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REGARDING THE PAIN OF OTHERS UN COMENTARIO por SUSAN SONTAG
En los años 70, redactando la serie de ensayos Sobre la fotografía, procuraba comprender las
implicaciones estética y ética de la omnipresencia de las imágenes fotográficas en nuestras vidas1 . Si
una parte no despreciable de nuestro conocimiento de las cosas viene no de la experiencia directa sino
de imágenes fotográficas, podríamos relativizar diciendo que el nivel de información engendrado por la
imagen es bastante equivalente al de la experiencia. Pero como lo señaló Roberto Schwartz en su
maravilloso ensayo sobre « proximidad y distancia », en el momento que miramos de cerca esas cosas
que son distantes, las vemos con proximidad pero sin responsabilidad. Cuando estamos instalados
confortablemente en nuestra sala y miramos una imagen de león, ese león que vemos en la jungla, él,
no nos ve. La información que la fotografía comunica no es, por supuesto, sólo una cuestión de
zoología o de vida natural. Es una información sobre el arte ; una información que nos da una idea de
lo que es el mundo en torno nuestro ; una información sobre la guerra y los sufrimientos humanos. Esta
recopilación de ensayos escritos hace un cuarto de siglo fue de hecho el primer libro de reflexiones de
orden general sobre la fotografía. Desde luego, quienquiera que escriba sobre este tema debe mucho al
gran ensayo de Walter Benjamin (La Obra de arte en la era de la reproducción mecánica). En los años
70, sin embargo, todavía ningún libro había sido consagrado a una reflexión de conjunto sobre la
significación de las imágenes fotográficas desde el punto de vista estético y desde el punto de vista
ético. Porque me di cuenta de que un tema tan importante e interesante no había sido tratado de manera
profunda me apliqué a él, consciente naturalmente de que todo lo que pudiera decir referente a esto
sería incompleto. Una de las principales ideas sobre las que trabajé en esos ensayos está tomada de una
experiencia que yo misma viví en mi infancia en 1945. La Segunda Guerra Mundial acababa de
terminar. Vivía en América. Me encontraba en una librería donde abrí lo que debe haber sido uno de los
primeros libros – probablemente no un muy buen libro – sobre la guerra nazi. El libro mostraba un
cierto número de fotografías tomadas en Dachau, Buchenwald y Bergen-Belsen en la Liberación. Lo
que vi estaba más allá de todo lo que hubiera podido imaginar desde mi infancia apacible, no violenta,
en Arizona y en California. Recuerdo el choque como si acabara de sacudirme hoy. Lo que veía
mostraba lo que la gente es capaz de hacer a otra gente. Fue probablemente uno de los momentos más
importantes de mi vida. Una teoría que desarrollé sobre la fotografía de la atrocidad, la fotografía de
guerra, las imágenes de gente que sufre muy lejos de nosotros, es precisamente que tales imágenes
serían hoy incapaces de suscitar en nosotros una conmoción tan intensa. En lo sucesivo, nuestras vidas
son inundads por tales imágenes. Hemos visto todo, y eso nos ha hecho cada vez menos sensibles, cada
vez más curtidos. Esta idea del predominio de las imágenes sobre la realidad ha ido muy lejos. El
sociólogo francés Jean Baudrillard, por ejemplo, ha hecho suya la tarea de señalar que la realidad no
existe, que no hay más que imágenes. Estamos enteramente desconectados de la realidad ; hemos visto
tantas imágenes que ya no podemos reaccionar. Sin duda, hemos sido desensibilizados por la
fotografía. Según pasaron los años, tuve sin embargo otras experiencias – experiencias de primera
mano. Testigo de tres guerras, conocí las trincheras y viví bajo el fuego. Pasé prácticamente dos años y
medio con periodistas y fotoperiodistas en Sarajevo durante el sitio que fue levantado en setiembre de
1995. Empecé a pensar que las cosas eran mucho más complicadas que lo que yo había descrito en mis
ensayos anteriores. Dado el poder enorme de las imágenes, me parecía mucho demasiado simple decir
que nos habíamos vuelto insensibles o que habíamos sido desensibilizados, que no reaccionábamos más
al ver esas imágenes, que éstas no significaban nada para nosotros... A partir de las experiencias que
acababa de tener, sentí la necesidad de reflexionar y de tratar de transmitir lo que había sentido como si
fuera más verdadero, más complejo. Las fotografías cosifican. Transforman un acontecimiento en algo
que se puede poseer. Operan una suerte de alquimia, al ofrecer una reseña transparente de la realidad.
A menudo, algo parece o es sentido como « mejor » sobre una fotografía. De hecho, mejorar la
apariencia normal de las cosas es una de las funciones de la fotografía. Siempre nos decepcionamos por
una fotografía que no es halagadora. « Hacer feo » es una función más moderna que el hecho de «
embellecer ». Al volver su tema más feo, más horroroso de lo que es, la cámara de fotos modifica
nuestra reacción moral ante lo que es mostrado. El tema « afeado »invita a una reacción activa. A fin de
provocar y de cambiar nuestras conductas, las fotografías deben chocar. Hace algunos años, cuando se
había estimado que el tabaquismo mataba a alrededor de 45 000 personas por año, los responsables de
la salud pública de Canadá decidieron inscribir sobre cada paquete de cigarrillos una advertencia con
una fotografía impacto :un pulmón enfermo de cáncer, un cerebro destruido, un corazón deteriorado,
una boca ensangrentada, en un nivel de estrago dentario agudo... Un estudio había mostrado que – Dios
sabe cómo – tales fotografías tendrían sesenta veces más posibilidades de impulsar a los fumadores a
abandonar el cigarrillo que simples advertencias verbales. Suponiendo que esto sea verdad, podemos
seguir pregutándonos cuál es el límite y la duración del impacto de un choque tal. En el momento
mismo en que miran esas imágenes, los fumadores canadienses pueden echarse atrás de repugnancia.
Pero los que todavía fumarán dentro de cinco años, ¿serán aún perturbados? El choque puede volverse
familiar. E incluso si no se vuelve familiar, siempre se puede apartar la vista y no mirar... La gente
encuentra medios para protegerse de lo que la perturba, en este caso una información desagradable en
dirección de aquéllos que quieren fumar. La aptitud para apartar la vista de una información
desagradable parece normal, es un modo de adaptación. Así como podemos habituarnos al horror en la
vida real. Podemos pues, sin duda, habituarnos al horror y en particular al horror de ciertas imágenes.
Sin embargo, tendería hoy a decir que hay casos en que la exposición repetida a lo que lastima, a lo que
entristece, a lo que repele no impide a las fibras sensibles vibrar. Pienso que la costumbre no es
automática en materia de imágenes. Porque son transportables, porque pueden ser insertadas en
contextos diferentes, las imágenes no obedecen a las mismas reglas que la vida real. Las
representaciones de la crucifixión no se vuelven triviales a los ojos de los creyentes, cuando son
verdaderos creyentes. Se puede seguir confiando en las representaciones teatrales de Chushin Gura,
probablemente los relatos más conocidos de toda la cultura japonesa, para hacer prorrumpir en llanto a
los espectadores japoneses. Poca importancia tiene el número de veces que concurrieron al kabuki, los
espectadores lloran cada vez que el Señor Asano admira la belleza de los cerezos en flor en el camino
donde va a cometer su « seppuku ». Del mismo modo, el teatro iraní conocido con el nombre de «
Ta’ziyeh », que representa la traición y el asesinato del Imán Hussein, no deja nunca de provocar las
lágrimas de los espectadores iraníes, poco importa el número de veces que asistieron a la
representación de esta escena. De hecho, los espectadores lloran en parte precisamente porque vieron
ya y muy a menudo esta escena. La gente quiere llorar. El pathos bajo forma de relato no agota. Pero la
gente ¿quiere realmente ser horrorizada? Probablemente no. Y además, hay imágenes cuyo poder
permanece vivo en parte porque no se puede mirarlas muy a menudo. Las imágenes de rostros
destruidos que serán siempre el testimonio de una gran iniquidad, subsisten a ese precio. Están, por
ejemplo, las imágenes increíblemente horribles tomadas en los hospitales, después de la Primera
Guerra Mundial, de ex combatientes cuyos rostros habían sido desgarrados. Esas imágenes fueron
publicadas en los años 20 en un libro muy conocido contra la guerra. ¿Es justo decir que la gente se
acostumbró a los rostros de esos « mutilados heridos en la cara » de la Primera Guerra Mundial que
habían sobrevivido al holocausto de las trincheras, a los rostros deshechos e injertados de los que
sobrevivieron a las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki o a los rostros de los sobrevivientes
tutsis, acuchillados a machetazos por los hutus durante el genocidio ruandés en 1994? En verdad,
tratándose de crímenes de guerra, la noción misma de atrocidad es inseparable de la prueba fotográfica.
Pero lo que vemos del horror es generalmente de orden póstumo. Muchas veces esa realidad póstuma
es el recuerdo más « punzante » del horror :montañas de cráneos en la Camboya de Pol Pot, fosas
comunes en Guatemala, en El Salvador, en Bosnia, en Kosovo. Hannah Harendt, muy poco tiempo
después de la Segunda Guerra Mundial, en su libro Los Orígenes del totalitarismo publicado en 1950,
señalaba que las fotografías y las noticias de los campos de concentración eran engañosas ya que
mostraban los campos en el momento en que los aliados los habían copado. Lo que confería a las
imágenes su carácter particularmente horrible – los cadáveres apilados, la forma esquelética de los
sobrevivientes – no era en absoluto típico de los campos. Cuando funcionaban, los campos no se
parecían a eso. Los prisioneros eran exterminados sistemáticamente por el gas, no por la enfermedad o
el hambre, y luego inmediatamente incinerados. Es porque los hornos crematorios se habían
derrumbado que se vio lo que se vio en esas fotografías tomadas en abril de 1945. Las fotografías de las
atrocidades ilustran y corroboran los relatos, permiten evitar disputas sobre el número exacto de los que
fueron muertos, siendo la cantidad muchas veces exagerada. Las fotografías aportan el ejemplo, el
testimonio imborrable. La función ilustrativa de las fotografías afecta las opiniones, los prejuicios, los
fantasmas y la desinformación. La información según la cual hubo menos palestinos muertos en Jénine
que lo que los palestinos afirmaron, lo que los israelíes no dejaron de decir, tuvo mucho menos impacto
que las fotografías del centro completamente destruido del cuartel de los refugiados. Y las atrocidades
que no se conservan en nuestro espíritu por imágenes fotográficas conocidas – como la masacre
japonesa perpetrada en China, en particular el ataque a Nankín en 1937, o la violación de más de 100
000 mujeres y muchachas por los soldados soviéticos abandonados por sus oficiales en Berlín en 1945
– siguen siendo, naturalmente, mucho más lejanas. Porque no hay testimonios fotográficos, poca gente
se preocupa por conmemorar esos acontecimientos. La familiaridad de ciertas fotografías forma nuestro
sentido del presente y del pasado inmediato. Las fotografías instalan raíces referenciales y sirven de
tótems a las causas. El sentimiento es más susceptible de cristalizarse en torno a una fotografía que en
torno a un eslogan. Y las fotografías nos ayudan a construir y a revisar nuestra aprehensión de un
pasado más lejano aún, por la circulación de fotografías hasta entonces nunca vistas y los conflictos
póstumos que generan. Importantes tomas de posición sobre la imagen confrontan ideologías,
experiencias, ansiedades y fantasmas contemporáneos. Cuando estudia las representaciones que
decoran una copa del siglo XVI, Carlo Ginzburg nos da una maravillosa demostración de la manera
como esto funciona. Para « testimoniar », los fotógrafos se valen de códigos y vocabularios
tradicionales a los que estamos habituados. Reconocemos muchas veces, por ejemplo, en una fotografía
particular que representa la guerra, las atrocidades y la agonía humana, la imagen de una Pietà.
Fotografías que todo el mundo reconoce – y las hay en gran número, cada uno entre nosotros tiene
cientos de ellas en la cabeza, sabemos lo que son, por haberlas visto tan a menudo – en la actualidad
forman parte integrante de aquello sobre lo cual la sociedad acepta reflexionar o declara que eligió
reflexionar. Y a las ideas sobre aquello sobre lo que la sociedad elige reflexionar, la sociedad da el
nombre de « memoria ». A la larga, me parece, este tipo de memoria es una ficción. Estrictamente
hablando, soy del parecer que la memoria colectiva, eso no existe. Toda memoria es individual, no
reproducible y muere con cada persona. Lo que se llama memoria colectiva, no es recuerdo sino una
afirmación :la afirmación que tal cosa o tal otra es importante ; que una historia atañe a algo que
aunque parezca imposible tuvo lugar ; que ciertas imágenes fijan la historia en nuestros espíritus;que
ciertas ideologías crean y alimentan un stock de archivos de imágenes ; que ciertas imágenes
representativas entrañan ideas comunes cuya significación provoca pensamientos y sentimientos
previsibles... Ciertas imágenes muy conocidas que han circulado por todas partes – el hongo atómico de
las pruebas nucleares o las fotografías de los astronautas caminando en la luna – son equivalentes
visuales de los ecos sonoros. Conmemoran, a la manera contundente de las estampillas, momentos
históricos importantes. Sin hablar de las fotografías triunfales, como las de la bomba atómica, que ya
figuran sobre estampillas. Menos mal que las imágenes de Dachau, Bergen-Belsen o Buchenwald no
han conocido este tipo de difusión. Durante más de un siglo de modernismo, el arte ha sido redefinido
como una actividad consagrada a terminar en un museo o en otro. En la actualidad el estar expuestas y
conservadas en condiciones similares es el destino de muchas colecciones fotográficas. Entre esos
archivos del horror, las fotografías de los genocidios son las que conocieron el impulso institucional
más importante. Se trata de asegurarse, creando lugares de memoria públicos para esos documentos y
otros testimonios, que los crímenes que pintan permanecerán inscritos en la conciencia de la gente. Eso
se llama recordar, pero a mi juicio es mucho más que eso. En su proliferación actual, el museomemoria es el producto de un modo de pensar y de hacer el duelo de la destrucción del judaísmo
europeo en los años 30 y 40, que encontró sucolofón institucional en el Yadevashem, el museo de la
Shoah en Jerusalén, en el museo (sorprendentemente bien concebido) del Holocausto de Washington D.
C., y en el Museo de historia judía, una realización arquitectónica magnífica, que se abrió
recientemente en Berlín. Fotografías y otros objetos y registros de la memoria de la Shoah circulan
incansablemente como evocaciones permanentes de todo lo que representan. Esas fotografías de
sufrimiento y de martirio son más que los recuerdos de la muerte, de la derrota, de la victimización.
Evocan el milagro de la supervivencia. La conservación de la memoria perpetua pasa inevitablemente
por la creación y la constante renovación de los recuerdos que vehiculizan especialmente las fotografías
íconos. La gente quiere poder visitar sus memorias y reavivarlas. Muchos necesitan consagrar en
museos de la memoria el relato de sus sufrimientos, un relato completo, cronológico, organizado e
ilustrado – eso es muy importante. Desde hace mucho tiempo, los armenios reclaman la creación de un
museo que institucionalice, en Washington D. C. también, la memoria del genocidio de 1915. ¿Pero por
qué no hay ya en la capital de los Estados Unidos – una ciudad cuya población es en abrumadora
mayoría una población de africanos-americanos – un museo de la historia de la esclavitud? Deduzco de
esto que es porque el trabajo de memoria es alentado por algunos y no lo es por otros. De hecho, he
descubierto que, en todo el territorio de los Estados Unidos, no hay un solo museo totalmente
consagrado a la evocación de la historia de la esclavitud, al conjunto de esa infamia, ¡comenzando por
el comercio de esclavos en África misma! Parecería que esta memoria es demasiado peligrosa para la
estabilidad social para ser activada. El Museo del Holocausto como el futuro museo del genocidio
armenio atañen a acontecimientos que no ocurrieron en suelo americano. El trabajo de memoria no
debe correr el peligro de incitar contra las autoridades a una parte de la población del país llevada a la
amargura. Tener un museo que haga la crónica del gran crimen que fue la esclavitud de los africanos en
Estados Unidos de América es admitir que el diablo estuvo « aquí mismo », mucho más que « allá ». Y
yo creo que la esclavitud de los africanos en América fue mucho peor que la esclavitud de los africanos
en cualquier otro país. En Estados Unidos, como lo saben ustedes sin duda, los esclavos no tenían
ningún derecho como personas. En los países católicos, la fórmula clásica estipulaba que los esclavos
eran equivalentes a « tres-quintos de una persona ». Pero los propietarios de esclavos no podían hacer
lo que querían con sus esclavos. Los esclavos tenían ciertos derechos aunque fuesen limitados. Sólo en
Estados Unidos los esclavos no tenían ninguna protección. Un esclavo tenía exactamente el mismo
estatuto que una vaca o un caballo. Los propietarios tenían el derecho de hacer lo que querían con sus
esclavos. Los americanos prefieren pensar que el mal se produjo a lo lejos, « allá », y representarse que
eso les fue dispensado. Mientras perdure este estado de cosas, las fotografías continuarán siendo a
propósito de « allá ». Pienso que se aplica siempre la vieja idea según la cual el espíritu es un espacio
interior cual un teatro en el que almacenamos imágenes que nos permiten acordarnos. A mi juicio, el
problema no es que la gente se acuerde por medio de fotografías, sino más bien que tienda, cada vez
más, a no recordar más que las fotografías. El recuerdo por la fotografía ha pasado a eclipsar las otras
formas de recuerdo y de comprensión. Una vez más, las fotografías tomadas cuando la liberación de los
campos en 1945 son en la actualidad lo que la gente asocia más con la infamia nazi y los horrores de la
Segunda Guerra Mundial. Muertes horribles por genocidio, hambre y epidemia son lo que la gente
retiene más de toda la panoplia de iniquidades y de derrotas que se puso de manifiesto en el África poscolonial. Me da la impresión que « recordar » es cada vez más, no « acordarse de una historia » sino «
ser capaz de representarse una imagen ». Incluso un escritor tan arraigado en la solemnidad de la
literatura del siglo XIX y de comienzos del siglo XX como W. G. Sebald fue inducido a incluir, acá y
allá, fotografías en sus relatos dolorosos de vidas, de naturaleza, de paisajes urbanos perdidos,
desaparecidos. Sebald no era un simple poeta elegíaco :era un militante del poema elegíaco.
Recordando él mismo, quería que el lector también recordara. Por esto, salpicó sus relatos de
fotografías. La fotografía desgarradora no tiene que perder su poder de choque. Pero no ayuda mucho a
comprender. Es el relato lo que nos ayuda a comprender. Las fotografías hacen otra cosa :nos
atormentan. Miremos una de las fotografías más inolvidables de la querra de Bosnia, una fotografía a
propósito de la cual el corresponsal extranjero del New York Times escribió :« La imagen es fuerte, una
de las más espantosas de la guerra de los Balcanes : un miliciano serbio que da indolentemente un
puntapié en la cabeza de una mujer musulmana moribunda. Les dice todo lo que ustedes necesitan
saber ». Yo pienso, por el contrario, que no les dice nada de lo que necesitan saber. Sabemos que esta
fotografía es una de las más célebres fotos de la guerra de Bosnia y que fue tomada por el fotógrafo
Ron Haviv, en la ciudad de Bijeljina, en abril de 1992, el primer mes de la invasión serbia a Bosnia.
Atrás, se ve a un soldado serbio que lleva un uniforme regular. Tiene una silueta joven, lleva anteojos
de sol puestos sobre su cabeza, un cigarrillo pende entre el segundo y el tercer dedo de la mano
izquierda que mantiene levantada, y tiene un fusil que mantiene hacia abajo en su mano derecha. Ha
levantado su pierna izquierda y se apresta, de hecho, a dar un puntapié a una mujer que está tendida con
el rostro contra el suelo sobre una vereda. No está sola. Está extendida allí entre otros dos cuerpos, pero
su cabeza está un poco más adelante que los otros cuerpos. La fotografía no nos dice que esta mujer es
musulmana, aunque sea verosímil que lo fuera. ¿Por qué razón estaría ella extendida allí, como muerta,
con los otros dos, bajo la mirada de soldados serbios? De hecho, la fotografía nos dice poca cosa. Todo
lo que nos dice, en suma, es que la guerra, es el infierno, y que afables jóvenes ostentando armas son
capaces de dar puntapiés en la cabeza de mujeres tendidas con el rostro contra el suelo. Las imágenes
de las atrocidades bosniacas fueron mostradas en la época misma en que eran cometidas. Fueron
importantes, como las imágenes de la guerra de Vietnam, pues nutrieron y reforzaron una indignación
justificada frente a una guerra que estaba lejos de ser inevitable, que se hubiera podido y debido detener
mucho tiempo antes. Fueron una incitación, un aguijón :todos se sentían obligados a mirar estas
imágenes tan espantosas puesto que había que hacer algo inmediatamente contra lo que ellas
describían. Otros problemas surgen, pienso, cuando somos incitados a reaccionar ante un dossier de
imágenes, hasta ahora desconocidas, de horrores cometidos en un pasado lejano. Voy a darles un
ejemplo :un centenar de fotografías fueron descubiertas hace dos años, imágenes que generalmente no
se conocían y que nunca habían sido objeto de una exposición. Se trata de fotografías, tomadas entre
1890 y el comienzo del siglo XX, negras víctimas de linchamiento en pequeñas ciudades de los Estados
Unidos. Cuando fueron finalmente mostradas en una galería de Nueva York, eso constituyó una
experiencia abrumadora para la gente que las vio. Lo que era más horrible en esas imágenes, era su
procedencia. Se trataba de imágenes tomadas por la gente que estaba en la ciudad, en la multitud que
perpetraba esos linchamientos. Imágenes « recuerdo » en cierto modo. Fotografías de cuerpos que
colgaban y que, la mayoría de las veces, habían sido horriblemente mutilados. No eran precisamente
personas que habían sido ahorcadas, sino personas que habían sido golpeadas, destrozadas, muchas
veces desnudadas, y castradas. Al menos la mitad de las imágenes mostraba gente posando bajo los
cuerpos así colgados, como para decir :« Yo en el linchamiento », ¡« Por favor, Georges, tómame una
foto »! eran buenos cristianos americanos los que posaban delante de una cámara fotográfica, bajo
cuerpos alquitranados, mutilados, ahorcados. ¿Qué ocurre con estas imágenes cuando las miramos
ahora? La mayor parte tiene más de cien años. Designan espectadores, testigos, co-asesinos. Pero hoy,
cuando las miramos,¿quiénes somos nosotros? ¿Qué miramos nosotros? No somos espectadores. ¿Para
qué sirve, podemos preguntarnos, mostrar estas imágenes? ¿Es acaso solamente para que nos sintamos
mal? ¿Acaso para consternarnos, para entristecernos? ¿Es para ayudarnos a hacer un duelo? ¿Es
verdaderamente necesario mirar tales imágenes, dado que esos horrores, sucedidos hace tanto tiempo,
ya no pueden ser castigados? ¿Quizá somos mejores por haber visto esas fotos? ¿Nos enseñan algo?
¿No confirman simplemente lo que ya sabemos, y lo que deseamos ya saber? Pienso que estas
preguntas están justificadas. Y todas han sido planteadas en el momento de la exposición y después,
cuando se publicó el libro de fotografías que lleva por título :Without Sanctuary :Lynching
Photography in America (« Sin santuario :fotografías de linchamiento en América »). Algunos
discutieron la necesidad de esta exposición, diciendo que era macabra, que perpetuaba la victimización
de los negros, que no era necesario despertar esos recuerdos de esa manera, etc. A pesar de todo, los
responsables de la exposición y de la edición del libro eran del parecer que había que examinar esas
imágenes – utilizaban generalmente la palabra « examinar » y no la palabra « mirar », para dar a este
trámite un aspecto más imparcial, más objetivo. Había obligación de examinar esas imágenes de tal
modo que se comprendiera que no se trataba de actos perpetrados por bárbaros, sino de actos que
traducían el triunfo de un sistema racista, el que dehumanizaba a la gente al punto que pudieran
cometer tales horrores. No obstante, me interrogo :¿quién es bárbaro? ¿Acaso es esto eso a lo que se
parecen los bárbaros? Dicho esto, el bárbaro de alguien, no es más que algún otro haciendo lo que
hacen todos los otros. ¿Cuántos son aquéllos de los que se puede esperar que sean mejores? La
pregunta es :¿a quién procuramos censurar? ¿A quiénes pensamos nosotros tener el derecho de culpar?
Los niños de Hiroshima y de Nagasaki seguramente no eran menos inocentes que los jóvenes
africanos-americanos, hombres y pocas mujeres, que fueron masacrados y colgados de los árboles en
pequeñas ciudades. Más de 100 000 civiles alemanes (mujeres en su mayoría) fueron incinerados bajo
los bombardeos británicos de Dresde la noche del 13 de febrero de 1945. 72 000 civiles fueron
calcinados por la bomba lanzada por los americanos sobre Hiroshima. Y la lista podría prolongarse. ¿A
quiénes deseamos culpar? ¿Qué atrocidades de un pasado incurable creemos estar obligados a ver? Los
americanos piensan sin duda que sería « mórbido » apartarse de su camino para mirar imágenes de las
víctimas quemadas a continuación de los bombardeos sobre Japón o las de las carnes consumidas por el
napalm de las víctimas civiles de la guerra americana en Vietnam. Eso sería en efecto mórbido. Pero
numerosos americanos blancos dicen tener, a pesar de todo, me parece, una suerte de obligación de
mirar las imágenes del linchamiento. Y se libran a un reconocimiento intenso y profundo de la
monstruosidad y del mal intrínseco del sistema esclavista que existió en el pasado, lo que la mayoría de
Estados Unidos no vuelve a discutir. Ése es un proyecto al que numerosos americanos de origen
europeo se sintieron obligados a adherir en el transcurso de los últimos decenios, como a un deber
patriótico. Siempre de actualidad, ese proyecto de reconocimiento del crimen de la Nación es, en mi
país, una realización nacional. Sin embargo, no se trata de reconocer el recurso de América –
desproporcionado, repetido e inveterado – a la fuerza del fuego contra los civiles, una violación de una
de las leyes cardinales de la guerra. Con respecto a esto, nos hemos quedado en el estadio de la guerra
colonial americana en Filipinas, que remonta a 1900. Aquel reconocimiento seguramente no es un
proyecto nacional. Durante cerca de un siglo, América se reservó el derecho de blandir un máximo de
armamentos tanto contra civiles como contra soldados. Ningún tratado impide el uso de armas tales
como el napalm, las minas contra personal o incluso las armas nucleares. Después de todo, Estados
Unidos es la única potencia que utilizó armas semejantes hasta el presente. Pero si alguien insiste sobre
esas realidades desagradables, él o ella será, por supuesto, considerado(a) como muy antipatriota.
Podemos sentirnos obligados a mirar fotografías que dan cuenta de ciertos grandes crímenes.
Deberíamos estar obligados a pensar en lo que significa mirarlas, reflexionar sobre nuestra capacidad
para asimilar imágenes tan excepcionalmente horribles. Todas las reacciones frente a esas imágenes no
responden a un examen de conciencia razonado. La mayoría de las descripciones de cuerpos
violentados, mutilados, provocan un interés concupiscente, impúdico, perverso, malsano. Las imágenes
horribles pintadas por Goya en su gran obra Los Desastres de la guerra son respecto a esto, como en
muchas otras, una excepción notable por el hecho de que la parte librada a la imaginación en esas
imágenes impide mirarlas con un espíritu concupiscente malsano. No se detiene en la belleza de los
cuerpos. Pintándolos vestidos, los hace discretos. Pero las imágenes de la atrocidad, en la medida en
que implican la violación de un cuerpo sano se vuelven, a mi juicio, en cierto grado, pornográficas.
Esto forma parte de la complejidad de la situación. No es la simple curiosidad lo que, en las autopistas,
retrasa brutalmente el flujo de coches a la misma altura de un accidente que se ha producido. Es el
deseo de ver algo espantoso. Calificar de mórbido este tipo de deseo podría significar que se trata
seguramente de alguna rara aberración. Pero no se trata de aberración. Pienso que la atracción por esos
espectáculos es recurrente y que es una eterna fuente de conflicto interior, mental. De hecho, la primera
vez que esto fue objeto de una discusión, se trataba precisamente de una discusión sobre un conflicto
interior, en la parte de La República de Platón donde el autor distingue tres partes en el espíritu, un
poco como el ello, el yo y el superyó de Freud :la razón arriba, la conciencia representada por la
indignación en el medio (donde yo diría que se sitúa el ego), y abajo, el deseo. Para ilustrar estas tres
partes del espíritu, Platón comienza a contarnos una historia de las más extrañas :Sófocles está
hablando.Volviendo del puerto de Pireo, en el exterior del muro situado al Norte, advirtió cuerpos de
criminales tendidos en el suelo, sus asesinos permanecían al lado, y quiso ir a mirarlos de cerca. Pero
simultáneamente, sintió repugnancia, e intentó apartar la vista. Resistió durante un cierto tiempo,
cubrió sus ojos, pero al fin de cuentas el deseo fue más fuerte que él. Abriendo muy grandes los ojos,
corrió hacia los cuerpos. Y lloró dirigiéndose a sus ojos :« Ahí está, ojos malditos, ¡nútranse con este
espectáculo tan bello! ». Es un pasaje de los más reveladores. Para ilustrar un conflicto entre el deseo y
la conciencia, generalmente, la mayoría de la gente recurriría al ejemplo de una pasión sexual impropia
cualquiera. Pero Platón da el ejemplo de alguien a quien le gusta mirar cuerpos muertos, alguien que se
siente atraído por esta « morbosidad ». Sobrentiende – lo que sugiere que no es raro – que existe en
nosotros una sed de mirar cosas terribles. Sería erróneo, ingenuo, contrario a la verdad, simplificador,
omitir que el impulso aquí denigrado está también en juego cuando miramos el dolor de los otros a
través de imágenes. Esto forma parte del peso de mirarlas, el peso no es solamente saber que estamos
mirándolas. Como Roberto Schwartz, soy muy consciente del hecho de que miramos estas imágenes
pensando que nos dan el privilegio de una proximidad con las cosas que no podríamos tener de otra
manera – una proximidad sin responsabilidad que nos es proporcionada por aquel que tomó las
imágenes, por medio de la fotografía. Es igualmente cierto que estamos en una posición de mirones. No
estamos solamente sujetos a una reacción pasional, a una reacción de compasión. Hay una parte de
voyeurismo. De hecho, mirar las cosas a través de imágenes es una operación compleja. Al punto que
hay gente que dice que el hecho de mirar imágenes está en sí mal, y que no deberíamos jamás mirar lo
que sea por intermedio de una imagen, que hay algo indecente en hacerlo cuando no tenemos
responsabilidad respecto a lo que describen. Terminaré este análisis con una suerte de reflexión moral.
Cualquiera sea la parte de corrupción que incumbe a esta clase de escena, estoy persuadida de que es en
sí una buena cosa reconocer – o tener fuerza para reconocer – todo el sufrimiento que hay en el mundo.
Y creo que alguien que está eternamente sorprendido por la existencia de la depravación y del horror,
alguien que es siempre desilusionado o incluso incrédulo cuando se halla confrontado a las pruebas de
lo que los seres humanos son capaces de hacerse los unos a los otros, es alguien que no llegó
moralmente y psicológicamente a la edad adulta. Pienso que nadie, pasada una cierta edad, tiene
derecho a este tipo de inocencia, a esta superficialidad, a esta ignorancia, a esta amnesia. Existe ahora
un vasto corpus de imágenes que hace que sea más difícil para nosotros conservar ese tipo de
deficiencia moral. Y soy del parecer que hay que dejar que esas imágenes nos atormenten, aun cuando
no sean más que imágenes, símbolos, parcelas importantes de una realidad que no podrían abarcar en
su totalidad :cumplen, sin embargo, una función vital. Las imágenes dicen :« ¡Ahí está lo que las
personas son capaces de hacerse las unas a las otras! » « ¡No olviden! ». No es exactamente lo mismo
que pedir a la gente acordarse de toda una suma monstruosa de horrores en particular. Decir «¡No
olviden! », es otra cosa que decir « ¡No olviden jamás! ». Quizá la gente atribuye demasiado valor a la
memoria y no bastante a la reflexión. Creemos que la rememoración es un acto ético profundamente
arraigado en el corazón de nuestra naturaleza :después de todo, acordarse es todo lo que podemos hacer
por los muertos. Sabemos que vamos a morir y llevamos luto por aquellos que, en el curso normal de
las cosas, murieron antes que nosotros :abuelos, padres, profesores, amigos mayores que nosotros. La
insensibilidad y la amnesia de hecho parecen correr paralelos en la vida de cada individuo. Pero pienso
que la historia nos da signos contradictorios en cuanto al valor de la rememoración para las diferentes
comunidades. El imperativo que gobierna nuestras relaciones con los que murieron antes que nosotros
– en el lapso de una vida humana, de una vida individual – se llama piedad. En el tiempo mucho más
largo de la historia de una colectividad, esa prontitud por querer recordar, por conservar el contacto con
los desaparecidos señala, desde mi punto de vista, un cierto disfuncionamiento. Hay nada menos que
demasiada injusticia en el mundo y demasiados recuerdos de desgracias pasadas. Pensemos en los
pueblos que justifican todo lo que hacen por lo que les pasó siglos antes. Hacer la paz, es olvidar. Es
más fácil reconciliarse si el lugar que ocuparía una memoria tal hace sitio a la reflexión sobre la vida
que llevamos, y si dejamos disolverse las injusticias particulares en una comprensión más general de
aquello que los seres humanos son capaces de hacerse los unos a los otros. Susan SONTAG. (New
York) Traducido de la versión francesa del original inglés (americano) por Marta S. Celi. Este texto es
un comentario de Regarding the pain of Others, obra cuya salida está prevista en marzo de 2003, New
York, Farrar, Strauss and Giroux.