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JUAN CORREA
Mosaico de aforismos
J UA N C OR R E A
Mosaico de aforismos
23 de octubre - 29 noviembre 2014
ORFILA, 5
28010 MADRID
T. 91 319 14 14 F. 91 308 43 45
WWW.GALERIAMARLBOROUGH.COM
La mano inocente
Enrique Andrés Ruiz
I. LAS APARIENCIAS ENGAÑAN
Se dice seguramente con razón que las apariencias engañan.
Canta así, al menos, un dicho popular, en el que no obstante
queda recogida toda una tradición, filosóficamente criticista,
que de muy viejo esgrimió las razones de la suspicacia que
una honestidad intelectual debería dispensar a las imágenes
y, en general, a cualquier artificio que, con uso diestro de
su poder de producción de objetos virtuales, se propusiera
raptar la atención de los sentidos pero, una vez así mordido
el anzuelo de la golosina, también la convicción del alma
entera, a saber con qué propósitos.
Contra lo artero, pues, contra la astucia de lo mendaz, ha
dirigido la crítica (la de Platón, de manera egregia y decisiva)
todas sus armas intelectuales a cada ocasión en la que el
remedo ficticio de una presencia real nos era presentada
con aparente inocencia gracias a una pericia artística. “No
llores -le dice la madre al niño en el cine-, que es película”.
Pero con el objeto virtual no ocurre exactamente lo mismo
que con el ropaje del rey desnudo; en realidad se trata de
algo más complejo, casi de su inverso: la desnudez de la
verdad ya sólo puede ser reconocida, según quiere la crítica,
precisamente por otra inocencia no ya aparente (o sea, no
ya infantil o ingenua), sino racional o de segundo grado,
es decir, por una auténtica investigación. Esto justifica
que, acompañando tanto a la reluctancia filosófica como
al vaticinio popular, vaya muchas veces el otro apotegma
que avisa de esta dualidad de inocencias, al decirnos que
el engaño suele ir muy junto con el deseo de ser engañado,
o en otras palabras, con el deseo de ver y de creer lo que
no hay. En todos estos casos la imagen ofrecida como
manifestación real de la cosa no ha sido capaz de esconder
lo suficiente la otra cara oscura de la representación misma,
es decir, su naturaleza de espectro, de fantasma sin cuerpo
ni carne ni profundidad, o sea, su mentira, en la que a fin de
cuentas viene a consistir -dice la reflexión- su más honda
verdad.
Ocurre sin embargo que no todas las imágenes son obra de
artificio, que no todas son hechas a posta por un artífice. Es
más, una de las mayores satisfacciones de la afición estética
consiste en descubrir, por aquí y por allá, objetos que no
estuvieron lo que se dice fabricados por mano intencionada
(paradigmáticamente los objetos o fenómenos naturales),
precisamente imágenes, es decir, representaciones de
cosas como las que el arte es capaz de producir con sus
destrezas y triquiñuelas. ¿No hemos visto en las fugaces
formaciones de las nubes animales que corren; rostros de
ermitaños en los roquedos que se alzan de la margen del
río; pájaros que se echan a volar al aire como en un lance de
metamorfosis, a lo Dafne, desde la inercia de una retorcida
raíz desenterrada…? Pues bien, esto sugiere que ni la
suspicacia filosófica ni las advertencias populares estaban
principalmente dirigidas propiamente al arte y a su fábrica
de quimeras (aunque tanto Platón como nuestros vecinos
hagan siempre énfasis en lo deliberadamente tramposo de
su trabajo, del que viene lo espurio del resultado), sino
más aún a la pasión imaginaria misma, que de continuo se
complace en servir al deseo con los engaños que él mismo
construye, en tomar la imagen como ídolo, en preferir la
representación a la realidad (o lo virtual a lo real, como
se diría hoy en una contemporaneidad que parece afirmar
continuamente su identidad de época en la derogación
de todas las prevenciones anti-propagandísticas y antiicónicas de la modernidad crítica), casi como aquel joven
griego terminó enamorado de la Venus de Praxíteles tras
haber volcado sobre la figura todas las demandas de su
ardiente deseo.
El caso del chico griego lo mencionaba en una de sus
precisamente tituladas “Notas sobre la desaparición de
la imagen” el gran estudioso suicida Robert Klein. Y era
Klein quien asimismo sacaba el corolario: “El trampantojo
hace desaparecer el mármol. Pero no crea una mujer en su
lugar; crea lo imaginario”. Aquellas sustanciosas “Notas”
estaban dedicadas específicamente al arte moderno y de
hecho preceden a otras acerca del “eclipse (como lo llamó
él) de la obra de arte”, que según los manuales se produjo
históricamente cuando la reflexión crítica llevó a tomar
conciencia de la engañifa y la interesada prestidigitación
que venía inspirando hasta entonces la producción de las
obras de arte, principalmente entendida como fábrica de
efectos, es decir, de apariencias destinadas a persuadir de
las “verdades” públicas, ya fueran políticas o religiosas,
escondiendo a la vez su condición de ficciones. Ahora bien,
una verdad cuya manifestación o encarnadura sensible
sea —ahora— tachada de apariencia, es una verdad que
previamente ha sido desactivada, de manera que es en
ese “ahora”, tras haber derogado lo que ocurría antes,
cuando la tarea crítica surge en escena bajo el lema que le
es propio: “A moro muerto, gran lanzada”. Y como damos
por hecho que la apariencia está de modo inmediato en la
superficie -en la piel del cuerpo a cuyo contacto se excitan
nuestros sentidos—, fuerza es que la verdad verdadera,
según la crítica, se encuentre en el fondo, por debajo de
esa apariencia, detrás, oculta, moviendo los hilos de la
trama. Por eso la crítica presupone investigación, y por
eso su operación intelectual siempre actuó de modo
retrospectivo, o sea, desde lejos o desde después, en todo
caso a distancia (como todas las operaciones inspiradas por
el método ejemplar de la racionalidad científica) de aquella
otra tesitura en la que la antigua verdad manifestada en la
imagen resultaba ser tan efectiva e indudable como esa a la
que ahora se llama verdad positiva.
II. AMOR DE TODAS LAS COSAS
En definitiva la operación crítica o cisoria consiste en
echar de continuo jarros de agua fría sobre la expectativa
positiva —la analógica- de la representación, mientras
parece regodearse en la afirmación recalcitrante de la
ausencia y la falta de sentido. Pero en el fenómeno de la
percepción no sólo participa la sensibilidad crasa sino
también la experiencia. No dar cuenta de lo percibido, o
sea, del objeto representado mediante la apariencia y sus
fraudes (y mediante la jerarquía de elementos y figuras
a la que el viejo oficio llamaba “composición”), sino del
propio percibir —la verdad de la experiencia— con su, por
decirlo así, democrática visión de la realidad, fue por eso
uno de los caminos de la pintura moderna, que MerleauPonty quiso registrar en Cézanne y que José Antonio
Maravall creyó ver ya en un Velázquez que más que
dedicado a pintar lo que ve (o sea, el objeto cuya relevancia
la composición selecciona) le parecía dedicado a pintar
que ve, sencillamente, con trato por tanto igualatorio de
todas las cosas. En todo caso, el éxito de la desconfianza
crítica llegó a una iconoclasia prácticamente institucional.
Y constituyó en realidad un síntoma o cualidad de la
racionalidad que justamente por los tiempos velazqueños
había sido incoada y por los de Cézanne quizá estuviera
llegando a una especie de optimista apogeo. Sin ir más lejos y
ya fuera del campo estrictamente artístico, los argumentos
de la actividad política moderna posterior a la Reforma,
aparecen inspirados por el denuesto de la imagen, aunque,
eso sí, siempre retrospectivo o desde afuera, o sea, lanzado
cuando la imagen ha perdido justamente la transparencia
analógica en la que aparecían los iconos de las antiguas
liturgias teológicas y políticas absolutas en un auténtico
sistema de representaciones que apelaban al asentimiento
afectivo. (Así decimos hoy que las imágenes representan
cosas, pero también que los ciudadanos son representados,
y no en balde esta de la representación sería una de las
cuestiones más determinantes de la nueva política
moderna y de su construcción de la legitimidad). Pero
precisamente aquel uso afectivo de las imágenes fue el que
la crítica racionalista les echó en cara como fraudulento,
toda vez que “a toro pasado” una imagen no sería ya sino
una añagaza tendida para persuadir de la realidad del
objeto ilusorio, que aprovecha además la complicidad de
las estrategias del propio deseo.
Pero no ocurrió así, decimos, mientras esa misma
presencia —desde adentro, antes del ahora crítico, cuando
representación y verdad no habían sido aún disociadas y la
analogía era todavía efectiva—, en vez de ser tomada como
obra virtual del deseo era reconocida hasta en lo hondo
del alma mediante un vínculo de amor. Y es esto del amor
lo que —ahora, hoy— por lo visto ha de ser explicado. A
cuento del amor y las imágenes, me vienen al recuerdo
muchas pinturas de Juan Correa, y diré por qué. Siempre
he creído reconocer en ellas, por aquí y por allá, imágenes,
incluso figuras. La trayectoria de Juan Correa coincide, por
lo demás, cronológicamente con la de muchos pintores
de los que afiliamos espontáneamente a una pintura
figurativa española que tuvo apogeo entre los dos siglos, de
ahí que su nombre apareciera muchas veces revuelto con
el de ellos (pintores, sobre todo, de imágenes, que pintaban
a conciencia de que las imágenes lo son y de su tesitura
apariencial). Así podemos comprobar el vínculo de Juan
Correa con ellos como de cercanía paradójica, pero muy
elocuente: es la insistente deliberación irónica de muchos
de aquellos pintores (en realidad, meta-pintores o pintores
conceptuales, parece que por ello autorizados por el sistema
teórico del arte contemporáneo con más franquicia que
otros a pintar) lo que provee a sus imágenes de una cualidad
negativa que el tal sistema ve con condescendiente simpatía
porque las hace útiles a los juegos teóricos y filosofantes
de la hipertrofia crítica. Mientras tanto y a la inversa, en
las pinturas de Juan Correa es ese elemento intencional
(imprescindible a las ironías y las teorías) el idealmente
suprimido en su muy característica manera de conducirnos
hacia el feliz descubrimiento de imágenes o figuras por
entre una enmarañada superficie abstracta o entre los
restos demolidos de antiguas imágenes devastadas. Hoy
mismo, por entre el bosque de una lacerada superficie y
con un espíritu como el de Baudelaire ante los tesoros de
los vertederos, creemos reconocer, agazapada, la figura de
un cervatillo que se oculta en un rincón de la maleza. Y al
reconocerlo sin que el pintor, en realidad, lo haya pintado,
experimentamos varias emociones distintas; una es la
sorpresa ante el descubrimiento hecho por azar entre lo
despreciado y derruido; otra es el regocijo ante un trozo
de naturaleza –un muro de factura aleatoria— que sin
embargo se nos presenta tan espléndido como obra que
fuese de alguna magia del arte; y finalmente sentimos que
ese objeto sorprendido por casualidad —la nube, el ciervo,
la rama al sol de la tarde— no persigue persuadirnos de
nada, porque no parece que se nos ofrezca llevado de
ninguna intención ni deseo, sino del amor, que decíamos,
a todas las cosas.
“Aquel que no ama en igual manera todas las cosas que
están contenidas en la pintura -decía Leonardo en su
famoso Tratado de la Pintura— no será universal, como
uno al cual no le gustan los paisajes...”. Y aquel a quien no
parecían gustarle los paisajes era su condiscípulo Botticelli,
pintor de la jerarquía, pintor de lo percibido o lo pintado
o significado, y de la composición. “En las manchas de los
muros -se dice muy célebremente en el Tratado acerca de
las imágenes casuales- o en las cenizas del fuego, o nubes,
o fangos, o en otros lugares parecidos, en los cuales, si
estarán bien considerados por ti, encontrarás invenciones
maravillosas, que despiertan el ingenio del pintor a nuevas
invenciones como composiciones de batallas, de animales
y de hombres, como de varias composiciones de paisajes
y de cosas monstruosas, como diablos y cosas parecidas,
porque el ingenio se despierta con las cosas confusas...”.
III. HISTORIA DE LA ESPONJA IMAGINARIA
Decir que las invenciones son cosa del amor se encuentra
en reciprocidad con decir, como decía Antonio Machado,
que en el amor todo es inventado, es decir, encontrado,
descubierto (lo cual no impide que sea creado por el
amante). Y que Leonardo recomendaba a los artistas para
suscitar las invenciones que procurasen el lanzamiento
de esponjas contra las paredes, también es muy conocido.
Algo menos lo es que una auténtica y fabulosa Historia
de la esponja imaginaria, que lo sería de las imágenes
casuales, sustraídas, por tanto, a la causalidad intencional o
finalista, o descubiertas, en fin, por analogía -por amor—,
pasaría desde luego por ese famoso pasaje de su Tratado,
pero habría arrancado, en realidad, mucho tiempo antes,
cuando Sexto Empírico en sus Hipotiposis (o Bosquejos)
Pirrónicos se acordó de la no menos famosa anécdota
según la cual Apeles, el pintor de Alejando, enfurecido
ante la imposibilidad de lograr intencionalmente, a posta,
la reproducción de la baba espumante de un caballo
brioso, lanzó sobre la pintura la esponja en la que limpiaba
los pinceles y pudo comprobar la gran virtud artística del
puro azar que al hacer chocar la esponja contra la boca
pintada del animal, había logrado representar exactamente
el efecto violento de la saliva. Y nuestra posible Historia
de la esponja imaginaria haría luego escala en Leonardo
en réplica a Botticelli, que es quien habló antes de las
manchas de esponja como productoras de ese género del
paisaje al que el pintor no concedía por lo visto demasiado
rango: “Cosas de breve (es decir, no muy interesante, según
Botticelli) y simple investigación”.
En la medida, por tanto, en que la imagen sea tomada por
artefacto fruto de alguna causalidad productiva -“algo
quiere”, se pensará-, sobre ella se cebará la crítica; por el
contrario (aunque tampoco sin platonismo) podríamos
decir que cuando la imagen no resulte ser un objeto
producido de intento sino uno descubierto o encontrado
como por casualidad, en esa medida la denuncia del deseo
(el deseo de creer, el deseo de ver, el de ser engañados)
será vencida por el amor del ver y de lo visible como amor
universal y abierto a la aparición (no ya a la apariencia) de lo
eventual. Nada tendría, pues, de misterioso que la Historia
de la esponja terminara en algún episodio surrealista como
el de la devoción que por Leonardo y sus frotagges sintió
Max Ernst y, en general, los amantes de lo casual fabuloso
entre los que descolló desde luego Roger Caillois, autor
de varios libros —Medusa & Cía; Imágenes, imágenes…—
dedicados a lo que llamaríamos la “pintura natural” o
pintura hecha por la naturaleza —ars ministra naturae-:
ahí están las figuras de las conchas o de las raíces o de
las nubes, aquellas otras figuraciones minerales llamadas
“landscape marble” que constituyeron todo un género del
coleccionismo en Inglaterra, o el ágata de Pirrón del que
hablaba Plinio el Viejo. Juegos del amor fou bretoniano,
desde luego, a la busca de lo impremeditado; pero también
sorpresivos descubrimientos de un orden del espíritu como
el que Valéry (de tan curiosa relación con los surrealistas)
quiso ver en Leonardo mismo cuando hizo exploración
de su “método”: “...una sonrisa -decía- los filamentos de
las aguas, las lenguas de los fuegos, millares de balas, las
tempestades, las batallas, el diluvio, el cuerpecito de los
niños, el gesto de los ancianos, la sencillez del cadáver (…).
Hace un Cristo, un ángel, un monstruo, tomando lo que es
conocido, lo que está en todas partes, en un orden nuevo,
aprovechando la ilusión y la abstracción de la pintura, que
no produce más que una sola calidad de cosas y las evocas
todas...”
Si tuviésemos, en fin, que hacer evocación ejemplar de la
actitud reflexiva criticista, contraria en todo a la amorosa
operación analógica que en la familia leonardesca mueve
a Juan Correa, creo que podríamos muy bien acordarnos
(¡hace ya tanto tiempo!) de aquellos paneles de carteles
rasgados de entre cuyos estratos sucesivos emergían
imágenes de rostros, letras, paisajes, vehículos…, siempre
violentamente arrancados y troceados a beneficio de la
otra imagen colindante que a su vez había sido igualmente
desgarrada. Fueron obras que pasaron por pinturas (o al
menos ingresaron en la historia de la pintura una vez que
esta pasó a ser la de sus usos irónicos y negacionistas) en
pleno apogeo del arte pop, a comienzos de los años sesenta;
el más célebre de los instrumentistas del género terminó
siendo Mimmo Rotella, pero en realidad fueron muchos
(de Raymond Heyns a Wolf Vostell) los dedicados a
destruir —ese era, en definitiva, el propósito de la operación
intelectual y su melancólico designio— la imagen dada o
previamente existente y con ella todas sus posibilidad de
persuasión engañosa; o sea, una tarea de enterrador. Y lo
que quiero decir es que la operación propia de Juan Correa
vendría a ser, me parece, la exactamente inversa, es decir,
la de revelar o contribuir a mostrar, en función casi de
partera, lo que contrariamente sería un alumbramiento, el
de la imagen inocente que reconocemos sin participación
de una intención y que amamos con el amor universal de
las cosas.
Otoño en las cumbres, 2012
resina y pigmentos sobre tela sobre tabla, 62 x 99 cm
La senda de Sikkim, 2014
resina y pigmentos sobre tela, 140 x 183 cm
Sin título, 2012
técnica mixta sobre tela sobre tabla, 97 x 130 cm
Sin título, 2014
resina y pigmentos sobre tela sobre tabla, 140 x 175 cm
Equinoccio vernal, 2014
óleo sobre tela, 180 x 140 cm
Pureza y espejo, 2014
óleo sobre tela, 150 x 180 cm
Risco de los amantes, 2012
resina y pigmentos sobre tela sobre tabla, 130 x 97 cm
Sin título, 2014
técnica mixta sobre tela, 140 x 175 cm
A GAUDÍ, 2014
técnica mixta sobre tela, 140 x 175 cm
Sin título, 2014
resina y pigmentos sobre tela, 140 x 200 cm
Dragón dormido, 2012
resina y pigmentos sobre tela sobre tabla, 114 x 146 cm
Azul París, 2014
resina y pigmentos sobre tela, 140 x 200 cm
Sin título, 2014
técnica mixta sobre tela sobre tabla, 140 x 175 cm
Espinas de hielo, 2014
óleo sobre lienzo, 114 x 146 cm
Sin título, 2014
resina y pigmentos sobre tela, 150 x 181 cm
Sin título, 2014
resina y pigmentos sobre tela, 99 x 74 cm
Sin título, 2014
resina y pigmentos sobre tela, 130 x 162 cm
Fresquedal, 2014
óleo sobre tela, 150 x 195 cm
Urdimbre y trama, 2012
resina y pigmentos sobre tela sobre tabla, 81 x 100 cm
Bronce y bruma, 2014
resina y pigmentos sobre tela, 140 x 175 cm
Niebla en el alma, 2012
resina y pigmentos sobre tela sobre tabla, 130 x 156 cm
Sin título, 2014
técnica mixta sobre tela, 140 x 175 cm
Juan Correa
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EXPOSICIONES INDIVIDUALES
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1995
1994
1993
1992
1991
1990
1987
1986
1984
Superficie acrisolada. Galería Marlborough, Barcelona
Galería Sa Pleta Freda, Mallorca
Fragmento Poética Natura Terra. Galería Marlborough, Madrid
Jardín secreto. Galería Marlborough, Madrid
Camafeos Interrasile. Galería Marlborough, Barcelona
Tapices de arena. Galería Marlborough, Madrid
Galería Arco Romano, Medinaceli
Galería May Moré, Madrid
Galería May Moré, Madrid
Galería Bárcena, Madrid
Galería My name’s Lolita Art, Valencia
Galería El Caballo de Troya, Madrid
Galería Debla, Granada
Galería del Pasaje, Valladolid
Galería Arco Romano, Medinaceli
Galería Columela, Madrid
Galería El Caballo de Troya, Madrid
Galería Columela, Madrid
Galería Moriarty, Madrid
Galería Sala Alta, Cuenca
Casa de Cultura de Alcobendas, Madrid
EXPOSICIONES COLECTIVAS
2014
2013
2012
2011
2010
2009
2008
2007
2006
2005
2004
ARCO ‘14. Marlborough Gallery New York, Madrid
Cita entre artistas. Galería Marlborough, Barcelona
De Luces Mixtas 2014. Galería Marlborough, Madrid
Colectiva de Invierno. Galería Marlborough, Madrid
ARCO ‘13. Marlborough Gallery New York, Madrid
De Luces Mixtas 2013. Galería Marlborough, Madrid
ARCO ‘12. Marlborough Gallery New York, Madrid
De luces mixtas II. Galería Marlborough, Madrid
ARCO ‘11. Marlborough Gallery New York, Madrid
De luces mixtas. Galería Marlborough, Madrid
Exposition de groupe. Marlborough Monaco, Monte-Carlo,
Mónaco
ARCO ‘10. Marlborough Gallery New York, Madrid
Marlborough: de 1946 a 2011. Galería Marlborough, Barcelona
ARCO ’09. Marlborough Gallery New York, Madrid
Colectiva de Invierno. Galería Marlborough, Madrid
El jardín secreto. Group Show. Marlborough, Barcelona
Summer Show. Galería Marlborough, Madrid
ARCO ’08. Marlborough Gallery New York, Madrid
Summer Show. Galería Marlborough, Madrid
ARCO’ 07. Marlborough Gallery New York, Madrid
Galería Espacio 21, Madrid
Galería Dolores Sierra, Madrid
Flecha, Madrid
Colectiva de primavera. Galería Dolores Sierra, Madrid
2003
2002
2001
2000
1999
1998
1996
1995
1993
1992
1991
1990
1989
1987
1986
Muelles. Galería Muelle 27, Madrid
Mandala. Galería Muelle 27, Madrid
Propios y visitantes. Galería Metta, Madrid
Bienal de Zamora
Aniversario 25 años. Galería Arco Romano, Medinaceli
Galería Nolde, Navacerrada, Madrid
Galería Luis Guirrarán, Madrid
Arte Navas. Navas del Marqués, Ávila
Espacio Buonamigo. Véneto, Italia
Arte Navas. Navas del Marqués, Ávila
Juego de bodegones. Galería Guillermo de Osma, Madrid
ARCO 2000. Stand Galería May Moré, Madrid
Luces de sangre. Museo Municipal de Málaga, Málaga. Itinera a
Centro de Arte Museo de Almería, Almería
ARCO ‘98. Stand Galería May Moré, Madrid
Nuevos paisajes. Galería Max Estrella, Madrid
ARCO ‘96. Stand Galería My name’s Lolita Art, Madrid
ARCO ‘96. Stand Galería Bárcena, Madrid
ARCO ‘95. Stand Galería My name’s Lolita Art
Toros por la Gran Vía. Galería Buades, Madrid
Galería Debla, Granada
Galería Arco Romano, Medinaceli
Pabellón Español, Expo 92, Sevilla
El retorno del hijo pródigo. Galería Columela, Madrid
El retorno del hijo pródigo. Galería Buades, Madrid
Galería del Pasaje, Valladolid
Supermarket, Madrid
Torreón Gran Vía, Madrid
Justos y pecadores. Galería Fernando Vijande, Madrid
Galería Término, Madrid
Toros II. Galería Moriarty, Madrid
Bienal de Albacete
OBRA EN COLECCIONES
Colección Arte Contemporáneo del Museo Municipal
Colección Banco de España
Colección Barón Ely de Rothschild
Colección Conde de Floridablanca
Colección Juan Abelló
Colección Telefónica Móviles
Colección Bodegas Marqués de Riscal
Colección TODISA
Colección Fundación Sorigué
Colección Olor Visual
Colección Calcografía Nacional
Colección Real Academia de San Fernando
Colección Delfina Studio Trust
JUAN CORREA
Mosaico de aforismos
23 de octubre - 29 de noviembre de 2014