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REFLEJOS DE LA MEMORIA Por LUCIANA RADÓ Durante dieciséis meses dejó de ser Carlos Muñoz y pasó a ser #261. Desde el primer día debió recordar ese número, porque los guardias tenían las llaves del candado de los grilletes que ataban sus pies. Si lo olvidaba, tenían dos opciones: no bañarse o hacerlo con los pantalones puestos. El secuestro fue de madrugada, en noviembre de 1978. Tenía 21 años. Esa noche, le tiraron la puerta abajo, lo esposaron y le taparon la cara. Junto a él se llevaron a su bebé de tres meses, y a Ana, su compañera. Ellos dos fueron trasladados hasta un lugar desconocido. A partir de ese momento todo se tornó oscuro, solitario e incierto. Durante varios días, no supo dónde estaba. Al estar privado de la visión, tuvo que aprender a desarrollar otros sentidos. El entorno lo ayudó con algunas pistas; muy cerca, escuchó el estruendoso despegue de los aviones y logró ver el río a través de dos maderas que tapaban la ventana del baño. Recordó algunos datos del informe de Rodolfo Walsh, hasta que descifró su propio paradero: estaba detenido en la Escuela de Mecánica de la Armada. Recuperada la noción del espacio, perdió la noción del tiempo. No vio más la hora ni la luz del día. Estaba completamente aislado. El aroma del mate cocido se transformó en otra referencia concreta para deducir si era de día o de noche. La vida en libertad se había transformado en un recuerdo borroso que, sin embargo, él atesoró en algún resquicio de su mente. El momento de la tortura y el interrogatorio fue inevitable: mientras lo picaneaban en el sótano para conseguir información de otros militantes, un tocadiscos reproducía en volumen alto la misma canción durante todo el día para tapar los gritos de dolor. Ana y Carlos fueron alojados en el tercer piso del Casino de Oficiales, en un sector llamado irónicamente “Capucha” ‐ los prisioneros tenían una capucha que les impedía ver – . Como estaban ubicados en celdas enfrentadas, podían comunicarse a través de señas. Él era delgado, y eso le permitía pasarse las esposas hacia adelante. Se quitaban el velo gris que los separaba y así entablaban un diálogo silencioso, gestual, de miradas profundas. Él la miraba fijo, ella lloraba a lágrima viva. Él ensayaba abrazos, ella imaginaba una caricia. Uno buscaba respuestas en el otro – respuestas que ni siquiera trajo el paso del tiempo ‐. A él le pesaba como una losa que Ana estuviera allí. Si el guardia de turno los descubría, enseguida se bajaban la capucha y regresaban al hueco de la soledad. Debían permanecer callados y tirados en el piso durante todo el día. Ente Público Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos Av. del Libertador 8151 | Tel. 4702‐9920 | Ciudad de Buenos Aires (C1429BNC) Argentina | Todos los derechos reservados 2014 Los días pasaban y la desesperación aumentaba: los miércoles era día de traslados. Carlos no entendía a dónde llevaban a los detenidos ni por qué jamás volvían. Y además, era constante el ingreso de nuevos prisioneros. Había días en que suponía un destino inminente; había noches más optimistas en que soñaba con la liberación. El “traslado” era, en realidad, el anticipo de la muerte: un eufemismo que tapaba el asesinato. Cuando un detenido ‘dejaba de servir’, era llevado a enfermería, donde le aplicaban una dosis de pentonaval que lo adormecía. Luego era arrojado al río desde un avión militar. Lo mismo ocurría con las embarazadas: una vez que daban a luz, debían entregar sus criaturas a los marinos y también eran trasladadas. En el Salón Dorado, situado en la planta baja del Casino de Oficiales, se delineaba el plan de acción. En el primer y segundo piso se alojaban los represores. En el tercer piso estaba “Capucha" y en el altillo funcionaba "Capuchita", un espacio más reducido a donde fueron los presos que ya no entraban en el otro espacio. ‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐ Mientras escucho a Carlos, testigo y protagonista de su historia, caminamos juntos el mismo espacio donde fue torturado hace cuatro décadas; advierto su brillante capacidad de atesorar anécdotas, fechas exactas, diálogos completos. Quizá sea aquella su mayor virtud: relata con gran precisión los detalles de aquel viaje hacia el horror. Ante cada pregunta, toma aire y piensa, se lleva la mano al mentón, mira al cielo y suspira: necesita tiempo para reacomodar las piezas de un rompecabezas enorme. “El menú era escaso: una taza de mate cocido por la mañana, un pan con carne al mediodía y otro a la noche: lo justo y necesario para mantenernos vivos”. Cada tanto recibía por izquierda un pedazo de chocolate o un cigarrillo: esa era la mayor manifestación de rebeldía o resistencia con la que podían desafiar a los torturadores. Y ellos, a toda costa, intentaron quebrar esos lazos, porque la solidaridad es una de las bases de cualquier militante del campo popular. Pese al aislamiento, la soledad, el llanto, las ratas y el olor a muerte que reinaba en el Casino de Oficiales, había pequeñas señales de vida: en Capucha se armaban partidas de ajedrez por señas, y cada uno memorizaba las jugadas. Dina tenía una voz hermosa; cuando había alguna “guardia buena”, ella cantaba canciones en medio del horror. “Yoyi” ‐ hoy desaparecido‐ contaba chistes. Cada uno hacía catarsis a su manera. Y entre todos ellos estaba Carlos, que solía ser más negativo: aunque no sabía cuál sería su destino, constantemente sentía que le iban a meter un tiro en la cabeza. Ente Público Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos Av. del Libertador 8151 | Tel. 4702‐9920 | Ciudad de Buenos Aires (C1429BNC) Argentina | Todos los derechos reservados 2014 A veces, tirado en el piso, escuchaba la radio que ponían los guardias: durante todo el día sonaban canciones y partidos de fútbol. Era evidente que afuera todo seguía igual, y ese silencio de los medios, se transformó en otra dolorosa forma de tortura. Un día recibieron la visita de un grupo de periodistas del diario Clarín: habían sido invitados por el Comando en Jefe del Ejército, para conocer en qué estado se encontraban los “ex integrantes de células subversivas que se presentaron espontáneamente a las autoridades militares". La nota se titulaba “La ardua recuperación”. “Esta experiencia ‐decían‐ se realiza con el directo apoyo de un equipo interdisciplinario, compuesto por médicos, psicólogos, asistentes sociales, abogados. Los reclusos nunca fueron sometidos a ningún tipo de adoctrinamiento político o de reeducación” (…) Todo está amoblado con sobriedad y buen gusto (…) sin que nada evoque la cárcel” (…) Y luego se transcribía la cita de un supuesto entrevistado: “Teníamos muchos temores, pero nunca esperamos que el trato fuera tan correcto”. ‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐ Un día, estando en Capucha, los militares le preguntaron a Carlos qué sabía hacer. El sistema represivo se había complejizado y surgieron las tareas de trabajo esclavo; todo el engranaje militar funcionaba con un altísimo nivel de burocracia, y para eso necesitaban la colaboración de los propios detenidos. Sus conocimientos sobre fotografía le sirvieron para trasladarse al sótano, donde trabajó ‐por orden de los oficiales‐ falsificando documentos. A mediados de 1979, los militares invitaron a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para hacer frente a la creciente cantidad de denuncias de familiares de desaparecidos realizadas en el exterior. Para la ocasión, decidieron modificar algunas partes del Casino para despistar y contradecir los testimonios de quienes habían sido liberados. Se quitó el ascensor y se camufló la entrada al sótano. Cuando se realizó la inspección, había quedado un “edificio en reformas”. Algunos detenidos fueron llevados durante un mes y medio a la Isla del Silencio en Tigre –entre ellos Carlos‐ y otros fueron trasladados. Para las Fuerzas Armadas, encarcelar a los militantes y liberarlos al tiempo, no solucionaba lo que, para ellos, era un problema. Lo que había que evitar a toda costa, era el regreso a la militancia, y la única solución era la muerte y la desaparición. “El subversivo en la calle se fortalece”, recuerda Carlos que decían los torturadores. Así nació la concepción de que sin cuerpo no hay prueba y sin prueba no hay delito. Ente Público Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos Av. del Libertador 8151 | Tel. 4702‐9920 | Ciudad de Buenos Aires (C1429BNC) Argentina | Todos los derechos reservados 2014 Con la apropiación de bebés, la lógica era similar: si un hijo de extremistas era criado por sus familiares, crecería con resentimiento. Los militares debían apropiárselos y así evitar un país poblado de pequeños subversivos. Muñoz permaneció como mano de obra esclava hasta que salió en libertad en febrero de 1980. Ana también se salvó. Pero esa “libertad” era extraña y limitada: tenía prohibido salir del país, y además, estaba constantemente vigilado. Los represores sabían dónde vivía e incluso varias veces vio las sombras merodeando por su casa. Recién a fines de 1983, con el regreso de la democracia, supo que la pesadilla había llegado a su fin. ‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐‐ La Escuela de Mecánica de la Armada supo ser una institución de suboficiales de mar a la que asistían jóvenes de quince a veinte años para aprender un oficio; de allí salían egresados con un rango militar ‐maquinistas, torneros, mecánicos, peluqueros, cocineros‐ que conformaban, junto con los oficiales, la tripulación de los barcos. Aquel predio enorme, hermoso e inabarcable se transformó a partir de 1976 en un centro clandestino de detención y exterminio. Hoy ha quedado el esqueleto de lo que fue: diecisiete hectáreas empapadas de una historia trágica; los edificios todavía conservan vestigios de esa época, y los jardines de ensueño que bordean cada construcción disimulan lo que pasó adentro, marcando el contraste a la perfección. En reiteradas ocasiones, ya en democracia, se intentó quitar las marcas del horror, “limpiando” el edificio. Sin embargo, las compañías restauradoras encontraron boletos de colectivo de entonces, cospeles de subte, papelitos de chocolate en medio de las vigas y colillas de cigarrillos con el fósforo adentro. A pesar de los intentos, la historia no se borra fácilmente. Cerca de 5000 detenidos pasaron por allí. Miles de cuerpos abandonados, encapuchados, engrillados, torturados y asesinados. Los represores planificaron hasta el más mínimo detalle, decidiendo arbitrariamente qué vida merecía ser vivida y cuál debía descartarse. Frente a semejante desprecio, la memoria de los sobrevivientes de la última dictadura fue un arma letal, mucho más poderosa aún que las picanas. Después de todo, recordar es ‘volver a pasar por el corazón’, y hasta el momento se desconoce la existencia de picanas con capacidad de destrozar la memoria humana. Durante décadas, los militares taparon lo que muchos quisieron gritar, lo que algunos se negaron a saber y lo que otros eligieron callar. La justicia llegó junto a la decisión política de acompañar la lucha que durante tanto tiempo había sido silenciada. Los testimonios cobraron visibilidad y los juicios a los responsables permitieron a los sobrevivientes salir del claroscuro de la clandestinidad. Ente Público Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos Av. del Libertador 8151 | Tel. 4702‐9920 | Ciudad de Buenos Aires (C1429BNC) Argentina | Todos los derechos reservados 2014 Contra todos los pronósticos del pasado, hoy la ex ESMA ‐un espacio signado por la muerte‐ atraviesa su momento de mayor celebración de vida: allí funciona el Espacio Memoria y Derechos Humanos. El predio ha sido recuperado, los sobrevivientes cuentan su paso por allí, y se realizan diversas actividades que buscan promover la conciencia sobre la importancia de la defensa de los derechos humanos. Este cambio de paradigma es un ejemplo del viraje histórico de este tiempo, y no solamente ha servido para acompañar con pruebas materiales los testimonios de los ex‐detenidos, sino que además esa decisión se cargó al hombro un valor simbólico fundamental: la resignificación de la historia de nuestros años más trágicos. La frustrada demolición del predio en los años noventa, evidenció el contraste con las actuales políticas de Memoria, Verdad y Justicia. “Cada día que no hablan, que no cuentan qué hicieron con todas esas personas que hoy faltan, todo esto no es pasado sino presente”, grita hoy una de las paredes del predio, poblada de fotografías, frases y dibujos sobre los juicios de lesa humanidad. Las sociedades que reflexionan una y otra vez sobre su pasado avanzan a pasos agigantados. Y el cuerpo siempre conserva una historia que aunque se pretenda borrar, persiste aún en el recuerdo. Ente Público Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos Av. del Libertador 8151 | Tel. 4702‐9920 | Ciudad de Buenos Aires (C1429BNC) Argentina | Todos los derechos reservados 2014