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Factótum 9, 2012, pp. 1-10
ISSN 1989-9092
http://www.revistafactotum.com
Una metafísica del actor
Enrique Ferrari Nieto
Universidad de Extremadura (España)
E-mail: [email protected]
Resumen: La metáfora del hombre como un actor ha sido un modelo recurrente para las metafísicas que han
intentado explicar nuestro rol en el mundo. Mi propuesta es darle la vuelta a esa metáfora ontológica para insinuar
otra posible metafísica, que entiende al actor no como el individuo que se ciñe a encajar en un papel que otro le
ha escrito, sino como la simbiosis entre el personaje y ese mismo individuo en el momento de la representación,
para dotarlo de mayor autonomía, para hacerlo más creativo.
Palabras clave: teatro, autonomía, Calderón de la Barca, Ortega y Gasset.
Abstract: The metaphor of the actor is a recurrent pattern for those metaphysics that try to explain our role in
the world. My proposal is to reverse that metaphor in order to suggest another possible metaphysics, which sees
the actor not as the individual who only has to fit into a role that someone has written, but as the symbiosis
between the character and the individual at the time of the representation. This metaphysics suggests more
autonomy, more creativity.
Keywords: theatre, autonomy, Calderón de la Barca, Ortega y Gasset.
Reconocimientos: Conferencia dada en Valladolid (España) el 16 de enero de 2012 en el “Seminario Permanente
de Arte y Humanidades” de la Escuela Superior de Arte Dramático de Castilla y León.
1. De la metáfora del mundo como teatro
a una metafísica del actor
La
“metafísica”
del
título
es
una
provocación. Pero la puedo justificar. Puedo
tantear una metafísica del actor desde su
envés, asomarme a ella, dándole la vuelta a la
metáfora del actor que ha hecho suya la
filosofía desde el principio, ya con Platón. Con
este positivismo bravucón con el que hemos
tragado todos, la metafísica suena hoy pedante
e inútil, con dos adjetivos que no le
corresponden para nada pero que la han ido
empapando hasta hacerla fea y recargada,
como una joya hortera, pasada de moda, de
mal gusto, que no acaba uno de decidirse del
todo a tirarla pero que ha escondido a
conciencia. Ahora cualquiera habla mal de la
metafísica. Aunque pocos saben qué es y de
qué se ocupa, con ese término griego tan
estimulante, que mejor que una definición –con
la carambola increíble de Andrónico de Rodas–
es un desafío, para asomarse y dar pasos.
Hacia lo que está más allá, lo que otras
disciplinas no se atreven o han descartado.
Aunque sea un campo tan vasto, con un
perímetro que del lado de acá lo toca todo, lo
bordea todo. También al actor, del que tiene
que preguntarse cuál es su ser, qué lo
constituye como tal, como el híbrido en que se
transforma al hacerle sitio al personaje, hasta
dejar de ser el individuo que es fuera del
escenario; con un sentido para el término
“actor” que no es la profesión o el profesional,
sino esa simbiosis entre el personaje y el actor
(el individuo) en el momento de una
representación.
Para la filosofía el actor ha sido una figura
recurrente, un buen modelo, cuando ha
buscado comparaciones. Ha visto en el campo
semántico del teatro una estructura afín a la
vida, como si fuera su maqueta, muy intuitiva,
muy visual; hasta hacer de la metáfora casi
una catacresis, trasladando algunos de los
rasgos concretos del teatro a la concepción de
la vida, que se entiende mejor (simplificada)
desde
esos
otros
parámetros
de
la
dramaturgia, aunque haya resultado –cuando
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se le ha pedido más a la imagen– un traje
demasiado estrecho, y caprichoso: inviable
cuando la analogía crece y se quiere explicar
globalmente esa realidad o esa vida sin
hacerle perder coherencia a la metáfora.
Que la vida es un teatro, o un drama, o una
comedia, o una representación, es algo que
está en la conciencia colectiva. Libre, por
tanto, de ese repudio a la metafísica, que
aquí no identifican como tal.
Se le puede oír a cualquiera, que a la
fuerza se identifica con el actor: con su vida
como si fuera una función: con un papel
determinado, con un planteamiento más
ingenuo; o con la propia representación que
crea al momento el papel, sin tener que
asumir que tenga que estar escrito de
antemano. Sin llegar a ser en todos los
casos metafísica, ni mucho menos. Pero con
las mismas inquietudes –aunque peor
resueltas– que le ocupan a esta. También en
la cocina están los dioses, les dijo Heráclito a
los visitantes que se escandalizaron al verlo
calentándose junto al fuego, no junto a sus
papeles, con una pose más decorosa.
Cualquiera necesita una concepción de
cuanto lo rodea para valerse, para sentirse
orientado
y
seguro:
una
ubicación,
comprendiendo de una forma u otra la
realidad, intentando una explicación o
haciendo suya una explicación o una
amalgama
de
varias
que
haya
ido
reteniendo. Por lo general las más intuitivas,
y las más asentadas. Al menos con el
mundo, con la vida, que a cada uno le es tan
próximo.
Para
poderse
al
menos
desenvolver.
Aunque
sea
rudimentariamente.
Con
unas
pocas
coordenadas. Sin más análisis. Pero con la
analogía que hace de molde bien dentro,
bien asumida. Como esta del teatro, del
theatrum mundi, o de la sociedad como un
teatro del Satiricón de Petronio, en el que
cada uno es (como) un actor en escena: una
persona, con la metáfora hecha del todo
catacresis,
con
su
sentido
figurado
plenamente asentado: de la máscara del
actor y del personaje teatral al individuo que
se desenvuelve entre otros.
2. El gran teatro del mundo
Sin ser filósofo, Calderón de la Barca
publica en 1655 El gran teatro del mundo,
un auto sacramental: una pieza de teatro en
sí misma y al tiempo una alegoría que
engorda con los detalles de la escenografía
la metáfora de arranque del mundo como un
teatro en el que cada uno representa un
papel. Muy didáctico, como una catequesis,
porque no busca con la analogía una
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explicación para sí mismo, sino para el
espectador, que en la representación debe
ver una lección moral o religiosa. Sin
demasiadas distracciones: aquí enfocada la
enseñanza en los méritos para la vida
eterna, cómo debe vivir el cristiano para
ganarse el cielo. Dentro de la alegoría: el
espectador debe entender que el papel que
cada uno representa en su vida no es lo
importante: ser el rey o un mendigo es una
cuestión
menor,
porque
ambos
son
asignados desde el principio por Dios,
indistintamente,
caprichosamente
o
azarosamente, si pueden aplicársele esos
términos a Dios. Da igual (aunque todo
parezca indicar lo contrario), porque la
salvación y el paso a la vida verdadera, tras
la muerte, no depende del papel en sí (tarea
del autor, de Él mismo), sino de su
representación, de la capacidad del actor
para meterse en el papel o para someterse,
para asumir sumiso las condiciones del
personaje; para ser un buen rey, si el papel
es el de rey, y para ser un buen mendigo,
acatándolo sin más, si el papel es el de
mendigo. No se concretan más los
personajes: se indica solo su profesión o
condición social, sin más matices: todos
buenos, rectos en sus decisiones como tales.
Calderón pone en escena el argumento,
que toman todos del manual Enquiridión de
Epicteto, quien lo hace conocido desde el
siglo I. Pero, antes que Calderón, Quevedo
tenía ya escrita en verso la historia, con su
enseñanza moral, como si fuera un resumen,
o una introducción:
“No olvides que es comedia nuestra vida
y teatro de farsa el mundo todo
que muda el aparato por instantes
y que todos en él somos farsantes;
acuérdate que Dios, de esta comedia
de argumento tan grande y tan difuso,
es autor que la hizo y la compuso.
Al que dio papel breve,
solo le tocó hacerle como debe;
y al que se le dio largo,
solo el hacerle bien dejó a su cargo.
Si te mandó que hicieses
la persona de un pobre o un esclavo,
de un rey o de un tullido,
haz el papel que Dios te ha repartido;
pues solo está a tu cuenta
hacer con perfección el personaje,
en obras, en acciones, en lenguaje;
que al repartir los dichos y papeles,
la representación o mucha o poca
solo al autor de la comedia toca.”
(Quevedo, Doctrina de Epicteto, § 19)
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Un recordatorio hecho de metáforas e
imperativos, una moral de desprecio a la
vida terrenal y sumisión para dar con una
meta más ambiciosa, que se sostiene, como
alegoría, en una comprensión de la realidad
hecha con el armazón del teatro: con la
identificación de la farsa –que es la vida,
entendida como no real, como no la
auténtica– con el teatro: como en una escala
de degradación ontológica, para marcar las
distancias con la vida eterna que anuncia el
cristianismo.
Lo que permite a Calderón en su auto
sacramental –como antes a Quevedo, a
Epicteto, a Platón– colocar en paralelo cada
analogía con su equivalente: de un lado los
elementos del teatro y del otro los
elementos de la vida, para una conclusión, la
lección moralizante, tan contundente: el final
de la obra con el balance, con la evaluación
de la actuación, del sometimiento al papel
dado:
“al teatro pasad de las verdades
que este el teatro es de las ficciones.”
(Calderón, El gran teatro del mundo, vv.
1387-1388)
Un isomorfismo persuasivo, por su
contundencia, con esos diferentes planos
para la realidad que se muestran con la
degradación de las copias sucesivas, cada
vez más imperfectos (menos reales): la vida
eterna, la vida terrenal y la representación
en el teatro: la farsa de una farsa, como la
copia de una copia de Platón.
Pero hay algún aspecto que no queda
claro, o que es difícil ajustar a un tiempo a la
doctrina, o a la comprensión metafísica que
sostiene esa doctrina o esa ética, y a la
alegoría, que exige, como creación literaria,
cierta coherencia. Hay un punto débil,
demasiado débil para servir de eje para el
movimiento de la metáfora. Desde la tesis
inicial (“Es representación la vida humana”)
queda sin concretar, en cualquiera de las
actualizaciones de la alegoría, el cometido
exacto del actor, el margen de libertad para
interpretar su papel, lo perfilado que le llega
dado; qué puede aportar el actor al
personaje que debe adoptar, impuesto desde
fuera: cómo conjugar el libre albedrío (la
libertad que Dios da al hombre) con el papel
ya escrito al que debe ceñirse:
“Yo [el Autor] bien pudiera enmendar
los yerros que viendo estoy,
pero por eso les di
albedrío superior
3
a las pasiones humanas,
por no quitarles la acción
de merecer con sus obras;
y así, dejo a todos hoy
hacer libres sus papeles.”
(Calderón, El gran teatro del mundo, vv.
929-937)
No queda claro porque en Calderón, o en
Epicteto, no es importante: para nada el eje
que coordina a un tiempo la referencia moral
y la estructura literaria de la imagen. Al
contrario, ese margen de libertad del
hombre y del actor es solo el recurso para
reclamarle la responsabilidad que se
entiende que tiene como individuo moral,
para poderle medir sus méritos, pero
subordinado siempre al molde del personaje
elegido por él: una cuestión de centímetros,
o de reflejos para adoptar la forma del
modelo; sin tener que abrir ahí (sin sentir
Calderón o Epicteto que tienen que abrir ahí)
una veta de reflexión tan peligrosa, tan
desquiciante, como esta de la libertad del
individuo, con su sentido existencialista,
desgarrador, de obligación radical. Solo
después, mucho tiempo después, con la
perspectiva con la que fueron escorando
primero los románticos y luego sus
herederos el sentido de la vida hacia su
propia construcción, esta pieza mínima,
accesoria y minúscula, se vuelve la pieza
clave que, al desajustarse, acaba por
desmoronar toda la construcción.
Como escribió Nietzsche, el hombre es el
animal no fijado: su futuro es siempre un
horizonte de posibilidades: una continua
elección. Difícil de explicar desde la figura
del actor del theatrum mundi, con la que
chirría demasiado esa libertad concedida
pero difícil de manifestar (más allá de
adecuarse o no al papel dado). O bien casi
una contradicción, con dos términos que se
oponen o al menos no se complementan en
absoluto, con la libertad del actor siempre
bajo sospecha, sometida a un control
asfixiante. O bien –haciendo más laxa, más
creativa, la interpretación de la analogía–
una apuesta tremendamente experimental
para el teatro, todavía más, para un auto
sacramental como este de Calderón, donde
el actor se vea obligado a improvisar el
personaje, como si su personalidad estuviera
creada, pero su comportamiento no: con
solo unas pocas indicaciones, unas premisas
que habría que seguir pero que permiten
cierta libertad de movimientos.
Las dos vías con las que se podría
intentar escribir una metafísica del actor: la
vía muerta que Ortega parece ver (de ahí
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Enrique Ferrari Nieto
sus reparos a hacerse con la imagen, con la
analogía clásica); y la que (todavía sin
escribir)
inicia
recorrido
tras
una
revalorización y reasignación de tareas del
actor, con una mayor capacidad de
autonomía, de decisión, con un papel
abiertamente creador, para reflejar al
hombre con los rasgos que se le han ido
añadiendo luego. Lo que decía Steiner: que
reconoce en el hombre la capacidad
exclusiva de pensar lo que no ha pasado aún
pero puede llegar a pasar o podría haber
pasado, con los tiempos y modos verbales
que lo indican: el futuro, el condicional o el
subjuntivo en castellano:
“Solo el hombre posee el modo de
alterar su mundo por medio de cláusulas
condicionales.” (Steiner, 2001: 16)
3. Idea del teatro de Ortega y Gasset
Con Ortega y Gasset creo que puedo
vertebrar esta alternativa a la metafísica del
theatrum mundi. Aunque el punto de partida
para estos itinerarios es inevitablemente
impreciso. No busco la primera referencia,
con ese prurito de la cronología que lleva a
menudo a convertir al autor citado en el
muñeco de un ventrílocuo, más que en un
precursor o un visionario, sino una
referencia firme, capaz de soportar luego el
argumento que le tengo que echar a la
espalda, con la garantía de que sus palabras
le pertenecen ciertamente a él, con el
sentido con que las vamos a tomar.
Otro comienzo también podría haber
sido posible, pero la conferencia “Idea del
teatro” que Ortega lee primero en Lisboa y
luego en Madrid en 1946 es (de los varios
posibles) un buen inicio. Porque lleva el
teatro hasta la metafísica. Pero lo lleva muy
cauto, muy comedido, sin caer atrapado en
la imagen tan redonda del mundo como un
teatro, mirando hacia atrás, pero con recelo,
mientras mira también hacia delante, a una
metafísica que pretende ser superadora de
las
concepciones
pasadas,
y
otras
contemporáneas a la suya, anticipando, al
menos, algunos de los rasgos propios de las
filosofías (llamadas o llamadas a sí mismas)
posmodernas, críticas con la modernidad.
Aunque se ha discutido dónde encajar
las ideas de Ortega, dónde colocar esa franja
sin mojones entre la modernidad y la
posmodernidad, en ese territorio a la fuerza
difuso, mestizo, empeñado en dar más
pasos,
pero
sin llegar,
sin forzarlo
demasiado, a las propuestas posmodernas, a
pesar de ese “nada moderno y muy siglo XX”
suyo. Para Molinuevo (2002: 91) solo un
alejamiento del XIX, no de la Ilustración.
Para otros, como Ovejero (2000: 19, 80), la
confesión de un autor pre-posmoderno, por
su perspectivismo, por el vitalismo de su
(menos fácil de clasificar) raciovitalismo y
por su razón histórica. En todo caso: su
metafísica supone un cambio, una voluntad
de distanciarse de lo ya hecho, un nuevo
registro, con nuevas imágenes, o imágenes
que reelabora, como esta del actor, que
manifiesta tan bien el desajuste de sus
rasgos tomados para la analogía metafísica.
En un texto menor, en una reflexión
apresurada y muy breve por los aledaños del
teatro, Bertolt Brecht escribe del interés de
los filósofos por el teatro; primero de
Aristóteles, con su Poética, que es el
comienzo de todo, y luego, con un salto
tremendo, de Bacon, y de Voltaire, Diderot y
Lessing, a la vez filósofos y dramaturgos.
Les interesa, escribe, porque el teatro
muestra el comportamiento humano, las
opiniones humanas y las consecuencias de
los actos humanos (Brecht 2004, pp. 31-32).
Lo que advirtió Aristóteles para la tragedia,
que da pie a la catarsis del espectador:
cómo se imita en el escenario una acción
elevada, una acción que queda enriquecida
con su nueva forma dramática. Una
imitación, dice, no de las personas, sino de
la vida.
Con ese primer empalme con la
metafísica, para mi tesis mejor ajustado que
el de Brecht, y más ambicioso, con la
referencia a la vida, a las acciones de cada
uno, en su desarrollo, mejor que a los
hombres, como sujetos, como si fueran un
armazón fijo: A la vida como un drama, en sí
misma y en su representación en el teatro,
con el isomorfismo al que mucho después
Ortega se va a tener que enfrentar,
cuidándose mucho de las analogías, para
apuntalar bien su pensamiento, su propuesta
–que quiere ser filosofía, no una metáfora–
para un tiempo nuevo que hace de la vida la
realidad radical que la fenomenología (al
principio, al menos; en la crítica de Ortega al
menos) había buscado lejos, en la
conciencia, a una distancia prudencial del
ajetreo de cualquier existencia. La vida, dice,
es una tarea: no biología, sino biografía, no
el sujeto estático separado y enfrentado al
mundo, sino el yo y su circunstancia, res
dramatica, no res cogitans; que hace de faro
para los demás ámbitos de su filosofía, a los
que obliga a no perderlo de vista. También el
estético: con esa deshumanización del arte
que resultó tan polémica, por el nombre por
el que se decidió, pero que, en último
término, es solo una restitución de su
categoría, del lugar que había ocupado antes
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de que los románticos lo encumbraran por
encima, incluso, de la propia vida. Porque el
arte, dice Ortega, cerca aquí a los vitalistas,
no puede querer competir con la vida
misma. Es diferente, otra cosa: irrealidad,
dice. Sin entrar de lleno en qué entiende por
irreal, ni qué lo distingue de lo real, pero
imponiéndole un marco, o (con una imagen
sacada del teatro) un telón, para acentuar
esa separación tajante con la realidad, con la
vida cotidiana del espectador o del lector:
“Como un paréntesis dispuesto para
contener otra cosa distinta de las que hay
en la sala.” (Ortega, 2004: II, 436)
Pero no es más que un reajuste de la
cultura en un plano inferior al de la propia
vida, única realidad radical, para responder
a las concepciones culturalistas arraigadas
todavía a la filosofía. No afecta a la
valoración propiamente estética, a la que
Ortega le dedica un espacio importante.
Sobre todo a la novela, y también a los años
convulsos (o inmediatamente posteriores) de
las vanguardias, en torno a 1925, y a
algunas figuras destacadas, como Velázquez,
Goya o Goethe. Aunque no al teatro, que no
le interesa, y del que escribe poco, y por
encargo casi siempre. Pero esta degradación
del arte como irrealidad, como otra cosa
distinta que la realidad, rebajado su estatus,
le permite abrir un primer camino en la
metafísica, con un planteamiento puramente
ontológico, que luego, al acoplarlo al teatro,
con las sugerencias pero también con la
desconfianza de los paralelismos, en la recta
final de su filosofía fija en un punto que no
quiere traspasar, a pesar de algunas
insinuaciones que ha hecho de más joven.
Lo que lo convierte, con las analepsis y
prolepsis que sugiere (hacia atrás Calderón
de la Barca, Quevedo, Epicteto, o incluso
Platón, y hacia delante Baudrillard y Debord,
por ejemplo), en un buen punto de inflexión
para buscarle a la figura del actor sus
posibilidades para una exposición filosófica,
como el referente que ha atraído a distintas
metafísicas a las coordenadas del teatro, tan
sugerentes, tan pedagógicas, pero también
tan restrictivas.
Ortega escribe apremiado siempre por la
responsabilidad que carga sobre su espalda,
casi de extensión universitaria, de levantar
el nivel cultural medio del país también fuera
de las aulas: su ritmo es el ritmo imperioso
de
la
imprenta
que
le
demanda
continuamente textos, trabajos de pocas
páginas, muy dispares, sobre cualquier
tema, que publica como artículos, prólogos,
apuntes de conferencias, o de cursos, y unos
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pocos libros. Pero cada uno con el suelo
firme de su filosofía, que ya en 1914
comprimió en su “Yo soy yo y mi
circunstancia”, al que le irá sumando luego,
con los años, las capas que son estos textos
breves y esos poquísimos tratados más
contundentes, tardíos, para amarrar bien su
propuesta de la razón vital: de un extremo
el tema concreto del que escribe y, del otro,
el núcleo metafísico de su comprensión de la
vida como tarea. El teatro, como la caza, el
deporte o la teoría de la relatividad, es la
circunstancia: uno de los cabos desde el que
Ortega debe hacerse con la cuerda que lo
une con ese otro cabo que debe alimentarlo,
darle un sentido desde su filosofía. Aunque
el tema le sea tan lejano, tan poco
apetecible, incluso, como este del teatro, del
que ya en 1939, en Buenos Aires, había
confesado que no iba nunca a verlo (Ortega,
2004: V, 447). Según él porque prefería
leerlo en casa a verlo representado, porque
–como había dicho ya antes, quizá un tanto
precipitadamente, sin argumentarlo– no
pensaba que los actores aportaran gran cosa
al texto (Ortega, 2004: II, 445). Aunque lo
cierto es que tampoco lo lee, ni escribe del
teatro más que alguna nota suelta. Cuando
hace de crítico y rastrea lo nuevo olvida el
teatro. Quizá porque le cuesta más verle los
rasgos del arte deshumanizado que a la
poesía o la pintura (tampoco a la novela se
los ve, aunque escribe mucho de ella). Pero
también porque no le atrae nada. Solo alude
por
entonces
a
Pirandello,
el
más
deshumanizado de los dramaturgos, por sus
dramas de ideas, aunque sin mostrar
tampoco demasiado entusiasmo. Pero veinte
años después de sus aproximaciones al arte
de las vanguardias, o a ese conglomerado
que incluye también otras sensibilidades y
estilos, que él canaliza con su razón vital,
afronta con un título tremendamente
ambicioso la invitación de O seculo para
abrir en Lisboa el 13 de abril de 1946 un
ciclo dedicado a la historia del teatro.
4. La vida humana como drama
Con esa “idea del teatro” que propone
para su conferencia insinúa una metafísica
del teatro, una indagación sobre el ser del
teatro. Aunque la mutila pronto, cortando su
exposición de manera abrupta. Nada extraño
en Ortega, demasiado remolón antes de
entrar en materia, con la que le cuesta
entrar de frente y rematarla. Pero también
una indicación –más sugerente quizá que lo
dicho- de qué terrenos quiere y no quiere
pisar. Deja a un lado el teatro de su tiempo,
que dice que está en ruina, como casi todo,
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solo unos meses después de terminar la
segunda guerra mundial, y se atreve con un
planteamiento puramente teórico primero
del teatro como género, para formular de
nuevo su propuesta estética que apenas ha
cambiado nada en estos años, con su
dicotomía entre la realidad y la irrealidad,
aquí de un modo más visual que en otras
artes, con el telón de divisoria; y luego, en
terreno ya metafísico, como el dispositivo
que pone en marcha en el hombre, en el
espectador, el mecanismo de evasión de su
propia vida. Su reflexión del arte aquí es
solo una introducción, un acceso a su
metafísica, pero que le conviene recordar,
después de tantos años de haberlo
arrinconado, con un público que se ha
desacostumbrado a su discurso, a sus
formas. El arte, había escrito mucho antes,
es irreal. Para él -con un planteamiento muy
ingenuo- una cuestión espacial: la escena,
frente a la sala de butacas; el espacio de los
actores frente al del público, separados por
un telón que delimita la realidad y la
irrealidad. Una imagen muy intuitiva para
señalar un espacio capaz de liberar al
espectador de su horizonte real y trasladarlo
a ese nuevo horizonte de la ficción con el
que sale de su vida real para adentrarse en
ese otro mundo (Ortega, 2004: IX, 844845). Como si la propia ficción –aunque él
no es tan explícito o no llega a ver la
conexión–
llevara
al
espectador
a
ensimismarse y por tanto, de algún modo, a
evadirse de su realidad cotidiana. A
convertirlo en sonámbulo, dice él, con esa
incursión de su estética en su metafísica que
hace posible el arte, en tanto que
intrascendente, que irreal, porque es
deliberadamente autónomo (con sus propias
leyes pero también con su propio territorio):
porque le da al hombre la única posibilidad
que tiene de abandonar por un momento la
tarea que es su propia vida, el trabajo
continuo que le supone vivir. No hay modo
de descansar saliendo uno fuera de sí
mismo, dejando de vivir, por un momento,
porque la vida es una tarea que no se
interrumpe. Pero como alternativa, como
una solución viable, aceptable aunque más
tristona, a Ortega le vale la operación
inversa,
ensimismándose
el
individuo,
concentrándose en sí mismo a través de la
ficción, para dejar en suspenso su reacción
ante la circunstancia que lo comprende. Lo
que no hace –que vale también para
conocerlo, para saber de su filosofía, por
omisión, al quedarse tan cerca, al tener que
haberlo visto y no haberse lanzado a ello– es
hacer del teatro la analogía global de su
planteamiento metafísico, que concibe la
Enrique Ferrari Nieto
vida como tarea, o quehacer, como drama,
pero no como la representación de un actor
en una obra que podría ser su circunstancia:
no llega a decirlo abiertamente, aunque se
queda varias veces cerca, con la imagen del
actor arrojado de pronto al escenario, que
usa varias veces, en Historia como sistema
(1935) por ejemplo, pero que evita en “Idea
del teatro”, cuando vuelve a la misma idea.
Lo he escrito otras veces: Ortega hace
del hombre un novelista de sí mismo. Para
su metafísica coloca a la vida como
fundamento de una nueva ontología que
devuelve al sujeto trascendental al mundo.
Lo piensa junto a su circunstancia: asimila
su entorno como constitutivo de él para
escapar de las apreturas del idealismo. Es
novelista de sí mismo porque al hombre le
es dada la vida, no puede dársela él mismo,
pero no le es dada hecha, fijada desde el
principio para siempre, como si fuera un
objeto, sino que es una tarea, algo que hay
que hacer. El hombre no tiene naturaleza. El
hombre es un drama, un acontecimiento que
le sucede a cada uno, porque su existir no
está dado hecho, sino que al existir queda
obligado a no dejar de existir. Lo único que
le es dado al hombre es la necesidad de
hacer su vida, de construirla:
“La vida –escribe– es un gerundio y no
un participio: un faciendum y no un
factum. La vida es quehacer. La vida, en
efecto, da mucho que hacer.” (Ortega
2004, v. VI, p. 65)
Cualquier otro punto de partida, escribe
Julián Marías, llega tarde, no es radical, si no
se asienta en la concepción de mi vida como
la organización real de la realidad, de la
realidad como escenario de mi vida (Marías,
1970: 66), que consiste en hacerse uno a sí
mismo, proyectivamente, en la expectativa,
eligiendo quién ser, porque uno no es
idéntico siempre (no tiene una identidad),
pero sí es siempre el mismo: por tanto,
futurizo, argumental, dice, en una realidad
inconclusa:
“Vivir es proyectar, imaginar, anticipar,
es
seguir
proyectando,
imaginando,
anticipando, soy inexorablemente futurizo,
orientado al futuro, remitido a él.” (Marías,
1970: 299)
Lo que Ortega, dilatando el sentido del
término, llama vocación. En “A una edición
de sus obras” de 1922 escribe:
“Hay que hacer nuestro quehacer. El
perfil de este surge al enfrentar la vocación
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de cada cual con la circunstancia. Nuestra
vocación oprime la circunstancia, como
ensayando realizarse en esta. Pero esta
responde poniendo las condiciones a la
vocación.” (Ortega, 2004: V, 96)
Como si la biografía de cada uno fuera
un género literario: con lo hecho pero
también con lo no hecho, por no haberse
atrevido el biografiado con su vocación vital.
Escribe Ortega al hilo de la vida de Goethe:
“Toda vida es, más o menos, una ruina
entre cuyos escombros tenemos que
descubrir lo que la persona tenía que haber
sido.” (Ortega, 2004: V, 126)
Como ocurre con el arte, también una
creación: con la inevitable desazón por la
derrota, porque con cada elección, advierte
Steiner,
quedan
fuera
las
ilimitadas
intuiciones del taller inacabadas: soluciones
mendigas frente a la riqueza de los
problemas, de las posibilidades, escribe
(Steiner, 2001: 140).
Pero -en lo que nos interesa aquíOrtega apuntala su propuesta con otra
imagen más, también muy intuitiva: como si
esta del novelista de sí mismo no fuera
suficiente y quisiera reforzar con otra
metáfora esa creatividad que le reclama a la
vida, hasta hacer de esta (desde ambas
imágenes) la invención del personaje que
cada cual tiene que ser. En “A Veinte años
de caza mayor del conde de Yebes” escribe:
“Existir se convierte para el hombre en
una faena poética, de dramaturgo o
novelista: inventar a su existencia un
argumento, darle una figura que la haga,
en alguna manera, sugestiva y apetecible.”
(Ortega, 2004: VI, 272)
La pregunta es por qué abandona esa
imagen del dramaturgo, por qué no vuelve a
usarla, a favor de la del novelista, que exige
quizá un mayor esfuerzo de comprensión
para el lector, al menos porque su recorrido
como metáfora de la existencia está sin
hacer. Por qué en “Idea del teatro”
interrumpe la conexión que parece ir
estableciéndose entre la metafísica y el
teatro a partir de la analogía del actor como
el individuo que se desenvuelve en su vida o
en su circunstancia. Porque en este punto
Ortega es tremendamente cauto. A pesar de
tener, del lado de la metafísica, al hombre
como res dramatica y, del lado de la
estética, al actor hecho metáfora, metáfora
corporal, capaz, por tanto, de transmitir el
carácter ejecutivo de la realidad. A pesar de
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tener una oportunidad excepcional, en este
congreso sobre teatro en Lisboa, para
encadenar en un terreno nada abrupto su
argumentación hasta hacer suya la analogía
del mundo como un teatro: un guiño a esa
filosofía o a esa comprensión de la realidad
todavía mundana, con los pies en el suelo,
interrumpida luego por siglos de un
idealismo que él pretende dejar atrás: la
conexión o el parentesco buscado, como un
puente, con esa intuición clásica reformulada
con los rasgos existencialistas de su razón
vital, abriendo esa veta mínima del libre
albedrío concedido por Dios al hombre hasta
darle la anchura de esa libertad que es
obligación de la existencia, como creación de
la propia vida. En “Meditación de nuestro
tiempo”, en 1928, había escrito:
“Nuestra vida empieza por ser la
perpetua sorpresa de existir sin nuestra
anuencia previa, náufragos en un orbe
impremeditado. No nos hemos dado a
nosotros la vida, sino que nos la
encontramos justamente al encontrarnos
con nosotros. Un símil esclarecedor fuera el
de alguien que dormido es llevado a los
bastidores de un teatro y allí, de un
empujón que lo despierta, es lanzado a las
baterías, delante del público. Al hallarse
allí, ¿qué es lo que halla ese personaje?
Pues se halla sumido en una situación difícil
sin saber cómo ni por qué: la situación
difícil consiste en que hay que resolver de
algún modo decoroso aquella exposición
ante el público, que él no ha buscado ni
preparado ni previsto.” (Ortega, 2004:
VIII, 42)
Como si se asomara a esa metáfora
inmensa del mundo como un teatro, pero no
diera un paso atrás, temeroso de caer, como
si hubiera algo ahí que no lo convenciera;
como si en recorrer ese mismo camino (con
su bifurcación audaz, al reordenar los
elementos de la analogía) viera más riesgos
que ventajas.
Tengo
dos
hipótesis
posibles,
compatibles: La primera, más circunstancial,
es que tras el éxito de Ser y tiempo de
Heidegger, al que se le reconoce una
elaboración más seria, más técnica, que la
suya de la nueva fenomenología existencial,
Ortega quisiera cuidarse de usar tantas
metáforas e imágenes que, según él, habían
distraído la lectura de su filosofía. En esos
años trabaja para darle una forma definitiva
a su pensamiento raciovitalista y en ningún
caso querría volver a un lenguaje menos
académico, menos técnico, como esta
alegoría del teatro del mundo. La segunda,
más interesante, es que pudo ver alguna
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Enrique Ferrari Nieto
pieza que fallaba en la analogía, lo
complicado que era encajar la libertad del
individuo para hacer su propia vida con el
papel asignado de antemano a cada actor en
la alegoría. Habría una tercera alternativa,
aunque más improbable: Que Ortega no
cayera en la cuenta de que podía darle a su
metafísica la estructura del teatro. Que, de
haber caído, lo habría hecho. Como si fuera
solo un descuido, un despiste. Pero digo que
es improbable porque en varias ocasiones ha
estado cerca de la imagen, de la alegoría del
teatro, que tiene que conocer bien.
Bastan dos ejemplos. Muy pronto, en
sus Meditaciones del Quijote, el propio
Ortega parece insinuar –aunque para un
caso muy concreto– el isomorfismo del
theatrum mundi:
“El actor en el drama, podría decirse
paradójicamente, representa un papel que
es, a su vez, -escribe entonces- la
representación de un papel bien que en
serio esta última.” (Ortega, 2004: I, 819)
Y, mucho más tarde, en El hombre y la
gente escribe:
“La mayor parte de los hombres carece
de fuerte fantasía creadora y es incapaz de
crearse un programa original de vida, es
decir, que ellos no se consagran a hacer y
sin ayudas externas, no sabrían qué hacer;
necesita recibir de fuera la figura de sí
mismo que debe ejecutar en su existencia,
el programa de sus actos, como el actor
representa el papel que le ha encargado el
dramaturgo. Pero, entiéndase bien esto,
una cosa es que tal hombre sea incapaz de
crearse su proyecto vital, su plan de vida, y
otra que no tenga que decidirlo él. Esto es
ineludible.” (Ortega, 2004: IX, 208)
Es, por tanto, menos factible que
cualquiera de las otras dos hipótesis.
Que Ortega en esos años quisiera
andarse con cuidado con la recepción de su
filosofía, con esa percepción de muchos de
que
era
excesivamente
o
predominantemente literaria, no invalida la
segunda conjetura. Más bien al contrario: le
pudo servir de primera advertencia, para
tenerlo más alerta, más exigente con la
precisión de sus imágenes. Epicteto, en el
Enquiridión, hace de su advertencia una
ontología de dos premisas:
“Acuérdate de que eres actor de un
drama que habrá de ser cual el autor lo
quiera.” (Epicteto, Enquiridión, § 17)
Con la segunda de ellas es con la que
Ortega no puede, la que choca frontalmente
con su propia percepción de la vida como
drama: ese autor exógeno que impone su
voluntad. Puede tolerar los demás elementos
de la alegoría; también el principal: los
individuos como personajes en un escenario
de dos puertas: “la una, es la Cuna; y la
otra, es el Sepulcro”, dice el Mundo en el
auto sacramental de Calderón. Pero los
matices en la imposibilidad de elección de
los personajes alejan las posturas, aunque
en Ortega la circunstancia –no elegida, con
la que el sujeto tiene que convivir– pueda
asumir en parte ese papel del personaje
dado, hecho de las condiciones impuestas al
primer “yo” de su sentencia de Meditaciones
del Quijote. En el equilibrio difícil, casi
imposible, entre el papel dado y la
autonomía del actor, Calderón de la Barca
hace del libre albedrío un ejercicio de
responsabilidad del individuo, que debe
plasmarse en la coherencia que le da al
personaje desde el patrón establecido por el
autor; para Ortega y Gasset, en cambio, la
libertad del individuo consiste en la
construcción –libre, autónoma– de uno
mismo: el viejo arquero ejemplar, que dirige
su vida igual que dispara una flecha, que lee
en Aristóteles. Con las distintas respuestas
éticas que se derivan de las distintas
respuestas metafísicas (de la existencia o
inexistencia de un autor externo que
construye al personaje).
En Calderón la resignación, el sacrificio y
la obediencia:
“De aquella cuna salí
y hacia ese sepulcro voy,
mucho me pesa no haber
hecho mi papel mejor.”
(Calderón, El gran teatro del mundo, vv.
1077-1080)
En Ortega la creatividad, la autonomía,
la propia libertad, pero como un derecho
ganado, no concedido. Porque a Ortega le
interesa más el autor que el actor. O le
interesa más lo que el actor tiene de autor,
con
su
creatividad.
Porque,
en
su
planteamiento, con un autor endógeno, no
exógeno, confunde a uno y otro, ambos con
una sola tarea, porque escribir el papel y
representarlo se da al tiempo y de manera
conjunta, en una sola acción. Solo así puede
funcionar la imagen del actor para un
individuo que debe ser –el principio máximo
de una filosofía existenciaria– libre, que
debe elegir constantemente para conformar
su vida.
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Factótum 9, 2012, pp. 1-10
Pero
ante
el
auditorio
de
sus
conferencias podría crear cierta confusión,
con la imagen ya hecha en la cabeza de cada
uno de un actor que obedece las órdenes del
autor (del escritor o del director). Para qué
entonces arriesgar su filosofía, su propuesta
tan sólida, encajándola en una imagen,
aunque sea tan atractiva, tan dispuesta,
como esta. Es comprensible esa decisión
suya de permanecer a cierta distancia de la
alegoría. Pero es verdad también que Ortega
podría haberle sacado más rendimiento a la
analogía metafísica del actor, añadiéndole de
ambos lados, del estético y del metafísico,
los rasgos que confluyen en su percepción
del hombre o, mejor, de la vida, despojado
el actor de esa figura sumisa, no creativa,
como una marioneta, con que queda
reflejado en el theatrum mundi, como un
nuevo elemento conformado a un tiempo por
el actor y el personaje. Dándole -como decía
al principio- la vuelta a la metáfora. Porque
en Ortega –de vuelta a su estética- el actor
es otra cosa que el individuo que se sube a
un escenario para representar un papel; o,
al menos, es más que eso. Es, con el don de
la transparencia (“como un cristal” dice), la
universal metáfora corporizada (Ortega,
2004: IX, 838). Una realidad ambivalente,
dos realidades a un tiempo, la del actor y la
del personaje, que se niegan mutuamente,
dos yos que se contradicen, decía Brecht
(2004: 267). Escribe Ortega:
“La realidad de una actriz, en cuanto
que es actriz, consiste en negar su propia
realidad y sustituirla por el personaje que
representa. Esto es re-presentar: que la
presencia del actor sirva no para
presentarse a sí mismo, sino para
presentar otro ser distinto de él.” (Ortega,
2004: IX, 837)
Que quede solo lo irreal, lo imaginario,
tras haberse neutralizado ambas realidades,
cuando el actor ha dejado de ser el hombre
real que es y, al tiempo, el personaje se
desprende
de lo que fue antes de su
representación.1 Con el mecanismo de la
metáfora:
con
las
dos
realidades
enfrentadas, en un mismo lugar, para crear
una realidad nueva con la transferencia
mutua: con esa primera identidad inesencial
(cerca de esa identificación que rechazaba
Brecht), que sirve solo de toma de contacto,
para dar no con lo común a ambas sino con
un nuevo elemento, como si al romperse los
caparazones de los dos términos al chocar
entre sí, escribe, la materia interna, blanda,
1
Un actor tiene que crear una imagen mientras está en
escena, no solo exhibirse ante el público (Stanislavski, 1999: 54).
9
maleable, recibiera una nueva forma y
estructura (Ortega, 2004: I, 673-677)
porque, con el choque, una y otra realidad
se anulan para dar con la irrealidad (Ortega,
2004: IX, 839).
Ortega, en su estética, traslada el
sentido del término hasta abarcar al
producto, al resultado, no solo al agente, al
individuo que actúa: lo que comúnmente se
ha entendido por actor. Aunque lo olvida o
no lo tiene en cuenta cuando avanza, desde
ahí mismo, desde el planteamiento estético
de su “Idea del teatro”, hacia la metafísica, o
cuando alude -siempre tangencialmente, de
pasada- a la imagen del teatro con alguna
pretensión ontológica. De haberlo tenido en
cuenta, habría dado de inmediato con ese
otro empalme entre su estética y su
metafísica que es el hombre como
existencial metáfora, como un personaje que
no llega a realizarse nunca del todo (Ortega,
2004: V, 540-541), enfrentados, en ese
movimiento que construye a la metáfora, lo
que se quiere ser y lo que se es, con la
gravedad que impone la circunstancia: el
hombre como peregrino del ser, escribe. Sin
la rémora de la imagen del actor sumiso
(limitada su función a obedecer las
directrices del autor o director de la obra)
que es el referente común de las distintas
versiones del theatrum mundi. Más cerca de
esta otra comprensión más actual del
cometido del actor, más creativo, y más
libre, en el teatro contemporáneo. Más
cerca, por tanto, de su figura del héroe, a la
que recurre en vez de al actor (en sus textos
todavía idealistas, antes de desarrollar del
todo su comprensión de la vida), para
explicar su noción de la vida como faena
poética: como quehacer, como empresa,
mejor que como angustia, como la entendió
el existencialismo francés. El héroe, dice, es
el que se resiste al hábito, a las costumbres:
el que hace de la vida una invención
constante, a un tiempo intérprete, actor,
pero también creador, autor.
5. El actor como autor de sí mismo
En las distintas interpretaciones del
teatro como analogía de la vida, con el actor
limitado a obedecer, parece que es el
dramaturgo el único que tiene cierta
capacidad creativa. Cualquiera de esas
intuiciones metafísicas hacen del hombre,
por tanto, un ser mermado, limitado, sin
apenas responsabilidades, fuera de su
sumisión. Ortega –muy lejos de esto– lo que
hace es fundir al dramaturgo con el actor:
Con un desdoblamiento que puede darle
problemas y que por eso evita, a favor del
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10
novelista, aunque en un texto menor, una
crítica de teatro, “Elogio del Murciélago”,
abogue ya por un tipo de actor que sea más
que un reproductor de un texto. Al principio
me referí a una metafísica del actor desde su
envés. Pienso que es factible: Porque el
actor como también creador –con los rasgos
del actor contemporáneo, no del clásico–
podría ser el punto de partida de otra
metafísica, o al menos de otra comprensión
de la vida concentrada en una imagen, en
una alegoría. Liberada del control de
Epicteto, de tantos padres en tantos años.
Enrique Ferrari Nieto
Actualizado el referente primero de la
metáfora con el papel que desempeña ahora
el actor, sin las restricciones del pasado, con
su imagen remozada, mucho más sugerente.
Bastaría con mejorar el conocimiento del
referente, qué es de verdad un actor, o esa
simbiosis entre el actor y el personaje, para
hacerlo menos plano, acentuando ese
componente creativo que es también el de
cualquier propuesta existenciaria. Pero los
profanos en teatro no podemos más que
asomarnos, que tantear esa metafísica del
actor.
Referencias
Brecht, B. (2004) Escritos sobre teatro. Barcelona: Alba.
Calderón de la Barca, J. (1981) El gran teatro del mundo. Madrid: Alianza.
Marías, J. (1970) Antropología metafísica. Madrid: Revista de Occidente.
Molinuevo, J. L. (2002) Para leer a Ortega. Madrid: Alianza.
Ortega y Gasset, J. (2004) Obras completas. Madrid: Taurus & Fundación Ortega.
Ovejero Bernal, A. (2000) Ortega y la posmodernidad. Madrid: Biblioteca Nueva.
Quevedo, F. de (1996) Poesía original completa. Barcelona: Planeta.
Stanislavski, C. (1999) La construcción del personaje. Madrid: Alianza.
Steiner, G. (2001) Gramáticas de la creación. Madrid: Siruela.
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