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 19° Capítulo del Abad General M-­G. Lepori OCist para el CFM – 17.09.2014 “In Christi amore pro inimicis orare” (RB 4,72). Este instrumento de las buenas obras del capítulo 4 de la Regla, creo que debemos profundizarlo aún más, al menos en el sentido de lo que decía el sábado. Este “in Christi amore – en el amor de Cristo” que se expresa y da fruto en un “pro inimicis – por los enemigos”, en la oración, y, por lo tanto, en la relación de caridad que Dios nos pide y da para con todos, sin límites, sin exclusiones, es precisamente lo esencial de la vida, de la mística, de la santidad cristiana. Me doy cuenta que, en el fondo, todos los santos y místicos son una ilustración de esta gracia de vivir en Cristo para todos, una gracia que quiere decir vivir la vida de Cristo, dejar vivir a Cristo en nosotros: “Estoy crucificado con Cristo, y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí.” (Gál 2,19-­‐20) Cómo no pensar en San Bernardo, un místico absolutamente “in Christo", e y al mismo tiempo totalmente "pro omnibus”. Me gusta citar, y sobre todo meditar, un pasaje sobre él de uno de sus primeros biógrafos, Gofredo de Auxerre, que fue su secretario y que, por lo tanto, vivió junto a él, porque es una página que, más allá del estilo y, sin duda, de alguna exageración hagiográfica, describe bien cómo la “sola mirada” del corazón a Cristo puede unificar y animar la vida completa de un pastor ya “universal”, de un profeta de su tiempo. Esta página describe bien como quien vive con todo el corazón “en Cristo”, y se preocupa esencialmente de esto, aparece siendo un don para todos, para el mundo entero: “Este siervo fiel de Cristo no buscaba su propia ventaja, sino que consideraba como interés propio todo lo que tenía que ver con Cristo. ¿Qué crímenes no ha denunciado? ¿Qué discordias no ha sofocado? ¿Qué escándalos no ha hecho cesar? ¿Hay quizá algún cisma que no haya reparado, una herejía que no haya refutado? ¿Por otra parte, su autoridad no es quizá puesta en práctica con celo y caridad en todo lo que en su tiempo es tenido como santo, honesto, puro, amable, laudable, virtuoso, ordenado? (...) ¿Quién, alimentando proyectos malvados, no se ha detenido por el temor de su celo y de su autoridad? ¿Qué hombre en medio de la tribulación ha apelado sin resultado a su corazón, verdadero templo de la divinidad? El afligido recibía consuelo, el oprimido socorro, el angustiado un consejo, el enfermo una medicina, el pobre la limosna. En una palabra, se hizo siervo de todos, como si hubiera nacido para el mundo entero; y, sin embargo, custodiaba su alma libre de todo y de todos, como si no se dedicase más que a la custodia de su corazón.” (Vita prima sancti Bernardi, III,8). 1 Este texto nos ayuda a entender que una caridad universal, una responsabilidad hacia todos de la propia vocación, este hacerse “siervo de todos, como si hubiera nacido para el mundo entero”, no es el fruto primeramente de una difusión mediática, sino de un trabajo constante sobre su propio corazón, el trabajo del que he intentado hablar en estos días. La mística esponsal sugerida por el Cantar de los Cantares es el punto de apoyo de una misión caritativa y pastoral sin confines, de una dedicación sin reservas a la necesidad de salvación de la humanidad entera. Y es en este sentido en el que debemos estudiar y meditar las obras de san Bernardo, como sus Sermones sobre el Cantar de los Cantares, porque precisamente nos ayudan a entender lo que significa concentrarse en la custodia del corazón de tal modo que este, como el de Cristo, pueda convertirse en el centro del don de nuestra vida al mundo entero. Figuras como san Bernardo son para nosotros padres y maestros de vida precisamente por esto, porque nos ayudan a vivir en Cristo para todos, a vivir con plenitud el “pro omnibus”, el “para todos”, “in Christi amore – en el amor de Cristo”. No solo Bernardo ha “nacido para el mundo entero”. Cada uno de nosotros, cada ser humano nace “para el mundo entero”, porque el proyecto de Dios al crear al hombre y a la mujer es que la humanidad sea una gran familia. Y cada ser humano nace “hermano” o “hermana” de todos. La división, la hostilidad, la guerra fratricida, es consecuencia del pecado, no ha sido nunca ni lo será un proyecto de Dios. Después del pecado, Caín mata a Abel, y solo en Cristo y en su amor crucificado se restablece y vuelve a ser posible la fraternidad universal de la humanidad. Cuando Jesús dice a sus discípulos: “Todos vosotros sois hermanos” (Mt 23,8), quiere que inicien entre ellos un trabajo de recuperación e irradiación “en Él para todos” de la fraternidad de toda la humanidad. Y es un trabajo que se inicia con una preferencia otorgada a Jesús como Maestro y Guía, y a Dios como Padre: «Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabí", porque uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos. Ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo. Ni tampoco os dejéis llamar "Guías", porque uno solo es vuestro Guía: Cristo» (Mt 23,8-­‐10). En este sentido, la fraternidad universal y el vivir “para el mundo entero”, como san Bernardo, tiene en el centro una mística, una concentración sobre la relación con Dios en Cristo. Parece resonar lo que Jesús dice a Marta: “¡Una sola cosa es necesaria!” (Lc 10,42). Sí, necesitamos concentrarnos en un solo Maestro, en un solo Guía, en un solo Padre, si queremos servir a todos, como Marta quería: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola con el servicio?” (Lc 10,40). Solo que Marta no partía del centro. Ella miraba el servicio que tenía que hacer, y medía las fuerzas necesarias a partir de aquello. Sin embargo, si hubiera partido del centro, de Jesús, lo único necesario para ella y para todos, el servicio a todos habría irradiado desde el centro, desde su estar en Cristo Maestro como 2 hija del Padre. Como san Bernardo que “custodiaba su alma libre de todo y de todos, como si no se dedicase más que a la custodia de su corazón”, y precisamente por esto “se hizo el siervo de todos, como si hubiera nacido para el mundo entero”. Cada vez me doy más cuenta de esto cuando visito las comunidades. ¡Cuántas divisiones existen en las comunidades! Lo sabéis también vosotros. ¡Cuántos conflictos, cuántas competiciones! Verdaderas “guerras mundiales”, “atómicas” o, mejor, “químicas”, porque las divisiones y las discordias son como gas tóxico que envenena el aire que se respira en cada ángulo del monasterio, en el trabajo, en el coro, en la recreación, en el capítulo... Y no sirve de nada apelar a la bondad, al perdón, a la fraternidad, porque es como pretender que haya luz en una habitación sin encender la bombilla del centro del techo. Lo que falta, lo repito por centésima vez, es una mística de la comunión con Cristo, que es la preferencia de la relación con Él, y en Él con el Padre en el Espíritu. Si existe esto, la luz se enciende, la fraternidad, el “para todos” filial y fraterno puede irradiarse, en la comunidad y en el mundo entero. Y, repito, que para volver a encender esta mística de la comunión con Cristo bastaría “una sola mirada”. 3