Download Carta 1 Ojitos marrones Esta historia empezó hace ya

Document related concepts
no text concepts found
Transcript
Carta 1
Ojitos marrones
Esta historia empezó hace ya cincuenta años. Hoy al recordarla, mi corazón
se estremece un poquito. Yo tenía diecisiete recién cumplidos. Por el
fallecimiento de un familiar se cruzó en mi camino el ser más maravilloso que
conocí, un sacerdote joven, no tendría más de veintiséis años. Lo llamaron
para hacer unas oraciones por mi tío que había fallecido.
Cuando nos miramos nos sorprendimos. Parecía que nuestros ojos tenían
imanes, no podíamos dejar de mirarnos. Pensé que era mi loca imaginación
por mis pocos años, pero no era así.
Al otro día era el funeral; él estaba allí para dar el responso. Y llegaba gente,
había llantos, parientes desconocidos que se acercaban a saludar. Reinaba una
gran confusión o quizás era yo la que me sentía así porque él estaba allí. Y no
veía a nadie más, solo a él. Me maravillaba su forma de hablar, su capacidad
para calmar con sus palabras el dolor de mis seres queridos; me cautivaba su
inteligencia, y sobre todo su mirada.
Traté de no quedarme en la sala velatoria por la confusión que había en mi
alocada cabeza. Así que muy despacito salí al pasillo. Pero ¡milagro!: él
también salió. Al encontrarnos solos, nos emocionamos. Mi respiración se
agitó, creí que se iba a dar cuenta de mi reacción y suspiré, me quise
tranquilizar.
Él estiró su mano y dándome un rosario, me dijo: “llevamelo el domingo a la
hora de la misa”.
¿Estaba loca yo, o éramos locos los dos?
Mi conciencia me decía: ¡es sacerdote, está prohibido para mí!
Mis manos temblaban y apretaban ese rosario, al que besé mil veces
mientras le pedía a Dios: “no hagas que lo ame, no quiero ser quien tuerza su
destino”. Pero era tarde; me había enamorado.
Durante el sepelio nos mantuvimos relativamente cerca, nos buscábamos con
los ojos. No podíamos dejar de mirarnos. Mi interior temblaba. Sin duda, lo
que sentía era amor.
Y llegó el domingo. Esos tres días fueron eternos, no pude pegar un ojo.
Cuando al fin pasaron, me arreglé y salí. Mis pensamientos eran un torbellino.
Llegué a la iglesia. “Mi Dios – pensaba- es tu casa, no quiero profanarla”. Un
roce de manos en aquellos años era pecado.
Me hice fuerte y entré.
Él estaba confesando. Había bastante gente. Sin pensarlo me puse en la fila y
cuando me arrodillé sentí su cálido aliento. Con voz muy dulce me dijo: “no sé
qué me pasa con tus ojos, me dominan, me conmueven, he visto muchísimos
ojos maravillosos, pero los tuyos…tus ojitos marrones me han atrapado. No
quiero sabe tu nombre – dijo después- para mí serás ojitos marrones. Nunca
dudé de mi decisión de ser siervo de Dios, pero vos me hacés dudar. Trataré
de no mirarte, te pido que no vengas más a misa.
Te regalo el rosario…ayudame, no vengas más. No debo; no quiero verte.”
Claro que yo no le hice caso. Me debatía entre el amor que le tenía y el
deber. Él era algo prohibidísimo. En esos años los sacerdotes no abandonaban
los hábitos por una mujer. Se sacrificaban y seguían adelante.
Pasó el tiempo y yo seguí firme. Todos los domingos iba a misa. Era la única
oportunidad para verlo. Como nada cambiaba, un domingo me decidí: me
arrodillé en el confesionario, y lo espié por la ventanilla. Casi no lo podía ver.
Él me dijo: “¿ojitos marrones?”
“Sí - le contesté- vine porque quiero decirte lo que mi alma siente: aunque
pase el tiempo, nunca nadie sacará de mí el amor que tengo para darte. Sé
que es imposible, pero es real. Te amo y estoy dispuesta a luchar para vencer
los prejuicios y lo que se me ponga adelante, solo necesito saber que si grito
mi amor por vos, vos me seguirás…necesito saberlo, tengo mi corazón lleno
de amor para darte”.
“Ojitos marrones - me dijo - no quise saber tu nombre para no llamarte
cuando te sueño. No puedo luchar: está la sociedad, mi familia, mis fieles…
me costó mucho llegar aquí, no puedo ni debo retroceder. Sos tan joven y
linda que pronto te vas a olvidar de mí. Ya pedí el traslado, me voy a una
iglesia chiquita en las sierras, allí me voy”.
Y se fue. Con mucho dolor aprendí a vivir sin él. Aunque nunca fue mío, en mis
sueños sí.
No lo vi por veinte años. Me casé, cambié de ciudad, tuve tres hijos
maravillosos y un esposo muy bueno. Fui relativamente feliz.
Y un día en una misa, lo encontré. Estaba tan hermoso como cuando lo conocí.
Mi corazón dio un salto, como a los diecisiete.
Apenas logré disimular mi emoción. Él me reconoció y al darme la comunión
me dijo: “¿ojitos marrones?”.
“Sí Padre - le contesté- todavía guardo su rosario, es mi gran tesoro. ¿Me da
la bendición?”-
Guillermina
Villa María- Córdoba
Tema solicitado: el seminarista de los ojos negros