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LA VISITACIÓN Y «EL MAGNIFICAT»
-La Visitación de Nuestra Señora a su prima santa
Isabel.
-La fiesta.
-La concreta humildad de María.
-La mirada de Dios.
- Agradecer los dones de Dios a la humanidad
- Perspectiva eucarística y escatológica del
Magnificat
- Buscar la sonrisa de María
Lc 1, 39-55:
Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a
la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de
Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el
saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel
quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz
alta, dijo:
—Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de
tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la
madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu
saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y
bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán
las cosas que se te han dicho de parte del Señor.María
exclamó:
—Proclama mi alma las grandezas del Señor,
y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:
porque ha puesto los ojos
en la humildad de su esclava;
por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.
Porque ha hecho en mí cosas grandes
el Todopoderoso,
cuyo nombre es Santo;
su misericordia se derrama de generación
en generación
sobre los que le temen.
Manifestó el poder de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó de su trono a los poderosos
y ensalzó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos
y a los ricos los despidió vacíos.
Protegió a Israel su siervo,
recordando su misericordia,
como había prometido a nuestros padres,
Abrahán y su descendencia para siempre.
La Virgen María ya es Madre de Dios. El Ángel de la Anunciación le ha dicho que Isabel -de edad avanzadaestá en el sexto mes y sin perder tiempo, deja Nazaret, cruza montañas, viaja cuatro jornadas. Isabel es
mujer de rica interioridad, sintoniza con lo divino. Recibe el saludo de María y al instante percibe la corriente
del Espíritu que a la Virgen siempre acompaña y llena. En el seno de Isabel el hijo salta de gozo.
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Mucha gente se cruzó con María durante de su viaje a Ain-Karen. Pocos le prestarían especial atención.
Algunos percibirían aquel no sé qué en el rostro, en el gesto, en el porte, un encanto, una paz que no
sabrían describir.
El 31 de mayo la Virgen de la Visitación viene a nuestra casa como una madre que acaso, por razones
confusas, hemos olvidado un poco. Ella no olvida. Conoce nuestra indigencia y sin reproches nos salva de
nuestro descuido por largo que haya sido. La madre siempre vela. Quizá nos invade la sensación de no
merecer las delicadezas de su cariño sin medida. Aun así, como estemos, despeinados, manchados,
desastrados, podemos presentarnos ante su mirada con entera confianza. Es Madre, Madre de Dios y Madre
nuestra, icono de la ternura, bendita entre las mujeres.
Veloces transcurren los días de mayo, el mes en el que descienden hasta nosotros los dones más generosos
y abundantes de la divina misericordia, según el papa Pablo VI. No hemos sabido llenarnos del amor que
Dios esperaba. Reconocemos que «no soy digno de llamarme hijo tuyo» (cfr. Lc 15, 19). No nos deja
continuar. ¡Anda, hijo, ven!. Nos abre los brazos y nos ofrece su rostro bellísimo. ¡Esa belleza única llamada
María…! (JP II, Ang. 8-XII-79).
Conviene que no llegue a nuestra casa y se marche como ha venido. Jesús, desde lo alto de la cruz le dijo a
Juan, el joven apóstol, «ahí tienes a tu madre». Y él la «acoge entre sus cosas propias», es decir, la
introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su «yo» humano y cristiano: «La acogió en su
casa». (JP II, RM 45). Diríamos: como propiedad suya. Se entiende, como madre propia o propiamente
madre en un orden de vida superior al natural. Era el más precioso regalo de Jesús a Juan, y en Juan, a
todos. Ahora llama a nuestra puerta. ¿Cómo está «mi casa»? ¿Cómo estoy? ¿Cómo me encuentro? ¿Cómo
me acerco la recibo y cuido? ¿Cómo me dejo cuidar, ayudar, consolar, confortar? Al saber que se acerca la
Visitación, es preciso prever broche de oro al Mes de Mayo. Repasar el modo en que tratamos diariamente a
María, el rezo del Rosario, el Angelus o Regina Coeli, las breves oraciones o jaculatorias, las miradas a sus
imágenes con una sonrisa, una petición, o cualquier detalle cariñoso que se nos ocurra.
San Josemaría nos invita a acompañar «con gozo a José y a Santa María», camino hacia la casa de Isabel,
conversando con ellos, como niños: «y escucharás tradiciones de la Casa de David: / Oirás hablar de Isabel
y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que
nombren al Niño que nacerá en Belén» (Santo Rosario, segundo misterio gozoso).
San Josemaría repasa los momentos en los que María se encuentra recogida en oración, y la descubre –
cómo no- «en la alegría del Magnificat -ese canto mariano, que nos ha transmitido el Espíritu Santo por la
delicada fidelidad de San Lucas-, fruto del trato habitual de la Virgen Santísima con Dios [Amigos de Dios,
241]. Se fija en el brillar de los ojos de la Virgen Madre, semejante a los ojos de Jesús, «que no puede
contener su alegría -"Magnificat anima mea Dominum!" -y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva
dentro de sí y a su lado. / ¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con El y de
tenerlo » (Surco 95). «El canto humilde y gozoso de María, en el "Magnificat", nos recuerda la infinita
generosidad del Señor con quienes se hacen como niños, con quienes se abajan y sinceramente se saben
nada.» (Forja 608).
La concreta humildad de María
María se sabe «toda de Dios». La humildad ante todo, es esto:
«saberse de Dios». Nadie puede decir en primer término «no soy»,
y menos aún «no soy nada». Lo primero es: «soy». Lo segundo es
«no soy de mí», no me he dado a mi mismo el ser, por tanto yo
soy «don», de alguien, y ese alguien es Dios: «yo soy de Dios».
Dios es el que es, yo soy el que es por Dios. Sin Dios nada sería.
Es el argumento de la humildad, andar en verdad, que rompe
necesariamente en alabanza agradecida. El primer movimiento
racional de la criatura es de gratitud emocionada por la existencia.
Sería menester nacer de una familia desamorada y desalmada para
sofocar el optimismo a toda prueba del niño, la confianza plena en
su madre, en su padre. La humildad es la apertura franca de la
mente ante la verdad de Dios, la verdad del propio ser y la verdad
del mundo que nos rodea. De ella deriva la adoración a Dios y la
alabanza agradecida, la disponibilidad total al Ser del que todo lo
recibo y el afán de actuar conforme a esta unidad de sentido que
forman en mi corazón Dios, el mundo y yo.
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La Virgen María ha crecido en la sencillez de la verdad creatural. «No atribuye nada a sus méritos, sino que
toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y tiene por
norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes. Muy acertadamente
añade: Su nombre es santo, para que los que entonces la oían y todos aquellos a los que habían de llegar
sus palabras comprendieran que la fe y el recurso a este nombre había de procurarles, también a ellos, una
participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación, conforme al oráculo profético que afirma:
Cuantos invoquen el nombre del Señor se salvarán, ya que este nombre se identifica con aquel del que
antes ha dicho: Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (San Beda, Hom. 1, 4).
La Virgen María sabe que la vida es don, aunque sea pobre en recursos materiales y socialmente irrelevante.
Su humildad tiene el signo positivo del Hijo que todo lo recibe del Padre y responde con infinita gratitud y
radical disponibilidad. Del amor de «Dios Padre-Donador» y del «Hijo-Humildad-que todo lo recibe del
Padre», procede la «Persona-Don» que es el Espíritu Santo. Sabe que ella también ha debido ser salvada del
pecado. Lo ha sido en atención al sacrificio de su Hijo. El Espíritu Santo encuentra a la Virgen de Nazaret en
humildad perfecta, con perfecta receptividad y radical disponibilidad a la voluntad divina. Es la persona
humana que refleja más perfectamente la humildad del Logos, capaz de recibir la obra magna del Espíritu:
la Encarnación.
La mirada de Dios
Hay un verso maravilloso en el canto de María Virgen. «Porque ha mirado [o ha puesto los ojos] en la
humildad de su esclava». La palabra del texto traducida por «humildad» es tapeínosis, que significa bajeza,
situación baja, humilde, propia de los anawin –los siervos del Señor- , humanamente pobres, desvalidos,
caracterizados sobre todo por una actitud religiosa de profunda confianza en Dios liberador de su pueblo. El
fiat de María es la cumbre de esa confianza. Lo asombroso es que el Todopoderoso la ha mirado… Ha puesto
los ojos en ella. Otros, escritores famosos, dramaturgos, filósofos ateos del siglo pasado han negado la
existencia de Dios a causa de «la mirada». Si un Ser llamado Dios me mira de continuo, me «objetiva», «me
cosifica», me anula como persona y niega mi libertad… Y tras la negación de Dios viene la náusea o la
angustia existencial, la libertad como condena y el hombre como pasión inútil. Es una pena. Si profundizaran
un poco más en la mirada de Dios, si se acercaran a la palabra divina, descubrirían que es justamente la
mirada de Dios por lo que existen y son personas libres, capaces de señorear sobre sí mismos y sobre el
mundo, porque el mirar de Dios es la luz que necesita el ojo de nuestro espíritu para ver nuestra propia
dignidad, nuestra libertad en todas sus dimensiones, entre las que se cuenta la responsabilidad, sin la cual
no hay dignidad ni siquiera libertad. El mirar de Dios brilla en el bien, desvela el mal. «La mirada de Dios no
es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón» (1 Sam
16, 7). Mira lo bueno de las criaturas como un destello de su gloria y si en el corazón de la criatura que se
abre confiada a la mirada de Dios hay algún mal, la luz divina lo transforma en deseos de conversión que
conducen al bien. La mirada de Dios nos mantiene en vigilia, sostiene nuestra condición personal de hijos
del Altísimo. Impide que decaiga por debilidad o cansancio el sentido de la propia dignidad. Más aún,
muestra su dimensión invisible y trascendente. No es de temer la mirada de Dios. Lo temible es que Dios
pueda un día decir, como a las vírgenes necias: «no os conozco» (Mt 25, 12), pues «no ser conocidos» por
Dios es ser como un existente inexistente o como un muerto viviente. Escribe un poeta: «Hoy la he visto,
hoy la he visto y me ha mirado. ¡Hoy creo en Dios!». La mirada del amor eleva a Dios el corazón, como el
don al donador. ¿Qué será la mirada del Amor mismo?
La Virgen Santa se encuentra feliz porque el Amor le ha mirado y se asombra. Dios, se ha fijado en Ella,
pequeña y humilde criatura. Comprende que la mirada de Dios es creadora de gracia y bondad. Su corazón
se engrandece para dar cabida a la grandeza de Dios. Desearía que no se perdiera ni un poco del mirar
creador y redentor. Como el corazón humano tiene un coeficiente dilatación enorme, el Corazón Inmaculado
de María se ensancha al proclamar la grandeza de Dios. Lejos de esconderse, de huir, avergonzarse o temer
la mirada de Dios, se llena de alegría, porque sabe que Dios es amor. Es un grande amor. Es un Padre lleno
de ternura. «Desde ahora me felicitarán [me llamarán feliz, bienaventurada] todas las generaciones, porque
el Poderoso ha hecho obras grandes por mí». Dios ha cambiado sin espectáculo su status de bajeza por la de
criatura eminente. O más bien le ha revelado, con la vocación divina, su verdadero ser a los ojos del Padre.
Es consciente de ello y lo canta. No lo publica en las calles y plazas. Lo dice en la intimidad familiar, donde
se respira el Espíritu. Nunca fue verdadera humildad la afectada ignorancia de los dones que Dios nos dio.
Negar que se ha recibido mucho equivale a gloriarse de que se debe poco. Es cómodo descargar el alma del
peso de la responsabilidad, cuando suena la hora de devolver doblados los talentos. La verdad es que cada
hombre o mujer somos un monumento de beneficios de Dios, por más que llevemos «este tesoro en
recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2
Cor 4, 7). La humildad no es ante todo decir «soy un pecador inmundo», no hay nada que hacer conmigo.
Sino «soy hijo del Altísimo, que ha hecho cosas grandes por mí, se ha humanado, se ha escondido en las
especies eucarísticas para poderme hacer una sola cosa con él…, lo reconozco, lo agradezco y lo recibo como
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lo que es: don gratuito, inmerecido, de pura generosidad y amor sin medida. En consecuencia quiero recibir
el don entero. No sería humildad separar una parte, escoger lo que me gusta o lo que me parece a mi
medida y rechazar lo demás. No. La Virgen María es la más humilde porque es la que más y mejor recibe el
don que Dios le ofrece, nada menos que la maternidad del Hijo del Altísimo. Por su humildad, por su
apertura a la verdad y a la gracia, llamaremos a la Virgen Madre bienaventurada todas las generaciones.
Agradecer los dones que recibe de continuo la humanidad
En seguida, el Magnificat pasa, de ser una alabanza por el don personalmente recibido, a serlo por el don
dispensado a la humanidad entera a lo largo y ancho de la historia de la salvación universal. El punto
culminante es la llegada del Mesías. «…Su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación
en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los
poderosos…». Es impensable que la Toda Santa se alegre por algún castigo, por merecido que resulte, a los
que su Hijo ha venido a salvar. Se alegra de que no haya injusticia sin que sea, al fin, del todo reparada. Los
«soberbios de corazón» de que habla con palabras claras, son los que no aceptan la soberanía de Dios y por
ello son confundidos. El Magníficat no es una descalificación sin esperanza para ellos. Es la proclamación del
cumplimiento de la Promesa. Es una llamada a la conversión, a cambiar las disposiciones para poder recibir
el don de Dios del que ella es feliz portadora, el gran don del cuerpo y sangre de la Nueva Alianza, que lleva
bajo su Corazón inmaculado y encontraremos bajo las especies eucarísticas. «Los poderosos», antítesis de
los humildes, pobres y hambrientos del don divino, también están llamados a participar en el Banquete
eucarístico de la familia de Dios. Yahvé no quiere su muerte, sino que se conviertan y vivan la vida
verdadera. Los primeros serán los últimos; los últimos, primeros. Los ricos y poderosos en apariencia son
invitados a ponerse en el último lugar y acercarse humildemente a la gran fiesta del Reino de los Cielos.
Entonces también ellos serán enaltecidos, porque Yahvé enaltece a los humildes, a los hambrientos los
colma de bienes. Solo a los ricos que abusan de su poder los despide vacíos. El poder y la riqueza cuando
vienen o se alcanzan justamente, son buenos, muy buenos para servir a los más débiles.
La Virgen Santa, al cantar a la humildad, nos llama a vaciarnos de egoísmos y avaricias que corrompan u
ofusquen el don. Más vale el ser que el tener. A la vez, subraya la predilección de Dios por los más
necesitados: «María proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del «Mesías de los pobres»
(cf. Is 11, 4; 61, 1)… María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de
la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su
integridad el sentido de su misión» (JPII RM, 93)
«Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres- en
favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 46-55). «Israel» es aquí el Siervo fiel que se
encuentra con la fidelidad de Dios a sus promesas. El primer depositario fue Abraham. «Su descendencia»
apunta no a todos sus descendientes, sino al descendiente Mesías (cfr. Gal 3, 16); y a partir de él a todos
los que se integren en el nuevo Israel, la Iglesia (cfr. Gal 3, 8-9). María rememora las maravillas que Dios
ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando
la que supera a todas ellas, la encarnación redentora.
Perspectiva eucarística y escatológica del Magnificat
«En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios
se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de
la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y se «enaltece a los humildes» (cf. Lc 1,
52). María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido,
deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos
ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que
nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat! En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a
Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar
releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante
todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta
en Dios, mi Salvador», lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en»
Jesús y «con» Jesús. Esto es precisamente la verdadera «actitud eucarística» (JPII Ecclesia de Eucaristía, c.
VI, n. 58).
«A Juan Pablo II -dice Benedicto XVI- le gustaba recordar, en particular en los últimos meses de su vida, a
María como "mujer eucarística". La visitación de la Virgen María, embarazada de Jesús, a su prima Isabel es,
en cierto sentido, la primera 'procesión eucarística' de la historia. María va a visitar llevando en el seno a
Jesús, recién concebido, a la anciana prima, Isabel, a quien todos consideraban estéril, y que sin embargo
había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios. Es una joven muchacha, pero no tiene miedo,
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porque Dios está con ella, dentro de ella. En cierto sentido, podemos decir que su viaje ha sido la primera
'procesión eucarística' de la historia. Cuando entra en casa de Isabel, su saludo es desbordante de gracia :
Juan salta de gozo en el seno de la madre, como percibiendo la venida de Aquel a quien tendrá que anunciar
a Israel». Exultan los hijos, exultan las madres. «Este encuentro, lleno de la alegría en el Espíritu, encuentra
su expresión en el cántico del Magnificat. ¿No es quizá también esta la alegría de la Iglesia, que acoge
incesantemente a Cristo en la sagrada Eucaristía y lo lleva por el mundo con el testimonio de la caridad
operativa, llena de fe y de esperanza? ¡Sí, acoger a Jesús y llevarlo a los demás es la verdadera alegría del
cristiano! Sigamos e imitemos a María, un alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida será un
Magnificat. Que esta sea la gracia que pidamos juntos esta tarde a la Virgen Santísima al terminar el mes de
mayo» (Benedicto XVI, desde la Iglesia de San Esteban de los Abisinios -cercana al ábside de la basílica
vaticana- a la Gruta de la Virgen de Lourdes, 31.05.2005).
San Josemaría llama la atención sobre una sorprendente consideración de San Anselmo: «'Que en cada uno
de vosotros esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para
gozarse en Dios'. Y este Padre de la iglesia añade unas consideraciones que a primera vista resultan
atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. 'Según la carne, una sola es
la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros'. Si nos identificamos con María, si
imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se
identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos
en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el
testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un 'fiat'
que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios.» (Amigos de Dios 281). Benedicto XVI también se
conmueve: «siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras: 'Aunque, según la
carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge
en sí al Verbo de Dios'. Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer
que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro
corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo
para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a
llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo (Benedicto XVI, Au.ge, 15.02.2006).
María, primer sagrario eucarístico y templo eminente del Espíritu Santo. Al enseñarnos a abrir nuestra
mente a las grandezas de Dios y el corazón a su mirada amorosa, ensancha el horizonte de nuestra
existencia, nos abre a nuestros hermanos. Nos libera del egoísmo, nos impulsa a servir a todos,
comenzando por los más próximos, ¡el prójimo! Hasta llegar a los que se sientan enemigos. También estos
están llamados a compartir eternamente la vida de hijos de Dios en Cristo, junto a su Madre, Nuestra Madre.
Al mostrarnos a Jesús, fruto bendito de su vientre, nos insta a mostrar a nuestro alrededor lo que llevamos
en el corazón como fruto bendito de nuestra fe: Jesucristo.
Buscar la sonrisa de María
Así llegamos, finalmente a un descubrimiento que nos brinda el papa en el clima del
Magnificat: la sonrisa. «La Escritura misma - decía en Lourdes - nos la desvela en los
labios de María cuando entona el Magnificat: 'Proclama mi alma la grandeza del
Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador' (Lc 1,46-47). Cuando la Virgen
María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María, anticipadamente, comparte
con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive su corazón, para que se convierta
también en la nuestra. Cada vez que se recita el Magnificat nos hace testigos de su
sonrisa. Aquí, en Lourdes, durante la aparición del miércoles, 3 de marzo de 1858,
Bernadette contempla de un modo totalmente particular esa sonrisa de María. Ésa
fue la primera respuesta que la Hermosa Señora dio a la joven vidente que quería
saber su identidad. Antes de presentarse a ella algunos días más tarde como “la
Inmaculada Concepción”, María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la
puerta de entrada más adecuada para la revelación de su misterio.»
Lo primero que hizo la Señora fue sonreír. Ella es la sonrisa de la Creación, la
primera sonrisa de Dios después del pecado. «Esta sonrisa, dice el papa, es reflejo
verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable. Sabemos que, por desgracia, el
sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la
confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el
hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya
encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía
de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más
íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos
son, más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento.
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La Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólo 'no es incapaz de compadecerse de nuestras
debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros' (cf. Hb 4,15)». Jesús y María no
han aprendido el sufrimiento humano en un libro, no vienen a consolarnos desde el Paraíso, sino desde la
Cruz. Por eso el papa lúcido y octogenario, continúa: «quisiera decir humildemente a los que sufren y a los
que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está
misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida.
También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora
que Dios quiera». Y propone «encontrarse frecuentemente con la Virgen María 'con la mirada'. Sí, buscar la
sonrisa de la Virgen María no es un infantilismo piadoso, es la aspiración, dice el salmo 44, de los que son
'los más ricos del pueblo' (44,13). 'Los más ricos' se entiende en el orden de la fe, los que tienen mayor
madurez espiritual y saben reconocer precisamente su debilidad y su pobreza ante Dios. En una
manifestación tan simple de ternura como la sonrisa, nos damos cuenta de que nuestra única riqueza es el
amor que Dios nos regala y que pasa por el corazón de la que ha llegado a ser nuestra Madre. Buscar esa
sonrisa es ante todo acoger la gratuidad del amor; es también saber provocar esa sonrisa con nuestros
esfuerzos por vivir según la Palabra de su Hijo amado, del mismo modo que un niño trata de hacer brotar la
sonrisa de su madre haciendo lo que le gusta. Y sabemos lo que agrada a María por las palabras que dirigió
a los sirvientes de Caná: 'Haced lo que Él os diga' (Jn 2,5)» (Benedicto XVI, Basílica de Nuestra Señora del
Rosario, Lourdes Lunes 15 de septiembre de 2008)
A.O.D.
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Ver secciones: VIRGEN MARÍA y SANTO ROSARIO