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RAINER MARÍA RILKE ELEGÍAS DE DUINO PRIMERA ELEGÍA ¿Quién, si yo gritase, me escucharía entre las jerarquías de los ángeles? Y aun cuando en su propio corazón uno de ellos me estrechara, yo sucumbiría ante su existencia más fuerte. Pues la belleza no es sino el comienzo de lo terrible, que apenas soportamos. Y si la admiramos es porque por desdén no nos destruye. Todo ángel es terrible. Asi, me contengo y ahogo el llamado de un oscuro sollozo. Ah, ¿a quién recurrir? Ni a los ángeles ni a los hombres; los animales por instinto se percatan de nuestro inseguro y vacilante mundo interpretado. Acaso nos queda al pie de la ladera, un árbol al cual volver cada día; nos queda el camino de ayer y la morosa fidelidad de una costumbre que se complació a nuestro lado y afincó en nosotros su morada. Oh, y la noche, la noche cuando el viento llega despacio y roe el rostro... ¿Con quién se quedará ella, la anhelada, que engañosa se cierne sobre el solitario corazón? ¿Acaso se hace más leve a los amantes? ¡Ah, ellos se ocultan mutuamente su destino! ¿Aún no lo sabes? Suelta tu vacío en el espacio que respiramos; quizá las aves sientan con hondo vuelo la plenitud del aire. Sí, la primavera te necesitaba. Muchas estrellas esperaban que tú las contemplaras. Del pasado una ola te alcanzaba, o al pasar delante de una ventana abierta las notas de un violín se te entregaban. Todo era un mensaje. Pero ¿lo has comprendido? ¿No te distrajo la espera, como si todo te anunciara una amada? (¿Cómo le darías abrigo cuando todos los grandes y extraños pensamientos en ti van y vienen, y a menudo se quedan en la noche?) Si sientes nostalgia, canta a los amantes; aún falta para que su célebre sentimiento se haga inmortal. Canta a las abandonadas, casi con envidia, mucho más dignas de amor que las afortunadas. Recomienza la inagotable alabanza. Considera que el héroe perdura, aun su derrota no fue sino pretexto para ser, un nuevo nacimiento. Pero a los amantes la naturaleza extenuada los regresa a su seno, como si careciera de fuerza para crearlos por segunda vez. ¿Has pensado en Gaspara Stampa, 1 lo bastante como para que toda muchacha a la que abandona el amado, sienta por su ideal el deseo de hacerse semejante? ¿Esos dolores, por más antiguos que sean, no se harán al fin fecundos? ¿No es tiempo de que al amar nos libremos del objeto amado y lo venzamos temblando como la flecha vence a la cuerda para ser, en el disparo, más que sí misma? Porque no hay adónde detenerse. Voces, voces. Escucha, corazón, como alguna vez sólo los santos escucharon: el gran llamado que los elevaba del suelo mientras seguían de rodillas escuchando. No es que puedas soportar la voz de Dios; pero escucha al menos el soplo del espacio, el mensaje incesante hecho de silencio. Se alza el rumor de aquellos muertos precoces dondequiera penetres, en los templos de Roma o de Nápoles, su destino te habla con apacible acento. O bien una inscripción se alza ante ti, como esa lápida de Santa María Formosa. ¿Qué quieren de id? Con dulzura debo apartar ese resto de injusticia en ellos que embarga el puro movimiento del espíritu. Pero en verdad es extraño no habitar más la tierra, dejar de seguir las costumbres aprendidas, no dar a las rosas ni a la promesa en las cosas el significado del destino humano; ya no ser lo que uno era en manos de infinita angustia, abandonar hasta el propio nombre como a un juguete roto. Extraño ya no desear los deseos. Extraño recordar desprendido en el espacio lo que estaba ligado. Estar muerto es tarea penosa, 1 Gaspara Stampa (1523 -1554) nació de una famil ia de nobles en Padua. Sus sone tos expresan el desencuentro en el arnor. ( N del E ). penoso recobrarse lentamente, hasta llegar a sentir, poco a poco, una huella de eternidad. Pero los vivientes cometen el error de establecer distinciones tajantes. Los ángeles, según se dice, a menudo ignoran si pasan entre vivos o muertos. La eterna corriente arrastra siempre, entre ambos reinos, todas las edades y en ambos domina su voz. Aquellos que la muerte arrebata jóvenes, no nos necesitan. De a poco se pierde la costumbre terrenal, como del seno materno se aparta el que crece. Pero nosotros, que necesitamos de tan grandes misterios, para quienes un progreso dichoso nace a menudo del duelo, ¿podríamos ser sin aquéllos? No en vano la leyenda refiere cómo antaño, en el lamento a Linos, la música primera osó penetrar la materia inerte; entonces, en el espacio del pavor, un joven semejante a un dios, escapó de repente y el vacío se colmó con esa vibración que ahora nos arroba, nos consuela y nos sustenta. SEGUNDA ELEGÍA Todo ángel es terrible. Sin embargo, desdichado de mí, a sabiendas los invoco, pájaros inmortales casi para el alma. Lejos quedó el tiempo de Tobías, cuando frente a la sencilla puerta de la casa, apenas ataviado para el viaje, a punto de ser en el peligro, se erguía uno de los más radiantes. Un joven para el joven que con ojos curiosos miraba.... Si ahora llegase el arcángel temible desde las estrellas, si descendiera un solo paso y se acercara, latiendo hacia su encuentro, nuestro propio corazón nos abatiría. Primeras criaturas perfectas, mimados de la creación, perfiles de las alturas, círculos en los arreboles de aurora de todo lo creado, polen de la divinidad en flor, articulación de la luz, galerías, escaleras, tronos, espacios de esencias, escudos de gozo, tumultos de impetuosos éxtasis y, de pronto, aislados espejos que en ondas expanden la íntima belleza y la recobran de inmediato para el propio rostro. porque para nosotros sentir es diluirnos Ah, nos exhalamos y nos disipamos, de llama en llama damos un perfume cada vez más tenue. Entonces alguien nos dice: «Pasas a mi sangre... este cuarto y esta primavera se colman contigo... » Pero, ¿qué importa? No puede retenemos; en su presencia y alrededor desaparecemos. Y a aquellos que son hermosos, ¿quién los retiene? Incesante la apariencia habita sus rostros y se va. Como de la hierba e1 rocío temprano de nosotros se retira lo que es nuestro, como del caliente manjar trasciende el vapor. Oh sonrisa, ¿hacia dónde? Oh mirada que se eleva: nueva y cálida onda que del propio corazón se evade. Desdichado de mí; eso, no obstante, somos. ¿Acaso el sabor del universo donde nos diluimos de nosotros proviene? ¿No recobran los ángeles lo que es suyo, lo que de ellos emana? ¿O bien a veces, como al descuido, no toman siquiera una parte de nuestra esencia? ¿Acaso en sus rasgos estarnos mezclados como lo que se insinúa tras el semblante de la encinta? En ello no reparan, envueltos como están por el torbellino de su retorno. ¿Cómo habrían de saberlo? Los que aman, si lo comprendieran, podrían decir en el aire de la noche palabras extrañas. Pero es como si todo nos ocultara. Contempla los árboles: son. Y aún perduran las casas en que vivimos. Sólo nosotros pasamos junto a todo como una ráfaga. Y todo se concierta para acallamos, a medias por vergüenza, a medias por inefable esperanza. Amantes que se bastan uno al otro, a ustedes, compenetrados, pregunto qué somos. ¿Poseen las señales? Miren: acontece que mis manos entre sí se saben o que en ellas mi rostro cansado se refugia. De mí mismo alguna conciencia esto me infunde. ¿Pero, por esto apenas, quién osaría ser? Ustedes, en cambio, que en el éxtasis del otro crecen hasta que, subyugado, les suplica: ¡basta!; ustedes que al tocarse se hacen más plenos, abundantes como los años de fecundidad; ustedes que a veces dejan de ser para que el otro prevalezca, de nuevo les pregunto por el secreto que somos... Ya sé, en su contacto hay beatitud porque la caricia retiene, porque persiste el lugar que la ternura envuelve, porque sienten la pura duración. Así el abrazo les parece promesa de eternidad. Y, sin embargo, cuando ya se han repuesto del sobresalto del encuentro y de la nostalgia junto a la ventana y de ese primer paseo juntos a través del jardín, enamorados... ¿lo están todavía? Cuando abrazados, uno en el otro beben, sorbo a sorbo, ¡con qué extraña prisa se evade luego del acto el bebedor! ¿No han notado con asombro sobre las estelas áticas la prudencia del gesto humano? ¿Sobre la espalda no estaban posados el amor y el adiós, ligeros, como hechos de una distinta materia? Recuerden el reposo de sus manos ingrávidas pese a que en los torsos el vigor perdura. Dueños de sí mismos, parecen decir: Hasta aquí... Lo nuestro es rozarnos. Con más fuerza nos oprimen los dioses. Pero eso es asunto que sólo a los dioses concierne. Quizá nosotros también hallemos duradera una pura parcela de sustancia humana, una franja de tierra fecunda que sea nuestra entre el río y la roca. Pues el propio corazón, como ellos, incesante nos trasciende. Y nuestra mirada no puede seguirlo ni en las imágenes que lo aplacan ni en los divinos cuerpos donde más grande se calma. TERCER ELEGÍA Una cosa es cantar a la amante Y otra al dios -río, culpable y oculto, de la sangre. El joven a quien ella ama y reconoce de lejos, ¿qué sabe del Maestro de la Alegría que, a menudo, en su soledad, antes de ser por ella aplacado, Y aun como si ella no existiera, chorreando lo incognoscible, levantaba su cabeza de dios, conjurando la noche a un tumulto infinito? Oh el Neptuno de la sangre, oh su terrible tridente, el soplo oscuro de su pecho que brota como el rumor de un caracol. Escucha cómo la noche se artesona y se ahueca. Oh estrellas, ¿de ustedes no procede el deseo que mueve al amante hacia el rostro de la amada? ¿No proviene acaso de los astros la profunda mirada que él hunde en la pureza de sus ojos? No eres tú, ni su madre, quienes han tendido en la espera el arco de sus cejas. No es por ti, joven sensitiva, que sus labios se curvan en un gesto más fecundo. ¿En verdad crees que tu fugaz presencia lo estremece, tú que pasas como la brisa de la mañana? Cierto es que has sobresaltado su corazón; pero terrores más antiguos se precipitan sobre él al impulso de ese choque. Aunque lo llames, nunca de su oscuro círculo lograrás arrancarlo. Cierto es que se evade; aligerado se habitúa al secreto de tu corazón, en el que se renueva y se inicia. Sin embargo, ¿se comienza alguna vez? Madre, fuiste tú quien lo hizo pequeño; tú, quien lo ha formado; por ti fue un nuevo ser y ante sus ojos recién abiertos inclinaste el mundo aliado y alejaste el adverso. ¿Dónde están los años en que tu forma esbelta cerraba paso al caos? Muchas cosas le ocultaste así: a la inquietud en el cuarto nocturno, la hiciste inofensiva; tu corazón, refugio sin fin, infundió un espacio más humano al espacio de su noche. No fue en la oscuridad sino en tu ser más próximo donde colocaste el velador como una luz de amistad. No hubo un solo crujido que tu sonrisa no explicara, como si de antemano supieras cuándo crujirían las tablas del piso. Y escuchándote, él devenía sereno. Y esa fuerza en ti surgía de tu ternura. Tras el ropero, embozado, el destino del niño acechaba, y en los pliegues de la cortina el futuro incierto. Y él mismo, mientras yacía, con los párpados somnolientos, bajo el consuelo de tu forma ligera, fundía esa dulzura con el sabor del sueño inminente; parecía hecho para el amparo ¿Pero quién detenía en sus adentros el oleaje del origen? Ah, nada protegía al durmiente; presa de la fiebre, se entregaba al sueño. El nuevo ser se ataba a las lianas invasoras de su interno acontecer, enredadas para moldearlo, sofocarlo en su crecimiento y perseguirlo con huidizas figuraciones de animales. ¡Cómo se abandonaba! Amaba ese caos, la íntima selva ancestral en que se erguía, como ruinas del origen, el verde claro de su corazón. Amaba... Pero luego se abandonó, siguió sus raíces hasta el poder primigenio, hasta sobrepujar su pequeño nacimiento. Y amando descendió en la sangre remota, en el abismo en que, huérfano, latía el miedo. Cada temor lo conocía, le hacía señas de acuerdo. Hasta el horror sonreía... Rara vez sonreíste con tanta ternura, madre. ¿Cómo no amar esa sonrisa? Antes que a ti, él amaba ese horror; porque, madre, cuando preñada lo gestabas, ya se diluía en el agua que al germen viviente hace ligero. Mira: no amamos como las flores de una sola estación. Cuando amamos, sube por nuestros brazos la savia inmemorial. Oh joven mujer, en nosotros amamos, no al ser que vendrá, sino a la innumerable fermentación; no a un niño entre todos, sino a los padres, escombros de montañas, que reposan en nuestras profundidades; el cauce desecado de las antiguas madres; el silencio del paisaje bajo un sino nublado o puro; esto, joven mujer, te precede. Y tú misma, ¿qué sabes? En el amante haces surgir el tiempo atávico. ¿Qué sentimientos de seres ya desaparecidos se abren paso? ¿Qué mujeres te odian allí? ¿Qué hombres sombríos despiertas en las venas de tu joven amigo? Niños muertos quieren acercársete. Oh suavemente confórtalo con alguna simple tarea cotidiana. Condúcelo al jardín, dale el supremo dominio de la noche. No lo dejes partir. CUARTA ELEGÍA Oh árboles de la vida, ¿cuándo será el invierno? Los hombres nunca vamos al unísono como las aves migratorias. Tarde o temprano, de súbito nos imponemos a los vientos, para luego caer en la indiferencia de un estanque. En nuestra conciencia conviven el florecer y el marchitarse. Y hay leones todavía que toda suerte de impotencia ignoran mientras en ellos perdura el esplendor. Pero nosotros, al sopesar lo uno de algo, sentimos ya el despliegue de lo otro. Lo que es hostil está más próximo que lo demás. A cada instante, los amantes chocan en sus límites, el uno contra el otro; ellos, que se habían prometido pertenencia, fuerza y espacio. Así como para hacer evidente lo fugaz de una imagen, se nos prepara un fondo de contraste, se nos ofrece precisa claridad. Pero no conocemos el contorno de nuestra sensación; sólo la forma que lo hace presente. ¿Quién no estuvo nunca con angustia sentado ante el telón del propio corazón? Aquél se descorrió, develando el decorado para una despedida. Fácil fue comprender. El jardín conocido y la apacible oscilación. Y en primer plano aparece el bailarín. No es él. Con eso basta. Y aunque actúe con sueltos ademanes, lleva disfraz; es un burgués que entra a su casa por la cocina. No quiero esas máscaras a medias. Prefiero las muñecas; por lo menos están llenas. Voy a soportar al títere con su alambre y su apariencia de rostro. Aquí. Estoy delante. Y aunque las lámparas al final se apaguen, aunque se me diga: «No hay nada más», aunque desde el escenario llegue el vacío del recinto con su ráfaga de aire gris, y aunque ninguno de mis antepasados silenciosos me acompañe, ninguna mujer, ni siquiera el muchacho cuyos ojos pardos se hacen turbios... con todo he de quedarme. Siempre hay algo para ver. ¿Acaso no tengo razón? Padre mío, que por mí conociste la amargura, al probar la mía; que, mientras crecía, bebiste una y otra vez las primeras y ya borrosas infusiones de mi misión, y preocupado por el resabio de un sino tan extraño, pusiste a prueba mi mirada aún velada; que, a pesar de muerto, te amedrenta la esperanza en mí, y que por mi destino abandonas la calma de los muertos, el reino de la serenidad, ¿no me darás la razón? ¿No tengo razón? Tú me amabas por el pequeño avance de amor que te brindaba, aunque siempre volvía a apartarme, porque ese espacio en tu rostro, al que amaba, se hacía el Espacio donde tú dejabas de ser. Me he de quedar frente al teatro de títeres, convertido de lleno en esta mirada, para que aparezca un ángel que al transformarse en actor restablezca el equilibrio en la escena de juguete. Angel y muñeco: por fin hay espectáculo. Entonces se reconcilia lo que por estar en el mundo no cesamos de desunir. Sólo entonces de nuestras estaciones nace el ciclo de la total transformación. Por encima nuestro juega el ángel. Los moribundos sospechan el pretexto en todo cuanto aquí realizamos. Nada es apenas en sí. Oh las horas abiertas de la infancia, cuando detrás de las figuras había algo más que pasado y no cernía el futuro porvenir. Crecíamos urgidos, es cierto, por ser grandes, en parte por amor hacia aquellos que lo eran y ya no podían sino serlo. En el camino solitario, sin embargo, nos henchía el gozo de lo que dura y en ese intervalo entre el mundo y el juguete permanecíamos, en un lugar que fue desde el comienzo para un suceso puro concertado. ¿Quién mostrará a un niño tal cual es? ¿Quién lo situará en la constelación y dará la medida de la distancia en su mano? ¿Quién dará la muerte al niño con ese pan gris que se endurece, o le dejará en la boca redonda algo como el centro de una hermosa fruta?... Fácil es develar el designio de los asesinos. Pero eso: contener la muerte, la entera muerte, desde antes que la vida comience con tanta dulzura a contenerla, y no ser malo, eso es inefable. QUINTA ELEGÍA Dedicada a la Sra. Hertha König ¿Quiénes son, dime, los errantes, aún más fugitivos que nosotros? ¿Quiénes aquellos que retuerce como a ropa, de improviso -para qué, por amor de quién -, una voluntad nunca colmada? De un modo extraño los exprime, los pliega, los envuelve y los iza, y los arroja y los recoge; desde un aire oleoso, cada vez más resbaladizo, caen sobre el tapiz raído por los continuos saltos, alfombra perdida en el universo, tendida como un emplasto, como si el cielo de extramuros hiriese allí a la tierra. Y en cuanto caen, ya están de pie, exhibiendo la mayúscula inicial de estar erguidos... Pero la garra incansable que retorna, los hace rodar otra vez en su juego. aun a los más fuertes, como en la mesa Augusto, el acróbata, hacía con los platos de estaño. Ah, y alrededor de este centro, la rosa de la contemplación florece y se deshoja. Y está el pistilo que al contacto de su propio polen, sin saberlo es fecundado y se convierte de nuevo en vano fruto del hastío, y el brillo de su tenue superficie aparenta una sonrisa. Y el luchador marchito, el viejo atleta que no deja de golpear el tambor encogido bajo la resistencia de su piel que antes hubiese contenido a dos hombres, de los cuales uno reposa ya en camposanto mientras el otro sobrevive pero sordo y a veces un poco perdido en la piel viuda. Pero el joven se diría hijo de una cerviz poderosa y de una monja, con tenso vigor rebosa de músculos e inocencia. Oh ustedes a quienes un sufrimiento, aun pequeño, les llega como un juguete durante una de aquellas largas convalecencias... Tú, que aún inmaduro, en una de esas caídas que sólo los frutos conocen, te desprendes cien veces cada día desde el árbol del movimiento erigido en común -árbol más rápido que el agua, en pocos minutos primavera, verano y otoño -, te desprendes y das contra la tumba: a veces, en breve pausa, un rostro de amor en ti quiere nacer, vuelto hacia tu madre y su rara ternura; pero en tu cuerpo se absorbe aquel tímido esbozo. Y con renovado impulso golpea el hombre sus manos, y antes de hacerse claro un dolor cerca del agitado corazón, la quemadura de tus plantas se anticipa al salto que la causa y en tus ojos alguna lágrima se precipita. Pero de inmediato, a ciegas, la sonrisa... Oh ángel, recíbela. Corta la hierba saludable con flores diminutas. Procura un vaso para conservarla. Colócala entre aquellas alegrías que aún no nos fueron reveladas, y en la graciosa urna celébrala con esta florida y entusiasta inscripción: Subrisio saltat. 2 Luego tú, la encantadora, rebasada en mudo salto por las más seductoras alegrías. Acaso son las franjas felices de tu vestido; sobre tus pechos jóvenes y plenos acaso se siente acariciada la seda verde con metálicos reflejos, infinitamente satisfecha. Tú, diferente siempre sobre todas las balanzas del oscilante equilibrio, fruta impasible en el mercado, ofrecida en hombros al público. ¿Dónde, oh dónde está el lugar -yo lo llevo en el corazón - en que ellos están lejos de poder desasirse como animales que se cubren sin estar bien apareados, donde las pesas son pesantes todavía, donde los platos aún vacilan y ruedan cuando caen de sus bastones que en vano siguen girando? Y de pronto, en este penoso no estar en parte alguna, de pronto aparece el lugar sin nombre, donde la pura insuficiencia de manera inconcebible se transforma y se convierte en este abundante vacío. Donde la suma de numerosas columnas sin cifra se cierra. Plazas, oh la plaza de París, espectáculo infinito, donde la modista, Madame Lamort, hilvana 2 "La sonrisa (del que) baila", o "la sonrisa (del que) salta". ( N. del E. ) los caminos sin descanso de la tierra, cintas sin fin, y los trenza inventando lazos, plisados, flores, escarapelas, frutas de colorido inverosímil, para los comunes sombreros de invierno del destino. Ángel: si acaso hubiera una plaza que no hemos visto, y allí, sobre un tapiz inefable exhibiesen los amantes eso que nunca aquí pudieron: las figuras temerarias y elevadas de frenesí del corazón, sus torres de placer, sus escaleras suspendidas eternamente del vacío, temblando... Y en esa plaza, ellos podrían realizarlo, rodeados de espectadores silenciosos, muertos innúmeros: ¿arrojarían entonces sus últimas monedas, atesoradas desde siempre y siempre ocultas, esas monedas de la perpetua dicha, ante, la pareja que al fin sonríe sobre el tapiz, con su sonrisa verdadera? SEXTA ELEGÍA Higuera, hace tiempo me asombra cómo casi te sustraes a la floración y cómo en el fruto, a punto cumplido, sin alarde, infundes tu secreto puro. Como el surtidor de la fuente, tu ramaje se curva hacia los lados y arriba la savia que salta fuera del sueño, apenas despierta, con la dicha de su obra más dulce. Como en otro tiempo el dios penetrando el cisne. Pero a nosotros, los rezagados, sólo nos empeña florecer, y entramos a destiempo en el tardo interior de nuestro fruto terminal. En pocos la prisa de obrar es tan fuerte como para arder y desbordar sus corazones, cuando la seducción del florecimiento, dulce brisa nocturna, aflora desde la juventud de sus labios y párpados; acaso héroes y elegidos del prematuro tránsito, a quienes la muerte en su huerto imprime otra curva a sus venas. Ellos se lanzan, traspasan su propia sonrisa, como los aurigas de esas tiernas estatuillas en hueco de Karnak preceden al rey que vence. Es curioso el parecido de los muertos jóvenes con el héroe, a quien perdurar no importa. Su ascensión lo hace existir; sin cesar se alza y lanza en medio del incesante peligro que acecha tras lo que cambia. Ah, pocos lo alcanzarán. Sin embargo el destino que impone grave silencio, de pronto cobra entusiasmo y lo arrebata cantando entre la tempestad sonora de su mundo, que lo arrastra. No escucho a nadie sino a él. De pronto me atraviesa el torrente de viento de su canto en sombras. Cómo quisiera sustraerme a la nostalgia de no ser más que un niño, un niño con una vida por delante que se sienta, mecido por los brazos del futuro, a leer la historia de Sansón engendrado por su madre antes estéril. ¿No era ya el héroe en ti, madre? ¿Desde el seno no eligió el niño su imperiosa suerte? Miles de seres se gestaban en tu seno y todos querían ser él. Pero mira: él tomó y rehusó, escogió y fue dotado de poder. Y entonces quebró las columnas para salir del mundo de tu vientre y penetrar un mundo más estrecho donde no cesa de decidir. Oh las madres de los héroes. Oh fuentes de los ríos y su ímpetu. Abismos profundos donde se precipitan, desde la alta orilla de los corazones, futuras víctimas del hijo, las doncellas. Pues el héroe en su arrojo atraviesa las estaciones del amor; cada una lo eleva más alto, cada corazón para él palpita. Y sin embargo, cuando cesan las sonrisas, él se aparta y se hace otro. SÉPTIMA ELEGÍA No más súplica, no; que una voz nacida en ti sea el alma de tu grito. Tú gritabas, en otro tiempo, con la pureza del pájaro cuando la estación lo exalta, casi olvidando que es un frágil animal y un corazón que solitario se arroja al firmamento sereno, al cielo íntimo. Como él, pedirías que la amiga aún invisible, te reconociera, silenciosa, y al despertar lentamente a una respuesta al oírte se enardece, amiga sensible a la osadía en lo que sientes. Oh, también la primavera, gozosa, entendería: no hay allí ningún lugar que no suene a Anunciación. Primero, ese leve despertar del sonido que interroga, envuelto en el silencio que afirma la pureza del día. Luego, peldaños arriba, gradas de clamor para elevarse hacia el templo ensoñado del futuro. Enseguida los trinos, un surtidor que en la promesa del juego anticipa la caída. Y ante sí, el estío... No apenas las mañanas, todas las mañanas del verano y cómo se toman el día y desde el inicio resplandecen. No apenas los días tiernos de flores bajo los árboles de forma acabada y pujante. No apenas el fervor y el despliegue de estas fuerzas, los caminos y los prados del crepúsculo; no apenas la claridad que respira tras la tormenta; no apenas la inminencia del presentimiento y el sueño en la tarde, sino las noches... ¡las altas noches de estío! Las estrellas, las estrellas de la tierra, ¿cómo olvidarlas? ¡Oh, estar muerto un día y reconocerlas infinitas! Entonces llamaría a la amada. Pero ella no acudiría sola. De las tumbas inseguras saldrían otras muchachas. ¿Cómo, en el envío, limitar mi llamado? Todavía las sepultas imploran regresar a la tierra. Niños, lo aquí logrado mucho vale. No crean que el destino sea más que aquello que la infancia condensa. ¡Cuántas veces al amante aventajaron, respirando, tras un correr venturoso sin más meta que el aire libre! El esplendor es estar aquí. Ustedes lo saben, muchachas de apariencia desposeída, oprimidas, en los callejones de la ciudad, heridas y expuestas a la caída. Pero nunca faltó esa hora precisa, o quizá menos, apenas mensurable con la medida del tiempo, tendida entre dos instantes de existencia. Todo. Las venas preñadas de existencia. Y no obstante no olvidemos que el vecino ríe sin confirmamos ni en la envidia. A la vista queremos revelarlo, porque a la dicha visible se accede cuando se da a conocer al corazón. No habrá mundo, amada, si no es en nosotros. Nuestra vida transcurre para la transformación. Y, cada vez más exiguo, desaparece lo exterior. Donde antes hubo un hogar se nos ofrecen construcciones ilusorias, atravesadas por el pensamiento, como si sólo se erigiesen en el cerebro. El e spíritu de la época, falto de forma como el ímpetu que se extiende a todas las cosas, forja un vasto depósito de fuerza. No reconoce los templos. Esta abundancia del corazón la atesoramos en lo íntimo. Sí, adonde subsisten las cosas veneradas de otro tiempo, se recogen tal cual son en lo Invisible. Muchos ya no se percatan ni conservan el don de poder reconstruirlas, pilares y estatuas, en su interior. Cada imperceptible vuelta del mundo cuenta con estos desheredados, a quienes no concierne lo que fue pero tampoco lo que será. Porque lo más próximo está lejos para los hombres. Que esto no nos perturbe; que más bien fortalezca en nosotros el cuidado de la forma todavía conocida, antes erigida en la encrucijada, en lo incierto, como dotada de vida, capaz de doblegar las estrellas del cielo seguro. Ángel, a ti la revelo todavía, ante tu mirada, para que te yergas al fin. Columnas, pilares, esfinges, bóveda en la elevación de la catedral que emerge gris de la urbe que decae o la ciudad extranjera. ¿No son acaso un milagro? Oh maravíllate, Ángel, pues nosotros somos eso. Gran Ángel, fuimos capaces de tales cosas: proclárnalo, porque mi solo aliento seria poco para celebrarlo. Pese a todo no nos han faltado los espacios, grandes dispensadores, los espacios que son nuestros. (Qué vastos deben ser estos espacios si sentimientos de milenios no los colman.) Pero una de las torres era grande, ¿verdad? Oh, Ángel ¿Era tan alta aún estando a tu lado? Chartres era grande, pero más alto y más lejos llegaba la música. Y una amante, solitaria en la ventana nocturna... ¿no alcanzaba tus rodillas? No creas que elevo una súplica, Ángel, y aunque así fuese no vendrías: mi invocación está llena de rechazo. Contra una corriente tan fuerte tú no puedes avanzar. Semejante a un brazo tendido es mi llamado. Y hacia arriba la mano se abre para asir y así permanece ante ti, en señal de repulsa y de advertencia, de par en par... ¡Oh Inasible! OCTAVA ELEGÍA Con todos sus ojos la criatura ve lo abierto. Sólo nuestros ojos están como al revés y alrededor, trampas al acecho de la salida. Lo que está fuera nos alcanza sólo a través del animal; al niño de tierna edad lo apartamos para obligarlo a mirar atrás, al mundo de la forma, no a lo abierto que la faz del animal tan hondo trasluce, libre de la muerte. Nuestra mirada sólo a ella ve. El animal, libre, tiene siempre su ocaso tras de sí, y delante a Dios; cuando camina, penetra en la eternidad como en la fuente. Pero nosotros, ni siquiera un día, tenemos por delante el espacio puro donde la flor al infinito se abre. En tomo subsiste el mundo y nunca aquello que nada limita, lo puro, sin retención, que se respira y se sabe infinito y no se ansía. A veces alguien, un niño, se extravía en su seno, estremecido, hasta que es arrancado. Otro perece, y es. Porque cerca de la muerte, ésta ya no se ve, y los ojos quedan fijos en la lejanía, con la visión profunda del animal. Cerca están los amantes, asombrados, pero entre sí se atajan las miradas. Como al descuido se les revela lo que está detrás, pero ninguno logra avanzar hacia el otro y al instante otra vez se configura el mundo para ambos. Vueltos siempre hacia la creación, de ella no vemos más que el reflejo de lo libre, oscurecido por nosotros. O acontece que un animal, criatura muda, levanta la cabeza y en calma nos atraviesa con la mirada. ¿Qué es el destino sino lo que siempre está delante y nada más que delante? Si el manso animal que se acerca fuese consciente como el humano, nos arrastraría a seguir su paso. Pero su ser es para él infinito, sin borde ni juicio sobre su estado, puro como su mirada. Y donde no vemos más que futuro, él lo ve todo y en todo él se ve y está a salvo para siempre. Sin embargo sobre el animal cálido y alerta gravita la inquietud de una gran melancolía. Porque también padece del apego a eso que al humano subyuga: el recuerdo -como si aquello a lo que tendemos con insistencia ya hubiese estado, alguna vez, más próximo y leal, y el enlace fuese dulzura infinita. Aquí todo es distancia. Allá, todo era respiración. Después del primer hogar, el segundo aparece híbrido, azotado por los vientos. Oh felicidad incomparable de la pequeña criatura que en el seno que lo gestara permanece. Oh la dicha del mosquito que interiormente salta todavía hasta en sus bodas: todo es seno materno. Y la seguridad un tanto incierta del pájaro que por su origen participa de lo ambiguo, como si fuese el alma de un etrusco al salir del muerto a quien el espacio recibe, pero con la figura inmóvil como efigie. Qué turbación la de quien debe volar y procede de un regazo. Surca los aires como si se agrietara una taza. Así la huella grietara una t del murciélago raya la porcelana de la tarde. Y nosotros, espectadores, dondequiera y en todo tiempo vueltos hacia todo pero sin mirar la lejanía. Las cosas nos abruman. Las ordenamos y caen. Otra vez las ordenamos y entonces también nos despeñamos. ¿Quién nos ha hecho girar así, de modo que hagamos lo que hagamos, siempre quedamos en actitud de partir? Como aquel que desde la última colina contempla el valle por entero, y una vez más se vuelve, se detiene, se demora, así vivimos: en despedida. NOVENA ELEGÍA ¿Por qué vivir como hombre cuando se puede pasar la breve jornada como laurel, un poco más oscuro que los otros verdes, con pequeñas vetas, sonrisas de aire, en el reborde de sus hojas: por qué vivir ahora como hombre, y, aspirando al destino, eludirlo? Oh, no porque la felicidad sea anticipo de una pérdida inminente. No por curiosidad, ni por ejercicio del corazón, que estaría también en el laurel... Sino porque estar aquí mucho vale, y pareciera que las cosas, las efímeras cosas, nos necesitan de manera extraña. A nosotros, los más fugitivos. Una vez cada cosa. Una vez y nada más. Pero este haber sido terrestre una sola vez parece irrevocable. Y así nos afanamos en el apremio de cumplirlo, y contenerlo en nuestras simples manos, la mirada plena y el corazón sin voz. Queremos llegar a serlo. ¿A quién entregarlo? Retenerlo siempre. Ah, a ese otro reino ¿quién se transporta? No el arte de la visión que lento se aprende, ni el inmediato acontecer. No: el dolor. Y, ante todo, lo que pesa en la larga experiencia del amor. Lo indecible. Pero luego, bajo las estrellas, ¿qué hacer? Ellas, que son más inefables... Ni un puñado de tierra, para todos indecible, trae al valle el viajero que desciende la montaña; sólo trae una palabra, ganada, purísima; genciana amarilla y azul. ¿Estamos acaso aquí para decir: casa, puente, fuente, puerta, cántaro, frutal, ventana? ¿O a lo sumo: columna, torre? Pero, para decir, es preciso comprender. ¿O para decir lo que las cosas nunca creyeron ser en su intimidad? ¿No es la callada astucia de la tierra lo que apremia a los amantes a fundir sus sentimientos en el encanto? Umbral: ¿qué importa a los amantes el ligero desgaste del umbral antiguo de la casa, después de los que precedieron y antes de los que vendrán? Éste es el tiempo de las cosas decibles. Ésta es su patria. Habla y pronuncia. Más que nunca se extinguen las cosas vividas, pues aquello que las expulsa y reemplaza es un obrar sin alma. Un obrar bajo cáscaras que estallan tan pronto como la acción se disipa y salva el límite. Y sin embargo, entre los martillos, como la lengua entre los dientes, nuestro corazón celebra. El mundo alaba al ángel, no a lo inefable; ante él no puedes ostentar el esplendor de tu experiencia. En el universo que él siente, más sensible, tú eres apenas un novicio. Por eso muéstrale la cosa simple que, formada por las generaciones, vive en nuestra mirada y nuestra mano. Nómbrale las cosas. Se asombrará. Más de lo que tú te maravillaste en casa del cordelero de Roma, O ante el alfarero del Nilo. Muéstrale cuán inocente y propia una cosa puede ser, cómo el dolor en lamento se resuelve bajo figura y sirve como cosa, o como cosa muere y escapa, con alegría, del violín. Y estas cosas cuya vida declina, comprenden que tú las celebras. Perecederas nos prestan, a nosotros, los más perecederos, el poder de salvamos. Ellas desean que en nuestro recóndito corazón las transformemos, en nosotros mismos -¡oh infinidad! - sea cual fuere, en fin, nuestro sino. Tierra, ¿no es renacer en nosotros invisible lo que quieres? ¿No es tu sueño ser invisible de una vez? ¡Tierra! ¡Invisible! ¿Qué sino una transformación es tu imperioso designio? Tierra, amada mía, yo lo quiero. Oh créeme, no harán falta muchas primaveras para conquistarme: una sola es ya bastante para la sangre. Yo, sin nombre, llego a ti, acudo a tu seno desde lejos. Siempre tienes razón, y tu santa inspiración es confianza en la muerte. Mira: vivo. ¿De qué? Ni la infancia ni el futuro menguan... Brota una existencia abundante en mi corazón. DÉCIMA ELEGÍA Ojalá algún día, libre ya de la terrible visión que me acosa, se eleve mi canto de júbilo y alabanza hasta los ángeles propicios. Ojalá ninguno de los martillos que tañen mi corazón dé una nota falsa en las cuerdas tensas, vacilantes o flojas. Ojalá mi rostro bañado en lágrimas me torne radiante. Ojalá esta simple lágrima florezca. Oh noches de pesar, cuánto más queridas para mí. ¿Por qué no me habré arrodillado, inconsolables hermanas, para recibirlas? ¿Por qué, en sus cabelleras disueltas, no me entregue a mi propio abandono? Nosotros derrochamos el dolor. Ah, cómo de la triste duración oteamos el término. Pero ellos son en verdad nuestra durable fronda invernal, nuestra oscura vincapervinca, una de las estaciones del año secreto -no apenas estación, sino lugar, residencia, campamento, suelo, morada. Qué extraños callejones en la Ciudad del Dolor donde, en un falso silencio, hecho de estrépito, con violencia alardea el oropel del ruido y se jacta, vertido del molde del vacío. Oh cómo un ángel, sin dejar rastros, holla el mercado del consuelo junto a la iglesia recién levantada, pulcra y cerrada, sola como una oficina de correos en domingo. Afuera se erizan los bordes de la feria. ¡Columpios de la libertad! ¡Juglares y prestidigitadores del afán! Y el tiro al blanco con figuras de fatua alegría, donde todo se sacude, con ruido a lata, cuando un diestro tirador les acierta. Entre el aplauso y el azar se aleja tambaleante; las tiendas exhiben todas las curiosidades, entre pregones y golpes de tambor. Para los adultos sin embargo hay todavía algo más: el espectáculo del dinero en su multiplicación casi anatómica, no como mero esparcimiento, el órgano sexual del dinero; todo, el conjunto, el acto, instruye y toma fecundo... Ah, pero pronto, en las afueras, tras la última valla cubierta con los carteles que anuncian «Sin muerte», esa cerveza amarga que los bebedores encuentran dulce cuando renuevan su pasatiempo sin descanso... En cuanto se traspone la valla, está lo real. Los niños juegan, se estrechan los amantes y los perros cumplen el instinto. El muchacho va más lejos todavía. Quizá se enamoró de una joven Lamentación. La sigue hasta la pradera. Ella le dice: «Lejos. Nosotros vivimos allá ... » ¿Dónde? Y el joven la sigue. Su porte lo conmueve. Los hombros, el cuello... ¿acaso procede de ilustre linaje? Pero la abandona, se vuelve, hace una seña... ¿Para qué? Es una Lamentación. Tan sólo los muertos jóvenes, en el primer estado de indiferencia intemporal, en su tranquilo desapego, la siguen por amor. A las muchachas, ella las aguarda y capta su amistad. Dulcemente les enseña lo que lleva sobre sí. Perlas del dolor y el velo sutil de la paciencia. Con los jóvenes, ella marcha en silencio. Pero allá, en el valle donde ellas habitan, una (Lamentación de las más ancianas responde al joven que pregunta: «Nosotras fuimos una raza ilustre. Nuestros padres explotaban una cantera al pie de la gran montaña. Entre los hombres podrás hallar un fragmento tallado del dolor ancestral, o, brotada de un antiguo volcán, la lava pétrea de la ira. Sí, de ahí provienen. Antaño fuimos ricas.» Y ligera lo conduce a través del vasto paisaje de las Lamentaciones, le muestra las columnas de los templos o las ruinas de esa fortaleza donde sus príncipes gobernaban en su día con prudencia. Le muestra los altos árboles de lágrimas, los campos de melancolía en flor -los vivientes no conocen sino apacible follaje y los animales de duelo, paciendo. Y a veces un pájaro se azora y pasa al ras el campo de sus ojos, traza la imagen de su grito solitario en el espacio. Al atardecer lo conduce al sepulcro de los antepasados, descendientes de sibilas y augures. Cuando llega la noche, van con paso más suave, y pronto yergue, lunar, el túmulo que sobre todo vela, hermano de aquel del Nilo, la sublime Esfinge: rostro de la cámara que guarda silencio. Y contemplan con asombro la regia cabeza muda que para siempre ha puesto la faz de los hombres en la balanza de las estrellas. Inasible para él, la muerte todavía reciente llena de vértigo sus ojos. Pero ella, mirando por detrás del borde de la mitra, espanta a la lechuza, que se desliza con roce lento a lo largo de la mejilla de madura redondez, grabando en el nuevo oído del difunto, como sobre las páginas de un libro abierto, el inefable contorno. Y más allá las estrellas. Nuevas. Las estrellas del país del dolor. La Lamentación las nombra lentamente: «Aquí: El caballero, y esa otra: El cayado. La constelación más copiosa se llama Corona de frutos. Más lejos, hacia el polo, La cuna, El camino, La muñeca, El libro que arde, La ventana. Pero en el cielo del sur, pura como en la palma de una mano bendita, la clara y resplandeciente M, signo de las madres ... ». Pero el difunto debe proseguir. Y en silencio, la más anciana Lamentación lo conduce a la garganta del valle donde brilla, a la luz de la luna, la fuente de la dicha. Con respeto ella la nombra y dice: «Para los hombres es un río que lleva». Llegan al pie de la montaña y ella, llorando, lo abraza. Solitario, el difunto se hunde en la montaña del dolor primordial. Ni una sola vez su paso repercute en su insonoro destino. Pero si los infinitamente muertos suscitaran en nosotros un símbolo, quizá nos mostrarían los amentos que cuelgan del avellano desnudo, o acaso la lluvia que en primavera cae sobre la tierra oscura. Y a nosotros, que vislumbramos una felicidad que asciende, nos embarga esa emoción que casi desconcierta cuando algo dichoso cae.