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¡Crucifícalo!
(Mt. 27, 15-26)
Era el final, todo estaba cumplido. No solo por
parte de los designios eternos de Dios, que había
dispuesto que el Hijo unigénito del Padre, el
primogénito de toda creatura, el Verbo eterno
encarnado, muriera crucificado por nuestros
pecados, no sólo por parte de este designio de
Dios, tomado antes de la constitución del mundo,
como señala Pablo; no solo por parte de este
designio de Dios que le había hecho exclamar a
San Agustín ¡oh feliz culpa que nos han merecido tan
grande Salvador!, sino por parte también de aquella
turba impía que vociferaba a voz en
cuello:¡crucifícalo, crucifícalo!
Ya se habían olvidado de aquel Jesús que los
cautivaba con su presencia. Ya nada recordaban de
aquellos milagros que los había dejado
asombrados, la multiplicación de panes, la
resurrección de muertos, la sanación de enfermos,
todo eso ya no estaba presente aquel día. Los
corazones se habían agriado, la ira motivaba los
espíritus, y esa turba vociferaba: ¡crucifícalo,
crucifícalo!
Que caiga su sangre, no como sangre de perdón,
no como sangre de redención, sino como sangre
de venganza, que caiga su sangre sobre nosotros y
sobre nuestros hijos.
Quedaba misteriosamente sellado un pacto, caería
la sangre del Redentor para salvar, para redimir,
para purificar. Y caería también sobre aquella
turba proterva e impía la sangre del Salvador para
condenar.
El drama continúa, porque este crucificado sigue
presente en medio de nosotros, y también hay
turbas airadas e impías que vociferan pidiendo su
crucifixión.
Seguimos sin soportar su presencia. Como
podemos tolerar que esté presente entre
nosotros ese que dijo: “bienaventurados los pobres”.
Nosotros los de la sociedad opulenta, los que
vivimos visitando los supermercados, los que no
estamos dispuestos a tolerar que nos falte nada,
los que hemos sido educados para tener, para
poseer, para degustar el éxito, la realización, el
poder, el dominio, la fama.
No toleramos que esté entre nosotros alguien
que dice: bienaventurado los pobres, y también nace
de nuestros corazones airados el ¡crucifícalo,
crucifícalo!
Cómo vamos a tolerar que esté en nosotros con
su presencia El que dijo: bienaventurados los que
lloran. Nosotros que vivimos en la ligereza y la
frivolidad de nuestros sentimientos. No nos gusta
llorar. No soportamos llorar, no queremos sufrir,
queremos ser felices, buscamos la felicidad, nos
molesta este extraño personaje que dice:
“bienaventurados los que lloran”. Nosotros no
estamos dispuestos a llorar.
Nos molesta su presencia, y por eso nos airamos
y decimos ¡crucifícalo!
Como podemos soportar que esté en medio de
nosotros el que dijo: “bienaventurados los mansos”.
Nosotros que hemos sido educados para el
poder. Nosotros a quienes se nos dijo y se nos
enseñó en la familia, en los diarios, en los ejemplos
y en los modelos, el éxito del que puede por el
poder.
Nosotros que estamos llenos de ira en el corazón.
Nosotros
que
por
cualquier
situación
reaccionamos con violencia, con agresividad, con
intolerancia, no soportamos que esté entre
nosotros el que dijo: “bienaventurados los mansos,
porque ellos poseerán la tierra”. ¡Crucifícalo,
crucifícalo!
No te soportamos Jesús. No soportamos que nos
hayas dicho “bienaventurados los limpios de
corazón”. Hay tanta suciedad en nuestro corazón.
Nos hemos revuelto tantas veces en la mugre y en
la miseria de nuestras debilidades y de nuestras
infamias. Hemos buscado tanto y de tantas
maneras el gozo vergonzoso de la carne, que no
soportamos que nos digan “bienaventurados los
limpios de corazón porque ellos verán a Dios”.
Queremos seguir en nuestra mugre, en nuestro
impudor, en nuestra desfachatez, en nuestra
miseria. No te toleramos Jesús, ¡crucifícalo,
crucifícalo!
No toleramos que nos digas: “bienaventurados los
que tienen hambre y sed de justicia”, porque no nos
importa lo justo, nos importa lo nuestro. Para
nosotros lo justo es lo nuestro, y desde ahí
peleamos, difamamos, calumniamos y agredimos.
No nos importa lo justo, queremos lo nuestro,
aunque no sea justo. No tenemos hambre y sed
de justicia, no nos mueve ningún apetito interior
para buscar que las cosas sean lo que tienen que
ser, nos mueve nada más que nuestro egoísmo,
nuestra sensualidad, nuestra envidia, nuestro
querer. No te toleramos Jesús: ¡crucifícalo,
crucifícalo!
distante un joven discípulo del Señor lloraba, y
después, nada más, el silencio fue embargando
todo el espacio. Las tinieblas poco a poco se
hacían más densas, me quedé solo delante del
crucificado, no me atreví a decir nada, pero en
medio de esa soledad escuché alguien que le decía:
Señor acuérdate de mí cuando estés en tu reino... (Lc.
23, 40-43), y me pareció que era yo el que lo
decía, creí que era yo el que lo expresaba, y una
inmensa alegría invadió mi corazón cuando
escuché que el Crucificado decía: en verdad te digo,
hoy estarás conmigo en el paraíso... (Lc. 23, 43). Me
volví caminando lentamente, me fui alejando del
Crucificado, las tinieblas de afuera se hacían
densas (Mt. 27, 45), pero en mi corazón empezaba
poco a poco a ver luz, se acercaba la noche, no
importa, ya tenía luz en el corazón, en unas horas
más comenzaría el alba, en unas horas más
empezaría la resurrección.
Amén.
Como podemos tolerar que esté en medio de
nosotros el que dijo “bienaventurados los pacíficos”.
Nosotros que estamos llenos de violencia.
Violencia del corazón, violencia de los sentidos,
violencia de los apetitos, y que necesitamos
expresar de algún modo esta violencia en el
horror de las guerras, de los odios, de los litigios,
de las confrontaciones. No te toleramos Jesús,
crucifícalo, crucifícalo.
En la vociferante voz de aquella turba airada
hemos reconocido también nuestra voz. También
estábamos nosotros aquella tarde gritando,
también estábamos nosotros crucificando.
Finalmente, todo fue cumplido. Lo llevaron al lugar
llamado Gólgota y lo crucificaron en medio de dos
ladrones (Mt. 27, 37-38). Me acerqué entre
temeroso, asustado, y curioso, allí, poco a poco se
fue haciendo el silencio. La turba viendo cumplido,
satisfechos sus deseos, se fue retirando. Junto al
crucificado y los dos ladrones había solamente una
mujer, enhiesta, silenciosa, contemplativa. No
decía nada, no gritaba, estaba dolorosa, como dice
la secuencia litúrgica, junto a la cruz, lacrimógena,
donde pendía su Hijo (Jn. 19, 25). Un poco más
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