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Neurobiología del espectrum autista
Mardomingo, M.J.
Introducción
La tendencia al aislamiento y las dificultades de interacción personal y de adaptación
social de un grupo de once niños llevó a Leo Kanner en el año 1943 a elegir el término
"autismo infantil precoz" como el más adecuado para describir el cuadro clínico de estos
pacientes. Un año más tarde el psiquiatra y pediatra vienés Hans Asperger, siendo
todavía estudiante de medicina y desconociendo el trabajo de Kanner, eligió la expresión
"psicopatía autista" para referirse a cuatro niños que presentaban graves dificultades de
adaptación social, con una capacidad intelectual aparentemente normal y una expresión
verbal aceptable, pero con intensa perturbación de la comunicación mímica y gestual. El
sustantivo "autismo" y el adjetivo "autista" han estado ligados a la historia y terminología
de los trastornos generalizados del desarrollo desde las primeras descripciones hasta
nuestros días, incorporándose posteriormente, además del síndrome de Asperger, el
trastorno desintegrativo y el síndrome de Rett. Todos ellos tienen en común el comienzo
precoz de la sintomatología, la perturbación de los mecanismos de comunicación personal
y de adaptación social y el déficit cognoscitivo, características que les diferencian de los
niños que tienen simplemente un retraso mental (Mardomingo y Parra, 1979).
La etiología y patogenia de estos trastornos aún no se conoce con exactitud
representando una seria dificultad metodológica, la complejidad del cuadro clínico y el
carácter abigarrado de los procesos que componen el llamado "espectro autista", lo que
sugiere que su clasificación es muy posible que cambie en los próximos años
(Mardomingo, 1979, 1985). Así como el autismo es una categoría diagnóstica
ampliamente reconocida, el resto de los trastornos suscita amplia controversia (Volkmar et
al., 1997).
En este artículo se aborda la relación de los trastornos del espectro autista con otras
enfermedades pediátricas y los factores neuroquímicos, neurofisiológicos y
neuroanatómicos implicados en la etiopatogenia con especial atención al papel de la
amígdala en el autismo. Los factores genéticos se abordan en otro capítulo de este libro.
Enfermedades pediátricas y sintomatología autista
La frecuente asociación del autismo con determinadas enfermedades pediátricas como
la rubéola, la fenilcetonuria, o la esclerosis tuberosa, planteó desde el principio el
problema conceptual de si se trataba de un mismo trastorno o de trastornos diferentes, y
surgió la necesidad de definir los criterios de inclusión y de exclusión de casos clínicos
que debían seguirse en los trabajos de investigación. La polémica que se inició en los
años setenta se ha prolongado hasta la actualidad sin que se haya llegado a una
conclusión definitiva. De hecho existirían tres grupos de pacientes: aquellos que tienen un
cuadro clínico de autismo y sufren además una enfermedad que sería la causa del mismo;
un segundo grupo sin enfermedad pediátrica pero con signos evidentes de una afectación
cerebral en las pruebas complementarias de imagen o de otro tipo; y por último un tercer
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grupo en el que no es posible demostrar de forma objetiva la existencia de una alteración
estructural o funcional del cerebro y en el que todas las exploraciones complementarias
son normales (Mardomingo, 1994).
En cualquier caso, todos los sujetos afectados de autismo tienen algunas
características en común además del cuadro clínico:
1. Un riesgo mayor de sufrir epilepsia (Rutter, 1970; Volkmar y Nelson, 1990)
apareciendo las crisis comiciales unas veces precozmente y otras más tarde en
la pubertad o la adolescencia.
2. Mayor frecuencia de signos neurológicos leves y de alteraciones en el EEG
(Minshew et al., 1997).
3. Una asociación más frecuente que en otros trastornos psiquiátricos con
enfermedades que implican una perturbación del desarrollo del sistema
nervioso, especialmente el síndrome frágil X, la parálisis cerebral, las
alteraciones cromosómicas y los síndromes malformativos. Estas enfermedades
se dan aproximadamente en el 8% de todos los sujetos que tienen autismo
(Bolton et al., 1991; Rutter et al., 1993).
De hecho el síndrome frágil X afecta al 4% de los pacientes autistas (Dykens y
Volkmar, 1997). Se trata de varones con escaso contacto visual, retraso del lenguaje,
estereotipias y autoagresiones. Por su parte, la esclerosis tuberosa es un trastorno
autosómico dominante del que se conocen dos genes (Short et al., 1995) y cuyos
síntomas son: retraso mental, crisis comiciales, problemas dermatológicos, trastornos de
conducta y sintomatología autista.
La asociación del autismo con otro tipo de enfermedades pediátricas aún no está clara.
Es el caso de los trastornos innatos del metabolismo (Gillberg y Coleman, 1992) y de las
infecciones intrauterinas por citomegalovirus, herpes simple, y VIH (Gillberg y Coleman,
1992). Lo mismo sucede con las infecciones por el virus de la gripe sufridas por la madre
durante el embarazo. La observación de que en determinadas épocas del año nacía un
número mayor de niños con autismo hizo sospechar esta etiología (Gillberg, 1990), pero
estos datos no han sido de momento corroborados (Rutter et al., 1993).
La existencia de factores anóxicos pre y perinatales como causa del autismo es otra de
las hipótesis planteadas, Las hemorragias de la madre durante el primer semestre del
embarazo, la presentación de nalgas y un test de Apgar bajo, son más frecuentes en los
niños autistas que en la población general (Mardomingo y Parra, 1991).
La acción patógena de los factores ambientales intrauterinos podría verse reforzada
por la circunstancia de que el feto estuviera ya afectado desde el punto de vista genético.
De esta forma, los factores genéticos y las agresiones ambientales sufridas por el feto
durante las etapas precoces del desarrollo serían los factores causales determinantes del
cuadro clínico del autismo. El momento cronológico en que tiene lugar la anoxia podría
contribuir además a explicar la afectación de distintas estructuras cerebrales. Así los
factores patógenos que actúan durante el tercer trimestre del embarazo y en torno al
parto, serían responsables de la disfunción de los lóbulos frontales y temporales
fundamentalmente, mientras que aquellos que intervienen durante el primer semestre se
relacionarían de modo preferente con la afectación del tronco cerebral (Gillberg, 1999).
Una mayor frecuencia de complicaciones perinatales se ha descrito también en el
síndrome de Asperger (Szatmari et al., 1989), y en el síndrome de Rett (Sekul y Percy,
1992) aunque la investigación sobre este tema y sobre otros aspectos de la etiología de
estos síndromes es todavía muy escasa. En cuanto al trastorno desintegrativo no se ha
logrado relacionar el comienzo del cuadro clínico, que es más tardío que en el autismo,
con procesos patológicos en curso, ni con factores ambientales desencadenantes.
Factores neuroquímicos
La serotonina y la dopamina son los dos neurotransmisores que más se han
investigado en el autismo. Ya en el año 1961 Shaim y Freedman detectaron un
incremento de los niveles periféricos de serotonina en un grupo de pacientes autistas,
resultado que se ha confirmado en estudios posteriores (Yuwiler et al., 1985). La
serotonina es un regulador del humor, el sueño, la temperatura, el apetito y la secreción
de hormonas, y se encuentra periféricamente en la sangre, el intestino y las plaquetas. Se
da además la circunstancia de que la sintomatología del autismo se manifiesta muy
pronto, durante los tres primeros años de vida, coincidiendo con la inervación
serotonérgica de la corteza cerebral y del sistema límbico. Precisamente la amígdala es
una de las estructuras límbicas que despierta actualmente un mayor interés en la
investigación de este trastorno.
Los niveles plasmáticos de serotonina están elevados en la tercera parte de los niños
con autismo, sobre todo en aquellos que tienen un retraso mental más grave (Yuwiler et
al., 1985), y el tratamiento con fenfluramina mejora la sintomatología (Ritvo et al., 1983).
Más recientemente han empezado a emplearse los ISRS con resultados aceptables
(McDougle, 1997). Parece por tanto bastante probable que los mecanismos de
neurotransmisión serotonérgicos estén implicados en la etiopatogenia del autismo aunque
no se conozca cómo se llega a esta perturbación.
El posible papel de la dopamina en el autismo se puso de manifiesto al observarse una
mejoría de la sintomatología con fármacos del tipo del haloperidol y las fenotiacinas que
bloquean la función dopaminérgica. Los síntomas que experimentan una mejoría más
intensa son las estereotipias, las autoagresiones y la hiperactividad, síntomas que se
pueden inducir en modelos animales mediante la administración de fármacos que
potencian la función de la dopamina. Junto a estos hallazgos farmacológicos se ha
observado que el ácido homovanílico –metabolito de la dopamina está elevado en los
niños autistas con estereotipias intensas (Cohen y Donnellan, 1987), un aumento que es
estadísticamente significativo cuando se compara con los resultados obtenidos en niños
sanos, niños con trastornos psicóticos y niños con retraso mental (Gillberg et al., 1983). El
ácido homovanílico se encuentra también elevado en orina (Gillberg et al., 1983).
Por lo que se refiere a la noradrenalina, aún no se sabe en qué medida interviene en la
etiopatogenia del autismo, aunque algunos niños autistas tienen una respuesta excesiva a
los estímulos estresantes (Anderson y Hoshino, 1997) y, no hay que olvidar, que la
noradrenalina tiene una acción reguladora del estado de alerta, la ansiedad, la respuesta
al estrés, la memoria y la actividad autonómica.
El carácter peculiar de los movimientos anómalos típicos del síndrome de Rett,
despertó el interés por el estudio de la función dopaminérgica, partiendo de la hipótesis de
que pudiera estar alterada, tal como sucede en otras enfermedades del movimiento
(Wenk et al., 1993). Asimismo, la similitud del curso clínico de este trastorno con algunos
trastornos congénitos del metabolismo, como la fenilcetonuria, sugirió la existencia de
alguna alteración metabólica, alteración que no se ha demostrado. Otras hipótesis
etiológicas formuladas en este síndrome son el trastorno de la función colinérgica tras la
observación de una pérdida de células colinérgicas en los lóbulos frontales y alteraciones
de las endorfinas (Budden et al., 1990; Myer et al., 1992) resultados que, no obstante,
tampoco se han confirmado (Gillbert et al., 1990).
Estudios neuroanatómicos: El papel de la amígdala
La investigación de las estructuras cerebrales implicadas en el autismo resulta
enormemente compleja dadas las características clínicas del trastorno. Los estudio
anatomopatológicos de cerebros "postmortem" han hallado una serie de alteraciones en el
cerebelo consistentes en disminución del número de células de Purkinje, y pérdida de
células granulares y de neuronas de los núcleos profundos cerebelosos (Ritvo et al.,
1986; Arin et al., 1991). También se han observado alteraciones del sistema límbico, con
un aumento de la densidad de las pequeñas neuronas en el hipocampo, la amígdala, los
cuerpos mamilares, la corteza del cíngulo y el septum (Bauman y Kemper, 1984, 1985,
1994).
La afectación del hipocampo y de la amígdala, que son estructuras fundamentales en
los procesos de aprendizaje y en la regulación del humor, explicaría algunos de los
síntomas esenciales del cuadro clínico. La alteración de estas estructuras y del cerebelo
tendría lugar durante el primer semestre del embarazo coincidiendo con el fenómeno de la
migración de las neuronas desde la capa ventricular hasta su ubicación en la corteza
(Mardomingo, 1994). Procesos anóxicos o infecciones acontecidos en este periodo
perturbarían los mecanismos de interacción célulacélula, la inmunidad celular, y el
proceso de reconocimiento por parte de las neuronas de las proteínas que son esenciales
para su migración y crecimiento. Se producirían de esta forma alteraciones estructurales
en el desarrollo del cerebro, que darían lugar a la sintomatología autista, explicando la
gravedad del cuadro clínico, el pronóstico poco favorable y las dificultades de tratamiento.
La implicación de la amígdala en la etiopatogenia del autismo es uno de los temas de
investigación que está despertando mayor interés en los últimos años (BaronCohen et al.,
2000). La perturbación de la comunicación interpersonal y de la interacción social son dos
características esenciales de este trastorno y la amígdala es una estructura fundamental
en el reconocimiento del significado emocional y social del lenguaje. Las relaciones
interpersonales y sociales requieren la capacidad personal de reconocer e identificar el
estado emocional del interlocutor y de predecir cuales van a ser sus sentimientos, sus
pensamientos y su comportamiento, cómo se siente y va a sentirse, qué es lo que piensa
y va a pensar, y cómo va a actuar. Significa también ser capaz de relacionarse tanto en
grupos amplios como en pequeños, y de mantener relaciones interpersonales estrechas
(Wellman, 1990). Está claro que todas estas funciones constitutivas de la inteligencia
social están profundamente afectadas en el autismo (KarmiloffSmith et al., 1995), y la
amígdala, la corteza frontoorbitaria y la circunvolución superior del lóbulo temporal son las
estructuras fundamentales de estas capacidades por lo que han recibido la denominación
de cerebro social (Brothers, 1990).
La amígdala regula los impulsos y las emociones y lo hace manteniendo conexiones
con la corteza prefrontal y con el hipotálamo. La estimulación eléctrica genera agresividad
tanto en el ser humano como en el mono, y la destrucción produce apatía y desinterés por
el medio. La importancia de esta estructura en la interacción social del animal parece
fuera de duda, de tal forma que su lesión se traduce en el mono rhesus en aislamiento
social, pérdida de la iniciativa para establecer relaciones sociales e incapacidad para
responder de forma apropiada a la mímica y gesto de los compañeros de grupo (Emery et
al., 1998).
Técnicas de imagen
Los estudios del autismo mediante técnicas de imagen que se han realizado hasta
ahora tienen el defecto metodológico de utilizar un número reducido de casos. Además,
algunos no cuentan con un grupo control de referencia. Los primeros trabajos con
tomografía computarizada (TC) detectaron una dilatación de los ventrículos laterales y
otras anomalías tanto más acusadas cuanto mayor era el retraso mental de los pacientes.
No obstante, las limitaciones metodológicas hacen difícil la interpretación de los
resultados. Con resonancia magnética se ha observado un aumento del tamaño de la
corteza cerebral (Piven et al., 1992, 1995) y un menor tamaño de los lóbulos VI y VII del
cerebelo (Courchesne et al., 1988), resultados que no se han confirmado en otros trabajos
posteriores (Garber y Ritvo, 1992). Estudios más recientes refieren una disminución del
tamaño de la amígdala (Abell et al., 1999) y un descenso del flujo sanguíneo en el lóbulo
temporal (Gillberg et al., 1993). Asimismo con resonancia magnética funcional se observa
que tanto niños autistas con buen nivel intelectual, como niños con síndrome de Asperger,
experimentan una menor activación de la amígdala que los niños sanos, cuando tienen
que resolver pruebas que implican la inteligencia social (BaronCohen et al., 1997),
característica que también se aprecia en los padres (BaronCohen y Hammer, 1997). Por
tanto, en el autismo y en el síndrome de Asperger estaría afectada la función de la
amígdala, disfunción que explicaría, si no totalmente, sí al menos en parte, la dificultad en
la comunicación interpersonal y social que caracteriza a ambos trastornos. Sin embargo
en un estudio con PET y resonancia magnética de 10 sujetos con autismo y 7 con
síndrome de Asperger que se comparan con 17 sujetos sanos, se observa una
disminución significativa del flujo sanguíneo y del metabolismo de la glucosa en la
circunvolución del cíngulo, sin que se detecten diferencias en la amígdala y en el
hipocampo. También se observa un tamaño menor del área 24 de Brodmann (Haznedar
et al., 2000). No cabe duda que el número de sujetos estudiado es aún pequeño y que por
tanto no se pueden sacar conclusiones definitivas.
Berthier y colaboradores (1990, 1993) han descrito alteraciones corticales y
subcorticales en el síndrome de Asperger que supondrían un trastorno en el proceso de
migración neuronal. Estas alteraciones se daban en 7 niños de 9 que tenían además del
síndrome de Asperger un Gilles de la Tourette, y sólo en uno de 9 niños que tenían un
trastorno de tics sin Asperger. También se han descrito alteraciones de la función del
hemisferio derecho mediante SPECT y resonancia magnética (McKelvy et al., 1995) y
alteraciones en el lóbulo temporal izquierdo con TC (Jones y Kervin, 1990). La afectación
del hemisferio derecho avalaría los estudios neuropsicológicos que sugieren la existencia
de un trastorno del aprendizaje no verbal que explicaría, en parte, las dificultades motrices
de los pacientes con síndrome de Asperger.
En el síndrome de Rett se ha observado con técnicas de imagen estructurales atrofia
cortical frontal, del tronco cerebral y del tálamo (KragelohMann et al., 1998; Nomura et al.,
1984) y una disminución del flujo sanguíneo cerebral con SPECT (Yoshikawa et al.,
1991). No obstante, como sucedía con el autismo y el síndrome de Asperger, el número
de casos estudiados es muy pequeño y no es posible sacar conclusiones. También se ha
descrito una disminución global del volumen cerebral que afecta de modo especial a la
sustancia gris de la corteza y al núcleo caudado (Reiss et al., 1993). La afectación cortical
es más acusada en los lóbulos frontales.
En el trastorno desintegrativo un estudio de 10 pacientes con TC detecta anomalías
inespecíficas en 5 casos y resultados normales en otros cinco (Volkmar y Cohen, 1989).
Neurofisiología y neuropsicología
La existencia de alteraciones en el EEG y las crisis comiciales frecuentes fueron una de
las primeras observaciones en el autismo. Las alteraciones en el EEG consisten en ondas
lentas, puntas, alteraciones focales y difusas y, por supuesto, focos epileptógenos activos.
Se calcula que estas alteraciones se dan en el 50% de los casos y que un 20 – 25% sufre
crisis comiciales (Minshew et al., 1997). Se han observado también anomalías de los
potenciales evocados auditivos (Wong y Wong, 1991) aunque no se sabe qué significado
pueden tener estos resultados (Minshew, 1997).
Las alteraciones electroencefalográficas se dan prácticamente en todas las niñas con
síndrome de Rett a partir de los dos años de edad y un 80% sufre crisis comiciales de tipo
tónicoclónico generalizado y crisis parciales complejas en las que suele ser eficaz el
tratamiento con carbamacepina (Trevathan y Naidu, 1988). En el trastorno desintegrativo
las características del EEG son similares a las observadas en el autismo.
Desde el punto de vista neuropsicológico una de las hipótesis de investigación, tanto en
el síndrome de Asperger como en el autismo de cociente intelectual más alto, es la
posible existencia de un trastorno del aprendizaje no verbal en estos pacientes. El
trastorno del aprendizaje no verbal o trastorno del desarrollo del aprendizaje del
hemisferio derecho, ha sido descrito en sujetos con intensas dificultades de interacción
social pero con un lenguaje verbal aceptable (Weintraub y Mesulam, 1983). Klin y
colaboradores (1995) detectaron un trastorno de este tipo en los pacientes con Asperger
pero no en aquellos que sufren un autismo aunque tengan un buen nivel cognoscitivo.
Para otros autores tanto en el síndrome de Asperger como en el autismo existiría una
afectación preferente de las estructuras del hemisferio izquierdo (Dawson et al., 1986) No
cabe duda de que la complejidad del cuadro clínico de ambos trastornos que se
manifiesta tanto en el lenguaje, como en la comunicación interpersonal, la adaptación
social y las respuestas emocionales, hace presumir la existencia de un trastorno
generalizado que afecta de modo preferente a los lóbulos frontales y temporales y al
sistema límbico.
Factores inmunológicos
Otra línea de investigación etiopatogénica surgida en psiquiatría infantil en los últimos
años es la inmunológica referida al trastorno obsesivocompulsivo, el síndrome de Gilles
de la Tourette y el autismo (Murphy et al., 1997; Swedo et al., 1997; Swedo, 1994). Existe
la posibilidad de que algunos casos de autismo tengan una etiología autoinmune dada la
asociación observada entre el autismo y ciertas enfermedades autoinmunes como la
fiebre reumática y las alteraciones inmunológicas descritas en algunos pacientes. Estas
alteraciones inmunológicas abarcan activación de las células T, proporción anormal de los
componentes de las células T, escasa producción de anticuerpos, niveles bajos de IgG e
IgA, y niveles anormales de citocinas en suero, entre otras (Warren et al., 1986, 1987;
DelGiudiceAsch y Hollander, 1997).
En un estudio de Hollander y col. (1999) realizado con un grupo de 18 niños autistas se
observa que la expresión del anticuerpo monoclonal D8/17 es mayor en el grupo autista
que en el grupo de control constituido por pacientes con enfermedades pediátricas. El
aumento se correlaciona además con la gravedad de las conductas repetitivas y
compulsivas que sufren los pacientes. El 78% de los niños con autismo tiene un aumento
superior al 11% de células D8/17 frente al 21% del grupo control. Asimismo estos
pacientes tienen un cuadro de compulsiones y conductas repetitivas más grave que
aquellos (22%) cuyos resultados fueron negativos. Por tanto, la etiología autoinmune tal
vez se da en un grupo de pacientes autistas cuyo cuadro clínico se caracteriza a su vez
por una mayor intensidad de los rituales y repeticiones.
El anticuerpo monoclonal D8/17 identifica un antígeno celular B que indica
susceptibilidad para sufrir fiebre reumática y se considera un marcador de rasgo o
tendencia y no de estado. Esto explica que los resultados obtenidos varíen en función de
la clínica y de la respuesta al tratamiento con fármacos antiobsesivos como los ISRS que
mejoran las compulsiones y rituales. De esta forma la expresión del antígeno D8/17
indicaría la existencia de una vulnerabilidad genética para sufrir autismo. La exacta
relación entre el antígeno D8/17 y las infecciones por estreptococo hemolítico del grupo
A queda pendiente de estudio así como la investigación del papel de los anticuerpos
antineuronales. No cabe duda que la comparación del grupo de niños autistas que tiene el
antígeno D8/17 elevado con el grupo que no lo tiene es otra vía de investigación
etiopatogénica de gran interés.
Resumen y conclusiones
Los trastornos que componen el espectro autista se caracterizan por la precocidad de
su aparición, la gravedad del cuadro clínico, las dificultades de tratamiento y el mal
pronóstico. Se trata, por tanto, de un grupo de trastornos que plantea un serio desafío
científico. La investigación de las causas y mecanismos subyacentes no ha dado hasta el
momento resultados positivos. De hecho puede afirmarse que éstas causas y
mecanismos aún no se conocen. En el caso del autismo y del síndrome de Asperger el
papel de los factores genéticos parece fundamental dada la frecuente afectación de
familiares y la elevada concordancia en gemelos monocigóticos. Por otra parte,
aproximadamente un 10% de los casos de autismo se asocia a otras enfermedades
médicas que podrían considerarse responsables de la sintomatología. Por lo tanto, es
bastante probable que en la etiopatogenia de estos trastornos participen diversas causas
y mecanismos, tanto genéticos como ambientales, que dan lugar a una perturbación
precoz del desarrollo del sistema nervioso responsable de la gravedad del cuadro clínico y
del mal pronóstico. La definición y delimitación clínica de los trastornos del espectro
autista es un paso previo fundamental para la correcta metodología de la investigación
etiopatogénica.
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