un sistema,
todo él, que se inhibe ante los problemas más graves de la humanidad: el hambre
y la guerra, por ejemplo; cuando no es causa de la existencia de tales males a través del comercio, el sistema financiero, las leyes nacionales e internacionales, etc.
El carácter reivindicativo y mendiguista de las políticas municipales y autonómicas
en relación con el estado y de éste con los organismos internacionales, todo ello
en la línea del enriquecimiento, amplía la miseria y la marginación, imposibilitadas éstas, como están, de entrar en la competencia propia del sistema o en los
grupos de presión. En nuestro país con ocho millones de pobres hemos superado
los 10.000 $ de renta per cápita por persona y año.
2.º Como consecuencia de lo anterior ningún partido tiene interés en crear
conciencia política en el pueblo, sino únicamente aletargarle con promesas electorales que no se cumplen. Así se ejerce la política como profesión y no como servicio.
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3.º La democracia en este sistema de consumidores es sólo formal pues mata
la iniciativa, la creatividad y la militancia indispensables para el progreso y la concreción de formas de vida solidarias, autogestionarias y comunitarias que es lo verdaderamente humano.
Después de todo lo dicho, y por mucho más, entendemos que el voto en
blanco es, en estos momentos, el más responsable y, por consiguiente, el
más inteligente.
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Mientras ...
En nuestra sociedad hay una conciencia vivísima de los propios derechos por
parte de cada individuo humano; comenzando por el derecho... a las vacaciones.
Vaya por vía de anécdota dos casos recientes que nos han acaecido. Un amigo
nuestro siente que se le han desmoronado sus vacaciones porque un familiar le
localizó y le hizo abordar un problema que pedía urgente solución. Un grupo de
personas, que se autoproclaman cristianas, se niega a asistir a un encuentro de
trabajo social en tiempo de vacaciones porque, dicen, no hay que mezclar el compromiso cristiano con el «debido y merecido» descanso.
Efectivamente, considerado en abstracto, ¿acaso no tiene derecho una familia a un mes de vacaciones?, ¿acaso no a una segunda vivienda en el campo, en
la montaña o junto a la playa, con aire acondicionado si es posible?, ¿acaso no a
poder enviar a sus hijos al extranjero a aprender idiomas?, ¿no tiene derecho un
profesional de alta cualificación, un técnico, un ingeniero, un hombre de negocios, un piloto de aviación a ganar por encima de las 250.000 ptas. mensuales
como mínimo?, ¿quién no lo tiene, en nombre de la libertad, a disfrutar de lo suyo,
desde su cuerpo hasta sus bienes, según su voluntad, capricho o interés?, ¿por qué
no vamos a tener derecho los españoles a los 10.000 dólares de renta percápita
que ya hemos alcanzado?, ¿o a los miles o millones de nuestra cuenta corriente?,
¿y a la renta de nuestro salario fijo?, ¿y a la seguridad que todo ello lleva consigo?
Y en el orden social ¿quién va a negar sus derechos (por otra parte tan bien
defendidos por sus usufructuarios) a los colectivos de controladores aéreos, conductores de RENFE, funcionarios con sueldo asegurado de por vida, obreros con
sueldo fijo, profesores, inspectores de Hacienda, notarios, registradores de la propiedad, altos ejecutivos a punto de infarto por su trabajo, etc., si de ellos depende la estabilidad de la sociedad en su actual «orden vigente»? ¿Quién va a negar el
derecho a vivir bien a los que viven bien?.. con lo que han trabajado por conseguirlo!
Y en el orden nacional ¿no tiene derecho un país a una red de autovías?, ¿a
un tren de alta velocidad?, ¿a numerosas universidades y centros de educación y
formación?, ¿a una seguridad social y a una asistencia sanitaria? Sin duda, y ello
es un signo del grado de desarrollo de una nación.
Y en el orden internacional ¿no tiene, por ejemplo, la vieja Europa derecho
al fruto de tantos siglos de pensamiento, de cultura, de esfuerzo económico, científico, técnico, etc.?
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Como decíamos al principio, hablando en abstracto y sin mirar ni a derecha
ni a izquierda, ¿quién puede negar ningún derecho a nadie sea individuo, grupo o
nación?
El problema lo plantea y lo complica el comparar, el mirar alrededor, el
«MIENTRAS...»
Porque MIENTRAS unos viven bien, otros mueren malamente; MIENTRAS
unos disfrutan un mes de vacaciones, otros han de aguantar el calor o el frío sin
moverse; MIENTRAS unos tienen casas, otros no tienen ninguna o habitan una
chabola; MIENTRAS unos comen en abundancia, a otros los mata el hambre;
MIENTRAS unos son políglotas o científicos, otros son analfabetos; MIENTRAS
el sueldo de unos da acceso al derroche, el de otros no cubre la subsistencia.
MIENTRAS unos tienen sueldo fijo, otros están en paro o no podrán trabajar nunca; MIENTRAS unos grupos viven privilegiados en la sociedad, otros son
despreciados y tenidos en menos.
MIENTRAS unos países disponen de una amplia red de carreteras y aeropuertos, otros no disponen de agua potable. MIENTRAS unos están en la era de
la electrónica, otros recogen el café grano a grano. MIENTRAS unos tienen reservas alimenticias y energéticas para años, otros padecen hambrunas con puntual
periodicidad.
En definitiva: MIENTRAS el rico Epulón banquetea, el pobre Lázaro ni
siquiera las migajas de la mesa puede comer.
El problema de la Humanidad hoy (y siempre) es el de la SIMULTANEIDAD
de situaciones vitales humanas enormemente desiguales e injustas, porque esta
desigualdad e injusticia es la que cuestiona, EN CONCRETO, todos los derechos
que EN ABSTRACTO, parecen debidos a los «felices poseedores» de los mismos.
¿Por qué ellos sí y otros no?, ¿está en la naturaleza de las cosas la muerte de niños
inocentes, el hambre de millones de personas, la ignorancia, las guerras, la miseria, la explotación o la droga?
Esta desigualdad ¿no es ya, de suyo, injusta?, ¿dónde queda la proclamada
igual dignidad de todas las personas?, ¿es compatible la dignidad con la degradación en que tantísimos viven? ¿A la vista de los enfrentamientos y separaciones,
podemos considerar realmente una a la especie humana?, ¿acaso nuestra especie
humana no se rige, en la realidad, por un darwinismo social donde a escala de
individuos, grupos o naciones, sobreviven los más fuertes, los mejor dotados? ¿La
lucha por la existencia, no es la única regla vigente entre nosotros?, ¿acaso nuestra inteligencia, nuestro tesón y voluntad se nos han dado para dominar, y no para
colaborar? ¿No es un signo de que la desigualdad y la injusticia entre los hombres
es antinatural la necesidad que tenemos, quienes disfrutamos de derechos, de
defendernos con toda clase de armas (y de leyes) contra los que no poseen los mismos derechos que nosotros, no sea que nos los arrrebaten? ¿Me es lícito a mí que
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vivo bien, desentenderme de la suerte de todos los demás porque yo tengo derecho a vivir bien?
En estos momentos, en que los medios de comunicación ponen ante nosotros constantemente la sangrante desigualdad entre los hombres en todos los ordenes (desigualdad que a través de la violencia lleva a la muerte de muchos, MIENTRAS una minoría ya ni imaginación tiene para derrochar lo acumulado), el
principio de toda sabiduría, de toda filosofía, de todo razonamiento, de toda reflexión verdaderamente humana no puede ser otro que el preguntarse el porqué de
este terrible MIENTRAS de la disparatada injusta desigualdad humana… y contestar. Contestación que vitalmente nos va a implicar a nosotros, a los demás y al
mismo Dios. No hay otra posible metafísica real.
Algunos ya contestaron, y son conscientes de haber organizado el mundo así
para preservar sus privilegios de poder, saber y disfrute. Son los responsables a
escala global de la organización del mundo: los dueños de las guerras y el dinero,
con la ciencia y la técnica arrojadas a sus idolátricos pies.
Muchos contestan con un encogimiento de hombros; como rebaño sorprendido por una tormenta, que después de ver el rayo y oír el trueno siguen paciendo. No dan la talla: ni piensan ni sienten a escala de hombres. Y, ¿no estamos en
esta situación la mayoría, aturdidos por los altavoces del consumismo que nos
atruenan: «come y calla, contigo no va la suerte de tu prójimo»?
Otros, cínicamente, negando la historia, echan la culpa a las víctimas, que
son ignorantes, malas, incultas y perezosas o de inferior calidad, nacidas para el
sometimiento; como si a quien está debajo sólo fuera posible pisarle y nunca
levantarle.
Para otros toda la responsabilidad es del sistema social, económico o político, como si un sistema social fuera posible al margen de la voluntad humana, e
indesmontable una vez puesto en marcha.
Otros, beneficiarios del sistema, hipócritamente, dan limosna con la izquierda mientras roban con la derecha, siempre infinitamente más de lo que devuelven.
Otros, fundamentalmente entre las víctimas, reaccionan (lo que es humanamente lógico) visceralmente, rechazando con violencia la violencia; a riesgo, como
ya está ocurriendo ante nuestros ojos, de terminar en un enfrentamiento global de
pobres contra ricos a escala mundial.
Otros, solidarios con las víctimas renunciando a privilegios luchan junto con
otros por aterraplenar con la justicia y el amor gratuito las desigualdades de todo
orden, individuales, sociales e institucionales existentes, con todos los medios a su
alcance; sabiendo que en la división del mundo entre dominadores y dominados
la única dignidad posible es estar del lado de las víctimas, con la palabra, con la
acción y con la vida. De estos queremos ser nosotros, y tú si quieres.
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Sin prejuicios... si es posible
A partir de 1989, con el ascenso de Solidaridad al Gobierno de Polonia, con
la consolidación de las revoluciones pacíficas de Hungría y Checoslovaquia, con
la caída del muro de Berlín, la posterior unificación de Alemania, con la desaparición de los dictadores de Rumania y Bulgaria, con la «obligada» represión de la
plaza de Tiannammen en China, con el frustrado golpe de estado del pasado
agosto en la URSS, con la actual descomposición acelerada de Yugoslavia, con el
estallido de la minería en Albania, se ha puesto de manifiesto, sin duda alguna, la
inviabilidad del comunismo como sistema social, político y económico, y su inferioridad práctica frente al sistema neocapitalista por el que ha sido derrotado.
Una crisis de estas características, que trastorna profundamente desde el
mapa político mundial hasta lo íntimo de las conciencias pasando por las alianzas
estratégicas y la reordenación del comercio mundial, es una invitación inaplazable
a la reflexión y al examen de conciencia, pues en la apuesta por el sistema comunista ha sido mucha la sangre derramada a favor y en contra, muchas las ilusiones puestas y mucha la fe perdida.
Nunca será suficientemente exhaustivo el análisis de un sistema, hundido el
cual, hay que retomar en el Báltico, en la URSS, en Checoslovaquia, en
Yugoslavia y en los demás países los mismos problemas de fondo, étnicos, nacionalistas, culturales, políticos, sociales, económicos y religiosos, cuya existencia originó la Primera Guerra Mundial y que el comunismo voceó iba a solucionar definitiva y «científicamente». Después de 70 años aparecen los mismos problemas
que había originado el hundimiento de los imperios austro-húngaro y otomano.
Pero no pretendemos seguir por este camino. Basta con indicar la urgencia
de la reflexión y el examen, que ha de ser hecho por muchos y desde diversos y
diferentes puntos de vista y enfoques.
Lo que nosotros pedimos, por bien de la humanidad, es que el análisis se
haga con mirada limpia, sin prejuicios, ni autodefensas, ni justificaciones;
mucho menos con sentido revanchista. Analizar desde prejuicios un asunto tan
grave sería culpable.
En esta línea nos atrevemos a desvelar y a luchar contra lo que entendemos
son tres prejuicios que se encuentran en la base de las actitudes con que enfocan
el problema tres grupos de personas; prejuicios que por ser de índole antropológica vician ya todos los análisis económicos, políticos e históricos posteriores.
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En primer lugar quienes están aún o estuvieron entusiasmados con el marxismo y el comunismo, con su ideal de justicia e igualdad, con su aspiración de
erradicar del mundo la miseria y la pobreza, con su programa de producir según
las posibilidades de cada uno y recibir según las necesidades, achacan el fracaso
al método seguido en la implantación del comunismo y al modo cómo se perpetuó. Abominan ahora de las dictaduras de izquierdas, de las represiones estalinistas, del sistema de violencia policial, del amordazamiento de la conciencia, etc.
Pero se niegan a revisar su falta de fundamentación ética. Sin solidaridad asumida voluntaria y personalmente no hay posibilidad alguna de comunión o comunismo, y sin fraternidad no hay solidaridad. Ahora bien, desde una concepción de
la persona humana como resultado exclusivamente de fuerzas sociales y económicas, no hay base para que nadie «se determine» por sí mismo a ser fraterno y
solidario, hay que obligarle y obligarle siempre. La dictadura tiene que ser perpetua. No descubrir la singularidad de la persona como ser en sí frente a los otros y
como criatura al mismo tiempo frente a Dios, ese es un error antropológico. Sin
trascendencia religiosa, se nos esfuma el hombre y queda la bestia que hay que
dominar a latigazos, si se puede.
En segundo lugar, los defensores del capitalismo, que se congratulan de la
ruina comunista, olvidando que la crisis del marxismo no ha supuesto ni mucho
menos la eliminación en el mundo de las situaciones de injusticia y opresión existentes en el mismo; y de las que se alimentaba el marxismo, instrumentalizándolas.
La caída del comunismo sólo prueba, en buena lógica, que el camino
emprendido no fue el adecuado, en modo alguno que queden justificados los crímenes, las guerras y los atropellos del viejo capitalismo y del moderno neocapitalismo multinacional y supranacional.
Pretenden ignorar (ese es su prejuicio) que la base de su sistema no es la libertad asépticamente concebida sino la avaricia del lucro y la ganancia por encima
de todo, para ejercer la cual siempre se necesita recurrir a la violencia, como los
últimos acontecimientos en el Golfo Pérsico acaban de demostrar. El capitalismo
es, en su realidad cotidiana, la exaltación del fuerte y la explotación del débil.
En tercer lugar, los cristianos, más o menos tradicionales. Ya lo decían ellos:
«Sin Dios nada puede permanecer. El ateísmo sólo produce opresión. Sólo desde
el amor que Dios infunde pueden abrirse caminos hacia la solidaridad y la justicia».
Pero (ese es su prejuicio) con facilidad olvidan su pecado de omisión. No
luchadores, consentidores, cuando no autores, de la injusticia, ciegan con barro la
luz que debe iluminar a todo hombre. No descubrieron que somos siempre solidarios en el pecado ajeno.
Nosotros defendemos un hombre libre de prejuicios. Un cristiano es solidario con el mal del mundo, y por ello luchador desde la luz y la fe. Un luchador por
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la justicia que sabe termina oprimiendo si no respeta la libertad del hermano y su
conciencia. Un hombre emprendedor, consciente de que la avaricia le acecha
veinticuatro horas diarias.
A la creación de este tipo de hombre convocamos, para andar los caminos
de la verdad, de la justicia y de la paz sin prejuicios.
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Poder y autoridad
Hoy se habla y se escribe poco sobre la autoridad; lo cual no deja de ser un
síntoma del talante de la sociedad.
La razón de ello, entendemos nosotros, es que a la autoridad se la ha identificado con el poder, hasta convertirla en un sinónimo del mismo. Y la lógica ha
impuesto que, cuando la autoridad ha sido considerada únicamente como escabel
o peldaño para alcanzar el poder, una vez afianzado éste, ya ni siquiera tiene sentido hablar de aquélla. Simplemente queda destruida, porque estorba.
La sociedad de hecho, discurre por cauces, armoniosos o conflictivos, de
poder, y, por esta vez, el lenguaje se corresponde con la realidad: «el que puede,
manda». Y a esto nos atenemos todos, a acumular el máximo de poder, sea económico, político, sindical, científico, técnico o de cualquier otro orden. Todo se
utiliza hoy como instrumento de poder, desde la propia imagen y el dinero hasta
la política o la ciencia, pasando por las armas. Y todos creen, creemos, que poseen mucha o poca autoridad según el poder que cada uno disfruta y ejerce.
Sin embargo, poder y autoridad son dos conceptos (y dos realidades) distintos.
El poder es la capacidad de hacer la propia voluntad y de llevar a cabo las
propias decisiones y de imponérselas a los demás. Tiene, pues, una doble vertiente.
Hacia uno mismo, la voluntad de poder lleva a proporcionarse toda clase de
medios (desde los más materiales como la tierra y el dinero, hasta los más espirituales como el conocimiento) que hagan posible, en una espiral progresiva y
ascendente, realizar cada vez con más seguridad los deseos de la propia voluntad.
En esta misma línea todavía, se ve a los otros como materiales aprovechables para acrecentar el propio poder; de ellos podemos «recibir» múltiples apoyos
para nuestros proyectos.
La segunda vertiente del poder mira a los otros para imponerles las propias
decisiones.
En un primer estadio, mientras el propio poder no es muy fuerte, imponemos que los demás «respeten» unas decisiones «nuestras» en cuya elaboración ellos
no han tenido arte ni parte. Cuando el poder ya es muy fuerte, se exige que o
bien los demás no tomen decisiones (ya las toma por ellos el poderoso), o que las
tomen en perfecta subordinación a él.
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Por eso el poder es siempre conflictivo.
Cuando hablamos de armonía o de equilibrio de poderes o de poderosos, nos
quedamos en la superficie. Todo equilibrio de poderes es provisional, sólo se mantiene mientras uno de ellos se hace lo suficientemente fuerte para vencer al contrario.
En el fondo, todo poder tiende a ser absoluto, a que no haya decisión alguna ajena al mismo. Tiende a ser todopoderoso y, por tanto, idolátrico; exige adoración de Dios único. No por casualidad se ha atribuido a sí mismo los atributos
de la divinidad, como, por ejemplo, el premiar o castigar, incluso con la muerte.
Desde las disputas entre hermanos hasta las guerras entre naciones; desde
las luchas de clases hasta las guerras comerciales; desde las patentes de invenciones técnicas hasta la prohibición de comunicar secretos científicos; desde el «ordeno y mando» del cacique o dictador de turno hasta la imposición sin más de la
voluntad de la mayoría en un Parlamento; desde los conflictos tribales o nacionalistas hasta el derecho a veto en la ONU; desde el colonialismo de toda especie,
los bloques ideológicos encontrados hasta el imperio de las multinacionales; desde
el robo a mano armada hasta la descomunal propaganda (dígase publicidad) consumista que nos «obliga a convencernos» de las excelencias del producto a consumir, la historia humana es, en gran parte, una sucesión de conflictos de poder y
por el poder, cada vez más amplios hasta serlo hoy a escala mundial (camino llevamos de que el poder cumpla sus sueños: que haya un solo poder universal). ¿No
va por aquí el Nuevo Orden Internacional, y no se modelan para ello las conciencias humanas?
Pero el poder lleva en sus entrañas la destrucción, porque necesita siempre
poseer y dominar. Poseer bienes y dominar personas.
Poseer bienes significa, para el poder, tres cosas: arrancar sus secretos a la
naturaleza hasta dejarla exhausta si preciso fuere, eliminar a los otros del disfrute
y del dominio de los bienes y defender con la violencia (con las armas) tales bienes del acoso de los desposeídos Dominar personas significa que no le quede posibilidad a nadie de elegir fuera de lo ofrecido y permitido por el poder, a ser posible porque se han aceptado ¿valores? del mismo. ¿Qué otra cosa significa la
aceptación del dinero y del placer como valores supremos a escala planetaria?
Hoy el problema ecológico a escala mundial, el hambre de dos terceras
partes de la humanidad, la terrible dificultad de acabar con las guerras y las armas
de destrucción total, y la atonía o sordera moral de los países ricos son prueba
contundente de que el poder que ha estructurado el mundo conduce a los
hombres a la muerte física y moral.
Los sistemas materialistas que dominan hoy o que han dominado hasta hoy
o ayer, es decir, el capitalismo, el fascismo, el nazismo, el marxismo, el neocapitalismo han visto, enjuiciado y edificado la sociedad desde la óptica del «juego del
poder» o, lo que es lo mismo, desde el egoísmo individualista, aunque se trate de
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individualismos de grupo que son los más peligrosos. Todos han ido (y van) a la
«conquista del poder», para imponerse. El mundo ha sido de los poderosos de todo
signo, y así nos ha ido a la naturaleza y a los hombres, especialmente a los pobres.
Y es que el poder acaba destruyendo la vida porque ni siquiera la entiende.
Mirándose a sí mismo, ha olvidado que la vida es esencialmente comunión y
relación... Relación de hombres con hombres, de grupos con grupos, de naciones con naciones, de época con época, de cultura con cultura, de las personas con
la naturaleza, de cada uno de los elementos de ésta con el resto y con el conjunto. Comunión que quiere decir necesidad del servicio prestado por todos para que
exista el conjunto y cada una de sus partes e individuos. ¿Cuántos millones de
años trabajaron y cuántos elementos colaboraron para que existiese en la tierra la
vida, que hoy el poder puede totalmente destruir en segundos?
Si hay esperanza (y la hay) hoy es porque en las entrañas de la naturaleza física y en lo más profundo del componente psíquico de las personas hay una tendencia, una pulsión incoercible hacia la comunión que nos hace admirar, contemplar y respetar a la naturaleza como madre nutricia y ponernos al servicio de la
vida humana, cuya posible destrucción nos horroriza.
Aquí está la lucha y el verdadero conflicto: entre las fuerzas destructoras del
poder y las fuerzas vivificadoras de la comunión solidaria. Crear la comunión al
transmitir la vida, alimentarla, educarla, acrecentarla, perfeccionarla, embellecerla y elevarla es el empeño, más o menos consciente, de muchas personas de
buena voluntad, y por eso aún existe vida sobre la tierra.
De ahí el programa: CREAR LA VIDA Y ORGANIZAR LA COMUNION.
Para ello hacen falta las fuerzas del espíritu, es decir, las del amor.
Quien siente el gozo de haber sido amado primero, quien comprende que
todo lo existente ha colaborado para que él tenga gratuita vida y existencia, quien
se sabe don y regalo que a él mismo le ha sido hecho, quien se alegra de los regalos de las vidas, diferentes pero no ajenas, de los demás, ese se ve impelido, por
respuesta al amor, a amar, a acrecentar y transmitir, también en gratuidad, lo recibido, a ser canal y no represa de la vida. Por eso, sólo el amor es sacrificio gozoso y desinterés fecundo. Sólo el amor crea y no destruye.
A lo largo de los siglos han existido abundantísimamente el sacrificio y el
desinterés, aportados por infinidad de personas que pueden recibir con verdad el
título de autores (auctores) de la vida.
En esta línea de pensamiento y conducta se comprende y explica la autoridad, que no es otra cosa que la misión otorgada a alguien, por su probada bondad y sabiduría, de orientar y coordinar las acciones de todos al bien común,
entendido éste como el conjunto de condiciones sociales de todo tipo en que a
todas las personas les sea fácilmente posible la vida en todos sus aspectos.
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La autoridad tiene, pues, un componente ético tanto por el sujeto que la ejerce como por los fines a que está orientada, tanto por su forma de transmitirse
como de ejercerse.
Todo ello lleva consigo múltiples derivaciones prácticas que desarrollaremos
en una segunda parte. Baste afirmar ahora como resumen, que el poder es dominio y la autoridad servicio; el poder procede del instinto ciego, la autoridad de la
lucidez del amor. Luchemos contra el poder, salvemos la autoridad.
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¿Iberoamérica?… Pero, hoy
Siempre, para nosotros los españoles, ha sido actualidad la problemática de
los países iberoamericanos. Ellos y nosotros formamos parte de una misma cultura: por idioma, religión, costumbres e idiosincrasia, organización política y
social, etc., por encima de esporádicos enfrentamientos y desconocimientos y por
encima de las lógicas consecuencias del mestizaje específico de aquellas tierras.
El V Centenario está siendo ocasión de un amplio debate sobre las relaciones entre España e Iberoamérica, especialmente en lo que atañe a la conquista,
inculturación y evangelización nuestra allá y a nuestro comportamiento con los
originarios pobladores de aquel continente.
Por ello dedicamos la mayor parte de este número de nuestra revista al tema
de Iberoamérica, a sabiendas de que es un tema «apasionante» en el sentido etimológico de la palabra: levanta pasiones.
Y queríamos nosotros que las pasiones no nos ofuscasen hasta hacer ineficaz, para nuestras relaciones de hoy, el recuerdo de tal acontecimiento.
A modo de jalones de nuestro pensamiento lo esquematizamos en las
siguientes afirmaciones:
1.ª El descubrimiento o encuentro de España con América fue (ha sido) un
hecho de primera magnitud en la historia del mundo. Para bien y para mal, desde
el punto de vista político, social, científico, religioso y cultural, el mundo (y no sólo
el europeo) se configuró de manera distinta después de tal evento y precisamente a causa de él. Es, sin duda, por las experiencias y por las discusiones políticas
y religiosas a que dio lugar, el origen de la conciencia universalista del hombre del
Renacimiento y del hombre contemporáneo.
2.ª El proceso a que dio lugar el Descubrimiento se llevó a cabo con mezcla
de gravísimas injusticias, atropellos y crímenes, con sobrehumanos esfuerzos y
con caridad heroica, quizá propias las tres cosas del temperamento y del carácter
español. Españoles eran quienes derrotaban a los indios en el campo de batalla o
los extenuaban en las minas y quienes les auparon a unas formas de vida política
y social mucho más perfecta, a veces, que la suya propia y la de la metrópoli; quienes destruyeron culturas autóctonas y quienes les ayudaron a superar viejas
supersticiones crueles y esclavizantes.
3.ª Es bueno y positivo estudiar con sentido crítico este proceso dilucidando
luces y sombras, felonías y heroísmo; pero huyendo de una falsa catarsis: como si
acumulando cargos contra nuestros antepasados nos liberáramos nosotros de las
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responsabilidades que tenemos hoy con aquel continente, como si enalteciendo
las glorias de nuestros ancestros ya nos debieran eterna gratitud las naciones.
4.ª Por ello, el V Centenario sólo debe ser ocasión para tomar conciencia de
que el largo proceso histórico ha terminado situándonos hoy en campos distintos:
nosotros entre los países ricos del Norte, ellos entre los pobres del Sur; nosotros
acreedores, ellos deudores; nosotros desarrollados, ellos subdesarrollados; nosotros en abundancia, ellos en miseria; nosotros ¿en paz?, ellos en guerras y guerrillas; nosotros elegimos el bienestar y el consumismo enganchándonos al carro
triunfal de Europa, a ellos los dejamos descolgados al aceptar las barreras que,
para que no perturbasen nuestra tranquilidad, les impuso la misma Europa en la
emigración, en las transacciones comerciales y técnicas, en el sistema financiero,
en la ordenación internacional del trabajo, etc.
5.ª Convocamos, pues, a un acercamiento entre nosotros e Iberoamérica
desde la realidad actual, y no para que hagamos con estos pueblos hermanos ninguna clase de paternalismos culturales o económicos, sino para que no les estorbemos en su promoción y desarrollo, dejándoles ser ellos mismo sin distorsionarles desde aquí con múltiples y solapadas formas de explotación; devolviéndoles en
justicia lo que hoy, como ayer, les estamos robando.
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Poder y autoridad (II)
En el editorial del número seis de esta revista definíamos el poder como «La
capacidad de hacer la propia voluntad y de llevar a cabo las propias decisiones, y
de imponérselas a los demás», y la autoridad como «La misión otorgada a alguien,
por su probada bondad y sabiduría, de orientar y coordinar las acciones de
todos al bien común, entendido éste como el conjunto de condiciones sociales de
todo tipo en que a todas las personas les sea fácilmente posible la vida en todos
sus aspectos».
Al final del editorial afirmábamos que lo que allí decíamos tenía múltiples
derivaciones prácticas. Empecemos hoy por una de tipo político.
Existen gobernantes con poder y gobernantes con autoridad.
Los dos tratan de conjuntar acciones y voluntades en una determinada dirección, y aparentemente pueden confundirse. Veamos nosotros algunas diferencias:
Los gobernantes con poder actúan al servicio de minorías, obligando a las
«masas» del pueblo a «aguardar» el cumplimiento de sus necesidades para cuando
determinadas minorías estén suficientemente saturadas. Prefieren el orden a la
justicia.
Los gobernantes con autoridad actúan al servicio de los últimos, de los que
aún no tienen cubiertas sus necesidades vitales o las tienen insuficientemente; desmontando privilegios de las minorías. Defienden la justicia, aún a riesgo de posibles conflictos con los privilegiados.
Los gobernantes con poder se ofrecen ellos mismos, y buscan el cargo como
creyéndose imprescindibles. Organizan campañas para ser elegidos y hacen
ostentación de sí mismos.
Los gobernantes con autoridad llegan a los cargos como a la fuerza tras larga
trayectoria de servicio silencioso, y cuando la eficacia de su servicio ha trascendido a la sociedad y esta les obliga a servirla más ampliamente.
El gobernante con poder vive muy por encima del nivel medio de sus conciudadanos en dinero, vivienda, gastos suntuarios, ostentación, etc. Su original
status social no sufre quebranto sino que se eleva inmensamente, hasta hacer irreconocible su origen, si acaso procediere del pueblo.
El gobernante con autoridad procura descender, para comprender, a los
estratos sociales más bajos, y acepta sus formas de vida.
El gobernante con poder termina enriquecido, con honores y títulos.
El gobernante con autoridad termina pobre, cuando no martirizado.
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Sin duda ninguna, podemos preguntarnos ahora: Todos los gobernantes que
conocemos son gobernantes con poder. ¿Dónde están los gobernantes con autoridad?, ¿son siquiera posibles?
No vamos a dedicarnos a buscarlos a través de la historia, que sin duda los
encontraríamos. Basta afirmar que, si ha existido alguno, pueden existir más. Y al
menos uno, en nuestros tiempos gobernó con autoridad, el Mahatma Gandhi de
la India, que terminó asesinado.
Porque, efectivamente, el poder tiene necesidad de matar a los que tienen
autoridad, que es algo previo a ser o no ser gobernante; ya que la autoridad, que
es bondad y sabiduría, es decir, honradez y preparación, pone a cielo abierto las
vergüenzas de los poderosos. Así, el poder eliminó a Jesús de Nazaret, a Tomás
Moro, a Gandhi, a Luther King, a Monseñor Romero y a tantos competentes
luchadores por la justicia.
¿Qué hacer, pues, para que surjan gobernantes con autoridad? En primer
lugar, conseguir que el pueblo la tenga, es decir, que sea bueno y sabio, que produzca en abundancia ciudadanos notoriamente honrados y competentes, que descuellen en el servicio, sabio y eficaz, a sus hermanos, capaces de morir en el empeño por haber descubierto valores que dan sentido a su vida más allá de la muerte,
los cuales, conduciéndose bien a sí mismos, conduzcan a otros más por el testimonio de vida y su consejo que por las leyes existentes o la coacción externa.
Se impone, por tanto, una labor civilizadora y humanizadora que haga pasar
a los hombres del poder a la autoridad, o, lo que es lo mismo, del afán de dominio al servicio solidario, del hedonismo al sacrificio, del egoísmo al amor. Con un
pueblo encadenado al consumismo, a la vida fácil y a un huronear a ras de tierra
no puede haber libertad ni gallardía para la lucha, y pedimos a gritos alguien que
nos gobierne con poder.
Ciertamente, la marginación y explotación de los pobres, la muerte de tantos hermanos nuestros inocentes, el hambre de tantos millones de personas sin
más delito que haber nacido en un mundo duro y cruel, donde imperan los fríos
números de la economía, o los astutos juegos de equilibrio del poder político, o la
necesidad de los poderosos de mantener determinadas zonas de influencia, o la
dificultad de reducir el armamentismo o la preservación del nivel de vida de los
países del Norte, nos exigen luchar ya, y organizadamente contra tan inhumano
poder. Pero, para que pueda esperarse una sociedad justa para el futuro, no solamente es necesario sino imprescindible asociaciones dedicadas al cultivo y promoción de personas con profundas convicciones éticas y morales, que se conviertan en militantes luchadores por la justicia.
Antes este trabajo, de algún modo al menos, lo realizaban organizaciones
cívicas, políticas, sindicales, culturales y religiosas; desde luego, en la actualidad,
más estas últimas que las primeras. Pero, ¿suficientemente? Creemos que no. Más
bien, hemos retrocedido mucho en este terreno.
Y esa es la razón de nuestro empeño: luchar por una sociedad con autoridad
moral, por buena y sabia.
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La economía «en suspenso»
Los economistas, con denodados esfuerzos, andan desde hace muchos años,
más bien siglos, sudando tinta por llevar a cabo lo que, a juzgar por los resultados, parece ser la cuadratura del círculo: que los hombres, con la intervención de
todos, produzcan y distribuyan los bienes suficientes para cubrir las necesidades
de todos.
Hoy el problema reviste especiales caracteres dramáticos debido a dos
hechos, en sí contradictorios, pero coexistentes en la realidad. Se nos dice hoy
por parte de economistas de nombradía, como José Luis Sampedro, el equipo del
Club de Roma, Adam Schaff o el mismo Willy Brandt, que la ciencia y la técnica
pueden producir, y de hecho producen, bienes suficientes para toda la humanidad.
Pero, simultáneamente, emerge mostrenca y acusadora la realidad planetaria de
los pobres, hambrientos, ignorantes y excluidos.
De ahí la inquietud y desasosiego de los economistas, ¿cómo logramos,
dicen, que a todos llegue lo que todos necesitan?
Claro que todavía quedan «genios» retrasados, pero vigentes, de drásticas
soluciones: eliminemos los pobres, bien vendiéndoles armas para que se maten,
bien impidiendo que sigan naciendo. Cualquiera de sano juicio comprende que
para ese viaje no se necesita alforja alguna de ciencia económica. Es, más bien,
la negación de tal ciencia, el reconocimiento de que no es el instrumento adecuado para la solución del problema.
Otros economistas encallan ya al dar por inamovibles determinados presupuestos, dos fundamentalmente. No se puede, por utópico, ni siquiera intentar
rebajar el nivel de consumo de las clases y países ricos, y, consecuencia de lo anterior, tampoco pueden reducirse los gastos de defensa de tal consumo frente a quienes podrían tratar de usurparlo.
Los economistas «serios» se mueven en lo que podríamos denominar dilema
económico: individualismo frente a colectivismo.
Los defensores del individualismo económico (llámese liberalismo, capitalismo, neocapitalismo, economía de mercado, etc.) razonan diciendo: dejemos, y
animemos, que los individuos y naciones, propulsados por la búsqueda del máximo beneficio, se enriquezcan hasta el desbordamiento, en la seguridad de que de
tal desbordamiento se saciarán después todos los desheredados y empobrecidos.
Estos, a su vez, en sana emulación, impelidos por el mismo impulso, se lanzarán
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a crear nueva riqueza, y así, en acelerada espiral, tanta riqueza habrá en el mundo
que sobrará para todos.
Puede parecer caricatura esta simplificación, pero, reflexionando despacio
sobre la realidad, se percibe que, bajo distintos ropajes científicos más o menos
sofisticados, éste es el planteamiento de fondo.
Pero las cuentas no les salen a los defensores del individualismo económico.
Aparte de que el planeta, nuestra madre tierra, se resiente (ahí están con razón
gritando los ecologistas), el desnivel entre ricos y pobres, y también el número de
estos, aun en términos relativos, aumenta.
Afirman los segundos, es decir, los defensores del colectivismo: hágase una
lista por los listos, o sea, por los gobernantes, de las necesidades humanas, ponga
el Estado a todos a trabajar en ellas, distribuya equitativamente el producto entre
todos y ya tenemos realizada la justicia y el progreso.
Pero el pero está en que los individuos cuando no trabajan para ellos, hay
que obligarles, y caemos en las dictaduras y en los totalitarismos, y en la ineficacia del burocratismo. Las cosas no funcionan porque la mayoría trabaja para ordenar a otros lo que tienen que trabajar.
De este árbol caído ya no se debe hacer más leña, porque ya no hay más.
Del experimento los pueblos han salido pobres y enfrentados.
Es cierto que el Estado del Bienestar ha intentado ser una vía media entre los
dos extremos anteriores, y ha conseguido aunar lo peor de los dos: el consumismo, hijo legítimo del capitalismo, y el dirigismo burocrático, pariente próximo de
los totalitarismos.
Y aquí estamos. El individuo hoy día queda sofocado entre los dos polos del
Estado y del mercado. Da la impresión de que existe sólo como productor y consumidor de mercancías, o bien, como objeto de la administración del Estado.
Por eso, cuando nosotros afirmamos que la economía está «en suspenso»,
queremos decir suspendida, colgada de otros presupuestos que «ya no son económicos». Su justificación, la propuesta de sus fines y la elección de sus medios
no le pertenecen.
La técnica o ciencia económica capitalista, basada únicamente en la iniciativa privada, sería correcta a condición de que cada individuo, en sus iniciativas,
tuviera voluntad real de cubrir necesidades humanas auténticas y supiera
poner límites, en la búsqueda del beneficio, a su propia ambición.
Pero el que haya o no tal voluntad, ya no depende de la economía sino de
la ética. La motivación aquí no viene de fuera (ni puede venir), sino de las convicciones morales de la persona. Lo mismo puede decirse a la hora de recortar la
propia ambición.
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La determinación de las necesidades humanas exige, asimismo, un determinado concepto de la persona humana que tiene que ver, además de con la ética,
con la antropología y la política.
Por otra parte, cuando no existe autocontrol de la ambición, tendrá de alguna manera la sociedad que dotarse de los medios e instrumentos adecuados para
reprimirla; y estamos así de nuevo en el campo de la política y del derecho o de
las leyes.
La economía colectivista, con protagonismo de la autoridad política, necesitaría para ser fiable el entusiasmo de los ciudadanos por lo que se le propone
como bien común, lo cual no es posible si no hay auténtica democracia en la elección y control de los responsables políticos, participación de todos en la determinación de los objetivos del bien común, posibilidad de iniciativa en la ejecución de
los planes económicos y control sobre el destino de los bienes y beneficios producidos.
Todo ello nos devuelve también otra vez a la antropología, a la ética y a la
política.
En efecto, la economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja
actividad humana, y desde tal globalidad puede ser comprendida y abordada únicamente.
La economía, pues, depende de la política, donde se conjugan las distintas
libertades humanas en la elección de los fines y medios de la convivencia humana. La política, del derecho, donde, mediante las leyes, se establecen las reglas de
juego a que voluntariamente se someten las voluntades. El derecho, de la ética,
desde la que el hombre se obliga a sí mismo a seguir las reglas de convivencia. Y
la ética, de la religión que obliga no desde lo abstracto o puramente autonómico,
que resulta imposible no devenga egoísmo, sino desde la respuesta a un Tu personal fundamentante y alentador de lo bueno y solidario del hombre.
Tenemos, por tanto, que huir del economicismo. La gran mentira de Marx
es que no llegó, en su análisis de las superestructuras e infraestructuras sociales,
hasta el último estadio. Por debajo de los modos y los medios de producción está,
diría Buda, la insaciable sed humana de ambición que sólo el dominio de sí mismo
puede apagar, o las tres concupiscencias del Evangelista Juan, placer, dinero y
poder, desbocados caballos que únicamente pueden frenarse con valores éticos y
religiosos.
Lo revolucionario hoy es la ética y la religión. Cuando esta fundamentación
se desprestigia, como ha sucedido en nuestro país (por culpa de los políticos, pero
también de los pensadores e, incluso, de los responsables religiosos), a la economía sólo le queda reconocer su impotencia para conseguir el objetivo que se le
asigna de producir y distribuir bienes entre todos los hombres; llevando a los
pobres a la miseria y la muerte.
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Lo nuestro es la guerra
Quizá sean las que siguen locas reflexiones inconexas surgidas del fragor de
los combates y de los gritos de las mujeres musulmanas violadas en la guerra de
Bosnia; pero reflexiones que podrían haber brotado igualmente de la «contemplación» de cualquiera otra de las guerras actuales; reflexiones que más bien son gritos también, porque, después de tal contemplación, solamente los cínicos y los criminales pueden permanecer en silencio sin rebelarse. Desde luego, la lógica al uso
no es capaz de dar explicación de tan inhumanas situaciones; porque ya no nos
vale el cómo, sino el porqué y el porqué profundo, el último si posible fuere.
¿Son las guerras, y por tanto ésta de los Balcanes, inevitables? Y si son inevitables ¿qué sentido tiene la vida y la muerte de los hombres? ¿Nacemos para
enfrentarnos con los otros hasta el exterminio cuando es preciso, y es preciso
cuantas veces sólo encontramos la victoria sobre el otro por el camino de la violencia? ¿Y no es lo peculiar, lo propio, lo distintivo, lo específico, lo característico
en cuanto tal de cada individuo y de cada pueblo, en el ser y en el poseer, la fuente del conflicto con los otros? Queremos decir: si para ser (y defender mi ser) serbio, croata, vasco o castellano, he de destruir al otro en lo que el otro tiene de
hombre (su vida) que no de esloveno, musulmán, cántabro o gallego, ¿qué significa y qué aporta a los «hombres» mi ser serbio, croata, vasco o castellano? ¿No
habría que maldecir y abominar de las peculiaridades étnicas y culturales cuando
basamentan y justifican mutuos enfrentamientos, a muerte muchas veces? ¿Acaso
no va en este sentido la maldición bíblica de la torre de Babel? ¿El hombre solo,
desnudo, sin más aditamento, no es nada? ¿Nada tenemos en común por ser
hombres, que ya ni rezar juntos pueden, para dirigirse a su Padre «común», los
cristianos croatas-católicos y los cristianos serbios-ortodoxos?
En otro orden de cosas, ¿sólo la violencia (la guerra) de alguien más fuerte (la
ONU, EE.UU., la CE o quien sea) puede separar a los contendientes? ¿Quién asegura que ese poderoso sea justo, y que lo sea el «orden» que impone por su fuerza? ¿Por qué se espera, además, a que el pedestal de muertos sobre el que se sientan «los pacificadores» sea tan elevado? ¿Nada se pudo nunca prevenir?
En este contexto, ¿quién puede declarar justa guerra alguna? No, desde
luego, la balcánica. Después de mil años de historia entreverada, los serbios, croatas y musulmanes, eslavos todos, siempre tendrán crímenes recíprocos de que
vengarse y por los que pedir «justicia». Y, como eslavos, tienen históricas cuentas
pendientes con lo que fue el imperio austríaco, el imperio otomano y el imperio
de la Santa Rusia, luego devenido soviético, que, avasallando, a lo largo de siglos,
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hollaron sus tierras, y con Italia, con pretensiones en el este del Adriático, y con
Inglaterra, Francia y Alemania que se avinieron a utilizar los Balcanes como
moneda de cambio en sus transacciones con los otros imperios. En esta guerra
están implicados todos los agravios históricos de Europa y Asia, y a través de
Europa, América, y a través de los musulmanes, también gran parte de África. De
ahí la peligrosidad para el mundo de que dure mucho tiempo.
¿Quién, en estas circunstancias, puede acertar con una solución equitativa,
que satisfaga todos los agravios históricos y geográficos, sin acudir al mutuo perdón y al mutuo olvido de injusticias pasadas y actuales?
Por eso, nosotros, para quienes la vida humana de todas las personas es el
supremo valor de este mundo, teniendo en cuenta además las implicaciones históricas y geográficas universales y mundiales de toda guerra hoy y el enorme
poder destructivo de las modernas armas, con lo que siempre el mal que se causa
en bienes y personas es superior al bien que se quiere preservar o reparar, conscientes de los odios, rencores, crímenes y venganzas que engendran para el futuro, consideramos injusta toda guerra, donde quiera y en las circunstancias
que se produzcan y un deber ineludible de la comunidad internacional prevenirlas,
evitarlas, detenerlas y suprimirlas; responsabilidad compartida por todas las naciones, pero más grave para las que por su peso político, económico, cultural o militar, osan ejercer como líderes mundiales.
Sabemos las distorsiones a que ese liderazgo, conquistado que no otorgado,
de las naciones poderosas y su consiguiente derecho de veto en el Consejo de
Seguridad, somete a las deliberaciones y actuaciones de la ONU, y que deben
corregirse con la supresión de dicho derecho al veto y sustituirse por el voto democrático de todos los países, en proporción al número de sus habitantes. Pero, por
encima de todo ello, debe ser la ONU, o sus entes regionales o continentales, la
responsable de suprimir las guerras, de «forzar» los adecuados acuerdos de paz y
de promover un progresivo desarme de todas las naciones que, a la vez que libere posibilidades económicas para el desarrollo y la educación, haga imposible las
masivas matanzas y destrucciones actuales y vaya instaurando la paz mundial.
Pero, para que la paz sea auténtica, no es suficiente la paz de las naciones,
se precisa la paz de los ciudadanos; unos ciudadanos responsables, informados y
formados, con criterio y voluntad de acción y participación en los asuntos públicos. Cuando el pueblo abdica de sí mismo y deja el quehacer político en manos
de «profesionales» y «especialistas», aparte de su propia degradación, está dando
pie a toda clase de arbitrariedades, cuando no corrupciones. Los profesionales
harán siempre la política de los grupos particulares de donde proceden, si los ciudadanos no les obligan, sobre todo, con su voto inteligentemente administrado y
con su crítica, a que se comporten con visión de bien común.
Mas, previamente, es necesario hoy que el ciudadano adquiera conciencia
universal en un doble sentido: universal en extensión (todo lo que ocurre en cualquier parte del mundo nos afecta a todos) y universal en profundidad (cuanto acon50
tece a cualquier persona de la clase o pueblo que sea, a mí me acontece por la
relación y comunión de humanidad que con ella tengo).
Y, para lograr esto, sí hace falta una verdadera revolución cultural entre nosotros. La cultura predominante en el mundo, que es la occidental, es una cultura
individualista que ha acentuado enormemente lo exclusivo, lo diferente y lo propio de cada persona y cada pueblo y la adquisición como propio del máximo de
bienes posible. Como consecuencia, esta mentalidad desató (con toda claridad a
partir del s. XV) una feroz competencia de todos con todos para ser y, sobre todo,
tener más y para imponer a los demás (pueblos, naciones e individuos) lo «peculiar» del dominante (criterios, ideas, leyes, costumbres, gustos y gastos).
En este proceso occidental de asimilación por dominación (cuyos exponentes máximos son el neocapitalismo y el imperialismo) todo lo diferente y propio
de los demás se ha tratado de destruir. Pero, desde luego, lo que sí se ha destruido es la base común a todo lo diferencial, la vida humana y los condicionantes de
su existencia; dando lugar a tantas muertes violentas, a tanto hambre, pobreza y
miseria como atormentan hoy a tantos millones de personas. En aras de lo «propio» que se hace «exclusivo», siempre se destruye al otro en lo que es su «fundamento», su vida.
Se impone en esta revolución cultural que propugnamos (y en la que tenemos nosotros mucho que ceder y perder) la vuelta a la comunión, a aquello que
misteriosamente nos une, a la raíz común del ser y existir con la naturaleza y los
demás seres, a la conciencia de nuestra identidad con los demás como hombres
que piensan, sienten y aman en libertad, a bucear en la insondable profundidad
del ser humano siempre inagotable, a sentir en nosotros la común sustancia que
nos nutre, a dejar de definirnos por los bordes olvidando el núcleo. Se necesita
una revolución «religiosa», «religadora», donde lo diferente sea sólo epifanía, manifestación de la inabarcable realidad y al servicio de la manifestación y perfección
de esa realidad que nos asume y nos traspasa. Necesitamos volver al misterio, a
lo numínico y al respeto a todo y a todos por lo que de divino tienen y en lo que
hay que integrar lo diferente.
Esto lo supieron expresar y vivir las religiones orientales, y lo formula el cristianismo al hablar de creación y cuerpo místico (tal vez se esté ahora cerrando el
círculo religioso individualista originado en el protestantismo). Esto también se
supo expresar en forma laica por cuantos se asomaron filosófica o socialmente a
la naturaleza humana, y que en línea continua va de los estoicos hasta lo más
genuino del movimiento obrero. (Tal vez el internacionalismo obrero murió con el
tiro con que asesinaron a Jean Jaures, por intentar detener la Primera Guerra
Mundial con una huelga general de todos los obreros de los países enfrentados).
Mientras no nos eduquemos para poner la «propia y específica» riqueza al
servicio del «bien común», no acabaremos con la violencia, porque «lo nuestro» es
la guerra; «lo común» la paz.
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Elección y elecciones
No nos parece andar descaminados si afirmamos que, ante las próximas
elecciones generales, hay en la sociedad española, sobre todo en sus capas más
conscientes, un común sentimiento de desasosiego, de malestar.
Por una parte, en el subconsciente colectivo, está el recuerdo de una larga
dictadura, en la que al pueblo le fue vetado pronunciar su palabra en los asuntos
públicos, por muy vitales que éstos fueran; es más, el pueblo entero estuvo no sólo
silenciado y dirigido, sino también vejado y sometido, cuando no, incluso, destruido.
Hubo que recurrir a mil subterfugios para expresarse y oponerse a la injusticia. Y la posibilidad de elegir a los gobernantes aparecía como una ardua empresa de difícil consecución, por la que muchos lucharon y arriesgaron su vida.
De ahí, que una vez instaurada la democracia política en el país, fuese considerada poco menos que sagrada la obligación de participar en cuantas elecciones y consultas al pueblo se le propusieran. La abstención, en este contexto, aparece como una traición al sistema democrático, una abdicación de la
responsabilidad y, para algunos, una añoranza de la dictadura o, cuando menos,
del despotismo ilustrado. El clima psicológico existente invalidaba la abstención
hasta como manifestación de desánimo o de protesta. Desde los más diversos
puntos de vista aparece la abstención marcada con tintes peyorativos.
Pero por otra parte, sin embargo, la experiencia de más de quince años de
democracia no resulta alentadora en relación con las expectativas suscitadas.
El hecho de que, por ley, los parlamentarios no se vean obligados a rendir
cuentas a sus electores de la gestión que en las Cortes realizan y de que las listas
cerradas alejen más al ciudadano de quienes le representan, sin conocerles ni
tener fácil acceso a ellos, quedando los elegidos mucho más subordinados al interés del partido que los encuadra que a las necesidades de los electores, hasta el
punto de sentirse más dueños de las decisiones políticas que servidores del bien
común; verdad de la que son expresión la tan cacareada prepotencia, la manipulación de los medios de comunicación, la corrupción, etc.
El hecho de la excesiva superdimensión a que ha llegado el Estado y sus instituciones en detrimento de todo tipo de asociaciones intermedias, que enfrenta
constantemente a la persona individual con los más diversos organismos estatales,
desde la sanidad y el trabajo, hasta la hacienda y la educación.
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El hecho de haber asistido, a lo largo de todas las legislaturas, a una constante reconversión económica tanto de la industria y servicios como del campo;
eufemística manera de hablar, para encubrir la realidad de una disolución del tejido socioeconómico del país, hasta terminar en el paro estructural de más de dos
millones y medio de personas.
El hecho de la supeditación de la economía, de la política y hasta de la educación y formación de los ciudadanos de este país a las decisiones de incontrolados organismos internacionales, cuando no, con harta frecuencia, a los intereses
de las, así llamadas, empresas multinacionales más poderosas que los propios
estados.
El hecho de la defensa legal a ultranza del derecho de propiedad individual
sin límites para toda clase de bienes y de la defensa legal, así mismo, de los «intereses» del intocable sistema financiero nacional e internacional, junto con la práctica de la ley de la competencia y libre mercado; todo lo cual hace inviable, con la
anuencia legal, la realización de la justicia distributiva, en relación con los pobres
de nuestra sociedad y con los países hambrientos del Tercer Mundo e imposibilita también la adecuada conservación y renovación de los bienes raíces de la humanidad: la naturaleza y la cultura.
El hecho de que el sistema económico, político y cultural vigente cree un tipo
de hombre insolidario por competitivo y derrochador por consumista, engendrador de toda clase de violencias y guerras para proteger sus privilegios de clase, de
nación o de hemisferio.
El hecho de que las llamadas asociaciones «de izquierda» hayan aceptado la
esencia del sistema neocapitalista y liberal, y todo su esfuerzo sea una agotadora
y estéril lucha reivindicativa, rebajando a las asociaciones profesionales de los trabajadores a mendigos del sistema. La falta de utopía de este tipo de asociaciones,
ciegas para percibir que la realidad, incluso y desde presupuestos científicos, exige
un cambio de sociedad más que remendar la vieja.
Todos estos hechos y otros muchos, afirmamos nosotros, para los que en su
conjunto no se encuentra adecuada respuesta en las formaciones políticas que
concurren a las urnas, unido al noble deseo de contribuir al perfeccionamiento de
la sociedad, son los que producen el desasosiego con el que comenzamos la editorial: ¿Qué es lo que cabe hacer? Porque parece no ser fácil una opción satisfactoria.
Nosotros rechazamos ciertamente la abstención por irresponsable. Pero no
queremos caer en la coartada de que entonces hay que decidirse por alguien. Los
hechos aducidos evidencian que se juega con las cartas marcadas y que, aceptado el sistema, no es en la práctica posible su modificación desde dentro.
Por eso, estimamos posible, lícito y hasta conveniente y necesario ejercer la
responsabilidad política en las próximas elecciones mediante EL VOTO EN
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BLANCO (por otra parte constitucional) que rechaza todas las opciones ofrecidas.
Y no vale decir que alguien tiene que asumir la responsabilidad de gobernar.
Con el voto en blanco se trata de lograr que nos desgobiernen menos.
Rompemos, pues, una lanza a favor de las razones de quienes votarán en
blanco el próximo día 6 de junio. Las razones están ordenadas de menor a mayor
peso.
1) Con el voto en blanco se trata de minar la autocomplacencia de los políticos profesionales que, en gran medida, se comportan en relación con la confianza a ellos otorgada por los ciudadanos más como dueños que como servidores.
2) Con el voto en blanco (que es acción y participación) se pretende ir alumbrando una conciencia política y un comportamiento político alternativo, más cercano a la sociedad y más alejado del estado, tan superdimensionado hoy. Es necesaria una acción política, cuyo sujeto sean grupos sociales no profesionalizados,
que evidencien cómo muchos problemas de bien común se solucionan mejor a un
nivel más bajo que el estatal y cómo la intervención determinante del estado en
todos y cada uno de los problemas sociopolíticos no es bueno para el bien común,
porque no lo es ni para la persona ni para la sociedad.
3) Al sistema político y social vigente que, como hemos expuesto más arriba, cierra los caminos a una sociedad justa es lícito (y necesario) denunciarlo con
el voto en blanco, así como a los que, entrando en tal sistema, son colaboradores
del empeoramiento social.
En definitiva, no se trata de ELECCIONES, sino de ELECCIÓN: de aceptar o rechazar un determinado ordenamiento social y político, de construir una
sociedad nueva o de aceptar la vieja con sus radicales injusticias, violencias y
desórdenes.
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Ave Caesar
In Philippi Gundisalvi, Hispalensis Machiaveli nuncupati, honorem vituperiumque.
En «Memorias de Adriano» de Marguerite Yourcernar, a este emperador, enemigo del nombre cristiano y propulsor de la religión imperial, se le pregunta: «¿No
le preocupa que en un futuro próximo un cristiano pueda llegar a emperador?».
«En absoluto –contestó–. Si es emperador tendrá que comportarse y actuar como
yo».
Javier Arzalluz, Presidente del Partido Nacionalista Vasco, declara tras la victoria del PSOE en las recientes elecciones: «Si hubiera ganado las elecciones el
Partido Popular, igualmente hubiéramos colaborado con él en el gobierno».
La anécdota antigua y la afirmación moderna confirman una única verdad:
el poder y su ejercicio tienen sus exigencias y sus normas por encima del color de
quien lo ostenta (que, por supuesto, no lo detenta sino que lo sirve fielmente, aunque, no podía ser de otro modo, el poder, por ello, lo remunera con amplia generosidad).
Por eso hacen un análisis superficial quienes se extrañan, no digamos quienes se escandalizan, de que, habiendo convocado en su apoyo en las recientes
elecciones generales a la «llamada» izquierda española, el candidato Felipe
González, una vez elegido, se disponga a gobernar con (o con el apoyo de) la derecha nacionalista.
Sin embargo, este maquiavélico quiebro es mucho más lógico, en la dinámica del poder, de lo que a primera vista pueda parecer.
Pues, en efecto, si algo hay hoy claro en política y en economía es que son
mundiales, es decir, la interrelación e interdependencia entre los países es casi
absoluta en los dos órdenes, y además, tanto la política como la economía son de
derechas, es decir, están al servicio primordialmente del dinero, de la ganancia.
Por consiguiente, en un país como el nuestro, que, mediante el ingreso en la
OTAN y en la CE, se somete a las relaciones internacionales existente, la política
sólo puede ser la que las exigencias internacionales piden, y ello con los modos y
medios que ellas demandan en el ámbito económico.
Por vía de ejemplo enumeramos algunos de los ámbitos de decisión política por encima de nuestro país: La Comunidad Europea, la OTAN, EE.UU. (a
través de los tratados que como potencia hegemónica impone a las naciones),
la ONU, etc.
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En economía se reciben órdenes también de la Comunidad Europea, del
Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional, del Bundesbank, del
GATT, etc.
Por otra parte, la existencia del complejo entramado de las empresas transnacionales y supranacionales que imponen su presencia y sus condiciones y obligan a una distribución internacional del trabajo en conformidad con sus intereses
y a las que no es posible poner coto, dado que toda la legislación mundial en materia económica propicia su implantación y desarrollo, y, junto a ello, la libre circulación de capitales que, unido a la intangibilidad de los derechos del dinero
y de la estructura financiera nacional e internacional, obligan a tener contentos a
los inversores extranjeros y a la Banca Mundial aunque no por eso nos libraremos
de las turbulencias de los especuladores: todo ello, creemos, y a pesar de todos
los sistemas de fiscalidad, evidencia hasta qué punto la economía mundial (y por
tanto la nuestra) está al servicio del poder económico y financiero en manos de
muy pocos.
Por si esto, para algunos, no quedara suficientemente claro, ahí está la
Comisión Trilateral, cada vez menos en la sombra, con sus análisis y recomendaciones que, y no por casualidad, llevan a la práctica los distintos gobiernos de casi
todos los países.
En esta misma línea se mueve la feroz lucha, camuflada con el eufemismo
de competitividad, por la consecución de los mercados, por la exportación de
los productos, por la mayor productividad, por la reducción de costes de producción, etc., que absorbe la casi totalidad de la investigación científico-técnica, al
tiempo que necesita eliminar, por inútil y costoso, la mayor parte del trabajo
humano, viniendo así a ser el paro laboral el hijo natural del sistema.
En este contexto, pues, una política y una economía nacionales que no se
plieguen a la derecha internacional exigirían la salida, al menos, de la Comunidad
Europea, pues desde dentro de ella la política y la economía ya están determinadas. La CE es, ante todo, un mercado económico y financiero.
Ahora bien, esta salida, una vez desmanteladas, por exigencias comunitarias, nuestras estructuras productivas agrícola e industrial a través de ininterrumpidas reconversiones en todos los sectores, no es ni siquiera pensable a corto
plazo.
Tampoco el cambio de las normas y de la cultura comunitaria parece en este
momento posible, ya que ello comportaría la existencia de un amplio movimiento de ciudadanos europeos con sentido revolucionario, algo inesperable desde la
cultura del hedonismo y consumismo en que Europa está instalada.
La política, por tanto, que es la ciencia de lo posible, sólo puede ser de
derechas. Y Felipe González se lo sabe. Por eso, con buena lógica, se apresta a
gobernar España desde la derecha y con la derecha. Pero, como por cuestiones
de detalle y de estilo, de prestigio, de ambición, de enfrentamientos mutuos, de
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la necesidad de salvar las apariencias formales con la existencia de una oposición, etc., no es estética, por ahora, una alianza abierta con el Partido Popular, la
derecha elegida no puede ser otra que la nacionalista.
Entonces, ¿qué sentido tenía la llamada a la «izquierda» con la que Felipe ha
obtenido su triunfo? ¿Qué significa la autodenominación del PSOE como partido
de «izquierdas»?
El sentido hay que encontrarlo dentro del «papel», de la «función», del «cometido» que el sistema asigna a los gobernantes «nacionales», a los «procuradores de
las provincias», hablando en términos del Imperio Romano. A los gobernantes, a
escala nacional, se les pide que sean «habilidosos» para contentar y contener a las
masas, una vez que se ha logrado que abdiquen como pueblo.
El talón de Aquiles del sistema –veíamos arriba– es que no sólo no integra el
trabajo humano sino que lo elimina en progresión casi geométrica, lanzando continuamente a la marginación millones de parados.
Y aquí vienen, en ayuda del sistema, los «gobernantes nacionales». Como, de
momento, no se puede eliminar al pueblo y éste no es necesario para el sistema
productivo, ni, al paso que vamos, tampoco para el sistema consumitivo (pues
capacidad van teniendo los ricos y poderosos para consumir la tierra entera),
mientras tanto que este pueblo se reduce drásticamente mediante una cultura antivitalista (sobramos muchos en el mundo, se nos dice por doquier), se necesita calmar a las «masas» dándoles de limosna lo que se les debe de justicia. Frente al trabajo, una limosna del subsidio de paro; frente a un trabajo vocacionado, uno
inseguro y perentorio en los arrabales del sistema, etc.
De esta manera los gobernantes de los países son guardianes del «orden
mundial» político y económico.
En esta labor de «habilidosa vigilancia» encuentra acomodo la «llamada a la
izquierda» que sí se ha hecho compatible con gobernar desde la derecha, ahora
que ya es una realidad la desnaturalización de la izquierda y de los movimientos
revolucionarios del pueblo.
Dos líneas, en efecto, caracterizaron dichos movimientos. Una primera línea,
en profundidad, de lucha y esfuerzo por el cambio de las bases esenciales del sistema, buscando la sustitución, real y legal o de derecho, del dominio del dinero (y
cuanto en él se simboliza) en las relaciones laborales y, en general, en las relaciones humanas incluidas las políticas, por la primacía de la persona, de toda persona humana, es decir, de las necesidades, deberes y derechos de ésta, tanto individuales como sociales y comunitarios, frente a cualquier otro valor instrumental
material; lo cual comporta organizar la economía, y la política desde la iniciativa
y responsabilidad de todos sin privilegios de dominio, posesión o poder. En definitiva, se trataba de organizar la producción de bienes y el sistema de propiedad
y de trabajo sobre otras bases que realizaran la justicia.
59
Una segunda línea de acción, exigida por la inmediatez de los gravísimos
efectos de la injusticia del sistema en los individuos y en las colectividades y que
viene dada por todo lo que se entiende por esfuerzo reivindicativo, que, ciertamente, palía y mitiga la injusticia pero no seca su fuente, al dejar intacto el sistema que produce la injusticia.
El sistema fue inflexible en quebrar, recurriendo a toda clase de violencia que
encontró a mano, la primera línea de acción del proceso liberador del pueblo.
Podemos decir que ha vencido. Hoy nadie discute las bases del sistema neocapitalista-consumista. Valga, por vía de ejemplo de esta común aceptación, los
30.000 millones de deuda con la banca privada que se avienen a contraer nuestros partidos políticos y la introyección en la vida colectiva del consumismo como
primera necesidad.
Dejó abierto el sistema únicamente la vía reivindicativa: más salario, más
vacaciones, más seguridad social, etc., pero con las consiguientes restricciones y
desviaciones: agotar al adversario en largos procesos de negociación y resistencia,
explotar a terceros cuando no queda más remedio que ceder ante determinados
colectivos o países, destruir las bases de los sistemas productivos nacionales para
hacer moralmente imposible el éxito de los trabajadores en un solo país, y, sobre
todo (y ha sido lo más grave), desviar al Estado nacional como su cometido propio las demandas reivindicativas del pueblo, supradimensionando así al Estado,
irresponsabilizando al pueblo y haciéndole dependiente y cautivo del Estado. Hoy
el ciudadano es un mendigo del Estado y éste el limosnero del sistema.
A esto se ha reducido la izquierda. Y esta izquierda, oficializada en el PSOE,
es perfectamente digerible por la derecha. A esta izquierda, pedigüeña y antirrevolucionaria, es a la que se ha dirigido Felipe González y la que le ha respondido
desde el miedo a perder la «protección» del Estado, y esta izquierda es la que viene
bien al sistema como instrumento de «contentamiento» del pueblo, mientras todo
lo esencial sigue en sus manos. Que el pueblo pida y hasta exija, y que esté tranquilo; se hará lo que se pueda, llegaremos hasta donde podamos, parece decir el
sistema.
Por eso, pues, osamos afirmar que han tenido instinto «político» Felipe
González y el pueblo español (éste, desde luego, desde su cultura consumista y
mendiguista en la que se le ha instalado) y le ha faltado al Partido Popular y a
Izquierda Unida.
Si José María Aznar afirma que nada sustancial va a cambiar y Felipe
González promete mejorar el estado asistencial, el pueblo elige no correr el riesgo del cambio de personas y se resigna a una corrupción de años frente a la, a su
entender, una corrupción de siglos.
Mientras tanto Izquierda Unida yerra por no atreverse a propugnar la reforma de raíz del sistema y, por ello mismo, de elegir caminos inadecuados: mayor
60
presencia y dimensión del Estado y creencia ¿ingenua? de que desde instituciones
engendradas en el sistema puede lucharse eficazmente contra él.
Por tanto, y conclusivamente, AVE CAESAR González... pero, a continuación, MORITURI TE SALUTANT. Porque con su política van a morir muchos,
están muriendo muchos: las ilusiones de quienes llevan más de diez años esperando el cambio y ahora saben que, como siempre, las consecuencias del nuevo
ajuste (convergencia lo llaman ustedes) las van a pagar los de siempre; la fe en sí
mismos de los que el sistema seguirá lanzando al paro, a la marginación, y a la
pobreza; la esperanza de quienes lucharon, con honradez y sinceridad, por otro
sistema de vida; el esfuerzo de centenares de generaciones que alumbraron todo
un complejo de relaciones económicas, sociales y culturales y que ustedes, en aras
también de las exigencias del sistema han arrumbado en pocos años; la tradición
tenaz de la militancia obrera y campesina. Muchas cosas mueren con usted.
Pero sobre todo mueren muchas personas. Porque usted sabe que no son
falta de medios sino la ambición de los poderosos la causa de las muertes por
hambre y enfermedades de nuestros hermanos de los países de América y África,
y nosotros, con su política, estamos totalmente del lado y al servicio de los poderosos.
Sabe muy bien que Europa es un club de ricos y que a nosotros se nos encomienda ser bastión frente a la invasión de los pobres.
Definitivamente usted no es un estadista, es un «habilidoso» que cumple el
mediocre papel (es un calificativo suave) de «ir tirando» para que el pueblo «aguante» sin producir sobresaltos al sistema. No le aborrecemos. Nos da lástima usted;
pero sobre todo de nuestro pueblo y de los pobres del mundo.
Y en estos tenemos puesta la esperanza. Los gritos de los pobres llegan al
cielo y de ahí revierten en forma de rebelión contra la injusticia y de construcción
de la auténtica solidaridad y fraternidad. Al servicio de su promoción estamos;
porque en la medida en que los pobres se promocionen, se irá haciendo la justicia; no en la medida en que los «políticos» maniobren para que el sistema vaya
tirando.
61
La política y el bien común
La realidad política viene dada y exigida por la esencial dimensión social de
la persona humana, que es y se construye con y de cara a otras personas. Esta,
la persona humana, para su perfección, necesita una serie de agrupaciones particulares, tales, por ejemplo, como la familia, la empresa, el grupo de amigos, el
colegio o la universidad, el club cultural o deportivo, la comunidad religiosa a que
se adscribe, etc.
A su vez, estas agrupaciones, más cercanas, diríamos, a la persona, requieren, para poder desarrollarse convenientemente y para que se den las condiciones necesarias para tal desarrollo, un conjunto de sociedades o agrupaciones más
vastas, de carácter más universal o general, que las apoyen y provean de los
medios de que solas no pueden disponer y que se ocupen de los bienes que son
comunes al conjunto de las agrupaciones y de las personas, como podría ser mantener limpias las aguas de una cuenca fluvial o la creación de una universidad para
el conjunto de una población.
El conjunto de todas las agrupaciones humanas de un espacio territorial, o
incluso del espacio mundial, debidamente armonizadas, ordenadas y estructuradas, de modo que sean soporte y apoyo las unas de las otras y se provea al mantenimiento y fortalecimiento de los bienes comunes a todos –el agua, la tierra y el
aire, sin ir más lejos, tan necesarios y próximos a la vida humana y tan maltratados sin embargo– constituye la sociedad política en sentido estricto.
Esta sociedad política, para que se la pueda considerar tal, debe estar regulada, sometida a normas o leyes que, para que sean justas, para que se ajusten a
derecho, han de mirar a salvaguardar siempre en todos los ámbitos la responsabilidad de toda persona en el ejercicio de sus deberes y derechos y, asimismo, a
que ninguna institución de mayor ámbito suplante las funciones de las más próximas a la persona humana. De ahí también que, de alguna manera, en la elaboración del ordenamiento jurídico han de participar responsablemente todas las personas y han de ser oídas y tenidas en cuenta las agrupaciones, asociaciones o
instituciones en que la vida de las personas está comprometida. Hacerlo de otro
modo es dar la primacía a la estructura sobre la persona, lo cual resulta éticamente
inadmisible.
Consecuentemente, todo el ordenamiento jurídico deberá estar orientado no
a regular toda la vida de las personas sino a la creación de un conjunto de condiciones que permitan a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su per63
fección en el despliegue de sus posibilidades individuales y sociales. Este conjunto
de condiciones constituye el bien común, que, por supuesto, nada tiene que ver
con la acumulación en manos del estado, como representante de la sociedad, de
cantidades ingentes de bienes y servicios, aunque tampoco se opone a que la titularidad, e incluso la gestión, de determinados bienes y servicios, que en manos privadas se volverían contra otros ciudadanos o contra la sociedad misma, resida en
ésta al nivel que sea preciso.
Cualidad esencial, por tanto, del bien común, es la equidad. Propio de la
naturaleza humana es que entre las personas se produzcan constantemente desniveles de todo tipo tanto individuales como sociales, bien por impreparación o
falta de oportunidades de los más débiles bien por excesiva acumulación de determinados bienes en manos de pocos con el abuso de poder que tal posesión acarrea; desniveles que con harta frecuencia, como nos atestigua la historia, terminan en injusticias, violencias y muertes. La equidad exige que el ordenamiento
jurídico nivele la vida social. Para ello, por una parte debe propiciar la promoción
de los débiles haciéndoles justicia, por otra parte ha de destruir continuamente la
prepotencia de los poderosos promoviéndoles así a la solidaridad, sin la que no
son personas humanas.
La equidad ha de moverse, cual fiel de la balanza, entre los dos polos de lo
necesario y lo suficiente. Nadie debe tener menos de lo necesario para una vida
digna; nadie debe hacer indigna la suya reteniendo más de lo suficiente, con lo
que a otros priva de lo necesario.
Ya sabemos que la equidad no es matemática y que admite variaciones situacionales, de responsabilidad, culturales, históricas, etc.; pero por ahí se ha de
caminar si se quiere un ordenamiento legal justo. Porque la equidad, en este sentido, supera a la justicia. Lo que hoy puede ser justo, no lo es mañana cuando el
progreso de la conciencia social y las posibilidades técnicas impulsan a una mayor
igualdad entre los hombres.
De ahí que nada haya más injusto que un ordenamiento jurídico cerrado a las
exigencias actuales de la sociedad y de la historia, porque, entonces, desde la legalidad vigente puede mandarse en Europa al paro a 17 millones de personas, desde
la legalidad financiera puede destruirse el sistema monetario de un país, desde la
legalidad del comercio puede matarse de hambre a un tercio de la humanidad. La
primera exigencia, por tanto, del bien común es cambiar el actual sistema jurídico nacional e internacional.
La función de la autoridad política, o, lo que es lo mismo, de las personas
legítimamente (ahora no entramos en el cómo de esa legitimidad) constituidas en
autoridad sobre la sociedad, es la realización del bien común, fundamentalmente
en dos vertientes: adecuación de la legislación a las exigencias actuales de la justicia y la equidad, misión de la autoridad legislativa, y conducción de la sociedad
por el camino de la justicia y la equidad desde la legalidad, misión de la autoridad
ejecutiva o gubernamental. (Dejamos al margen, por mejor seguir el hilo de nues64
tra exposición, la autoridad judicial, aunque no sea menos importante la sanción
de los distintos comportamientos).
Las dos vertientes de la autoridad política, la legislativa y la ejecutiva, son perfecta, deseable y, hasta diríamos, exigiblemente separables; si bien en las democracias actuales de hecho van unidas, debido entre otros motivos a la imbricación
del mismo partido político, con los mismos dirigentes, directrices e intereses, en
las tareas legislativas y ejecutivas, lo cual, ciertamente, ocasiona abundantes distorsiones al bien común, de las que en otra ocasión nos ocuparemos. Ahora,
pues, vamos a tratarlas, a la autoridad legislativa y ejecutiva, como una unidad.
Lo que sí queremos quede claro es que toda autoridad política queda desautorizada cuando no logra, mucho más cuando no busca, el bien común de la
sociedad tal como arriba lo hemos descrito, y que es constitutivo, también, del
bien común la primacía y prioridad del esfuerzo por la promoción de los
pobres, de los débiles, de los últimos, de los marginados, de los analfabetos, de
los parados, de los proletarios, de los trabajadores, o como quiera y deba etiquetarse a los que sufren las consecuencias de las desigualdades sociales. La autoridad política no puede ser neutral so pena de ser injusta, ya que los poderosos
de sobra saben y pueden defenderse y promocionarse solos; son los pobres, los
últimos, los que necesitan alivio, elevación y promoción. Un individuo aislado
puede ser responsable de su propia marginación y degradación; difícilmente es
concebible que lo sea un colectivo sin que, en grado eminente, sean corresponsables las condiciones objetivas de la sociedad.
Por último, recordar que el objetivo de la actuación de la autoridad política
en la sociedad, en la prosecución del bien común, no es perpetuar la minoría de
edad de ningún colectivo sustituyendo o asumiendo la iniciativa y la responsabilidad de éste, sino, por el contrario, crear las condiciones para que todos los colectivos, grupos o clases sociales sean por sí mismos responsables ante sí y ante la
sociedad.
Después de esta larga introducción, lo que pretendemos es que el lector juzgue si la autoridad política de nuestro país de verdad busca el bien común de la
sociedad o no, y, por consiguiente, si éticamente está legitimada. Vamos a exponer unos hechos tomados de la más inmediata actualidad, a hacer unas reflexiones y un juicio de valor sobre los mismos, y después que cada uno, personal y
colectivamente, tome una actitud de responsabilidad.
– Pedro Solbes, ministro de Economía, afirma: «El 99% de los habitantes de
este país somos trabajadores, parados o pensionistas. Sólo el 1% son empresarios, éstos son los que crean empleo y, por tanto, tenemos que darles ventajas.
Aunque después harán lo que quieran en función de sus expectativas de beneficios» (tomado de la prensa diaria del 2 de octubre de 1993).
– «La Wolkswagen rechaza el plan de viabilidad de Seat» (de la prensa diaria
del 29 de septiembre de 1993).
65
– «La Wolkswagen no garantiza el futuro de Seat» (de la prensa diaria del 2
de octubre de 1993).
– «La Wolkswagen disolverá Seat, pero mantendrá la marca» (de la prensa
diaria del 3 de octubre de 1993).
– «La Wolkswagen cerrará la fábrica de Seat en Barcelona. La medida afectará a 60.000 empleos» (de la prensa diaria del 8 de octubre de 1993).
– Philippe Seguin, presidente de la Asamblea Nacional Francesa, dice: «No,
no es verdad que la lucha contra el paro sea, como se nos dice, la prioridad de la
política de los países desarrollados, aunque tengan más de 36 millones de parados..., la preocupación por el empleo está relegada por la defensa de la moneda,
la reducción del déficit público, el productivismo o la promoción de libre cambio»
(“Voluntad política”. El País. Negocios, del 3 de octubre de 1993).
– Alexander King, fundador del Club de Roma, en el IX Encuentro sobre el
Futuro del Socialismo, organizado por la Fundación Sistema, de PSOE, y dedicado esta año a Medio Ambiente y Política, asevera: «Los políticos no suelen atender los problemas a largo plazo, se centran en lo inmediato» (de la prensa diaria
del 1 de octubre de 1993).
En el mismo foro, Alexander Peckhan, director del Centro para el Medio
Ambiente y la Empresa, de Escocia: «A los políticos les interesan más los problemas a corto plazo, porque los mandatos suelen ser de pocos años y están preocupados por conseguir votos» (de la prensa diaria del 1 de octubre de 1993).
– «Hoy día, los amos son cada vez más las corporaciones supranacionales y
las instituciones financieras que dominan la economía mundial, incluido el comercio internacional, término de dudosa aplicación para denominar un sistema en el
que el 40% del comercio de Estados Unidos se realiza entre compañías dirigidas
de forma centralizada por las mismas manos visibles que controlan la planificación, producción y la inversión». (“Los amos del Universo”. Noam Chomsky).
– «La paradoja de 1992 (consiste en que) la producción cada vez más puede
verse desplazada a zonas donde existe una elevada represión y un bajo nivel de
ingresos, mientras que su objetivo (el de la producción) son los sectores privilegiados de la economía mundial. Gran parte de la población se convierte en superflua para la producción e incluso también como mercado potencial». (“Los amos
del Universo”. Noam Chomsky).
– «El comercio mundial y los movimientos de capitales hace tiempo que han
dejado de ir parejos». El volumen de fondos internacionales que pasa de una
moneda a otra asciende a un billón de dólares diarios, de los cuales, según Richard
Porte, Director del Centre for Economic Policy Research, sólo el 5% se emplea
en financiar el comercio de mercancías y servicios; el resto, el 95%, correspondería a movimientos especulativos.
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– Según el informe del GATT, «el comercio mundial de mercancías no supera cada año los cinco billones de dólares» (“Como la falsa moneda”. Juan Manuel
Zafra, en El País del 3 de octubre de 1993).
– Alexander King, en el citado encuentro sobre el Futuro del Socialismo:
«Con el nivel de consumo actual de un norteamericano medio, la tierra podría sustentar a 2.000 millones de personas, una cifra que nos hace estremecer, ya que
nos estamos acercando a los 6.000 millones».
Aparte de agradecer la sinceridad del Sr. Ministro de Hacienda del Gobierno
Español, quizá fruto de una traición del subconsciente, los hechos podrían resumirse así:
1) El conjunto de la población está en manos de un reducidísimo número de
personas (el 1%, nos dice el ministro) que harán lo que quieran en función de sus
beneficios.
2) Ese reducido número de personas está, en su mayoría, fuera de nuestro
país, estructurado en las empresas transnacionales o multinacionales, detentadoras además de los adelantos científicotécnicos.
3) El sistema financiero es abrumadoramente especulativo, no productor de
bienes ni servicios, pero que, sin embargo, goza de total impunidad para distorsionar la economía mundial.
4) El destino de la producción económica no es el conjunto de la humanidad,
sino los privilegiados.
5) La mayoría de la sociedad sobra como productora, porque el progreso
científico-técnico la vuelve innecesaria, y como consumidora, pues no se produce
para ella sino para los privilegiados.
6) Cuatro mil millones de personas hoy existentes, según los cálculos del sistema –así lo afirman– no tienen cabida en la tierra.
7) Los políticos, preocupados por la consecución del voto de sus conciudadanos, sólo se preocupan de los asuntos y problemas inmediatos, a corto plazo.
No hace falta ser excesivamente avispado para ver que el sistema económico-social que refleja esta situación es lo más opuesto al bien común. Sólo unos
pocos toman las decisiones que afectan a la vida y a la muerte del conjunto de la
humanidad, y no sólo, por supuesto, en materia económica sino también en la
familiar, educativa, de participación en la vida pública, etc., etc. El resto de las personas se ve obligado a sobrevivir, los que pueden, en los aledaños del sistema y
sus migajas.
A la vista de estos hechos, ¿en qué ha faltado al bien común la autoridad política de nuestro país?
1) En no reconocer el hecho de que la soberanía e independencia económica y política de nuestro país nos ha sido arrebatada en todas las cuestiones fundamentales.
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2) En no reconocer la responsabilidad propia (la suya) por habernos introducido (de lleno a partir de nuestro ingreso en la CE) en este sistema de colonización y explotación mundial.
3) De engañar al país, hablando de política de empleo y de lucha contra el
paro, sin tener la valentía de afirmar que estructuralmente sólo para unos pocos
es posible un trabajo «productivo».
4) En engañar al país, silenciando las presiones políticas, financieras y militares que soportan para impedirnos salir del sistema.
5) En matar, con el fomento desde múltiples instancias políticas del consumismo superficial y de la cultura del facilón permisivismo moral, la capacidad de
lucha por la justicia que el pueblo tiene.
6) En no haberse aliado y alineado con las víctimas del sistema: los pobres
de la tierra, muchos de ellos situados en países hermanos.
7) En no reconocer que el sistema como tal no tiene salida para el conjunto
del pueblo.
8) En haber reducido su ¿servicio? al bien común a hacer de gendarme del
sistema frente a los inmigrantes de fuera y de disuasor de reformas profundas frente a los movimientos sociales del interior.
9) Supuesto que, introducidos en el sistema, no es fácil salir y menos solos,
no haber estructurado una política internacional, ni dentro ni fuera de la CE, tendente a modificar la legislación, a escala mundial, del neocapitalismo salvaje y a
potenciar movimientos internacionales de solidaridad entre los pueblos.
Juzgue ahora el lector si, desde la perspectiva del bien común, no está deslegitimada y desautorizada la autoridad política de nuestro país.
En otra ocasión hablaremos de las prioridades políticas que hoy pide a gritos
el bien común del pueblo. Nosotros estimamos que el mejor servicio que podemos
prestarle es denunciar el sistema social vigente y a los políticos que lo sirven.
Tres palabras para terminar. La primera para el pueblo. Si los políticos trabajan a corto plazo porque así consiguen votos, ¿no es porque el pueblo no quiere mirar más allá de las bardas de su corral y de sus individuales e inmediatos intereses?, ¿tiene derecho, con ese proceder, a quejarse cuando los políticos no
prevén ni planifican a medio y largo plazo?
La segunda palabra para el pueblo y las asociaciones, especialmente las sindicales, que dicen encuadrarle. Mientras en Brasil la Wolkswagen pueda tener
esclavos (véase la revista 4 Semanas de octubre de 1993), ¿para qué va a pagar
en Barcelona salarios altos y socialmente protegidos? ¿No habrá que hacer de la
necesidad virtud y luchar por estructurar la solidaridad mundial?
La tercera palabra para el Club de Roma, representado en su fundador.
¿Desde cuándo es un dogma que la aspiración deba ser vivir como un norteamericano medio? ¿Desde cuándo es un dogma que los dos mil millones de personas
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que podrían vivir como un norteamericano medio no querrán elevar su nivel de
vida, para lo cual volverían a sobrarles otros cuantos centenares de millones de
personas? ¿Desde cuándo es un dogma que la energía de la tierra y del sistema
solar ya está agotada? ¿Desde cuándo es un dogma que no se pueda acabar con
las armas y las guerras y su consectánea industria de muerte para emplear todos
esos recursos en beneficio de la vida?
Lo único cierto, en su actitud, es que les sobran los pobres para que puedan
vivir mejor los ricos. Nosotros, ciertamente, creemos en una paternidad responsable, pero nos negamos a admitir una civilización de muerte para que unos cuantos despilfarren lo que es de todos.
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La religión, problema político
La historia en su transcurso ha demostrado eficientemente que las relaciones
del poder político con la religión siempre han sido problemáticas; desde los grandes imperios orientales y el Imperio Romano, por no remontarnos más allá, hasta
nuestros días. Basta recordar las relaciones de egipcios y asirio-babilonios con el
pueblo de Israel, o la lucha sostenida por el Imperio Romano, con los judíos y con
el cristianismo entonces emergente; el uso político de la religión por parte de los
caudillos de los llamados pueblos bárbaros a la hora de constituirse como nación;
la lucha entre el papado y el imperio en el medieval Sacro Imperio RomanoGermánico; las guerras de religión europeas desde la reforma protestante, donde
los príncipes impusieron a sus respectivos súbditos su credo religioso; el enfrentamiento, a partir de la francesa, de todas las revoluciones y de los sistemas políticos a que dieron lugar, con la religión establecida, y, viniendo a los tiempos actuales, la persecución de la ideología y regímenes marxistas a toda clase de religión,
especialmente a la cristiana; la justificación llevada a cabo por determinada teología norteamericana del neoconservadurismo de la época reaganiana, en contraste con la teología de la liberación sudamericana enfrentada con las diversas dictaduras de sus respectivos países. Y, por salirnos de nuestro entorno cultural, ahí
está el gravísimo problema político del integrismo islámico o hindú.
En efecto, nunca ha sido fácil el acomodo de la política y de la religión. Unas
veces ha sido ésta domesticada, convirtiéndose en religión del estado con función
sancionadora de las actuaciones del poder político; otras, el vencido ha sido el
poder político, dando lugar a diversas formas de teocracias o confesionalismos
más o menos profundos que ponen al estado al servicio de un credo religioso
determinado. En unas épocas y lugares ha habido «colaboración» y «entendimiento»; en otras y otros, enfrentamientos sangrientos de «martirios» y «cruzadas».
En los actuales momentos históricos podemos aducir tres clases de razones
para afirmar que la religión es un problema político:
1.º En un mundo como el nuestro, atravesado por la contradicción de estar,
por un lado, inextricablemente interrelacionado tanto política como económicamente y, en gran parte, también culturalmente a través de los medios de comunicación y los hábitos de consumo, y, por otro lado, simultáneamente dividido y
enfrentado por enormes desigualdades e injusticias de todo tipo dentro de cada
país y entre países y hemisferios; en este mundo, decimos, la religión puede ser
un elemento más, y sin duda no el menos importante, de enfrentamientos, o, al
menos puede ser, y de hecho lo es, utilizada como arma ofensiva y defensiva por
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los distintos grupos sociales o países enfrentados, viniendo así a ser más motivo
de desintegración social que de cohesión y armonía. La religión se constituye de
este modo en barrera entre los pueblos o grupos. Recordemos, por vía de ejemplo, a los gobiernos y países árabes fundamentalistas contra el resto de países;
los movimientos fundamentalistas contra sus gobiernos laicos o no confesionales; el catolicismo, la ortodoxia y el islam en la antigua Yugoslavia; el catolicismo y el protestantismo en Irlanda del Norte; los cristianos armenios frente a los
musulmanes azerbaianos; los cristianos ortodoxos frente a los musulmanes en
Chipre; etc.
No cabe duda que esta situación de divisiones religiosas implica un enorme
problema político de cara a la convivencia y a la paz.
2.º Prescindiendo del extremo de los enfrentamientos violentos, el hecho de
haberse interiorizado más la religión y el haber aumentado la conciencia crítica del
hombre moderno y postmoderno ha propiciado que hoy las convicciones y prácticas religiosas sean más una opción o elección personal que efecto de presión o
tradición social. Ello lleva parejo que en la sociedad actual, pluralista como se la
denomina, se den múltiples variantes de increyentes y creyentes, y, dentro de
éstos, diversidad de credos y talantes éticos.
En tales circunstancias parece claro que no se puede conducir hacia el bien
común a la sociedad desde un credo o no credo concreto, sino desde la racionalidad, el respeto a la responsabilidad y libertad de los ciudadanos y desde los derechos humanos comúnmente admitidos.
Asimismo, en este contexto sociocultural es obvio que constituye también un
problema político y no de escasa envergadura, cohenestar el derecho (anejo al respeto y a la dignidad de la persona humana, incluida su vertiente social) a la manifestación pública de las opiniones y creencias religiosas y a las prácticas de las mismas con la igualdad de todos ante la ley, sin privilegios ni exclusiones; dado que
todo credo religioso suele tener una visión integral del hombre y de la vida social
y espontáneamente tiende a actuar y organizar la sociedad desde esa visión.
3.º La técnica, aliada con la burocracia, junto con la tendencia al crecimiento de todo poder político han conseguido que éste esté superdimensionado.
Ningún aspecto de la vida, ni la salud, ni el trabajo, ni la educación ... escapa a su
acción e influencia. Se puede afirmar que el poder político es la primera y última
instancia a que se ve abocado el ciudadano ante cualquier problema vital.
Con ello, es evidente, se agudiza el problema de las relaciones de la política
y el poder político con instituciones como las religiosa que también pretenden ser
instancias (por supuesto, las últimas) de los problemas humanos.
Estos tres tipos de razonamiento avalan suficientemente la afirmación de que
la religión es un problema político; pero no es menos verdad, estimamos, que
también la política es un problema religioso.
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En efecto, toda religión, decíamos, es naturalmente integradora, de visión
integral aún a riesgo de la posible caída en el integrismo. Queremos decir que la
religión abarca todos los valores y todo el sentido de la vida y no deja parcelas de
la vida humana, (tampoco las sociales, por supuesto) en que no tenga algo que
decir. Además, obliga no desde una legalidad más o menos racionalizada y consensuada sino desde la profundidad de la conciencia y desde el compromiso con
la realidad divina que juzga a la propia conciencia. La instancia última ante la que
responde el hombre religioso no es la autoridad del poder político, sino la autoridad de Dios a la que todo, incluida la vida social y política, debe someterse. De
ahí que, en su conciencia el creyente esté convencido de que todo el ordenamiento social y político debe estar subordinado a los postulados de su religión, y
de que, cuando no encuentra correcto tal ordenamiento, se ve impelido a modificarlo o a luchar contra él; porque, en definitiva siempre resuena en su interior la
cita bíblica de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres».
Todo creyente «consciente» es consciente de que en el orden social y político se juegan, para bien y para mal, valores para él fundamentales: la vida, la muerte, la libertad, la justicia, la convivencia, el dominio de las cosas, etc., y, por ello,
no puede menos de percibir la política como un problema religioso; máximo,
como apuntábamos antes, cuando el poder político tiende a invadir hasta los más
pequeños intersticios de la vida humana, matando con harta frecuencia su espontaneidad y libre autenticidad.
Pero, consecuentemente con ello, la tentación de toda religión es someter la
sociedad y el poder político a las exigencias dogmáticas de su credo, o negar la
colaboración al estado que no cumple con su fe. Al menos estará siempre en actitud de denuncia de cuanto en la sociedad encuentra contrario a sus creencias.
Si, de acuerdo con lo que hasta aquí se ha expuesto, la religión es un problema para la política y la política lo es para la religión, y, además, la historia nos
alecciona de que ninguna de las dos realidades va a hacer desaparecer a la otra,
nosotros llegamos al convencimiento de que las relaciones «normales» y deseables
(no tenemos empacho en decirlo) entre ambas debe ser de tensión mutua.
Pero ¿puede y cómo una relación así ser provechosa para la persona y para
la sociedad? Porque esta es la piedra de toque: si sirven, liberan y promocionan
al hombre. Nuestra respuesta es afirmativa.
LA RELIGIÓN, no renunciando a la crítica constante a cualquier sistema
político-social establecido, cuya natural inclinación es luchar por hacerse definitivo mediante la perpetuación de sí mismo y el abuso de poder. Frente a la idolatría del poder que con facilidad victimiza a la persona humana por la explotación,
el sometimiento o la exclusión, es bueno que haya instancias que hablen desde lo
insobornable de las conciencias y la transcendencia.
Mas, para que esta función no se convierta a su vez en dominio, la religión
ha de otorgar el grado de entidad y valor autónomo que le corresponde a lo que
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entendemos por temporalidad, mundanidad o realidades terrenas donde junto al
hombre entran el orden cultural, social, económico y político, y, además, ha de
integrar este reconocimiento en su propia profesión de fe. Es necesario que reconozca la verdad y la bondad de cuanto se cobija bajo el término de creación y
criatura. Sin esto, sin aceptar sin reservas el «vio Dios que todo era bueno», la religión no es de fiar. El desorden lo introduce el hombre, no está en las cosas ni en
su propia naturaleza.
Y, junto con la denuncia, el testimonio y el martirio, nunca el dominio.
Aceptar con gallardía la natural persecución a que tiene que verse sometida por
la osadía de su libertad indomable. Y la humildad, al sentirse siempre tentada a
recurrir también ella al abuso de poder más terrible y temible entre los existentes,
el dominio de las o sobre las conciencias. Y mostrar que, viviendo religiosamente, la vida es más digna y de mayor calidad.
EL PODER POLÍTICO, la autoridad política diríamos mejor, admitiendo
sin reservas la existencia y manifestación pública de la fe religiosa en su diversidad
de credos, pero oponiéndose a que ninguno se sirva del ordenamiento político y
legal para imponerse coactivamente. Y, simultáneamente, reconocer que su papel
es ordenar la pacífica y justa convivencia de los ciudadanos, nunca modelar su
pensamiento, convicciones y creencias. Ha de caer en la cuenta de que la realidad metamundana a que apela la religión no se opone, ni real ni conceptualmente, a la realidad intramundana en que se mueve la política; antes, al contrario, tal
apelación a realidades trascendentes es garantía para que el orden político no se
divinice y sofoque a la persona y fundamento básico de la dignidad del hombre y
su inviolabilidad. La religión auténtica siempre añade al ser humano un plus de
vida y dignidad que supera y rompe constantemente los constrictivos «límites» de
todo orden mundano concreto.
En resumen, el mantenimiento de esta sana tensión entre religión y política
evita dos males al hombre, el totalitarismo político, por un lado, y el confesionalismo religioso, por otro. En ambos supuestos, que una voluntad externa a su conciencia regule «toda» su vida.
Ahora bien, donde esta tensión se convierte en drama (superación por la
acción de situaciones dilemáticas) es en la vida y en la conducta del ciudadano
creyente, que ha de moverse en ambos campos, el político y el religioso, sin escindir su conciencia, sin traicionarla por inhibirse en uno de ellos y levantar las sospechas de los no creyentes quienes, con frecuencia, creen que el compromiso
mundano del creyente no es auténtico por estar plagado de inhibiciones, miedos
y restricciones mentales que le impiden tomar en serio el mundo.
Por supuesto hay que conceder al creyente que dé primacía a sus convicciones religiosas, pero a condición de que la iluminación y la fuerza que de ellas dice
recibir las someta a la prueba de la racionalidad y la eficacia, de manera que las
soluciones de justicia que él proponga resulten comprensibles a todos, incluidos
los no creyentes, y se muestren válidas en las situaciones y problemas reales.
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Al ciudadano creyente no le es lícito refugiarse en el fácil confesionalismo del
«hago esto por imperativos religiosos». Para que sea creíble por el resto de los
hombres, ha de poder ser comprendido desde razonamientos y comportamientos
humanos, ha de saber moverse con ellos y junto a ellos en el común terreno de la
ordenación de la convivencia humana en justicia y paz. Y, cuando discrepe en algo
de sus hermanos los hombres y estos aún no le entiendan, ha de estar dispuesto
a «demostrar» con su vida coherente o con muerte la bondad de sus propuestas.
Nosotros creemos que a la religión y a la política la salva el laico (hombre religioso perteneciente al pueblo que lucha) que, por su vida, necesariamente encarna ambas realidades. Pero sobre todo, el laico, el seglar (secular) puede servir
mejor al hombre, porque junta en sí la energía de lo transcendente y la comunión
con los hombres en su concreto vivir, trabajar, sufrir y gozar.
Pero ¿dónde están esos laicos?, ¿quién se preocupa de suscitarlos, formarlos
y darles responsabilidad? Esa es nuestra preocupación y nuestra tarea, aceptada
como misión humana y divina.
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Miseria del hoy único
y omnipotente Dios
Es un tópico hablar de que, después de la caída del comunismo o del socialismo real en la ex-URSS y en los países del Este de Europa y de la abertura paulatina pero imparable de China al sistema capitalista, éste, el capitalismo, ha ganado la partida y, a juzgar por los programas de los Gobiernos, las aspiraciones de
los sindicatos y las propuestas de los partidos políticos, incluidos muchos denominados «de izquierdas», la ha ganado de forma definitiva e irrevocable.
Esta «marcha triunfal del sistema capitalista» que avanza incesante desde hace
más de 200 años, ha venido posibilitada, por encima de circunstanciales contratiempos, por tres realidades constitutivas y a la vez constituyentes del mismo:
1) El espíritu de lucro que, a través de la lucha competitiva, termina en
el monopolio de los más fuertes en todos los órdenes y en la marginación,
explotación o subordinación de los más débiles. La culminación de este proceso
son las empresas transnacionales o multinacionales.
2) La puesta al servicio del lucro de las posibilidades que la ciencia y la técnica han ido ofreciendo en orden a la producción de bienes. Este servicio sin ética
de la ciencia y la técnica está llegando a una superexplotación de la naturaleza que
puede acarrearle daños irreversibles.
3) La hipóstasis del dinero o elevación a la categoría de «persona» del
mismo, dotado de «derechos sagrados» más fuertes que los de la persona humana. El dinero ha pasado de ser un instrumento de cambio o un instrumento de
producción a erigirse en el «sujeto» de la economía y, por ende, de la política.
El decide, en función de su propia dinámica de conservación y reproducción, las
condiciones de vida y trabajo de los humanos, hasta el punto de que toda la legislación de los Estados está o va estando orientada a que el sistema financiero mundial goce de buena salud. Se considera ignorancia política recortar la «libre» iniciativa de las finanzas.
La mundialización del mercado y de la economía es el ámbito necesario para
que el dinero, superando y desarbolando los estados y naciones, imponga su
voluntad sin trabas. La interdependencia, con la que se pretende justificar la «necedad» de poner trabas al libre desenvolvimiento del sistema financiero, no es causa
sino efecto de la mundialización del mercado y la economía; interdependencia,
por lo demás, forzada con harta frecuencia mediante la destrucción de toda cul77
tura económica (y aun de toda cultura sin más) independiente que pudiera oponerse a la cultura monopolística de dominio universal.
El matrimonio entre las empresas transnacionales y las instituciones financieras, la servidumbre de la ciencia y la técnica a este complejo económico-financiero y la trilateralización de la política (o, lo que es lo mismo, el seguimiento por
parte de los Estados de los dictados «sugeridos» desde una institución privada –la
Trilateral– compuesta por un escogido número de notables de las finanzas, el derecho, la ciencia, etc. pertenecientes a EE.UU., Europa y Japón) son al mismo tiempo prueba y garantía de la sólida instauración del imperio del dinero.
Cuando las instituciones financieras de derecho internacional como el BM y
el FMI, según se expone en este mismo número de esta revista, están al servicio
del sistema financiero privado, y, a su vez, el BM y el FMI condicionan y determinan la economía de las naciones y de los individuos aun a costa de sus derechos más fundamentales como el existir y el sustentarse, lo que en realidad se está
haciendo es «absolutizando» al dinero, y esa es la categoría más propia de un
dios, ser «el absoluto», el incondicionado, el que, por el contrario, pone condiciones a la existencia de los demás y exige adoración y sumisión.
Pero este dios-dinero es un dios miserable, creador de miseria. Cuando,
según el profesor José Luis Sampedro, la ciencia y la técnica hacen posible ya la
erradicación del hambre y la miseria, el dinero, violentando a ambas, obliga a dos
terceras partes de la humanidad a vivir en medio de guerras, hambre, ignorancia
e impotencia.
Y para que no parezca mera elucubración lo que decimos, vaya un ejemplo
reciente y referido a nuestro país. Según datos oficiales remitidos al Parlamento
en 1990, el 100% de los créditos concedidos por España a través del Fondo de
Ayuda al Desarrollo (FAD) a Egipto (26.869 millones), Jordania (3.026 millones),
Lesoto (592 millones), Santo Tomé (247 millones), Somalia (3.318 millones),
Tailandia (455 millones), Zimbawe (1.686 millones) fueron destinados a material
militar. A Mozambique, con una renta per cápita de 80 dólares, se le concedieron
también para armas 892 millones de pesetas.
¿Qué otro derecho puede invocarse para semejantes acciones que no sea el
«derecho» del dinero a acrecentarse mediante la negación del «derecho a la vida»
de las personas?
Sin embargo, la miseria mayor del dios-dinero es que «cosifica» al hombre, le
reduce a mero objeto en un doble sentido; por una parte le priva de ser «sujeto
activo de su propio destino», y por otra le «cuantifica» como un dato más del proceso de acumulaciones de bienes y poder, suprimible o reducible en la medida que
estorba a tal proceso. El hombre queda degradado (desciende de su puesto) tanto
por el consumismo como por la miseria. Mientras el dinero siga siendo el dios
entronizado, el hombre será un ser destronado, cuyo fracaso está asegurado.
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Ante esta realidad, nosotros nos atrevemos a hacer una pregunta, que quiere ser un reto pero también un reproche y hasta una acusación; pregunta que dirigimos a los pensadores, a los políticos, a los sindicalista, a los economistas, a los
líderes religiosos, a todos en definitiva: ¿No es posible un sistema en que el dinero no tenga «derechos» sino las obligaciones propias de un siervo al servicio del
hombre?
No es que nosotros no seamos conscientes de que habita en el hombre el
deseo de acaparar y dominar. Lo que nos escandaliza y duele es que, conociendo
tales apetencias de la persona humana, no se haya sabido, podido o querido organizar el sistema económico en contra y no a favor de tal tendencia disgregadora
y opresora. Ha fallado o faltado la racionalidad y la ética frente a la negatividad
humana. Se ha organizado la vida de los hombres desde los instintos, no desde la
razón. Por eso la vida actual de los hombres es inhumana. ¿Quién tiene fuerzas
para organizarla de otra forma? Pongamos manos a la obra. Costará esfuerzo y
sacrificio, pero será liberador.
**********
Como complemento a esta editorial, y para fortalecer nuestra argumentación, aducimos ahora algunos textos, ya clásicos varios de ellos, de autores que
han testificado en el tiempo los caminos del dinero para dominar el mundo y las
consecuencias de tal dominio. Es sintomática la coincidencia de pensamiento
entre personajes tan dispares como Lenin, Pio XI y Brzezinski. ¿No será, acaso,
que el hecho es en sí evidente?
Textos para la memoria
«A medida que van aumentando las operaciones bancarias y que se concentran en un número reducido de establecimientos, los bancos, de modestos intermediarios que eran antes, se convierten en monopolistas omnipotentes que disponen de casi todo el capital monetario de todos los capitalistas y pequeños
patronos, así como de la mayor parte de los medios de producción y de las fuentes de materias primas de uno o de muchos países. Esta transformación de los
numerosos y modestos intermediarios en un puñado de monopolistas constituye
uno de los procesos fundamentales de la transformación del capitalismo en imperialismo capitalista».
«La concentración del capital y el aumento del giro de los bancos transforman radicalmente la importancia de estos últimos. Los capitalistas dispersos vienen a formar un capitalista colectivo».
«Entre el reducido número de bancos que, en virtud del proceso de concentración, se quedan al frente de toda la economía capitalista, se observa y se acen79
túa cada día más, como es natural, la tendencia a llegar a un acuerdo monopolista».
«Como resultado de la estrecha relación entre la industria y el mundo financiero, la libertad de movimiento de las sociedades industriales necesitadas de capital bancario se ve restringida».
«Paralelamente se desarrolla, por decirlo así, la unión personal de los bancos
con las grandes empresas industriales y comerciales, la fusión de los unos y de las
otras mediante la posesión de las acciones, mediante la entrada de los directores
de los bancos en los consejos de administración de las empresas industriales y
comerciales y viceversa».
«La “unión personal” de los bancos y de la industria se completa con la
“unión personal” de unas y otras sociedades en el Gobierno. En el Consejo de
Administración de un banco importante hallamos generalmente a algún miembro
del Parlamento o del Ayuntamiento».
«Lo que caracterizaba al viejo capitalismo era la exportación de mercancías. Lo que caracteriza al capitalismo moderno es la exportación de capital».
«Las asociaciones monopolistas de capitalistas se reparten entre sí en primer
lugar el mercado interior, apoderándose de un modo más o menos completo de
la producción del país. Pero bajo el capitalismo el mercado interior está inevitablemente enlazado con el exterior. Hace ya mucho que el capitalismo ha creado
un mercado mundial. Y, a medida que han ido aumentando la exportación de
capitales y se han ido ensanchando en todas las formas las relaciones con el
extranjero de las más grandes asociaciones monopolistas, la marcha “natural” de
las cosas ha llevado al acuerdo universal entre las mismas, a la constitución de cartels internacionales».
«El imperialismo, pues, es el capitalismo en la fase de desarrollo en que ha
tomado cuerpo la dominación de los monopolios y del capital financiero, ha
adquirido importancia la exportación de capitales, ha empezado el reparto del
mundo por los trusts y ha terminado el reparto de la tierra entre los países más
importantes».
(Hasta aquí ha hablado V.I. Lenin en «El Imperialismo, fase superior del
Capitalismo”, año 1917).
Habla ahora Pío XI:
«Salta a los ojos de todos que en nuestro tiempo no sólo se acumulan riquezas, sino que también se acumula una descomunal y tiránica potencia económica
en manos de unos pocos, que la mayoría de las veces no son dueños sino solo
custodios o administradores de una riqueza en depósito, que ellos manejan a su
voluntad y arbitrio».
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«Dominio ejercido de la manera más tiránica por aquellos que, teniendo en
sus manos el dinero y dominando sobre él, se apoderan también de las finanzas y
señorean sobre el crédito, y por esta razón administran, diríase, la sangre de que
vive toda la economía y tienen en sus manos así como el alma de la misma, de tal
modo que nadie puede ni aún respirar contra su voluntad».
«Esta acumulación de poder y de recursos, nota característica de la economía
contemporánea, es el fruto natural de la ilimitada libertad de los competidores, de
la que han sobrevivido sólo lo más poderosos, lo que con frecuencia es tanto como
decir los más violentos y los más desprovistos de conciencia».
«Tal acumulación de riqueza y de poder origina, a su vez, tres tipos de lucha:
se lucha en primer lugar por la hegemonía económica; se entabla luego el rudo
combate por adueñarse del poder público, para poder abusar de su influencia y
autoridad en los conflictos económicos; finalmente, pugnan entre sí los diferentes
estados, ya porque las naciones emplean su fuerza y su política para promover
cada cual los intereses económicos de sus súbditos, ya porque tratan de dirimir las
controversias políticas surgidas entre las naciones recurriendo a su poderío y
recursos económicos».
«Últimas consecuencias del espíritu individualista en economía son esas que
vosotros no sólo estáis viendo sino también padeciendo: la libre concurrencia se
ha destruido a sí misma; la dictadura económica se ha adueñado del mercado
libre; por consiguiente, al deseo de lucro ha sucedido la desenfrenada ambición de
poder; la economía toda se ha hecho horrendamente dura, cruel, atroz. A esto se
añaden los daños gravísimos que han surgido de la deplorable mezcla y confusión
entre las atribuciones y cargas del Estado y las de la economía, entre los cuales
daños, uno de los más graves es que el Estado se hace esclavo, entregado y
vendido a las pasiones y a las ambiciones humanas».
«Por lo que atañe a las naciones en sus relaciones mutuas, de una misma
fuente manan dos ríos diversos: por un lado, el “nacionalismo”; del otro, el no
menos funesto y execrable “internacionalismo” o imperialismo internacional
del dinero, para el cual donde está la ganancia allí está la patria».
(Todos los párrafos anteriores están tomados de la encíclica de Pío XI
«Quadragessimo anno», del año 1931).
Max Nordau afirma:
«La alta finanza constituye hoy una reducidísima aristocracia en la cual el que
llega de fuera no podría entrar por sus propias fuerzas, en tanto nosotros tengamos poder bastante para impedírselo».
«Tenemos un interés supremo en que nuestra clase, nuestra casta, no se haga
muy numerosa. Somos un conjunto de cinco o seis grandes casas que tienen en
sus manos todos los intereses financieros del mundo. Los Gobiernos dependen de
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nosotros, porque ningún Ministerio de Hacienda puede sostenerse sin contar con
nuestro beneplácito, ninguna guerra puede emprenderse sin nuestra aprobación».
«Nosotros no le impedimos a nadie que se haga rico. Por el contrario, con
los pobres no podemos entendernos para nada; nuestras simpatías están con los
millonarios».
«Adquiera usted oro, cree usted riqueza y le aplaudiremos con entusiasmo.
Esos propietarios de minas africanas y americanas que anualmente sacan de la tierra millones y más millones, esos fabricantes ingleses, esos reyes del petróleo y
esos ganaderos australianos, que cada día producen nuevos valores, cuentan con
todos nuestros aplausos.
Pero ellos son, sin embargo, únicamente los usufructuarios de sus millones,
que, apenas nacidos, entran en nuestro servicio. Sus millones son los reclutas de
que se compone nuestro ejército».
«Hacemos una distinción precisa entre un hombre rico y un financiero.
Millonario séalo en buena hora, pero financiero, nunca. Para ser miembro de
nuestra comunidad de intereses hay que ser nuestro vasallo o pertenecer a nuestra casta».
(Citado por Luis Capilla en «La Comisión Trilateral», 1993).
Continúa ahora Zbigniew Brzezinski, ideólogo de la Comisión Trilateral:
«Las fronteras políticas de los Estados nacionales resultan demasiado estrechas y limitadas para definir el alcance y las actividades de las empresas modernas. Los intereses humanos generales prosperan mejor en términos económicos cuando las fuerzas del mercado libre pueden trascender las fronteras
nacionales. Ha llegado el momento de levantar el asedio a que están sometidas las
empresas multinacionales para permitírseles continuar su inacabada tarea de desarrollo de la economía mundial».
«El Estado-nación, en cuanto unidad fundamental de la vida organizada del
hombre, ha dejado de ser la principal fuerza creativa: los bancos internacionales
y las corporaciones multinacionales actúan y planifican en términos que llevan
mucha ventaja sobre los conceptos políticos del Estado-nación. Los gobiernos sólo
sirven ya para disponer de una autoridad capaz de controlar los desórdenes internos que se producen en su zona de actuación».
«La paradoja de nuestra época consiste en que la humanidad está pasando
simultáneamente por un proceso de mayor unificación y de mayor fragmentación.
El tiempo y el espacio están tan comprimidos que la política global se encamina
hacia formas más vastas y entrelazadas de cooperación, así como hacia la disolución de la lealtades institucionales e ideológicas consagradas. En estas circunstancias la contigüidad, en lugar de promover unidad, genera tensiones estimuladas
por un nuevo sentimiento de congestión global».
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«En un mundo electrónicamente intercomunicado, el subdesarrollo absoluto
o relativo será intolerable, en especial cuando los países más avanzados empiecen
a superar la era industrial en la que los países menos desarrollados todavía tienen
que ingresar».
(Zbigniew Brzezinski en «La Era Tecnotrónica», 1979)
Terminamos dando la palabra al profesor Luis de Sebastián:
«En un día agitado de los mercados internacionales de moneda extranjera, el
valor de las transacciones que se realizan en el mundo puede llegar a un billón de
dólares, o sea, 115 billones de pesetas al cambio actual. Un billón de dólares
representa más de dos veces el valor del Producto Interior Bruto de España en
1991. Se comprende que no haya en el mundo banco central que pueda resistir
él solo una tormenta vendedora contra su moneda».
«Los agentes de los movimientos de divisas son los operadores en el mercado de divisas, que son departamentos especializados en las transacciones con
moneda extranjera de los grandes bancos, instituciones financieras, compañías de
seguros, fondos de pensiones, empresas multinacionales ... ; en una palabra, lo
que se llama inversores institucionales, que, disponiendo de grandes cantidades de dinero líquido o de un crédito sólido para obtenerlo de los bancos, intervienen en los mercados de divisas y financieros para proteger y aumentar el valor
de sus carteras de activos y los rendimientos que producen».
«Se puede estimar que en todo el mundo hay entre dos mil y tres mil agentes institucionales independientes, de los cuales unos treinta actúan como líderes, es decir, sus acciones arrastran al mercado. Son estas instituciones, todas juntas, las que poseen o pueden poseer en un momento dado unos siete u ocho
billones de dólares para dedicarlos a la compra y venta de moneda extranjera».
(Luís de Sebastián, «Mundo rico, mundo pobre», 1994)
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Pro Deo
Sorprendentemente (o felizmente si nos sirve para pensar y actuar con rectitud) está de «rabiosa» actualidad el problema de la corrupción política y económica, tanto en nuestro país como en Europa y, en general, en el mundo. Parece
como si esta civilización nuestra hedonista y utilitarista, seguidora y adoradora del
dinero y el poder, tuviese cierta tendencia natural a corromperse.
A diario nos martillean los medios de comunicación con el trágico comercio
de armas y estupefacientes, con la compra y venta de todo tipo de influencias, con
la irregular y opaca financiación de los partidos políticos, con el uso para enriquecerse de información privilegiada y la comercialización de la misma, con las
guerras provocadas y no resueltas, con las actuaciones delictivas de cargos públicos de especial relevancia, con la asidua especulación monetaria de los grandes
trusts financieros internacionales sin producir riqueza alguna objetiva, con la financiación constante de las ¿pérdidas? de las empresas transnacionales con dinero de
los ciudadanos, con las «maniobras» más o menos fallidas de y en los bancos, que
cuestan centenares de miles de millones de pesetas a los contribuyentes, con el
aumento real de la macroeconomía de los países y del mundo mientras aumenta
la pobreza e indefensión social de mayor número de personas, con el secuestro
de las instituciones por parte de los partidos políticos (véase en España la larga
interinidad en el cargo del Defensor del Pueblo o los problemas para elegir a los
miembros del Consejo Superior del Poder Judicial), etc.
¿No es necesario estar ciegos para creer que todo este conjunto de hechos
son «casos aislados» al margen de la constitución y funcionamiento de la sociedad
en cuanto tal?
Porque, en efecto, ¿qué es corromper y qué es corromperse? Sinónimos
de corromper son destruir, consumir, disipar, violar, arruinar, extraviar, echar a
perder, seducir, sobornar, falsificar. Todos estos verbos son transitivos, es decir,
siempre hay algo o alguien que corrompe y siempre hay algo o alguien corrompido.
Cuando, por el contrario, el verbo corromper se usa de forma reflexiva o
media, corromperse tiene el mismo significado pero indicando que el sujeto
corruptor y el objeto corrompido son idénticos, son la misma realidad o la misma
persona. El germen corruptor es intrínseco a la misma realidad que se corrompe.
No es igual, aplicado a nuestro caso, el que haya corrupción en nuestra sociedad debido a agentes, digamos, externos a la misma que luchan contra ella, que
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el que en la propia constitución de la sociedad se encuentren elementos degenerativos que tiendan a descomponerla y desintegrarla.
Entendemos por agentes externos a la sociedad los que, aun estando dentro
de ella, van a contrapelo de sus valores vigentes, y entendemos por elementos
degenerativos internos los valores en uso que, conformando la realidad social,
perturban la paz y la unidad, cuando no la existencia, de sus propios miembros.
Como ya hemos afirmado en anteriores artículos y editoriales, dos son los
valores vigentes en nuestra sociedad y que como tal la constituyen.
El primero es el ¿derecho? a la posesión ilimitada de bienes materiales y
de consumo, valor asumido en la estructura legal imperante que no pone coto
a la posesión individual a pesar de la llamada fiscalidad, y que imposibilita a los
pobres y excluidos la posesión de la riqueza ya existente, a pesar, también, de
la acción reivindicativa, que no transformadora, de la lucha sindical.
El segundo es el poder, es decir, la capacidad de imponer a otros la voluntad propia. No queremos extendernos ahora en dónde están y quiénes son los
que toman las decisiones que afectan a nuestra vida de ciudadanos y de personas.
Desde luego al pueblo se le escatima la preparación para tomar decisiones políticas por sí mismo, e igualmente la posibilidad de tomarlas. Por ley, el pueblo, tras
cada elección, abdica en quien lo gobierne y dirija.
Además, la interdependencia mundial, impuesta por los poderes económicos con el auxilio de la ciencia y la técnica, hace más compleja la toma de decisiones, cada día más concentrada en las pocas manos que poseen la información
adecuada.
Es evidente que, de hecho, la corrupción le viene a la sociedad tanto de
agentes externos como internos, y que estos últimos son los más peligros y disolventes. Si se quiere librar a la sociedad de su aniquilamiento, habrá que luchar
frente a los dos, pero será lo más urgente, por ser lo más importante, la creación
de nuevos valores de solidaridad y servicio que sustituyan y neutralicen a los venenosos del acaparamiento y del dominio, causantes de toda lucha y muerte entre
los hombres.
El problema, sin embargo, está en cómo luchar frente a los que hemos llamado agentes externos e internos de corrupción para introducir en la sociedad
los valores de comunión en toda clase de bienes y de disponibilidad en el servicio
de unos con otros.
Supuesta la ¿buena? voluntad de los reformadores o transformadores, éstos
pueden seguir tres caminos: domar, amaestrar o educar a la sociedad.
Para la doma basta la fuerza bruta: castigar con efectividad y contundencia
a cuantos delinquen. El gravísimo inconveniente para este camino, que le invalida como solución humana, es, por una parte, que no parece digno imponer a
nadie aquello de lo que no está convencido, y, por otra, que tampoco resulta fácil
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arbitrar cómo castigar los delitos de los encargados de castigar (entiéndase de
mantener el orden), más difícil cuanto más ellos detentan el poder de coerción.
Para el amaestramiento es suficiente el diestro manejo de los resortes psicológicos, hábilmente concretado en la acción sobre la conciencia de los ciudadanos
a través de todo tipo de propaganda, desde ideas y sentimientos hasta detergentes y desodorantes, abundantemente vertida por los medios de comunicación
social.
No cabe duda de que este método destruye lo más profundo de la libertad
humana. Los ¿valores? así insuflados no alcanzan el nivel de la deliberación y de
la elección propio de la responsabilidad humana y, por tanto, no resulta válido
semejante método para regenerar la sociedad, sino, más bien, para dormirla,
nunca para ponerla en tensa vigilia de salvación.
Educar, por el contrario, conlleva conseguir, partiendo de las posibilidades y
facultades de cada uno, que las personas y ciudadanos accedan por sí mismos
a la verdad, la acepten como un bien y la abracen con coherente honradez aún
con merma de sus propios intereses individuales. Queremos decir que sin una
interiorización de valores, así adquiridos en el acercamiento a la verdad, al bien y
a la honradez, no hay base posible para mejora social alguna.
Cae de su peso –y no es de la menor importancia– que cuantos quieran ser
reformadores, transformadores o rectores sociales han de ser los primeros en interiorizar y vivir los valores de solidaridad y servicio.
Pero nos interesa ahora alertar sobre el frecuente engaño de creer que bastan unas buenas leyes correctamente formuladas para que la sociedad marche
bien. La ley, mientras cada uno no la asuma como reflejo de la verdad, del bien y
de la justicia, es algo externo a la persona. La ley, sin más, inmediatamente pone
a trabajar a la creatividad humana para descubrir los mil modos y maneras de eludirla cuando choca con los intereses particulares del individuo.
Es más, la ley sola no hace bueno ni recto a nadie, porque ella puede, a lo
más, decirnos dónde está el bien o el mal, pero es incapaz siempre de proporcionar el coraje y la fuerza interior para cumplirla.
No hace falta recurrir a Pablo de Tarso, quien afirma: «Hago el mal que no
quiero», ni a Horacio de Roma, quien sentencia: «Comprendo lo que es el bien y
lo apruebo pero me adhiero al mal», para constatar una experiencia de validez universal: que hay gran distancia entre la percepción del bien (lo que ya no es nada
fácil) y la voluntad y la fuerza para realizarlo.
Esta realidad antropológica, constatada pero mal comprendida y asimilada,
ha llevado muchas veces a obligar al bien violentando la libertad humana, otras a
dejar a cada uno campar por sus respetos en continua colisión con los otros, con
frecuencia a aceptar como bueno lo consensuado por los fuertes y casi siempre a
tratar a los ciudadanos como menores de edad. Pues, en efecto, no es casual que
corrientemente se justifique la necesidad de la existencia del Estado frente a la
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sociedad y en la sociedad por la falta de voluntariedad de los individuos del cuerpo social para contribuir al bien común.
En definitiva, queremos hacer caer en la cuenta de que, para implantar en la
sociedad los valores de solidaridad y servicio que eviten la corrupción, ninguna
imposición sobre el hombre es buena. Ni la violencia, ni el amaestramiento, ni las
leyes son suficientes. La verdad, el bien y la justicia ha de descubrirlas el hombre
desde su interior, aunque para ello tenga que mirar también fuera de sí, y, además
necesita ser salvado o curado de su desacuerdo entre el pensar el bien y obrar
el bien, desacuerdo cuya raíz es el amor propio cristalizado en egoísmo.
Para que surjan en su corazón los anhelados valores de solidaridad y servicio,
necesita el hombre bajar a la raíz de su comunión con los demás, que no puede
ser, contra lo que comúnmente se afirma, sólo la comunión en la naturaleza
humana; pues, expresada y vivida ésta en clave darwinista, origina, como ha
sucedido, feroz lucha entre los individuos de la especie por sobrevivir, superando,
dominando y eliminando a los débiles, y no saldríamos, por tanto, del círculo vicioso de la necesidad de acaparar y dominar.
La raíz de la comunión con los demás, con los otros, no está en la línea de
la necesidad, propia de la naturaleza, sino en la de la gratuidad, propia del ser
personal.
Sólo si, desde su condición de persona que puede realizar actos gratuitos, no
impuestos, el hombre descubre la gratuidad de su existencia y de toda existencia, encontrará la raíz de su comunión con los otros en la voluntad de un Otro
personal que gratuitamente, es decir, sin verse obligado, por puro amor donante,
le ha llamado a él y a cuanto existe a la existencia y al que se encuentra esencialmente referido, juntamente con todos los demás y lo demás, y con el que como
personas El y nosotros podemos entrar en diálogo.
Sin un sentido religioso, en suma, no puede el hombre ser virtuoso, porque
no puede sustraerse a la necesidad.
La tesis cristiana de un Dios Padre del que todos somos hijos y, por ello, imagen, la entrada de ese Dios en la historia humana especialmente a través de Jesús
de Nazaret, aceptando en su carne nuestros desajustes, sufrimientos e injusticias
y en el que todos quedamos hermanos, el amor mutuo hasta el sacrificio como
norma de vida, el valor indescriptible de toda vida humana salvada en Él, etc., sí
son base firme para la comunión entre los hombres en la solidaridad y el servicio
y para la regeneración de esta sociedad enferma de egoísmo e individualismo.
Por todo ello, nosotros estamos PRO DEO, a favor de Dios, porque por encima de las infidelidades, más o menos graves o gravísimas, de los llamados creyentes, la actitud religiosa es la única forma seria de estar a favor del hombre y de
la sociedad. Lo demás vendrá por añadidura, incluida una economía y una política justas.
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Profetas… y mártires
La sociedad actual –la de nuestro país y nuestro entorno de naciones ricas–
no aguanta a los profetas.
Una sociedad individualista y hedonista, tal como se ha estructurado e hipostasiado en la cultura neoliberal reinante, sobre todo a partir de la caída del muro
de Berlín y de la URSS, está incapacitada para comprender la crítica a su comportamiento y la exigencia ética de renunciar a cotas de consumo y bienestar en
provecho de otros. Cree haber triunfado para siempre de veleidades sociales,
colectivas o socialistas.
El valor supremo es el individuo, que no la persona. Cada uno tiene la convicción de que él es el centro y la máxima autoridad de sus decisiones y comportamientos y, al mismo tiempo, la fuente de la ética, es decir, la justificación de sus
propios actos, que, siendo suyos, son buenos. Lo importante es obrar con la
mayor espontaneidad posible ante sí y para sí. No admite, porque no ha lugar a
ello, criterios que sean propuestos desde fuera ni, tampoco, desde lo que podría
entenderse por orden objetivo. No hay comunión con el otro –lo que estaría en
línea de persona– sino monarquía absoluta de cada sujeto, y, luego, alianza de
intereses.
Con estos planteamientos se llega, a lo sumo, a comportamientos colectivos
por consenso. Ahora bien, como quiera que nuestra sociedad –en la que estamos
inmersos– es de ricos y opulentos (los bimillonarios actuales del Norte ya poseen
más del 45% del PIB mundial) o de aspirantes a serlo, el consenso recae de nuevo,
en un paradójico círculo vicioso, en propiciar el individualismo; pero ya, legalizado. Cada vez más, el individuo es sujeto de derecho, convirtiéndose en un absoluto, es decir, desatado, suelto, sin trabas ni referencia, que es lo que etimológicamente significa absoluto. Así, anda desatado el derecho a enriquecerse sin
medida y a poseer sin límites; desatado el derecho a la competencia en todos los
órdenes aunque termine en la exclusión de los menos competitivos, no importa
que sean millones; desatado el derecho a la sexualidad; desatado el derecho de
comprar y vender aunque sean vidas ajenas a través, por ejemplo, del mercado
agropecuario o de la libertad de contratación de mano de obra; etc.
Es de notar en esta situación la paradoja del individualismo. Parecería lógico
que en una cultura individualista la «despreocupación» de unos y de otros llevara a
dejarse en paz mutuamente. Sin embargo, lo que se constata es la lucha de todos
contra todos y una desigualdad entre individuos cada vez más acusada e hiriente.
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Y es que el prójimo es una realidad mostrenca que no hay manera de quitársela
de encima. El individualismo, desde luego, elige la confrontación.
Por eso, en tal contexto, la protesta que genera este estado de cosas, al estar
los criterios individualistas también profundamente enraizados en los desfavorecidos y en las víctimas, es casi siempre reivindicativa. No se pretende la comunión
entre las personas, sino la participación en el festín.
Lo más grave, no obstante, es que a fuerza de practicar el individualismo se
han creado unas convicciones, transformadas después en evidencias, que terminan –han terminado– constituyendo una racionalidad cerrada, impotente ya de
cuestionar el punto de partida. Todo puede razonarse –y se razona– pero a partir
del intocable dogma neoliberal. Así procede hoy en su mayor parte la llamada
ciencia económica. Naturalmente, una racionalidad de ese tipo es necesariamente inmanentista, arreligiosa, sin religación a algo o a alguien transcendente e interpelante. Por todo ello, para muchos ya no es ni siquiera pensable otra racionalidad que parta de la comunión interpersonal.
Esta mentalidad, que se extiende con harta frecuencia a los comportamientos religiosos, lleva a considerar «el mundo», desde planteamientos espiritualistas,
como inabordable, y, desde planteamientos progresistas, como no cohonestable
con una moral exigente. En ambos casos hay que dejarle que siga su marcha tal
cual es sin intentar cambiarlo.
Con estos presupuestos socioculturales, el profeta, que habla desde la racionalidad de la comunión y la trascendencia, no sólo es que resulte incómodo como
siempre ha sido, sino que se hace insufrible e inaguantable, porque se ve obligado a denunciar a todos. Con fuerza, a los poderosos, responsables sociales del
hambre y la miseria y sostenedores de la irracional racionalidad del desorden existente, y con fuerza, a los pobres y a las víctimas que, con frecuencia, ignoran los
caminos de la promoción cambiándolos por los de la revuelta.
Porque profetas son las personas que hacen de su vida profesión de denuncia del mal y la injusticia al tiempo que de encarnación de una vida abierta y comunitaria, libre de la hipocresía de la riqueza y el bienestar. Por fraternos, sufren con
la degradación moral de los injustos y con la pasión y el sufrimiento de las víctimas. Por religiosos, desvelan cuanto en el hombre existe de posibilidad de superación y redención. Exigen, pero alientan. Acusan, pero llevan sobre sus hombros
al caído. Gritan, pero esperan.
A menudo, la compañía del profeta es la soledad. Soledad porque se le deja
sólo. Ni se le sigue ni se le comprende, cuando no se hace mofa de él. Soledad
porque las acusaciones que recibe de incoherente o de idealista le obligan a radicalizar su forma de vida. Soledad porque aún no ha cuajado en la vida social la
utopía que él vive y afirma.
Compañera asidua, también, del profeta es la persecución por parte de los
beneficiarios del sistema injusto. Pero esta persecución, que es su martirio, su
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sufrimiento, a veces con efusión de sangre, es, asimismo, su martirio-testimonio.
Testifica que es posible otro orden de cosas más justo y noble.
Tal vez, a muchos ojos y oídos parezca y suene a extraño cuanto aquí va
escrito. Tal vez porque no se encuentran profetas entre nosotros. Tal vez porque
no oigamos a los que de lejos (desde el Tercer Mundo por ejemplo) nos gritan. Tal
vez porque hoy ya no los perseguimos, sino que los marginamos. ¿No se apunta
por ahí cuando se habla de grupos marginales? Porque, ¿qué grupo social, político o religioso influyente no comenzó siendo marginal en el mundo en que nació?
¿No es esto condición para que crezca hacia abajo, se enraíce y después sea más
frondoso y más abundante su fruto?
Lo que sí afirmamos es que nuestra sociedad necesita profetas y grupos de
profetas que con su martirio-sufrimiento-testimonio den otro ritmo y sabor al
mundo, y que no tengan miedo a la soledad o la marginación, porque un profeta, en realidad de verdad nunca está solo, porque lleva la divinidad consigo.
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Beneficencia y justicia
«El 66% de los españoles, a favor de destinar el 0,7% del PIB nacional al
Tercer Mundo», titulaba la página de sociedad un diario nacional el 1 de diciembre, y proseguía en subtítulo: «El 55% está dispuesto a dar dinero de su bolsillo a
las ONGs». «Ahora España –continúa en el cuerpo del artículo– destina el 0,2%,
y existe el compromiso de elevar este índice hasta el 0,5% el próximo año».
Resulta alentador constatar –enfatizaba nuestro Rey en su saludo de Navidad
dirigido a todos los españoles el día 24 de diciembre de este año 1994– que la
sociedad española, y en especial nuestra juventud, ha dado muestras elocuentes
de su capacidad para movilizar las conciencias en favor de nobles ideales y para
aportar su esfuerzo generoso en beneficio de los que menos tienen y de los que
más sufren». Se estaba sin duda refiriendo también a la campaña del 0,7% y a la
masacre de Ruanda fundamentalmente.
Durante todo el mes de diciembre, desde el Ministerio de Asuntos Sociales
principalmente, se está llevando a cabo en nuestro país una amplia campaña en
favor del voluntariado. Ofreciendo a los «voluntarios» (sin duda para que aumente
la «voluntariedad») incentivos para obtener préstamos, vivienda y trabajo.
Mientras tanto, en este mismo mes de diciembre, el Informe sobre Desarrollo
Humano de 1994 del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
hace, entre otras no menos graves, las siguientes afirmaciones:
«Los países ricos consumen cuatro quintas partes del capital natural de la
humanidad sin estar obligados a pagar por él».
«Una quinta parte de la humanidad cuenta con las cuatro quintas partes del
ingreso mundial».
«La quinta parte más pobre del mundo ¿disfruta? solamente del 1,4% del PIB
mundial; el porcentaje de su comercio exterior es del 0,9 con respecto al mundial;
su ahorro interno, el 0,7% y su inversión interna, el 0,9%».
«El gasto militar mundial es igual al ingreso de casi la mitad de la población
del mundo. Los 815.000 millones de dólares gastados en armamentos en 1992
fueron igual al ingreso combinado del 49% de la población mundial».
«Los cinco principales países exportadores, que venden un 86% del armamento convencional exportado a los países en desarrollo, son miembros permanentes del Consejo de Seguridad; en orden descendente, Rusia, EE.UU., Francia,
China y el Reino Unido. Dos tercios de esas armas se venden a diez países en
desarrollo, entre ellos algunos de los más pobres del mundo».
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«La diferencia de la participación en los ingresos mundiales entre el 20%
más pobre y el 20 % más rico era en 1960 de uno a treinta, pero en 1991 pasó
a ser de uno a sesenta y uno».
«Es necesario, también, ampliar el concepto de cooperación al intercambio
comercial, a las inversiones privadas, a la mano de obra, a las corrientes comerciales, a las finanzas internacionales y a la deuda externa».
«Se haría una contribución sustancial al desarrollo de los países pobres si se
pudiera persuadir a los países industrializados a que cancelen la deuda de los países pobres, a condición de que ese dinero se destine al desarrollo social». «Sólo
en 1992 los países en desarrollo tuvieron que pagar 160.000 millones de dólares de deuda, importe más de dos veces y media superior al de la ayuda oficial y
superior en 60.000 millones de dólares al total de la corriente de recursos privados hacia los países en desarrollo en ese mismo año».
«Es necesario reestructurar las organizaciones de las Naciones Unidas y las
instituciones de Bretton Woods (el Banco Mundial, el Fondo Monetario
Internacional y, de alguna manera, el Gatt)».
Contrastar estas afirmaciones del PNUD con las que, referidas a nuestro
país, recogemos en el inicio de este editorial nos produce cuando menos perplejidad y desasosiego de la mente y el corazón cuando no indignación, debido a los
graves interrogantes que tal contraste nos plantea,
¿Es posible que, frente a la envergadura del problema de la pobreza y de la
injusticia mundial, se crea eficaz la limosna del 0,7% de un país o de muchos países?
¿Nadie ha pensado que, sin condonar su deuda, sin reducir (suprimir más
bien) el armamentismo, sometidos a la dictadura de las finanzas, del mercado, de
la desvalorización de sus materias primas y al yugo de las empresas transnacionales, etc., la distancia entre países pobres y ricos irá en aumento; sin que valga
acusar de ello a la superpoblación, cuando en los últimos veinte años la producción de bienes se ha multiplicado por seis mientras la población mundial apenas
se ha duplicado?
La reforma de las Naciones Unidas, de las Instituciones de Bretton Woods
que pide el PNUD, ¿va a conseguirse con limosnas y unas horas de trabajo cuidando enfermos, ancianos o niños?
¿Transforma la limosna y la beneficencia, por muy estatal y generosa que
sea, el mercado mundial, el poder de las transnacionales y el sistema financiero,
tal como, utilizando el sentido común, reclama el PNUD?
Nuestro país, que entre 180 países ocupa el número 23 en el índice de desarrollo humano y por tanto clasificado entre los de desarrollo alto, ¿no puede perdonar la deuda externa a los países de desarrollo humano medio y bajo?
94
¿Puede decirse que alguien tiene conciencia social, y no de benefactor o
limosnero, si no ha descubierto el entramado institucional tanto económico como
político y cultural que sustenta las guerras y la pobreza? ¿Qué sentido tiene atacar
los efectos de la injusticia dejando actuar libre e impunemente a las causas que la
provocan?
Paliar los efectos de la injusticia sin luchar contra la injusticia misma ¿no es
una cooperación con los injustos y una incitación a que lo sean, pues tienen
garantizado que alguien se ocupará de reedificar lo que ellos arruinan y desbaratan?
Reconociéndoles algún valor a la limosna y a la beneficencia, ¿por qué otorgarles la categoría de instrumentos adecuados para la implantación de la justicia?
Suponiendo –y es demasiado suponer como demuestra la experiencia– que
la limosna socorriese puntualmente la miseria de todos los pobres, ¿dónde quedaría la dignidad de tales pobres siempre en dependencia de los ricos y poderosos? ¿O es que los pobres no tienen dignidad?
En campañas como las realizadas este año en nuestro país ¿no se está utilizando el natural anhelo de justicia de la juventud para, conduciendo su coraje por
caminos secundarios, ocultar la verdadera culpabilidad de los responsables sociales, económicos y políticos de la actual situación?
Después de haber reflexionado en cuanto antecede, cualquiera puede contestar a los interrogantes planteados según su conciencia, desde donde el sentido
común y la honradez le aconseje.
Nosotros, por si sirve de ayuda, ofrecemos ahora nuestro punto de vista, en
diálogo, con dos clases de posibles lectores, los creyentes, en concreto los cristianos, y los no creyentes, aunque estimamos que a ambos les vendrá bien cuanto al
otro decimos.
Compartimos con los creyentes:
1. Que cada una de las personas, por imagen e hija de Dios, es digna de que
se la defienda, se la ayude y se la sirva, en sus concretas e individuales necesidades, máxime si, por pobre, se identifica más con el Señor Jesús.
2. Que el ejercicio de la Caridad, es decir, del servicio al prójimo por AMOR
DE DIOS, es tan amplio que nadie puede agotar todas las posibilidades y, por eso,
unos se sienten llamados, vocacionados, a este servicio concreto en favor de los
hermanos y otros al otro.
3. Que entre los creyentes se han dado y se siguen dando ejemplos de acendrada abnegación y entrega a los demás, incluso pagando con la vida, como se ha
puesto de manifiesto a lo largo del año que termina.
Pero, sentado esto, nos atrevemos a decir que, como conjunto social, con
harta frecuencia desfiguramos, caricaturizamos, arruinamos o destruimos la
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Caridad cuando en nuestro «servicio» al prójimo prescindimos de aspectos esenciales de la misma.
Permítasenos hacernos entender desde una cita del Concilio Vaticano II:
(Decreto Apostolicam Actuositatem, Nº 8, punto 5).
«Para que el ejercicio de la Caridad... aparezca como tal es necesario que...
se considere con la máxima delicadeza la libertad y dignidad de la persona que
recibe el auxilio; que no se manche la pureza de intención con ningún interés de
la propia utilidad o por deseo de dominar; se satisfaga ante todo, a las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda de caridad lo que ya se debe por
título de justicia; se quiten las causas de los males, no sólo los efectos, y se ordene el auxilio de forma que, quienes lo reciben, poco a poco se vayan liberando
de la dependencia externa y se vayan bastando por si mismos».
A la luz de estas palabras, se comprende con facilidad que las campañas llevadas a cabo en nuestro país, ocasión de este editorial, no están orientadas a las
exigencias de la justicia, ni a la erradicación de las causas del mal, ni por ello, a
que los pobres se liberen de la dependencia ajena, y se comprende también que
a los cristianos su fe les exige ir mucho más lejos de lo que van estas campañas.
Por consiguiente, cuando los cristianos, en su conjunto, o al menos en número socialmente significativo, no plantan cara al sistema económico neocapitalista y neoliberal, que, al no existir otro de hecho hoy en el mundo, es el responsable de la pobreza, el hambre y la muerte de millones de personas, faltan a la
caridad como se la exige el Concilio.
Cuando el ordenamiento político internacional permite la prepotencia de los
países ricos sobre los pobres, bien a través del veto de que gozan en la ONU, bien
a través de su potencia económica y cultural, bien por cualquier otro medio; cuando en el ordenamiento político nacional se prima al Estado frente a la sociedad y
a la economía frente a los derechos humanos, y los cristianos se instalan sin problemas de conciencia en tales ordenamientos ¿qué valor real tiene la Doctrina
Social de la Iglesia cuando habla de la dignidad y del protagonismo de la persona
y los pueblos en la vida personal y social?
Cuando se aceptan, de hecho y con la vida, los planteamientos hedonistas,
consumistas e individualistas de nuestra cultura sin alumbrar, al menos en grupos
significativos, nuevas formas sociales de vida hechas de responsabilidad comprometida, de austeridad y de solidaridad, la limosna ofrecida a los pobres, desde
nuestra opulencia individual y social, es una ofensa a la dignidad de los pobres y
no Caridad cristiana. Creer en la Encarnación de Dios es creer en un descenso de
Dios al nivel humano. Por ello, mientras la Caridad no sea un descenso vital al
nivel de los pobres en todos los sentidos, el cristiano no encarna adecuadamente
la Encarnación de su Dios, no le es fiel. Y de veras, las campañas al uso que hacemos ¿cuestionan en algo fundamental nuestros niveles de vida y nuestras formas
de vida?
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Lo que, en definitiva, queremos decir es que, sin una presencia activa de los
cristianos, y con mayor razón si son seglares, en el campo de la economía, de la
política, de las asociaciones sociales y de la cultura, traicionamos el mensaje de
Amor y Caridad del que de palabra decimos vivir.
Y no estamos defendiendo el confesionalismo. Al contrario, lo que pedimos
es que se actúe al lado y con los pobres y los pueblos en su lucha por la justicia
y la dignidad. La revisión de lo que acontece en esa lucha y esfuerzo de los
pobres y los pueblos determinará la calidad y el modo de la participación de los
cristianos, que, desde luego, no podrá ser nunca ni el gueto ni el abandono.
Nos dirigimos ahora a los no creyentes, es decir, a aquellas personas que no
fundamentan su acción y su compromiso social en motivaciones estrictamente
religiosas.
En primer lugar, tendrán todos que convenir con nosotros que la situación de
los pobres, y en especial de los países del Tercer Mundo es efecto de la injusticia,
pero de una injusticia no tanto (o no sólo) personal cuanto institucional. Queremos
decir que desde la legalidad hoy vigente para el mercado y el comercio, para las
finanzas, para los préstamos, para los precios de las materias primas, para la contratación laboral en los distintos países, para la soberanía de las naciones, para el
funcionamiento de la ONU, etc., la injusta desigualdad resulta «legal», es decir,
conforme a lo que se llama el derecho positivo; lo cual es ya la madre de todas las
injusticias. Aunque no se tenga para comer, hay que pagar la deuda y sus intereses, por ejemplo.
En semejante contexto la beneficencia y la limosna, por cuantiosa que sea,
queda fuera de lugar como camino para la solución del problema de la pobreza en
el mundo. Lo que se necesita y lo que por desgracia se ha olvidado de tanto repetirlo es un Nuevo Orden Económico Internacional (el tan anhelado NOEI) y un
Nuevo Orden Político Mundial y Nacional, sancionados y reflejados en textos legales, de manera que el acaparamiento y mal uso de la riqueza así como el mantenimiento y la explotación de la pobreza y la necesidad ajena sean punibles, tanto
a nivel individual como de corporaciones o estados; donde nunca, con la ley en la
mano, una minoría de naciones ricas impongan su voluntad a la mayoría de los
países pobres.
Ahora bien, semejante objetivo resultará imposible de conseguir sin una
amplia, comprometida y dolorosa lucha social que ilegitime las injustas instituciones vigentes. Lucha que, por sí misma, solamente, no pueden llevar a cabo las
ONGs o cualquier otro tipo de asociaciones benéficas que normalmente viven de
los donativos de las sociedades ricas y de los mismos estados poderosos, que, además suelen utilizarlas para crear una buena imagen del gobierno que las ayuda y
protege. No fue casual, que cuando en el Foro Alternativo, celebrado en Madrid
en septiembre-octubre pasado, se propuso una crítica radical al Fondo Monetario
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Internacional y al Banco Mundial, la Coordinadora Nacional de las ONGs se retirara del mismo.
Como tampoco fue mera anécdota que nuestro partido político «más a la
izquierda», partícipe durante un año con sus siglas en una campaña nacional e
internacional contra el GATT, apruebe su ratificación en el Congreso de los
Diputados con el voto afirmativo de todos sus diputados presentes. Sin duda,
nuestros partidos políticos, por encima de hueros verbalismos, están comprometidos, vía UE, con el mundo de los ricos y en su estrategia no entra arriesgarse de
veras por la justicia de los pobres del mundo. Nuestros partidos, todos, forman
parte del sistema legal vigente que es preciso transformar.
De ahí para nosotros la importancia y la esperanza que ponemos en los
movimientos sociales que con libertad, espontaneidad y creatividad propugnan y
pugnan por otro tipo de relaciones humanas más fraternas, más fluidas y justas y
que no se dejan integrar o atrapar en y por la lenta burocracia de las rígidas estructuras. En la medida en que los movimientos sociales sean más independientes del
sistema y sus aledaños, mejor alumbrarán un tipo de sociedad distinta, más autogestionaria pero también más solidaria.
En este sentido, si el movimiento del 0,7% en España significa un despertar
de nuestra juventud de la modorra del conformismo ante un mundo radicalmente
injusto sea bienvenido. Pero si ese despertar no se transforma en un empeño serio
por cambiar las formas de vida y las estructuras injustas y se le domestica en una
ingenua oración de súplica a los poderosos por los pobres, pasará sin dejar huella, diluido en el desencanto o en el acomodo a la situación.
En contra de la opinión de un prestigioso sociólogo de moda, nos atrevemos
a dudar de que el movimiento social más importante del año haya sido en nuestro país la campaña del 0,7%. ¿No tiene acaso más contenido revolucionario juntar en Madrid más de 15.000 personas pidiendo la desaparición del Banco
Mundial y del Fondo Monetario Internacional, como consiguió la Campaña 50
Años Bastan el día 2 de octubre?
Para terminar. La beneficencia será siempre ocasional, aunque necesaria en
casos concretos y a corto plazo, frente a los desmanes de la injusticia. Cuando se
la quiere convertir en instrumento de justicia, se vuelve injusta. La implantación de
la justicia exige siempre cambios en el orden institucional. Estrellar el anhelo renovador de la juventud en la mera reivindicación de limosna ante los poderosos es
castrar la posibilidad de cambio social que toda juventud puede aportar.
En nuestra sociedad es necesario cambiar el enfoque. En lugar de dedicarse
tantos a socorrer a las víctimas, convendría que todos nos dedicásemos a perseguir a los ladrones, es decir, al orden social en que vivimos y del que vivimos. No
podemos pretender levantar al pobre mientras nuestro pie oprime el pecho del
caído.
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Inestimable vida, la de todos
Entre los derechos humanos, sin duda, el primero es el derecho a la vida. De
ahí que no entendamos que, para quienes, de una u otra manera, aseveran respetarla y defenderla, no tenga la vida rango de valor absoluto, por encima de toda
clase de dificultades y condicionamientos.
Porque, en verdad, encontramos contradictoria la actitud frente a la vida de
muchos grupos, ideologías y militancias que, desde la inconsecuencia y la parcialidad, cuando no desde razonamientos sesgados, niegan, en la práctica, el valor
absoluto de tal derecho.
Nosotros, en efecto, nos preguntamos: ¿Por qué muchos, que afirman defender en torno a la vida humana la dignidad, la justicia y la igualdad, abogan al
mismo tiempo por el aborto y la eutanasia, atentando así contra el comienzo y el
final de la vida?
¿Por qué, por el contrario, otros muchos, debeladores sin descanso contra el
aborto y la eutanasia, se despreocupan luego de comprometerse con el mismo
tesón con la justicia, la igualdad y la dignidad humana, y hasta se sienten, con
harta frecuencia, proclives a la pena de muerte?
Quienes, alarmados –dicen– por la falta de recursos, proponen una drástica
reducción de la población, especialmente entre los pobres, ¿cómo es que no
renuncian al consumismo y al derroche propio y al de las ricas sociedades en que
viven?
Los otros que propugnan la libertad absoluta de traer hijos al mundo, ¿hasta
qué punto están presentes en el esfuerzo por conseguir que la vida de todos los
nacidos sea digna y verdaderamente libre y humana?
Quienes, especialmente en nuestras sociedades opulentas, claman con razón
contra la pena de muerte, ¿gritan con igual intensidad contra las guerras y, sobre
todo, contra la producción y venta de armas, negocio del que la nación a la que
pertenecen suele obtener pingües beneficios económicos?
¿Cómo es posible que, quienes encuentran adecuado el acaparamiento ilimitado y el dominio absoluto y privado de toda clase de bienes (para desarrollar
–argumentan– su libertad e iniciativa, anejas a la vida), no comprendan que a otros
dejan al desnudo de la miseria, el hambre y la muerte, negadores de la vida?
Los paladines del desarrollismo a ultranza, sin tope para el consumo de energía y de materias primas, ¿son acaso tan torpes como para no ver que topan con
las limitaciones del soporte de la vida humana, la naturaleza, y que exponen a los
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futuros vivientes a una vida en precario, si es que no se la imposibilitan por completo?
Y lo grave de esta situación es que, mientras la vida humana se sigue deteriorando día tras día (¿o tenemos que volver a nombrar los genocidios, las guerras,
las dictaduras, el hambre, el paro, la marginación y la progresiva agresión a la
naturaleza, todo ello a escala mundial?), cada grupo e ideología, lejos de integrar
las razones del otro, utiliza las propias como arma contra el adversario, empecinándose en no ver su negativa actitud frente a fundamentales aspectos de la vida.
Contra tanta argumentación parcial, la lógica del sentido común pide comprender la vida como una unidad a defender, proteger y alentar de principio a fin
y a dotarla de todos los medios necesarios para su normal conservación y desarrollo; en armonía –que exige igualdad fundamental y comunión– con las demás
vidas humanas, y bien plantada en el suelo de la nutricia naturaleza, con esmero
cuidada y conservada.
Que de esta visión unitaria y armónica carecen las posturas al principio citadas, es fácil de percibir. Por eso todas atentan contra la vida humana en algún
aspecto relativo a los fines o a los medios.
Y es que en la defensa de la vida no vale prescindir de nada de lo que la constituye y la sustenta: ya sea la posibilidad real de su existencia; ya sea el soporte
natural, a todos en común ofrecido, de la tierra, el agua, el aire y el fuego (según
tipificaban los sabios antiguos); ya sea la compañía «amistosa» de los otros, dado
que sólo en «convivencia» fraterna es posible vivir humanamente; ya sea, también,
la posibilidad del real ejercicio de la razón y la libertad, específicas notas de la vida
humana.
El necesario esfuerzo por mantener la vida en todas sus implicaciones no
puede, no debe llevar al cansancio y al abandono, sino al gozo de sentirse portadores del máximo valor de la realidad.
Porque la razón profunda –creemos nosotros– de los desajustes y posturas
apuntadas, así como de cualquier atentado contra la vida, está en el egoísmo narcisista, ciego y suicida, de personas y grupos que, «centrados en sí mismos», no
han descubierto la «inapropiabilidad» de la vida en sí misma. La vida, de suyo, de
tal modo supera a los individuos concretos que más que poseerla somos por ella
poseídos, ya que nos viene «dada» sin que nadie haya podido merecerla ni conquistarla por sí y para sí. La vida siempre la debemos; de ahí que nunca nos sea
propia de una manera absoluta y total.
Si vivimos, es por la voluntad de otros seres vivos que nos quisieron vivos.
Hasta nuestra rebeldía frente a la vida es posible sólo desde ese «don» originario
de la existencia, y existencia consciente. Explicado el origen de la vida, de acuerdo con la fe de cada uno, por el azar o por la providencia, siempre emerge el misterio de que la total comprensión y dominio de la vida escapa, en el origen, a la
voluntad de la persona o individuo que la disfruta; porque toda vida está conecta100
da hacia atrás con toda la cadena vital, desde la primera ameba, y hasta con toda
la naturaleza cósmica. ¿Cuánto no ha tenido que «trabajar» el universo en su camino para que «hoy» sea posible nuestra vida?
Y, ahora, en el presente momento, ¿cuántos seres, qué parte de la realidad
del universo, con vida o sin ella, con conciencia o sin ella, trabajan en colaboración y equilibrio para que estemos vivos? ¿No es prueba de ello el riesgo que
introducimos cuando, ignorantes, interferimos en los procesos naturales? ¿Quién
puede, por tanto, ignorar, en la práctica, su conexión real con otros muchos seres
y otras muchas vidas, sin poner en peligro, junto con la propia, a esas vidas y a
esos seres?
Lo menos que podemos hacer como sensatos es ser respetuosos con tan
gran esfuerzo de millones de siglos.
Por eso, vistas así las cosas, ¿no es ignorante jactancia asumir como lema y
eslogan y como axioma incuestionable, más aún, como norma de vida que «mi
cuerpo y mi vida son míos»?
Más sabios ya los griegos –y desde ellos, otros muchos– concibieron el universo como «cosmos», «orden», «armonía» y «belleza», y vieron detrás del cosmos
un «logos», una «razón» capaz de darle sentido, dirección y finalidad; sentido y finalidad que apuntan a lo por venir, al futuro, ya en semilla en el pasado y en el presente. Cosmos, orden, que el hombre, partícipe del logos, de la razón, puede atisbar y secundar, y también oponérsele, pero esto no sin graves consecuencias para
él.
En esta misma dirección, el impulso religioso universal, de una o de otra
forma expresado, ve detrás y dentro del universo y de la vida la implicación de la
divinidad, de algo numínico que envuelve y sobrepasa, que trasciende y al mismo
tiempo permea todas las cosas, incluida la vida del hombre.
Hemos hecho este largo razonamiento porque entendemos que uno de los
males de la cultura actual, y de los más nefastos, es la actitud no pacífica, no integrada, del hombre con cuanto le rodea. Parece más bien como si la cultura de hoy
nos preparase para actuar como depredadores de cuanto el tiempo y la vida ha
ido acumulando; cuando la verdad es que la persona humana no puede vivirse a
sí misma si no acierta en su relación con el mundo (la naturaleza), con las demás
personas (sus con-vivientes) y con la divinidad (realidad fundamentante y finalizante de todo ser). Considerar el ser humano como la parte, digamos, más noble
del cosmos, nunca puede traducirse en un desgajamiento del mismo por parte del
hombre.
Pero, sin negar cuanto hasta ahora se ha dicho, ¿no tiene el hombre un plus
de vida o de realidad que «absolutice» de alguna manera la vida «singular» e individualizada de todas y cada una de las personas miembros de la especie humana?
Sin duda ninguna. El pensamiento y la libertad lo sitúan en el orden del espíritu, por encima de la pura necesidad. La razón, aún entre nieblas y oscuridades,
101
lo ilumina para ser consciente, para hacerse cargo de la realidad y de sí mismo;
lo posibilita para establecer jerarquías de medios y fines y, mediante decisiones
tomadas en libertad, realizarse a sí mismo e intervenir en los procesos de la naturaleza. La razón y la libertad no lo apartan de la comunión con las demás personas, pero esa comunión se lleva a cabo, en libre diálogo, desde sí y ante sí. Nadie
puede realizarse por él; nadie debe tomar decisiones por él. De ahí la unicidad de
cada ser humano, que, so pena de destrucción u opresión, debe siempre respetarse; y de ahí también la perfectibilidad siempre abierta, puesto que ningún hombre nace ni terminado ni programado. Se hace a sí mismo, a lo largo de toda su
vida, con posibilidad siempre de cambio de dirección y rumbo, mediante decisiones razonadas; aun cuando a veces elija decidir no guiarse por la razón sino por
pasiones o tendencias más o menos biológicas.
En él se manifiesta el logos, la inteligencia y la razón. Por eso se descubrió a
sí mismo imagen de la divinidad, que intuye como razón y libertad personal, y con
la que se asocia en su responsabilidad ordenadora y creadora, aun a riesgo de
rebeldía por creerse único ordenador y creador.
Y porque esta constitución, cualidades y responsabilidades son propias de
todos los individuos humanos, por posesión o por destino, toda persona humana
frente a todos (mucho más frente a todo) es sagrada, absoluta (independiente) e
inviolable, y el derecho a la vida, y a tal vida, el primero de los derechos.
Con frecuencia conviene preguntar por la vida a los místicos más que a los
filósofos o científicos. Juan de la Cruz ensalza así la grandeza y dignidad humana:
«Un solo pensamiento del hombre vale más que el mundo entero; por eso sólo
Dios es digno de él». El mundo, en efecto, sin pensamiento humano sería partitura sin orquesta que interprete. De algún modo, sordo y ciego, no sería. Pero el
pensamiento humano tiene que hacerse cargo de la realidad toda en su amplitud
y complejidad, y, por ello, si no se trunca, termina en adoración del misterio divino que en ella se insinúa, en amor agradecido al presentísimo Dios escondido,
hecho alabanza, y en entusiasta comunión creadora con cuanto vive y alienta.
Para esto se engendran los hombres, para cantar la verdad contemplada y para
obrar por el amor. Y Verdad y Amor apuntan a eternidad. Por eso toda persona
humana vale lo que vale el tiempo y lo que vale la eternidad.
«Aquello que no puede ser valorado en su justo precio». Así define el diccionario la palabra «inestimable», que nosotros aplicamos a toda vida humana.
Porque nada puede igualar su valor. Culminando el razonamiento de San Juan de
la Cruz podemos concluir que la vida del hombre vale lo que vale Dios, pues sólo
El puede llenarla y a El está destinada. Intentar comprarla a otro precio es «menospreciarla».
Consecuentemente, a la vida, a toda vida y especialmente a la de los pobres,
hay que servirla gratis. Únicamente para dar vida es justo perder la propia, porque entonces paradójicamente se gana.
102
El trabajo, impagable
«Los médicos en la huelga piden de aumento el sueldo que mi marido no
puede ganar. Reprímalos a ellos», gritaba la esposa de un pescador en paro forzoso a un policía que en Algeciras reprimía a unos pescadores, que trataban de
impedir el paso de camiones marroquíes.
En efecto, algo se percibe como extraño, que no encaja, cuando personas
con hasta diez millones de pesetas de ingresos anuales (véanse los abundantes
reportajes de la prensa coetáneos con la aún no extinta huelga) dirigen un paro
que perjudica seriamente en la salud a millones de españoles, mientras por los tres
endémicos millones de parados estructurales forzosos apenas si se lucha con palabras de falsas promesas.
Quienes tienen trabajo –y cuanto más fijo, más– pueden ir a la huelga, a la
que por definición y situación, no pueden ir los parados. Estos no pueden sustraerse al trabajo, porque previamente les hemos sustraído el trabajo.
Sinceramente, a quienes, desde niños, hemos concebido y vivido la huelga
ligada a las reivindicaciones de los pobres, que con ella defendían el derecho a
poder vivir, ellos y su familia, del salario debido a su trabajo por cuenta ajena; a
quienes no hace tantas décadas tuvimos que recaudar dinero y víveres para las
familias de los huelguistas, la reciente huelga de médicos, como antes la de los
pilotos de aviación o la de los conductores de Renfe, no nos casa en nuestros
esquemas de justicia; antes bien, nos desconcierta, máxime cuando vemos cómo
ésta golpea precisamente a los que corresponde más tal derecho para sobrevivir.
Actualmente, a los pobres –hasta donde se puede emplear la palabra en
nuestro país– se les ha robado, por el paro y la inseguridad en el trabajo, el derecho de huelga y, usurpado tal derecho por gente ajena, con él se les golpea ahora
en algo tan sensible como es la salud.
Las huelgas se han vuelto corporativas, es decir, ejercidas por un estamento
fuerte de la sociedad contra la sociedad misma, aunque formalmente se apunte a
las instituciones que mal o bien la representan. Y, entiéndasenos, no justificamos
en esta huelga a las instituciones del Estado. Lo que afirmamos es que este tipo
de huelgas perjudican siempre a los más débiles, y que, frente a una administración deficiente o injusta, el camino adecuado sería una alianza con los pobres y
los débiles frente a las instituciones, aunque sean las del Estado. ¿Por qué no se
les ha ocurrido a los médicos una acción conjunta con los usuarios de la sanidad
pública, representados y presentes en distintas y numerosas asociaciones sociales?
103
Pero los médicos, como tantos otros estamentos, se miran a sí mismos –y a
los que ganan más, nunca, por supuesto, a los que ganan menos– y se indignan
porque su trabajo no está suficientemente retribuido.
Nosotros les damos la razón. Su trabajo es impagable. Pues, en efecto, si
consideramos el trabajo en cuanto realizado por una persona, hay que afirmar que
es una dimensión de la persona misma, ya que en él se ejercitan prácticamente
todas las facultades personales: inteligencia, voluntad, esfuerzo, habilidad, atención, dedicación, responsabilidad, etc. Y, por consiguiente, desde este punto de
vista, tanto vale el trabajo cuanto vale la persona humana, es decir, más que cualquier bien material que, por definición, es de inferior nivel. Por eso les damos la
razón cuando no se consideran justamente pagados «en metálico» ¿Es que puede
comprarse con dinero la inteligencia, la voluntad o la responsabilidad humana?
Todos entendemos lo que queremos decir cuando de alguien afirmamos que vende
su dignidad –o a sí mismo– por dinero.
Y ahí está –permítasenos el paréntesis– la radical indignidad del puro régimen económico de asalariado: que se compra con dinero la persona a través de
su trabajo.
El problema radica en que cuando esta «impagabilidad en metálico» no se
descubre, cualquier paga del trabajo se considera injusta y el hombre se vuelve
hidrópico de bienes materiales; ya que éstos, en buena lógica, nunca se consideran adecuados al valor de cuanto la persona expone en su trabajo. Y, de esta
manera, surge la rabiosa competencia con los demás por reivindicar mayor cuota
de salario y la absurda discusión de quién merece más; como si los valores del espíritu, inherentes a la persona, cupieran en las matemáticas y en la contabilidad.
Ahora bien, si impagable es el trabajo en cuanto originado en la persona,
igual de impagable es por su destino o finalidad, que siempre es también, directa
o indirectamente, la persona, quien, de una u otra forma, se siente servida, beneficiada con el trabajo de los demás. Y el servicio que como personas recibimos,
sólo entregándonos como personas podremos pagarlo. Es mucha estúpida soberbia creer, por ejemplo, que con dinero ya pagamos la salud, la educación o la
seguridad de nuestras vidas.
¿Con qué puede, en efecto, pagarse a un médico tras una intervención quirúrgica que nos permite seguir viviendo? Pero ¿no es igualmente impagable la
labor del barrendero o basurero que, recogiendo nuestra suciedad, nos evita las
infecciones y las epidemias? ¿Y los maestros, que ayudan a que emerjan en nosotros los valores del espíritu? ¿Y los agricultores, pescadores y ganaderos, que nos
proporcionan el «sustento»? Y tantos otros sin cuyo servicio no podríamos subsistir.
Y precisamente, porque todos y cada uno de los trabajos, auténticamente
humanos, tienen como destino el servicio a otras personas, ese debe ser el primer
criterio de valoración de cualquier actividad humana; de modo que una actividad
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orientada a la destrucción, obstaculización o precarización de la vida humana –de
cualquier vida humana– o de sus fundamentos y sustentos debe ser considerada,
por encima de sus posibles rendimientos económicos, éticamente inviable y perfectamente rechazable en cualquier ordenamiento social justo.
Dejamos al lector hacer la lista de las actividades actuales que degradan la
vida humana en sus múltiples aspectos y a las que es necesario no sólo no prestar apoyo sino denunciarlas y destruirlas. ¿Cuántos estamos dispuestos a cambiar
de trabajo si llegamos a la conclusión de que el nuestro, lejos de servir, estorba a
nuestros prójimos? ¿Qué sacrificios, por ejemplo, estaríamos dispuestos a soportar por una reconversión a la economía civil de las industrias de armamento?
¿Qué hábitos de consumo –de consumismo, más bien– estamos dispuestos a
modificar para hacer frente a las injustas empresas transnacionales, que llevan la
esclavitud y el hambre a los países pobres y que, por tanto, están en contra de la
vida humana?
Pero volvamos de nuevo al razonamiento que venimos haciendo sobre el
valor del trabajo. Si el trabajo, como decíamos más arriba, es inherente e inseparable de la persona, es una dimensión de la persona, es evidente que el servicio
que «como personas» otorgamos con él es impagable por parte de quien lo recibe, pues sería vendernos a nosotros mismos, y, asimismo, el servicio que de «otras
personas» recibimos tampoco podemos comprarlo, pues tendríamos que comprar
a la persona que lo realiza.
¿Entonces? Ya hemos afirmado antes que el servicio que como personas recibimos sólo entregándonos como personas podremos pagarlo. Esto quiere decir
que el único pago posible y adecuado en nuestras mutuas relaciones de servicio
es «el mutuo amor agradecido» de quienes sabemos que en el fondo siempre
recibimos gratis y siempre damos gratis. El trabajo así, como don ofrecido y aceptado, es un signo de nuestra «radical fraternidad»; tercera parte del lema de la
Revolución francesa, hoy proscrito porque, tal vez, los hombres hayan olvidado
quién es su padre y tan siquiera si lo tienen.
La persona se constituye tal por su abertura al otro, al prójimo, en una relación de amor que no consiste sino en comunión y comunicación gozosa en gratuidad; gratuidad, comunión y comunicación que se significa por el intercambio
de dones que el trabajo realiza; dones, por otra parte, que por su diversidad y
complementariedad apuntan a un donante originario personal, fuente de todos
ellos y padre común de todos los hombres.
En definitiva, sin un sentimiento real y racional, es decir, comprendido y
aceptado por la razón y la voluntad, de la fraternidad humana, la remuneración
del trabajo se convierte en fuente inevitable de conflicto entre los hombres, cuya
solución lógicamente se resuelve con el dominio y explotación de los fuertes sobre
los débiles, y donde las relaciones humanas se degradan a una lucha cuasizoológica por el dominio de un territorio, siendo el territorio, a estas alturas de la evo105
lución histórica, la totalidad de cuanto la naturaleza originariamente ofrece y cuanto el previo trabajo de las anteriores generaciones humanas ha acumulado.
Después de cuanto antecede, quizá alguien piense que nosotros rechazamos,
como ajeno a la justicia, plantearnos la remuneración económica del trabajo. No
caemos en semejante absurdo. Pero lo que sí propugnamos con toda contundencia es que el criterio primordial para tal remuneración económica no puede ni
debe ser el servicio prestado que, en cuanto tal, ya hemos intentado demostrar
que es impagable, sino la existencia de determinadas necesidades de toda
vida humana, para satisfacer las cuales es ineludible utilizar determinados bienes
materiales.
Efectivamente, sin un soporte material ni siquiera es posible la vida. El alimento, el vestido, el cobijo, etc. de la naturaleza material nos vienen, y, desde esa
base, satisfacemos todas las demás necesidades humanas: la educación y socialización, la alimentación y educación de los hijos, el desarrollo de las propias posibilidades y cualidades, etc.
Pero lo específico del hombre, por racional y por libre, es que la satisfacción
de todas sus necesidades se convierte en él en obligación y deber. En la medida
en que, cubriendo sus necesidades, desarrolla sus cualidades y posibilidades, se
realiza como persona. Y lo que para él es un deber, para los otros y frente a los
otros es un derecho a respetar.
De ahí que el primer derecho exigible a los demás por parte de cada uno
para cumplir con el deber de satisfacer sus necesidades sea recibir, a cambio de
cualquier auténtico servicio prestado como persona, los bienes materiales necesarios; que en el actual estadio de le economía suelen estar significados y concretados la mayoría de las veces en el dinero, intercambiable normalmente por toda
clase de bienes.
Ahora bien –y ésta es la clave de cuanto queremos afirmar–, las necesidades
básicas y fundamentales de todos los hombres son las mismas e iguales. No hay
nadie que tenga más obligación que otro de alimentarse, vestirse o cobijarse.
Nadie puede dispensarse de cultivarse y educarse. Nadie puede renunciar a alimentar, cuidar y educar a sus hijos. Todo ello porque nadie es más persona que
nadie.
Por consiguiente, dentro del margen que se extiende entre lo necesario y lo
suficiente, los bienes materiales destinados a necesidades idénticas e iguales, serán
iguales. Y, si los bienes se deben adquirir mediante un salario, es claro que también el salario debe acercarse a la igualdad.
Tal vez alguien pueda objetar que para ejercer determinados trabajos o profesiones se necesitan muchos medios. Pero éstos –respondemos– no deben ni tienen por qué ser propiedad particular de los profesionales. Más bien les corresponde ser propiedad común, comunitaria o social (nunca por supuesto
identificable con la estatal). Y, si en algún caso es oportuno que sean propiedad
106
particular del profesional, es evidente que entonces tiene derecho a la oportuna
remuneración para conservar tales medios. Pero el salario para las necesidades
personales individuales no tiene por qué ser diferente entre unos trabajadores y
otros.
Tampoco es válido argüir, para la desigualdad en el salario, con el coste previo que al individuo o a su familia le ha supuesto su preparación profesional; porque sería olvidar, por una parte, que es mayor el aporte que le hace la sociedad
en profesorado e instituciones e instalaciones de enseñanza y, por otra, que otros
muchos, menos privilegiados que él, o llevan ya años aportando su trabajo a la
sociedad o por su falta de preparación no pueden trabajar. Además el crecimiento como personas que supone su preparación, recibida de otros, es –ya lo hemos
repetido– impagable.
Ni sirve la excusa de la incentivación económica para que se trabaje más y
mejor. La calidad del trabajo está más ligado a la vocación que al dinero. La vocación y no el dinero impulsaron a Santiago Ramón y Cajal, al matrimonio Curie y
a tantos otros. Es más que un riesgo, según la experiencia histórica, que la venta
de intelectuales y profesionales a los intereses del poder y del dinero ha sido un
freno a la implantación de la justicia, por haber dejado a los pobres, que no podían
comprarles a altos precios, sin su asistencia y apoyo. Los bien vocacionados,
mucho más que los bien pagados, han hecho progresar a la humanidad.
Resumiendo:
1.º Afirmamos que toda persona normal adulta, debidamente preparada
mediante el cultivo de sus cualidades y posibilidades, está en condiciones de prestar algún buen servicio a los demás y a la sociedad. Por consiguiente todos tienen
derecho a ofrecer ese servicio mediante el trabajo. Una sociedad, por tanto, que,
o porque no prepara a sus miembros, o porque rechaza determinados servicios
(especialmente los del espíritu) que no encajan en la contabilidad del sistema económico vigente, mantiene inactivos, parados, a millones de sus miembros, está
éticamente mal estructurada, y, en tales circunstancias, nos atrevemos a considerar viciados de injusticia todos los salarios que se cobran (no hablemos ya de los
beneficios del llamado capital), por atentatorios contra la fraternidad y la igualdad.
2.º Salvadas las circunstancias de lugar y tiempo y las necesidades objetivas
del trabajo que se realiza, la remuneración individual de las personas no puede ser,
como lo es hoy, disparatadamente desigual, dado que las necesidades de las personas, como tales, son las mismas.
3.º No negamos el carácter abierto de la persona y de la sociedad y, por ello,
también del progreso económico. Pero, para que ese progreso sea tal, debe favorecer a todos por igual y no violar los límites que la naturaleza misma impone. La
riqueza social es camino de justicia, mientras casi nunca lo es la riqueza individual.
4.º Por todo lo dicho, nos parece socialmente injusta la huelga de médicos,
las huelgas corporativas y, en general, las huelgas hoy de quienes tienen trabajo,
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como no sea para exigir trabajo para todos mediante un profundo cambio de la
sociedad.
5.º Sin el concepto de persona y de fraternidad que hemos expuesto, cuanto antecede parecerá utópico. Nosotros así lo creemos, porque sabemos que utopía es aquello que, aunque se encuentre hoy «sin lugar», es tan valioso que merece la pena luchar hoy para que mañana «tenga lugar».
Somos conscientes de que luchamos por una nueva civilización.
108
Terca Europa
En este segundo semestre de 1995, en que corresponde a nuestro país presidir la Unión Europea, el Gobierno de la nación se siente ufano y orgulloso de tal
presidencia y de contribuir con tesón y entusiasmo a la potenciación y profundización de «Europa»; hasta el punto de aguantar el calvario, por el que han tenido
que pasar estos dos últimos años, con tal de ser protagonista estos meses de la
«anhelada» construcción europea, especialmente a través de la Cumbre del
Mediterráneo a celebrar en Barcelona en el mes de noviembre y de la Cumbre de
Jefes de Estado y de Gobierno en Madrid en diciembre, donde se pondrán las
bases para la reforma del Tratado de Maastrich.
Simultáneamente trata el Gobierno de convencer a la opinión pública de que
sólo dentro de esta Unión Europea tienen, por una parte, adecuada solución los
problemas económicos y sociales del país y, por otra, el firme asentamiento nuestra democracia.
Tarea y empeño en que se ve apoyado por las grandes empresas transnacionales que operan en nuestro suelo, por el conjunto de nuestra banca ya en
plena conexión con las redes financieras internacionales y por los denodados
defensores –entre ellos los más influyentes periódicos y medios de comunicación–
del más puro liberalismo económico y de la nuda economía de mercado; gozosos
y aprovechados todos de la ya sentenciada ruina del «socialismo real».
Nosotros, sin embargo, en absoluto compartimos tal punto de vista ni tal
entusiasmo. Los hechos, mostrencos ellos, que acontecen en nuestro país, en el
ámbito de la propia Unión Europea y en el llamado Tercer Mundo en sus relaciones con Europa, nos lo impiden. Estos, los hechos, no admiten fácil camuflaje,
siempre tropezamos con ellos.
Comencemos por nosotros. Nuestro ingreso en Europa –entonces CEE–
«exigió» una reconversión industrial de la que aún no hemos salido. Ahí tenemos
aún coleando Iberia, Seat, la flota pesquera y la construcción naval. Esta reconversión de hoy de los astilleros significa 200.000 millones de pesetas para el erario público, según fuentes del Ministerio de Industria.
Muchos miles de puestos de trabajo se han perdido, y, aunque los efectos
más inmediatos y desestabilizadores los hayan paliado y palien las prejubilaciones,
subvenciones y subsidios varios, esos puestos de trabajo ya no vuelven a crearse.
Otro tanto cabe decir de la agricultura y la ganadería. Son muchas las hectáreas substraídas a la producción, por ejemplo en vides y cereales, y muchas las
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cabezas de ganado, especialmente de leche, las eliminadas. Tampoco las ayudas
temporales –mientras vivan los actuales ganaderos o agricultores– son base de
futuro.
Las grandes cadenas de producción y distribución de productos alimenticios
–cadenas, por otra parte, en gran medida de capital extranjero– han eliminado
incontables establecimientos comerciales y empresas familiares, proletarizando o
mandando al paro a sus titulares. El refinado y la distribución, por decirlo en concreto, de un producto tan específico nuestro como el aceite de oliva está en manos
de multinacionales afincadas en otros países de la UE.
Podemos con razón afirmar que al hilo de nuestra incorporación a la UE la
base productiva del país, en gran parte, ha sido destruida, modificada y enajenada; sin que, debido al predominio combinado de las multinacionales y la tecnología que globalizan la economía, se vislumbre qué puede producir nuestro país a
medio plazo que genere puestos de trabajo y resista la feroz competencia del capital y la tecnología de los países más «desarrollados» de la UE, por un lado, y, por
otro, de la bajísima remuneración de la mano de obra de los países «pobres»; como
no sean los necesarios para atender al turismo –pujante mientras los países
«pobres» de la competencia sigan teniendo problemas de seguridad ciudadana– y
a la conservación y cuidado de los grandes cotos de caza a que parece destinada
la España interior.
Consecuentemente, los enormes gastos en los procesos de producción y en
las obras de infraestructura exigidas por la UE han elevado la «deuda pública» por
encima del 60% del PIB (más de 40 billones de pesetas) y el «déficit público» por
encima de los 3 billones de pesetas (el 5% del PIB). Cualquiera comprende con
estas cifras que el país está en manos de los inversores en Deuda Pública que,
jugando especulativamente, pueden subir o bajar los intereses a su antojo y poner,
retirándose tácticamente, en apuros a cualquier gobierno.
La pretendida solución a estos problemas, concretada en el conocido plan de
convergencia con la UE planificado en Maastrich, supone en la práctica, pues de
un riguroso plan de ajuste se trata, la destrucción de las conquistas sociales de las
clases trabajadoras, la extensión masiva del paro, la precarización de los puestos
de trabajo, la irrelevancia social de los sindicatos, el riesgo de hundimiento de los
sistemas de pensiones y sanidad pública, la reducción de las inversiones en educación pública; en definitiva la desestructuración social.
Lacras sociales que, paradójicamente, son compatibles con una buena salud
de la «macroeconomía», capaz de producir, por las razones apuntadas, cada vez
más con menos personas y, sobre todo, para menos personas. Así nuestro país
puede tener una renta per cápita de 15.000 dólares sin que sensiblemente disminuya el paro o se distribuya mejor la riqueza.
Además, la idolatría de la riqueza y del dinero, acorde con el Mercado Único
en que Europa ha cristalizado, ha minado las bases éticas de nuestro pueblo, lle110
vando a los poderosos y más osados a la llamada cultura del pelotazo de tan fatales consecuencias hasta para la estabilidad de nuestra democracia, como ilustran
los más recientes escándalos económicos y políticos, y llevando al pueblo llano al
consumismo más irresponsable, que no piensa ni se preocupa del ineludible por
necesario cambio político y social sino únicamente de que le aumenten las posibilidades de mayor bienestar y consumo, aunque sea a costa de las generaciones
futuras, del Tercer Mundo o del indispensable soporte que la naturaleza ofrece.
Irresponsabilidad ciudadana comprensible por lo demás, dada la sensación de
impotencia y desamparo del ciudadano medio al constatar que esta Europa que
tanto modifica e influye en sus vidas se construye lejos en otros países y en instituciones e instancias de difícil acceso para el común de las personas. El sofisticado funcionamiento de la economía, de las finanzas y de la política europeas y la
amplitud de la escala con que se aplican impiden a muchísimas personas ser constructores protagonistas de su propia vida, máxime cuando el pueblo aún no ha
constituido las adecuadas organizaciones de lucha que se opongan al reto europeo.
Saliendo ahora de nuestras fronteras, mencionemos siquiera tres hechos del
comportamiento de las naciones de la UE que no son alentadores sino más bien
preocupantes para un futuro de paz y concordia.
Sea el primero el bochorno de la UE en Bosnia al tener que ceder, por
incompetencia o falta de voluntad y entendimiento, el protagonismo en la ¿solución? del conflicto a EE.UU. Europa ni ha sabido detener los genocidios, ni proponer un plan de paz, ni mucho menos hacerlo cumplir. Ha tenido que intervenir
la cabeza del imperio para poner orden en nuestra propia casa. Y, sin embargo,
es cosa sabida que en el desmembramiento de Yugoslavia tuvieron mucho que ver
algunos de los países de la UE, ansiosos por integrar en su circuito económico las
naciones más ricas de Eslovenia y Croacia, durante siglos integradas en el imperio austriaco desde donde en los tiempos de Hitler, por ejemplo, se masacró a los
servios y se alimentó su odio y revancha.
El segundo hecho son las reanudadas pruebas nucleares francesas en la
Polinesia que, en el mejor de los casos, ponen de manifiesto que el miedo de
Francia a Alemania –especialmente después de su reunificación en 1990– aún no
ha pasado. El presidente Chirac, para justificar su actitud, se ha visto en la necesidad de recordar que Francia fue invadida (todos sabemos que por Alemania) tres
veces en menos de un siglo.
En tercer lugar, el Bundesbank alemán y su entorno están presionando para,
si las estrictas condiciones de convergencia económica no se cumplen, dejar fuera
de la UME en el 99 a cuantos países sea preciso. Y también todos sabemos que
a Francia le va a ser muy difícil cumplir con tales condiciones para esa fecha. En
el fondo Alemania quiere mantener y acrecentar su condición de primera potencia económica en Europa.
111
Mientras tanto, Inglaterra con sus cláusulas de excepción al tratado de
Maastrich se coloca a la expectativa y, como el perro del hortelano, ni come ni
deja comer.
En definitiva, aún asoma demasiado la oreja la soberbia alemana, el orgullo
francés y el interesado individualismo inglés como para creer en un futuro de
Europa sin sobresaltos. A pesar de la diplomacia, no es fácil cohonestar los diferentes intereses de las naciones de Europa. En estas circunstancias –y ello es todavía más preocupante si cabe– la Unión Europea se va a realizar, si se realiza, por
la avasalladora imposición de la voluntad del Gran Capital Financiero y de las
grandes multinacionales que siguen necesitando un gran mercado para su proceso de acumulación indefinida de riqueza. Mal presagio para el porvenir de los pueblos europeos que la UE venga dada por el doblegamiento de los estados a los
intereses del dinero, y que pierdan su soberanía no en aras de la comunión entre
los pueblos sino de la facilidad de movimiento de los capitales.
En estas circunstancias poco puede esperar el Tercer Mundo de Europa
como no sea la integración en sus circuitos económicos con la reproducción a
escala más violenta que en Europa del paro, la deuda y la marginación social; es
decir, una mayor explotación y subordinación. Enumeremos simplemente las leyes
de inmigración y el trato a los emigrantes, los precios de las materias primas que
de ellos importamos, la ínfima ayuda que les prestamos (casi siempre condicionada políticamente y para favorecer nuestro comercio) comparada con el flujo financiero de ellos a nosotros por la deuda contraída, por los intereses de los nuevos
préstamos, por patentes y royalties, por los beneficios de nuestras empresas instaladas entre ellos, etc.
En consideración, por tanto, a cuanto llevamos dicho, juzgamos que no es
de recibo, por inmoral, hurtar a la sociedad y al pueblo español un debate en profundidad sobre los problemas que la UE, tal como se ha estructurado y se sigue
estructurando, supone para el presente y futuro de los españoles, de los europeos
y del conjunto de las naciones.
Nosotros nos atrevemos a afirmar que construir Europa como se ha hecho,
sobre la economía y ésta de signo netamente capitalista y con la ciencia y la técnica a su servicio como esclavas, no ha sido solo un error sino una trágica desgracia que está llevando a Europa a un callejón sin salida y al Tercer Mundo a una
mayor postración y exclusión. Porque –admitámoslo de una vez– la economía se
devora a sí misma.
Ejemplifiquémoslo con el problema del paro y la creación de empleo, visto
desde la propia óptica capitalista y con palabras del profesor Jorge Norgaard.
«Con grandes dificultades se podría crecer en el Norte (del que Europa es parte
principal) por encima del 3,5%, que es la cifra que se maneja como límite a partir del cual se puede generar empleo neto. Pero aquí se vuelven a manifestar de
forma meridianamente clara los límites naturales al crecimiento indefinido. Un
crecimiento del 3,5% anual durante 20 años significa duplicar las actuales cifras
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del PIB mundial, y ya hoy en día la economía humana utiliza, o mejor vampiriza,
más de un 40% de la biomasa del planeta, transformándola en alimentos, combustibles, textiles, materiales de construcción... Lo cual significa que en sólo 20
años, y sin que se hubiese generado empleo neto, la especie humana, más bien
una minoría dentro de ella, estaría dilapidando el 80% de la biomasa del planeta,
si es que ello es factible como resultado de las alteraciones ambientales que se
generarían».
Ya decía irónicamente Kenneth Boulding: «El que crea que el crecimiento
exponencial puede continuar sin interrupción es un loco o un economista». Y, sin
embargo, el crecimiento exponencial es inherente a la teoría y a la praxis capitalista.
Tampoco vale refugiarse en los pretendidos milagros de la ciencia y la técnica como, por ejemplo, la utilización de energía nuclear obtenida por fusión. «En
un reactor comercial –para la producción de energía por fusión– la radiación y las
enormes temperaturas del plasma –300 millones de grados para lograr la ignición– tendrían efectos tan destructivos que ni existen ni se vislumbra la obtención
de materiales que resistan los 30 años de vida útil del reactor. «Habría que reemplazarlos cada tres o cuatro años, si no antes». Así habla el ingeniero Antonio
Esteban. Y prosigue: «De poco serviría un combustible inagotable y “barato”, si
para quemarlo fuera necesario crear instalaciones inmensamente caras, cuya
repercusión sobre el coste de la energía obtenida superaría en cientos o miles de
veces a la de ese providencial combustible».
Tiene razón el Manifiesto Contra la Europa del Capital: «Es difícil comprender, en efecto, para qué necesitan más “crecimiento” un grupo de países –los de
la UE que cuentan con una media de 20.000 dólares de renta anual por persona.
O, expresado de otro modo, cuál es la clase de problemas sociales reales que estos
países esperan ser capaces de resolver con cantidades aun mayores de renta promedio, en lugar de afrontar las transformaciones políticas y sociales que les han
impedido resolverlos hasta el momento actual, y que incluso están provocando su
agravamiento».
El problema de Europa, como el del mundo, no es problema de riqueza sino
de justicia. Y la justicia como virtud que es, pertenece al orden de la ética y la
moral y, por consecuencia es una dimensión de la persona, no de las cosas, por
muy abundantes que éstas sean. De ahí que la riqueza no referida ni ordenada a
las personas y por las personas cree desorden, enfrentamiento y lucha. Y ordenar
las riquezas, y cualquier otra cosa, a la persona es objeto de las disciplinas sociales y políticas, no de la economía. La economía debe subordinarse a la política y
ésta a la ética. Cuando se invierte este orden, la economía destruye la política y
la ética y, con ellas, a la persona humana y a su entorno natural.
Cuando los democristianos alemanes, franceses e italianos, al plantearse al
fin de la II Guerra Mundial la unión de Europa, dudaron entre comenzar por lo
social y político o por lo económico y eligieron esto último, desde luego se equi113
vocaron rotundamente como cristianos, pero también como demócratas, porque
no hay posibilidad para el poder del pueblo desde la economía liberal capitalista y
competitiva donde por definición los poderosos imponen su ley.
Europa, desde hace al menos 400 años ha luchado con terquedad, obstinación y empecinamiento, con abundante derramamiento de sangre propia y ajena
por conquistar la riqueza del mundo, y hoy todavía sigue empecinada, obstinada
y terca en creer que no hay otra meta ni objetivo que el crecimiento económico
indefinido. Tal vez espere que las consecuencias las paguen otros. Pero cuando la
explotación ha llegado ya a los confines del mundo, nadie puede librarse de las
consecuencias de la injusticia. Terca Europa que ni en cabeza propia aprende.
Lo que necesitamos construir es la Europa de la cultura, de lo social, de la
política; es decir, de la convivencia en paz y para ello la Europa económica que
nos han construido nos estorba, por injusta e inmoral, además de inviable.
114
El cerco a la persona
Hace ya muchos siglos que Maimónides, en la encrucijada cultural en que su
época se debatía, escribió su famoso libro «Guía de Perplejos».
¡Cuánta perplejidad hoy en nuestra cultura y civilización ... y cuánto motivo
de perplejidad!
Un mundo en el que la ciencia y la técnica han alcanzado cotas altísimas,
pero que, al menos en el uso que de ellas se ha hecho, han puesto en peligro el
equilibrio y la supervivencia de la naturaleza en muchos aspectos, y han eliminado de la actividad creativa, por la inactividad y el paro, a multitudes ingentes. Un
mundo donde la cantidad de bienes disponibles por persona (ya estamos en 5.000
dólares de renta per cápita mundial) supera la de cualquier época, pero donde
millones de personas viven en absoluta pobreza o simplemente mueren de hambre, al tiempo que a unos pocos devora el consumismo hidrópico. Un mundo
donde se vocifera la paz, pero mantiene abiertos cincuenta conflictos armados,
amén de infinitos arsenales, industrias de armamento y ejércitos en pie de guerra.
Un mundo donde se legisla en abundancia sobre derechos humanos, pero que
pone en cuestión, por el comienzo y el final, el primario derecho a la existencia.
Un mundo del que las comunicaciones han hecho una aldea global mientras han
dejado al descubierto todas las injustas desigualdades, conflictos y enfrentamientos que pueblan esta aldea. Un mundo donde se difunde «masivamente» la cultura, pero, en alto grado, más para domesticar que para liberar.
¡Cuántos perplejos en esta situación, que a muchos lleva ya a proponer como
programa filosófico la debilidad del pensamiento, incapaz de «aprehender» y explicar este mundo, y a otros a proclamar, por el contrario, como «pensamiento
único» las exigencias del poder y del dinero! Y, en medio, abundantísima retórica
sofística para marear y obligar a concluir que así deben ser las cosas y que, en
buena lógica darwiniana, sólo los fuertes deben sobrevivir, aunque la estética aconseje simular cierta compasión hacia los que caen o son eliminados.
Escribimos cuanto antecede y, por supuesto, cuanto sigue para precavernos
(y, si es posible precaver a otros) ante la avalancha de confusión y, por tanto, de
perplejidad con que la ya abierta campaña para las elecciones generales nos va a
inundar; convencidos como estamos de que las reyertas y heridas de superficie
entre los contendientes van a ocultarnos una vez más, por una parte, dónde están
los problemas de nuestra sociedad y por dónde se pueden encontrar las soluciones, y, por otra, cómo las soluciones que propugnan son en el fondo idénticas.
115
Como intentamos demostrar, todos parten de los mismos dogmas y, por ello, los
caminos que intentan recorrer no pueden ser divergentes. Si, además, como creemos, los dogmas de que parten son dañinos para la persona humana, dañino será
cuanto propongan, por más que varíen los detalles. Somos además conscientes
de que esos dogmas han sido introyectados hábilmente en la ciudadanía hasta
hacerles para muchos indiscutibles.
Sabemos, pues, que vamos contra corriente y contra lo mandado, porque lo
que muchos aceptan como bueno nosotros lo encontramos pésimo y contraproducente. No es que nosotros nos tengamos por guías de nadie; simplemente nos
parece que los hechos nos dan la razón. Aquí y ahora tratamos de utilizar nuestra
racionalidad y de justificar nuestra conciencia. Cuando las cosas no marchan bien,
alguien, a pesar de las amenazas, prohibiciones y descalificaciones, tiene que gritar el «agua a las cuerdas» del romano del Obelisco o el quevediano «no callar por
más que con el dedo…»
Para nosotros, la confusión política y de la política viene dada por la intangibilidad e indiscutibilidad de unos falsos dogmas mitificados e inamovibles que se
encuentran, sin embargo, en la base y son causa de todo el malestar social existente.
Para que quede claro que no nos los inventamos nosotros, comencemos por
transcribir el razonamiento de un sociólogo, que representa el pensamiento regularizado actual, en torno al debate sobre el «Estado de Bienestar», y donde los aludidos dogmas emergen con toda claridad.
1. El Estado de Bienestar –afirma él– es deseable y posible.
2. No son, sin embargo –continúa– sostenibles los actuales mecanismos, programas e instituciones del Estado de Bienestar, ni en nuestro país ni en Europa.
Y ello por tres razones: Primera, por el deterioro de la relación entre cotizantes y
beneficiarios de los sistemas de protección social. Segunda, porque en una economía global interdependiente es cada vez más difícil mantener gastos sociales por
persona muchísimo más altos que los de otros países. Tercera, porque en un proceso de trabajo, crecientemente individualizado y con el nuevo sistema de producción flexible permitido por las nuevas tecnologías de información, las empresas dependen cada vez más de redes y colaboraciones laborales transitorias, por
lo que asistimos a un desfase creciente entre el empleo productivo y los cotizantes asalariados a la Seguridad social.
3.– Por eso, las soluciones a proponer deben buscar no la sustitución del
Estado de Bienestar sino el cambio de los procedimientos. Así, nuestro paradigmático sociólogo propugna: a) desligar la financiación del sistema de seguridad
social de las cotizaciones del trabajador, pasando dicha financiación a los
Presupuestos del Estado; b) plantear un «pacto social global», vinculándolo a los
acuerdos comerciales del GATT y de la OMC y estableciendo penalizaciones aduaneras para los países infractores; c) articular más directamente el Estado de
116
Bienestar con la productividad económica; d) una nueva política para la vejez,
retrasando las jubilaciones; e) desarrollar el voluntariado para que asuma algunos
de los servicios públicos actuales; f) descentralizar el Estado de Bienestar a nivel
autonómico y municipal.
Aparte la descentralización del Estado de Bienestar a nivel autonómico y
municipal, que pierde su más radical sentido si ha de depender de los
Presupuestos Generales del Estado, y de que no aborda el problema del paro y de
la precariedad del trabajo, signo y consecuencia de la crisis de todos los estados
de bienestar, que se han demostrado hasta ahora incapaces de articular políticas
de pleno empleo; aparecen explícitos algunos de los dogmas que sancionan la
economía y la política actual: 1) La economía global interdependiente; 2) las nuevas tecnologías de la información, inductoras por sí mismas de productividad,
hacen superfluo e innecesario el trabajo fijo; 3) hay que aceptar el libre comercio
«impuesto» según las reglas de la OMC, es decir, con total libertad de movimientos para la iniciativa privada por encima de los estados y simultánea defensa de la
propiedad privada, incluido todo tipo de patentes hasta las de investigación biológica; 4) mayor productividad económica, como condición para que sea viable el
Estado de Bienestar; 5) atribución al Estado de la financiación de todo el sistema
de seguridad social.
Por otra parte, es claro que a través de la Unión Europea nuestro país ha
entrado de lleno en la globalización de la economía según la rígidas leyes y normas del neoliberalismo capitalista refrendadas y profundizadas en el Tratado de
Maastricht.
Y ese es el problema: que hoy, entre las formaciones políticas que concurren
a las urnas no se cuestiona ni discute ni la globalización de la economía, ni la libertad de comercio (la OMC fue aprobada en nuestro parlamento por unanimidad de
todos los partidos políticos), ni el ilimitado y absoluto derecho de propiedad individual, ni los derechos primordiales y sagrados del sistema financiero, ni la proclamada neutralidad ética de la ciencia y la técnica. Toda la discusión es cómo
cumplimos las exigencias de Maastricht o, lo que es lo mismo, cómo somos fieles
a los dogmas neocapitalistas; con la contradicción añadida de endosarle al Estado
que provea a los desperfectos del sistema como policía y como beneficencia.
Y, sin embargo, entendemos nosotros, en una sana discusión política debemos comenzar por examinar la debilidad de los axiomas en que se asienta la actual
praxis política y económica.
Porque, en efecto, ¿cómo puede afirmarse sin más la bondad y conveniencia de la economía globalizada cuando, de hecho, se asienta sobre la explotación
de los continentes pobres (América Central y del Sur, África y Asia) primero con
la colonización, después con el neocolonialismo, la dependencia financiera, la
deuda externa, la subordinación a las multinacionales del Norte, etc., y ha llevado, en los mismos países tenidos por desarrollados, al paro y a la marginación a
un tercio de su población?
117
Y la lógica está de nuestra parte, porque desde los hechos reales se puede
deducir la posibilidad o imposibilidad, la viabilidad o inviabilidad de un sistema,
pero no al revés. Si los hechos afirman que la economía global ha empobrecido,
en su conjunto, a la humanidad a escala mundial, es más lógico deducir que la economía global es perversa que seguir dándole nuevas oportunidades de destrucción
y dominio.
Y no vale hablar de irreversibilidad histórica, porque no sería el primer sistema económico, político y social que se hunde por elefantiosis; o ¿hay que recordar a estas alturas, por referirnos a nuestro ámbito cultural, la destrucción del
Imperio Romano y la lenta regeneración y recuperación medieval? Ni vale argumentar con el aumento bruto de riqueza, pues es el mismo sistema quien la ha
engendrado a costa de los más para favorecer a los menos, hasta topar ya su espíritu depredador con los límites de los recursos y posibilidades de la propia naturaleza y con la amenazada supervivencia de millones de personas.
Cuando la ciencia y la técnica han servido de aliadas para eliminar de la actividad creativa a tantísimas personas; cuando se han utilizado para borrar los derechos sociales, adquiridos por las clases trabajadoras a lo largo de dos siglos con
sangre, sudor y lágrimas; cuando, con ellas en la mano, se han destruido ecosistemas enteros y se ha contaminado aguas y atmósfera; cuando, gracias a ellas, se
pudo hacer la guerra perfecta del Golfo Pérsico, ¿puede afirmarse que la ciencia
y la técnica son neutrales y que no están al servicio de los poderosos contra los
pobres? ¿Cómo librarse de la tentación de pensar que los científicos o son imbéciles (lo cual parece contradictorio) o están vendidos? Porque, si, según se argumenta, es que los avances científicos, buenos en sí, son para mal fin utilizados,
¿cómo es que no se da una rebelión general de los científicos y técnicos contra la
perversa utilización de su saber? Tampoco es lógico venerar como sagrado, por
muy científico que parezca lo que, de hecho, daña a los hombres.
Pero lo que más perplejos nos trae es contemplar cómo se han apagado
entre nosotros las críticas a la propiedad privada e individual de toda clase de bienes sin límite alguno, cómo se ha dado carta de naturaleza entre nosotros a quienes su fortuna se cuenta no ya en decenas sino en centenas de miles de millones.
¡Y se los admira y se los imita!
Si la racionalidad de la propiedad privada, bien individual bien comunitaria,
viene dada por la seguridad y libertad de la persona, ¿qué justificación hay para la
misma, cuando se pasan los límites de esa seguridad y libertad personal y se convierte en «dominio» sobre bienes necesarios a otros para su subsistencia, seguridad y libertad y, a través del dominio sobre los bienes, en dominio también sobre
las personas mismas que tales bienes necesitan? ¿Qué sentido tiene, en efecto, la
propiedad privada cuando, si es ilimitada, tal como entre nosotros está legalizada,
deja sin propiedad alguna a la mayoría de las personas? ¿Por qué, si la producción de bienes es siempre, en alguna manera, social, ha de ser individual la titularidad de los mismos? ¿Por qué ya no gritan estas verdades los marxistas sumergi118
dos entre nosotros en meras luchas reivindicativas, nunca transformadoras del sistema? ¿Por qué la Iglesia ha silenciado últimamente su concepto de función social
de la propiedad y las implicaciones que este concepto exige en la práctica? Y no
vale tampoco argüir en el valor corrector del sistema de fiscalidad, pues sabemos
que es inversamente proporcional a la magnitud de las fortunas y que, además,
con facilidad, a través de la deuda pública y otros cauces, los detentadores del
dinero convierten al estado en deudor suyo.
No se nos oculta que el último refugio para la justificación de la propiedad
privada ilimitada es que, permitiendo el enriquecimiento sin límites, se progresa
sin límites en la creación de riqueza. A la vista está –contestamos– el resultado:
más desnivel que nunca entre pobres y ricos. Además, ¡pobre civilización que se
asiente sobre los pies de barro de la avaricia! No puede durar mucho sin producir
la guerra civil en su seno más o menos cruenta. No otra cosa que guerra es la
competitividad, de la que por no alargarnos nada decimos por hoy.
Creemos que cuanto llevamos dicho puede servir para poner de manifiesto
la vacuidad de las campañas electorales en que estos pilares básicos del neocapitalismo liberal, en que nuestra sociedad se asienta, ni se examinan ni se cuestionan, ni se da respuesta a las gravísimas contradicciones a que, tanto a escala
nacional como mundial, nos está llevando.
Sabemos, no obstante, que se nos puede decir que algunos partidos llamados de izquierdas abominan del neocapitalismo y siguen poniendo el acento en la
intervención del Estado.
Aparte de la contradicción que supone, desde esa posición doctrinal, aceptar las reglas de juego del sistema vigente, nos permitimos recordar dos hechos:
la socialdemocracia ha cedido en todas partes ante el empuje del neocapitalismo,
no es pues instrumento adecuado de resistencia, y todos conocemos el resultado
final cuando el socialismo real se ha llevado hasta el extremo. Acumular en las
mismas manos el poder político, económico y militar no es sino realizar el sueño
del capitalismo por otros caminos: unos pocos tienen el poder de decisión sobre
la gran mayoría de la sociedad.
Y de esta manera llegamos al núcleo del problema. ¿Debemos nuclear la
sociedad en torno al individualismo capitalista, en torno al estatismo, de cualquier
signo que sea, o en torno al personalismo, es decir, desde la persona humana,
cuya dignidad no aguanta sobre sí ningún poder que le planifique su vida; para lo
cual toda la estructura social tiene que estar a su alcance y de la que tiene que
poder sentirse responsable? Y eso, por desmesura, no lo lograrán la economía
global del capitalismo ni la lejanía paradójica de un estado que se quiere omnipresente y omnipotente. Por eso no cambiamos el título de este editorial, pues
por uno y otro extremo la persona se encuentra cercada y asediada.
Pero liberarla no es tarea ajena, sino propia de todas y cada una de las personas que componen la sociedad, y a eso convocamos. Quizá el próximo edito119
rial, para expresar con honrada claridad nuestro pensar, debiéramos titularle
«Persona, Sociedad y Estado» y explicar cómo concebimos nosotros la estructura
social a todos los niveles. Mas, por hoy, basta para ayudar a reflexionar.
Ciertamente, la corrupción, la incompetencia, el aferrarse acríticamente al
pasado y otras muchas razones son, sin duda, causa suficiente para rechazar la
política al uso. Pero la causa principal para votar en blanco, que no para abstenerse (interpretable siempre como irresponsabilidad) es el desamparo en que con
esta clase de política queda la persona humana.
120
Persona, sociedad, Estado
«El Cerco a la Persona», titulábamos el editorial del anterior número de esta
revista.
En efecto, la concepción individualista del liberalismo, sobre todo en su vertiente económica (capitalismo), deja a la persona –también en cuanto individuo–
en manos de los que la competencia ha hecho emerger como poderosos y dominadores y, por lo mismo, conformadores de los criterios y valores en uso; dependencia que se acrecienta cuando los vencedores en la competencia son poseedores simultáneamente de los medios de producción (grandes empresas y
multinacionales), de los logros de la ciencia y la técnica y de los medios de comunicación y publicidad, y todo ello a escala mundial.
Y, en efecto también, los estatalismos de todo tipo, los puros y los mitigados, entregan a la persona-individuo, en actitud de menesterosidad y mendiguismo, en manos ajenas –y también impersonales– que, en el mejor de los casos,
pueden solucionarle las más perentorias necesidades materiales –y no por demasiado tiempo, como evidencia la crisis del Estado de Bienestar–, pero a costa de
que renuncie a algo tan específicamente humano como la responsabilidad y la
libertad creadora.
Por ello, a los que, tanto partiendo de las formulaciones kantianas como de
la tradición cristiana e incluso anarquista, consideramos a la persona humana
como un «fin en sí» y, por consiguiente, no subordinable a nada, lo mismo el
avasallador despotismo del neocapitalismo liberal, hoy reinante, que el alienante
estatismo, por muchos todavía hoy anhelado, nos parecen igualmente rechazables. Ambos taponan al individuo humano la posibilidad de ser «persona».
La persona humana podríamos afirmar que es bifronte. Por un lado mira
«por sí» y «para sí»; es un ser «en sí». Por otro es, existe «ante los otros» y «por los
otros».
Queremos decir que la persona tiene conciencia de sí, de su entidad, de su
unicidad e irrepetibilidad, del dominio sobre sus elecciones y acciones, de su dignidad en una palabra. Pero, al mismo tiempo tiene conciencia de que es en la
comunicación y comunión con otras personas, en lo que en mutua reciprocidad
da y recibe, donde y como se construye a sí misma. Los otros son su espejo, condición y causa de la realización de su mismidad.
La individuación y la socialización son, pues, el anverso y el reverso de la
misma realidad: la persona. El hombre es «un ser» «con otros»; es «un ser social».
121
Así pues, las mutuas relaciones de todo tipo entre personas es lo que constituye
la sociedad en su sentido más profundo y auténtico. Decir persona es decir sociedad y viceversa.
Ahora bien, parece lógico pensar que, para que estas relaciones y la sociedad que generan sean verdaderamente «personales», han de ser ellas abarcables
por el individuo-persona; abarcables en cuanto que pueda ser consciente de ellas
y en cuanto que en ellas pueda influir; abarcables, por tanto, no en abstracto sino
en concreto, en sus circunstanciados pormenores. Participar en «agrupaciones»
inabarcables más tiene que ver con enjambres y hormigueros que con sociedad
humana. Y permítasenos afirmar ahora entre paréntesis que la ley del mínimo
esfuerzo en los de abajo y la del interés en los de arriba se confabulan para que
las ¿sociedades? existentes sean más rebaño, enjambre y hormiguero que otra
cosa; eso sí, con muchos balidos y zurriagazos cuando el pesebre no está suficientemente abastecido.
De ahí –seguimos razonando– que cuanto más cercanos a la persona humana sean los vínculos y relaciones sociales, más auténtica y profunda es la sociedad
resultante. El problema aparece cuando el individuo humano pierde de vista, por
lejanas, las relaciones que lo sujetan (y, con frecuencia, subordinan) a otros individuos. ¿Puede en tal caso hablarse de sociedad, y puede en tal caso comportarse
como persona el individuo a tales conexiones «sometido»?
Este es el caso, sin duda, del actual entramado de la economía globalizada;
de las grandes integraciones políticas –entiéndase, por ejemplo, la Unión
Europea– tendentes a un imperialismo de corte mundial, y de la cultura sin matices que, tipo standard, nos transmiten los medios de comunicación y opinión,
especialmente –luz y sonido– por vía visual y acústica. El individuo no tiene en sus
manos ni la economía que le alimenta o le mata de hambre, ni la política que le
organiza la vida, ni la cultura que por él siente y piensa.
Tal vez sea verdad que la extensión de los conocimientos y las posibilidades
actuales de comunicación puedan hacer «abarcable» para muchas personas una
mayor amplitud de relaciones con otros. No se trata, es cierto, de milimetrar la
capacidad de nadie para relacionarse en mayor o menor extensión; pero también
parece estar claro que no es lo más humanamente adecuado que el fax o el internet sustituyan las relaciones personales, ni aún en el caso de que pudieran verse
los interlocutores a distancia. El complejo mundo de la persona no parece ser en
lo fundamental transvasable «a distancia», ni física ni psíquica.
Para nosotros, en consecuencia, en una buena estructuración de la convivencia humana deben estar en el centro las personas –todas y cada una– con todo
el entramado social que, a su medida, sean capaces de crear y abarcar en todos
los órdenes para el desarrollo de la libertad, la creatividad, la responsabilidad y la
comunión de todos y entre todos.
122
Huelga decir que, en esta concepción de la vida social, las instituciones sociales son más importantes y deben gozar de mayor dignidad cuanto más próximas
estén a la persona humana, y sus fines tienen preferencia sobre los de las demás
que sólo pueden tener categoría de medios en relación con las primeras.
Por todo ello, a medida que las instituciones sociales se vayan distanciando
de las personas concretas, estas instituciones han de tener un componente más
bien de suplencia y de vigilancia; o, dicho de otra manera, su fin es suplir y vigilar, nunca sustituir.
Suplencia, pues, para cubrir necesidades o funciones que «de veras» no puedan llevar a cabo las instituciones más próximas a la persona humana. Suplencia,
que no debe ser creada artificial y deliberadamente para hacerse imprescindible;
como, por ejemplo, cuando se destruye todo un entramado natural de asistencia
mutua en comunidades menores, para que sea luego inevitable la presencia y
actuación del Estado.
Vigilancia, además, para evitar injerencias extrañas en el normal funcionamiento de la vida social; como, por ejemplo, para impedir que los económicamente fuertes avasallen a los débiles explotándolos o sometiéndolos; lo que podría
realizarse, entre otras posibilidades, eliminando el falso derecho de propiedad por
encima de un determinado nivel.
En este sentido conviene recordar que «el bien común», cometido que reivindican para sí instituciones más bien lejanas de la persona y en cuyo nombre se
cometen toda clase de injerencias en la vida de los individuos, es fundamentalmente un «conjunto de condiciones que hacen posible el desarrollo por sí mismas
de todas las personas». El fin del bien común no es una pretendida vida común de
millones de personas, sino que todos los millones de personas puedan hacer su
vida. Cuando, con la excusa del bien común, se trata de organizar vidas ajenas
–máxime si el organizador es el Estado-, se cae siempre en indebidos y perniciosos paternalismos o totalitarismos.
El conjunto de todas las instituciones sociales creadas por las personas constituye lo que llamamos «Sociedad Civil»; en la que también, de alguna manera, se
inserta el Estado. Y decimos, de alguna manera, porque, en efecto, el Estado tiene
en «última» instancia función supletoria y de vigilancia en relación con el resto de
las instituciones, y en tal sentido es sociedad civil.
Pero, a continuación debemos añadir que el Estado debe ser lo más pequeño posible, y es obligación del resto de las instituciones luchar porque así sea; ya
que, por definición, es la institución más alejada de la persona, y, al tener como
fin las condiciones «generales» de todos, le es imposible abarcar y satisfacer las
«particularidades» de cada uno, objetivo que únicamente instituciones más «particularizadas» están en condiciones de cumplir.
Ahora bien, si en la forma explicada el Estado forma parte de la «sociedad
civil», hay otra cualidad, en grandísima parte exclusiva de él, que, de alguna mane123
ra también, le saca fuera de la misma y le coloca frente a ella. Nos referimos a su
poder coactivo; es decir, a su derecho a emplear la fuerza, incluida la física, para
obligar a las personas.
A este respecto –y para no alargarnos–, dos puntualizaciones. En primer
lugar, que, aún en esta su prerrogativa, el Estado debe ser eficazmente controlado por la sociedad civil. Y, en segundo lugar, recordar a los prepotentes defensores a ultranza de todo tipo de estatalismos que, de acuerdo en esto con el pensamiento clásico cristiano, esta específica prerrogativa estatal, es fruto del pecado,
o, lo que es lo mismo, de la deficiente sociabilidad humana a que el egoísmo y el
excesivo amor propio inducen al individuo. Si alguien se niega a ser sociable,
habrá al menos que impedirle, aún por la fuerza, que destruya la sociabilidad
ajena. El Estado, pues, nace, tal cual de hecho aparece, por defecto de los hombres, no por virtud humana. Si, por hipótesis –teoría también anarquista–, todos
fuéramos por nosotros mismos virtuosos, sobraría el Estado. Consecuencia: a menor virtud, mayor Estado, y a mayor virtud, menor Estado.
No es, por tanto, el gigantismo del Estado lo que puede dar estabilidad y eficacia a una sociedad –llámese nación, país, o como se quiera– sino un rico entramado de asociaciones e instituciones cercanas a las personas, y creadas por hombres y mujeres dotados de talante ético y moral. El gigantismo de la economía, de
la política y de la mal llamada cultura de masas ya sabemos por experiencia a
donde nos ha llevado. Naciones y continentes empobrecidos, innúmeras multitudes sin trabajo, marginadas y excluidas, guerras por todos los puntos cardinales
del planeta, la naturaleza –nutricia raíz de todos– gravemente agredida.
A la vista de cuanto antecede, dos tipos de compromisos se imponen al militante, y a cuantas personas de buena voluntad apuesten por el hombre.
Por una parte, todos los derivados de la lucha contra el actual sistema de
dominio universal para desmontarlo. Lo que exige poner de manifiesto los daños
y perjuicios para la persona y para los pueblos que se derivan del mismo; denunciar los atropellos e injusticias de manera personal y asociada; colaborar con las
víctimas para que se liberen de la opresión; evidenciar la banalidad y la crueldad
de la cultura del consumismo, etc.
Por otra parte, creación de un orden social e institucional nuevo, basado en
asociaciones autogestionarias para los más variados fines, donde cuente siempre
la persona; fomento del sentido ético, moral y religioso o trascendente del hombre; en una palabra: generar un tipo de vida, personal y asociado, que prescinda
de los valores máximos del sistema –el poder y el dinero– y los cambie por el servicio y la comunión. Realizar lo cual no es un camino de rosas. Es preciso aceptar el riesgo de que la violencia de los poderosos se desate contra nosotros. Mas
para eso estamos. De todas formas, David venció a Goliat, y Cristo resucitó, porque el Espíritu que alienta en toda vida humana nunca muere.
124
La trampa
El paro, el despido, la privatización de empresas, el crecimiento o el estancamiento económico, el déficit del Estado, la deuda pública, la fiscalidad, los salarios, la inflación, la financiación autonómica y municipal, la subida o bajada de
impuestos, los precios, las pensiones, la corrupción y los escándalos económicos
y financieros, el precio del dinero, las inexorables leyes del mercado, la globalización de la economía, la convergencia con Maastricht, la moneda única, los ajustes monetarios, la optimización del uso de la energía y las materias primas, etc.
Esta larga, aunque no exhaustiva, lista de temas, que aparecen constatemente en
los medios de comunicación social y en las declaraciones de los políticos y de
todos los llamados agentes sociales, nos evidencian hasta qué punto las cuestiones económicas y las con ellas relacionadas preocupan en nuestro país y en el
mundo entero. La economía es el tema estrella en nuestra sociedad.
No seremos nosotros, que tanto relieve le damos en nuestra revista y en
nuestras publicaciones, quienes la rebajemos de categoría.
En efecto. Si por economía entendemos el arte o la técnica de producir y distribuir los bienes necesarios y suficientes para que todas las personas vivan con
dignidad, ¿qué duda cabe de que la economía tiene una importancia básica en
toda justa ordenación de la sociedad?
Y nunca como hoy sería de agradecer una buena técnica de producción o
distribución de bienes. Hoy, cuando un tercio de la población mundial pasa hambre, cuando la diferencia entre naciones y continentes es abismal, cuando el trabajo como medio de subsistencia se vuelve imposible, cuando la acumulación en
pocas manos del poder económico –y, por ende, del político y aun del militar– es
infinita, cuando por añadidura la sed de consumo se ha exacerbado hasta límites
sin límite.
Porque la existencia de los hechos apuntados, y de otros muchos que están
en la mente y en la preocupación de todos, manifiestan que las técnicas económicas al uso no han funcionado adecuadamente, puesto que no han logrado producir ni distribuir para todos.
Llama verdaderamente la atención la tozudez con que, como si con ellos no
fuera la cosa, insisten muchos en las mismas recetas que hasta el presente no han
sido eficaces; eso sí, lamentando la inevitable desgracia de las víctimas de tales
remedios. Casi –Dios nos libre– nos caen mejor los que afirman que, según sus
altos y profundos estudios, lo que en realidad sucede es que sobran personas en
125
el mundo. Lo que nos extraña siempre es que no tiren la toalla, o, al menos, pidan
ayuda a otras ciencias o a otras instancias.
Pues aquí está el riesgo, el peligro y la trampa de la economía: se absolutiza
como ciencia cual si fuese ella sola capaz de solucionar los problemas que se le
plantean.
La economía –entendemos nosotros– es más arte y técnica que ciencia. Y
una buena técnica económica ha de estar supeditada a otros conjuntos de ciencias y realidades. Por abajo, por los cimientos, a todas las disciplinas que se mueven en torno a la hoy llamada «ecología», y que abarca prácticamente al conjunto
de las ciencias naturales, a la física, a la química, etc. La economía no puede ignorar ni destruir la casa en que habitamos –la naturaleza– ni dejarla dañada o hipotecada para nuestros herederos. Por arriba, por los fines a cuyo servicio debe
estar, a las ciencias nucleadas en torno a la «antropología» (psicología, ética,
moral, religión, sociología, etc.). ¿Cómo va a servir al hombre una ciencia que no
sabe quién es ni qué es éste?
Cuando la economía parte de que en el manejo de toda clase de bienes lo
que hay que buscar es la mayor creación posible de «riqueza» mediante la maximización del «beneficio» individual o grupal a través de una «competencia» sin límites, lo que está admitiendo es que el hombre es un «depredador» insaciable (riqueza sin límite) de la naturaleza, un ser insolidario (beneficio individual o de grupo) y
un enemigo para sus semejantes (competitividad). En definitiva, está proclamando
que la persona humana se mueve únicamente a impulsos del afán ilimitado de
poseer y de dominar. Y lo que desde esos presupuestos hace la economía es iluminar el camino para satisfacer tales impulsos; incluyendo en el de dominar la
esclavización o la muerte de sus semejantes y en el de poseer la destrucción uniformemente acelerada de los recursos naturales.
Y como consecuencia de todo esto, se ha «economizado» y «monetarizado»
toda actividad humana volviendo la vida de las personas enormemente dura, cruel
y desesperanzada.
Y no negamos nosotros que no sean fuertes en el hombre las tendencias a
poseer y dominar. Lo que afirmamos es que basar en ellas la economía es destructivo. Y que tales tendencias deben ser corregidas con otras cualidades y virtudes que también se pueden dar en los humanos, como la austeridad, la solidaridad, el espíritu contemplativo y no depredador, etc., Pero tales virtudes ya no
pueden ser fruto de unas determinadas técnicas económicas; pues cuando se han
tratado de implantar estas virtudes con técnicas de economía estatalista se ha
agravado la situación al fomentarse de hecho la irresponsabilidad y no la virtud.
La austeridad, la solidaridad, el espíritu de justicia, etc., sólo pueden ser fruto de
unas convicciones éticas y morales y de un sentido trascendente de la vida, es
decir, hijas de una nueva cultura distinta de la economicista.
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A la economía, por tanto, hay que salvarla desde fuera de la economía, desde
una cultura, repetimos, de la solidaridad, de la justicia y del servicio mutuo. Hoy,
más importante que buscar recetas económicas es dedicarse a crear esa cultura.
Pero, eso sí. Nadie puede crear esa cultura mientras disfruta de la actual economía depredadora, como les ocurrirá a buena parte de los que este escrito lean.
Quien quiera ir por este nuevo camino, conviértase primero, y mucho mejor en
grupo, a la austeridad y, si preciso fuera –que lo será–, a la pobreza. Y desde ahí
desenmascare la corrupción de la avaricia y del poder, tanto individual como de
grupo o instítucional, y vaya creando núcleos que vivan libres de tales cadenas. Así
podrá llegar un día en que la economía se subordine a la ética y el hombre viva
libre, no dominado por la «necesidad» y la «angustia» de la subsistencia diaria, libre
de la trampa del miope economicismo.
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128
Personas y estructuras
Siempre que en un grupo de gente se aborda el problema de las relaciones
entre personas y estructuras sociales –en las que incluimos las políticas, económicas, culturales, etc.–, se suscita la eterna cuestión de si son las personas las que
crean y consolidan las estructuras y, por consiguiente, basta conseguir personas
morales y justas para que a su vez lo sean las estructuras, o si, por el contrario,
las estructuras operan de tal manera sobre las personas que condicionan su comportamiento, siendo suficiente destruir las estructuras inmorales e injustas para
que el comportamiento y proceder de las personas transite por caminos de justicia y honradez.
La discusión se parece bastante, a nuestro entender, a la de la prioridad del
huevo o la gallina.
Porque es evidente que personas son quienes configuran y dirigen las estructuras. Y, viceversa, es manifiesto que las estructuras «encauzan» en determinados
sentidos las decisiones de las personas, al menos en sus planteamientos.
En una economía estatalizada, por ejemplo, la persona o bien luchará por
hacerse un hueco de decisión personal frente al dirigismo absoluto del Estado, o
bien caerá rendida de impotencia y apatía, o bien tratará de insertarse en la burocracia del Estado para subsistir o medrar, pero siempre sus planteamientos vitales
«condicionados» por la estatalización económica.
Mientras, en una economía individualista competitiva, la persona, que, por
cualquier circunstancia o motivo, sea o se sienta débil, tenderá o bien a buscar
apoyos solidarios en otros que se encuentren en la misma situación, o bien a exigir la intervención de las «autoridades competentes» –el Estado-, aún conscientes
del riesgo de que estas autoridades se alcen con el santo y la peana y acaben también dominándolos.
Podríamos decir que este ha sido el balanceo pendular de los movimientos
sociales, económicos, políticos y culturales de los últimos siglos. Del individualismo al estatismo y del estatismo al individualismo: camino de ida y vuelta. Y ¿vuelta a empezar? Cuando aquí defendemos el personalismo, intentamos abrir otros
caminos que no sean los trillados de siempre.
Pero volvamos a nuestro tema. Nos atrevemos a decir que, en principio, es
más lo que las personas deben a las estructuras sociales –en sentido amplio entendido– que al revés. Lo cual es incuestionable si ese «en principio» lo entendemos
en sentido temporal o cronológico.
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Como el principio de los tiempos nos cae ya muy lejano para saber si primero fue la persona o la estructura, al fijarnos en el ahora, en un hoy ya de
muchos siglos, aparece claro como la luz del día que toda persona que viene a este
mundo «cae» en el molde de un conjunto de estructuras que conforman su vida, la
dan forma, la modelan. Desde, por ejemplo, la lengua materna –estructura cultural por antonomasia hasta las relaciones de propiedad de la tierra o la organización de defensa de la tribu o nación.
Todos venimos a un mundo «ya hecho y en marcha», es decir, estructurado
de una manera y caminando ya en un determinado sentido.
La sociedad así es antes que el individuo, y, por ello, todo nacido, al tiempo
que individuo, es primordialmente miembro insertado en una determinada sociedad. Es más, es la sociedad, previa a él, la que decide que exista como individuo.
Comenzando por el hecho de nacer, sobre el cual el nacido o el que está a punto
de nacer no tiene ninguna responsabilidad. Son sus progenitores quienes la tienen
y quienes lo «instalan» –en unas determinadas relaciones parentales, fraternales,
de vecindad, etc.; relaciones hechas leyes y costumbres que lo marcarán para toda
la vida. Y, con las relaciones de familia o vecindad, las de ciudad, país o época en
que se nace y vive.
De modo y manera que las estructuras sociales hasta el punto dominan al
individuo que éste, si quiere y pretende llegar a ser «persona», es decir, a ser «consciente» del mundo en que vive y a buscar realizarse en «libertad», lo primero que
ha de hacer es «enfrentarse», ponerse «críticamente» frente a todo el orden institucional vigente para aceptar o rechazar, corregir o modificar, acrecentar o destruir según «criterios propios»; criterios que, en definitiva, se reducen a criterios de
felicidad, o, lo que es lo mismo, a la búsqueda y obtención de lo que se desea
«como bueno» para sí y para los demás.
Pero, ¿quién puede salir airoso en este empeño si las estructuras son más
fuertes que él y si, previamente, ha interiorizado en el subconsciente los valores
que tales estructuras encarnan? Y ¿qué es el proceso de socialización, al que se
orientan las estructuras educativas, si no un gigantesco esfuerzo por moldear a las
personas según los valores «dominantes» en la sociedad?
No es fácil, desde luego, ser persona, pero siempre es posible. Lo que defendemos es que, para que los individuos maduren en personas, se necesita por parte
de éstos se mantenga una continua tensión crítica frente a las estructuras sociales;
que, aún en el mejor de los casos y dándolas por buenas en su origen, responden
a las necesidades y aspiraciones de otras personas y de otras épocas y, por tanto,
en parte al menos, inservibles para las personas y la época actuales, necesitando
siempre, como mínimo, ser adaptadas o reformadas y, a veces, transformadas.
Porque no es nuestro propósito en lo que hasta ahora llevamos diciendo condenar sin más toda estructura social. Puede –¿por qué no?– haberlas que, examinadas a la luz de la vertiente comunitaria de la persona humana, resulten aproba130
das, incluso con sobresaliente. Todas, por ejemplo, las que se basan en el diálogo, la responsabilidad o el amor.
Lo que hemos querido hacer ver es: 1) el peso que el orden institucional tiene
sobre el individuo humano, 2) el riesgo de que ante tal peso muchos no cuajen
como personas (se quedan en mera masa humana), 3) la obligatoriedad para cuantos lúcidamente quieran interesarse por la felicidad y madurez humana de ocuparse y preocuparse por un ordenamiento social que puede ayudar o aplastar al
hombre.
Sin embargo, observamos que entre los grupos y personas que se preocupan
de los problemas sociales –pobreza, paro, hambre, marginación, explotación,
esclavitud, etc.– hay una gran tendencia a desentenderse de esta responsabilidad
en relación con las estructuras; es más, muchos creen que las que hoy existen son
connaturales al ser humano y no hay por qué cambiarlas; a lo sumo, atemperar
los efectos perversos indeseables, pero inevitables. Efectivamente, ocupan mucho
más las tareas de beneficencia que las de implantación de la justicia. Y ello, tanto
en ambientes creyentes como no creyentes. De forma especial, estos últimos tienden a reeditar viejas soluciones que no lo fueron y, al mismo tiempo, a actuar
desde las mismas estructuras contra las que se quiere luchar, aceptando, además,
su campo de juego.
Tal vez se deba todo a que plantearse el problema de las estructuras vigentes
obligaría a poner en cuestión el sistema de vida propio; mientras que a los pobres
se les puede ayudar –así lo hacen la mayoría de las ONGs y buena parte de los
sindicatos– sin tocar la raíz estructural del sistema en que vivimos. Tal vez, también, «olemos» que la labor de beneficencia acarrea alabanzas y parabienes, mientras que topar con las estructuras injustas y combatirlas trae consigo incomprensión, marginación y persecución. Siempre será más fácil solicitar ayuda a la Unión
Europea para un proyecto propio de ayuda a los pobres, o discutir un punto arriba o abajo el salario de los que lo tienen, que acusar a la UE de estar al servicio
del poder financiero, y, por supuesto, más fácil que poner en marcha un movimiento social contra la actual configuración de Europa.
Reconocemos, no obstante, que hoy las «transformaciones sociales» son más
difíciles y de más alto riesgo, precisamente porque las «estructuras sociales» son
cada vez «más estructura». Vamos a explicarnos.
Las uniones de tipo social pueden ser muy diversas en razón del vínculo que
une a sus miembros: fraternales, comunitarias, asociativas, institucionales, estructurales, ... Prescindimos ahora de lo que puede y debe ser una fraternidad, una
hermandad, una comunidad –y no porque para nosotros no tengan una importancia suma– para centrarnos en lo que es una asociación, una institución o una
estructura social. En los tres se distinguen dos elementos constitutivos: por un
lado, las personas que las integran y dirigen y, por otro, las leyes, normas, estatutos, reglamentos, etc., que «encauzan» la vida colectiva de tal unión de personas.
131
Lo que distingue a cada una de las tres es en cuál de los dos elementos cae
el acento en su funcionamiento, cuál de los dos elementos predomina. En las asociaciones son las personas las protagonistas, de modo que los componentes normativos son más fluidos, menos influyentes y determinantes y fácilmente cambiables según la voluntad de los asociados. Hay más acuerdos puntuales y menos
normas generales.
En las instituciones los dos constituyentes están equilibrados. Existen normas
y leyes permanentes; pero las personas poseen aún gran capacidad de interpretación de las mismas en atención a las circunstancias de tiempo, lugar y situación
de las personas.
En las estructuras sociales el peso definitivo cae del lado de la norma, de la
ley. Las personas apenas cuentan. Quien haya estado, para firmar un préstamo
hipotecario, sentado frente a un estrado ocupado por un representante de la entidad bancaria, un corredor de comercio y un secretario leyéndole las obligaciones
y los riesgos que asumía, no necesita que le expliquen lo que es una estructura;
como tampoco, quien por no pagar el vencimiento de una letra del piso se topa
con el desahucio.
Pues bien, afirmamos que en estos momentos en el ordenamiento social hay
mucho más de estructura que de institución o asociación. La estructura es la pura
ley, la pura norma sacralizada e indiscutida, esclerotizada y endurecida, inmovilizada, abstracta y, por ello, deshumanizada, donde los que la manejan –no osamos
decir quienes la dirigen– sirven a la ley, no a las personas. La ley pesa más y pasa
por encima de la inmensa mayoría de las personas, aunque las destruya. ¿Cuántas
personas han tenido que morir porque la «norma» de pagar los intereses de la
Deuda Externa era sagrada? El sistema financiero –algo objetivado, cosificado–
prima sobre las personas. ¿Quién no conoce algún empresario a quien su recta
conciencia ha llevado a la ruina por la inflexibilidad del sistema económico?
Desde luego no somos tan ingenuos como para pensar que las estructuras no
favorecen a nadie. Favorecen a los poderosos. Precisamente han sido ellos quienes a base de violencia de todo tipo han ido «estructurando» la vida social toda, de
manera que sea difícilmente modificable y hasta culturalmente aceptable cuando
poseen el monopolio de la propaganda (publicidad y manipulación de la conciencia). Son los pobres quienes están atrapados; aunque, a la larga, todos los humanos.
Para intentar que comprendan nuestra posición, permítasenos invitarles a
reflexionar sobre tres hechos qué reiteradamente han ocupado espacio poco ha
en los medios de comunicación. El primero, avalado por la ONU. En el Informe
sobre Desarrollo Humano del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el
Desarrollo) se lee: «La fortuna de los 358 (trescientos cincuenta y ocho) multimillonarios del planeta es hoy superior a los ingresos acumulados de unos 2.300 (dos
mil trescientos) millones de personas».
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Sea el segundo: En una ciudad como Madrid se cuentan por decenas de miles
al año las personas expulsadas de su vivienda, desahuciados por falta de pago de
hipotecas o deudas.
El tercero lo transcribimos con palabras del profesor Joaquín Araújo: «El
volumen y tonelaje de nuestros residuos hace ya tiempo que supera al de la producción de todos los sectores de las actividades agrícolas, ganadera, pesquera,
extractiva e industrial. Si somos lo que hacemos, queda obvio que, a pesar de
todos los intentos por ocultarlo, lo que nos caracteriza es la basura. Ingentes cantidades de residuos. Tantos que merecemos que se, nos identifique con lo excremental y sucio, cuando tanto parece complacernos el haber creado riqueza y bienestar. Sólo los españoles producimos unos 600 millones de toneladas de basura
al año. Es decir, 15.000 kilos por persona».
No vamos a ser exhaustivos en nuestras consideraciones. Seanlo Udes.
Pero, para que se dé el primer hecho y «no pase nada», cuando tanto hambre hay en el mundo, ¿no tienen que ser fuertes, duras e inflexibles las estructuras
policiaco-militares, las políticas, las jurídicas y las económicas de todos los países
y del mundo? Pero, ¿acaso no, también, las estructuras culturales? ¿Hasta dónde
hay que justificar e interiorizar el afán de lucro y posesión, para que tales sujetos
no sean tenidos por los mayores ladrones y criminales de la humanidad? ¿Hasta
dónde es necesario rebajar –más bien, destruir– el concepto de dignidad humana
para que ante tamaña desigualdad puedan considerarse «honorables» semejantes
individuos? Aun ante la imposible hipótesis de que repartiesen los beneficios de su
riqueza, ¿no es una ofensa a la multitud que su vida y su muerte dependa de la
benevolencia o malevolencia de tan pocas personas? ¿No es «dureza de corazón»
y «ceguera de mente» querer y creer que esta situación es conforme a la naturaleza humana y lo más adecuado para el progreso? Realmente estamos en una cultura basura. Nada extraño, pues, que acumulemos tanta basura.
En conclusión. Nada tan difícil como un cambio de estructuras, pero, nada,
al mismo tiempo, tan necesario, importante y urgente. Y, si algo es necesario ha
de ponerse manos a la obra, para lo cual es imprescindible armarse con las armas
del espíritu: espíritu de verdad, de justicia, de fortaleza. Sobre todo, de fortaleza,
porque sin ella se traiciona a la verdad y a la justicia. Mas, ¿de dónde sacamos
fuerza?
Sin duda el hombre se transciende a sí mismo, y de ese su transcenderse
sacará energía para vencer sus miedos y precauciones y poner en marcha asociaciones fraternales y comunitarias con posibilidades de enfrentarse y vencer a las
deshumanizadas estructuras actuales.
Pero fraternidades y comunidades que han de revalidarse en la acción y en
la lucha. De otro modo, seremos únicamente «fariseos ilustrados», tentación suprema de las personas, aún de buena voluntad, en esta parcela rica del mundo en que
vivimos. El saber no es suficiente.
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Globalizar la justicia
Diversos han sido los intentos que se han llevado a cabo a través de los siglos
con la finalidad de dominar el mundo, y en todos ellos la violencia, la imposición
y la muerte han sido compañeros habituales de un viaje cuyo destino acababa siendo, una y otra vez, el fracaso. No obstante, los hombres parecemos empeñados
en repetir la historia en vez de aprender de ella.
Después de la caída de los países del Este comenzaron a circular algunos términos como el de «Nuevo Orden» o el de «aldea global», que resultaban bien
sonantes a unos oídos cansados de escuchar los amenazantes discursos de la guerra fría. Poco a poco, el tiempo ha ido desvelando el contenido del nuevo proyecto y no ha resultado ser tal. Las formas, los modos, el decorado han cambiado, pero el fondo materialista que relega al hombre a la categoría de instrumento
sigue vigente.
Atrás han ido quedando planteamientos que han sido sustituidos por otros
más ambiciosos y a menudo más sutiles. Así, por ejemplo, la explotación ha dejado paso a la dominación, la producción al consumo, el poder económico al control de la información, la revolución industrial a la informática, el empresario individual a las multinacionales, las grandes instituciones internacionales a los foros de
debate privados... Sin embargo, cabe destacar de entre todos ellos, después de
que Fukuyama diagnosticara el anticipado «Fin de la historia», el de la globalización económica.
Globalización que puesta en marcha desde las tesis neoliberales poco tiene
que ver con una aldea donde las relaciones humanas pudieran romper el anonimato tan generalizado en que vivimos inmersos. Más bien está suponiendo para
los pueblos una pérdida del control que ejercían sobre sus economías y sobre sus
sociedades poniéndolas en manos del mercado, es decir, en manos de no se sabe
quién: especuladores, bolsas internacionales, agencias de calificación de deuda...
El camino hacia esta nueva situación ha sido labrado en el tiempo con la
aportación de no pocos pensadores, pero en el terreno práctico, en el de las concreciones, quizá sea la Comisión Trilateral la que ha tenido un papel especialmente destacable. Su estrategia, el poder que aglutinó en torno a sí y su modo de
actuar han contribuido notablemente a la extensión del actual sistema económico
mundial, acompañado por las democracias formales en lo político y por lo que se
ha dado en llamar «pensamiento único» en el campo de los comportamientos
sociales. Su visión globalizadora queda patente en los planteamientos básicos que
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sostuvieron ya en la década de los 70, en plena guerra fría, y que podíamos resumir en:
– El control de los países dominante (Nixon, que aplicaba diversas políticas
proteccionistas frente a Europa y Japón vio como era desplazado de la Casa
Blanca y sustituido por un trilateralista Ford, al año siguiente de constituirse la
Comisión Trilateral)
– La progresiva desintegración de los Estados nacionales.
– La penetración en los países socialistas.
– El control de las posibles presiones de liberación surgidas desde el Tercer
Mundo, así como la eliminación de la presión demográfica.
Estos planteamientos han ido dando sus frutos: la caída sin confrontación
armada de los países del Este, el auge de las empresas multinacionales, la esterilización masiva en algunas zonas del Tercer Mundo, etc.
En la actualidad el modelo neoliberal se nos presenta bajo las credenciales de
ser realista, eficaz, competitivo, generador de riqueza… Sin embargo, detrás de
toda esta amalgama de «cualidades» se oculta una trastienda llena de carencias.
Entre ellas cabe destacar el hecho de que dicho sistema no sólo no combate sino
que acrecienta la progresiva exclusión de la historia de la mayor parte de la humanidad, mostrándose incapaz de construir unas relaciones que hagan posible una
vida digna a todos los que habitamos este planeta. El PNUD desvelaba en su
Informe sobre el Desarrollo del 96 un dato elocuente a este respecto: «Hay en
el mundo 358 personas cuyos activos se estiman en más de 1.000 millones de
dólares cada una, con lo cual superan el ingreso anual combinado de países donde
vive el 45% de la población mundial». Un sistema que sostiene esta situación
desde la legalidad es un sistema que ha olvidado al hombre, que ha decidido escoger una vez más el camino de arrancar la esperanza a quienes más necesitan de
ella, en vez de ser generador de la misma.
La distancia que separa la capacidad para generar riqueza y la voluntad de
que se distribuya equitativamente va en aumento. Siendo esto así, no resulta extraño, aunque sí vergonzante, el hecho de que se alcancen compromisos como el firmado por los jefes de Estado y de Gobierno de los países de la FAO en Roma:
«Reducir para el año 2015 el número de personas desnutridas a la mitad del
actual», compromiso que además será revisable por si no se llega. Una vez más
las dificultades se quieren llevar al terreno de los medios cuando en realidad pertenecen al de las voluntades. Cuestión ésta que seguramente estaba dispuesta a
avalar el secretario general de la FAO Jacques Diouf cuando afirmaba acerca de
la cuantía del presupuesto de esta organización que «es inferior al gasto en alimentos para perros y gatos en sólo 6 días de nueve países desarrollados, y representa menos del 5% de lo que gastan anualmente los habitantes de un sólo país
desarrollado en productos para adelgazar».
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El edificio del poder parece haberse asentado sobre dos pilares: el mercado
y el control de los medios de comunicación. Estas dos columnas, descansando
sobre la base común de la información, se han convertido en instrumentos fundamentales sobre los que descansa el proyecto de globalización económica.
El mercado se ha convertido en una obsesión: los Presupuestos Generales del
Estado deben ser restrictivos para ganar la confianza del mercado, el mundo del
trabajo debe precarizarse porque el mercado exige cada vez cuotas de mayor competitividad, los pobres productores de materias primas del Tercer Mundo deben
aceptar salarios de miseria porque el mercado ha fijado un precio de miseria para
ellos, no se puede producir más de lo debido mientras otros mueren de hambre
porque el mercado exige el sostenimiento de los precios... ¿qué es el mercado? o
¿quiénes son el mercado? ¿Por qué aceptar que un instrumento que no entiende
de justicia, ni de redistribución, ni de solidaridad, ni de sufrimiento lleve las riendas no sólo económicas sino también políticas de nuestras sociedades? ¿Por qué
debemos consentir que el ejercicio del poder político se reserve no a aquellos con
mayor capacidad de gobierno y de servicio al pueblo, sino a aquellos que demuestren tener mayor capacidad para gestionar la economía de acuerdo a los intereses que dicta el mercado?
El mercado se concibe no como un mero instrumento de intercambio, lo que
sería una economía con mercado, sino como un instrumento de dominación, economía de mercado, y así hemos de situarnos ante él cuando se nos presente como
la panacea universal.
En cuanto al segundo pilar, el de los medios de comunicación, decir que su
uso es de vital importancia para crear un estado de opinión pública que vaya asumiendo las situaciones y valores que puedan sustentar y prolongar la situación
actual. Dentro de esta estrategia podríamos encuadrar las campañas paternalistas
de ayuda a zonas en conflicto cuyas causas últimas se ocultan a la opinión pública; campañas que igual que nacen, de repente se acallan, como si hubieran resuelto el problema existente gracias a nuestra generosa colaboración, cuando en realidad las situaciones continúan siendo desesperadas en las zonas afectadas y sólo
quedan trabajando en ellas aquellos cuyo compromiso está más allá de las ofertas
paternalistas de turno. A este respecto, el Secretario de Estado para la
Cooperación Internacional se encargaba de hacer la labor de cierre oficial a la
campaña de Ruanda al declarar hace pocos días que «En Zaire no ha habido hambre, no había niños con la tripa hinchada. Los campos de refugiados servían para
manipular». Añadía respecto a otros temas como el 0,7 «Es utópico, algo irreal.
En España no hay capacidad para gestionar un nivel de ayuda así, ni en la
Administración, ni en la sociedad civil».
Pero en el edificio del poder hay sótano y subsótano. El apoyo del poder económico junto al de los medios de comunicación se han convertido en requisitos
imprescindibles para alcanzar el poder político. Siendo esto así, se puede afirmar
que el poder político ha quedado relegado a un segundo plano realizando, princi137
palmente, más que tareas de gobierno, tareas de gestión. Y por último, en el subsótano aparece lo social y el pueblo, porque el servicio a éste ha dejado de ser el
fin último para quienes han sido capaces de alcanzar ciertas cuotas de poder.
Todo lo que hemos dicho apunta a que el esfuerzo por construir un mundo
más humano ha de ser cada vez mayor y también global. Si la pretensión neoliberal pasa por globalizar la economía, por unificar los comportamientos sociales
en torno a las exigencias de extracción de beneficios que esta impone, nosotros
debemos trabajar por globalizar la justicia.
El camino no es fácil. Las situaciones son nuevas y las respuestas de otro
momento hay veces que no sirven. Hubert Brouchet, secretario general de la
Unión de Cuadros de Fuerza Obrera pone esto de manifiesto cuando afirma: «La
globalización de las empresas ha alejado a los representantes de los asalariados de
los centros de decisión, hasta volver “virtuales” a estos últimos. Para un sindicalista cada vez es más raro tener enfrente a alguien que realmente decide. El interlocutor patronal no es normalmente más que el propuesto por un poder geográficamente inaccesible, en el supuesto de que esté localizado. Así prepara su reino
el juego asesino de la competición, conducido a ciegas y movido por una mano
invisible que se ha vuelto loca».
No deja de llamar la atención el hecho de que en un momento histórico en
el que hay medios para cubrir la mayor parte de necesidades básicas de cualquier
hombre: comida, techo, trabajo, educación, no se hable de injusticia. Este hecho
debe despertar nuestra rebeldía y nuestro compromiso transformador de las causas que sostienen esta situación. Empezando por romper la vida dual en que a
menudo vivimos: exigimos para nosotros unas condiciones dignas y un salario
digno, y cuando vamos a comprar buscamos precios de artículos que sólo se pueden conseguir a través de la explotación del trabajador que los ha elaborado.
La dificultad para buscar respuestas que no sean absorbidas por el gigante
neoliberal no la podremos superar si no rompemos con nuestro comodismo, con
nuestro individualismo, con nuestro status de privilegiados; si no llevamos nuestras
vidas por caminos de gratuidad, por caminos por los que el equipaje ha de ser ligero. Y si en el camino encontramos situaciones duras, en las que todo parece volverse obscuro no olvidemos el talante de uno de los hermanos maristas que trabajaba en los campos de refugiados del Zaire: «Sólo Dios sabe lo que puede ocurrir
pero sabe y calla. A nosotros nos toca esperar, amar siempre, y eso es lo que
hacemos montados en la incertidumbre, así como en un caballo».
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El equívoco voluntariado
No deja de ser sorprendente que en estos últimos años, en que los desequilibrios y desigualdades de todo tipo se han disparado entre individuos, pueblos,
naciones y continentes; en que las guerras y sus secuelas de destrucción y muerte se han multiplicado a la caída del comunismo cuando se esperaba lo contrario;
en que el rebrote del neocolonialismo trunca el normal desenvolvimiento de los
antiguos pueblos colonizados; en que el comercio de armas prolifera por el mundo
de la mano, según confesión de la propia ONU, de las naciones que tienen asiento permanente en su Consejo de Seguridad; en que la ruptura de trabas y barreras a la actuación de las empresas transnacionales y del capital financiero mundial
ha puesto de rodillas a los Estados, privándoles de la posibilidad de orientar la
economía al bien común mediante la práctica de la justicia distributiva; en que
como por ensalmo se han evaporado las conquistas sociales del pueblo trabajador,
al menos en parcelas tan sagradas como el derecho al trabajo; resulta sorprendente, decimos, el rápido auge del «voluntariado» en estos años, centrado en
paliar los desastres (lo de desequilibrios parece demasiado aséptico) del triunfo
mundial del neoliberalismo, cuando parecería más esperable una reacción más
profunda de tipo cultural y político que luchase por reafirmar y refundamentar la
justicia (lo que a cada uno como persona se le debe), tan destrozada y descuajada
por el huracán del pensamiento único neoliberal.
Y, repetimos, nos sorprende aún más que el repentino crecimiento del voluntariado, el hecho de la disimetría entre tal crecimiento y el agostamiento de una
cultura y de una práctica política antagonista al sistema neoliberal en sí.
Hoy la expresión más genuina y generalizada, aunque no la única, del voluntariado son las ONGs, aceptadas y promovidas en ambientes y por instituciones
tanto creyentes como no creyentes. Las hay para cubrir las más diversas necesidades y carencias humanas aquí y en cualquier parte del mundo, si bien podemos
afirmar que sus acciones y esfuerzos más llamativos se centran en los países mal
llamados del Tercer Mundo.
De entrada, y para que se sitúe bien lo que después vamos a decir, se impone subrayar que el hecho del surgimiento masivo de tanta diversidad de ONGs no
deja de ser un indicativo claro de la extensión y profundidad del mal causado en
la sociedad por el actual ordenamiento social, económico y político del mundo y
del desasosiego que tal estado de cosas crea en la conciencia de muchísimas personas.
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No obstante, y en razón de la disimetría a que más arriba aludíamos, todo el
entramado de las ONGs ha recibido multitud de críticas, las más graves de las cuales nos parecen las siguientes:
«Las ONGs están, de hecho, al servicio de los intereses del neoliberalismo.
Este financia y promueve organizaciones de base con una ideología antiestatista
para intervenir entre las clases potencialmente conflictivas y crear así un cojín
social».
«Al crecer la oposición al neoliberalismo, los Gobiernos occidentales y el
Banco Mundial han aumentado la financiación de las ONGs. En el fondo son utilizadas por el neoliberalismo como elemento de contención frente al peligro de
posibles explosiones sociales».
«Al enfocar su actividad a la asistencia técnica y financiera de proyectos, las
ONGs crean un mundo político donde la apariencia de solidaridad y acción social
disimula una conformidad conservadora con la estructura del poder nacional e
internacional. Dicho de otro modo, fomentan un nuevo tipo de colonialismo y
dependencia cultural y económica». (James Petras)
La más corriente, sin embargo, y la más evidente de las acusaciones es la de
la desproporción entre los problemas a solucionar y los medios empleados. Frente
a una deuda externa, por ejemplo, de más de un billón de dólares, es una gota de
agua en el mar las decenas de miles que manejan las ONGs. Frente a las decisiones de uno u otro Estado (léase Francia o EE.UU.) de apoyar a una u otra facción
en la región de los Grandes Lagos de África, la acción de las ONGs se ve prácticamente inutilizada y reducida a la inoperancia, cuando no usada para bastardos
fines políticos, como en el caso de los campos de refugiados del Zaire donde la
ayuda humanitaria sirvió también para posibilitar el reagrupamiento y el equipamiento del ejército de los hutus huidos.
De hecho, recordémoslo una vez más, en esta época de expansión del voluntariado, la distancia entre los más pobres y los más ricos del mundo ha aumentado al doble. Ya no es de 1 a 30 sino de 1 a 60; y los 8 millones de pobres españoles de Cáritas ahí siguen inamovibles.
Pero no es en las ONGs donde queremos poner hoy el acento, sino en la
para nosotros equívoca filosofía que subyace en la sociedad del Norte (y en concreto en España) bajo la realidad del «voluntariado» tal como entre nosotros se
practica.
Cuando se habla de voluntariado, «voluntario» se opone en primer lugar a
«obligatorio». Un «voluntario» hace algo a lo que no está «obligado» por ningún
deber de justicia o de legalidad. Así, un albañil cumple una «obligación» cuando
construye para la empresa que lo ha contratado. Está obligado a ello. Ejerce, sin
embargo, el «voluntariado» cuando un sábado trabaja, sin que ningún contrato le
obligue, en la construcción de unas viviendas para personas sin techo en un proyecto de Cáritas.
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Por otra parte, el «voluntariado» (a pesar de las distorsiones que en este sentido ha introducido la ley al conceder ciertos «privilegios» a los «voluntarios») hace
referencia a la «gratuidad». El «voluntario» no cobra por sus servicios.
Así pues, la no obligatoriedad y la gratuidad son (deben ser) las notas características de todo voluntario auténtico.
Pero, ¿qué sucede cuando lo que hacen los «voluntarios» es «obligatorio»
hacerlo y, además, resulta que el «voluntario» «se lucra» con su acción voluntaria?
Si lo que hacen los voluntarios, se les debe por justicia a los beneficiados
por tales acciones voluntarias, ya hay «obligatoriedad», y, como ya hemos dicho,
la obligatoriedad destruye la voluntariedad que le es, por definición, esencial al
voluntariado. Si, además, los llamados «voluntarios» «se cobran» por lo que hacen
porque, precisamente, su trabajo ¿voluntario? contribuye a mantener sus privilegios de grupo o clase, entonces también la falta de gratuidad destruye el aparente voluntariado que en tal trabajo pueda haber.
Y ¿qué decir, por tanto, cuando los obradores de injusticias se sirven del
voluntariado para tapar y disimular los efectos de sus injusticias? ¿Qué decir, cuando el voluntariado sirve para apartar fuerzas de la lucha por la transformación de
las estructuras injustas, perpetuando, así, toda clase de privilegios sociales y económicos?
Ahora bien, «socialmente hablando», las tareas que se asignan hoy al
voluntariado son «deberes de justicia», muchas veces, de «justicia conmutativa» estricta, otras de «justicia distributiva» y siempre de «justicia social». El
paro, la falta de vivienda, la insuficiencia salarial o de las pensiones, el analfabetismo absoluto o funcional, la deficiente atención a enfermos de sida o drogadictos, la discriminación de las mujeres, de las familias o de los emigrantes, etc., contra lo que tiene que apechar el voluntariado son, sin más «injusticias» realizadas
contra las personas que tales males padecen. Y el sujeto responsable de tales injusticias será una persona individual, un grupo humano o una institución del ámbito
que sea (desde la familia al Estado), y, en último término, la sociedad en la que
estamos insertos y que por su ordenación injusta tales atropellos comete y consiente.
Y la tarea primordial de cualquier alma justa será identificar, denunciar y obligar a cambiar y a resarcir a las víctimas a los agentes de semejantes maldades,
cualesquiera que ellos sean. Y la segunda tarea, igualmente trascendental, será
modificar los condicionamientos sociales para que estos desatinos no continúen
repitiéndose.
Por consiguiente, cuando en una sociedad como la nuestra, tan transida de
desigualdades y exclusiones, no surgen movimientos y organizaciones que tengan
como fin específico la instauración de la justicia en todos sus diversos ámbitos y
campos, y para ello trabajen, luchen y propongan caminos transitables; cuando
no existe un clamor general de la sociedad pidiendo un cambio de modelo social
a escala nacional y mundial; cuando cunde la apatía por la realización del bien
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común y nadie osa enfrentarse a las causas estructurales del mal, entonces la
sociedad, que somos todos, se convierte en cómplice del mal. Y sí, para poder disfrutar de privilegios frente a otros grupos u otras sociedades más pobres y excluidas, camuflamos con falsos asistencialismos nuestros delitos, la sociedad, además
de cómplice, deviene cínica.
Por eso, en este momento y en esta sociedad nuestra, donde no se hacen
esfuerzos serios para hacer justicia a los pobres y menos a los del llamado Tercer
Mundo y donde sólo queda el voluntariado como instrumento de asistencia a los
pobres, nos atrevemos a decir que éste (el voluntariado) queda necesariamente
teñido de hipocresía, ignorancia o cobardía, cuando no de los tres vicios a la vez.
Hipocresía, porque, conscientes de que formamos parte, socialmente al
menos, del mundo de los obradores de injusticias y sin esforzarnos por suprimir
éstas y sus causas, osamos aparecer como benefactores gratuitos de otros a quienes previamente hemos perjudicado.
Ignorancia (culpable, en gran parte, creemos nosotros), porque creemos que
las injusticias son inevitables y que únicamente podemos evitar sus perversos efectos; porque conocemos mal los mecanismos de la economía, de la política y de la
ordenación social, campos donde se cometen la mayoría de las injusticias; porque
no hemos descubierto la importancia de la creación de nuevas estructuras sociales y la urgencia de actuar en este campo sin repetir pasados planteamientos erróneos.
Cobardía, porque ante los riesgos ciertos de marginación, persecución y peligros para la propia vida que comporta la lucha en serio por la justicia, preferimos
el confortante bienestar de la beneficencia. La lucha por la justicia nos enfrenta
con los poderosos; en la beneficencia podemos encontrarles de aliados.
En resumen, ante el sufrimiento de los pobres podemos tomar, como punto
de partida, dos actitudes, que, cuando son consecuentes, terminan uniéndose: el
esfuerzo por la realización de la justicia o la encarnación de la propia vida, sin
marcha atrás, en la vida de los pobres, sufriendo y luchando con ellos, junto a ellos
y como ellos. Esto último es lo que ha salvado y sigue salvando a muchos «voluntarios». La entrega de su vida (algunos muriendo) a los pobres, sin doblegarse a
los intereses de los poderosos, es el mejor modo de luchar por la justicia. Hasta
tal punto se cree que la verdad está junto a los pobres y excluidos que junto a ellos
se vive y muere sirviéndoles. Pero si pretendemos, guardando nuestra vida (y nuestros bienes), pasar por servidores de los pobres injustamente maltratados, caemos
en los vicios mencionados antes. Se impone, pues, luchar por la justicia con entrega de la propia vida.
Permítasenos terminar con una cita de Vicente de Paúl: «La limosna es una
ofensa y se ha de poner mucho amor en ella para que pueda ser perdonada». Ese
amor, sin duda, es la propia vida entregada, porque, con palabras ahora de Jesús
de Nazaret, «nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos».
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Trágica inconsecuencia
No nos dirigimos en este editorial a los defensores del liberalismo a ultranza
–entiéndase individualismo radical– ni a los adoradores del mercado único y salvador –entiéndase la primacía del dinero y la ganancia–. A lo largo de toda la vida
de esta revista hemos tratado de revelar y debelar la incosistencia ética de tal sistema y las consecuencias mortales que para los pobres –y también para la madre
tierra– lleva inevitablemente consigo. No vamos a repetirnos ahora ni a insistir.
Ya hemos llegado al mercado y a la economía mundializada donde un grupo
reducido de multinacionales y trust financieros son dueños del mundo y dirigen
nuestras vidas y nuestras muertes, según convenga, a través del imperialismo militar, político y cultural, hegemonizado, por ahora, por Estados Unidos con la colaboración de la Unión Europea y Japón.
Sin embargo, por encima de todas las vertientes del imperialismo, el imperialismo más grave y dañino, quizá por menos aparente, es el cultural, que se
extiende por el mundo como una mancha de aceite, y cuyos tres máximos valores son hoy moneda universal aceptada en prácticamente todas las naciones. Nos
referimos al PODER, al TENER y al SABER, este último tecnificado al servicio del
tener y el poder.
Puede tal vez objetársenos que esto no es una novedad; que el afán de poder
y tener ha sido una constante en todas las civilizaciones, donde, como norma, han
triunfado los ricos y los poderosos, que dispusieron como de un esclavo suyo del
saber al servicio de sus intereses; realidad que, cual si fuera un dogma, ya el viejo
Platón sistematizó genialmente en su República.
Nosotros no negamos nada de esto y admitimos, por evidente, el papel relevante que la lucha por el poder y el tener ha jugado en la vida de la humanidad,
que puede escribirse y describirse como una aburrida sucesión de imperios cada
uno de los cuales se derrumba cuando aparece otro más joven y potente en el
horizonte.
Tampoco negamos el ingente esfuerzo que a lo largo de la historia multitud
de personas de buena voluntad han realizado para paliar las consecuencias de
muerte y destrucción de esa lucha por el poder y el tener.
Hasta aquí, en efecto, todo parece lógico. Se considera consustancial a la historia humana esta lucha por el poder y el tener, y, sin cuestionar la hegemonía de
los ricos y poderosos, se ejercen las obras de misericordia con los pobres victimados.
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El problema de la lógica –de la ilógica, más bien, y de la inconsecuencia–
surge cuando quiere darse protagonismo histórico a los pobres, como, por ejemplo, en la Revolución Francesa y en la Rusa, y se elige para ello el violento camino de la conquista del poder y el tener. A estas alturas –permítasenos el paréntesis– ¿aún se puede creer que fue casual y que pudo ser de otra manera el que
ambas revoluciones terminaran en Imperios, el de Napoleón y el de Stalin? Y es
que el afán de poder y tener necesariamente lleva al dominio y a la exclusión de
los menos ricos y fuertes; porque el poder o es DOMINIO sobre otros imponiéndoles su voluntad o no es tal poder, y el tener y poseer o es EXCLUSION de los
otros de lo poseído o no es tal tener. Lógicamente, cuando la ambición de dominio y ganancia es común a todos, los ricos y poderosos necesitan la violencia de
la fuerza física (los ejércitos) para conservar su poder y su riqueza.
Así pues, no les ha faltado nunca razón a todos los revolucionarios cuando
han gritado la necesidad de cambiar las estructuras opresoras de los pobres, pero
a casi todos les ha fallado el método. Han creído que la solución estaba en cambiar de manos el poder y el tener, sin caer en la cuenta de que, con independencia de quién sea el titular, el poder DE SUYO produce la exclusión y, consecuentemente, la miseria de los excluidos.
Y este es el drama de toda la autodenominada izquierda de todos los países;
sobre todo desde la caída del muro de Berlín y del desvanecimiento de los regímenes del socialismo real de Rusia y satélites. No ha dado resultado aplicar la fuerza y el poder político, económico y militar para hacer justicia a los pobres porque
se ha aplicado un instrumento que sirve exactamente para lo contrario: para
dominar y excluir.
La victoria del capitalismo –del neocapitalismo– sobre el socialismo real es
lógica. El capitalismo nunca ha ocultado su afán de enriquecerse y dominar y, consecuentemente, ha empleado los instrumentos adecuados para ello, mientras que
el socialismo real (¡oh! paradoja trágica) quiso con los mismos instrumentos del
capitalismo (la conquista del poder, etc.) realizar la justicia. Pero esos mismos instrumentos, porque estaban proyectados para ello, les llevaron a agrandar la injusticia. Los instrumentos sirven para lo que sirven y no se puede con ellos realizar
lo contrario de aquello para lo que se inventaron.
En este asunto se ha olvidado un viejo axioma de la medicina hipocrática:
«contraria contrariis curantur». Las enfermedades se curan con su contrario, no
con más de lo mismo. No es, por tanto, agrandando el poder y el tener ni desarrollando la ciencia y la técnica al servicio de ambas ambiciones como puede realizarse la justicia.
Resultan así trágicas, por inconsistentes, las izquierdas actuales cuando se las
contempla –dicen ellos– intentando el «acceso al poder», para terminar cuando lo
tocan sirviendo a los intereses del poder económico. Considérese, si no, la posición desairada de los llamados partidos de izquierda en la Unión Europea, donde
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corren parejos la concentración económica en menos manos y el aumento del
paro. El poder no hay que conquistarlo, sino, en la medida de lo posible, destruirlo; so pena de perpetuar el sufrimiento de los pobres.
Y no se nos arguya que así la sociedad misma quedaría destruida. En el editorial «Persona, sociedad y estado» del número 23 de esta revista, esbozábamos
un modelo de sociedad sin hegemonía ninguna del poder, donde la sustitución de
éste por la autoridad, de contenido más ético que político, haría posible la cohesión comunitaria de la misma sobre la base de la responsabilidad personal.
En conclusión. Si se quiere de veras la promoción de los pobres, sean individuos o naciones, no se puede caminar por los violentos caminos del poder y el
tener. ¿Por dónde, entonces?
Naturalmente, no vamos a desarrollar ahora un programa sino a esbozar
unas líneas de actuación.
1 .º En estos momentos, si se quiere la promoción de los pobres, la tarea
más importante y, por lo mismo, la más urgente es una constante e incansable
denuncia pormenorizada y, al mismo tiempo profunda, de los abusos y atropellos de toda clase de poder. Desenmascarar las mentiras de los poderosos, especialmente su radical pecado hipócrita de querer pasar por salvadores de otros,
camuflando de servicio lo que es afianzamiento propio y dominio de ajenos; porque el servicio siempre es con detrimento de los propios intereses, y su doctrina
y su práctica es que el pueblo coma de las sobras de su banquete:
«Enriquezcámonos hasta hartarnos y el pueblo se saciará de nuestras migajas».
¿Qué significa, si no, que el 20% más rico de la humanidad posea el 87% de los
bienes de este mundo? Hay que llevar al conocimiento y a la conciencia de la
gente que el uso del poder y la riqueza suele, como norma, convertirse en abuso
y que quien acepta sobre sí el poder de otro se hace cómplice de los abusos de tal
poder.
Tarea ingrata ésta de la denuncia porque se acusará de destructivos a los
denunciantes por poner de manifiesto la inconsistencia de los cimientos sobre los
que ellos han construido la sociedad existente. Por eso ha de poseer la calidad de
profética, por desinteresada, porque se atiene a las consecuencias y porque acepta el descrédito y la persecución a que se verán sometidos los rebeldes. Profética,
además, por realista, porque sabe que sin violencia no se implanta la justicia, pero
no la violencia que se infiere sino la que se acepta, aguanta y resiste. Cuando se
tiene la fortaleza suficiente para no responder a la violencia con violencia, es
cuando queda despojada de todos los seudorrazonamientos que la justifican.
¿Acaso no nos ha faltado suficiente espíritu y coraje para avanzar y profundizar
los caminos de la no violencia activa de Ghandi, Luther King y tantos otros genuinos militantes del pueblo?
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2.º Dar la palabra a los pobres, dejar que ellos se expresen, propongan
y actúen sin las interferencias del ruido y la presión exterior que pretenden hacerles derivar hacia la desesperación, la violencia o las falsas expectativas. Porque la
debilidad, situación normal y general de la mayor parte de la población mundial,
lleva intrínseca la solidaridad y el sentido de comunidad. El débil es consciente de
que sólo se salva y se realiza en unión con otros. Su valor supremo es la comunión: de ideales, de metas, de esfuerzos, de vida.
Comunión que se concreta en otros tres valores a ella subordinados: frente
al Poder, el SERVICIO; frente al Tener, la GRATUIDAD; frente al Saber, el BIEN
OBRAR. Siempre el pueblo ha preferido los hombres (y las mujeres, por supuesto) de bien a los sabios. Hombres de bien capaces de actuar con equidad y de ejercitar la prudencia como virtud que nos orienta sobre lo que debe hacerse para
obrar bien y sobre cómo escoger y dirigir los medios al fin propuesto. Siempre ha
intuído el pueblo que lo que se hace pasar por verdad pero que no se percibe
cómo puede coincidir con el bien, con la bondad, no es verdad auténtica sino
mentira camuflada, sofisma engañoso.
Educar, pues, al pueblo para que emerjan en él estos valores, para que surjan en su seno hombres y mujeres de bien, con sabiduría vital y práctica, comprometidos con los suyos, personas rectas, honradas, honestas, capaces de resistir los cantos de sirena del individualismo egoísta, he aquí otra tarea de suma
trascendencia para bien de los pobres.
3.º Alentar y promover todo tipo de asociacionismo comunitario en cultura,
en política, en economía, etc., que, al tiempo que fortalezca los vínculos de solidaridad en el pueblo, vaya dando la espalda a la actual y despersonalizada estructuración de la sociedad.
4.º A partir de todo lo anterior, luchar por fragmentar el vigente monopolio
del poder mundial en cultura, en política y en economía, con pasos firmes y prudentes de descentralización a todos los niveles: internacional, nacional y regional.
Forzar el cambio de las actuales estructuras de la propiedad, para acercarla más
a la persona.
Más caminos podíamos enumerar en esta dirección. Baste lo dicho hasta
aquí para comprender la TRÁGICA INCONSECUENCIA de quienes pretenden
luchar por los pobres desde el pensamiento, los planteamientos y los métodos de
los ricos y poderosos. Históricamente lo que han logrado entre todos ha sido
ampliar cada vez más el número de las víctimas. Así nos lo gritan todos los desheredados y excluidos de la tierra.
Se impone, por tanto, no jugar en el campo enemigo y ser creativos a base
de esfuerzo y esperanza para alumbrar de veras otra civilización: la de la justicia,
la verdad y el bien; en una palabra, la civilización del amor.
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Y, para terminar, una última observación. Este editorial puede parecer, a primera vista, dirigido a personas más o menos imbuidas del materialismo reinante.
Pero véanse también en este espejo cuantos cristianos quieren establecer el Reino
de Dios, que es el de los pobres, desde el poder y el dinero. A ellos les reconviene Pablo de Tarso: «Porque los judíos piden milagros, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los
judíos y locura para los gentiles, mas, para los llamados, fuerza y sabiduría de
Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres y la flaqueza de Dios
más fuerte que los hombres».
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Pobres, justicia y militancia
(¿Teresa de Calcuta versus Óscar Romero?)
¿Por qué los poderosos de este mundo glorifican a Teresa de Calcuta y asesinan a Óscar Romero? Esta es la pregunta que subyace, como música de fondo,
a cuanto en este editorial manifestamos.
Porque el hecho es cierto. No solo los poderosos se hicieron presentes y, de
alguna manera, presidieron las exequias de Teresa de Calcuta, sino que, ya en
vida, tuvo ésta las puertas abiertas de muchos ricos, de influyentes políticos y de
personajes públicos de alto relieve. Y no es menos cierto que poderosos políticos,
financieros, terratenientes y militares de El Salvador, de Estados Unidos y de otros
países estaban detrás del asesinato de Óscar Romero; y, por supuesto, no acudieron en manada a rendirle homenaje.
Y, sin embargo, los do.s habían entregado su vida al servicio de los pobres.
Cierto que de formas diferentes. La primera, en la asistencia individualizada a las
«personas» más pobres entre los pobres (moribundos, leprosos, enfermos de sida,
etc); el segundo, en lucha abierta con los poderes de este mundo para que «se
hiciese justicia» a los pobres. Aun a riesgo de simplificar demasiado, diríamos que
ella se dedicaba a la beneficencia y él a la promoción de la justicia.
Por eso vuelve la misma pregunta, de otra manera formulada. ¿Por qué son
bien vistas por los poderosos las personas que se dedican a la beneficencia, mientras se persigue a los que trabajan por la justicia? ¿Tal vez porque los primeros realizan el trabajo sucio de aliviar las consecuencias de sus injusticias, al tiempo que
los segundos los acusan y ponen en evidencia?
O, ¿tal vez, el favor y reconocimiento a los benefactores sea una encubierta
manifestación de su incapacidad para obrar en justicia? Pero, entonces, ¿por qué
no reconocen abiertamente su incapacidad? Y, sobre todo, ¿por qué están tan
orgullosos de la posesión de un poder que no puede erradicar la pobreza y la injusticia? O ¿hemos de admitir candorosamente, por ejemplo, que Ted Turner, dueño
de la poderosa cadena de televisión CNN de EE.UU., dona 150.000 millones de
pesetas a la ONU para ayuda humanitaria como compensación y penitencia por
el expolio de los muchos miles de hectáreas de tierra de que su esposa Jane Fonda
se ha adueñado en Argentina?
Pero no sólo entre los poderosos. También en el pueblo –y en el pueblo creyente– tiene mejor prensa la beneficencia que la justicia; lo que resulta evidente si
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comparamos quiénes se dedican en las Iglesias, especialmente en los de los países ricos, a una u a otra actividad.
Quizá la razón última de esta situación sea que en el fondo todos están –estamos– convencidos de que implantar la justicia en este mundo es tarea imposible,
y de que lo único asequible es ayudar o socorrer a las víctimas que en cada
momento el sistema, de forma inexorable, va produciendo. Por otra parte –afirman muchos– la justicia es dura y enfrenta a los hombres, mientras la beneficencia parece satisfacer a todos: a quienes la practican, porque «se sienten buenas
personas» que hacen el bien, y a quienes la reciben, por la inmediatez con que son
«aliviados» del peso de su pobreza.
A estos últimos no debemos entretenernos en refutarlos, porque no han
entendido aún nada de la dignidad de la persona humana, llamada a ser responsable de su propia vida y, por tanto, también de su trabajo y sustento; en comunión, ciertamente, con todos pero sin dependencia de los demás por falsos paternalismos.
A los primeros, si en algo podemos darles la razón (por otras razones) es en
que, en efecto, la justicia –dar a cada uno lo suyo– es una realidad dinámica y, por
lo mismo, «nunca totalmente terminada», sino exigente siempre de nuevos esfuerzos y aquilatamientos. Y esto por tres motivos:
1.º Por el carácter histórico y cultural del hombre. Lo que en un tiempo y en
una mentalidad no parece exigible por justicia, sí lo parece –y lo es– en otro tiempo y mentalidad. La conciencia de las personas y de la sociedad –de la que también analógicamente se puede afirmar la conciencia– progresivamente se va iluminando.
2.º Por el carácter trascendente de la persona, convocada constantemente a
una «mayor» perfección individual y a una «mayor» comunión con los otros. De ahí
que siempre sea posible –y deseable– un mayor «ajuste» de las personas y entre
las personas; porque es «justo» que todos se perfeccionen y beneficien con los bienes de todo tipo puestos a disposición de todos.
3.º Simultáneamente a los dos motivos anteriores, por la connatural debilidad humana que nos lleva, en un juego de deseos, aspiraciones, necesidades e
intereses, a enfrentarnos con frecuencia a los demás y a exigir como nuestro lo
que a otros –o a todos– pertenece.
Concluyendo. En buena lógica, el hecho de que la justicia no esté realizada,
exija trabajo practicarla y nunca podamos darla por concluida, lo que pide es un
«esfuerzo continuo» por acercarnos a ella cada vez más, no la renuncia a la lucha
o el hipócrita y criminal egoísmo de darla por imposible mientras estamos a la
sombra de las injusticias de que disfrutamos. No nos cabe duda: quienes defienden la imposibilidad de la justicia son los beneficiarios de toda clase de injusticias.
Pero dejemos razonamientos que pueden parecer abstractos. Centrémonos
en el hecho más escandaloso y cruel de cuantos hoy preocupan a las personas de
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buena voluntad y desde el que, sin duda, tomaron su sentido la vida y obra de
Teresa de Calcuta y de Óscar Romero: la terrible desigualdad entre los humanos
en un mundo de abundancia, la exclusión, para más de un tercio de la población
mundial, de los bienes hoy existentes y disponibles. (No nos corresponde ahora
detallar este hecho ampliamente divulgado y conocido ni analizar sus causas. Nos
basta tener conciencia de su acuciante realidad).
Ante un hecho así, se imponen dos líneas de acción. Una, socorrer las necesidades inmediatas de los actuales desposeídos, para que puedan seguir viviendo
(o muriendo) con dignidad; otra, cambiar, a todos los niveles, la organización y
estructura de la sociedad que tan injustamente se comporta. A lo primero, generelmente, se le da el nombre de beneficencia; a lo segundo, el de lucha por la justicia.
Ahora bien, ¿por dónde comenzar? ¿A qué dar prioridad? Porque es claro
que mientras se reforman las estructuras sociales muchos están muriendo o en
desamparo, y es claro asimismo que si primordialmente atendemos a los que el
sistema tiene hoy aherrojados, ese «hoy aherrojados» se hace perpetuo mientras
el feroz mecanismo del sistema no se cambie.
No pueden, por tanto, plantearse estas dos tareas en forma de dilema. Hoy
–y subrayamos el hoy– es necesario realizar simultáneamente ambas. Es más,
podemos afirmar que hoy la beneficencia se debe de justicia y por justicia, y que
hacer justicia es la más eficaz beneficencia.
En efecto, hoy la beneficencia: socorrer las necesidades inmediatas de los
excluidos, ya sean de nuestro ámbito o país, ya de otros países o continentes, es
un deber de justicia. Se les debe porque se los ha expoliado, y se les debe porque
en cualquier circunstancia en que los hayamos puesto siguen teniendo la dignidad
humana que les corresponde. Pero beneficencia que debe ser suficiente para satisfacer todas sus necesidades inmediatas. Por eso, nos pareció correcto el eslogan
con que se quiso sensibilizar a favor del llamado Tercer Mundo: el 0,7% y MAS.
Cuanto haga falta.
Si, según Santo Tomás, en caso de extrema necesidad –y también la extrema necesidad ha de medirse con criterios históricos y culturales– todos los bienes
son comunes, nuestros bienes son de los pobres en la medida en que los necesitan para salir de esa extrema necesidad. Dárselos, pues, es un acto de justicia. No
queremos cuantificar. Ya lo hizo la ONU en relación con el Tercer Mundo. Basta
recordar que para los países pobres al nuestro le correspondería aportar seiscientos mil millones de pesetas a fondo perdido y que no aporta ni los cien mil; mientras Manos Unidas o Intermón, por ejemplo, manejan un presupuesto de seis mil
millones aproximadamente.
Este deber de justicia afecta a toda la sociedad y a todos sus miembros en
proporción a su responsabilidad y a sus bienes. No podemos detallar ahora el
cómo y el cuánto, pero nadie puede excusarse del cumplimiento de esta obliga151
ción en lo que a él le concierne. Toda esta doctrina se desarrolló en la Iglesia hace
tiempo, alrededor de los años del Concilio, en torno a lo que se llamaba
«Comunicación Cristiana de Bienes». Es una pena constatar que, a medida que en
nuestro país ha ido subiendo la renta per cápita y el consumismo, toda esta rica
doctrina se haya ido olvidando o se practique sólo dentro de pequeñas comunidades.
En cuanto a la lucha por la justicia para cambiar las viejas estructuras sociales, que llevan a la exclusión por otras que llevan a la comunión y colaboración
entre los hombres, no necesitamos añadir hoy nada. El empeño en que esta tarea
se descubra y se haga ha sido siempre el objetivo de casi todos los editoriales y
artículos de esta revista. Esta lucha aporta autenticidad y esperanza al trabajo puntual de la que hemos llamado beneficencia. Sin esperar la posible mejora y transformación del orden social, difícilmente se persevera en la lucha por las necesidades inmediatas; al contrario, se tiene la sensación, con harta frecuencia, de estar
empeñado en curar un mal que constantemente se regenera y que no tiene cura.
Todos, pues, tenemos una doble obligación. Trabajar con una mano por solucionar los problemas inmediatos de pobreza y exclusión de nuestros hermanos, y
con la otra esforzarnos por cambiar los perversos mecanismos de la sociedad que
crean esa realidad de pobreza y exclusión. Y poner la vida, incluidos nuestros bienes, en ese doble empeño. Cuando estas dos funciones no se cumplen simultáneamente, siempre la que sale perdiendo es la justicia.
Ahora bien, si consideramos a la sociedad –y no digamos a la Iglesia– como
un cuerpo vivo con órganos y funciones diferentes, parece lógico que, cumplidas
las obligaciones personales de cada uno en orden a la comunicación de bienes y
a la lucha por el debido cambio social, unos centren más su dedicación en aliviar
las necesidades inmediatas y otros en la consecución de la debida transformación
social.
Lo que indica que la sociedad o la Iglesia –o ambas realidades a la vez– está
enferma o es injusta es que haya un desequilibrio; de modo que se descuide una
de las dos tareas, o se menosprecie u olvide alguna de ellas por parte de quienes
ejercen la contraria.
Nos atrevemos a afirmar que en nuestro país –con ocho millones de pobres
propios, amén de los millones ajenos– no se cumple con la justicia en cuanto a la
comunicación de bienes, dada la escasez de ellos que personal e institucionalmente ponemos al servicio de los necesitados. Pero mucho menos se cumple con
la justicia en cuanto al esfuerzo por cambiar las estructuras sociales, pues, de
forma general e incluidos los que afirman su preocupación por los pobres, se ha
aceptado como inevitable el triunfo del neocapitalismo y del mercado (parece que
se quiere único y omnipotente) bajo los dogmas de la ideología neoliberal.
Esta ideología, hoy imperante en todos los centros de poder, niega de forma
descarada la posibilidad de la justicia entendida, como debe ser, como equidad y
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equilibrio en el convivir humano; ya que favorece deliberadamente la, así llamada,
competitividad, que no deja de ser un eufemismo para encubrir la lucha de unos
contra otros para dominar e imponerse. Por eso, en este contexto cultural cuantos dirigen los centros de poder (económico, político, etc.) ven con muy buenos
ojos los esfuerzos que se hacen en la línea de la beneficencia, e, incluso, colaboran con ellos y los fomentan; pues es la forma de amortiguar y destruir, en los mismos excluidos y en las personas de buena voluntad pero poco despiertas y conscientes, las naturales ansias de que los fundamentos de la sociedad cambien. Y la
misma lógica del sistema los lleva a enfrentarse, a perseguir, a callar y a destruir
a cuanto y a cuantos denuncian y ponen de manifiesto que es la sociedad en la
que ellos tienen el poder la responsable y culpable de la injusticia y del sufrimiento humano.
Se comprende así la distinta actitud que, sin ellos proponérselo, suscitaron
entre los poderosos la Madre Teresa de Calcuta y Monseñor Óscar Romero. Dos
comportamientos, humanos y cristianos ambos, provocan distintas reacciones
porque no son vistos con los mismos ojos.
Porque, en efecto, la Madre Teresa en grado heroico se desvive literalmente por atender a los pobres en sus necesidades. Su ingente labor –es evidente– no le da tiempo para otra cosa. Ella misma afirmaba no ser sino una gota de
amor en un mar de sufrimiento. Era consciente de que su vocación no era acabar
con las fuentes del sufrimiento y de la pobreza, sino la de ser un grito ante la
humanidad de que en las condiciones más abyectas la persona humana siempre
es digna de ser amada y servida. ¿Y no es este un grito profético que clama al
cielo contra todos los obradores de injusticia para que nos convirtamos al amor
efectivo a nuestros hermanos?
Y esta conversión, para los que estamos viviendo inmersos en la cultura, en
la economía, en la política, en la organización de esta sociedad concreta, ¿no pasa
porque esa cultura, esa economía, esa política, esa organización social deje de
producir desigualdad, exclusión, pobreza y muerte?
Ante el grito profético que ha supuesto la vida de la Madre Teresa caben tres
posturas. Abandonar voluntariamente este mundo perverso (lo que únicamente es
posible por el cobarde suicidio). O hacer lo que ella: dejar todo para servir a los
pobres. O luchar denodadamente por cambiar este mundo «de salvaje en humano». (La posibilidad de quedar indiferente ante semejante grito no es humano).
Es un hecho, ciertamente, que ella no rehuía a los ricos y poderosos. Pero,
para que «fuesen, viesen dónde y cómo vivía y ... obraran en consecuencia».
Nunca gritó tanto como cuando cogió al Papa –sin duda el máximo poder religioso existente en el mundo– y lo llevó a la cabecera de un moribundo abandonado que acababa de recoger. «Este es el mundo de muerte que hemos fabricado,
en el que vosotros, los poderosos, decís que tenéis poder e influencia».
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Por ello, nos parece obsceno que, sin confesar públicamente el pecado del
mundo que representan y presiden, se personen en sus exequias quienes representan la configuración de este mundo de injusticia.
Y la razón de que no hay voluntad de cambio por parte de los poderosos es
la actitud contraria que mantuvieron con Monseñor Romero, quien heroicamente
entregó su vida a los pobres en medio de persecuciones, calumnias y muerte. Lo
mataron, sencillamente, porque denunció con fuerza, exponiendo su vida, el
desorden establecido y porque quiso la libertad, la justicia y la responsabilidad para
su pueblo.
No entramos, como es lógico, en quién es más héroe ni más santo, pues
variadas son las vocaciones y los servicios al hermano en que uno puede emplear
su vida. Únicamente afirmamos que las limosnas de los ricos, de los poderosos –y
las nuestras– son pura hipocresía cuando ubicamos nuestra vida en el lado de la
injusticia y cuando, porque afectan a nuestra seguridad y comodidad, nos oponemos a los cambios debidos para que la miseria no se perpetúe.
Ya sabemos del peligro de empeñarse en implantar la justicia con dureza, e,
incluso, con violencia. En el editorial del número anterior de esta revista ya alertamos contra quienes pretenden hacer justicia desde los procedimientos, modos e
instrumentos de los poderosos a quienes se intenta sustituir en el dominio y el
poder. Porque, efectivamente, también puede haber entre nosotros reformadores
desde la buena vida y la demagogia, dispuestos a hacer justicia con el dinero y el
esfuerzo ajeno.
Dirigiéndonos a ciudadanos de a pie –o a seglares, en términos eclesiales–,
¡cómo deseamos que existan verdaderas promociones de hombres y mujeres que
hagan en su vida la síntesis de Teresa de Calcuta y de Óscar Romero; que luchen
por la justicia con la valentía de Monseñor Romero y la pobreza y desprendimiento de la Madre Teresa!
Abogamos por la promoción de militantes que, viviendo en comunión con
otros la gratuidad, luchen con competencia técnica y humana, por la justicia,
impulsados por el resorte del amor, sin miedos ni complejos.
Promoción de militantes que tan poco se promocionan hoy en los ambientes civiles y eclesiales. Porque –no quepa ninguna duda– no son burócratas de
grandes sueldos, ni socios, ni siquiera voluntarios a tiempo parcial, sino militantes
de por vida los que hoy necesita nuestra sociedad.
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¿Entretenimiento o compromiso?
Tal vez el presente titular debería titularse con más exactitud «Intereses, justicia y responsabilidad»; porque cuanto queremos subrayar es que, cuando en la llamada «lucha por la justicia» lo que prima son los intereses privados o de grupo,
difícilmente el resultado suele ser la justicia, uno de cuyos atributos es la universalidad (que abarque a todos); ya que los intereses suelen ser encontrados y, a veces,
imposibles de reconciliar.
De ahí que una de las responsabilidades primeras de toda persona que lealmente se preocupe de hacer justicia sea buscar y proponer metas y objetivos
comunes que superen los intereses particulares, ahondando para ello más en la
naturaleza de la persona humana, para superar intereses superficiales hasta llegar
a las auténticas necesidades humanas, que resultan ser con frecuencia de tipo espiritual, como la fraternidad, la vida compartida, el respeto y el amor mutuo, el
seguimiento de la propia vocación, etc.
Nos parece a nosotros, pues, que la causa del malestar y de la conflictividad
y violencia de la sociedad actual es que lo que la mueve son «intereses» diversos
de grupos y personas y no un ideal de justicia.
Y esto sin que neguemos que algunos o muchos intereses coinciden con
auténticos derechos humanos. Es evidente que el interés de los parados por trabajar coincide con el derecho que tienen al trabajo, y el interés de los habitantes
de las chabolas coincide con su derecho a una vivienda digna. En estos casos lo
que distingue la justicia del interés es cuestión de acento en la intención con que
se lucha. Puedo luchar porque «a mí» me conviene adquirir tal bien o porque yo,
y conmigo todos los demás, estoy obligado a vivir con dignidad, dignidad que los
otros deben, a su vez, respetar. En este supuesto mi lucha será solidaria y duradera hasta conseguir que todos adquieran los derechos por los que yo lucho o que
ya adquirí.
Quienes son testigos de la actitud actual, en relación con los emigrantes
extranjeros, de muchos españoles que fueron emigrantes en Francia o Alemania
hace 25 ó 30 años, comprenden con facilidad lo que queremos decir.
Todas estas elucubraciones –si así quieren calificarlas– nos las han sugerido
diversos hechos. Manifestemos algunos:
1. En Madrid, en los últimos meses, ha habido multitud de manifestaciones:
contra la Otan, a favor de los insumisos, contra la droga, por la defensa del aceite y del olivo, contra el paro, contra la situación de los presos, contra la globali155
zación económica y contra Maastricht, a favor de Chiapas, contra el racismo, etc.
Pocas han alcanzado el número de 1.000 personas.
Y no es que nosotros neguemos que en todos estos hechos se luche por causas justas. Compartimos estas causas como justas. Si acudimos a tales hechos,
prescindiendo de aquellos que llevan directamente a la explotación, a la exclusión,
al abuso de poder, etc., es porque deseamos hacer ver que en la lucha por la justicia los particularismos pueden ser enormemente perjudiciales y desviar, con frecuencia, del objetivo principal.
Tampoco es que nosotros pretendamos que todos los grupos hagan lo mismo
y cubran todos los frentes de lucha, pero sí hubiéramos deseado que en tanta
manifestación apareciese más clara la «radical injusticia» del sistema y un horizonte, también claro, de cambio social; lo que hubiera conseguido una mayor confluencia de grupos diversos. Grupo a grupo el sistema puede con todos. No está,
por tanto, de más que, por encima de intereses y preferencias, se dialogue y se
confluya en objetivos más profundos y generales.
2. Gracias a Dios parece haber un «ambiente antibelicista» en nuestro país.
Pero ¿acaso no se han confundido los términos creyendo que la paz trae la justicia y no al revés: que, más bien, la justicia precede a la paz, siendo ésta el fruto
más logrado de aquella? Pocos han entendido las palabras de Francisco de Asís:
«Si poseemos bienes, necesitamos defenderlos». ¿Cuántos de cuantos vociferan
contra los ejércitos están dispuestos a arrostrar los sacrificios necesarios para elevar el nivel de vida de los países pobres hasta igualarlos con nosotros y, de esa
forma, lograr que los ejércitos no tengan que defendernos de los pobres que aquí
intentan venir atraídos por el brillo de nuestra riqueza?
El ejemplo es extremo, pero ilustra bastante sobre la diferencia entre «entretenerse» con una causa justa como la de la paz y «comprometerse» en vida y
hacienda con la justicia.
3. Los sindicatos de Telefónica Española que, junto con la empresa, gestionan un fondo de pensiones de 370.000 millones de pesetas, parecen dispuestos
a vender a la Banca privada la gestión de tales fondos. Los sindicatos recibirían
por ello un mínimo de 2.000 millones de pesetas que no les vendrían mal para
sus arcas particulares y para pagar su burocracia.
Esta abdicación de responsabilidad –de los sindicatos y sus asociados– ¿no
favorece el dominio del capital sobre el trabajo? ¿Van los bancos a administrar
tales fondos con más justicia?
Meditando en hechos así se comprende que no coinciden intereses y responsabilidad. ¿No parece absurdo entregarse en manos ajenas y luego gemir y llorar porque los capitalistas nos maltratan?
4. Las numerosísimas ONGs españolas no llegan, por término medio, a 100
socios por organización. ¿Tiene algún sentido esta atomización ante el ingente
problema de hacer justicia a los pobres? ¡Si al menos hubiera una eficaz coordi156
nación ...! Es evidente que no puede realizarse la justicia con tal individualismo
organizativo. Aparte, como abundantemente hemos insistido en esta revista, su
enrocamiento en las tareas asistenciales y de beneficencia, que tantas veces
enmascara las injusticias, y , con harta frecuencia perpetúa a los beneficiarios en
la minoría de edad.
Ante este panorama ¡cómo querríamos que en las luchas cotidianas no se
olvidara la causa más profunda de malestar social: la cultura en que vivimos!
¡Cómo anhelamos que haya grupos que luchen específicamente contra tales raíces culturales de la injusticia y la violencia! Eso sí sería un compromiso y no un
entretenimiento.
En primer lugar se impone la tarea de pacificar el espíritu del hombre exasperado y devorado por una insaciable sed de poseer bienes materiales y consumirlos en continua espiral de creación de toda clase de necesidades artificiales.
Apetencia que se ejerce sobre bienes escasos que necesariamente lleva a la lucha
de unos contra otros por la posesión y disfrute de tales bienes. La cultura de la
violencia, aneja a la cultura occidental, en esta apetencia tiene su origen. De las
conquistas y colonización del mundo por las naciones occidentales al imperialismo del neocapitalismo liberal actual hay línea recta.
Reintegrar de nuevo al hombre a la comunión con sus hermanos, aplacar su
insaciabilidad con la fraternidad y la contemplación, abrirlo a la trascendencia de
un Tu, liberación y compleción, es la base de una necesaria nueva cultura: la del
don frente a la posesión.
Esta cultura, socialmente apenas estrenada, no puede transitar por los trillados caminos de la violencia, la agresividad y la competitividad. Denuncia profética y testimonio paciente son su forma de edificar la justicia. La no violencia activa, la desobediencia civil, la austeridad y comunión de bienes, el respeto a la
naturaleza, la fortaleza ante la violencia recibida son sus instrumentos. Porque
hemos dicho testimonio paciente; lo que significa sufrir las acometidas de la injusticia en propia carne. La violencia que se aguanta, no la que se infringe, es la que
salva. La violencia se acaba desvaneciendo cuando no se contesta.
Demasiado ha avanzado nuestra civilización por sendas de violencia para que
sigamos haciendo oídos sordos a las ya viejas palabras del Mahatma Gandhi: «Ojo
por ojo, todos ciegos». Dígalo quien lo diga, sólo desde una postura de vencedor
–para lo que es necesario que haya vencidos– puede afirmarse que «la violencia es
la partera de la historia». Mala historia si esto fuera verdad absoluta; porque ¿quien
hace justicia a las víctimas, es decir, a los vencidos? Porque no es lo mismo hacer
justicia que eliminar, marginar o silenciar.
Los caminos de Gandhi o de Luther King –y sobre todo su vida– están más
cerca de la verdad que los nuestros. Si hay algún criterio para juzgar la autenticidad de cualquier religión es, sin duda, su forma de hacer justicia entre los hombres, de justificar a los hombres recreándolos y no destruyéndolos. Tal vez los cris157
tianos no hayan descubierto suficientemente las implicaciones de su fe, no tanto
en cuanto a la obligatoriedad de hacer justicia cuanto, sobre todo, en el modo y
talante de hacerla.
La civilización de la violencia ha llegado ya –o está a punto de llegar– a su fin
y límite con la dominación del mundo a través de la economía financiera-transnacional que deviene también dominio político y militar. Muy pocos, INJUSTAMENTE, nos dominan amenazándonos con toda clase de armas e intentando
manipular nuestras conciencias. En esta situación, por métodos violentos los grupos y los pueblos pueden crear disturbios e incluso el caos, pero nunca la justicia.
Por exigencias de la historia, precisamente, se imponen los caminos de la noviolencia, o sea, los del amor.
Traducir esto a fórmulas económicas, políticas y sociales conlleva imaginación y coraje. A ello querríamos convocar a cuantos con honestidad se preocupan
por el hombre. No es hora de parchear, sino de crear algo nuevo. El paso previo
es entregar la vida a ello, no unos ratos libres; y asumir los riesgos en la seguridad
de que únicamente «quien pierde su vida, la salva».
158
Por cuenta ajena
¡Por cuenta ajena! Trabajar por cuenta ajena. Más que la división entre capital y trabajo es ese trabajar por cuenta ajena lo que constituye la esencia del sistema capitalista. Abdicar –o verse obligado a abdicar– de su responsabilidad a la
hora de elegir los fines y los medios de la propia actividad profesional. Que sea
otro, un ajeno, quien determine el para qué y el cómo se emplean las propias
capacidades y capacitaciones. Que se carguen a cuenta de otro los frutos del propio valer. Que lo propio sea apropiado, lo intransferible se transfiera; porque
quien domina los fines es dueño de todos los medios, también de las personas que
trabajan para tales fines.
El sistema capitalista reduce a la inmensa mayoría –prácticamente a todos–
de quienes trabajan en sus empresas, a la condición de asalariados. A cambio de
su salario más o menos suficiente o insuficiente, cada trabajador pone en manos
del capitalista –del sistema– de modo absoluto toda su actividad profesional.
Así, en este sistema de salariado, universalmente establecido, el trabajador,
de grado o por fuerza, resulta –y es– un irresponsable en cuanto al destino de su
trabajo.
Sin embargo, en nuestra cultura –que en este punto se ha universalizado– se
ha aceptado como bueno y generalizable este sistema de salariado. En efecto, se
da por buena la división y separación entre los propietarios de la empresa que,
porque han aportado el capital para ponerla en marcha, pueden y deben dirigirla
o, al menos, elegir a quienes la dirijan y los trabajadores que, en cuanto tales, recibido su salario, no tienen ya nada que decir en la marcha de la misma.
Aceptada, por consentimiento universal, esta distinción, división y separación, es lógico que la empresa como tal sea un conflicto de intereses. Dado que
la finalidad de los propietarios es la ganancia, inevitable e irremisiblemente lucharán porque el costo de los asalariados sea el menor posible, bien en términos
absolutos, bien en relación con la productividad arrancada de los trabajadores con
una más depurada organización o con ayuda de la técnica. El ideal estaría –algo
que ya van consiguiendo– en que la empresa pudiese funcionar sin o con muy
pocos obreros.
De esta forma y con estos planteamientos se ha desarrollado a lo largo de
los dos últimos siglos una encarnizada lucha en múltiples campos de batalla entre
sí conexionados. Dentro de cada país, enfrentamientos entre empresarios y obreros, utilizando éstos, normalmente, como herramienta de lucha el sindicato.
Enfrentamiento también entre los empresarios, tendentes siempre, de una u otra
159
forma, al monopolio u oligopolio, y con la consecuencia del aumento progresivo
de la magnitud de las empresas. En esta lucha entra también el sistema financiero. Y en ella al poder político, de forma general, se le ha hecho bascular hacía el
campo empresarial y financiero.
Entre países, la lucha ha sido por la adquisición, ampliación y explotación de
colonias y mercados. Es vidente que, más que guerras de prestigio, las de los dos
últimos siglos han sido por motivos financieros y comerciales, es decir, por la
posesión de nuevas o viejas fuentes de riqueza. Y no deben olvidar los obreros de
las naciones ricas que una parte sustancial de las reivindicaciones conseguidas por
ellos les ha sido resarcida a las empresas de sus países mediante la explotación de
los bienes y personas de sus respectivas colonias, y hoy, por la explotación a que
está sometido el llamado Tercer Mundo.
Todo este proceso ha terminado en el poder más absoluto sobre los trabajadores, sobre los estados y sobre los organismos internacionales por parte de los
grupos de presión económicos, fundamentalmente las multinacionales y el conglomerado financiero transnacional (No insistimos ahora en este punto, puesto
que nuestras publicaciones y numerosos artículos de esta revista lo abordan con
amplitud).
La trágica experiencia, que tantas esperanzas ha frustrado, del socialismo
real no ha modificado en realidad el proceso aquí descrito. Desde el punto de vista
internacional los países comunistas han competido con similares métodos con los
países del capitalismo confeso por el dominio del mundo, y han perdido. En el
interior de sus naciones mantuvieron la división entre empresarios –ahora el estado y sus burócratas– y los trabajadores, quedando éstos, por tanto, alejados de la
responsabilidad, o sea, trabajando también «por cuenta ajena». Mal que nos pese,
resulta cierto el tópico de «capitalismo de Estado» con que tal sistema ha sido calificado. La experiencia comunista ha sido, pues, –repetimos– un trágico paréntesis allí donde se implantó.
En la marcha del proceso histórico que estamos describiendo –insistimos una
vez más– la ciencia y la técnica, de hecho, han resultado poderosísimos aliados del
conglomerado financiero-capitalista, pues la técnica, hija de la ciencia, ha sido
propiedad de las grandes empresas, que la han dirigido, financiado y comprado
para que sirviera a sus fines: el lucro y el dominio.
Parece que por este camino a donde ha llegado el sistema neocapitalista
actual, ha sido por una parte, a la globalización total de la economía en manos
de los que dominan el dinero, y, por otra, a la posibilidad –ya real– de la prescindencia (posibilidad de prescindir) de los trabajadores. La última manifestación de
lo primero es el AMI (Acuerdo Multilateral de Inversiones), actualmente en avanzado estado de gestación, por el que, entre otras lindezas, puede una multinacional llevar a los tribunales a cualquier estado que ponga cualquier tipo de trabas a
sus inversiones, beneficios, movimientos, alianzas, etc.
Manifestación de lo segundo es, por ejemplo, el paro a escala mundial y el
peso que, como instrumento de lucha y confrontación con el sistema, han perdi160
do los sindicatos, convertidos hoy en instrumento de concertación, con lo cual el
sistema no pierde un ápice de su poder.
En estos momentos, como consecuencia de todo el proceso, a escala planetaria, la mayoría de los trabajadores estamos proletarizados, en régimen de salariado. Nuestra profesión y nuestro trabajo está en poder de muy pocas manos ajenas, se realiza «por cuenta ajena», y hasta tal punto que en muchos países todos
corremos detrás de los empresarios a «venderles» nuestro trabajo por lo que nos
quieran dar: dinero, prestigio o seguridad. Nos hemos convertido en pedigüeños
suplicantes de los empresarios o del estado para que «ellos» nos creen los puestos
de trabajo. Todo lo esperamos de «manos ajenas», que dispongan de nosotros con
tal que nos alimenten.
Resulta a este respecto ridícula, si no fuese trágica, la actitud de muchos trabajadores de las llamadas profesiones liberales que, creyéndose libres, desde sus
bufetes y cátedras apuntalan al sistema.
Cuando por parte del pueblo se abdica de la propia responsabilidad y se
acepta que los bienes raíces que sustentan la vida humana, la tierra y los instrumentos de trabajo, sean propiedad de otro, y cuando la lucha no se entabla por
recuperar la propiedad robada sino porque quien nos lo ha robado nos otorgue
«lo más posible» de seguridad y bienestar, se sientan las bases para el máximo
expolio a que hemos llegado. De esta forma no podemos ser dueños de nosotros
mismos, porque dependemos de ajenas voluntades para poder vivir.
No nos resistimos, al llegar aquí, a transcribir las palabras de un antiguo militante obrero referidas a los sindicatos:
«Mientras se piense que las empresas pertenecen a los capitalistas, por lo que
es justo que los trabajadores estén en ellas como asalariados, los sindicatos serán
asociaciones destinadas a defender los intereses obreros frente a la explotación de
las empresas». Por ello, «lo que han planteado siempre los sindicatos ha sido la
legitimidad o ilegitimidad de “tal cosa”, referida al trato que en las empresas se da
a los siervos (obreros)». Pero nunca se han planteado el problema de fondo, sobre
la legitimidad o la ilegitimidad de que «los amos sean amos y los siervos sean siervos». Y, así, «la existencia –sin más– de tales sindicatos es el mejor servicio que se
puede hacer a los capitalistas para consolidarlos y confirmarlos en la injusta situación de amos de las empresas».
Pero las aguas han corrido mucho fuera de su cauce y hoy tenemos, como
mostrencas e insoslayables realidades, el paro y la globalización económica,
ambas imbricadas entre sí.
La globalización económica, apoyada en poderosísimos resortes técnicos,
hace que escapen al control del pueblo, no digamos a su posesión y dominio, la
producción de bienes y servicios.
Por lo demás, tratar de poner en manos del pueblo una economía globalizada implicaría, ya de suyo, desglobalizar tal economía; aunque sólo sea por la diver161
sidad de culturas, personas y pueblos existentes en el mundo. La economía globalizada puede, en efecto, servir con facilidad a los intereses de la minoría dueña
del complejo empresarial-financiero, pero imposible es que se adecue a las variadas peculiaridades y necesidades de toda la especie humana; so pena de conseguir –y en ello anda el imperio, tratando de imponer una única cultura acrítica–
un tipo humano estandarizado sin iniciativa ni libertad interior; hecho improbable
para cuantos creemos en la fuerza del espíritu humano.
El paro, la otra realidad mostrenca, es insoluble en este contexto nuestro
donde los pocos dueños de los bienes económicos necesitan poco o nada del trabajo humano para seguir enriqueciéndose.
Evidentemente, como las personas están ahí, algo hay que hacer con ellas;
aparte –hablamos a escala universal– de tratar de disminuir su número con «eficaces» controles de la natalidad o con las guerras y etnocidios más o menos abiertamente consentidos.
Por ello a nosotros nos parecen bien todas las acciones que, a corto plazo,
se realicen para paliar los efectos de esta lacra: el subsidio de paro, la supresión
de horas extraordinarias, el reparto de trabajo, la reducción de la jornada semanal, la creación de puestos de trabajo para servir al ocio de los ricos y poderosos
o para cubrir tareas más o menos asistenciales de las que se desentienden quienes
estarían en justicia obligados a ello, etc.
Nos parecería mejor que se concediese la categoría y dignidad de trabajo
remunerable a muchísimas actividades creativas del espíritu humano: el arte, la
cultura, la investigación, etc. Pero nos tememos que mientras pague quien paga,
sólo las que le sirvan serán recompensadas.
Pero nos parece mucho mejor e indispensable que surjan entre nosotros grupos de ciudadanos verdaderamente revolucionarios que luchen por conseguir, a
medio y largo plazo, desarticular la economía globalizada, adecuar la propiedad
de los bienes económicos a los distintos niveles en que la persona humana se
desenvuelve y lograr que todos seamos dueños de nosotros mismos y no nos veamos alienados, enajenados, en manos de poderes extraños, viviendo a cuenta y
por cuenta ajena.
No decimos que esta tarea sea fácil, pero sí que, mientras no se ataquen las
raíces de los problemas, sólo lograremos, cuando y donde lo logremos, aliviar el
dolor y la injusticia humana, pero no suprimirlos. Y desde luego no dejaremos de
ser cómplices por nuestra falta de visión y militancia del fortalecimiento del sistema que oprime a los pobres y excluidos.
Permítasenos terminar –aunque parezca impropio de una editorial– recomendando dos escritos del gran militante obrero cristiano Guillermo Rovirosa: «De
quién es la empresa» y «Manifiesto comunitarista». En ellos puede aprenderse que
técnicamente es factible y practicable este camino.
162
Resurrección de los inocentes
En estos momentos es difícil dilucidar quién resulta más tozudo: el estudio
de Cáritas Nacional, confirmando 20 años seguidos la existencia de 8 millones de
pobres; o la despreocupación de la sociedad, del estado y de las instituciones
(incluidas, por supuesto, las empresariales y financieras), haciendo oídos sordos a
semejantes denuncias; o la realidad misma de la pobreza, inalterada (y, por la trazas, inalterable) a lo largo de tantos años, mientras se pregona que España progresa y se enriquece.
Se comprueba que la desaparición de la pobreza por desbordamiento e inundación sobre los pobres de la riqueza sobrante de los ricos y poderosos es un mito
y una catástrofe.
Pero este hecho ejemplar de nuestro país sólo es uno entre tantos, indicativo de lo que ocurre a escala mundial (o global, que debemos decir ahora).
La imposibilidad de «encontrar» tierra para los campesinos del Brasil; la incapacidad para acabar la guerra de Sudán, por ejemplo, o para llevar un mínimo de
paz a Palestina, o para implantar una, elemental al menos, justicia social en el
sudeste de Asia; la ampliación del elenco de países con armamento atómico; la
renuencia de las naciones poderosas a abordar los problemas ecológicos; la persistencia de la epidemia de sida y de regímenes dictatoriales en África, etc., hablan «tozudamente» de la dificultad de implantar la justicia en la Tierra.
Todo lo cual ha llevado a la desaparición de las grandes utopías, al surgimiento de focos de violencia, a la desesperanza de que alguna vez sea vivible en
paz este planeta, a refugiarse en la «débil» acción del voluntariado y la beneficencia.
Medido en muertos por guerras y hambres, este nuestro siglo XX que se nos
escapa ha sido sin duda el más catastrófico para la humanidad, por más que los
voceros del sistema único nos hablen triunfantes del progreso.
Con todo, el efecto más devastador de la situación creada es la desarboladura de las conciencias, y ello en un doble sentido:
• Para una gran parte de la población este desarme de las conciencias ha
desembocado, mediante la convicción de total impotencia, en despreocupación
individualista acomodada al sistema. ¡Sálvese el que pueda!... Pero sepan todos
que nadie se salvará –están convencidos– si no se pliegan a los valores y
comportamientos del triunfal neocapitalismo financiero de la fiera competitividad,
del consumo desaforado y del enriquecimiento ad infinitum; aunque perezca el
163
orbe (degradación ecológica) o abandonemos en los márgenes de la miseria a
media humanidad.
Por aquí se les ha hecho galopar a muchas naciones asiáticas con los resultado conocidos, y por aquí se quiere que caminen las de todos los continentes.
Deprime, entre nosotros, el espectáculo de tantos jóvenes con su diploma
bajo el brazo mendigando acomodo como sea para poder vivir, mientras renuncian a su capacidad de rebeldía y de coraje para construir un mundo limpio y
humano; siempre con la cantinela en la boca de que otra alternativa no es posible. No digamos nada de la huida de la militancia de los adultos.
• Otros muchos se acogen a la violencia desesperada en forma de guerrillas
o de nacionalismos exacerbados. Piénsese en las diversas limpiezas étnicas a lo
largo y ancho del mundo con los miles o millones de desterrados y transterrados,
a veces en el interior de los propios países por reducción al silencio y al sometimiento, y en el sufrimiento, por ejemplo, de los campesinos de Perú o Colombia,
simultáneamente acosados por la guerrilla, el ejército nacional o los correspondientes escuadrones de la muerte.
En definitiva, pensamos que en el orden ético, social y político (no digamos
en el económico) ha habido no progreso sino regreso, retroceso a formas de vida
y comportamientos que tienen más que ver con la lucha por la supervivencia,
capaz de eliminar al competidor si es preciso, que con la justicia. Ésta necesariamente debe tener, como componente esencial y fundamento, la fraternidad y
la igualdad, al menos como camino y tendencia; algo que no entra en las bases
ideológicas y culturales del sistema.
De ahí que nosotros hayamos propugnado siempre la necesidad de plantear
la lucha por la justicia en el cambio de las estructuras sociales, políticas y económicas que vertebran el neocapitalismo en curso y en la sustitución de los valores
culturales que lo justifican e intentan hacerlo bueno. Este es el planteamiento
siempre presente en los editoriales y artículos de esta revista, y a su conjunto nos
remitimos.
Porque lo que hoy querríamos reforzar son las «razones para luchar» por la
justicia; conscientes de que de poco sirve ser clarividentes en los fines a perseguir
y en los medios a utilizar, si ante las dificultades del camino y la elevación de los
fines nadie quiere ponerse en marcha, asustado por el esfuerzo que debe imponerse y los riesgos a que se expone.
El problema de la motivación es esencial a la hora de construir la justicia. Y
decimos motivaciones «eficaces», que impulsan de verdad a actuar, no meras ensoñaciones, vaporosos anhelos o idealismos sin concreción.
Por eso hoy pretendemos responder, matizando cuanto seamos capaces, a
la más común de las desmotivaciones; teniendo presente el normal sentir de las
personas con las que tropezamos en la calle o en los lugares de trabajo, aunque
164
como trasfondo tengamos también en cuenta a los «profesionales del pensamiento» que más han influido y están influyendo en el pensar de las gentes.
La justicia no es posible, oímos por doquier. Y se razona con la historia
y con la experiencia. La historia es un sucederse de grupos de poder luchando
entre sí por la hegemonía y el dominio de bienes y personas. La historiografía
moderna ha profundizado en conocimiento de los grupos y clases oprimidas en
cada época y en cada sociedad, generalmente los trabajadores: sean esclavos,
campesinos, obreros o ministriles de distintas profesiones. Si bien es verdad que
la ciencia y la técnica han hecho más vivible la vida en determinados grupos y países, no lo es menos que en manos siempre de los poderosos ha sido instrumento
de duro dominio sobre otros grupos y naciones.
La experiencia les dice hoy a muchos que los luchadores por la justicia han
sido o derrotados o marginados, y que las situaciones de guerra e injusticia se perpetúan o, a lo sumo, cambian de forma o lugar; y que los sistemas sociopolíticos
puestos en pie para realizar la justicia a gran escala han sucumbido a los embates
del neocapitalismo que parece ínsito en la propia naturaleza humana y cuyos valores (contravalores) de individualismo, acaparamiento y competitividad renacen tras
cada recobeco de la historia.
A todo lo cual nos atrevemos, en síntesis, a responder:
a) Que también el deseo eficaz de justicia y comunión entre los hombres coexiste en los individuos y en los grupos sociales en confrontación con la tendencia
al individualismo y al afán de dominio, y que, siendo la persona y los grupos sociales campo de batalla y contendientes al mismo tiempo entre tendencias y deseos
contrarios, corresponde a todos «utilizar» la razón y la libre voluntad para inclinar
la balanza, tanto individual como colectivamente, a favor de la comunión entre los
hombres (eso es radicalmente la justicia) y no de la lucha y el exterminio mutuo.
Saber orientar la razón y la libertad hacia el bien común da la medida de la
«calidad» de la persona y la distingue de los brutos instintivos.
b) Por otra parte, el que la lucha por la justicia haya tomado dimensiones globales lleva a que el dilema entre enfrentamiento o comunión entre los hombres no
tenga escapatoria. De alguna manera podemos afirmar que ahora sí que la batalla es decisiva, y, por tanto, más necesario que nunca el esfuerzo y el entusiasmo.
Hay, sin embargo, otra razón de mayor calado, de raíz antropológica y metafísica, que evidencia para muchos la imposibilidad de la justicia, y que en el
ambiente cultural actual de negación de toda transcendencia e instalación definitiva en la inmanencia tiene una fuerza incontestable:
Si no hay más vida que la que va del nacer al morir, y para esta vida no hay
más horizonte que el mundano, la justicia no puede existir; pues son muchos los
que han sucumbido VÍCTIMAS INOCENTES de la injusticia, y a los muertos no
se les puede hacer justicia porque YA NO EXISTEN.
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A estas alturas no es necesario probar que en todas las sociedades y en todas
las épocas, y de manera más intensa en la nuestra, millones y millones de personas han muerto sin que se les hiciese justicia, es decir, víctimas de agresiones de
dominio por guerras o explotación. Más aún –como arriba indicábamos– la injusticia (la represión) se ha ensañado con mayor acrimonia y crueldad con los que
por rebeldía innata o por motivos de conciencia se han enfrentado con los injustos.
El problema de la muerte de los inocentes es el nudo gordiano que hay que
desatar si el concepto de justicia ha de tener algún sentido. Si no hay justicia para
los muertos, no la hay para nadie; pues a quienes se les hace justicia mientras a
los inocentes no, en realidad gozan de un privilegio. ¿Por qué a ellos sí y a otros
no? Por privilegio de poder, de saber, de clase a la que se pertenece... Privilegio
es precisamente eso: aplicar la ley para uso privado de unos pocos, quedando los
demás al margen, fuera.
Después de la muerte ya no hay posibilidad de justicia. Ahora bien, por definición, las víctimas inocentes tampoco la tienen en vida. Luego la justicia simplemente no es posible en absoluto.
La larga experiencia negativa de esta realidad está en la base del desesperanzado y desesperado pensamiento de muchos existencialismos y del llamado
«pensamiento débil»; de la violencia ciega –sin luz– de muchos grupos en rebeldía
(«destruyamos las vidas que estorban o nos estorban»); del intento de acomodo al
sistema por parte de los débiles o de su desesperanza; del desarrollo de los medios de represión y adoctrinamiento del sistema por temor a que sea desenmascarar su evidente y radical injusticia, hasta el punto de intentar llevarnos a todos a la
confusión que identifica la justicia con la legalidad existente al servicio de los fuertes (de cualquier tipo), que son quienes tales leyes hacen y defienden.
Pues tampoco basta para hacer justicia a los inocentes que la historia reconozca «a posteriori» la verdad y la justicia de su causa cuando a ellos, ya muertos,
no puede aprovecharles como personas. A no ser que admitamos que la persona
humana, como defienden los fascismos, los totalitarismos y los nacionalismos
excluyentes, pueda subordinarse, rebajando su entidad y dignidad, a los objetivos
del grupo, de la clase, del país o de la ideología dominante.
En el mejor de los casos podría admitirse que el sacrificio de los inocentes
contribuye al futuro progreso de la especie humana. Lo cual sería tolerable únicamente si el sacrificio fuese voluntaria y libremente asumido. Pero, en todo caso,
el pago que la especie humana daría a los que la sirven es la muerte definitiva,
igual que a quienes no la sirven.
Y es que la persona humana –sin negar, antes bien afirmando, su esencial
relación a los demás– tiene un plus de entidad, de ser, de dignidad intransferible,
de irrepetibilidad, que la coloca por encima de todo el orden institucional existen166
te en cada momento histórico, solo justificable en la medida en que es soporte y
ayuda para el desarrollo de la «personalidad» de cada individuo humano.
Es paradigmático, en este sentido, la contundente reacción de Unamuno,
radical defensor de la pervivencia del yo personal, contra el inmanentismo ateo
del socialismo de su tiempo, aun a pesar de haberse afiliado a él en un primer
momento.
Tal vez si queremos salir del absurdo o del callejón sin salida en que introduce a la historia y a nuestra razón la muerte de los inocentes, sería bueno prestar
atención al hecho religioso, porque quizá sea el misterio quien nos de luz frente al
absurdo.
En la religión de Israel (y nosotros somos tributarios de ella) es precisamente
la meditación sobre la muerte del justo la que lleva al descubrimiento de la necesidad de su resurrección y, por tanto, de su pervivencia en la vida, aunque, lógicamente transformada y transmutada.
Para los creyentes israelitas Dios es fundamentalmente el protector de los
débiles y atropellados, el salvador de su pueblo. La bondad de Dios no es compatible con la muerte del justo. Por eso, como que por fidelidad a sí mismo, tiene que
otorgarle vida eterna.
Mas este hacer justicia, clara y rotunda, del justo exige, a su vez, la presencia resucitada de todos; no tanto para castigar (ya desde el principio aparece la
ignorancia como atenuante de la culpa ante Dios misericordioso) cuanto para que
por todos sea reconocida la verdad y la justicia de cada uno y de Dios.
En esta concepción, ya del Antiguo Testamento, queda a salvo perfectamente la responsabilidad humana. Dios crea el mundo y a los hombres, y el mundo se lo entrega a éstos para que lo cuiden y dominen, y les entrega su propia
vida (la de cada uno) para que viva por sí ante sí, ante los otros y ante el mismo
Dios, y, en cierta medida también les entrega la de los demás para que entren en
comunión unos con otros. Dios queda de inspirador, de cuidador, de sanador y de
salvador para que la justicia se abra camino y aboque finalmente a su consumación.
El hombre no puede jugar a decirse responsable y, al mismo tiempo, lanzar
contra Dios las consecuencias de su falta de responsabilidad cuando no la ejerce
debidamente.
La vida en este mundo es totalmente suya, de su incumbencia, desde las
potencialidades y la luz que ha recibido de Dios. La resurrección no es, vista desde
el lado de Dios, sino tomarse en serio lo que el hombre ha querido ser. Por eso,
con verdadero sentido, podemos decir que la estancia del hombre en este mundo
es definitiva; lo define para siempre. Y será definitiva por la actitud que tome frente al hermano.
La encarnación de Dios en Jesucristo supone poner de manifiesto que Dios
asume personalmente la vida de los hombres, que la vida humana tiene sentido en
167
cuanto servicio, que Dios apuesta por los débiles y por eso su enviado, el Hijo,
muere a manos de los poderosos, y que por su resurrección nada se pierde de
cuanta bondad, verdad y belleza se ha creado en la tierra, pues todos los enemigos del hombre, el último la muerte, son definitivamente vencidos.
Una concepción así de la vida está claro que no invita a la injusticia, sino a
la sobrejusticia del amor y adquiere sentido pleno la muerte de los inocentes, del
Inocente, que se convierte siempre en fuente de salvación.
Ya sabemos que las verdades religiosas no son deducibles de fórmulas matemáticas ni de silogismos filosóficos. Pero el hombre es más que razón, es inteligencia y vida, y puede «entender» que las verdades religiosas las necesita «para la
vida» y para que ésta tenga sentido pleno.
Sabemos también que hay otras religiosidades distintas de la nuestra. Con
lealtad hemos expuesto ésta, a la vez que invitamos a examinar otras desde este
prisma: la suerte de los inocentes después de la muerte y lo que esto implica para
la vida presente.
Contamos así mismo con la repetida acusación de que los cristianos no cumplimos lo que decimos creer. A lo cual puntualizamos:
– El cristianismo está abierto para que quien quiera pueda vivirlo mejor que
nosotros ahora. Inténtese y tómese como modelo a los que sí lo han vivido, los
santos.
– Si después de 20 siglos la Iglesia y los cristianos seguimos afirmando una
doctrina que cuestiona nuestras vidas, es porque la verdad y la vida ofrecida en
Jesús de Nazaret está por encima de nosotros, sobrepasa nuestras debilidades
sanándolas, perdonándolas y corrigiéndolas. Normalmente los grupos humanos,
cuando tienen una doctrina que no viven, cambian la doctrina; la Iglesia en cambio no la cambia precisamente para ser juzgada por ella.
– Dios en Cristo es salvador con su gracia de los débiles, no simple sancionador de la Engreída Perfección de los poderosos, los fuertes y los sabios.
168
¿La ONU democratizada?
A estas alturas no es necesario argumentar que el neocapitalismo liberal y el
sistema único de globalización económica son nefastos.
Es a sus recalcitrantes defensores a quienes corresponde demostrar lo
indemostrable: que, a pesar de las catástrofes que provoca, es el mejor sistema
posible.
Cuando, por ejemplo, según Manos Unidas en Noticias de España de junio
de 1998, erradicar la pobreza en todo el mundo sólo requiere invertir el 1% de
los ingresos mundiales; cuando la riqueza de las 7 personas más acaudaladas del
mundo daría, con holgura, para lograr que todos los habitantes del planeta accedieran a los servicios sociales básicos; cuando el gasto militar de Asia del Sur en
1995 (15.000 millones de dólares USA) fue más de lo que costaría proporcionar
atención sanitaria y nutrición básica en todo el mundo durante un año, y cuando
todo ello sucede en este sistema único al que nada se le escapa –ni debe escapársele, según sus panegiristas– es necesaria, sin duda, buena dosis de cinismo y
de malabarismos dialécticos para seguir abogando por él.
Nosotros, por nuestra parte, ya hemos definido reiteradamente el sistema al
que aspiramos: un tipo de sociedad donde la persona sea el centro, es decir, el
auténtico sujeto de derechos y deberes, y, alrededor de la persona, una serie de
círculos concéntricos a la misma (desde la familia, el barrio, la empresa, la ciudad... hasta los organismos internacionales que sean verdaderamente necesarios)
que la ayuden, sin suplantarla, a ser tal persona, y donde los círculos más próximos a ella sean servidos, no dominados, por los más lejanos.
Es la cultura solidaria y comunitaria frente a la insolidaria e individualista del
sistema. Cultura solidaria y comunitaria regida por el principio de subsidiaridad y
suplencia. Nada que pueda hacer por sí misma una institución cercana a la persona debe hacerlo una más lejana. Sólo en el caso de que un objetivo necesario y
justo no pueda cumplirlo la más próxima, debe suplir la más lejana.
Podríamos decir que la misión de las instituciones de ámbito mayor (entiéndase, autonómicas, nacionales o internacionales) es introducir los correctores
necesarios para que las de ámbito menor no se desequilibren por falta de equidad
y justicia; es decir, su función es fundamentalmente distributiva para evitar las
desigualdades a que puede llevar el individualismo que también albergan las personas y su entorno.
169
[Aquí podríamos hacer un paréntesis y hablar sobre la función de las instituciones educativas, llamadas a descubrir, repartir y distribuir los valores comunitarios que frenen los antivalores del individualismo y la insolidaridad. Cuando únicamente se transmiten conocimientos, lo que se hace, con harta frecuencia, es
poner en manos de individualistas e insolidarios los instrumentos que necesitan
para serlo más].
Sin embargo –retomamos el hilo de nuestra argumentación– en este orden
de cosas, el ordenamiento social vigente adolece de dos defectos fundamentales.
En primer lugar, la toma de decisiones que más afectan a las personas las realizan
individuos y, sobre todo, instituciones muy alejadas de las mismas. Todos, por
ejemplo, sufrimos –o gozamos– en nuestro país las consecuencias de nuestro
ingreso en la Unión Europea, pero muy pocos negociaron con conocimiento de
causa nuestra entrada en la misma, y éstos, condicionados por un tratado ya
preexistente y no modificable en sus líneas maestras. Igualmente, en relación con
el Tratado de Maastrich, nunca, antes de firmarlo, hubo un debate amplio entre
nosotros que conformase una opinión pública responsable donde se escuchara el
sentir de los diversos sectores sociales que en él tenían mucho que ganar o perder. Y ello, aunque ambos hechos han supuesto la modificación en profundidad
de nuestro ordenamiento jurídico y económico e, incluso, de nuestros comportamientos personales y de grupo.
El segundo defecto del orden social vigente es, si cabe, más grave aún que el
primero. Nos referimos al predominio –o simplemente dominio– de la economía
sobre la política, dominio posibilitado y potenciado por la globalización y mundialización de la misma.
La política –entendemos– hace referencia al conjunto de la ordenación de
la convivencia de los ciudadanos en sus múltiples aspectos desde la libertad
y la responsabilidad de todos.
La educación, la cultura, la posibilidad de una opinión pública independiente, la libertad de iniciativa de los ciudadanos, su participación en la toma de decisiones, las relaciones intra y extramunicipales, provinciales, nacionales, etc., la
libre circulación de las personas, la igualdad ante la ley, la imparcialidad de la justicia, un sistema penitenciario liberador e integrador, la atención preferente a los
de menos posibilidades en cualquier orden, la libertad de asociación, la libertad de
conciencia y la posibilidad de vivir conforme a ella, etc., son objeto de la acción
política. No, ciertamente, para dominarlos o subyugarlos, sino para ordenarlos al
bien común que, como tantas veces hemos afirmado aquí, consiste en crear y
mantener las condiciones sociales necesarias para que todas las personas puedan
cumplir sus deberes y derechos.
La política –queremos insistir– abarca múltiples aspectos. La economía, por
el contrario, hace referencia solamente a la producción y distribución de toda clase
de bienes de uso y consumo.
170
Ahora bien, lo que ha sucedido es que, partiendo del innato anhelo humano
de poseer y disfrutar en exclusiva de cada vez más bienes, a través de un proceso
histórico que va acelerándose desde el siglo XV a nuestros días en alianza con la
ciencia y la técnica, la economía, entendida como creación y acumulación de
riqueza, ha pasado a situarse en el primer plano de la preocupación y ocupación
de los individuos y naciones por encima de cualquier otra consideración. Un tren
de vida de confort y suntuosidad, ostentosamente manifestado, dan categoría
social a los individuos. El Producto Interior Bruto es, por lo demás, hoy el máximo indicador del progreso de las naciones.
La economía, así, ha absorbido y consumido los demás aspectos de la vida
social y política. Las guerras de conquistas (de colonización), las guerras entre pueblos y naciones, a lo largo de estos cinco siglos, por conquistar materias primas y
abrirse mercados (los mercados casi siempre se han abierto a tiros y cañonazos) y
el abismo siempre mayor entre ricos y pobres abalan cuanto vamos afirmando. El
cobre tras el derrocamiento de Allende, el petróleo tras la guerra del Golfo o las
revueltas de Nigeria, la cerrazón de los latifundistas brasileños, etc., evidencian
cómo tras los conflictos de todo tipo nacionales o internacionales se encuentran
siempre intereses económicos enfrentados.
En este camino de sometimiento de lo político y lo social a la economía, ésta
ha conseguido actuar mundialmente a través de la desregulación de los mercados, del desarrollo de las empresas multinacionales –implantadas simultáneamente en muchos países y abarcando distintos sectores de producción y distribución,
a la vez que estrechamente conexionadas entre sí– y de la globalización del sistema financiero –presente en todas partes pero atento sólo a la ganancia posible,
lo que le hace sumamente versátil e inseguro, volátil en el argot fianciero–.
Aun sin que se apruebe el AMI (Acuerdo Multilateral de Inversiones), la OMC
(Organización Mundial de Comercio) y la omnímoda libertad de las finanzas son
garantía suficiente para que el actual sistema económico rompa todas la barreras
nacionales e, incluso, las de agrupaciones de naciones como puede ser la Unión
Europea o Mercosur, por poner dos ejemplos relacionados.
Mientras tanto –y esto es a nuestro juicio lo extremadamente grave– la política, personalizada en los estados, al no tener institucionalmente carácter mundial, ha quedado desfasada e impotente para hacer frente a los retos de la globalización y mundialización económica.
La economía, de este modo, ha planteado un terrible dilema político. Hoy
por hoy, si un solo estado o grupo de estados intenta regular en su suelo el comportamiento de las multinacionales o de los inversores extranjeros después de
haber desmantelado, como lo han hecho la mayoría, sus bases económicas propias, sería fácilmente arruinado.
Y si no lo hace, a través de su economía en manos ajenas, se le desvanece y deshace su soberanía política, pues ya no está en sus manos ordenar la
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convivencia –ni siquiera la vivencia– de sus conciudadanos, regulados como están
desde fuera en el aspecto económico, hoy determinante de toda la vida social.
EN ESTA SITUACIÓN sería necesario, frente al hecho de la economía mundializada, un orden político también mundial con una autoridad asimismo mundial.
Necesidad que ha sido comprendida hace tiempo por muchos, pero a la que, sin
embargo, se está respondiendo –entendemos nosotros– inadecuadamente.
Dos caminos de solución se están siguiendo:
El primero es conceder, por la vía de los hechos o por consentimiento tácito, a un país –léase Estados Unidos– liderar la política mundial.
Entre otros muchos inconvenientes e injusticias a que da lugar este planteamiento (en gran parte hecho realidad) hay que resaltar el que, por pura lógica
humana e histórica, este país dirigirá la política mundial según le dicten sus propios intereses. La tentación de imperialismo a escala mundial está así servida;
enconando, de esta forma, los conflictos y los enfrentamientos de quienes no
comparten ni sus intereses ni sus puntos de vista, o aspiran a sustituirles a medio
plazo en la hegemonía mundial.
Además, un país, hecho por y para el sistema capitalista de la competencia
y el ansia de enriquecimiento casi como supremo valor ético, únicamente puede
ser, por lógica, plataforma desde la que el complejo económico-financiero dirija el
mundo.
En definitiva, tras la hegemonía norteamericana se esconde la dictadura de
los poderosos. No es casualidad que el presente estado de cosas en el mundo se
sostenga por la reiteradas intervenciones, en los más diversos escenarios, de las
fuerzas represivas o de intervención de los EE.UU.
El segundo camino seguido –en realidad, paralelo al anterior– es la actual
constitución de la ONU, en la que tantas legítimas esperanzas se pusieron; pero
que nació viciada por la presencia permanente con derecho a veto de las naciones poderosas en su Consejo de Seguridad.
Una ONU así únicamente puede imponer el orden de los poderosos. Una
ONU nacida de la imposición de los vencedores de la 2ª Guerra Mundial, que se
aseguraron el dominio de la misma a través de su presencia y veto en el referido
Consejo de Seguridad, no puede ser el gobierno del mundo; aunque admitamos
que sin su existencia todavía estaríamos peor, pues, al menos, de algún modo, se
ha podido oír la voz de los pobres.
Y no vale admitir a otros poderosos, como se pretende, como miembros
permanentes en el Consejo.
La contradicción de la ONU y de sus autores o promotores es exigir democracia a los estados, cerrando las puertas a que ella misma lo sea.
Sin embargo, partiendo del supuesto del reconocimiento de los derechos
humanos, incluidos los sociales, para todas las personas de todos los países, ¿no
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podría concebirse una ONU de estados iguales, sin privilegios para los poderosos,
donde las decisiones se tomasen por mayoría, teniendo en cuenta a la hora de las
votaciones a los habitantes de cada estado, de modo que cada uno de ellos tuviera un número de votos proporcional a los ciudadanos que la habitan?
Una ONU así concebida, sí podría constituirse en gobierno y autoridad mundial. Y no para suplantar –insistimos– sino para vigilar e impulsar el reconocimiento de los derechos humanos en todos los estados, para dirimir los conflictos
entre estados o dentro de los estados por la vía del diálogo y el compromiso, para
impulsar con justicia el desarme, para ejercer la justicia distributiva entre estados
ricos y pobres, para practicar una fiscalidad social a escala de naciones, para
desarticular la innecesaria globalización económica cuando los propios países,
individual o voluntariamente agrupados, puedan producir y distribuir lo necesario
a sus ciudadanos, para imponer al sistema financiero normas de universal cumplimiento, etc. Una ONU, en fin, al servicio de las organizaciones regionales de estados.
Sin duda, al igual que a lo largo de los siglos XIX y XX, dentro de la mayoría
de los estados, se llevó a cabo una lucha de las clases pobres explotadas y desposeídas por la igualdad y la justicia, conseguidas, al menos en parte, en la realidad
y en el ordenamiento jurídico (conquista –reconozcámoslo– que ahora es puesta
en peligro por la agresión externa a los estados que supone la globalización
económica); así, ahora, es necesaria una lucha de los estados pobres explotados
y excluidos por conseguir la igualdad y la justicia en las relaciones internacionales.
Conseguir una ONU de naciones iguales no va a ser nunca regalo de las
naciones poderosas. De ahí la urgencia de que los ciudadanos de los países empobrecidos y excluidos y sus propios estados luchen por poner de manifiesto las
injusticias que con ellos se cometen y porque desaparezcan del ordenamiento jurídico internacional los privilegios existentes a favor de las naciones ricas y poderosas.
Hoy la lucha social abarca un doble campo: el interior de los países, donde
siguen las injusticias y desigualdades, y el exterior entre naciones, para desarticular la hegemonía de las que en este momento son sede y plataforma de los mecanismos opresores a escala mundial.
El camino para lograrlo pasaría por potenciar las organizaciones regionales
de países o estados, pero a condición de llenarlas de contenido político y liberarlas de la servidumbre de los aludidos mecanismos opresores en la medida en que
vaya siendo posible.
Cuanto antecede ha sido dictado por la necesidad que sentimos de ampliar
la acción militante transformadora de la realidad.
Nos parece ineludible –y la primera obligación del militante– la denuncia
constante de las agresiones del sistema a las personas y a las naciones.
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Nos parece así mismo necesario la creación de grupos solidarios y comunitarios que vivan otro estilo de vida.
Se debe atender a las posibilidades de lucha y transformación dentro del propio país.
Es lícito pensar que una actitud de desasistimiento al sistema, basada en la
no-violencia activa, puede hacerle mucho daño.
Parece lógico esperar que el sistema entre en contradicción consigo mismo
como, por ejemplo, pone de manifiesto la urgencia que sienten algunos organismos –el mismo Fondo Monetario Internacional– de poner coto a la absoluta libertad de movimientos financieros.
Pero hoy queremos poner de relieve que el sistema, si la rebelión se hace
sólo a escala de países, es fortísimo precisamente porque es mundial, y que, puesto en apuros en un determinado país, no dudaría en recurrir a la fuerza, como de
hecho ya viene haciendo.
Por ello, aunque por principio y como meta no somos partidarios de la mundialización y estandarización de la vida humana en ningún aspecto, ante la realidad que tenemos delante afirmamos la urgencia de dominar desde una política
mundial la globalización económica, y que para ello tal vez no sea inútil luchar por
la real democratización de la ONU, el único organismo político mundial que hoy
tenemos.
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Sin suelo y sin techo
«Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y
derecho», reza el primero de los derechos en la Declaración Universal de
Derechos Humanos de la ONU, cuyo cincuentenario acabamos de celebrar.
Sin embargo, según Amnistía Internacional en su Informe 1998, un año de
promesas rotas, «para la mayoría de las personas los derechos proclamados en la
Declaración son papel mojado». «Así –continúa el Informe– para los 1.300 millones de personas que tratan de sobrevivir con menos de un dólar al día, para los
35.000 niños que mueren a diario por desnutrición o enfermedades de fácil curación, para los que sufren tortura en un tercio de los países de la tierra, para los
desplazados por las guerras, para los sin-tierra, para los parados y excluidos...».
Son muchísimos, no obstante –y nosotros con ellos–, los que se alegran de
la existencia de tal declaración y de los progresos realizados en el camino de su
concreción. Pero no podemos bajar la guardia ante lo que puede ser mera publicidad política o cortina de humo para distraer nuestra mirada de la sangrante realidad.
Por eso no discutimos a Juan Pablo II su enfática afirmación de que la
Declaración de Derechos Humanos sea el mejor logro del siglo que termina; aunque él mismo, en su mensaje del Día de la Paz de este año 1999, se ve obligado
a enumerar las gravísimas violaciones actuales de tales derechos de forma sistemática en casi el mundo entero, violaciones, por otra parte –reconoce él–, que
afectan en gran medida al más básico de ellos: el de la vida.
Ciertamente, sabemos de la fuerza de la conciencia y de cómo, para que
dejen de cometerse determinados crímenes, es necesaria una previa, insistente y
persistente denuncia de los mismos hasta que resulten para todos aborrecibles;
pero nos percatamos así mismo de cómo la publicidad y la propaganda de los criminales puede vestir de virtud los vicios más nefastos y crueles, y de cómo una
inundación de noticias desastrosas sobre la ciudadanía, hábilmente administrada y
sin alumbrar posibles caminos eficaces de solución, socava la esperanza y la capacidad de esfuerzo de las personas de buena voluntad.
Comprendemos, en efecto, las energías que generan las propuestas realistas
y factibles de realización de la justicia; pero tampoco se nos oculta que sin una
buena labor de desescombro no puede adecuadamente cimentarse el sólido edificio de la equidad y la paz, y que son muchos el tiempo y los esfuerzos que en ello
hay que emplear.
175
Bueno es promover el cumplimiento de cualquiera de los derechos humanos;
mas aceptando con lo debida clarividencia que todos están de tal modo inextricablemente unidos que, si no se respetan en conjunto, es imposible en la práctica el
cumplimiento de sólo unos pocos. ¿Cómo va a ser posible, por ejemplo, que sean
reales los derechos civiles y políticos sin que lo sean los económicos y sociales?
No obstante, dentro de su esencial conexión mutua, debe reconocerse que
poseen entre ellos una ordenación, estructura o jerarquía determinada, donde
unos vienen a constituir como el suelo o los cimientos sobre los que los demás se
asientan y otros el techo que los cubre y protege a todos. Porque sospechamos
–por lo que conocemos y observamos– que, hoy por hoy, los derechos humanos
están al aire y en el aire, a la intemperie, sin techo y sin suelo, sin sustento
y sin cobijo, sin tierra –aquí entendida en su inmediato sentido físico– donde
asentarse y de la que alimentarse y sin el debido reconocimiento de su sacralidad
que los convierta para todos en intangibles e inviolables.
El derecho –en alguna forma, real y efectivo– sobre los bienes de la naturaleza es, a nuestro modo de entender, la base material de todo derecho humano y
la adecuada fundamentación ética de la sacralidad de la persona humana es el
escudo, el techo, que los defiende frente a toda posible agresión. Nos estamos refiriendo al derecho de propiedad de bienes, por una parte, y a la dignidad de toda
persona humana por otra.
Vayamos con lo primero. Cuando la persona está desposeída de bienes
materiales, desarraigada de la posesión de la tierra (o del agua o del aire) todos los
demás derechos los posee (si los posee) en precario, es decir, le son otorgados (si
le son otorgados) por los poderosos poseedores de la tierra. Sin posesión de bienes todos los derechos están sin suelo, tienen las raíces al aire, y los que creen
poseerlos, en realidad lo que tienen no son derechos sino la beneficencia (aunque
sea generosa) de los poderosos poseedores. –Atiendan a esto los orgullosos practicantes de las profesiones llamadas liberales, que sirven a quien más les paga–.
Hay un inevitable, necesario y sano materialismo. El hombre es fruto de la
tierra, de la naturaleza, y a ella, por más que la ciencia y la técnica parezcan realizar lo contrario, está vinculada su existencia. De la tierra se sustenta: de sus frutos directos o de sus productos en enésima elaboración preparados. Es, en verdad, sobre la tierra, sobre la naturaleza y sus elementos sobre los que se vuelven,
se vuelcan la ciencia y la técnica para mejorar la vida humana. Sin tierra, sin agua,
sin aire no es posible la vida humana. Por eso toda persona tiene derecho a poseer como propio la tierra, el agua o el aire que necesita para vivir, y no por otorgamiento de nadie sino, simplemente, porque le pertenecen.
Y hablamos de poseer como propio, sin cuestionarnos ahora el cómo de la
vinculación de la persona con su poseer y su posesión, su concreción social o jurídica que –es evidente– no puede ser igual para la tierra que para el agua o el aire,
por ejemplo, no puede ser igual para la agricultura que para la gran industria, para
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la propia vivienda que para las instalaciones de la empresa, para una refinería de
petróleo que para la fabricación de relojes de precisión o de microprocesadores.
Lo que queremos dejar claro es que cuando no hay una vinculación –eso es
el derecho de propiedad– entre la persona y los bienes de la naturaleza, por muy
elaborados que aparezcan, ésta, la persona humana, deviene dependiente de los
poseedores de tales bienes, y así todos sus derechos quedan en manos ajenas, o
lo que es lo mismo, que no los posee, puesto que no están en sus propias manos.
Puede quizá argüirse por parte de muchos que basta el derecho al uso de los
bienes que hemos llamado materiales sin necesidad de ser titular de la propiedad
de tales bienes, cuando al titular no le son necesarios. Derecho al uso exigible por
razones ajenas al derecho de propiedad (bien común, etc.). Pero el problema está
en cómo exigir a los detentadores del título de propiedad que acepten que otros
usen lo que «legalmente» es de ellos. O se restringe su derecho de propiedad (del
modo que sea oportuno), o no será factible el derecho de uso de tales bienes por
parte de otros; máxime cuando los detentadores de la propiedad tanto peso suelen tener en las instituciones políticas y sociales.
Lo objeción anterior aparece más clara cuando se piensa –con toda naturalidad y como con absoluta evidencia– que pueden cambiarse bienes materiales por
bienes –digamos– espirituales, para lo cual –dicen– disponemos del dinero. Por
ejemplo, a cambio de los saberes que imparte un profesor, se le provee de vivienda, alimentos, etc. Pero ¿qué sucede (ténganse en mente, por concretarlo en algunos países, Rusia, Indonesia o Brasil) cuando por la inflación galopante, por la
corrupción de los responsables de la economía y la política, por la especulación
financiera, por la avaricia de los terratenientes, etc., los salarios o no se pagan o
pierden capacidad adquisitiva?
Esto prueba, con argumentos de experiencia, que sin un derecho real sobre
los bienes materiales ni siquiera el derecho a la subsistencia se tiene en pie.
Es más, tampoco el derecho al trabajo, que se nos vende como el fundamental para distraernos del derecho a la propiedad, es viable en el estado actual
de la posesión de toda clase de bienes. Porque ¿en qué y quiénes vamos a trabajar cuando los propietarios de la tierra, de las empresas y del dinero no necesitan
nuestro trabajo para continuar enriqueciéndose, pues les basta para ello con la
ciencia y la técnica a su servicio? En todo caso, trabajaremos en lo que ellos quieran y cuando ellos quieran. ¿Acaso no resultaría grotesco, si no fuera trágico, que
las Empresas de Trabajo Temporal (ETTs) –según noticia de prensa del 9-12-98–
estudian la posible «ilegalidad» del pacto entre el Ministerio de Trabajo y un sindicato nacional porque –dicen– pretende tal pacto «incentivar» la estabilidad en el
trabajo? Confirma, sin duda, este hecho –y otros muchos– que el llamado derecho al trabajo está en función de que los detentadores de los bienes necesiten o
no tal trabajo para continuar enriqueciéndose.
El Artículo 17 de la Declaración de Derechos Humanos tiene dos parágrafos:
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«1) Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual o colectivamente.
2) Nadie será privado arbitrariamente de su propiedad».
Nosotros acotaríamos el parágrafo segundo añadiendo: Toda persona será
privada de su propiedad, cuando tal propiedad signifique que otros no tengan ninguna, o que sea causa de que pueda utilizarla para dominar y someter, es decir,
cuando pueda usar de ella «arbitrariamente» para dominar o para excluir a terceros del disfrute de los bienes a que tienen derecho.
Toda propiedad personal e individual se justifica por la seguridad y la libertad que da al poseedor. Ahora bien, cuando se sobrepasan los límites de lo necesario para la propia seguridad y libertad, necesariamente se entra en el camino
de la agresión y el dominio ajeno, bien dejando improductiva la propiedad, bien
haciendo que otros la hagan productiva en provecho propio, bien presionando a
los poderes públicos para que se avengan a sus criterios e intereses. En todos
estos casos queda sin justificación ética tal tipo de propiedad.
Hemos dicho al principio que no íbamos a entrar a analizar qué determinados bienes y en qué medida debe poseerlos cada persona; en qué forma
(individual, comunitaria o social) debe concretarse; cómo debe jurídicamente articularse un régimen de propiedad justo, a la medida de la persona. Gran parte de
estos aspectos han sido abordados en anteriores editoriales.
Por hoy queremos resaltar que el régimen actual de propiedad individual ilimitada, reducido mundialmente el número de grandes poseedores a menos del
10% de la humanidad, y aún eso desigualmente distribuido a favor de unos centenares de personas, es radicalmente injusto y, por tanto, indispensable y urgente modificarlo de raíz. Porque, si toda persona humana tiene derecho a los bienes necesarios para vivir dignamente, si estos bienes existen y si hay dos terceras
partes de la humanidad que no los poseen, es claro que la economía o, lo que es
lo mismo, la producción y distribución de bienes está en manos de quienes se lo
detraen a sus legítimos destinatarios (vulgarmente a éstos se los llama ladrones).
El destino de los bienes de la tierra –insistamos tozudamente– son todos los hombres, no unos cuantos.
No se nos oculta que los bienes de la naturaleza son, en su gran mayoría,
utilizables por el hombre en cuanto ya elaborados y transformados por el trabajo
humano; de modo que, por ello, el trabajo sería el primer título para acceder a
toda clase de bienes. Todo el trabajo humano en su conjunto ha logrado que hoy
haya más bienes a nuestra disposición; pero no sólo el trabajo de hoy sino también el de ayer. Toda la humanidad en su conjunto ha contribuido a la creación
de bienes –ni siquiera los genios inventores fueron posible sin un adecuado entorno y sin unos conocimientos y medios heredados–. Por tanto, cada uno de sus
miembros tiene derecho a los para él necesarios.
Si, por hipótesis, sólo unos pocos pudiesen hoy producir toda clase de bienes, no por esto dejarían de ser todas y cada una de las personas existentes los
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destinatarios de tales bienes. Este hecho –es evidente– liberaría muchísimas energías «humanas» de tipo psíquico y espiritual que a todos nos haría más perfectas
personas.
Mucho más podíamos decir del «suelo» en que deben asentarse los derechos
humanos. Basta por hoy.
Nos quedaría hablar del «techo», de la sacralidad de la persona humana, que
dé razón de porqué tenemos que reconocer en la práctica tales derechos a todos
y cada uno de los individuos de la especie humana; si hay algún motivo por el que
los derechos de la más pobre y marginada persona humana tienen preferencia
sobre el más mínimo privilegio del más encumbrado de los jefes de estado, por
ejemplo.
El tema merece, por habernos extendido ya demasiado en el tema del
«suelo», editorial aparte. Al del próximo número nos remitimos con el tema precisamente de «La sacralidad de toda persona humana».
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Sin suelo y sin techo (II)
La persona, sagrada
Ni siquiera necesitamos recordar ni pronunciar su nombre; pero todos sabemos por los medios de comunicación cómo un ¿ciudadano? brasileño se ha hecho
dueño de más de 70.000 km2 de la Amazonia, con las correspondientes tribus
indígenas incluidas dentro. Una extensión aproximada a la de los tres países del
Benelux.
Ante la alarma social creada –a escala nacional y mundial– el gobierno del
Brasil no se ha apresurado a desalojarle de allí inmediatamente, se ha puesto sólo
a estudiar si tiene la adecuada base jurídica para tamaña posesión. Admite, por
tanto, que en teoría puede haber un título de propiedad que legitime tal atropello.
Por si alguien no había captado con suficiente profundidad lo que queríamos
hacer comprender en el editorial anterior cuando afirmábamos que la actual
estructuración de la propiedad de bienes dejaba a muchos –a casi todos – sin suelo
en que apoyarse para ejercer los tan proclamados Derechos Humanos, comenzando por el de la vida, este hecho lo deja meridianamente claro. A muchos indígenas, y a toda la humanidad este personaje nos deja sin el suelo de la Amazonia,
que unos necesitan para sustentarse, y todos para respirar.
Pero hoy nos toca hablar del techo que cubre y protege de la intemperie Los
Derechos Humanos, es decir, de las agresiones externas; techo, pues, que los
hace inalienables e inviolables.
Inalienables significa que no pueden traspasarse a otros; que para cada persona se convierten en un deber. Al derecho a la vida, por ejemplo, corresponde
el deber de vivirla con dignidad, por sí mismo y no al dictado ajeno. En este sentido de derecho-deber nadie puede renunciar a ninguno de ellos, pues el cumplimiento del propio deber no podemos encomendárselo a otro.
Inviolables quiere decir que los demás no pueden impedir su normal ejercicio, porque nadie puede disponer de nadie.
Inalienables e inviolables, en todo momento y circunstancias. No vale unas
veces sí y otras no. Nunca ante la conciencia puede justificarse su renuncia o su
violación. Si se admiten excepciones, se destruye ya su intangibilidad, pues determinadas circunstancias y situaciones o simples hechos consumados estarían por
encima de ellos y, por lo mismo, de la persona.
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Entiéndasenos bien. No decimos que no se atropellen en muchas circunstancias Los Derechos Humanos. Eso es algo que se toca con las manos. Ahora
simplemente afirmamos que en conciencia nunca puede justificarse su atropello;
entendiendo por conciencia la normal capacidad de la persona para percibir el
bien y el mal, lo justo e injusto. La conculcación de los Derechos Humanos no
puede percibirse en ningún caso como buena y justa. Es siempre un mal, aunque
sea, a veces, un mal menor, cuando uno no está en condiciones de impedir que
otros los conculquen.
Inalienables e inviolables, por tanto. Pero ¿por qué?
Por la peculiaridad y singularidad de todas y cada una de las personas; por
encima de su individualidad como miembros de la especie humana.
La sola pertenencia a la especie humana no puede fundamentar la intangibilidad de los individuos, sino al revés. En la humanidad no son respetables los
individuos por pertenecer a la especie, sino que, más bien, la calidad de sus miembros es la que reviste a ésta de respetabilidad y dignidad. No es la humanidad en
abstracto, sino las personas que la componen las poseedoras y portadoras de dignidad. Si fuéramos sólo individuos de una especie animal, por muy evolucionada
que ésta fuese, seríamos perfectamente suprimibles sin que la especie sufriera
detrimento alguno.
Porque estimamos nosotros que, si se pone en peligro la intangibilidad de
una sola persona, se pone en peligro la especie entera, al menos, a largo plazo.
Expliquémonos:
Hay que reconocer –como recalcan algunos y parece que la historia les ha
dado la razón– que en el transcurso de los tiempos muchos individuos de la especie humana han sido destruidos sin que ésta, hasta ahora, haya peligrado; y ahí
está para demostrarlo la interminable serie de guerras, invasiones, genocidios, crímenes, etc., con miles y miles de humanos eliminados físicamente, amén de los
atropellados, esclavizados, explotados, sometidos, etc.
Pero –argüimos nosotros– en este tiempo nuestro resulta evidente que ahora
sí está amenazada la pervivencia de la especie como consecuencia de los medios
de destrucción masiva hoy existentes en el mundo.
Es verdad que la supresión violenta de los individuos no ha sido nunca pasivamente aceptada, sino siempre rechazada. Algunos, de conciencia más lúcida, la
denuncian como perversa, aceptan martirialmente la violencia ajena, alientan las
raíces de la comunión entre los hombres y plasman ésta en instituciones de paz y
convivencia.
Pero, la más de las veces, el rechazo también violento de la violencia ajena
ha llevado a los más diversos enfrentamientos entre individuos, grupos, clases y
naciones en círculos cada vez más amplios, hasta implicar hoy a la humanidad
entera.
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En el mundo actual, en que, de alguna manera, todas las personas estamos
relacionadas, parece evidente que, si no se encuentra una adecuada ordenación
social universal, donde se respete efectivamente a todas y cada una de las personas en sus inalienables e inviolables derechos, a ningún imperialismo militar, económico o político le va a ser posible imponer un dominio universal sin provocar
cada vez mayores catástrofes humanas.
Sólo una lúcida, militante y martirial conciencia ciudadana puede enfrentarse a este reto: hacer de la persona humana el primero, prioritario, primordial y
supremo valor, por encima de vanas abstracciones de especie, clase, patria o cualquier otro mito en alza.
Y no hay excepciones, decíamos. Porque se comienza rechazando la intangibilidad de algunas personas –el distinto, el forastero, el enemigo, el débil...– a
las que se suprime, margina o explota y se acaba –como sucede ante nuestros
ojos– dispuestos a destruir o, al menos, a poner en grave riesgo a todas las vidas
humanas. O se defienden los derechos de todos sin excluir a nadie, o llega un
momento en que ya no es posible defender los de nadie. O lo que es lo mismo:
no es viable la especie humana a largo plazo sin el previo respeto efectivo de
todos sus miembros.
Volvamos, pues, de nuevo a la peculiaridad y a la singularidad de todas y cada
una de las personas, que fundamenta, decíamos, la inalienabilidad e inviolabilidad
de los Derechos humanos.
Lo específico de la persona humana –convienen todos– es el hecho de estar
dotada de razón (inteligencia, diríamos mejor) y libertad con las que se construye
a sí misma en medio de y en diálogo con toda la realidad circundante, que le proporciona apoyo, unas veces; estímulo, otras; peligros, con frecuencia, e interrogantes, siempre.
No se niegan –es lógico– otras realidades del hombre. Se afirma sólo que la
razón y la libertad son su distintivo, lo que da sentido a toda la realidad humana.
La vida humana se hace a la luz de la razón y con las decisiones libres de la voluntad. Todos los demás y todo lo demás puede y debe ayudar a que la luz de la razón
se acreciente y la libertad se fortalezca, pero nadie puede reemplazar las de cada
uno.
Esta unicidad de la persona, hecha sobre decisiones responsables, y a la que
está destinada desde que se constituye como ente humano en el vientre materno,
esta irrepetibilidad de cada uno, precisamente porque no es en modo alguno intercambiable, tampoco puede ser suprimible. Y como quiera que todos los derechos
humanos concretos están orientados a la construcción de esa unicidad personal,
ninguno de ellos puede tampoco ser suprimible; en los adultos porque ya pueden
y deben ejercer su razón y su libertad, y en los que aún no lo son, porque están
destinados a ello.
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Suprimir a una persona –si es que en la profunda radicalidad de su ser es
posible– es eliminar un ser único e insustituible, y dejar, por tanto, empobrecido
el Universo.
Por otra parte, esta singular unicidad del ser humano fundamenta la comunión y la sociabilidad de las personas; porque nadie ejercita su razón y libertad en
solitario sino frente a los demás; entendiendo éste frente a no como contra los
otros, sino como en presencia de, es decir, teniéndolos presentes. Porque la inteligencia es luz, pero luz compartida que en todos habita, y la libertad es respuesta a armonizar y conjuntar con las respuestas de los otros en una común orientación hacia lo que se percibe como bien y como bueno.
De la esencia, así, de la persona es el diálogo y la cooperación, nunca la incomunicación y el enfrentamiento. Si éstos se dan, el ser humano está enfermo y
urge curarlo; porque no está hecho para eso, sino para ver, aceptar, contemplar,
admirar y amar a los otros y, por lo mismo, servirlos entrando en comunión con
ellos.
Pero querríamos, si nos es posible, evidenciar más aún la intangibilidad de la
persona, por la sacralidad de que goza.
Sacro es primordialmente el espacio al que nadie puede acercarse, que nadie
puede hollar porque en él habita la divinidad, que está más allá de nuestro alcance y de quien no podemos apropiarnos ni instrumentalizarla. Más bien, al contrario, a quien debe respetarse y ante quien debemos postrarnos.
Creemos que este concepto de sacralidad es aplicable al hombre.
Al ser humano es difícil no concebirlo como algo numínico, mistérico, divino, precisamente porque por su peculiar unicidad rehuye todo encasillamiento
reducionista. Ni siquiera al espacio-tiempo podemos reducirlo, pues, por ejemplo,
una decisión libre en realidad rompe esos conceptos.
Más bien parece, por tanto, que el hombre escapa hacia arriba, que se trasciende a sí mismo, y que tal cosa desea en lo más profundo de sus pulsiones y
deseos. Quiere, de alguna manera, aureolarse de pervivencia eterna. No se resigna a la muerte.
El mismo Ernst Bloch –uno de los más profundos pensadores marxistas de
nuestro tiempo– en su libro El Principio Esperanza afirma: «El núcleo de (nuestro) existir no es apartado por la muerte y, cuando al fin sea logro y realidad, mostrará su extraterritorialidad frente a la muerte. Siempre que nuestro existir (el existir de nuestra vida sucesiva y mortal) se acerca a su núcleo, comienza una duración
que contiene novum (novedad) sin caducidad».
Una esperanza así, que se asienta en la estructura misma del ser de la persona humana no puede fallar en su objeto: transcenderse en una nueva vida perpetua. Ernst Bloch no aborda el cómo porque la novitas, en cuanto tal novedad,
lo veda; pero sí afirma el qué: la perpetua novitas.
184
De una manera o de otra, quienes han pensado en la persona con seriedad
y profundidad descubren en ella un núcleo irreductible e inclasificable; pero de
mayor calidad y valor que el resto de la realidad, y, por ello, no subordinable a
nada. Esta es la sacralidad de la persona. Ante ella todo debe ceder, no se la
puede hollar. Ni siquiera con la mente puede ser abarcada; sólo con el amor y el
respeto.
Y como todas tienen la misma sacralidad, la misma dignidad, únicamente la
convivencia en el diálogo amoroso –volvemos a insistir– que lleva a la libre comunión, es la que corresponde a las exigencias más profundas del ser de la persona.
En el cristianismo –y, de alguna forma en las demás religiones, al menos las
monoteístas– el hombre es sagrado por su relación esencial a Dios como su principio y destino. El hombre es vocado y convocado a la vida por Dios y el decurso
de la misma es el cumplimiento de la llamada y misión por El a él encomendada.
Dios, así, es garante del hombre frente al hombre y, simultáneamente, de la
comunión del hombre con el hombre. La persona es sagrada, en definitiva, porque está en comunión con Dios que plenifica su ser humano y donde la fraternidad entre los hombres adquiere auténtico y real significado.
De todas formas, en estos tiempos de ataque generalizado a la persona y sus
derechos, o se afianza en sólidas razones y convicciones la sacralidad de la misma
o no hay manera de protegerla adecuadamente. No pretendemos –como puede
comprobarse– defender un único punto de vista como exclusivo y excluyente.
Pero sí estamos convencidos de que aquí no valen prejuicios ni superficialidades.
Porque se trata de elaborar un buen fundamento teórico (y cada uno debe tener
el suyo) que dé respuesta a todos los hombres y, de modo especial, a los débiles
y excluidos.
Cuando Pilatos saca ante el pueblo a un Cristo abofeteado, azotado, acribillado de espinas, vilipendiado y pronuncia las palabras ecce homo (aquí está el
hombre), está proclamando, tal vez, la verdad más fundamental del hombre:
Los excluidos, los perseguidos, los humillados, los explotados, los condenados, los desterrados, los calumniados, los ninguneados SON HOMBRES, tienen
dignidad, son sagrados, destinados a resurgir y resucitar. Y hasta tal punto poseen
dignidad que sólo un Dios puede representarles en su sufrimiento. Para El éstos
son más hombres que los ricos, los sabios y los poderosos, que sólo pueden llegar
a personas si se ponen a su servicio hasta realizar la fraterna igualdad.
Y es de cara a los débiles como hay que construir, por tanto, la teoría y la
praxis de los Derechos Humanos y de todo el entramado social correspondiente.
Si la sociedad no está orientada a favor de los débiles, hablar de sacralidad de la
persona, de su dignidad y de sus derechos no pasa de palabrería hipócrita.
No podemos terminar este editorial sin mencionar que se escribe mientras
las bombas de la OTAN caen sobre Servia y Milosevic persigue a muerte al pueblo kosovar.
185
Poco tenemos que decir y mucho que llorar. Nadie tiene razón en una guerra, y todos, de un modo u otro, tenemos manchadas nuestras manos porque aún
no hemos sido capaces de construir una cultura de la justicia, del respeto, del
amor, de la paz. Aún no nos vemos efectivamente como hermanos. Aún no
hemos comprendido que, antes de diferenciarnos por la cultura, la lengua, la
nación, los avatares históricos, comulgamos en la común dignidad de personas.
Antes somos hombres que españoles, servios o americanos, y a veces, para ser
hombres habrá que renunciar a ser españoles, servios o americanos.
Las soluciones a corto plazo son siempre (aunque con frecuencia imprescindibles) totalmente insuficientes.
La paz no es la fuente de la justicia sino al revés: la paz es fruto de la justicia. Sin justicia no hay paz sino violencia más o menos brutal, sea de grupos, de
naciones o de imperios.
El orden que no elimina las injusticias es siempre inestable. Cada vez necesita más fuerza y violencia para perpetuarse. Por ello nunca la violencia, con la
intensidad que sea y por parte de quien sea, es un medio compatible con la justicia y la dignidad humana.
Una vez más apelamos a la creación de una nueva cultura que nazca de mentes claras y voluntades honradas. «Puesto que las guerras nacen en las mentes de
los hombres, es en las mentes de los hombres donde deben erigirse los baluartes
de la paz» (primer párrafo de la Constitución de la UNESCO).
De nuevo clamamos (véase el editorial del nº 33 de esta revista) por una ordenación jurídica de los pueblos no basada en el voto y veto de los poderosos (que,
por definición, por ser fuertes, no saben otra cosa que oprimir ), sino en la libre
participación en pie de igualdad de todos en el estudio y resolución de los problemas que a todos afectan.
Mientras tanto, esperando contra toda esperanza, de rodillas ante el sufrimiento de los hermanos de todos los continentes, pedimos y ofrecemos un mayor
esfuerzo en la lucha por la justicia.
A pesar de todo, y aun sintiéndonos fratricidas, nos reconocemos hermanos.
Por eso, sufrimos, oramos, trabajamos.
186
Miedo y violencia
Cuando la tozuda y mostrenca realidad demuestra año tras año con hechos
verificables y cuantificables la radical injusticia que configura la sociedad mundial
actual, los defensores (no digamos los beneficiarios) del vigente sistema social,
político y económico resultan, cuando menos, sospechosos de falta de honradez
porque dan la impresión de que mienten deliberadamente.
¿Cómo es posible que, después de dos siglos de dominio del sistema liberal
capitalista y financiero, el mundo haya progresado geométricamente en desigualdades y enfrentamientos (a muerte en muchísimas ocasiones) y aún se siga diciendo que tal sistema es el único posible y viable? ¿Tan poco futuro piensan que tienen la justicia y la paz, tan anheladas por todos en lo profundo de nuestro ser?
¿Tan poco inteligentes son ellos? ¿Es posible pensar como bueno para el mundo
entero lo que sólo resulta favorable para un 20% de la humanidad? Cuando los
hechos invalidan –falsean, diría la lógica formal– sus teorías, ¿por qué no confiesan honradamente su extravío mental? ¿A qué nuevo invento esperan para que su
sistema cree la igualdad?, porque el último grito –Internet– resulta que también
agrava la distancia entre ricos y pobres, dado que el 20% más pudiente de la
población mundial controla el 93% de los accesos a la red.
Decimos todo esto a propósito de la reciente publicación del Informe sobre
Desarrollo Humano del PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo)
correspondiente al presente año. Con poquísimas variantes aparece, eso sí, constatando que las desigualdades aumentan.
Ab assuetis non fit passio, decía ya un aforismo latino; que viene a querer
decir: lo que se repite constantemente no conmueve a nadie. Somos, efectivamente, conscientes de que, según muchos, recordar una y otra vez las injusticias
cometidas en nuestra sociedad puede producir cansancio, desánimo y ausencia de
compromiso. Pero también somos conscientes de que el desánimo y la falta de
compromiso procede más de la propagación –muy principalmente desde la
publicidad– del hedonismo y el consumismo que enervan el ánimo de cualquiera
para cualquier esfuerzo que no lleve a una mayor comodidad propia.
Por eso, porque todavía creemos que toda persona posee semillas de honradez (que deben crecer y desarrollarse) para captar la perversidad de determinadas situaciones y tomar postura frente a ellas, nos permitimos transcribir algunos
de los datos del informe del PNUD:
187
Las tres personas más ricas del mundo poseen activos que valen más que
el PIB de todos los países menos desarrollados y sus 600 millones de habitantes.
Sesenta países se han estado empobreciendo de manera continua desde
1980.
El tráfico ilegal de mujeres y niñas para su explotación sexual representa un negocio anual de más de un billón de pesetas. En India, las mujeres trabajan 12 horas más a la semana que los hombres; en Nepal, la diferencia es
de 21 horas a favor de la mujer.
El 20% más rico de la población mundial gana 74 veces lo que el 20%
más pobre. La diferencia era de 30 a 1 en 1960.
El mismo % de los ricos del mundo posee el 86% del PIB mundial; el
20% más pobre tiene el 1%.
El quinto más rico de la población del planeta tiene el 74% de las líneas
telefónicas. El quinto más pobre sólo tiene el 1,5%.
El 20% con mayores ingresos del mundo utiliza el 84% del papel que se
consume cada año.
La dieta media diaria de esas personas contiene 16 veces más calorías
que las que consumen los más pobres del mundo.
Las 10 principales empresas de telecomunicaciones controlan el 86% del
mercado. Entre diez compañía dominan el 85% del mercado mundial de plaguicidas. Otras diez son dueñas del 70% del negocio de productos para uso
veterinario.
Los países industrializados acaparan el 97% de las patentes.
La tasa de desempleo en Europa permanece en torno al 11% a pesar del
desarrollo económico sostenido de la última década.
Insistimos. Si estos hechos se repiten invariablemente durante décadas y
décadas, hay que concluir que el sistema social vigente algo debe tener de esencialmente perverso.
Y hemos omitido hablar de los estragos de las innumerables guerras que asolan hoy el mundo; del hambre que mata a miles y miles de personas; de la eterna
deuda externa que encadena países a perpetuidad; de las agresiones a la nutricia
madre Naturaleza (en estos días, por ejemplo, el gobierno de EE.UU. pretende
multar a la empresa Toyota con 9,5 billones de pesetas por contaminar); etc.
Una sociedad constituida en lo político sobre el poder como dominio; en lo
económico, sobre el lucro ilimitado; en lo social, sobre el consumismo hedonista,
y en lo cultural, sobre el prestigio y la competitividad, sólo puede crear injusticia
y desigualdad. Por tanto, el primer deber de quienes desean que se haga justicia
es desvelar la inconsistencia de tales fundamentos. Poner éstos y otros muchos
188
hechos ante los ojos de la sociedad para que contemple, como en un espejo, su
propia fealdad, es siempre una tarea obligada.
*************
Abordados en esta revista en múltiples ocasiones los aspectos estructurales
de la organización social, hoy queremos incidir en un aspecto antropológico que,
creemos, está en la base de muchos comportamientos humanos, a partir de los
cuales se crean después todos los complejos estructurales de la violencia.
Nos referimos al miedo al otro que nos lleva a agredirle en cuanto nos creemos preparados para hacerlo con posibilidades de victoria.
El competitivo –y la sociedad actual nos quiere a todos competitivos– se prepara para luchar y vencer al otro en algún aspecto de la vida y, a ser posible, en
todos. El competitivo considera el mundo y la sociedad como un campo de batalla donde triunfan los fuertes, y por eso él se prepara para serlo más que otros y
vencerlos, en el campo que sea.
Si el competitivo se asocia con otro (también competitivo, por supuesto) es
para acrecentar su poder y mientras lo acrecienta. De esta manera queda viciado
todo el asociacionismo humano, que se convierte, a mayor o menor escala, en
estructura de poder y dominio. En la finalidad de muchas asociaciones no está
tanto la consecución de una determinada perfección o bien cuanto el fortalecimiento del propio poder frente a otros. ¿Se puede entender si no, por ejemplo,
el derecho de patentes de bienes imprescindibles para todo ser humano –entiéndase medicamentos, alimentos básicos, etc.?
Y en el fondo de todo está el miedo que es, fundamentalmente, percibir y
sentir al otro como una amenaza que puede destruir o perjudicar nuestra vida y
del que, por tanto, debemos defendernos, bien destruyéndole, bien explotándole,
bien dominándole o bien –y esto resulta lo mejor– domesticándole por hacerle
creer que su felicidad consiste en servirnos a nosotros y a nuestros valores.
Toda violencia está compuesta a partes iguales de miedo y cobardía. Miedo
que considera a los demás como enemigos; cobardía que no cree en la propia
capacidad de entendimiento y colaboración porque exige entrega de lo mejor de
nosotros mismos controlando los instintos zoológicos.
Así, socialmente, nos dan miedo los inmigrantes pobres. Son una amenaza
para nuestras vidas satisfechas y cómodas; pero nuestra cobardía nos hace delegar en la fuerza bruta (ejércitos, policía...) para evitarnos abordar el problema
enfrentándonos en diálogo con los pobres.
Pero, ¿por qué en el fondo nos tenemos ese miedo mutuo? Sin duda, porque nos consideramos extraños y ajenos unos a otros. No hemos descubierto el
radical ensamblaje de nuestras vidas: hasta qué punto sólo es vida la compartida
y convivida.
189
Ésta es la herida que destruye a la persona: su ensimismamiento, su contemplarse sólo a sí mismo hasta extrañarse de que otros también existan y vivan,
creerse él solo con derecho a la vida. De ahí que todo lo demás, personas y cosas,
deben existir únicamente para él, y, por tanto, debe dominarlas o destruirlas si no
puede lo primero. Toda violencia tiene aquí su origen.
El pensamiento de cada cual puede que no llegue conscientemente a estos
radicalismos, pero la conducta manifiesta en muchos que ésta es su realidad vital.
**********
Se impone, pues, como premio a todo, una pedagogía que eduque al hombre en la convivencia y le cure del miedo y el ensimismamiento. Algún elemento
de esta pedagogía queremos apuntar aquí.
En primer lugar hay que ayudar a todos a descubrir la propia menesterosidad, la real dependencia que tenemos unos de otros; para lo cual es buen camino la comunión en el dolor. ¡Oh, si vencedores y vencidos pusiesen en común su
dolor, cómo descubrirían que se necesitan mutuamente! ¡Cuán fructífero sería el
dolor compartido de serbios y kosovares, por ejemplo!
Si los clásicos lo son por la perennidad de sus planteamientos, qué provechoso resulta leer el último canto de La Iliada y descubrir cómo Aquiles, matador
de Héctor, necesita, para liberar su angustia por la muerte a manos de Héctor de
su amigo Patroclo, devolver a Príamo el cadáver de su hijo Héctor. Descubre que
no es ultrajando un cadáver como calma el dolor por el amigo, sino devolviéndoselo a su padre. Emociona comprobar cómo se hacen mutuamente conscientes del común dolor y abominan ambos de la guerra. No tiene sentido infligirse
mutuamente dolor y sufrimiento, sino recomponernos por el perdón. Nada más
creativo que el perdón. Es donación doble: da el ser y suprime la ofensa.
En segundo lugar, cultivar la religiosidad, sentirnos ligados a Alguien (mucho
mejor que a algo) que nos plenifica a todos y que nos abre a todos. Sin Dios tiene
que resultar muy difícil arrepentirse de nada ni perdonar nada a nadie. Y sin perdón no hay vida, pues siempre hay alguien que nos ofende y a quien ofendemos.
¡Ay, por eso, de las religiones cuyo Dios no religa sino que divide y separa!,
porque entonces tal Dios ha devenido en ídolo sanguinario. En Dios nos abrimos
todos a todos y, abriéndonos a todos, nos encontramos en Dios.
Y este gozo, sin excluir el dolor; porque de curar una herida se trata: la de la
cerrazón del hombre sobre sí mismo.
Amad a vuestros enemigos, rezad por los que os persigue. Así seréis hijos
de vuestro Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y hace
llover sobre justos e injustos. Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué premio
mereceréis?
Un hombre así curado sí puede construir una sociedad solidaria, fraterna y
libre.
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Derecho de protesta
Puede creernos el lector si confesamos que escribir editoriales y artículos
para Cultura para la Esperanza es doloroso.
En primer lugar porque el análisis en profundidad de la realidad social no da
para optimismo fáciles. Por eso, porque el superficialismo de nuestra sociedad
querría adormilarse en optimismos fáciles, aportamos, en cuanto somos capaces,
datos incontestables. El optimismo nuestro –que lo tenemos– es, con palabras de
Mounier, un «optimismo trágico». A pesar, o más bien precisamente por la situación de muerte en que se empeña en vivir nuestro mundo, luchamos a brazo partido por la vida con esperanza de que es posible mejorar personal y estructuralmente nuestro vivir en sociedad. Para lo cual necesitamos bajar a la raíz del mal,
sin quedarse, ni en el análisis ni en el remedio, a medio camino.
Y se quedan a medio camino en el análisis por unilaterales quienes creen que
el problema es sólo de comportamientos individuales o sólo de estructuras sociales, cuando es ambas cosas a la vez. La cultura del individualismo egoísta engendra estructuras de lucha y opresión que a su vez retroalimentan el individualismo
de los más fuertes quienes, a medida que los demás (también desde la perspectiva individualista) crecen en poder, han de recurrir, en continua espiral, a mayor
grado de violencia tanto física como sobre la conciencia.
Se necesita no sólo serenidad y clarividencia, sino también fe para resistir
sobre todo esta agresión a la conciencia. Es tanto, en efecto, el bombardeo desde
los medios de comunicación, desde la publicidad, desde los usos y costumbres que
la fe en los valores de la solidaridad y de la comunión entre los hombres, meta a
que tiende el cumplimiento de todos los derechos humanos, ha de estar bien fundamentada en la mente y en el corazón para que la lucha no agote y agoste al
militante y no aparezca éste con tan poco entusiasmo que nadie crea que cuanto
predica y vive puede producir felicidad profunda y contagiosa.
Se quedan también a medio camino los que proponen, como definitivas,
soluciones paternalistas, asistencialistas o reformistas.
Las soluciones paternalistas y asistencialistas son vejatorias de la dignidad de
la persona humana. Todo hombre y mujer debe llegar a la adultez, valerse por sí
mismo y sentirse responsable de la comunidad social en que vive.
Y las soluciones reformistas llevan a una lucha estéril y agotadora; pues, al
no reformar el sistema como tal, éste, que por definición está dominado por los
191
más fuertes, siempre encuentra la forma de absorber en su provecho las concesiones que se le arrancan. (Estúdiese, por ejemplo, a este respecto, la relación
salario –productividad, salario– beneficios empresariales, fiscalidad –sistema financiero, sistema educativo– inserción social, etc.).
En segundo lugar, produce dolor pensar que muchas personas que, con
buena voluntad, se instalan en la ayuda al prójimo desde el asistencialismo, el
paternalismo, o alguna de las innumerables ONGs, pueden sentirse desautorizadas, cuando no agredidas, por nuestras críticas.
A esto respondemos, en primer lugar, que nosotros no negamos que, provisionalmente, hasta tanto se realice la justicia con los pobres, haya que ayudarles con bienes y servicios en abundancia; con una abundancia tal que cubra
todas sus necesidades. Es este sentido la comunión de bienes debe superar con
mucho a la limosna cicatera. Lo que juzgamos inmoral es instalarse en la beneficencia sin luchar simultáneamente por la justicia. Permítasenos recordar, a este
propósito, aunque sea machaconamente, las palabras del Concilio Vaticano II:
«Satisfáganse ante todo las exigencias de la justicia, y no se brinde como ofrenda
de caridad lo que ya se debe por título de justicia; quítense las causas de los males,
no sólo los efectos; ordénese la ayuda de forma que quienes la reciben se vayan
liberando poco a poco de la dependencia externa y se vayan bastando por sí mismos».
Además, los benefactores, por así llamarlos, pueden perder su presupuesta
buena voluntad cuando, por ignorancia culpable, o no conocen la profundidad y
extensión de la injusticia o ignoran sus causas más determinantes. Nosotros, en
nuestro esfuerzo por difundir cultura y conocimientos, sabemos bien de la renuencia a informarse debidamente de muchas personas que colaboran en asociaciones
de beneficencia y voluntariado.
Hoy, los datos del problema pueden ser conocidos, pero, con frecuencia, no
lo son. La ignorancia no es invencible y, por ello, es culpable. ¿Cómo es posible
que en el mundo haya tantos conocimientos acumulados sobre cosas sofisticadísimas y no se sepa que al año mueren de hambre más de 40 millones de personas?
En nuestro mundo no sólo es que se roba y mata; es que, además, se miente. Al escándalo de robar y matar hay que añadir el encubrimiento de los hechos
mediante la mentira y la tergiversación. Como, por ejemplo en la tan alabada globalización de la economía, propuesta como irreversible por sus defensores. Pero
nadie nos dice que la globalización se bifurca en dos: por un lado la globalización
de la riqueza y, por otro, la de la pobreza. Es cierto que con la moderna tecnología y la absoluta movilidad y libertad financiera las distancias entre la banca de
Hong Kong y la de México se acortan y prácticamente desaparecen; pero,
¿resuelve eso el que 1.500 millones de personas vivan con menos de un dólar al
día? Es verdad que aumentan las relaciones entre los mexicanos ricos y los de Wall
192
Street; pero aumentan también las relaciones entre los pobres del Bronx y los del
Chad. Las causas de la pobreza y la situación de los pobres son las mismas en
cualquier parte del mundo precisamente por la globalización de la riqueza, aunque
eso nadie quiere ni explicarlo ni difundirlo.
Hay demasiada mentira para que sobre ella pueda construirse un mundo
justo. Por eso y cuanto antecede hemos titulado este editorial: derecho de protesta; conscientes de que este derecho, para que no sea ejercido por fariseos
(grupo al que nos esforzamos por no pertenecer), lleva anejo el deber de vivir austeramente y encuadrado en algún grupo u organización que luche por la justicia.
Pero, supuesto este vivir austero y militante, el primer deber es protestar, testificar en contra, descubrir las contradicciones, hipocresías, manipulaciones, etc.
en que se apoya el sistema y con las que defiende sus injusticias. No se sienten
muy seguros los poderosos cuando tantas mentes tienen que comprar y pervertir
para que los defiendan.
Por ello, mostrar la endeblez y falsedad de sus justificaciones es el primer servicio que se debe prestar a la justicia. Y no vale dejarse convencer por la seudoacusación de que no proponemos soluciones viables; porque eso es hipocresía en
alto grado. Pues primero se obstruyen los caminos de la justicia; se destruye la
militancia y a los militantes; se refuerzan institucional y legalmente las bases del
sistema (la propiedad y el dinero, por ejemplo), y, luego, cuando se proponen
otras alternativas, se dice que son ilegales o inconstitucionales.
Lo que se pretende, en el fondo, es llevarnos –como decíamos arriba– a una
lucha por reformas que no reforman nada importante, pero que agotan a la militancia en el día a día y le impiden emplear su tiempo y esfuerzo en cambios profundos y definitivos. Es el viejo dilema de reivindicación o revolución.
En definitiva, son los causantes de los males los que tienen que justificarse si
es que pueden, no las víctimas. Nosotros, con hechos, ponemos de manifiesto que
sus soluciones son perversas. Los poderosos se jactan de haber modelado el
mundo a su voluntad y medida, carguen, pues, con la destrucción y muerte que
han causado.
La protesta, por tanto, lo primero, y, después, unida a ella, la rebelión, la
desobediencia civil, la no violencia activa, etc.
Ganar las conciencias, llevándolas de la mentira a la verdad, es nuestra gran
baza. La conciencia es más fuerte que las armas, y a la que nunca puede silenciarse cuando es lúcida y consecuente.
Ahora, con el trasfondo del problema del crecimiento de la población mundial del que se ha ocupado la ONU en estos días, permítasenos aducir algunos
hechos, tomados directamente de los medios de comunicación, sobre los que, después, haremos algunas consideraciones encaminadas a poner de relieve la mentira e hipocresía del sistema.
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1. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha admitido el
caso de María Mamérica, una campesina de 33 años del Departamento de
Cajamarca (Perú), que murió después de ser sometida en 1997 a una esterilización forzada como parte del programa que aplica el Gobierno Peruano desde
1996.
Existen pruebas de cómo los médicos y el personal de salud son obligados
a cumplir «cuotas» de mujeres a las que practicar las citadas intervenciones. Si no
las cumplían, perdían el trabajo.
Un testigo declara que se buscó a las personas campesinas y más pobres.
Tanto la comunidad de Sogorón como la comunidad de Sobaya, donde se realizaron estas prácticas, son comunidades pobres, con mujeres analfabetas y un
componente étnico fuerte. Más allá de estas prácticas percibimos una cierta «persecución» a las mujeres pobres, casi se podría decir que había cierto tono de genocidio al atentar contra las comunidades indígenas. Al margen de si uno está o no
de acuerdo con las políticas demográficas, es que se vislumbra toda una práctica
racista contra el ser pobre, ser mujer y pertenecer a una comunidad campesina.
Los pobres son un estorbo para este modelo económico, están de más.
2. Las tres personas más ricas del mundo disponen de los mismos recursos
que 600 millones de seres humanos, los más pobres.
3. El 2% de los propietarios brasileños posee el 56% de la tierra, en un país
de 8,5 millones de kilómetros cuadrados.
4. El presupuesto de defensa de EE.UU. para el año 2000 es de 267.000
millones de dólares (41 billones de pesetas).
5. Los 41 países más pobres del mundo deben 32 billones de pesetas, de los
que se propone, en la reunión del Grupo de los 7, del BM y del FMI, condonar
11 billones con múltiples condiciones para los países deudores y de aquí al año
2016.
6. La quinta parte más rica de la población mundial –ONU dixit– consume
66 veces más recursos que la quinta parte más pobre.
7. Con motivo del 50 aniversario de la creación de la república comunista,
el régimen chino exhibe en Tiananmen el poder de su armamento y la vigencia
de su sistema.
Ante estos hechos, y dando por supuesta la responsabilidad de los padres
al engendrar nuevos hijos, preguntamos nosotros:
¿Es lícito plantear el problema del aumento de población sin cuestionar,
entre otras cosas, a) el despilfarro de los individuos y naciones ricas, b) el abandono de la carrera armamentística y la supresión gradual de las armas y ejércitos,
c) el reparto racional de las riqueza del mundo, d) el sistema de propiedad vigente y los derechos del dinero frente a las personas
194
¿No es obligación de una conciencia rectamente formada protestar y denunciar esta ¿lógica? perversa y cruel del pensamiento al servicio del sistema, que
hace recaer la culpa de la injusticia sobre las propias víctimas?
Esto es lo que defendemos con el derecho de protesta: decir NO, por respeto a las víctimas, a la prepotencia de los poderosos, en éste y en otros infinitos
casos y situaciones.
195
196
Bien común universal
«Debe prevalecer ante todo el bien de la humanidad y no el bien particular
de una comunidad política, social o cultural. La consecución del bien común de
una comunidad política no puede ir contra el bien común de toda la humanidad,
concretado éste en el reconocimiento y respeto de los Derechos del Hombre».
«Las divisiones y diferencias políticas, culturales e institucionales en que se
articula y organiza la humanidad son, desde esta perspectiva, legítimas en la
medida en que armonicen con la pertenencia a la familia humana y con las exigencias éticas y políticas derivadas de la misma».
«Habrá paz en la medida en que toda la humanidad sepa redescubrir su originaria vocación a ser una sola familia, en que la dignidad y los derechos de las
personas –de cualquier estado, raza o religión– sean reconocidos como anteriores y preeminentes respecto a cualquier diferencia o especificidad. El bien de la
persona humana está antes de todo y trasciende toda institución humana».
«Es necesaria e improrrogable una renovación del derecho internacional y
de las instituciones internacionales que tengan su punto de partida en la supremacía del bien de la humanidad y de la persona humana sobre todas las otras
cosas, y sea éste el criterio fundamental de organización».
«La misma organización de Naciones Unidas tiene que ofrecer a todos los
estados miembros la misma oportunidad de participar en las decisiones, superando privilegios y discriminaciones que debilitan su papel y credibilidad».
«Hoy día persiste y se acrecienta la desigualdad entre un Norte del mundo,
cada vez más sobrado de bienes y recursos y habitado por un número cada vez
mayor de ancianos, y un Sur en el que se concentra la gran mayoría de las jóvenes generaciones, privada todavía de una perspectiva esperanzadora de desarrollo social, cultural y económico. Desde el momento en que la humanidad, llamada a ser una sola familia, todavía está dividida en dos por la pobreza –al principio
del siglo XXI más de mil cuatrocientos millones de personas viven en una situación
de extrema pobreza– es especialmente urgente reconsiderar los modelos que inspiran las opciones de desarrollo».
«En el inicio del nuevo siglo, esta pobreza de miles de millones de hombres
y mujeres es la cuestión que, más que cualquier otra, interpela nuestra conciencia.
Cuestión aún más dramática al ser conscientes de que los mayores problemas económicos de nuestro tiempo no dependen de la falta de recursos, sino del hecho
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de que a las actuales estructuras económicas, sociales y culturales les cueste hacerse cargo de las exigencias de un auténtico desarrollo».
«Puede que haya llegado el momento de una nueva y más profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines. Parece urgente que vuelva a
ser considerada la concepción misma del bienestar, de modo que no se vea dominada por una estrecha perspectiva utilitarista, que deja completamente al margen valores como el de la solidaridad y el altruismo. Una economía que no considere la dimensión ética y que no procure servir al bien de la persona –de toda
persona y de toda la persona– no puede llamarse por sí misma
“economía”entendida en el sentido de una racional y beneficiosa gestión de la
riqueza material».
«El noble y laborioso trabajo por la paz (al que debe servir la economía) tiene
su apoyo en el principio del destino universal de los bienes de la tierra».
«Se impone hoy, con mucha más urgencia que en el pasado, la necesidad de
cultivar la conciencia de valores morales universales para afrontar los problemas
del presente, cuya nota común es la dimensión planetaria que van asumiendo».
«El honor de la humanidad ha sido salvado por los que han hablado y trabajado en nombre de la paz. Ejemplos luminosos y proféticos nos han dado, en este
sentido, quienes han orientado sus opciones de vida hacia el valor de la no violencia. Su testimonio de coherencia y fidelidad, llevado incluso hasta el martirio,
ha escrito extraordinarias páginas ricas de enseñanzas».
«Miremos a los pobres no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo
el mundo».
Permítasenos hoy que nuestro editorial esté constituido en parte por palabras
ajenas, y que, en todo caso, parta y sea un comentario a tales palabras; que, sin
duda, necesitan mayor concreción para ser llevadas a la práctica, pero que, desde
luego, si se toman en serio por quien las pronuncia, por sus seguidores y por
cuantos imparcialmente sobre ellas reflexionen, ponen en cuestión el ordenamiento básico de la cultura, de la economía y de la política en que se asienta la
sociedad de hoy. Obligan a enfrentarse con los responsables de los poderes que
gobiernan el mundo, y a elaborar una praxis de actuación firme no violenta que
llevaría en línea recta a la desobediencia civil de múltiples formas.
No se pueden evocar en vano las figuras de Gandhi y de Luther King, entre
otros, sin extraer las consecuencias de su actitud vital. Ni la denuncia «profética»
de las instituciones de poder puede hacerse desde la construcción e instalación en
otro poder, aun cuando sea de índole religiosa. Se trata de oponer violencia –la
del poder– a no violencia –la conciencia– hasta que la conciencia –vencida– acabe,
por consecuente, venciendo a la violencia, desarmada de razones y desnuda en su
crueldad. Nada hay más fuerte que la conciencia gritando, cuando no tiene ningún poder de coacción para imponerse.
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De todas maneras, valentía no pequeña es atreverse a decir la verdad, aun
cuando ésta en algún o en muchos aspectos pueda acusarnos; por que, entonces,
de verdad, la verdad puede salvarnos.
Partimos, pues, de las citas arriba aducidas, en primer lugar, porque muchas
de sus formulaciones son difícilmente superables, y, en segundo lugar, porque
siempre es alentador, cuando se lucha contra corriente, que nuestros planteamientos sean en lo fundamental compartidos por la autoridad moral de Juan
Pablo II, del que son las citas anteriores, tomadas de su Mensaje del 1 de enero
del año 2000 con motivo del Día de la Paz.
Para los hipercríticos de Juan Pablo II valga la cita de uno de nuestros más
conspicuos sociólogos: «La creciente escisión entre mundialización económica,
nacionalización de la política y localización de la identidad individual y colectiva
es muy funcional para el proyecto de dominación imperante».
Una doctrina que, como la católica, por definición debe resaltar los aspectos
sociales y comunitarios de la persona humana, inevitablemente ha de ser mal
comprendida por quienes elevan, sin más, a derechos universales los muy localizados intereses o caprichos privados egoístas de individuos del mundo rico.
Vamos, pues, a nuestro tema.
1.º Relación entre persona humana y bien común
Es frecuente confundir el bien común con bienes en común poseídos, cuyo
sujeto de derecho puede ser una persona moral o jurídica o alguna institución de
menor o mayor amplitud. Así se habla de bienes comunales, municipales, provinciales, nacionales, etc. En cuyo caso el sujeto poseedor de tales bienes (la institución) puede entrar en conflicto con el sujeto individual-personal en el ejercicio de
determinados derechos; inclinándose, normalmente, la balanza del lado de las instituciones, y, mucho más, a medida que las instituciones son más amplias y sacralizadas. De este modo, por ejemplo, la razón de Estado se ha invocado siempre
para que éste se defienda, sin dar explicaciones, frente a los individuos o instituciones de ámbito menor.
El bien común, si queremos mantener la primacía de la persona, explicitada
en sus derechos, es otra cosa. Es el conjunto de condiciones y disposiciones sociales –entendidas éstas en sentido amplio– que ayudan y posibilitan a la persona, sin
suplantarla, en el cumplimiento de sus deberes y derechos; condiciones y disposiciones elaboradas y sancionadas por el conjunto de los afectados.
El bien común tiene, pues, un aspecto positivo: ayudar a la persona, y otro
negativo: impedir el atropello de la persona por otros individuos más fuertes, ricos
y poderosos.
El bien común, objetivamente considerado, es la ordenación, en todos los
aspectos, de las relaciones de unas personas con otras y de las diversas institu199
ciones que ellas se hayan dado para que puedan –todas las personas– comportarse y vivir como tales, dotadas de libertad y responsabilidad.
A lo que nos oponemos con esta concepción del bien común es a toda clase
de totalitarismos, donde la escala de valores de los derechos es a la inversa de lo
que reclama la justicia: primero se colocan en importancia y exigibilidad los derechos del Estado (o de los superestados: Unión Europea, etc.) y, después, en escala descendente los de las demás instituciones, para terminar en último lugar los del
individuo-persona.
Y no cambia nada, antes bien lo agrava, cuanto los Estados –como sucede
en la realidad– están dominados y al servicio de intereses particulares. Siguen siendo los Estados (ahora como escudos de intereses bastardos) los que regulan la vida
social. Tampoco, cuando los Estados se sienten desbordados por arriba, por organizaciones y compromisos internacionales al servicio de los poderosos (multinacionales, sistema financiero, monopolios, etc.).
Siempre, pues, será la persona el criterio para comprobar el grado de realización del bien común. Si existen personas que no tienen posibilidad de ejercer
sus deberes y derechos, el bien común está ausente, por más que el nivel global
de la renta per cápita pueda ser muy elevado. El desarrollo humano de una colectividad no puede ni debe medirse por la riqueza material cuantificable del conjunto, sino por la paz social que se deriva del hecho de que todas y cada una de las
personas puedan ejercer como tales en el normal cumplimiento de sus deberes y
derechos.
La existencia de miles de millones que hoy no pueden ejercer de personas es
un hecho evidente que cualquiera puede comprobar y que todos los organismos
internacionales admiten, aunque no puedan o no sepan o no quieran evitarlo.
Y, como quiera que esta situación no se da por falta de recursos –así lo afirma sin ambages Juan Pablo II– es evidente que ello se debe a la organización de
la sociedad como tal. Por consiguiente, lo más importante y urgente hoy es cambiar semejante estructura social.
Con todo lo dicho anteriormente no negamos la necesidad de un abundante
entramado social de comunidades, asociaciones y estructuras de todo tipo y de
ámbitos diversos. Así lo exige el carácter social v comunitario de la persona humana. Lo que, como ya hemos expuesto con frecuencia en otros editoriales, subrayamos nosotros es que todo el conjunto institucional debe tener un carácter supletorio, subsidiario y promocionante, nunca suplantador. Lo que puede llevar a cabo
la persona o una institución a ella cercana no debe hacerlo otra de ámbito mayor,
y, en todo caso, siempre debe hacerse viable y efectiva la participación más directa y consciente posible de todos los afectados en la marcha y funcionamiento de
las instituciones que les atañen y conciernen. Para lo cual se necesitan personas
cultas y responsables. La educación en el saber y en los valores éticos son así exigencia primordial para el humano funcionamiento de la sociedad. Si estos ciuda200
danos no existen, se impondrá de alguna manera algún tipo de dictadura; no siendo la menos dañina la ejercida desde los monopolios de la información y el saber.
De todas maneras, no es el gigantismo de las instituciones el mejor camino para
el ejercicio real de la responsabilidad de todos.
2.º Mundialización y bien común
La globalización o mundialización, es decir, la relación e interdependencia de
todos con todos, de manera que las actitudes y comportamientos de unos repercuten en todos los demás a escala planetaria, parece evidente en lo económicocomercial-financiero, en las comunicaciones y, de algún modo, también en las
decisiones políticas.
Pero no es menos evidente que esta mundialización ha escindido la humanidad en dos mitades –la de los ricos y la de los pobres– separadas en sus quintas
partes extremas por un abismo económico-social de 1 a 80.
Las dos terceras partes de la humanidad no tienen hoy posibilidad de ejercer
los derechos humanos (recuerden el hambre, las guerras, los expatriados, el paro,
etc.) precisamente porque la parte rica, movida por el ejercicio competitivo del
lucro y la ambición, ha organizado el mundo a su servicio. Políticamente, todavía
la ONU, por ejemplo, descansa sobre el derecho de veto de los vencedores de la
segunda guerra mundial, acabada hace 55 años. Y si se plantea la ampliación de
los países miembros permanentes del Consejo de Seguridad, sería admitiendo
como tales a los países ricos: Japón, Alemania, etc.
Las instituciones mundiales de derecho o de hecho están al servicio de los
ricos y poderosos. Y, así las cosas, no es posible realizar el bien común desde instancias inferiores, porque las instituciones mundializadas anulan todos sus esfuerzos. ¿Qué puede hacer Nigeria, por ejemplo, frente a la prepotencia de la empresa petrolera ELF, arropada y defendida por todo el entramado militar, jurídico y
económico de los países del Norte? A lo más, cambiar aparentemente de dueño.
Ahora bien, si los estados no pueden resistir la presión de todo el entramado institucional mundial, ¿cómo van a poder resistirlo las personas en tanto que individuos?
El bien común exige, sin lugar a dudas, acabar con este tipo de globalización
o mundialización. Pero lo importante es que la situación creada ha puesto de
manifiesto dos verdades que se van imponiendo:
1) Los problemas de derechos humanos que afectan a las personas son los
mismos en cualquier parte del planeta; lo cual va llevando a todos, especialmente
a las víctimas a través del sufrimiento propio, a aceptar, comprender, vivir y amar
la unidad de la familia humana; en definitiva, a descubrir la fraternidad, el tercer
miembro del lema de la Revolución Francesa, olvidado a lo largo de dos siglos,
pero que emerge imprescindible ahora, cuando se ha demostrado que sin ella no
ha sido posible construir ni la libertad ni la igualdad.
201
2) Sin acciones concertadas a escala mundial, no parece posible desmontar
la nefasta globalización actual. Ni siquiera decimos que las acciones deban ser las
mismas en todas partes, sino que, cuando menos, deben ser conocidas por unos
y por otros y debidamente coordinadas.
Todo ello pide un nuevo tipo de ciudadano, el ciudadano universal: aquel
que, sin desdeñar las concreciones de familia, grupo, etnia o nación en que se
realiza su vida, comprende que lo que da sentido, unifica y armoniza las vidas de
todos es el hecho de ser persona; lo cual es igual en Pekín o en Buenos Aires,
siendo mahometano, cristiano o budista, y que es más importante ser persona
que ser castellano o vasco. Es bueno morir por ser hombre, pero es un crimen
matar por ser francés o español.
Las acciones a llevar a cabo para demostrar la actual globalización deberán
estar orientadas a:
1) Creación de una cultura de fraternidad y de paz, asimilada por todos
desde el sincero respeto de las diversas culturas, usos y costumbres particulares;
conscientes de la unidad del género humano y de su estrecha vinculación con la
naturaleza que nos sustenta.
2) Una auténtica democratización a todos los niveles del orden institucional,
de modo que todas y cada una de las personas tenga capacidad de decisión. En
editoriales anteriores afirmábamos cómo la misma ONU debiera tomar sus decisiones con la participación de todas las naciones y con número de votos proporcional al censo de sus habitantes.
3) Un orden jurídico internacional y supranacional que permita no dejar
impune la conculcación de los derechos humanos por parte de nadie.
4) Una justa distribución para toda la humanidad de los recursos y riquezas
disponibles, respetando las posibilidades de cada nación o continente.
3.º Agentes del bien común
Sin duda éste es el tema clave en relación con el bien común. Esto ¿quién lo
va a hacer? ¿Quién puede hacerlo? De ello trataremos en el próximo editorial,
por no alargarnos demasiado en este. Basten ahora dos afirmaciones, aunque a
muchos puedan parecerles rotundas en exceso.
A. No pueden ser agentes del bien común los dirigentes políticos al uso
1) Ellos van por el camino de la guerra. Citamos titulares de la prensa diaria: «El Senado de EE.UU. no ratifica el tratado de prohibición de toda clase de
pruebas nucleares». «Rusia y China trabajan en un misil imposible de detectar y
localizar». «Javier Solana (Ministro de Exteriores y Defensa de la UE) condiciona
la credibilidad de la UE a sus medios militares». «España incumple el código de la
UE sobre exportación de armas». «El gasto en defensa, a escala mundial, oscila
entre los 700.000 y 800.000 millones de dólares al año».
202
2) No están por el respeto a la naturaleza y a las generaciones futuras. «Los
científicos dicen que la tierra se calentará dos grados en el 2050 si no se controlan los gases emitidos al espacio». «Los países ricos hacen fracasar la cumbre mundial sobre desertización».
3) No buscan la distribución de la riqueza, sino su concentración en pocas
manos. Repasen las privatizaciones del patrimonio de las naciones y la concentración de bancos y empresas, etc.
B. Los agentes del bien común han de salir de entre los pobres
Repetimos las palabras del Papa, al tiempo que con todo respeto le pediríamos que explicitase cómo pueden hacerse operativas y eficaces a escala mundial
para construir la paz y la justicia.
«Miremos a los pobres no como un problema, sino como los que pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el
mundo».
En todo caso, bienaventurados los manifestantes de Seattle porque al hacer
fracasar la Cumbre de la OMC han dado una esperanza al mundo.
203
204
Bien común universal II
Sujetos y Protagonistas
«Miremos a los pobres no como un problema, sino como lo que pueden llegar a ser: sujetos y protagonistas de un futuro nuevo y más humano para todo el
mundo».
Con estas palabras del Mensaje del Día de la Paz del 1 de enero del 2000 de
Juan Pablo II terminábamos el editorial del número anterior y, comentándolas más
ampliamente, iniciamos éste.
Se parte, en primer lugar, de la constatación de la existencia del problema,
que afecta al conjunto de la humanidad; problema que podemos formular: la conciencia, cada vez más amplia y universal, de la existencia a escala mundial de una
injusta desigualdad que pesa hasta la muerte (de muchos y de muy diversas
maneras) sobre los pobres, previamente originados, en perfecto círculo vicioso,
por esa misma injusta desigualdad. Desigualdad injusta, alimentada en lo cultural
por el individualismo y la competitividad sin límite en todos los órdenes; en lo económico, por el predominio de los complejos empresariales y financieros transnacionales fundamentados en la sacralidad del dinero y la propiedad privada y, en
lo político, por la práctica imperialista (o tendencia a la misma) de las naciones
poderosas con vocación de domino universal. Estados Unidos, por ejemplo, por
boca de su Secretario del Tesoro, Lawrence Summers, en el Foro de Davos de
enero del 2000, cree que el rechazo a la globalización es la principal amenaza a
su seguridad económica.
Como siempre queremos partir de hechos incontrovertibles, vayan algunos
de los efectos de esta injusta desigualdad, tomados de la más reciente actualidad
tal como nos los ofrecen los medios de comunicación:
– La servidumbre de la deuda externa del Tercer Mundo, 2,5 billones de dólares, es un lastre asfixiante y absorbe el 25% de sus ingresos por exportaciones. El
Estado español es acreedor de 1,7 billones de pesetas por tal concepto.
Mientras tanto, la ayuda oficial al desarrollo de los países ricos ha caído, de
la década de los 80 a la de los 90, del 0,34% del PIB al 0,22%.
Los países africanos destinan al pago del servicio de la deuda el triple de lo
que invierten en educación y salud en conjunto.
– En 40 años la importancia de África en el comercio mundial ha descendido del 6% a menos del 2%. Y recibe menos del 1,5% de la inversión total.
205
– Según la UNCTAD (Conferencia de las Naciones Unidas para el Comercio
y el Desarrollo) los 48 PMA (países menos adelantados) perderán entre 163 y 265
millones de dólares en ingresos por exportaciones gracias a la aplicación de los
acuerdos aún vigentes de la Ronda Uruguay, al tiempo que se ven obligados a
pagar entre 145 y 292 millones de dólares más por sus importaciones de alimentos.
Sólo el 10% de la investigación médica se dedica a los males que causan el
90% de las muertes.
– El ejército de Sudán y sus milicias aliadas están despejando las zonas ricas
en petróleo mediante ataques militares a civiles, matanzas colectivas, violaciones
y torturas a hombres, mujeres y niños. Así lo denuncia Amnistía Internacional en
un informe titulado «El precio humano del petróleo». AI acusa a las empresas
petroleras que allí operan, entre ellas Elf, Aquitaine, Total Fina y Agip, de mantener los ojos cerrados mientras las fuerzas de seguridad hacen el trabajo sucio.
– En 1926 se creó en el sur del Estado de Bahía, en Brasil, una reserva de
54.100 ha de selva virgen para la etnia de los indios pataxós, una de las 167 que
aún sobreviven en el país. Pero ahora resulta que el 96,11% aparece vendida a
colonos particulares, entre ellos dos altos funcionarios del estado.
Es evidente, ante la tozudez de estos hechos y otros muchos semejantes y
aún más graves, que hasta entre nosotros, los ciudadanos ricos, va calando la conciencia, es decir, la percepción de este problema de la injusta desigualdad, y a
muchos los incita a la acción. Por ello, proliferan multitud de asociaciones preocupadas por ayudar a los pobres, en especial a los del Tercer Mundo.
Sin embargo, creemos que tal percepción está distorsionada, falseada por
mal enfocada, y, por consiguiente, las acciones derivadas de ese mal mirar y mal
ver el problema resultan inútiles, descorazonadoras y, casi siempre, contraproducentes.
Y es que el egocentrismo de nuestra civilización –que nos empeñamos en
universalizar elevándola a criterio único de verdad y bondad– nos ha hecho creer
que el problema son los pobres, cuando, en realidad, es todo lo contrario: el problema somos los ricos.
En un mundo sobreabundante –así lo creen y afirman la ONU, la UNCTAD,
la FAO, el Papa, etc.– la lucha no es tanto contra la pobreza cuanto contra la agresiva civilización de la opulencia.
A este nivel de conciencia hay que llegar, aunque nos duela. Somos nosotros
los que acaparamos, los que explotamos, los que excluimos, los que matamos
(aparte de con las armas) con los criterios de lucha que introducimos en todos los
órdenes de la vida, con las estructuras económicas y políticas con las que dominamos a los demás y con las leyes y ejércitos con que las defendemos. En definitiva, somos nosotros los que creamos la pobreza y los pobres.
206
Esta situación de conciencia deformada hace esquizofrénica la actuación, aun
bien intencionada, de la mayor parte de las personas y asociaciones que se proponen ayudar al Tercer Mundo; porque, en nuestro subconsciente colectivo, sabemos que con nuestras ayudas no hacemos otra cosa que devolverles unas migajas
del pan que previamente les hemos arrebatado.
¡Cuantos accionistas de Telefónica, de Endesa, del BSCH, cuantos inversores de los múltiples fondos de pensión existentes –empresas y fondos que, por
poner un ejemplo, han entrado a saco en las empresas y finanzas de América
Latina– acallan su mala conciencia con su cuota a Manos Unidas o Intermón!
¿Cúando van a despertar los del 0,7 o los de la Deuda Externa cuando, después
de años de diálogo ¿civilizado? con las autoridades de los países acreedores, la
deuda externa crece y la contribución al desarrollo disminuye?
Y es que no queremos comprender que nuestra civilización no admite parches que, como en la parábola del remiendo nuevo en vestido viejo, cada vez desgarran más el tejido social. Dice el profesor Luis de Sebastián en su «Alegato contra la desigualdad económica»: «Una desigualdad sustancial y manifiesta en el
reparto de los beneficios que el sistema democrático ofrece a los ciudadanos destruye los motivos que los menos favorecidos puedan tener para aceptar el pacto
social de convivencia y someterse a las reglas de juego de la democracia... La desigualdad extrema es una burla a la noción de un pacto social por medio del cual
los ciudadanos se obligan a obedecer unas leyes y a seguir a unos gobernantes,
para obtener unos beneficios que por sí solos no podrían obtener».
Ahora bien, como la desigualdad sustancial, manifiesta y extrema es una
verdad incuestionable en relación con los países pobres y aún en los países ricos
donde, por ejemplo, «en Estados Unidos –Amy Dean, dirigente de AFL-CIO– más
de 14 millones de norteamericanos vagan sin trabajo y sin hogar por las calles y
más de 2 millones están hacinados en las cárceles por delitos sociales»; está claro
que las leyes y el ordenamiento social que tal situación sustentan están deslegitimadas, aun vestidas del ropaje democrático, y, por tanto, el camino para hacer
un mundo justo no pasa por la colaboración sino por la rebeldía y la desobediencia.
Ser rebelde y atenerse a las consecuencias. Ser rebelde como la única opción
responsable, y atenerse a las consecuencias, venciendo el miedo a los bien instalados, que sin duda reaccionarán atacando.
Pero, como sociológicamente es poco probable que en esta sociedad de ricos
aparezcan muchos que enfoquen su acción a la desarticulación de la cultura de
dominio que ella misma ha creado e impuesto al mundo, parece evidente que la
rebeldía ha de brotar mayoritariamente entre los pobres; quienes, desde la protesta de su dolor y sufrimiento, nos devolverán la auténtica conciencia de nuestro
mal obrar y de la radical injusticia en que nos hemos instalado, y, con su acción
–por necesidad, solidaria y transformadora– podrán crear otros vínculos sociales
que nos acerquen más a la fraternidad entre los hombres.
207
Por experiencia histórica y por sentido común, en el editorial anterior descartábamos como agentes del bien común a los dirigente políticos al uso; entre los
que debemos incluir a la mayor parte de los de los países del Tercer Mundo, generalmente partícipes de la cultura dominante y, con harta frecuencia, en connivencia con los dirigentes del mundo rico.
Por el mismo motivo descartamos como agentes del bien común universal a
la mayoría de los movimientos de ayuda a los pueblos del Sur surgidos en nuestro
mundo rico que, si bien cuestionan las consecuencias del sistema, no llevan tal
cuestionamiento hasta las bases o fundamento del mismo. Pues, aunque, al poner
ante nuestro ojos los constantes efectos perversos del sistema, contribuyen, sin
duda, a la toma de conciencia del mal, su acción, por parcial e incompleta, puede
llevar –como arriba dijimos– a transitar por caminos agotadores y a la larga estériles, dada la abundancia de medios de que el sistema está dotado para destruir su
acción benéfica con muy poco esfuerzo.
Así mismo grandes masas de los pueblos de los mismos países pobres encontrarán dificultades para ser agentes de la transformación de mentalidades y estructuras, al haber –en conformidad con las tendencias egoístas con que están también amasados– asumido la cultura del enemigo, es decir, la del consumo y
enriquecimiento; si bien, su situación de precariedad y su misma lucha por su identidad y supervivencia acerca necesariamente a muchos pueblos a buscar éstas –la
identidad y la supervivencia– en formas de vida solidaria.
No queremos con esto quitarle valor a las protestas y luchas –véase el paradigmático Seattle– promovidas por personas y organizaciones desde el protagonismo y la perspectiva de los pobres. Pensamos, por el contrario, que es necesario cuidarlas y fomentarlas frente a un sistema que, creyéndose victorioso tras la
caída del así llamado socialismo real, ha exacerbado sus contradicciones.
Nos reafirmamos en que es la rebeldía de los pobres y de los que se colocan
en su perspectiva la que puede inaugurar una nueva civilización solidaria, equitativa y fraterna; pero somos, así mismo, conscientes de las dos posibles desviaciones en que puede encallar: la pura reivindicación y la violencia. Las dos frustran
la creación de una auténtica nueva civilización.
¿Cómo, entonces, «los pobres pueden llegar a ser sujetos y protagonistas de
un futuro nuevo y más humano para todo el mundo»?
En la medida en que lleguen a ser «pobres en el espíritu». Estamos pensando
en Mahatma Gandhi, en Luther King, en Óscar Romero, tres modelos de pobres
en el espíritu. Se colocan en la perspectiva de los últimos, asumen sus anhelos,
necesidades y aspiraciones; viven en la pobreza y austeridad, porque, para ellos,
vale más la persona que los máximos tesoros de la tierra; se enfrentan a los poderosos únicamente con la fuerza de la verdad, que los impulsa, contra toda lógica
egoísta, a desobedecerlos y denunciarlos; invencibles por la intimidación y el
soborno, dispuestos a no derramar otra sangre que la suya; introyectan en el pue208
blo la convicción de que en la lucha por la justicia el primero que se salva es el
agresor, a quien hay que rendir con la verdad hecha amor comprensivo, y que,
por tanto, su lucha –la del pueblo– está liberando y salvando al mundo.
Es lógico que esta civilización nuestra de la competitividad y el hidrópico afán
de posesión haya seguido a los maestros de la confrontación, llámense Adam
Smith o Carlos Marx; pero hay que reconocer que esa civilización ya está agotada históricamente, sólo quedan sus amargas consecuencias, pero no es ya creativa. Si queremos la civilización de la fraternidad hay que seguir a otros maestros y
andar otros caminos. No vale más de lo mismo.
En definitiva, estamos propugnando la civilización del amor, que siempre es
extática –de éxtasis, no de inmovilidad– es decir, donde la búsqueda del otro y su
unión con él en la verdad redunda en mutua perfección. Salida, pues, de sí
mismo; no ensimismamiento sino apertura en donación a los demás. Aun vaciándose de sí mismo, porque siempre por secretos veneros uno se llena hasta rebosar en la medida en que se entrega; otorgar la vida gozosamente para crearla y
recrearla en el prójimo. Desvivirse en mutua estima y servicio.
Pero dar la vida día a día o en un momento, y ello con alegría y gozo, exige,
para que no sea locura irracional, descubrir la raíz de perennidad, de perpetua
permanencia de toda vida en la Vida. Descubrir y adorar el Misterio de Unidad
Acogedora que lo abarca todo, aún lo que parece aparentemente destruido.
Es imprescindible, en una palabra, la religiosidad, el sentido de ligazón, de
cordón umbilical que nos une a todos con todo y con el Origen y el Destino. No
se trata tanto de una confesión religiosa cuanto de la vivencia del Misterio conscientemente acogido.
Nosotros no sabemos cómo un no-creyente puede llegar a vivir su ser tal que,
cual resorte, lo lance a luchar limpiamente por los demás. Lo que afirmamos es
que la lucha para que haya vida humana sobre la tierra es necesaria, debe ser limpia y no debe aparecer absurda.
Y también debe ser limpia la lucha del creyente; para lo cual debe huir de
luchar desde estructuras de poder. Una de las más perjudiciales contradicciones de
la Iglesia hoy es que, mientras limpiamente se esfuerzan en la lucha muchos cristianos de a pie en comunión con los pobres, otros –y peor si son jerarcas–, dialogan de poder a poder con los poderes del sistema como si fuera posible llegar
a una entente.
En este número de la revista se habla abundantemente de América Latina.
Tal vez nos podamos hacer entender mejor terminando este editorial con algunas
noticias reciente procedentes de la Iglesia del Brasil:
– La Iglesia de Brasil lanza un duro ataque contra la «desigualdad extrema» y
la corrupción de los políticos. En su declaración se hace un análisis sin concesiones de la historia de Brasil y de la Iglesia desde los tiempos de la colonización.
– Los «sin tierra» ocupan edificios públicos en 18 estados brasileños.
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– Los indios de Brasil boicotean los actos del 5º Centenario.
– La Iglesia de Brasil pide perdón por las injusticias sufridas por indios y
negros y apoya el movimiento de los «sin-tierra».
Esta simbiosis de religiosidad y de lucha no-violenta de los pobres es lo que
propugnamos.
210
Acción Cultural Cristiana