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Los ojos del hermano eterno
Stefan Zweig 14
-Por espacio de una luna -les dijo - no me veréis. Despedíos de mí y no
me preguntéis nada.
La mujer le miró llena de zozobra, los hijos le miraron dulcemente.
Virata los besó en la frente y les dijo:
-Recluíos ahora en vuestras habitaciones. Que nadie me siga ni intente
saber adónde voy cuando haya salido de casa. No intentéis saber nada
de mí hasta que aparezca en el cielo la luna nueva.
La mujer y los hijos inclinaron la cabeza y se fueron en silencio.
Virata se quitó el vestido de gala y se puso una negra veste. Rezó algún
tiempo ante la milenaria imagen de Dios, cogió unos manuscritos de
hoja de palmera y los arrolló y cerró como una carta. Luego abandonó
la casa, sumida en la oscuridad, y, saliendo a las afueras de la ciudad.
se encaminó hacia las rocas donde se hallaban abiertas las profundas
cuevas que servían de cárcel a los condenados.
Al llegar allí llamó con recios golpes a la puerta, hasta que el carcelero,
dormido sobre una estera, se despertó sobresaltado y acudió a ver
quién era el que así llamaba.
Entonces Virata le dijo:
-Soy Virata, el supremo juez. Vengo a ver al prisionero que fue
encerrado ayer en la cueva.
-Está encerrado en la más profundo, señor -manifestó el carcelero-, en
lo más hondo de la oscuridad de la cueva. ¿He de conducirte hasta allí,
señor?
-Conozco el camino. Dame la llave y vuélvete a descansar. Por la
mañana encontrarás la llave junto a la puerta. No digas a nadie que me
has visto.
El carcelero se inclinó ante Virata, le entregó la llave y le ofreció una
luz. Luego, como se le había ordenado, fue a tenderse de nuevo sobre la
estera.
Virata abrió la puerta de cobre que cerraba la oquedad de la roca y se
hundió en las profundidades de la cárcel.
Hacía ya más de cien años que los reyes Rajputabs habían comenzado a
encerrar allí a sus prisioneros. Los condenados debían trabajar
hendiendo, día por día, nuevos agujeros en la entraña de la tierra, abrir
nuevas guaridas en el frío y duro granito para que sirviesen de cubil a
los nuevos condenados que iban llegando a la cárcel.
Antes de cerrar de nuevo la puerta, Virata lanzó una última mirada al
espacio celeste, cuajado de blancas y temblorosas estrellas; luego cerró
la puerta y quedó sumido en la más profunda y temerosa oscuridad. Al
golpetazo de la puerta la llama de su lámpara se estremeció como un
animal moribundo. A través de la puerta se oía aún el blando susurro
del viento en los árboles y la alegre gritería de los monos.
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