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Los ojos del hermano eterno
Stefan Zweig
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Entonces Virata cayó de rodillas, silenciosamente, delante de la tienda,
con la ensangrentada espada en la mano, e inmóvil esperó que sus
camaradas regresasen de su ardiente cacería.
Pronto llegó la madrugada. Detrás del bosque se despertaba el día. Las
palmeras se nimbaron con el oro de la aurora, reflejándose en la
corriente mansa del río como ardientes antorchas. Al Este había nacido
el Sol teñido de sangre.
Virata se puso entonces de pie. Abandonó el campo de batalla y, con las
manos elevadas en alto, se acercó a la corriente del río. Allí, con los ojos
resplandecientes de chispas de luz, se inclinó en acción de gracias.
Después metió las manos en el agua para hacer desaparecer la sangre
que las teñía.
Sintió su cabeza turbada por la rápida visión de la corriente del río; se
apartó entonces del agua y, envolviéndose en su ropaje, con el rostro
iluminado, se dirigió de nuevo a la tienda de campaña con objeto de
hacerse cargo de lo que durante la noche había sucedido.
Los muertos yacían innumerables en torno de la tienda, rígidos, con los
ojos desorbitados, con los miembros rotos. El enemigo del rey tenía la
frente destrozada y a su alrededor aparecían abiertos los desleales
pechos de los que habían sido capitanes en la tierra de Birwager.
Virata cerró los ojos y se apartó para contemplar a los demás que
habían caído en el campo de batalla. La mayoría yacían, medio
cubiertos con sus esteras y sus rostros le eran desconocidos. Eran
esclavos de las regiones del Sur, de rizados cabellos y negro rostro.
Cuando Virata se aproximó al último cadáver, sintió que su mirada se
oscurecía. Sabía que era una de sus víctimas, uno de los que había
herido con su espada. Acercó su rostro al del muerto y reconoció a su
hermano mayor, Belangur, príncipe de las montañas, que había
acudido en su ayuda. Virata se agachó y puso su cabeza en el pecho del
hermano. El corazón había dejado de latir, los ojos estaban abiertos, y
las negras pupilas le miraban y parecían clavársele en el corazón.
Entonces Virata sintió que su espíritu se empequeñecía, se aniquilaba
completamente, y, como un agonizante, se sentó entre los muertos. Las
negras pupilas de aquel hermano que había nacido de su madre antes
que él, continuaban mirándole fijamente y parecían acusarle.
De pronto sonaron gritos en torno suyo. Después de la persecución,
como salvajes pájaros acudían sus siervos, llenos de alegría, en busca
del botín. Su contento fue inmenso cuando encontraron al enemigo del
rey tendido en la tienda y salvada la garza sagrada.
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