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RAINER MARÍA RILKE
ELEGÍAS DE DUINO
PRIMERA ELEGÍA
¿Quién, si yo gritase, me escucharía
entre las jerarquías de los ángeles?
Y aun cuando en su propio corazón
uno de ellos me estrechara, yo sucumbiría
ante su existencia más fuerte. Pues la belleza
no es sino el comienzo de lo terrible,
que apenas soportamos. Y si la admiramos
es porque por desdén no nos destruye.
Todo ángel es terrible.
Asi, me contengo y ahogo
el llamado de un oscuro sollozo. Ah,
¿a quién recurrir? Ni a los ángeles
ni a los hombres; los animales
por instinto se percatan
de nuestro inseguro y vacilante
mundo interpretado. Acaso nos queda
al pie de la ladera, un árbol
al cual volver cada día; nos queda
el camino de ayer
y la morosa fidelidad de una costumbre
que se complació a nuestro lado
y afincó en nosotros su morada.
Oh, y la noche, la noche
cuando el viento llega despacio
y roe el rostro... ¿Con quién se quedará
ella, la anhelada, que engañosa se cierne
sobre el solitario corazón?
¿Acaso se hace más leve a los amantes?
¡Ah, ellos se ocultan mutuamente su destino!
¿Aún no lo sabes? Suelta tu vacío
en el espacio que respiramos; quizá las aves
sientan con hondo vuelo la plenitud del aire.
Sí, la primavera te necesitaba. Muchas estrellas
esperaban que tú las contemplaras.
Del pasado una ola te alcanzaba, o al pasar
delante de una ventana abierta las notas
de un violín se te entregaban. Todo era un mensaje.
Pero ¿lo has comprendido? ¿No te distrajo la espera,
como si todo te anunciara
una amada? (¿Cómo le darías abrigo
cuando todos los grandes y extraños pensamientos en ti
van y vienen, y a menudo se quedan en la noche?)
Si sientes nostalgia, canta a los amantes;
aún falta para que su célebre sentimiento
se haga inmortal.
Canta a las abandonadas, casi con envidia,
mucho más dignas de amor que las afortunadas.
Recomienza la inagotable alabanza.
Considera que el héroe perdura, aun su derrota
no fue sino pretexto para ser, un nuevo nacimiento.
Pero a los amantes la naturaleza extenuada
los regresa a su seno, como si careciera de fuerza
para crearlos por segunda vez.
¿Has pensado en Gaspara Stampa, 1
lo bastante como para que toda muchacha
a la que abandona el amado, sienta por su ideal
el deseo de hacerse semejante?
¿Esos dolores, por más antiguos que sean,
no se harán al fin fecundos? ¿No es tiempo
de que al amar nos libremos del objeto amado
y lo venzamos temblando como la flecha vence
a la cuerda para ser, en el disparo, más que sí misma?
Porque no hay adónde detenerse.
Voces, voces. Escucha, corazón, como alguna vez
sólo los santos escucharon: el gran llamado
que los elevaba del suelo
mientras seguían de rodillas escuchando.
No es que puedas soportar la voz de Dios;
pero escucha al menos el soplo del espacio,
el mensaje incesante hecho de silencio.
Se alza el rumor de aquellos muertos precoces
dondequiera penetres, en los templos
de Roma o de Nápoles, su destino te habla
con apacible acento.
O bien una inscripción se alza ante ti,
como esa lápida de Santa María Formosa.
¿Qué quieren de id? Con dulzura debo apartar
ese resto de injusticia en ellos
que embarga el puro movimiento del espíritu.
Pero en verdad es extraño no habitar más la tierra,
dejar de seguir las costumbres aprendidas,
no dar a las rosas ni a la promesa en las cosas
el significado del destino humano;
ya no ser lo que uno era en manos de infinita angustia,
abandonar hasta el propio nombre
como a un juguete roto.
Extraño ya no desear los deseos. Extraño recordar
desprendido en el espacio
lo que estaba ligado. Estar muerto es tarea penosa,
1 Gaspara Stampa (1523 -1554) nació de una famil ia de nobles en Padua. Sus
sone tos expresan el desencuentro en el arnor. ( N del E ).
penoso recobrarse lentamente, hasta llegar
a sentir, poco a poco, una huella de eternidad.
Pero los vivientes cometen el error
de establecer distinciones tajantes.
Los ángeles, según se dice, a menudo ignoran
si pasan entre vivos o muertos. La eterna corriente
arrastra siempre, entre ambos reinos,
todas las edades y en ambos domina su voz.
Aquellos que la muerte arrebata jóvenes,
no nos necesitan. De a poco
se pierde la costumbre terrenal,
como del seno materno se aparta el que crece.
Pero nosotros, que necesitamos de tan grandes misterios,
para quienes un progreso dichoso nace a menudo del duelo,
¿podríamos ser sin aquéllos?
No en vano la leyenda refiere
cómo antaño, en el lamento a Linos,
la música primera osó penetrar la materia inerte;
entonces, en el espacio del pavor, un joven
semejante a un dios, escapó de repente
y el vacío se colmó con esa vibración
que ahora nos arroba, nos consuela
y nos sustenta.
SEGUNDA ELEGÍA
Todo ángel es terrible.
Sin embargo, desdichado de mí, a sabiendas
los invoco, pájaros inmortales casi para el alma.
Lejos quedó el tiempo de Tobías, cuando
frente a la sencilla puerta de la casa,
apenas ataviado para el viaje,
a punto de ser en el peligro,
se erguía uno de los más radiantes.
Un joven para el joven
que con ojos curiosos miraba....
Si ahora llegase el arcángel temible desde las estrellas,
si descendiera un solo paso y se acercara, latiendo
hacia su encuentro, nuestro propio corazón nos abatiría.
Primeras criaturas perfectas, mimados de la creación,
perfiles de las alturas, círculos en los arreboles de aurora
de todo lo creado, polen de la divinidad en flor,
articulación de la luz, galerías, escaleras, tronos,
espacios de esencias, escudos de gozo, tumultos
de impetuosos éxtasis y, de pronto, aislados
espejos que en ondas expanden la íntima belleza
y la recobran de inmediato para el propio rostro.
porque para nosotros sentir es diluirnos
Ah, nos exhalamos y nos disipamos, de llama
en llama damos un perfume cada vez más tenue.
Entonces alguien nos dice: «Pasas a mi sangre...
este cuarto y esta primavera
se colman contigo... »
Pero, ¿qué importa? No puede
retenemos; en su presencia y alrededor desaparecemos.
Y a aquellos que son hermosos, ¿quién los retiene?
Incesante la apariencia habita sus rostros y se va.
Como de la hierba e1 rocío temprano
de nosotros se retira lo que es nuestro,
como del caliente manjar trasciende el vapor.
Oh sonrisa, ¿hacia dónde? Oh mirada que se eleva:
nueva y cálida onda que del propio
corazón se evade. Desdichado
de mí; eso, no obstante, somos. ¿Acaso
el sabor del universo donde nos diluimos
de nosotros proviene? ¿No recobran los ángeles
lo que es suyo, lo que de ellos emana?
¿O bien a veces, como al descuido, no toman
siquiera una parte de nuestra esencia?
¿Acaso en sus rasgos estarnos mezclados
como lo que se insinúa tras el semblante de la encinta?
En ello no reparan, envueltos como están
por el torbellino de su retorno. ¿Cómo
habrían de saberlo?
Los que aman, si lo comprendieran, podrían
decir en el aire de la noche palabras extrañas.
Pero es como si todo nos ocultara. Contempla
los árboles: son. Y aún perduran las casas en que vivimos.
Sólo nosotros pasamos junto a todo como una ráfaga.
Y todo se concierta para acallamos, a medias
por vergüenza, a medias por inefable esperanza.
Amantes que se bastan uno al otro, a ustedes,
compenetrados, pregunto qué somos. ¿Poseen las señales?
Miren: acontece que mis manos entre sí se saben
o que en ellas mi rostro cansado se refugia.
De mí mismo alguna conciencia esto me infunde.
¿Pero, por esto apenas, quién osaría ser?
Ustedes, en cambio, que en el éxtasis del otro
crecen hasta que, subyugado, les suplica: ¡basta!;
ustedes que al tocarse se hacen más plenos,
abundantes como los años de fecundidad;
ustedes que a veces dejan de ser
para que el otro prevalezca, de nuevo
les pregunto por el secreto que somos... Ya sé,
en su contacto hay beatitud porque la caricia retiene,
porque persiste el lugar que la ternura envuelve,
porque sienten la pura duración. Así el abrazo les parece
promesa de eternidad. Y, sin embargo, cuando
ya se han repuesto del sobresalto del encuentro
y de la nostalgia junto a la ventana
y de ese primer paseo juntos a través del jardín,
enamorados... ¿lo están todavía? Cuando abrazados,
uno en el otro beben, sorbo a sorbo,
¡con qué extraña prisa se evade luego del acto el bebedor!
¿No han notado con asombro
sobre las estelas áticas la prudencia del gesto humano?
¿Sobre la espalda no estaban posados el amor y el adiós,
ligeros, como hechos de una distinta materia?
Recuerden el reposo de sus manos ingrávidas
pese a que en los torsos el vigor perdura. Dueños
de sí mismos, parecen decir: Hasta aquí... Lo nuestro
es rozarnos. Con más fuerza nos oprimen los dioses.
Pero eso es asunto que sólo a los dioses concierne.
Quizá nosotros también hallemos duradera
una pura parcela de sustancia humana, una franja
de tierra fecunda que sea nuestra
entre el río y la roca. Pues el propio corazón,
como ellos, incesante nos trasciende. Y nuestra mirada
no puede seguirlo ni en las imágenes que lo aplacan
ni en los divinos cuerpos
donde más grande
se calma.
TERCER ELEGÍA
Una cosa es cantar a la amante Y otra
al dios -río, culpable y oculto, de la sangre.
El joven a quien ella ama y reconoce de lejos, ¿qué sabe
del Maestro de la Alegría que, a menudo, en su soledad,
antes de ser por ella aplacado, Y aun como si ella no existiera,
chorreando lo incognoscible, levantaba su cabeza de dios,
conjurando la noche a un tumulto infinito?
Oh el Neptuno de la sangre, oh su terrible tridente,
el soplo oscuro de su pecho que brota como el rumor de un caracol.
Escucha cómo la noche se artesona y se ahueca. Oh estrellas,
¿de ustedes no procede el deseo que mueve al amante
hacia el rostro de la amada? ¿No proviene acaso de los astros
la profunda mirada que él hunde en la pureza de sus ojos?
No eres tú, ni su madre, quienes han tendido en la espera
el arco de sus cejas. No es por ti, joven sensitiva, que sus labios
se curvan en un gesto más fecundo.
¿En verdad crees que tu fugaz presencia
lo estremece, tú que pasas como la brisa de la mañana?
Cierto es que has sobresaltado su corazón; pero terrores
más antiguos se precipitan sobre él al impulso de ese choque.
Aunque lo llames, nunca de su oscuro círculo
lograrás arrancarlo. Cierto es que se evade; aligerado se habitúa
al secreto de tu corazón, en el que se renueva y se inicia.
Sin embargo, ¿se comienza alguna vez?
Madre, fuiste tú quien lo hizo pequeño; tú, quien lo ha formado;
por ti fue un nuevo ser y ante sus ojos recién abiertos
inclinaste el mundo aliado y alejaste el adverso.
¿Dónde están los años en que tu forma esbelta
cerraba paso al caos? Muchas cosas le ocultaste así: a la inquietud
en el cuarto nocturno, la hiciste inofensiva; tu corazón, refugio
sin fin, infundió un espacio más humano al espacio de su noche.
No fue en la oscuridad sino en tu ser más próximo
donde colocaste el velador como una luz de amistad.
No hubo un solo crujido que tu sonrisa no explicara,
como si de antemano supieras cuándo crujirían
las tablas del piso. Y escuchándote,
él devenía sereno. Y esa fuerza en ti
surgía de tu ternura. Tras el ropero, embozado,
el destino del niño acechaba, y en los pliegues
de la cortina el futuro incierto.
Y él mismo, mientras yacía, con los párpados somnolientos,
bajo el consuelo de tu forma ligera, fundía esa dulzura
con el sabor del sueño inminente; parecía hecho
para el amparo ¿Pero quién detenía en sus adentros
el oleaje del origen? Ah, nada protegía al durmiente;
presa de la fiebre, se entregaba al sueño.
El nuevo ser se ataba a las lianas invasoras
de su interno acontecer, enredadas para moldearlo,
sofocarlo en su crecimiento y perseguirlo
con huidizas figuraciones de animales. ¡Cómo
se abandonaba! Amaba ese caos, la íntima selva ancestral
en que se erguía, como ruinas del origen,
el verde claro de su corazón.
Amaba... Pero luego se abandonó, siguió sus raíces
hasta el poder primigenio, hasta sobrepujar
su pequeño nacimiento. Y amando descendió en la sangre
remota, en el abismo en que, huérfano, latía el miedo.
Cada temor lo conocía, le hacía señas de acuerdo.
Hasta el horror sonreía... Rara vez
sonreíste con tanta ternura, madre. ¿Cómo no amar
esa sonrisa? Antes que a ti, él amaba ese horror; porque,
madre, cuando preñada lo gestabas, ya se diluía
en el agua que al germen viviente hace ligero.
Mira: no amamos como las flores de una sola estación.
Cuando amamos, sube por nuestros brazos
la savia inmemorial. Oh joven mujer, en nosotros amamos,
no al ser que vendrá, sino a la innumerable
fermentación; no a un niño entre todos,
sino a los padres, escombros de montañas, que reposan
en nuestras profundidades; el cauce desecado
de las antiguas madres; el silencio del paisaje
bajo un sino nublado o puro; esto, joven mujer,
te precede. Y tú misma, ¿qué sabes? En el amante
haces surgir el tiempo atávico. ¿Qué sentimientos
de seres ya desaparecidos se abren paso?
¿Qué mujeres te odian allí? ¿Qué hombres sombríos
despiertas en las venas de tu joven amigo?
Niños muertos quieren acercársete.
Oh suavemente confórtalo
con alguna simple tarea cotidiana.
Condúcelo al jardín, dale el supremo
dominio de la noche. No lo dejes partir.
CUARTA ELEGÍA
Oh árboles de la vida,
¿cuándo será el invierno?
Los hombres nunca vamos al unísono
como las aves migratorias.
Tarde o temprano, de súbito
nos imponemos a los vientos,
para luego caer en la indiferencia de un estanque.
En nuestra conciencia conviven
el florecer y el marchitarse.
Y hay leones todavía
que toda suerte de impotencia ignoran
mientras en ellos perdura el esplendor.
Pero nosotros, al sopesar lo uno de algo,
sentimos ya el despliegue de lo otro.
Lo que es hostil está más próximo
que lo demás. A cada instante,
los amantes chocan en sus límites,
el uno contra el otro; ellos, que se habían prometido
pertenencia, fuerza y espacio.
Así como para hacer evidente
lo fugaz de una imagen,
se nos prepara un fondo de contraste,
se nos ofrece precisa claridad.
Pero no conocemos el contorno
de nuestra sensación; sólo la forma
que lo hace presente.
¿Quién no estuvo nunca con angustia
sentado ante el telón del propio corazón?
Aquél se descorrió, develando el decorado
para una despedida.
Fácil fue comprender. El jardín
conocido y la apacible
oscilación. Y en primer plano aparece
el bailarín. No es él. Con eso basta. Y aunque actúe
con sueltos ademanes, lleva disfraz;
es un burgués que entra a su casa por la cocina.
No quiero esas máscaras a medias. Prefiero
las muñecas; por lo menos están llenas.
Voy a soportar al títere con su alambre
y su apariencia de rostro.
Aquí. Estoy delante. Y aunque las lámparas
al final se apaguen, aunque se me diga: «No hay
nada más», aunque desde el escenario
llegue el vacío del recinto con su ráfaga
de aire gris, y aunque ninguno
de mis antepasados silenciosos me acompañe,
ninguna mujer, ni siquiera el muchacho
cuyos ojos pardos se hacen turbios...
con todo he de quedarme. Siempre hay algo
para ver.
¿Acaso no tengo razón? Padre mío, que por mí
conociste la amargura, al probar la mía;
que, mientras crecía, bebiste una y otra vez
las primeras y ya borrosas infusiones de mi misión,
y preocupado por el resabio de un sino
tan extraño, pusiste a prueba mi mirada
aún velada; que, a pesar de muerto,
te amedrenta la esperanza en mí,
y que por mi destino abandonas la calma
de los muertos, el reino de la serenidad,
¿no me darás la razón? ¿No tengo razón?
Tú me amabas por el pequeño avance
de amor que te brindaba, aunque siempre
volvía a apartarme, porque ese espacio
en tu rostro, al que amaba, se hacía el Espacio
donde tú dejabas de ser. Me he de quedar
frente al teatro de títeres, convertido de lleno
en esta mirada, para que aparezca un ángel
que al transformarse en actor restablezca
el equilibrio en la escena de juguete.
Angel y muñeco: por fin hay espectáculo.
Entonces se reconcilia lo que por estar en el mundo
no cesamos de desunir. Sólo entonces
de nuestras estaciones nace el ciclo
de la total transformación. Por encima
nuestro juega el ángel. Los moribundos
sospechan el pretexto en todo
cuanto aquí realizamos. Nada es apenas en sí.
Oh las horas abiertas de la infancia,
cuando detrás de las figuras había algo más
que pasado y no cernía el futuro
porvenir. Crecíamos urgidos, es cierto, por ser
grandes, en parte por amor hacia aquellos
que lo eran y ya no podían sino serlo.
En el camino solitario, sin embargo,
nos henchía el gozo de lo que dura
y en ese intervalo entre el mundo y el juguete
permanecíamos, en un lugar que fue desde el comienzo
para un suceso puro concertado.
¿Quién mostrará a un niño tal cual es? ¿Quién
lo situará en la constelación y dará la medida
de la distancia en su mano? ¿Quién dará
la muerte al niño con ese pan gris
que se endurece, o le dejará en la boca
redonda algo como el centro
de una hermosa fruta?... Fácil es develar
el designio de los asesinos. Pero eso: contener
la muerte, la entera muerte, desde antes
que la vida comience con tanta dulzura
a contenerla, y no ser malo, eso
es inefable.
QUINTA ELEGÍA
Dedicada a la Sra. Hertha König
¿Quiénes son, dime, los errantes, aún más fugitivos
que nosotros? ¿Quiénes aquellos que retuerce
como a ropa, de improviso -para qué, por amor de quién -,
una voluntad nunca colmada? De un modo extraño los exprime,
los pliega, los envuelve y los iza,
y los arroja y los recoge; desde un aire oleoso,
cada vez más resbaladizo, caen
sobre el tapiz raído por los continuos saltos,
alfombra perdida en el universo, tendida
como un emplasto, como si el cielo de extramuros
hiriese allí a la tierra.
Y en cuanto caen,
ya están de pie, exhibiendo la mayúscula
inicial de estar erguidos... Pero la garra incansable
que retorna, los hace rodar otra vez en su juego.
aun a los más fuertes, como en la mesa Augusto,
el acróbata, hacía con los platos de estaño.
Ah, y alrededor de este centro,
la rosa de la contemplación
florece y se deshoja.
Y está el pistilo que al contacto
de su propio polen, sin saberlo
es fecundado y se convierte
de nuevo en vano fruto del hastío,
y el brillo de su tenue superficie
aparenta una sonrisa.
Y el luchador marchito,
el viejo atleta que no deja de golpear el tambor
encogido bajo la resistencia de su piel
que antes hubiese contenido a dos hombres,
de los cuales uno reposa ya en camposanto
mientras el otro sobrevive
pero sordo y a veces un poco perdido
en la piel viuda.
Pero el joven se diría hijo de una cerviz
poderosa y de una monja, con tenso vigor
rebosa de músculos e inocencia.
Oh ustedes a quienes un sufrimiento, aun pequeño,
les llega como un juguete durante una de aquellas
largas convalecencias...
Tú, que aún inmaduro,
en una de esas caídas que sólo los frutos conocen,
te desprendes cien veces cada día desde el árbol del movimiento
erigido en común -árbol más rápido que el agua, en pocos
minutos primavera, verano y otoño -, te desprendes
y das contra la tumba: a veces, en breve pausa, un rostro
de amor en ti quiere nacer, vuelto hacia tu madre y su rara
ternura; pero en tu cuerpo se absorbe
aquel tímido esbozo.
Y con renovado impulso
golpea el hombre sus manos,
y antes de hacerse claro un dolor
cerca del agitado corazón, la quemadura de tus plantas
se anticipa al salto que la causa
y en tus ojos alguna lágrima se precipita.
Pero de inmediato, a ciegas,
la sonrisa...
Oh ángel, recíbela. Corta la hierba saludable con flores diminutas.
Procura un vaso para conservarla. Colócala entre aquellas alegrías
que aún no nos fueron reveladas, y en la graciosa urna
celébrala con esta florida y entusiasta inscripción:
Subrisio saltat. 2
Luego tú, la encantadora,
rebasada en mudo salto
por las más seductoras alegrías. Acaso
son las franjas felices de tu vestido;
sobre tus pechos jóvenes y plenos
acaso se siente acariciada la seda verde
con metálicos reflejos, infinitamente satisfecha.
Tú, diferente siempre sobre todas las balanzas
del oscilante equilibrio, fruta impasible en el mercado,
ofrecida en hombros al público.
¿Dónde, oh dónde está el lugar -yo lo llevo
en el corazón - en que ellos están lejos de poder
desasirse como animales que se cubren sin estar
bien apareados, donde las pesas son pesantes todavía,
donde los platos aún vacilan y ruedan
cuando caen de sus bastones que en vano
siguen girando?
Y de pronto, en este penoso no estar en parte alguna, de pronto
aparece el lugar sin nombre, donde la pura insuficiencia
de manera inconcebible se transforma y se convierte
en este abundante vacío.
Donde la suma de numerosas columnas
sin cifra se cierra.
Plazas, oh la plaza de París, espectáculo infinito,
donde la modista, Madame Lamort, hilvana
2 "La sonrisa (del que) baila", o "la sonrisa (del que) salta". ( N. del E. )
los caminos sin descanso de la tierra, cintas sin fin,
y los trenza inventando lazos, plisados, flores, escarapelas, frutas
de colorido inverosímil, para los comunes
sombreros de invierno del destino.
Ángel: si acaso hubiera una plaza que no hemos visto, y allí,
sobre un tapiz inefable exhibiesen los amantes
eso que nunca aquí pudieron: las figuras
temerarias y elevadas de frenesí del corazón,
sus torres de placer, sus escaleras suspendidas
eternamente del vacío, temblando... Y en esa plaza,
ellos podrían realizarlo, rodeados de espectadores silenciosos,
muertos innúmeros: ¿arrojarían entonces sus últimas monedas,
atesoradas desde siempre y siempre ocultas, esas monedas
de la perpetua dicha, ante, la pareja que al fin sonríe
sobre el tapiz, con su sonrisa
verdadera?
SEXTA ELEGÍA
Higuera, hace tiempo me asombra
cómo casi te sustraes a la floración
y cómo en el fruto, a punto cumplido,
sin alarde, infundes tu secreto puro.
Como el surtidor de la fuente, tu ramaje
se curva hacia los lados y arriba la savia
que salta fuera del sueño, apenas despierta,
con la dicha de su obra más dulce.
Como en otro tiempo el dios
penetrando el cisne.
Pero a nosotros,
los rezagados, sólo nos empeña florecer,
y entramos a destiempo en el tardo interior
de nuestro fruto terminal.
En pocos la prisa de obrar es tan fuerte
como para arder y desbordar sus corazones,
cuando la seducción del florecimiento,
dulce brisa nocturna, aflora
desde la juventud de sus labios y párpados;
acaso héroes y elegidos
del prematuro tránsito, a quienes la muerte
en su huerto imprime otra curva a sus venas.
Ellos se lanzan, traspasan su propia sonrisa,
como los aurigas de esas tiernas estatuillas
en hueco de Karnak preceden al rey que vence.
Es curioso el parecido de los muertos jóvenes
con el héroe, a quien perdurar no importa.
Su ascensión lo hace existir; sin cesar
se alza y lanza en medio del incesante peligro
que acecha tras lo que cambia.
Ah, pocos lo alcanzarán. Sin embargo el destino
que impone grave silencio, de pronto cobra
entusiasmo y lo arrebata cantando
entre la tempestad sonora de su mundo,
que lo arrastra. No escucho a nadie
sino a él. De pronto me atraviesa el torrente
de viento de su canto en sombras.
Cómo quisiera sustraerme a la nostalgia
de no ser más que un niño, un niño
con una vida por delante que se sienta,
mecido por los brazos del futuro, a leer la historia
de Sansón engendrado por su madre antes estéril.
¿No era ya el héroe en ti, madre? ¿Desde el seno
no eligió el niño su imperiosa suerte?
Miles de seres se gestaban en tu seno y todos
querían ser él. Pero mira: él tomó y rehusó, escogió
y fue dotado de poder. Y entonces quebró las columnas
para salir del mundo de tu vientre y penetrar un mundo
más estrecho donde no cesa de decidir.
Oh las madres de los héroes.
Oh fuentes de los ríos y su ímpetu.
Abismos profundos donde se precipitan,
desde la alta orilla de los corazones,
futuras víctimas del hijo, las doncellas.
Pues el héroe en su arrojo atraviesa
las estaciones del amor; cada una lo eleva más alto,
cada corazón para él palpita. Y sin embargo,
cuando cesan las sonrisas,
él se aparta y se hace otro.
SÉPTIMA ELEGÍA
No más súplica, no; que una voz nacida en ti
sea el alma de tu grito. Tú gritabas, en otro tiempo,
con la pureza del pájaro cuando la estación lo exalta,
casi olvidando que es un frágil animal y un corazón
que solitario se arroja al firmamento sereno,
al cielo íntimo. Como él, pedirías que la amiga
aún invisible, te reconociera, silenciosa, y al despertar
lentamente a una respuesta al oírte se enardece,
amiga sensible a la osadía en lo que sientes.
Oh, también la primavera, gozosa, entendería:
no hay allí ningún lugar
que no suene a Anunciación. Primero, ese leve
despertar del sonido que interroga, envuelto
en el silencio que afirma la pureza del día.
Luego, peldaños arriba, gradas de clamor
para elevarse hacia el templo ensoñado
del futuro. Enseguida los trinos, un surtidor
que en la promesa del juego anticipa la caída.
Y ante sí, el estío...
No apenas las mañanas, todas las mañanas del verano
y cómo se toman el día y desde el inicio resplandecen.
No apenas los días tiernos de flores
bajo los árboles de forma acabada y pujante.
No apenas el fervor y el despliegue de estas fuerzas,
los caminos y los prados del crepúsculo;
no apenas la claridad que respira tras la tormenta;
no apenas la inminencia del presentimiento y el sueño
en la tarde, sino las noches... ¡las altas noches de estío!
Las estrellas, las estrellas de la tierra, ¿cómo olvidarlas?
¡Oh, estar muerto un día y reconocerlas infinitas!
Entonces llamaría a la amada. Pero ella no acudiría sola.
De las tumbas inseguras saldrían otras muchachas.
¿Cómo, en el envío, limitar mi llamado?
Todavía las sepultas imploran regresar a la tierra.
Niños, lo aquí logrado mucho vale.
No crean que el destino sea más que aquello
que la infancia condensa. ¡Cuántas veces al amante
aventajaron, respirando, tras un correr venturoso
sin más meta que el aire libre! El esplendor
es estar aquí. Ustedes lo saben, muchachas
de apariencia desposeída, oprimidas, en los callejones
de la ciudad, heridas y expuestas a la caída.
Pero nunca faltó esa hora precisa, o quizá menos,
apenas mensurable con la medida del tiempo,
tendida entre dos instantes de existencia.
Todo. Las venas preñadas de existencia.
Y no obstante no olvidemos que el vecino ríe
sin confirmamos ni en la envidia. A la vista
queremos revelarlo, porque a la dicha
visible se accede
cuando se da a conocer al corazón.
No habrá mundo, amada, si no es en nosotros.
Nuestra vida transcurre para la transformación.
Y, cada vez más exiguo, desaparece lo exterior.
Donde antes hubo un hogar se nos ofrecen
construcciones ilusorias, atravesadas
por el pensamiento, como si sólo se erigiesen
en el cerebro.
El e spíritu de la época,
falto de forma como el ímpetu que se extiende
a todas las cosas, forja un vasto depósito
de fuerza. No reconoce los templos. Esta abundancia
del corazón la atesoramos en lo íntimo. Sí, adonde
subsisten las cosas veneradas de otro tiempo,
se recogen tal cual son en lo Invisible.
Muchos ya no se percatan ni conservan el don
de poder reconstruirlas, pilares y estatuas, en su interior.
Cada imperceptible vuelta del mundo cuenta
con estos desheredados, a quienes no
concierne lo que fue
pero tampoco lo que será.
Porque lo más próximo está lejos para los hombres.
Que esto no nos perturbe; que más bien fortalezca en nosotros
el cuidado de la forma todavía conocida,
antes erigida en la encrucijada, en lo incierto,
como dotada de vida, capaz de doblegar las estrellas
del cielo seguro.
Ángel, a ti la revelo todavía,
ante tu mirada, para que te yergas al fin.
Columnas, pilares, esfinges, bóveda en la elevación
de la catedral que emerge gris de la urbe que decae
o la ciudad extranjera. ¿No son acaso un milagro?
Oh maravíllate, Ángel, pues nosotros somos eso.
Gran Ángel, fuimos capaces de tales cosas: proclárnalo,
porque mi solo aliento seria poco para celebrarlo.
Pese a todo no nos han faltado los espacios,
grandes dispensadores, los espacios que son nuestros.
(Qué vastos deben ser estos espacios
si sentimientos de milenios no los colman.)
Pero una de las torres era grande, ¿verdad? Oh, Ángel
¿Era tan alta aún estando a tu lado? Chartres era grande,
pero más alto y más lejos llegaba la música.
Y una amante, solitaria en la ventana nocturna...
¿no alcanzaba tus rodillas?
No creas que elevo una súplica, Ángel,
y aunque así fuese no vendrías: mi invocación
está llena de rechazo. Contra una corriente tan fuerte
tú no puedes avanzar. Semejante a un brazo tendido
es mi llamado. Y hacia arriba la mano se abre para asir
y así permanece ante ti, en señal de repulsa
y de advertencia, de par en par...
¡Oh Inasible!
OCTAVA ELEGÍA
Con todos sus ojos la criatura
ve lo abierto. Sólo nuestros ojos
están como al revés y alrededor,
trampas al acecho de la salida.
Lo que está fuera nos alcanza
sólo a través del animal; al niño
de tierna edad lo apartamos
para obligarlo a mirar atrás,
al mundo de la forma, no a lo abierto
que la faz del animal tan hondo
trasluce, libre de la muerte.
Nuestra mirada sólo a ella ve.
El animal, libre, tiene siempre
su ocaso tras de sí, y delante
a Dios; cuando camina, penetra
en la eternidad como en la fuente.
Pero nosotros, ni siquiera un día,
tenemos por delante el espacio puro
donde la flor al infinito se abre.
En tomo subsiste el mundo
y nunca aquello que nada limita,
lo puro, sin retención, que se respira
y se sabe infinito y no se ansía.
A veces alguien, un niño, se extravía
en su seno, estremecido, hasta que es arrancado.
Otro perece, y es. Porque cerca de la muerte,
ésta ya no se ve, y los ojos quedan fijos
en la lejanía, con la visión profunda del animal.
Cerca están los amantes, asombrados,
pero entre sí se atajan las miradas.
Como al descuido se les revela
lo que está detrás, pero ninguno
logra avanzar hacia el otro y al instante
otra vez se configura el mundo para ambos.
Vueltos siempre hacia la creación,
de ella no vemos más que el reflejo
de lo libre, oscurecido
por nosotros. O acontece que un animal,
criatura muda, levanta la cabeza y en calma
nos atraviesa con la mirada.
¿Qué es el destino sino lo que siempre está delante
y nada más que delante?
Si el manso animal que se acerca fuese consciente
como el humano, nos arrastraría a seguir
su paso. Pero su ser es para él
infinito, sin borde ni juicio
sobre su estado, puro como su mirada.
Y donde no vemos más que futuro,
él lo ve todo y en todo él se ve
y está a salvo para siempre.
Sin embargo sobre el animal cálido y alerta
gravita la inquietud de una gran melancolía.
Porque también padece del apego
a eso que al humano subyuga: el recuerdo
-como si aquello a lo que tendemos
con insistencia ya hubiese estado,
alguna vez, más próximo y leal, y el enlace
fuese dulzura infinita.
Aquí todo es distancia. Allá, todo era
respiración. Después del primer hogar,
el segundo aparece híbrido, azotado
por los vientos.
Oh felicidad incomparable de la pequeña criatura
que en el seno que lo gestara permanece.
Oh la dicha del mosquito
que interiormente salta todavía
hasta en sus bodas: todo es seno materno.
Y la seguridad un tanto incierta del pájaro
que por su origen participa de lo ambiguo,
como si fuese el alma de un etrusco
al salir del muerto a quien el espacio recibe,
pero con la figura inmóvil como efigie.
Qué turbación la de quien debe volar
y procede de un regazo. Surca los aires
como si se agrietara una taza. Así la huella
grietara una t del murciélago raya la porcelana de la tarde.
Y nosotros, espectadores, dondequiera
y en todo tiempo vueltos hacia todo
pero sin mirar la lejanía.
Las cosas nos abruman. Las ordenamos
y caen. Otra vez las ordenamos
y entonces también
nos despeñamos.
¿Quién nos ha hecho girar así, de modo
que hagamos lo que hagamos, siempre
quedamos en actitud de partir?
Como aquel que desde la última colina
contempla el valle por entero,
y una vez más se vuelve, se detiene,
se demora,
así vivimos: en despedida.
NOVENA ELEGÍA
¿Por qué vivir como hombre
cuando se puede pasar la breve jornada como laurel,
un poco más oscuro que los otros verdes,
con pequeñas vetas, sonrisas de aire, en el reborde
de sus hojas: por qué vivir ahora como hombre,
y, aspirando al destino, eludirlo?
Oh, no porque la felicidad sea
anticipo de una pérdida inminente.
No por curiosidad, ni por ejercicio del corazón,
que estaría también en el laurel...
Sino porque estar aquí mucho vale,
y pareciera que las cosas, las efímeras cosas,
nos necesitan de manera extraña.
A nosotros, los más fugitivos.
Una vez cada cosa. Una vez y nada más.
Pero este haber sido terrestre una sola vez
parece irrevocable.
Y así nos afanamos en el apremio de cumplirlo,
y contenerlo en nuestras simples manos,
la mirada plena y el corazón sin voz.
Queremos llegar a serlo. ¿A quién entregarlo?
Retenerlo siempre. Ah, a ese otro reino ¿quién se transporta?
No el arte de la visión que lento se aprende,
ni el inmediato acontecer. No: el dolor.
Y, ante todo, lo que pesa
en la larga experiencia del amor. Lo indecible.
Pero luego, bajo las estrellas, ¿qué hacer?
Ellas, que son más inefables...
Ni un puñado de tierra, para todos indecible, trae al valle
el viajero que desciende la montaña; sólo trae una palabra,
ganada, purísima; genciana amarilla y azul.
¿Estamos acaso aquí para decir: casa,
puente, fuente, puerta, cántaro, frutal, ventana?
¿O a lo sumo: columna, torre?
Pero, para decir, es preciso comprender.
¿O para decir lo que las cosas nunca creyeron
ser en su intimidad?
¿No es la callada astucia de la tierra
lo que apremia a los amantes
a fundir sus sentimientos en el encanto?
Umbral: ¿qué importa a los amantes
el ligero desgaste del umbral antiguo de la casa,
después de los que precedieron
y antes de los que vendrán?
Éste es el tiempo de las cosas decibles. Ésta es su patria.
Habla y pronuncia. Más que nunca
se extinguen las cosas vividas,
pues aquello que las expulsa y reemplaza
es un obrar sin alma.
Un obrar bajo cáscaras que estallan
tan pronto como la acción se disipa y salva el límite.
Y sin embargo, entre los martillos,
como la lengua entre los dientes,
nuestro corazón celebra.
El mundo alaba al ángel, no a lo inefable;
ante él no puedes ostentar
el esplendor de tu experiencia.
En el universo que él siente, más sensible,
tú eres apenas un novicio.
Por eso muéstrale la cosa simple que,
formada por las generaciones,
vive en nuestra mirada y nuestra mano.
Nómbrale las cosas. Se asombrará.
Más de lo que tú te maravillaste en casa del cordelero de Roma,
O ante el alfarero del Nilo.
Muéstrale cuán inocente y propia una cosa puede ser,
cómo el dolor en lamento se resuelve bajo figura
y sirve como cosa, o como cosa muere y escapa,
con alegría, del violín. Y estas cosas cuya vida
declina, comprenden que tú las celebras. Perecederas
nos prestan, a nosotros, los más perecederos, el poder
de salvamos. Ellas desean que en nuestro recóndito
corazón las transformemos, en nosotros mismos
-¡oh infinidad! - sea cual fuere, en fin, nuestro sino.
Tierra, ¿no es renacer en nosotros invisible
lo que quieres? ¿No es tu sueño
ser invisible de una vez? ¡Tierra! ¡Invisible!
¿Qué sino una transformación
es tu imperioso designio?
Tierra, amada mía, yo lo quiero. Oh créeme,
no harán falta muchas primaveras
para conquistarme: una sola es ya bastante
para la sangre.
Yo, sin nombre, llego a ti,
acudo a tu seno desde lejos.
Siempre tienes razón, y tu santa
inspiración es confianza en la muerte.
Mira: vivo. ¿De qué? Ni la infancia
ni el futuro menguan...
Brota una existencia abundante
en mi corazón.
DÉCIMA ELEGÍA
Ojalá algún día, libre ya de la terrible visión que me acosa,
se eleve mi canto de júbilo y alabanza hasta los ángeles propicios.
Ojalá ninguno de los martillos que tañen mi corazón
dé una nota falsa en las cuerdas tensas, vacilantes o flojas.
Ojalá mi rostro bañado en lágrimas me torne radiante.
Ojalá esta simple lágrima florezca.
Oh noches de pesar, cuánto más queridas para mí.
¿Por qué no me habré arrodillado, inconsolables hermanas,
para recibirlas? ¿Por qué, en sus cabelleras disueltas,
no me entregue a mi propio abandono?
Nosotros derrochamos el dolor.
Ah, cómo de la triste duración oteamos el término.
Pero ellos son en verdad nuestra durable
fronda invernal, nuestra oscura vincapervinca, una de las estaciones
del año secreto -no apenas estación, sino lugar,
residencia, campamento, suelo, morada.
Qué extraños callejones en la Ciudad del Dolor
donde, en un falso silencio, hecho de estrépito,
con violencia alardea el oropel del ruido
y se jacta, vertido del molde del vacío.
Oh cómo un ángel, sin dejar rastros, holla
el mercado del consuelo junto a la iglesia
recién levantada, pulcra y cerrada, sola
como una oficina de correos en domingo.
Afuera se erizan los bordes de la feria.
¡Columpios de la libertad!
¡Juglares y prestidigitadores del afán!
Y el tiro al blanco con figuras de fatua alegría,
donde todo se sacude, con ruido a lata,
cuando un diestro tirador les acierta.
Entre el aplauso y el azar se aleja tambaleante;
las tiendas exhiben todas las curiosidades,
entre pregones y golpes de tambor.
Para los adultos sin embargo hay todavía
algo más: el espectáculo del dinero
en su multiplicación casi anatómica,
no como mero esparcimiento, el órgano
sexual del dinero; todo, el conjunto,
el acto, instruye y toma fecundo...
Ah, pero pronto, en las afueras,
tras la última valla cubierta con los carteles
que anuncian «Sin muerte», esa cerveza amarga
que los bebedores encuentran dulce
cuando renuevan su pasatiempo sin descanso...
En cuanto se traspone la valla, está lo real.
Los niños juegan, se estrechan los amantes
y los perros cumplen el instinto.
El muchacho va más lejos todavía. Quizá
se enamoró de una joven Lamentación.
La sigue hasta la pradera. Ella le dice:
«Lejos. Nosotros vivimos allá ... »
¿Dónde? Y el joven
la sigue. Su porte lo conmueve. Los hombros, el cuello...
¿acaso procede de ilustre linaje? Pero la abandona,
se vuelve, hace una seña... ¿Para qué? Es una Lamentación.
Tan sólo los muertos jóvenes, en el primer estado
de indiferencia intemporal, en su tranquilo desapego,
la siguen por amor. A las muchachas, ella las aguarda
y capta su amistad. Dulcemente les enseña
lo que lleva sobre sí. Perlas del dolor y el velo
sutil de la paciencia.
Con los jóvenes, ella marcha en silencio.
Pero allá, en el valle donde ellas habitan, una
(Lamentación de las más ancianas
responde al joven que pregunta: «Nosotras
fuimos una raza ilustre. Nuestros padres
explotaban una cantera al pie de la gran montaña.
Entre los hombres podrás hallar un fragmento
tallado del dolor ancestral, o, brotada de un antiguo volcán,
la lava pétrea de la ira. Sí, de ahí provienen. Antaño
fuimos ricas.» Y ligera lo conduce
a través del vasto paisaje de las Lamentaciones,
le muestra las columnas de los templos o las ruinas
de esa fortaleza donde sus príncipes gobernaban
en su día con prudencia. Le muestra los altos árboles
de lágrimas, los campos de melancolía en flor
-los vivientes no conocen sino apacible follaje y los animales de duelo, paciendo. Y a veces
un pájaro se azora y pasa al ras el campo de sus ojos,
traza la imagen de su grito solitario en el espacio.
Al atardecer lo conduce al sepulcro de los antepasados,
descendientes de sibilas y augures.
Cuando llega la noche, van con paso más suave,
y pronto yergue, lunar, el túmulo que sobre todo vela,
hermano de aquel del Nilo, la sublime Esfinge: rostro
de la cámara que guarda silencio.
Y contemplan con asombro la regia cabeza muda
que para siempre ha puesto la faz de los hombres
en la balanza de las estrellas.
Inasible para él, la muerte todavía reciente
llena de vértigo sus ojos. Pero ella, mirando
por detrás del borde de la mitra, espanta
a la lechuza, que se desliza con roce lento
a lo largo de la mejilla de madura redondez,
grabando en el nuevo oído del difunto,
como sobre las páginas de un libro abierto,
el inefable contorno.
Y más allá las estrellas. Nuevas. Las estrellas
del país del dolor.
La Lamentación las nombra lentamente: «Aquí:
El caballero, y esa otra: El cayado. La constelación
más copiosa se llama Corona de frutos. Más lejos,
hacia el polo, La cuna, El camino, La muñeca,
El libro que arde, La ventana.
Pero en el cielo del sur, pura como en la palma
de una mano bendita, la clara y resplandeciente M,
signo de las madres ... ».
Pero el difunto debe proseguir. Y en silencio,
la más anciana Lamentación lo conduce
a la garganta del valle donde brilla,
a la luz de la luna, la fuente de la dicha.
Con respeto ella la nombra y dice: «Para los hombres
es un río que lleva».
Llegan al pie de la montaña
y ella, llorando, lo abraza.
Solitario, el difunto se hunde en la montaña
del dolor primordial.
Ni una sola vez su paso repercute
en su insonoro destino.
Pero si los infinitamente muertos
suscitaran en nosotros un símbolo,
quizá nos mostrarían los amentos que cuelgan
del avellano desnudo, o acaso la lluvia
que en primavera cae sobre la tierra oscura.
Y a nosotros, que vislumbramos una felicidad
que asciende, nos embarga esa emoción
que casi desconcierta
cuando algo dichoso cae.