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¡DIOS ES GRANDE, DIOS ES MUY GRANDE!
En un día de primavera Dios estaba paseando por los jardines del cielo, el
clima era muy bueno, el horizonte despejado, la temperatura ambiente tan
agradable que producía un gran placer sentir la piel al contacto con el aire y con la
luz. Las flores hacían gala de su belleza, con las formas, con los colores y con los
perfumes. Los pajaritos jugaban y cantaban sobre los árboles, entre las plantas y
sobre el césped del prado. El Señor se dejó sugestionar por la belleza y comenzó a
soñar.
Para realizar su sueño tomó un poco de agua de la fuente y lo mezcló con
tierra del jardín para hacer el barro. Del barro formó un hombre. Bendijo las manos
de aquel hombre y soñó que sería un gran artista, o un magnífico carpintero o un
estupendo constructor. Le bendijo la boca y soñó que sería un excepcional orador,
un comunicador de las maravillas de la vida. Le bendijo su sonrisa y soñó que sería
un hombre simpático y atractivo, como un reflejo de la alegría eterna, y sabría
hacer que las personas se encontraran y se sintieran hermanas. Le bendijo los pies
y soñó que caminaría siempre por senderos de la justicia, de la paz, del bien y que
sería la guía para tantos desorientados. Soñó que aquel hombre se llamaría
Clemente para ser un signo y un testimonio de su divina clemencia. Sopló en él su
espíritu, depositó en él la luz de su mirada, introdujo en su corazón la semilla de
su palabra y soñó que aquel hombre sería como una hermosa primavera para el
mundo de los hombres.
Sin embargo aquel hombre hizo de su vida como un constante y largo otoño. Su
vida fue un vagar por el mundo, de aquí para allá, siempre sumergido en los
vicios, siempre buscando el placer, siempre evitando el compromiso de la
continuidad y de la responsabilidad, siempre dejándose arrastrar por el viento de
las circunstancias. Dejó pasar las oportunidades y el tiempo, desperdició sus
talentos y casi todas las ocasiones que se le presentaron para multiplicarlos. Dejó
caer y dejó partir todo lo mejor de sí mismo día tras día. La luz y el resplandor del
espíritu se fueron opacando siempre más y más en la realidad del barro que
parecía destinado a quedar simple e definitivamente barro. Así este hombre no
realizó prácticamente ninguno de los sueños que el Señor había tenido para él y de
un sueño de riqueza se convirtió poco a poco en una realidad de extrema pobreza.
Sólo una oración muy simple había aprendido a decir y la repetía de vez en
cuando: «Dios es grande, Dios es muy grande».
Casi al final de su vida regresó a su pueblo, un poco por cansancio y por
debilidad y otro poco por hambre y por falta de iniciativa creativa para ganarse el
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pan. Encontró un pobre rincón para refugiarse, muy cerca de la casa paterna. De
hecho todas las mañanas iba a la casa de sus padres a presentar sus saludos, a
pedir la bendición y a recibir algún donativo material que lo ayudara a sobrevivir
jornada a jornada. Una vez, tres niños que no tenían padre y nunca habían
aprendido a llamar a ninguno con el título de ‘pap{’, se acercaron a aquel pobre
rincón porque necesitaban un techo. Clemente los dejó estar con él, más por
necesidad de combatir de algún modo la soledad que por deseo de preocuparse y
de hacerse cargo paternamente de esos tres huérfanos.
Un día Clemente murió. Sea sus padres que los tres niños tuvieron todos un
mismo sueño, soñaron que él entraba en el Paraíso. Inmediatamente se pusieron a
rezar y llorando rogaban para que aquel sueño se convirtiera en realidad.
Clemente llegó y se presentó delante del Señor. En un principio al Señor le
costó un poco reconocerlo, después, viéndole los ojos, la sonrisa y las manos lo
reconoció «¡Clemente, hijo mío!» exclamó el Señor. «Si Señor, soy yo» respondió
Clemente, con un poco de temblor en la voz. Después hubo un silencio durante el
cual el Señor lo contempló: vio sus manos completamente vacías, la luz de sus ojos
reflejando apenas una débil luminosidad y el rostro casi desfigurado, en el que de
todos modos aun se podía reconocer los signos de la belleza original. El Señor dijo:
«Te fueron dado tantos talentos y no lo has multiplicado, más bien los has perdido
todos. ¡Fuiste creado rico y vuelves así tan pobre!». «Si Señor, lo he perdido todo,
soy un miserable» reconoció Clemente. «¿Tienes algo para alegar a tu favor?»
preguntó el Señor. «No Señor, no tengo nada que decir, sólo que tú eres grande, tú
eres muy grande» respondió Clemente.
Se produjo una segunda pausa, el Señor tenía que discernir y dictar un
juicio, pero la situación no era fácil. A modo de último recurso el Señor decidió
mirar en la profundidad del corazón de Clemente. En efecto encontró allí unos
pocos nombres escritos. Entre esos nombres se destacaban claramente los de los
tres niños que habían recibido de Clemente, en sus corazones, el significado de la
palabra ‘pap{’ y los de una anciana madre y un anciano padre que habían signado
el corazón de Clemente con la palabra ‘hijo’. El Señor vio que ellos soñaban que
Clemente entraría en el Paraíso y que llorando rezaban para que aquel sueño fuera
realidad. Este era todo el tesoro que Clemente tenía para presentar, absolutamente
todo. Las entrañas del Señor se conmovieron profundamente y desde su corazón
paterno brotaron las palabras de misericordia: «¡Clemente, hijo mío, bienvenido a
casa!».
Padova, Viernes, 02 de Noviembre de 2001
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