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La noche de la trapa
Germán Espinosa*
Nadie que, hacia la medianoche de aquel viernes de marzo, hubiese
cruzado el paraje poblado de arbustos a cuya vera se alza el Monasterio de
Nuestra Señora de la Trapa, había advertido la presencia de un tipo alto,
bastante entrado en años que, embozado materialmente en el cuello de su
gabán se aproximaba al alto portón señoreado por el escudo de los
cistercienses reformados.
El viento era frío y sacudía uno que otro tallo raquítico, mientras se oía allá
lejos la voz unísona con que los monjes entonaban motetes corales de tiempos
de Orlando de Lasso. Una máscara de nubes envolvía la luna y la oscuridad
era casi absoluta.
El intruso asió decididamente el macizo aldabón y llamó una, dos, tres
veces, con golpes sonoros. De haber luz, sus cabellos se le habrían visto
arremolinados sobre un rostro malsano, de verticales arrugas.
Transcurrieron unos minutos antes de que un diminuto postigo,
resguardado por una rejilla, se abriese para enmarcar unas vegas facciones.
—En nombre de Dios, ¿qué busca?
—Me llamo Melchor de Arcos —dijo el extraño—. En el mundo era el
profesor de Arcos, un eminente biólogo y ecólogo. Ahora quiero solamente la
paz del claustro.
—¿A estas horas de la noche? ¿Porque escogió la orden trapense?
Una ráfaga azotó la fachada de fábrica romántica, flageló el almenaje que
coronaba los muros, así como las columnas exentas y resaltadas de los
machones, y fue a colarse luego, con sordos gemidos, por las bóvedas en
cañón.
Tuve que hacer un viaje largo. He oído que los trapenses atienden a su
manutención por medio de trabajos manuales, pero consagran a los ejercicios
espirituales y al estudio la mayor parte de su tiempo. Es el género de vida que
apetezco para mi vejez.
—Ojalá no lo apetezca desordenadamente. También suele haber desorden
en las vocaciones monásticas.
—Quiero convertir mi vida en algo útil.
—Nunca es tarde.
Algo crujió y se abrió el portón, chirriando sobre sus goznes.
La silueta de un monje de hábito blanco, con escapulario y capucha
negros, se dejó entrever en la penumbra aureolada por el resplandor de una
lámpara de petróleo que él sostenía con la mano derecha.
El profesor avanzó a tientas, hasta trasponer el locutorio y salir a un patio de
reminiscencias medievales, alumbrado por una hilera circular de faroles de gas,
donde otros monjes se paseaban y mascullaban oraciones.
Todavía se oían las voces corales, pero su son era más familiar ahora.
—Tendré que hablarle al abad.
Marchaban como sombras bajo los haces de luz.
—La Trapa sólo posee un abad, cuya sede es Roma, Nuestro
correspondiente al capítulo general es un monje superior, que lo recibirá
inmediatamente. ¿ Ha comido ya usted ?
—No tengo apetito. Preferiría que me condujera de una vez ante el
superior.
Subieron por una angosta escalinata cuyas tinieblas iba horadando
siempre la aureola de petróleo. Un pasillo de mármol conducía a las celdas,
yuxtapuestas en hilera y adosadas al muro exterior. El monje golpeó en una de
ellas, cuya puerta rechinó al instante para serles franqueada.
—In nómine Dei...
—Fray Roberto de Claraval, nuestro superior —anunció el guía.
El abad se inclinó. Por la mente del profesor cruzaron los nombres
memorables que componían aquella enseña de combate. San Roberto, abad
de Molesme, fundador de la orden de Císter para restaurar la observación ad
pédem litterae de la regla de San Benito. San Bernardo de Claraval, el
incansable predicador de la segunda cruzada, el perseguidor implacable de la
filosofía y la dialéctica. Aquellos nombres llenaban 2 siglos y estaban
vinculados estrechamente a la norma trapense.
Ahora estaba a solas con fray Roberto.
En la penumbra, los rasgos del religioso se desdibujaban, pero podían
advertirse, con un esfuerzo, un rostro enjuto y escarolado, unas manos
trémulas y un continente endeble. Se habían sentado el uno frente al otro, sin
más iluminación que la proporcionada por la lámpara de petróleo que ele guía,
antes de retirarse, colocó sobre una ménsula.
La celda era ahogada y desnuda. Un taburete, un catre de tijera y un
crucifijo era todo lo que podía verse. Bajo el camastro ocupado por el fraile
estaba archivado un alzapiés.
—¿Puede saberse qué cosa lo indujo a venir aquí? Ya sabe, la vida
monástica es dura.
—Es una rara historia, algo de lo cual no quisiera acordarme. ¡Hace ya
tanto tiempo!
—Muchas veces el hombre propende a exagerar sus faltas. Es un pecado
contra si mismo y, no obstante, no pocas santos varones lo tuvieron como
virtud. ¿Quisiera arrojar una luz sobre su conducta pasada? Hasta cierto punto,
esto tiene el valor de una confesión.
La ventanilla se la celda, abierta a la noche, permitía ver allá arriba el
parpadeo de Altair de Águila. Otros hachoncillos, y otros, se amontonaban en el
recuadro del alféizar. Melchor de Arcos se estremeció.
—Es lo más tremendo de que tenga noticia. A menudo no sé si lo he
soñado.
Fray Roberto esbozó un mohín de incredulidad. No parecía impresionarlo
el tono ligeramente patético empleado por el profesor para dar comienzo a su
historia.
—En pocas palabras, algo que acabé por buscarme. Ya sabe que soy uno
de los investigadores más respetados en el campo de la ecología.
—Perdone...
—Es la parte de la biología que se ocupa de la relación de los organismos
entre sí y con el medio que los rodea. Presupone por supuesto un conocimiento
de las formas, las estructuras, la fisiología. Soy biólogo de la Sorbona. Mis
padres fueron ricos y costearon mis estudios en aquella Europa de comienzos
del siglo, ávida de progreso, sedienta de audacias.
Fray Roberto oía devotamente.
—De regreso acá, me sentí lleno de ideas innovadoras. Todo lo que veía
me parecía mezquino. Eso nos pasa a todos los educadores en el extranjero.
Mientras mis colegas se preocupaban por hacer dinero, yo leía, investigaba,
dictaba conferencias no siempre ortodoxas.
El viento volvía a fustigar las almenas. Por un momento, sus zumbidos
parecieron traer un sonsonete de burla.
—Un día, al meditar sobre ciertas premisas, caí en cuenta de algo
verdaderamente extraordinario. No sé si me esté explicando bien, pero la
verdad es que me puse a pensar que no es el medio el que plasma y modifica
al hombre, sino éste al medio. Me dije que, desde el lapón de las tundras hasta
el congolés del trópico, la huella dejada por el hombre, ya sea en objetos
labrados, ya en grandes bloques arquitectónicos, es única, impar, diferente a la
dejada por otros seres. ¿ Y por qué razón? Pues por que el hombre, más que
animal racional, es animal insatisfecho, materia antojadiza, no está a sus
anchas en el marco de la naturaleza, por maravilloso que esta sea, y pretende
alterarlo... Por donde pasa un hombre, la naturaleza es alterada
inmediatamente, unas veces con grandes ciudades, otras con simples
jeroglíficos o tallas en las piedras.
—Está bien - rezongó fray Roberto.
—El hombre no está a sus anchas en la naturaleza y, por tanto, no es
susceptible de recibir su influjo. Al contrario, es él quien la influye y la modifica
a su sabor.
Se había puesto de pie y recorría a grandes zancadas el aposento.
—El nacimiento de esta insatisfacción —prosiguió—, es lo que a su vez
determina el nacimiento de la especie humana. Si Darwin tenía razón en el
aspecto fisiológico del asunto, yo lo tenía en el psicológico. Me consagré, pues,
a realizar concienzudos estudios de las biocenosis humanas. Viajé mucho.
Estaba agitado. El monje lo observaba con infinita tristeza.
—Al cabo de 5 años y gracias a mi tesón infatigable, había reunido buena
cantidad de datos y experiencias. Entonces pude darme a la tarea que
secretamente acariciaba. Partiendo de sólidas premisas, yo podía demostrar
con hechos concretos la posibilidad de asimilar al género humano animales de
grado superior en la escala zoológica. Usted dirá, ¿de qué manera? Era algo
más difícil de comprender que de realizar: estimulando, de un lado, los factores
orgánicos imprescindibles a esta transformación y creando, del otro, las
circunstancias psíquicas inherentes al fenómeno. Allí estaba la miga del asunto
y yo, fray Roberto, era un genio.
El religioso pareció sobrecogido de violentas sacudidas. Permaneció en su
sitio, sin embargo, y se cuidó de no decir nada.
Allá lejos, Altair seguía brillando irónico.
—¿Comprende usted la magnitud de todo aquello? En poco tiempo, las
condiciones de laboratorio para verificar mi experimento eran insuperables.
Con dos cercopitecoides, del género antropoide, algo así como dos
chimpancés que servían a mis propósitos, y a los cuales bauticé Chip y Chop,
me entregue a ese diabólico trabajo. Me sentí Dios.
Volvió a acomodarse en el taburete. Sabía que el fraile lo escuchaba con
vivo interés. Su mirada había ido agradándose.
—A nadie comuniqué mi intención. Poco a poco, y en dosis progresivas,
saturé a mis animales del suero preteológico que habría de cambiar su
anatomía. Y al mismo tiempo, comencé a emplear lo que llamé « flujo del
hábito», una poderosa fuerza magnética dirigida a transformar sus reflejos
cerebrales, a engendrar en ellos el morbo de la insatisfacción psíquica,
privilegio del ser humano. ¡Fue un éxito! A la vuelta de pocos meses, Chip y
Chop reaccionaban en cierto modo como personas; habían adquirido el hábito
del lujo, preferían ciertos manjares a sus antiguos alimentos.
Ahora, el eco lejano de los motetes corales se había extinguido y un
silencio de muerte reinaba en el viejo monasterio de la Trapa.
—Fue entonces cuando, una noche, Chip se escapo del laboratorio sin
dejar rastros. Me alarmé en un principio pues ignoraba cuáles serian, a fin de
cuentas, los resultados de mi experimento. Los monos comenzaron a
habituarse al cine, que yo les proyectaba, y a otras recreaciones cultas, pero no
me era posible albergar una exacta certidumbre respecto a su proceder de
mañana. Podían convertirse en monstruos, que sé yo... por fortuna no ocurrió
así. Aunque no volví a saber de Chip, el comportamiento de Chop llegó a tal
perfección, su anatomía sé metamorfoseó con tal éxito que, sin aguardar a
más, una buena tarde lo declare hombre.
Jadeaba con ansias.
—Mis relaciones con Chop, a partir de aquel momento fueron las mismas
que informan el rito familiar. ¿Un hijo? ¿Un hermano? ¿ Un amigo? No lo sé.
Comíamos en la misma mesa, con mi mujer y mis hijos pequeños, únicos
testigos del experimento. Chop (cuya edad era directamente proporcional a su
edad antropoide, esto es, el equivalente de unos veinticuatro años) se distraía
con chicas de su edad, estudiaba... una noche ocurrió lo imprevisto. Lo
chocante. Volvía yo de la universidad, donde dictaba agotadores cursos de
biología, cuando sorprendí algo extraño en la alcoba de mi mujer. Me apresure
a entrar y hágase cargo de mi estupor: ¡ en mi propia cama, como un infame,
Chop gozaba a mí legitima esposa, me traicionaba descaradamente,
aprovechándose de aquel atuendo humanoide con que yo, un genio lo había
revestido!
Hubo un general estremecimiento que no hubiera podido ubicarse en sitio
preciso. Fue como si en la materia, ante la revelación monstruosa, se crispara,
haciéndose hirsuta, volviendo así misma.
—No me quedó más recurso, fray Roberto, y descerrajé un tiro de mi
pistola sobre el engendro antinatural dotado de vida humana. Murió casi
instantáneamente. Pero antes de hacerlo pidió perdón a gritos, revolviéndose
en el suelo como un puerco.
Fray Roberto callaba.
—Desde entonces, y aunque tuve corazón para perdonar a la madre de
mis hijos, no he vivido tranquilo. Nadie supo nunca la suerte de Chop. Lo
sepultamos en el jardín, como un perro. Pero yo me preguntaba: ¿hasta donde
alcanza mi culpa? ¿he matado a un hombre o a un animal? Y el interrogante
me ha estado, durante años, secando el alma a puntillazos. Por eso hoy,
muerta ya mi mujer, mis hijos, brillantes profesionales, yo mismo corroído por la
vejez he tocado a la puerta del Císter. Porque quiero desalojar de mi espíritu a
todos estos intrusos, purificarlos en esta vida de sacrificios. Y mi pregunta, fray
Roberto, es esta: ¿Acepta la orden del Císter un criminal en su seno? ¿Soy
ante Dios un criminal por haber dado muerte a esa criatura que no era más que
fruto de un cerebro alienado de científico?
Fray Roberto de Claraval se puso en pie y anduvo hasta su ventana. Altair
se destacaba a lo lejos, más fulgurante cada vez. El fraile parecía abrumado
por el peso de una tristeza sobrenatural cuando dijo:
—No hay mas remedio que aceptarlo. Yo no soy juez de los actos
humanos. ¿Quién sabe el mal que usted ha hecho extrayendo dos seres del
mundo animal para integrarlos al de la metafísica, que es el más lacerante de
los males? Por lo demás, me alegra conocerlo. Ha de saber que yo soy Chip, el
mono que se escapo cuando su metamorfosis estaba en proceso.
* Germán Espinosa. Uno de los escritores más representativos de
Colombia, autor de las novelas históricas La tejedora de coronas y Los
cortejos del diablo, entre otras tantas. El cuento que publicamos
pertenece a su libro de relatos del mismo nombre publicado en los
comienzos de su carrera literaria en 1965.