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Vivimos, a veces, a la espera de que venga alguien que nos cure, que nos anime, que nos acompañe, alguien con quien poder dialogar y cambiar impresiones, compartir sentimientos, pero no llega porque no hacemos nada para ello, estamos llenos de ruidos, de proyectos, del quehacer cotidiano, y nadie está para perder el tiempo y no hacer nada. Y de este modo ese alguien no nos sorprende ni dormidos ni despiertos. Esperamos, quizás, que suceda algo a nuestro alrededor que nos estimule, algo que nos abra a nuevos horizontes, que nos despierte de nuestra dejadez e indiferencia. “Yo soy lo que sucede”, pero sólo lo que me afecta y me interesa. Los demás…¡ah!, “los otros no interesa”, dice una canción. Entonces tampoco nos sucede nada ni algo, y en ésas estamos, que seguimos igual. Como si quisiéramos decir: “Estoy solo, Señor, conmigo mismo y con mi nada, con mi ausencia de ser del todo, sin ideales, ni propósitos ni deseos dignos que superen mi ceguera, atonía y aburrimiento”. “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón no reposa mientras no descanse en ti”, nos confiesa humildemente el Obispo Agustín de Hipona. ¿Será eso? “Veo a los seres humanos moverse a mi alrededor incesantemente sin parar, dando vueltas y vueltas en torno al pozo. ¡Qué vida! Siempre lo mismo, sin horizontes. Ni siquiera sueño ni deseo ni hago nada para que, por si acaso, entre en mí Alguien que ya está dentro, a quien sólo hay que llamarle para que se ponga en acción, que es lo que Él desea”. Sólo quiere una cita a ciegas con nosotros, porque conociéndonos y echándole de menos, nunca nos hemos puesto a dialogar con él, a contemplarnos en silencio, a estar uno junto al otro sin palabras, sólo “quietos”, respirando el mismo aire, mirando en la misma dirección en un encuentro de amistad. Eso sería vivir esperando, al fin, que “nos ocurra Dios”, contar con Él, apercibirse de su presencia, como lo hacemos con el piar de un pájaro anunciando la primavera desde el alféizar de la ventana. Dios no sirve cuando nos queremos servir de Él. Nos hace falta una cierta pasividad, un dejar hacer. No se trata de organizar una experiencia de Dios para atraparlo. Dios es siempre un darse, y un darse sólo a quien se abre, a quien abre su corazón: “He aquí que estoy a la puerta y llamo; si me abres entraré dentro y cenaremos juntos”. Nos falla generalmente el inteligente esfuerzo para hacerle sitio y el de no crear condiciones de habitabilidad para Dios. Hay que llegar a un dinámico y fecundo no hacer nada, a un vaciarse de cosas y de uno mismo y “simplificarse uno mucho”. Esta pasividad no es pereza sino un requisito para que “el Evangelio ocurra” y la vida eterna, que es conocer a Dios verdadero y a su enviado Jesucristo. “Simplificarse” equivale a lo que graciosamente decía Santa Teresa de Jesús a sus hermanas: “ Hacerse bobas en la presencia de Dios”, como un aprender a detener el alma y sacarse uno de quicio. Tendremos que ejercitarnos en dejar de ser la referencia de nosotros mismos para que ese centro lo ocupe Dios. Luego, hay que, abandonando el propio camino, abrirse al misterio y a la trascendencia, donde abreva la oración. sencilla. “Entréme donde no supe”, dirá San Juan de la Cruz. Esto exige dejar la cabeza reposar (la razón) y recuperar el corazón como un lugar de relación y encanto. Aquí la oración sencilla emplea dos medios; uno es el de la fe para trascender las cosas visibles y el corazón que no intente apegarse a ellas y el otro, el de no usar razones ya, sólo mirar y contemplar desde el silencio de las cosas y de uno mismo, sin oír su eco en nuestro interior. Hoy día todos intentamos comprender el arte, más si es contemporáneo, tener claves de interpretación, buscar pistas para entender los signos y las formas. Yo me digo: ¿Acaso preguntamos por qué canta el pájaro en la rama, por qué la rosa perfuma nuestros jardines y los embellece, por qué la ola besa suavemente las arenas de la playa, por qué la brisa de la tarde cimbrea las copas de los árboles? Y es que así son el ave, la rosa, la brisa y la ola. Asombrados nos quedamos todos, como en una situación de inesperada felicidad. No tendría que ser tan difícil que “ocurra Dios en nuestras vidas”, que ocurra alguna que otra vez, que tenga espacio libre el amor y que ocupe su trono en el corazón. Y mientras, nosotros seguiremos en la vida, ansiando, nerviosos, paz y reposo. Pero tendremos que buscarlo a propósito porque nos hace falta como al pez el agua y el oxígeno a nuestro respirar. No esperemos el encuentro definitivo al final de nuestra vida sino disfrutemos de su presencia desde las rendijas de nuestro vivir cotidiano, porque siempre nos quedará Alguien dispuesto a ocupar nuestra mesa para iniciar un cordial diálogo como entre amigos. Francisco Javier SERNA DEL CAMPO Para la web “donbosco.es”.