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Temperamento y Psicopatología Lic. Mariano Scandar1 El presente artículo explora el vínculo entre el temperamento y la aparición de sintomatología psiquiátrica en la infancia. Se definirá el concepto de temperamento, se darán cuenta de las dimensiones en las que diversos autores acuerdan en dividirlo. En segundo lugar, se detallarán las diferentes teorías explicativas que actualmente intentan dar luz sobre el vínculo entre psicopatología y temperamento. Finalmente reseñaremos de forma sucinta la relación encontrada entre temperamento y los cuadros clínicos de mayor prevalencia en la infancia. Hacia una Definición de Temperamento Al intentar definir el temperamento, aparecen una serie de términos relacionados que que se necesitan diferenciar:: el vínculo entre temperamento y emoción; la relación con el sustrato biológico; y su relación con el concepto de personalidad. En cuanto al vínculo con la emoción, mientras que algunos autores vinculan de forma excluyente temperamento con respuesta emocional, otros lo ligan a aspectos conductuales en un sentido amplio (Strelau 2002). Las definiciones 1 Licenciado en Psicología. Master en Neuropsicología Infantil y Neuroeducación. Departamento de Neuropsicología, Fundación ETCI. Contacto: neuropsicologí[email protected] centradas en la emoción tienen su inicio en las conceptualizaciones de Gordon Allport (Allport, 1937) quien señaló: “Temperamento se refiere al fenómeno característico de la naturaleza emocional de una persona, incluyendo su susceptibilidad a la estimulación emocional, la fuerza y velocidad de su respuesta, su ánimo predominante y todas las peculiaridades de las fluctuaciones y la intensidad del ánimo. Estos fenómenos se consideran dependientes de aspectos constitucionales y, por lo tanto, ampliamente hereditarios en su origen”. (Allport, 1937; citado en Strelau, 2002 p. 29) Este énfasis en lo emocional puede rastrearse hasta las teorías contemporáneas y ha dado lugar a numerosas investigaciones, tanto en niños (Goldmith y Campos, 1990) como en adultos (Mehrabian, 1991). En estas teorías la visión del temperamento está restringida al campo de los estados de ánimo, sea como un estado emocional característico o un rasgo de la respuesta emocional. Este tipo de conceptualizaciones se oponen a las esbozadas por otros autores, entre los cuales se destacan Thomas y Chess (1977), que asocian fuertemente el concepto con variables conductuales: “El temperamento puede ser visto como un término general referido al cómo de la conducta. Difiere de la habilidad, que puede conceptualizada como el qué o el cuan bien del comportamiento y también de la motivación, que puede responder sobre el por qué una persona hace lo que hace. Temperamento, en contraste, se ocupa de la forma en que un individuo se comporta”. (Thomas & Chess 1977, citado en Strelau 2002, p. 31) La definición citada tiene un fuerte énfasis en lo fenomenológico y carece de implicaciones sobre la estabilidad de la conducta y la etiología de la misma. El temperamento es visto como una conducta reactiva a los estímulos, diferenciable de la motivación, la capacidad y la personalidad. Hay que destacar que, sobre todo en escritos tardíos, es claro que Thomas y Chess comparten la idea de que el temperamento es estable y genéticamente determinado (Strelau, 2002), aunque simplemente no consideran dicho aspecto central en sus investigaciones. Otra cuestión en la cual se observan diferencias de criterio entre autores es respecto al rol de la biología y la genética en el temperamento. En este sentido parecería ser algo extendido que la característica constitucional es implícita al concepto en sí, aunque con matices claramente variables. La forma más lineal de ver la relación entre determinantes biológicos y temperamento probablemente sea la de la escuela rusa, que desde los trabajos de Pavlov y hasta la caída del muro siempre trabajaron bajo el supuesto de que el temperamento es una expresión de la actividad nerviosa superior, es decir, que se trata de la manifestación conductual de una característica del sistema nervioso central. (Templov 1972; Strelau, 2002) Otra forma de conceptualizar el vínculo entre biología y temperamento, que no excluye a la anterior, es la adoptada por Diamont (1957) que consideró al temperamento como un componente o rasgo hereditario de la personalidad. En esta definición, que fue adoptada luego por otros (ver por ejemplo los trabajos de Buss y Plomin, 1984), se vincula con la transmisión genética de los rasgos temperamentales. Un último asunto de importancia es el vínculo entre temperamento y personalidad. Originalmente, autores como Allport (1937), Eysenck (1967) o Gray (1973), considerados con razón pioneros en los estudios de la personalidad, tendían a utilizar el término temperamento y el de personalidad de forma intercambiable. En forma paralela, otros autores (Diamont 1957; Rutter 1994) consideraron al temperamento como base de la personalidad, concepto que incluía además aspectos vinculados a la adaptación de cada individuo al ambiente y aspectos relacionados a la crianza. Esta última postura fue tornándose hegemónica y es hoy la más aceptada. Sin embargo, investigaciones recientes han ido mostrando que varias características del temperamento se superponen con la personalidad (Nigg, 2006). Los aspectos más salientes de esta superposición son: (a) Aparecen tempranamente en la vida (b) tienen patrones de heredabilidad semejantes (c) tienen los mismos niveles de estabilidad y (e) están ligados a aspectos del comportamiento emocionales y motivacionales. Es por esto que, sobre todo en el caso de adultos, los estudios han comenzado a integrar ambos conceptos. Al considerar los matices repasados en los párrafos anteriores, podemos extraer ciertas generalidades: en primer lugar el temperamento implica características conductuales en las que los individuos difieren, pero se mantienen siempre dentro del campo formal la intensidad, el tiempo de respuesta, etc. El temperamento no implica respuestas específicas ante estímulos específicos. Aunque la ligazón con el estado de ánimo es marcada también engloba aspectos no necesariamente ligados al mismo (por ejemplo, el nivel de actividad y la velocidad de respuesta). Parecería, entonces, más correcto conceptualizar al temperamento como un sistema innato bio-conductual de respuesta a estímulos e incentivos específicos (Nigg, 2006). Finalmente, el temperamento es algo estable, que está presente desde la infancia y que moderado o exacerbado por situaciones ambientales, acompaña a los individuos a lo largo de su vida. Dimensiones del temperamento infancia en la Un método altamente utilizado para discriminar diferentes variantes en el temperamento infantil es el uso de escalas administradas a los padres en las que se analizan un amplio espectro de comportamientos observables, que son sometidos luego a análisis factoriales, permitiendo de este modo arribar a dimensiones independientes del temperamento. Por ejemplo, el estudio pionero, de carácter longitudinal , realizado de Thomas y Chess (1977) utilizó una escala en la que se incluían las siguientes dimensiones: nivel de actividad, umbral de sensibilidad (nivel de estimulación requerido para evocar una respuesta), estado del ánimo, regularidad (ritmicidad), aproximación y retraimiento (vinculado con el modo de respuesta ante estímulos novedosos), adaptabilidad, distractibilidad, span atencional/ persistencia (tiempo en que el niño acomete una actividad), distractibilidad e intensidad de la respuesta, sin embargo, a nivel factorial existe un solapamiento de varias de estas categorías. Rothbart y Mauro (1990), tomando como base los datos de Thomas y Chess y sometiéndolos a análisis estadísticos encuentran las siguientes dimensiones: disconfort e inhibición ante la novedad, irritabilidad, afecto positivo y conductas de aproximación, nivel de actividad, y persistencia. Las nueve categorías iniciales podían entonces agruparse en solo seis. Por su parte, Garstein y Rothbart (2003) realizaron un estudio con padres sobre una lista expandida de comportamientos infantiles durante el primer año de vida (de tres a doce meses) y encontraron que tres dimensiones daban cuenta de los comportamientos en los niños: extraversión y afecto positivo, afecto negativo y conductas de orientación. La extraversión se caracterizada por conductas de aproximación, búsqueda de placer y estimulación, sonrisas, risas, etc. El afecto negativo está caracterizado por tristeza, frustración y miedo. Finalmente, las conductas de orientación y regulación se vinculan con la duración de la orientación y la realización de actividades placenteras de baja intensidad. Todo el trabajo realizado por Rothbard y su equipo (Rothbart, Ahadi y Evans, 2000; Rothbart y Derriberry, 2002) muestra que en la primera infancia, la mayoría de las escalas pueden agruparse en seis dimensiones: afecto positivo, dos tipos de afecto negativo (miedo/ ansiedad e ira/ irritabilidad), nivel de actividad y regularidad. A su vez estas dimensiones podían ser agrupadas en tres factores: extaversión/afecto positivo, afecto negativo/neuroticismo y afiliación (capacidad de ser confortado y de calmarse, así como también orientación). Sin embargo luego de la primera infancia este último factor comenzaba a estar altamente influido por el control atencional y es etiquetado como “control esforzado”, concepto estrechamente ligado a las funciones ejecutivas. En la adolescencia, afiliación vuelve a separarse como un cuarto factor, distinto de control esforzado. En resumen, existen múltiples clasificaciones dependientes por un lado de las conceptualizaciones teóricas y por otro de la edad en que se realizan los estudios. Sin embargo parecen existir tres grandes dimensiones. La primera involucra la propensión a experimentar sentimientos negativos (ira o miedo) ante estímulos aversivos; aquí agrupamos categorías como emoción negativa, neuroticismo, introversión, etc. En segundo lugar la tendencia a buscar estimulación positiva; aquí entrarían categorías como búsqueda de estimulación, extraversión, acercamiento, emoción positiva, etc. Finalmente existe una dimensión ligada a la autorregulación, que es la más susceptible de evolucionar a lo largo del tiempo y que se vincula con conceptos tales como control esforzado, orientación, rigidez, etc. Temperamento y patología De la concepción misma del temperamento pueden inferirse dos consecuencias lógicas a considerar: en primer lugar, las características individuales del funcionamiento mental serán inevitablemente un producto de la interacción entre estas bases constitucionales y el ambiente. En segundo término, como consecuencia de lo anterior, todo aquello que denominamos “enfermedad mental” es en alguna medida resultado de esta misma interacción entre temperamento y ambiente. Rothbart, Posner y Hershey (1995; 2006) identifican una serie de formas en las que esta interacción tiene lugar: Diferencias individuales extremas que pueden constituir una psicopatología o predisponer a una persona a ella. Se trata en este caso de rasgos temperamentales que por sí mismos resultan extremadamente disfuncionales. Podemos ejemplificar este tipo de casos con niños extremadamente rígidos, con muy baja capacidad de adaptarse a los cambios del ambiente y que reaccionan en consecuencia ante los mismos con comportamientos disruptivos o con reacciones emocionales desproporcionadas. Características que evocan en los demás reacciones que pueden aumentar o disminuir el riesgo de trastornos psicopatológicos. En este caso el énfasis está puesto en la forma en que el ambiente responde al sujeto. Las diferencias en el temperamento de un niño interaccionan con las del padre, que puede responder de forma tal de favorecer o no la aparición de una patología. Niños difíciles de confortar presumiblemente evocarán más hostilidad y viceversa. Características que predisponen al individuo a realizar determinado tipo de conducta: Diversos autores han sugerido (Strelau 2002, Rothbart et al 2002; 2006) que una característica esencial del temperamento es la búsqueda o evitación de estimulación. Pacientes con necesidad de estimulación tenderán a emprender actividades riesgosas, que pueden facilitar la aparición de determinados cuadros tales como adicciones y trastornos de conducta. Por otro lado, la evitación excesiva de estimulación se asociará a cuadros ansiosos y depresivos. El temperamento influencia la forma del trastorno, su curso y su probabilidad de recurrencia. Una vez instalada la enfermedad mental (por ejemplo un cuadro depresivo, o un trastorno por estrés postraumático), el temperamento jugará un rol importante en la presentación de la misma. Características temperamentales en la forma de procesar la información sobre sí mismo y el mundo aumentan o disminuyen la aparición de patologías. Por ejemplo, pacientes impulsivos, caracterizados por patrones de respuesta ante los estímulos rápidos e irreflexivos, poseen bajo nivel de conciencia sobre el impacto de su conducta en el medio, lo que por un lado podría protegerlos de trastornos como la ansiedad y la depresión, sin embargo, más frecuentemente pueden acabar padeciendo trastornos de conducta (Nigg, 2006). Regulación temperamental o amortiguación contra los efectos del estrés. Así como hay características desfavorables, existen ciertas características que favorecen la resiliencia. (Connor y Zhang, 2006;Wachs, 2006) Alta responsibidad temperamental ante los estímulos ambientales. Aquellos individuos que desde pequeños tienen patrones altos de activación pueden, de forma opuesta a lo visto en el punto 6, ser altamente susceptibles a ambientes con altos niveles de estimulación (Compas, Connor-smith y Jaser 2004). Interacción entre diferentes sistemas del temperamento. Todas las teorías del temperamento, lo muestran como un constructo multidimensional. La combinación de algunas dimensiones pueden actuar de forma protectora ante la emergencia de psicopatología, mientras que otras podrían potenciar el riesgo. Por ejemplo existe un vínculo aparente entre altos niveles de introversión y bajos niveles de control esforzado en el desarrollo de trastornos de ansiedad. (Lonigan et. al. 2004) Las características temperamentales y las características de los cuidadores pueden hacer contribuciones independientes al desarrollo o no de una psicopatología o pueden interactuar de forma de aumentar o disminuir el riesgo. Los trastornos en sí mismo pueden ser responsables de aspectos del temperamento. Nigg (2006) por su parte reúne las teorías que ligan al temperamento con la psicopatología en cuatro modelos básicos: el modelo de espectro o causa común; el modelo de vulnerabilidad o resiliencia, el efecto “patoplástico” (el temperamento modela la enfermedad) y el efecto “cicatriz” (la enfermedad modela el temperamento). Los dos primeros enfoques merecen teorizaciones más profundas. El modelo de espectro supone que tanto las variantes normales del temperamento como los trastornos psicopatológicos caen en diferentes lugares de un único continuo. Esto parecería ser cierto al menos para algunos tipos de psicopatologías, que parecerían representar extremos de comportamientos normales, tales como la ansiedad o la hiperactividad, que representan exacerbaciones de comportamientos normales. Por otra parte, el modelo de vulnerabilidad o resiliencia considera al temperamento como una fuente de propensión o protección frente a la psicopatología, pero asume que otros factores deben co- ocurrir para que la misma se manifieste o que múltiples rasgos deben conjugarse en los individuos para que esto ocurra. A favor de esta hipótesis está en primer lugar la moderada tasa de correlación entre el temperamento y la psicopatología, que parecería indicar que sólo la mitad de la varianza de los trastornos mentales pueden ser atribuidas a variables temperamentales. Si temperamento y patología fueran continuos de un espectro, la relación entre ambos debería ser mayor. En segundo lugar, la psicopatología involucra muchas veces anormalidades en el procesamiento de la información que no pueden de forma lineal atribuirse al temperamento. En algunos casos, entonces, parecería haber una discontinuidad entre lo normal y lo anormal en el desarrollo. En conclusión, podemos afirmar que el vínculo entre temperamento y patología es complejo y que no puede explicarse de forma lineal e inequívoca. Por el contrario, existen determinaciones bidireccionales entre ambos constructos. Datos empíricos La literatura es consistente en señalar la correlación entre determinadas características temperamentales y la emergencia de trastornos mentales en niños. Un aspecto especialmente indagado es la relación entre el afecto negativo y la emergencia de síntomas. En ese sentido diversos autores (Rothbart, et. al .2006, Keiley, Lofthouse, Bates, Dodge and Pettit 2003) indican la importancia de subdividir este factor en dos sub-dimensiones: afecto negativo vinculado con el miedo, y afecto negativo vinculado con la irritabilidad. Keiley et.al (2006) encontraron que la presencia de un temperamento temeroso predecía la presencia mayores niveles de problemas de internalización y menores niveles de problemas de externalización, mientras que la presencia de un alto nivel de afecto negativo pero con comportamientos más irritables se vinculaban a sintomatología mixta internalizante y externalizante. Biederman (1990) realizó un estudio longitudinal siguiendo a los dos extremos del continuo inhibición, es decir, los niños extremadamente inhibidos y los extremadamente desinhibidos. Encontró que los primeros tendían a desarrollar con alta frecuencia trastornos de ansiedad, en especial fobias. Mientras que la prevalencia de Trastorno Negativista Desafiante era significativamente elevada en el grupo de niños con muy bajos niveles de inhibición. Sin embargo ambos grupos presentaban excepciones con diagnósticos cruzados (desinhibidos ansiosos o inhibidos negativistas) lo que apoya la idea de que los temperamentos influyen de forma estrecha en la emergencia de psicopatologías pero no son la única variable interviniente. También se han registrado asociaciones entre la variable de control esforzado y la emergencia de psicopatología. La pobre capacidad de demorar la gratificación, por ejemplo, evaluada en niños pequeños a través de tareas de demora forzada, ha sido asociada como un factor de riesgo para la aparición de comportamientos agresivos y delincuenciales, mientras que por el contrario, un buen desempeño en esta capacidad se ha visto asociado a conductas adaptativas (Krueger, Caspi, Moffitt, White y Stouthamer-Loeber, 1996). Temperamento y trastornos específicos Trastornos de Conducta y psicopatía Nigg (2006) destaca la presencia de dos vías temperamentales diferentes, vinculadas con la presencia de dos tipos de psicopatías la tipo I, caracterizada por falta de empatía y sensibilidad hacia el otro y la tipo II, de carácter reactivo. En el caso de estudios en adultos que presentaban falta de empatía y sensibilidad interpersonal, tendientes a iniciar agresiones de forma instrumental; los mismos aparecen ligados a temperamentos con bajos niveles de introversión, bajos niveles de emoción negativa, altos niveles de extraversión y bajos niveles de evitación del peligro (Benning et al. 2003). Aunque la identificación de estos rasgos en la infancia es algo más compleja, Lynam (2002) encontró resultados comparables en una muestra de sujetos de entre 13 y 16 años, al ver que aquellos que ejercían violencia instrumental tenían bajo nivel de afiliación, bajo nivel de control esforzado y bajo afecto negativo. Aquellos que catalogan como tipo II, es decir, que ejercen violencia de forma reactiva, tendían a tener altos niveles de afecto negativo, bajo nivel de afiliación y bajo nivel de control esforzado (Lynam, 2002). Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) Nigg, Blaskey, Huang-Pollock y John (2002) encontraron que el control esforzado, estaba relacionado con los síntomas de inatención, mientras que los síntomas de hiperactividad e impulsividad se asociaban a la presencia de afecto negativo de tipo irritable. Goldsmith, Lemery y Essex (2004), siguieron niños desde el nacimiento hasta la vida adulta y encontraron que el TDAH estaba asociado con pobre control esforzado, altos niveles de hostilidad/agresividad. El TDAH parecería entonces estar asociado a múltiples vías temperamentales (Nigg, Goldsmith y Sachek, 2004). Una vía se vincula con el control esforzado, sobre todo en el caso de la inatención, una segunda vía involucra altos niveles de aproximación, sobre todo lo vinculado a la hiperactividad. Sobre esta última vía, parecería existir una superposición con los trastornos de conducta. Ansiedad y Depresión Watson (Watson, Gamez y Simms, 2005) realizó numerosos trabajos indagando el vínculo entre temperamento, ansiedad y depresión. De dichos estudios se desprende un modelo explicativo de esta constelación sintomática. Según el autor, en la depresión se presentan altos niveles de retraimiento (afecto negativo) y bajos niveles de conductas de aproximación (afecto positivo). Esto explicaría tanto los síntomas de pesar y tristeza como la falta de capacidad para emprender actividades y sentir placer. En el caso de la ansiedad generalizada, se observan altos niveles de retraimiento de forma aislada. Lonigan et al. (2004) sugieren que la relación entre la emoción negativa y la aparición de la ansiedad estaría mediada por los niveles de control esforzado de la persona, es decir, que la capacidad de autorregulación podría moderar los efectos del retraimiento sobre la conducta. Esto se daría fundamentalmente debido a la importancia de la dirección de la atención hacia los estímulos en el incremento o disminución de los síntomas ansiosos (Lonigan y Phillips, 2001). Un estudio reciente (Vervoort, et al, 2011) encontró resultados similares con el agregado de verificar, como era esperable, que cuando los niveles de emoción negativa son muy bajos, el rol mediador del control esforzado sobre la ansiedad desaparece. Trastorno Bipolar Infantil Hirshfeld- Becker et al. (2003) sugieren que los niños con trastorno bipolar podrían exhibir de forma premórbida dificultades temperamentales. Específicamente en dos áreas: desinhibición conductual y regulación emocional. La primera puede ser definida como la tendencia a experimentar excitación en respuesta a estímulos novedosos, generando conductas exploratorias, decisiones impulsivas, aproximación ante indicios de posibles recompensas y una baja tolerancia a la frustración (West, Schenkel y Pavuluri, 2008). En cuanto a la desregulación emocional, puede ser definida como la respuesta no-modulada a un estímulo. Es decir, la dificultad de un individuo para regular la respuesta emocional a estímulos internos o externos (West et. al. 2008). Chang, Blasey, Ketter y Steiner (2003) evaluaron el temperamento de 53 hijos de padres bipolares sin diagnóstico y encontraron que diferían significativamente del grupo control en flexibilidad cognitiva, emoción negativa y persistencia hacia la tarea. HirshfeldBecker y colaboradores (2006) realizaron un estudio de características similares pero realizando observaciones de los hijos de padres bipolares en el laboratorio. Encontraron que tenían tasas significativamente aumentadas de desinhibición conductual en comparación a hijos de padres sin trastorno bipolar. Dado que se trataba de niños sin diagnóstico psiquiátrico al momento de la evaluación, este estudio es interesante en señalar al temperamento como un posible fenotipo intermedio (endofenotipo) del trastorno bipolar. West y colaboradores (2008) estudiaron retrospectivamente el temperamento en la primera infancia de a tres grupos de niños: 25 niños con trastorno bipolar I, 25 niños con TDAH y 25 controles sanos. Todos los niños se encontraban estabilizados y respondiendo favorablemente a medicación psiquiátrica. Los autores encontraron que los niños con trastorno bipolar tenían un temperamento más difícil durante los primeros años de vida (dificultades de sueño, dificultad para ser confortados, llanto excesivo) que los sujetos control y que los niños con TDAH. Estos últimos a su vez diferían significativamente del grupo control. Los autores sugieren que estos resultados parecerían indicar la presencia de un espectro en las dificultades temperamentales. Conclusiones El temperamento puede conceptualizarse como una serie de patrones constitucionales y estables de respuestas a los estímulos ambientales. Los estudios muestran que existe una correlación entre dicho constructo y la emergencia o no de psicopatología psiquiátrica en la infancia. Sin embargo, el nivel de correlación es moderado, dando lugar a una fuerte intervención del ambiente. La forma en que temperamento y ambiente interaccionan en el surgimiento de posibles patologías sigue un modelo multicausal en el cual no es apropiado hablar de determinismos. Por un lado es claro que determinadas características temperamentales constituyen una vulnerabilidad mientras que otras resultan protectoras. Pero no menos cierto es que, en muchos casos, son las consecuencias ambientales del temperamento (por ejemplo, la sobrecarga de los cuidadores) las que resultan en sí patogénicas. Finalmente también puede pensarse que, de forma inversa, determinadas patologías del desarrollo modelan el temperamento. Como se ha destacado en el presente trabajo al referirnos al Trastorno Bipolar Infantil, parecería haber en determinados cuadros clínicos suficiente evidencia para hablar de un temperamento pre-mórbido. Este hecho puede tener relevancia tanto clínica como científica. Si es posible identificar niños en alto riesgo de padecer determinados trastornos, es factible diseñar intervenciones de tipo preventivo. Por otro lado aquellas características presentes en un sujeto antes del surgimiento de la enfermedad podrían ser tanto pródromos de la misma como características que aumentan su posibilidad de ocurrencia. Sobre estas posibilidades las investigaciones aún son escazas y es de esperar que futuros trabajos permitan una mayor comprensión sobre el curso evolutivo de las enfermedades mentales. Referencias Bibliográficas Allport, G. W. (1937). Personality: A psychological interpretation. New York: Holt. Citado en Strelau, Jan “Temperament, a psychological Perspective” 2002. Kluwer Academic Publishers, New York. Pp. 229 y siguientes.. Benning, S.D., Patrick, C.J., Hicks, B.M., Blonigen, D.M., & Krueger, R.F. (2003). Factor structure of the psychopathic personality inventory: Validity and implications for clinical assessment. Psychological Assessment, 15, 340–350. Biederman, J., Rosenbaum, J. F., Hirshfeld, D. R., Faraone, S. V., Bolduc, E. A., Gersten, M., et al. (1990). Psychiatric correlates of behavioral inhibition in young children of parents with and without psychiatric disorders. Archives of General Psychiatry, 47, 21–26. Bijttebier, P. (1998). 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