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29. JESÚS EN CASA DEL FARISEO
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Uno de los fariseos le rogaba que comiera
con él; y entrando en casa del fariseo se recostó en la mesa. (Lc 7,36)
Hace tiempo que quiere salir del agujero en
el que se encuentra atrapada. Muchas son las
lágrimas que ha derramado en su soledad. Desea volver a aquella pureza e inocencia que,
en su infancia, la llevaba a gozar de las cosas
pequeñas y sencillas. Recuperar la risa sonora y limpia que llenaba los días de su niñez.
Quiere romper cadenas pesadísimas que no la
dejan volar y mirar con ojos limpios el cielo
azul. Quiere encontrar un amor auténtico que
la haga dichosa y que llene de sentido su vida
y de gozo su corazón. Ansía el perdón de Dios.
Buscaba un amor, pero se tropezó con amoríos. Lo que prometía felicidad se convirtió en
amargura. La pasión, la necesidad, la búsqueda
ciega del amor la hizo caer por una pendiente
terrible que la ha llevado a un pozo profundo
del que no sabe cómo salir. No encuentra a nadie que la ayude a recomenzar una vida nueva.
Además, la vergüenza le impide pedir ayuda y
volver a Dios.
El Rabbí, Jesús de Nazaret, es huésped de un
miembro importante de la secta de los fariseos.
A los ojos de estos hombres, tan celosos de la
Ley, ella es una desgraciada, una impura, una
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pecadora. A sus ojos es un animal despreciable, como uno de esos cerdos que tienen prohibido comer, un cadáver viviente. Ella ha sido
juzgada por ellos y, según ellos, repudiada por
Dios, porque es una pecadora pública.
Pero en su corazón hay una lucecita de esperanza. No ha olvidado el viejo salmo de David,
que reza con frecuencia. Esa oración expresa el
dolor del rey ante su pecado y para ella es una
manera de extender la mano, pidiendo Misericordia:
«Ten misericordia de mí, Dios mío,
según tu bondad; según tu inmensa compasión, borra mi delito. Lávame por completo de
mi culpa y purifícame de mi pecado,
pues yo reconozco mi delito y mi pecado está
de continuo ante mí.
Contra Ti, contra Ti solo he pecado,
y he hecho lo que es malo a tus ojos.» (Sal 51,36)
Ha oído hablar del Rabbí Jesús. Han llegado a
sus oídos cosas maravillosas que se dicen de Él.
Comentan que hace prodigios, que no desprecia a nadie, que sus enseñanzas son sencillas
y a la vez llegan al alma empapándola como
el rocío de la mañana. Algunos incluso dicen
que es el Mesías de Dios, el Esperado, el Hijo
de David. Pero lo más maravilloso es que con
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frecuencia repite a los que se acercan a Él:
-Tus pecados te son perdonados. Vete en paz.
La paz. Hace mucho tiempo que no está en paz
ni consigo misma, ni con Dios, ni con nadie.
Si pudiera volver a empezar, si fuera capaz de
atreverse… Pero ¿qué podría hacer para no ser
rechazada?, ¿cómo conseguir que el Maestro la
perdonara?, ¿cómo podría exponer su pecado,
si se moría de vergüenza y tristeza? Y ahora
el Señor estaba muy cerca, en casa de uno de
aquellos fariseos que la miran con desprecio y
asco…
Y entonces una mujer pecadora que había en
la ciudad, al enterarse de que estaba recostado en la mesa en casa del fariseo, llevó un
frasco de alabastro con perfume, y por detrás se puso a sus pies llorando; y comenzó a
bañarle los pies con sus lágrimas, y los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía
con perfume. (Lc 7,37-38)
Un frasco de alabastro. En él pondría su mejor
perfume. Se lo entregaría a Jesús. Nadie podría
detenerla.
Como un ciclón imparable entra en la casa.
Ella lo reconoce al instante. No hay dudas de
quién es Jesús. Y entonces, en su corazón, se da
cuenta de quién es realmente Él. Sólo Él la puede perdonar. En el Rabbí de Nazaret reconoce
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al Mesías. Temblando y llorando, se pone de
rodillas, sus lágrimas caen abundantes sobre
los pies del Maestro, su linda y larga cabellera
se los seca, y sus finas manos cogen el precioso perfume para ungir los pies del Señor. Sus
labios besan los pies del Maestro y su corazón
se siente feliz y libre, igual que cuando era una
niña inocente. Para ella todo ha desaparecido.
Tan sólo ella y Jesús.
Al ver esto el fariseo que le había invitado, se
decía: «Si éste fuera profeta, sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le
toca, que es una pecadora.» (Lc 7,39)
Jesús, me siento más pecador que esta pobre
mujer. Porque yo, a pesar de conocerte, te he
ofendido muchas veces. Ella al verte se convierte y aprende a amarte con todas sus fuerzas. Te muestra su amor con pinceladas de
cariño, te trata lo mejor que puede, dándote su pena, su dolor…, confiando totalmente
en Ti. Hoy aprendo de ella a demostrarte mi
amor con detalles pequeños, a no tratarte de
cualquier manera -por cumplir- sino a poner
amor en lo que hago: al asistir a la Santa Misa,
en el rezo de las oraciones diarias, al saludar
una imagen tuya o de tu Madre y sobre todo
al recibirte en el Pan de la Eucaristía. Es en la
Comunión donde puedo, de una manera más
íntima, besar tus pies, ungírtelos con mi amor,
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llorar mis miserias y abandonarme en Ti. Es
con amor como podré alcanzar la limpieza de
mi sucio corazón.
«Por eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho.
Aquél a quien menos se perdona menos
ama.» Entonces le dijo a ella: «Tus pecados
quedan perdonados.» (Lc 7,47-49)
«Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte
hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Dios mío, infinitamente amable, y prefiero morir amándote que vivir un solo instante sin amarte.
Te amo, Dios mío, y sólo deseo ir al Cielo para
tener la felicidad de amarte perfectamente.
Te amo, Dios mío, y sólo temo el infierno
porque en él no existirá nunca el consuelo de
amarte.
Dios mío, si mi lengua no puede decir en todo
momento que te amo, al menos quiero que mi
corazón te lo repita cada vez que respiro.
¡Ah! Dame la gracia de sufrir amándote, de
amarte en el sufrimiento y de expirar un día
amándote y sintiendo que te amo.
A medida que me voy acercando al final de mi
vida, te pido que vayas aumentando y perfeccionando mi amor. Amén.»
(Acto de Amor a Dios, del Santo Cura de Ars)