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Las mujeres en la economía boliviana

Flavia Marco Navarro
Una de las desigualdades más evidentes entre mujeres y varones se presenta en la forma que unos y otras se
insertan en la economía –sobre todo mediante el empleo- o permanecen fuera de la misma. Como consecuencia de
ello existe otra injusticia: la diferencia entre el aporte que realizan las mujeres a las economías de los países y los
beneficios que reciben.
En este artículo abordaremos la situación de aquellas mujeres trabajadoras que están insertas en la economía
convencionalmente considerada, es decir que perciben una remuneración por su trabajo, que están en el empleo,
aun cuando haremos algunas referencias al trabajo no remunerado que realizamos todas las mujeres en nuestros
hogares, que en muchos casos se constituye en la actividad principal o exclusiva y que se traduce en un
importantísimo aporte al país.
I. Aportando desde fuera de la economía
La “población económicamente activa” refiere únicamente a la actividad
remunerada. No obstante, el trabajo de cuidado (de niños y niñas, personas
ancianas o enfermas crónicas) y las labores domésticas 1 que realizan las
mujeres en sus hogares y en la comunidad también constituyen actividades
económicas generadoras de valor. Por ello, para algunas economistas como
Benería (2003) debería distinguirse dentro de la actividad económica al sector
formal, el informal, el de subsistencia y el doméstico. Otras economistas han
destacado la contribución de estas actividades al producto total de las
economías (Durán y Roguero, 2009), mientras que otras han aportado con
elaboraciones teóricas sobre los nexos e interdependencias entre el sector
mercantil y las actividades no remuneradas (Picchio, 1999 y 2001; Rodríguez,
2007).
No obstante, el trabajo
de cuidado (de niños y
niñas, personas
ancianas o enfermas
crónicas) y las labores
domésticas que
realizan las mujeres en
sus hogares y en la
comunidad también
constituyen actividades
económicas
generadoras de valor.
Los avances teóricos desde la economía feminista respecto del valor económico
del trabajo no remunerado realizado por mujeres en sus hogares, han sido acompañados por nuevas evidencias
empíricas proporcionadas por las Encuestas de Uso de Tiempo (EUT), que han sido realizadas en la gran mayoría de
los países de América Latina, ya sea como módulo de las Encuestas de Hogares o como cuestionarios
independientes.
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1
Abogada, investigadora, especialista en estudios de género y en derecho económico.
Lavar ropa, limpiar, cocinar, hacer compras, administrar el hogar, acarrear agua y leña, entre otras.
1
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A su vez, la nueva información empírica ha posibilitado la creación de Cuentas Satélites de Trabajo no Remunerado,
que son una extensión del sistema de cuentas nacionales y que comparten sus conceptos básicos, definiciones y
clasificaciones. Las cuentas satélites permiten ampliar la capacidad analítica de la contabilidad nacional a
determinadas áreas de interés, por ejemplo turismo, trabajo no remunerado, salud u otras áreas relevantes para el
desarrollo.
Tanto las cuentas satélites sobre trabajo no remunerado (como la desarrollada en México por ejemplo) como la
simple cuantificación del valor de este trabajo, permiten tener un panorama más completo de las economías y por
cierto visibilizar el tremendo aporte de este trabajo hasta ahora invisible. Por ejemplo, en Colombia el aporte del
trabajo no remunerado realizado por las mujeres en sus hogares, representa entre el 20% del PIB (López, 2014).
En Bolivia, el año 2001 se adosó un módulo de uso de tiempo a la Encuesta de Hogares, del cual obtuvimos valiosa
información. No obstante, y a pesar de que estos ejercicios deberían ser periódicos, pasaron varios años hasta que
la iniciativa se repitiera; además esto se hizo bajo otro formato, por lo cual la comparabilidad en el tiempo se limita.
En efecto, el año 2010 el INE realizó una encuesta de uso de tiempo –como encuesta independiente. Los resultados
no han sido difundidos, lo que obviamente limita las utilidades de esta información.
II. La participación de las mujeres en la economía
A pesar de lo expuesto, todavía convencionalmente la participación económica o población económicamente activa
(PEA) sigue refiriendo a la población en edad de trabajar que está inserta en el empleo o que está buscando una
ocupación.
En América Latina la tendencia ha sido el crecimiento sostenido de la participación económica femenina a lo largo
de tres décadas, con un drástico ascenso durante los noventa,2 para luego mantenerse prácticamente estancada en
la primera década del siglo XXI, quedando en un 49.8% como promedio regional en el año 2010 (CEPAL, 2014).
Las mujeres llegaron al empleo para quedarse. Tanto en América Latina como en Bolivia en este incremento han
sido determinantes los niveles educativos, el cambio en la composición de los hogares, los procesos de
urbanización y por supuesto -quizás con mayor fuerza en el país que en otros de la región- las consecuencias de los
programas de ajustes estructurales aplicados en los ochenta y noventa que hicieron que muchas mujeres salgan al
mercado en busca de ingresos.
Sin embargo, las razones para trabajar remuneradamente van más allá de las causales expuestas; tienen que ver no
sólo con la necesidad de un ingreso para el sostenimiento de sí mismas y sus hogares, sino también con procesos
de autonomía y la consecución de proyectos personales (Rico y Marco, 2006).
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Debido a los impactos que produjeron los programas de ajuste estructural sobre los ingresos de los hogares y al crecimiento del desempleo
masculino.
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En efecto, el empleo es fuente de ingresos propios para las mujeres, de prestigio, espacio de socialización, y en
algunos casos de realización personal. El empleo además trae autonomía económica para las mujeres siempre y
cuando se cumplan una serie de condiciones, como la calidad del empleo, las circunstancias de ejercicio del
derecho al trabajo, las características y alcance de las políticas sociales (tipo de contingencias que cubren,
redistribución que inducen, necesidades de cuidado que atienden), las dinámicas familiares, entre otros factores
(Rico y Marco, 2010).
En Bolivia, la participación económica de las mujeres en el promedio nacional es del 62% en comparación con el
81% de los varones, según datos del año 2010 (CEPAL, 2014).
Tal como muestra una reciente investigación sobre los derechos económicos de
las mujeres en Bolivia (Marco, 2014) el comportamiento de la población
económicamente activa a lo largo de una década comprendida entre los años
1999 y 2009 muestra diferencias sistemáticas entre mujeres y varones. Si
desagregamos los datos por área de residencia y situación de pobreza se
observan importantes diferencias. Mientras que en las áreas urbanas están más
insertas en el empleo las mujeres de hogares no pobres, en las áreas rurales la
situación de pobreza no hace diferencia; por cierto que continúa la tendencia de
una mayor participación en las áreas rurales, pese a un leve descenso tanto entre
los varones como en las mujeres, marcando una excepción a la tendencia
latinoamericana, donde sistematicamente la participación femenina urbana es
mayor a la rural.
De todas formas, este
fenómeno -el que la
mayoría de las
trabajadoras y
trabajadores estén en las
áreas urbanas-, tiene que
ver con que somos un
país cada vez más
urbano, contrario a lo
que muchas veces suele
pensarse.
A su vez, según datos del Censo de Población y Vivienda del año 2012, del total de mujeres que sí habían trabajado
remuneradamente la semana anterior al censo, casi el 69% estaba en las áreas urbanas, mientras que en el caso de
los varones la distribución es similar pero con una menor diferencia (64% en las áreas urbanas y 36% en las rurales).
De todas formas, este fenómeno -el que la mayoría de las trabajadoras y trabajadores estén en las áreas urbanas-,
tiene que ver con que somos un país cada vez más urbano, contrario a lo que muchas veces suele pensarse3.
En Santa Cruz en cambio, según datos del Censo de 2012, la participación de las mujeres urbanas (48,1%) es mayor,
comparada con las mujeres del área rural (37,8%). De manera que las diferencias de participación urbana y rural en
Santa Cruz rompen con la tendencia nacional y más bien se asemejan a la tendencia latinoamericana. La
participación económica promedio de las mujeres en el departamento es del 46,4%, mientras que la de los varones
es del 71,6%.
Pese a todos los esfuerzos que implica encontrar y mantenerse en una ocupación, y a pesar de la falta de políticas
para trabajadores con responsabilidades familiares que permitan compatibilizar las obligaciones laborales con las
Según el Censo de Población y Vivienda 2012 el 67,33% de la población del país vive en las áreas urbanas (el 68,77% de las mujeres y
el 65,88% de los varones).
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de cuidado de niños y niñas, los países con mayor fecundidad son también los que tienen las más altas tasas de
participación económica femenina, entre ellos Bolivia, Ecuador y Perú. Sin embargo, esto no quiere decir que la
trayectoria laboral de las mujeres sea similar a la masculina.
Por lo mismo, la tasa de actividad doméstica, que incluso estadísticamente es una razón de inactividad económica,
muestra que la mayor dedicación exclusiva al trabajo no remunerado -con la consecuente prescindencia de un
empleo- se presenta cuando hay menores de edad en el hogar. También cabe destacar que en el promedio de
América Latina a través de los años ha disminuido la tasa de actividad doméstica en todas las categorías de
parentesco cuando no hay niños en el hogar, aunque estas tasas prácticamente se mantienen ante la presencia de
los mismos (Rico y Marco, 2010).
En Santa Cruz se verifica la mayor participación de las mujeres en pleno ciclo reproductivo, lo que además tiende a
acentuarse. Así, al desagregar por edad, las tasas de participación femenina muestran que el incremento se ha
dado después de los 20 años, mientras que entre los varones el ascenso se observa después de los 50 años.
III. Discriminación en el empleo
La discriminación en el mercado del empleo asume dos formas 1) en las remuneraciones o ingresos laborales, es
decir que las mujeres perciben ingresos inferiores a los varones por un trabajo similar o por un trabajo distinto pero
de igual valor; y 2) ocupacional, que significa que las mujeres acceden sólo a ciertos sectores del mercado del
empleo y tipo de ocupaciones consideradas propios de su género.
A. Segmentación ocupacional y techo de cristal
La discriminación ocupacional se manifiesta en la segmentación de género en el empleo, que a su vez es horizontal
y vertical. La segmentación horizontal se presenta porque las mujeres acceden a ciertos sectores o categorías de
ocupación: es el caso del sector comercio y servicios o la rama de actividad de servicios sociales, personales y
comunales. Por su parte, la segmentación vertical alude a la concentración de mujeres en los puestos laborales de
la base de la pirámide jerárquica, así como a la dificultad de acceder a los puestos de mayor poder de decisión,
reconocimiento social y remuneración.
A la segmentación vertical se ha denominado “techo de cristal”, aludiendo un límite invisible pero infranqueable –
al menos sin rupturas mediante-, que impide a las trabajadoras acceder a los puestos de poder y de mayor
jerarquía en las empresas.
Como manifestación de la segmentación horizontal en el país tenemos que las mujeres están sobre-representadas
en la informalidad. Es así que a pesar de que entre 2000 y 2010 hubo un repunte del empleo asalariado –es decir
en relación de dependencia, que pasa de representar el 29% al 40% del total de empleos entre los años
mencionados- las mujeres mantienen una representación mayor que los varones en el empleo por cuenta propia y
de microempresas; en circunstancias en que el empleo asalariado se precariza y ya no significa estabilidad ni
protección social (CEDLA, 2012 a).
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En el mismo sentido, durante el período mencionado, los mayores generadores de empleo femenino son los
talleres artesanales, el comercio, los servicios semi-empresariales, siguiendo en importancia el sector empresarial y
estatal. Debido a este último, en 10 años el empleo femenino formal gana cierta importancia, y particularmente
relevante resulta el hecho de que el servicio doméstico se redujera del 24 % en el año 2001 al 12% en el 2010. El
comportamiento del sector formal, obedece al incremento de gasto público en salud y educación desde el año
2000, subsectores que concentran empleo femenino, y también al incremento en esta década de la
subcontratación de mujeres por parte de la industria manufacturera (CEDLA, 2012).
Ahora bien, la composición de la informalidad también varía, y entre las mujeres gana importancia la categoría de
“familiar no remunerado”, es decir mujeres que aportan con su trabajo a la economía familiar y que producen
bienes destinados al mercado o a la subsistencia familiar pero que no reciben remuneración alguna; es el caso por
ejemplo de la agricultura de subsistencia, cuyos excedentes pueden ser destinados al mercado.
En Santa Cruz, los datos del Censo de Población y Vivienda del año 2012 evidencian que si bien las mujeres
muestran una elevada concentración como asalariadas, el porcentaje sólo alcanza al 43,8%, muy debajo al que
presentan los hombres (53%). Como segunda concentración de importancia, aunque muy cercana a la primera,
están las trabajadoras por cuenta propia con el 42,9%, y como tercera están las trabajadoras del hogar (6,6%). Sólo
el 3% son empleadoras.
B. Las mujeres ganan menos
Con cifras oficiales de la Unidad de Análisis de Políticas Económicas (UDAPE), en base a las encuestas de empleo y
de hogares, vemos que las mujeres perciben remuneraciones menores por sus trabajos. Si bien la brecha ha
disminuido levemente (en el año 1999 las mujeres percibían en promedio el 59% del ingreso laboral masculino en
las áreas urbanas, mientras que en el año 2009 el 63%), la mejoría no es sustancial y la desigualdad continúa siendo
de una magnitud inadmisible.
En las áreas rurales persiste la tendencia histórica de una brecha de género en los ingresos laborales mayor aún
que en las áreas urbanas, llegando a un escandaloso 60% en la diferencia, pues las mujeres percibían el año 2009 el
40% del ingreso masculino (Marco, 2014).
No contamos con el dato de desigualdad en los ingresos laborales por sexo a nivel departamental, lo que sin duda
constituye un grave vacío de información que podría ser abordado en investigaciones futuras sobre empleo en el
departamento de Santa Cruz.
IV. Comentarios finales
La participación de las mujeres en la actividad económica no garantiza la autonomía. Ganar ingresos propios no es
suficiente si se trabaja sin derechos, en malas condiciones y si la remuneración se agota en cubrir las necesidades
de otros integrantes de la familia.
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Sin embargo, el contar con ingresos propios es requisito indispensable -aunque no suficiente- para la dimensión
económica de la autonomía de las mujeres. Además, ésta dimensión de la autonomía facilita concretar otras. Así, el
contar con un empleo es un factor que facilita salir de situaciones de violencia, favoreciendo la autonomía física de
las mujeres.
El logro de la autonomía económica de las mujeres demanda reconstruir la división
sexual del trabajo, lo que a su vez conlleva modificar otros pilares del sistema de
género. Implica lidiar con la tajante división del mundo entre público y privado y la
consecuente asignación de los varones al primer espacio y las mujeres al segundo;
conlleva abordar desde políticas públicas la segmentación ocupacional de género y
la discriminación en las remuneraciones; requiere modificar las dinámicas familiares
y el uso de tiempo; amerita mayor participación de los varones en las familias y del
Estado en el cuidado de las personas dependientes, no sólo de niños y niñas, sino
también de personas enfermas crónicas, discapacitadas dependientes y ancianas.
La participación de las
mujeres en la actividad
económica no garantiza
la autonomía. Ganar
ingresos propios no es
suficiente si se trabaja
sin derechos, en malas
condiciones y si la
remuneración se agota
en cubrir las necesidades
de otros integrantes de la
familia.
Una mayor y mejor participación de las mujeres en la economía sin duda requiere
de empleo con derechos, o empleo decente en términos de la Organización
Internacional del Trabajo, lo que pasa no sólo por características de la estructura
productiva del país, sino también -y sobre todo- por una institucionalidad estatal que funcione, por un Estado
garante de derechos.
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