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1 LA VISITACIÓN Y «EL MAGNIFICAT» -La Visitación de Nuestra Señora a su prima santa Isabel. -La fiesta. -La concreta humildad de María. -La mirada de Dios. - Agradecer los dones de Dios a la humanidad - Perspectiva eucarística y escatológica del Magnificat - Buscar la sonrisa de María Lc 1, 39-55: Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo: —Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.María exclamó: —Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo; su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó de su trono a los poderosos y ensalzó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos los despidió vacíos. Protegió a Israel su siervo, recordando su misericordia, como había prometido a nuestros padres, Abrahán y su descendencia para siempre. La Virgen María ya es Madre de Dios. El Ángel de la Anunciación le ha dicho que Isabel -de edad avanzadaestá en el sexto mes y sin perder tiempo, deja Nazaret, cruza montañas, viaja cuatro jornadas. Isabel es mujer de rica interioridad, sintoniza con lo divino. Recibe el saludo de María y al instante percibe la corriente del Espíritu que a la Virgen siempre acompaña y llena. En el seno de Isabel el hijo salta de gozo. 2 Mucha gente se cruzó con María durante de su viaje a Ain-Karen. Pocos le prestarían especial atención. Algunos percibirían aquel no sé qué en el rostro, en el gesto, en el porte, un encanto, una paz que no sabrían describir. El 31 de mayo la Virgen de la Visitación viene a nuestra casa como una madre que acaso, por razones confusas, hemos olvidado un poco. Ella no olvida. Conoce nuestra indigencia y sin reproches nos salva de nuestro descuido por largo que haya sido. La madre siempre vela. Quizá nos invade la sensación de no merecer las delicadezas de su cariño sin medida. Aun así, como estemos, despeinados, manchados, desastrados, podemos presentarnos ante su mirada con entera confianza. Es Madre, Madre de Dios y Madre nuestra, icono de la ternura, bendita entre las mujeres. Veloces transcurren los días de mayo, el mes en el que descienden hasta nosotros los dones más generosos y abundantes de la divina misericordia, según el papa Pablo VI. No hemos sabido llenarnos del amor que Dios esperaba. Reconocemos que «no soy digno de llamarme hijo tuyo» (cfr. Lc 15, 19). No nos deja continuar. ¡Anda, hijo, ven!. Nos abre los brazos y nos ofrece su rostro bellísimo. ¡Esa belleza única llamada María…! (JP II, Ang. 8-XII-79). Conviene que no llegue a nuestra casa y se marche como ha venido. Jesús, desde lo alto de la cruz le dijo a Juan, el joven apóstol, «ahí tienes a tu madre». Y él la «acoge entre sus cosas propias», es decir, la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su «yo» humano y cristiano: «La acogió en su casa». (JP II, RM 45). Diríamos: como propiedad suya. Se entiende, como madre propia o propiamente madre en un orden de vida superior al natural. Era el más precioso regalo de Jesús a Juan, y en Juan, a todos. Ahora llama a nuestra puerta. ¿Cómo está «mi casa»? ¿Cómo estoy? ¿Cómo me encuentro? ¿Cómo me acerco la recibo y cuido? ¿Cómo me dejo cuidar, ayudar, consolar, confortar? Al saber que se acerca la Visitación, es preciso prever broche de oro al Mes de Mayo. Repasar el modo en que tratamos diariamente a María, el rezo del Rosario, el Angelus o Regina Coeli, las breves oraciones o jaculatorias, las miradas a sus imágenes con una sonrisa, una petición, o cualquier detalle cariñoso que se nos ocurra. San Josemaría nos invita a acompañar «con gozo a José y a Santa María», camino hacia la casa de Isabel, conversando con ellos, como niños: «y escucharás tradiciones de la Casa de David: / Oirás hablar de Isabel y de Zacarías, te enternecerás ante el amor purísimo de José, y latirá fuertemente tu corazón cada vez que nombren al Niño que nacerá en Belén» (Santo Rosario, segundo misterio gozoso). San Josemaría repasa los momentos en los que María se encuentra recogida en oración, y la descubre – cómo no- «en la alegría del Magnificat -ese canto mariano, que nos ha transmitido el Espíritu Santo por la delicada fidelidad de San Lucas-, fruto del trato habitual de la Virgen Santísima con Dios [Amigos de Dios, 241]. Se fija en el brillar de los ojos de la Virgen Madre, semejante a los ojos de Jesús, «que no puede contener su alegría -"Magnificat anima mea Dominum!" -y su alma glorifica al Señor, desde que lo lleva dentro de sí y a su lado. / ¡Oh, Madre!: que sea la nuestra, como la tuya, la alegría de estar con El y de tenerlo » (Surco 95). «El canto humilde y gozoso de María, en el "Magnificat", nos recuerda la infinita generosidad del Señor con quienes se hacen como niños, con quienes se abajan y sinceramente se saben nada.» (Forja 608). La concreta humildad de María María se sabe «toda de Dios». La humildad ante todo, es esto: «saberse de Dios». Nadie puede decir en primer término «no soy», y menos aún «no soy nada». Lo primero es: «soy». Lo segundo es «no soy de mí», no me he dado a mi mismo el ser, por tanto yo soy «don», de alguien, y ese alguien es Dios: «yo soy de Dios». Dios es el que es, yo soy el que es por Dios. Sin Dios nada sería. Es el argumento de la humildad, andar en verdad, que rompe necesariamente en alabanza agradecida. El primer movimiento racional de la criatura es de gratitud emocionada por la existencia. Sería menester nacer de una familia desamorada y desalmada para sofocar el optimismo a toda prueba del niño, la confianza plena en su madre, en su padre. La humildad es la apertura franca de la mente ante la verdad de Dios, la verdad del propio ser y la verdad del mundo que nos rodea. De ella deriva la adoración a Dios y la alabanza agradecida, la disponibilidad total al Ser del que todo lo recibo y el afán de actuar conforme a esta unidad de sentido que forman en mi corazón Dios, el mundo y yo. 3 La Virgen María ha crecido en la sencillez de la verdad creatural. «No atribuye nada a sus méritos, sino que toda su grandeza la refiere a la libre donación de aquel que es por esencia poderoso y grande, y tiene por norma levantar a sus fieles de su pequeñez y debilidad para hacerlos grandes y fuertes. Muy acertadamente añade: Su nombre es santo, para que los que entonces la oían y todos aquellos a los que habían de llegar sus palabras comprendieran que la fe y el recurso a este nombre había de procurarles, también a ellos, una participación en la santidad eterna y en la verdadera salvación, conforme al oráculo profético que afirma: Cuantos invoquen el nombre del Señor se salvarán, ya que este nombre se identifica con aquel del que antes ha dicho: Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador» (San Beda, Hom. 1, 4). La Virgen María sabe que la vida es don, aunque sea pobre en recursos materiales y socialmente irrelevante. Su humildad tiene el signo positivo del Hijo que todo lo recibe del Padre y responde con infinita gratitud y radical disponibilidad. Del amor de «Dios Padre-Donador» y del «Hijo-Humildad-que todo lo recibe del Padre», procede la «Persona-Don» que es el Espíritu Santo. Sabe que ella también ha debido ser salvada del pecado. Lo ha sido en atención al sacrificio de su Hijo. El Espíritu Santo encuentra a la Virgen de Nazaret en humildad perfecta, con perfecta receptividad y radical disponibilidad a la voluntad divina. Es la persona humana que refleja más perfectamente la humildad del Logos, capaz de recibir la obra magna del Espíritu: la Encarnación. La mirada de Dios Hay un verso maravilloso en el canto de María Virgen. «Porque ha mirado [o ha puesto los ojos] en la humildad de su esclava». La palabra del texto traducida por «humildad» es tapeínosis, que significa bajeza, situación baja, humilde, propia de los anawin –los siervos del Señor- , humanamente pobres, desvalidos, caracterizados sobre todo por una actitud religiosa de profunda confianza en Dios liberador de su pueblo. El fiat de María es la cumbre de esa confianza. Lo asombroso es que el Todopoderoso la ha mirado… Ha puesto los ojos en ella. Otros, escritores famosos, dramaturgos, filósofos ateos del siglo pasado han negado la existencia de Dios a causa de «la mirada». Si un Ser llamado Dios me mira de continuo, me «objetiva», «me cosifica», me anula como persona y niega mi libertad… Y tras la negación de Dios viene la náusea o la angustia existencial, la libertad como condena y el hombre como pasión inútil. Es una pena. Si profundizaran un poco más en la mirada de Dios, si se acercaran a la palabra divina, descubrirían que es justamente la mirada de Dios por lo que existen y son personas libres, capaces de señorear sobre sí mismos y sobre el mundo, porque el mirar de Dios es la luz que necesita el ojo de nuestro espíritu para ver nuestra propia dignidad, nuestra libertad en todas sus dimensiones, entre las que se cuenta la responsabilidad, sin la cual no hay dignidad ni siquiera libertad. El mirar de Dios brilla en el bien, desvela el mal. «La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón» (1 Sam 16, 7). Mira lo bueno de las criaturas como un destello de su gloria y si en el corazón de la criatura que se abre confiada a la mirada de Dios hay algún mal, la luz divina lo transforma en deseos de conversión que conducen al bien. La mirada de Dios nos mantiene en vigilia, sostiene nuestra condición personal de hijos del Altísimo. Impide que decaiga por debilidad o cansancio el sentido de la propia dignidad. Más aún, muestra su dimensión invisible y trascendente. No es de temer la mirada de Dios. Lo temible es que Dios pueda un día decir, como a las vírgenes necias: «no os conozco» (Mt 25, 12), pues «no ser conocidos» por Dios es ser como un existente inexistente o como un muerto viviente. Escribe un poeta: «Hoy la he visto, hoy la he visto y me ha mirado. ¡Hoy creo en Dios!». La mirada del amor eleva a Dios el corazón, como el don al donador. ¿Qué será la mirada del Amor mismo? La Virgen Santa se encuentra feliz porque el Amor le ha mirado y se asombra. Dios, se ha fijado en Ella, pequeña y humilde criatura. Comprende que la mirada de Dios es creadora de gracia y bondad. Su corazón se engrandece para dar cabida a la grandeza de Dios. Desearía que no se perdiera ni un poco del mirar creador y redentor. Como el corazón humano tiene un coeficiente dilatación enorme, el Corazón Inmaculado de María se ensancha al proclamar la grandeza de Dios. Lejos de esconderse, de huir, avergonzarse o temer la mirada de Dios, se llena de alegría, porque sabe que Dios es amor. Es un grande amor. Es un Padre lleno de ternura. «Desde ahora me felicitarán [me llamarán feliz, bienaventurada] todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí». Dios ha cambiado sin espectáculo su status de bajeza por la de criatura eminente. O más bien le ha revelado, con la vocación divina, su verdadero ser a los ojos del Padre. Es consciente de ello y lo canta. No lo publica en las calles y plazas. Lo dice en la intimidad familiar, donde se respira el Espíritu. Nunca fue verdadera humildad la afectada ignorancia de los dones que Dios nos dio. Negar que se ha recibido mucho equivale a gloriarse de que se debe poco. Es cómodo descargar el alma del peso de la responsabilidad, cuando suena la hora de devolver doblados los talentos. La verdad es que cada hombre o mujer somos un monumento de beneficios de Dios, por más que llevemos «este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2 Cor 4, 7). La humildad no es ante todo decir «soy un pecador inmundo», no hay nada que hacer conmigo. Sino «soy hijo del Altísimo, que ha hecho cosas grandes por mí, se ha humanado, se ha escondido en las especies eucarísticas para poderme hacer una sola cosa con él…, lo reconozco, lo agradezco y lo recibo como 4 lo que es: don gratuito, inmerecido, de pura generosidad y amor sin medida. En consecuencia quiero recibir el don entero. No sería humildad separar una parte, escoger lo que me gusta o lo que me parece a mi medida y rechazar lo demás. No. La Virgen María es la más humilde porque es la que más y mejor recibe el don que Dios le ofrece, nada menos que la maternidad del Hijo del Altísimo. Por su humildad, por su apertura a la verdad y a la gracia, llamaremos a la Virgen Madre bienaventurada todas las generaciones. Agradecer los dones que recibe de continuo la humanidad En seguida, el Magnificat pasa, de ser una alabanza por el don personalmente recibido, a serlo por el don dispensado a la humanidad entera a lo largo y ancho de la historia de la salvación universal. El punto culminante es la llegada del Mesías. «…Su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos…». Es impensable que la Toda Santa se alegre por algún castigo, por merecido que resulte, a los que su Hijo ha venido a salvar. Se alegra de que no haya injusticia sin que sea, al fin, del todo reparada. Los «soberbios de corazón» de que habla con palabras claras, son los que no aceptan la soberanía de Dios y por ello son confundidos. El Magníficat no es una descalificación sin esperanza para ellos. Es la proclamación del cumplimiento de la Promesa. Es una llamada a la conversión, a cambiar las disposiciones para poder recibir el don de Dios del que ella es feliz portadora, el gran don del cuerpo y sangre de la Nueva Alianza, que lleva bajo su Corazón inmaculado y encontraremos bajo las especies eucarísticas. «Los poderosos», antítesis de los humildes, pobres y hambrientos del don divino, también están llamados a participar en el Banquete eucarístico de la familia de Dios. Yahvé no quiere su muerte, sino que se conviertan y vivan la vida verdadera. Los primeros serán los últimos; los últimos, primeros. Los ricos y poderosos en apariencia son invitados a ponerse en el último lugar y acercarse humildemente a la gran fiesta del Reino de los Cielos. Entonces también ellos serán enaltecidos, porque Yahvé enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes. Solo a los ricos que abusan de su poder los despide vacíos. El poder y la riqueza cuando vienen o se alcanzan justamente, son buenos, muy buenos para servir a los más débiles. La Virgen Santa, al cantar a la humildad, nos llama a vaciarnos de egoísmos y avaricias que corrompan u ofusquen el don. Más vale el ser que el tener. A la vez, subraya la predilección de Dios por los más necesitados: «María proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del «Mesías de los pobres» (cf. Is 11, 4; 61, 1)… María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión» (JPII RM, 93) «Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abraham y su descendencia por siempre» (Lc 1, 46-55). «Israel» es aquí el Siervo fiel que se encuentra con la fidelidad de Dios a sus promesas. El primer depositario fue Abraham. «Su descendencia» apunta no a todos sus descendientes, sino al descendiente Mesías (cfr. Gal 3, 16); y a partir de él a todos los que se integren en el nuevo Israel, la Iglesia (cfr. Gal 3, 8-9). María rememora las maravillas que Dios ha hecho en la historia de la salvación, según la promesa hecha a nuestros padres (cf. Lc 1, 55), anunciando la que supera a todas ellas, la encarnación redentora. Perspectiva eucarística y escatológica del Magnificat «En el Magnificat, en fin, está presente la tensión escatológica de la Eucaristía. Cada vez que el Hijo de Dios se presenta bajo la «pobreza» de las especies sacramentales, pan y vino, se pone en el mundo el germen de la nueva historia, en la que se «derriba del trono a los poderosos» y se «enaltece a los humildes» (cf. Lc 1, 52). María canta el «cielo nuevo» y la «tierra nueva» que se anticipan en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su 'diseño' programático. Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat! En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María. Es una verdad que se puede profundizar releyendo el Magnificat en perspectiva eucarística. La Eucaristía, en efecto, como el canto de María, es ante todo alabanza y acción de gracias. Cuando María exclama «mi alma engrandece al Señor, mi espíritu exulta en Dios, mi Salvador», lleva a Jesús en su seno. Alaba al Padre «por» Jesús, pero también lo alaba «en» Jesús y «con» Jesús. Esto es precisamente la verdadera «actitud eucarística» (JPII Ecclesia de Eucaristía, c. VI, n. 58). «A Juan Pablo II -dice Benedicto XVI- le gustaba recordar, en particular en los últimos meses de su vida, a María como "mujer eucarística". La visitación de la Virgen María, embarazada de Jesús, a su prima Isabel es, en cierto sentido, la primera 'procesión eucarística' de la historia. María va a visitar llevando en el seno a Jesús, recién concebido, a la anciana prima, Isabel, a quien todos consideraban estéril, y que sin embargo había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios. Es una joven muchacha, pero no tiene miedo, 5 porque Dios está con ella, dentro de ella. En cierto sentido, podemos decir que su viaje ha sido la primera 'procesión eucarística' de la historia. Cuando entra en casa de Isabel, su saludo es desbordante de gracia : Juan salta de gozo en el seno de la madre, como percibiendo la venida de Aquel a quien tendrá que anunciar a Israel». Exultan los hijos, exultan las madres. «Este encuentro, lleno de la alegría en el Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magnificat. ¿No es quizá también esta la alegría de la Iglesia, que acoge incesantemente a Cristo en la sagrada Eucaristía y lo lleva por el mundo con el testimonio de la caridad operativa, llena de fe y de esperanza? ¡Sí, acoger a Jesús y llevarlo a los demás es la verdadera alegría del cristiano! Sigamos e imitemos a María, un alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida será un Magnificat. Que esta sea la gracia que pidamos juntos esta tarde a la Virgen Santísima al terminar el mes de mayo» (Benedicto XVI, desde la Iglesia de San Esteban de los Abisinios -cercana al ábside de la basílica vaticana- a la Gruta de la Virgen de Lourdes, 31.05.2005). San Josemaría llama la atención sobre una sorprendente consideración de San Anselmo: «'Que en cada uno de vosotros esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios'. Y este Padre de la iglesia añade unas consideraciones que a primera vista resultan atrevidas, pero que tienen un sentido espiritual claro para la vida del cristiano. 'Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros'. Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un 'fiat' que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios.» (Amigos de Dios 281). Benedicto XVI también se conmueve: «siempre me impresionan de modo especial las sorprendentes palabras: 'Aunque, según la carne, sólo hay una madre de Cristo, según la fe todas las almas engendran a Cristo, pues cada una acoge en sí al Verbo de Dios'. Así el santo doctor, interpretando las palabras de la Virgen misma, nos invita a hacer que el Señor encuentre una morada en nuestra alma y en nuestra vida. No sólo debemos llevarlo en nuestro corazón; también debemos llevarlo al mundo, de forma que también nosotros podamos engendrar a Cristo para nuestros tiempos. Pidamos al Señor que nos ayude a alabarlo con el espíritu y el alma de María, y a llevar de nuevo a Cristo a nuestro mundo (Benedicto XVI, Au.ge, 15.02.2006). María, primer sagrario eucarístico y templo eminente del Espíritu Santo. Al enseñarnos a abrir nuestra mente a las grandezas de Dios y el corazón a su mirada amorosa, ensancha el horizonte de nuestra existencia, nos abre a nuestros hermanos. Nos libera del egoísmo, nos impulsa a servir a todos, comenzando por los más próximos, ¡el prójimo! Hasta llegar a los que se sientan enemigos. También estos están llamados a compartir eternamente la vida de hijos de Dios en Cristo, junto a su Madre, Nuestra Madre. Al mostrarnos a Jesús, fruto bendito de su vientre, nos insta a mostrar a nuestro alrededor lo que llevamos en el corazón como fruto bendito de nuestra fe: Jesucristo. Buscar la sonrisa de María Así llegamos, finalmente a un descubrimiento que nos brinda el papa en el clima del Magnificat: la sonrisa. «La Escritura misma - decía en Lourdes - nos la desvela en los labios de María cuando entona el Magnificat: 'Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador' (Lc 1,46-47). Cuando la Virgen María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María, anticipadamente, comparte con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive su corazón, para que se convierta también en la nuestra. Cada vez que se recita el Magnificat nos hace testigos de su sonrisa. Aquí, en Lourdes, durante la aparición del miércoles, 3 de marzo de 1858, Bernadette contempla de un modo totalmente particular esa sonrisa de María. Ésa fue la primera respuesta que la Hermosa Señora dio a la joven vidente que quería saber su identidad. Antes de presentarse a ella algunos días más tarde como “la Inmaculada Concepción”, María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada más adecuada para la revelación de su misterio.» Lo primero que hizo la Señora fue sonreír. Ella es la sonrisa de la Creación, la primera sonrisa de Dios después del pecado. «Esta sonrisa, dice el papa, es reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable. Sabemos que, por desgracia, el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa; buscamos entonces no sólo la cercanía de los parientes o de aquellos a quienes nos unen lazos de amistad, sino también la proximidad de los más íntimos por el vínculo de la fe. Y ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? Ellos son, más que nadie, capaces de entendernos y apreciar la dureza de la lucha contra el mal y el sufrimiento. 6 La Carta a los Hebreos dice de Cristo, que Él no sólo 'no es incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros' (cf. Hb 4,15)». Jesús y María no han aprendido el sufrimiento humano en un libro, no vienen a consolarnos desde el Paraíso, sino desde la Cruz. Por eso el papa lúcido y octogenario, continúa: «quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera». Y propone «encontrarse frecuentemente con la Virgen María 'con la mirada'. Sí, buscar la sonrisa de la Virgen María no es un infantilismo piadoso, es la aspiración, dice el salmo 44, de los que son 'los más ricos del pueblo' (44,13). 'Los más ricos' se entiende en el orden de la fe, los que tienen mayor madurez espiritual y saben reconocer precisamente su debilidad y su pobreza ante Dios. En una manifestación tan simple de ternura como la sonrisa, nos damos cuenta de que nuestra única riqueza es el amor que Dios nos regala y que pasa por el corazón de la que ha llegado a ser nuestra Madre. Buscar esa sonrisa es ante todo acoger la gratuidad del amor; es también saber provocar esa sonrisa con nuestros esfuerzos por vivir según la Palabra de su Hijo amado, del mismo modo que un niño trata de hacer brotar la sonrisa de su madre haciendo lo que le gusta. Y sabemos lo que agrada a María por las palabras que dirigió a los sirvientes de Caná: 'Haced lo que Él os diga' (Jn 2,5)» (Benedicto XVI, Basílica de Nuestra Señora del Rosario, Lourdes Lunes 15 de septiembre de 2008) A.O.D. ___________ Ver secciones: VIRGEN MARÍA y SANTO ROSARIO