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Depresión Infanto-Juvenil
A propósito de un caso,...
Me voy a permitir el empezar describiendo a dos niños que vi el año pasado. He alterado
algunos detalles para mantener su anonimidad, pero los puntos básicos están presentes:
Caso 1: Bernardo es un chico de 12 años, hijo único. Su padre es director de un banco y
su madre trabaja de secretaria en una escuela. Bernardo no tenía problemas, ni físicos, ni
de comportamiento, hasta hace seis meses, cuando, el pasado Octubre, al cabo de un
mes de empezar el colegio, cogió un resfriado con dolor de garganta y fiebre,
probablemente causado por un virus. El cuadro no se solucionó como era de esperar,
después de tres o cuatro días, lo vio un médico y le recetó antibióticos. La fiebre y el dolor
de garganta desaparecieron, pero Bernardo se volvió descuidado, estaba cansado y
desarrolló dolor de cabeza. Volvió al colegio, pero se continuaba quejando de cansancio.
Ahora parece triste, llora por cualquier cosa, dice que no puede hacer nada bien y que no
sirve para nada. Como contraste, a pesar de que no es el primero de la clase, en la
escuela estaba muy bien considerado por sus maestros. Antes, le gustaba ir a clase y
tenía muchos amigos en la escuela, mientras que ahora estaba muy irritable y enfadado
por cualquier cosa. Durante los meses siguientes, no comió mucho y de hecho perdió un
poco de peso. No tenía buen aspecto, pero le enviaron otra vez al colegio, donde sus
maestros, no tenían claro si es que se encontraba mal o simplemente había perdido
interés. El médico de cabecera lo envió a ver a un pediatra, que no pudo encontrar
ninguna razón física para explicar su cambio de estado de ánimo. La pediatra aconsejó un
mes en casa para que Bernardo recuperase la energía perdida. Al no funcionar esto,
sugirió que le viera un psiquiatra. A los padres de Bernardo no les gustó mucho esta idea,
pero cuando al cabo de unas semanas Bernardo les dijo que nunca se pondría bien otra
vez y que preferiría estar muerto, volvieron al médico de cabecera y le pidieron que les
refiriera al psiquiatra. El psiquiatra tomó la historia de la manera descrita, con la
información adicional, y tal vez relevante, de que la madre de Bernardo había estado
apartada del colegio durante casi un año debido a un dolor de estómago que acabó sin
ningún diagnóstico asociado, cuando ella tenía 12 años de edad.
Caso 2: Soledad, de 13 años, tuvo una infancia bastante más complicada. Sus padres,
que mantenían un relación bastante violenta, se separaron cuando Soledad tenía unos dos
años. En este momento, su madre se marchó de casa con ella y su hermano, dos años
mayor que Soledad, y se fue a vivir a un refugio para madres solteras y mujeres que
habían sufrido malos tratos. Después de vivir allí durante dos años, les dieron un piso
pequeño. Entonces, la madre de Soledad empezó a mantener relaciones superficiales con
cuatro o cinco hombres durante los ocho años siguientes, pero ninguna de estas
relaciones fue estable. A Soledad le caía muy bien uno de los hombres, pero se marchó
de repente y sin avisar después de una discusión con la madre de Soledad. Otro de los
hombres que salieron con su madre, y después de haber bebido, solía entrar en la
habitación de Soledad y meterse en su cama, pidiéndole que le “hiciera unos favores” y
persuadiéndola de que “esta es la manera en la que las niñas pequeñas demuestran que
quieren a sus papás”. Mientras tanto, Soledad tenía problemas en la escuela, donde no
progresaba académicamente, y además tenía dificultades para mantener sus amistades.
Hace aproximadamente seis meses, a Soledad le acusaron de robarle el novio a una
amiga. A partir de ahí, todas las niñas de la clase le hicieron el vacío y la llamaban
“putilla”. Soledad creyó que la estaban tratando injustamente a pesar de que una parte de
ella creía que todo era culpa suya, se volvió arisca y irritable, y empezó a dejar de ir a las
discotecas a las que antes iba (decía que porqué no tenía con quién ir). Empezó a llorar
por cualquier cosa, hasta que una mañana despertó a su madre a las seis para decirle que
se había tomado diez “gelocatiles” y todas las pastillas para dormir (unas siete) que habían
en el frasco que pertenecía a su madre. La madre la llevó al Hospital, donde le lavaron el
estómago y la admitieron en una de las salas de pediatría. Entonces, fue referida de
manera rutinaria al psiquiatra infantil quien tomó la historia descrita, con la información
adicional, y tal vez relevante, de que la madre de Soledad había tenido también una
infancia difícil, y había estado un poco deprimida durante el primer año de vida de Soledad.
Tanto Bernardo como Soledad fueron diagnosticados por el psiquiatra de depresión. Pero
antes de hablar de este trastorno, y de la evolución de este concepto, me gustaría resaltar
varios aspectos de estos casos clínicos. Primero, a pesar de que sus dificultades son
superficialmente las mismas, las diferencias entre ellos son bastante significativas. Las
diferencias más obvias, desde mi punto de vista, se basarían en la calidad de la vida
familiar y las relaciones, tanto en casa como en la escuela. Segundo, si consideramos las
diferencias en las causas más probables del trastorno depresivo en estos dos niños,
Bernardo (y he utilizado este seudónimo al empezar con B), parece tener problemas que
son probablemente “biológicamente” predeterminados (por supuesto, no podemos estar
seguros de esto, y podríamos decir que hay otros factores significativos para entender su
depresión). Por su parte, Soledad parece tener problemas psicológicos en los que las
circunstancias Sociales negativas parecen haber tenido algún papel relevante. En su
historia hay, como mínimo, cinco factores adversos: problemas entre sus padres, dos
relaciones rotas, con el padre y el sustituto del padre, intimidación y tiranización en la
escuela, fracaso escolar, los problemas de personalidad de la madre, y los episodios de
abuso sexual). Tercero, es importante reseñar que el grado de sufrimiento y incertidumbre
de estos dos niños sobre su expectativa de vida (basada en el riesgo de suicidio debido a
la vez a la depresión y, en el caso de Soledad, al abuso sexual; Coll et al., 1997) podría
ser comparado con el de un niño de la misma edad sufriendo un estado avanzado de
fibrosis quística requiriendo fisioterapia diariamente, o al de un niño de la misma edad
sufriendo un problema de corazón de tal severidad que le impidiera asistir al colegio con
normalidad. De hecho, sólo una minoría de los niños con fibrosis quística o con problemas
de corazón, tienen una vida tan limitada como Bernardo y Soledad. En un estudio reciente
(Graham et al., 1997) demuestran que el nivel de afectación de la calidad de vida en los
niños que se ven en un servicio de Psiquiatría Infantil es, como mínimo, tan grande como
el de los niños con un trastorno físico crónico atendiendo consultas externas de un Hospital
Infantil super-especializado.
Definición
La idea de que niños y adolescentes pueden desarrollar trastornos parecidos a la patología
depresiva mayor en adultos ha sido un tema discutido y cuestionado. Cuando revisamos
estudios de la historia natural de la depresión en gente joven, queda bastante claro que
diferentes autores tienen conceptos diferentes de recaída y mejoría, y que se puede
entender como síntoma (humor disfórico), síndrome, o desorden psicopatológico (Polaino y
Doménech, 1988).
Spitz, en el 1946, describió la “Depresión Anaclítica” en niños separados de sus madres,
demostrando que los niños que sufren una carencia afectiva masiva por abandono y ligada
a la separación en los primeros meses de la vida pueden presentar cambios conductuales
como por ejemplo lloriqueo, aislamiento y desinterés progresivo hacia su entorno, pérdida
del apetito, y trastorno del desarrollo general, con una disminución posterior (3 meses
después) del nivel de actividad, motricidad, y de la capacidad de experimentar placer, con
aparición de dificultades para conciliar el sueño. Unos veinte años después, Bowlby, en el
1969, sugirió la secuencia de protesta-desesperación-desapego al estudiar lo que ocurre a
los niños de corta edad cuando se les separa de la madre.
Weinberg (1973), por su parte, propuso: 1. un estado de ánimo disfórico (melancolía), con
ideación auto-depreciatoria. 2. Dos o más de los siguientes ocho síntomas: agitación,
trastornos del sueño, cambios en el rendimiento escolar y la actitud hacia la escuela,
disminución de la socialización, síntomas somáticos, pérdida de energía, y cambios en
apetito y peso. 3. los síntomas representan un cambio en el comportamiento normal del
niño. 4. los síntomas han estado presentes como mínimo durante un año.
John Pierce (1974) sugirió una bajada del estado de ánimo más dos o más de
pensamientos mórbidos o suicidas, afectación del sueño y del apetito, obsesiones
mórbidas, irritabilidad, hipocondriasis, síntomas alimentarios, no asistencia al colegio,
alteración de la percepción (por ejemplo, delirios o ideas sobrevaloradas de culpabilidad y
de infravaloración).
Por su parte, Poznansky (1982) describió unos criterios diagnósticos consistentes en la
presencia de humor, conducta o apariencia depresiva, y como mínimo cuatro de los
síntomas siguientes: aislamiento social, dificultades con el sueño, quejas de fatiga,
hiperactividad, anhedonia, baja autoestima, sentimiento de culpa, dificultades en el trabajo
escolar, o ideas de suicidio. Además, estableció que estos síntomas tenían que estar
presentes al menos durante un mes.
Epidemiología
Hay dudas alrededor del concepto de depresión en gente joven, y métodos no validados
para valorar la depresión llevaron a una variabilidad importante en su prevalencia en los
estudios de los años ochenta (Angold, 1988).
La prevalencia oscila desde el 4 hasta el 20% de los niños vistos en escuelas secundarias
(Cooper y Goodyer, 1993). La gran variabilidad de los datos se debe a la gran
heterogeneidad de las muestras estudiadas. Otro problema, no menos importante, lo
constituye el hecho de si estamos evaluando la prevalencia de la depresión como síntoma,
síndrome o desorden (Tomàs et al., 1996).
El estudio epidemiológico de la Isla de Wight concluyó que la prevalencia anual de
trastorno afectivo es de 1.4 por 1,000 niños de 10-11 años de edad, datos que aumentaron
de manera significativa (15 por 1,000) cuatro años después (Rutter et al., 1976). Si nos
concentramos en síntomas aislados, 12% de niños de 10 años describieron sentimientos
de tristeza. En el grupo de edad de 14 años, 40% expresaron sentimientos de tristeza,
20% auto-denigratorios, y 8% pensamientos suicidas.
Whitaker y su equipo (1990) diseñaron un estudio epidemiológico en dos estadios
estimando la probabilidad de que un joven que vaya a una escuela secundaria desarrolle
un trastorno psiquiátrico a lo largo de su vida. De los 5,108 cuestionarios que devolvieron
los estudiantes, 356 estudiantes se sometieron a entrevistas en profundidad. Las
prevalencias de trastorno de pánico, trastorno obsesivo-compulsivo, y anorexia fueron
menores del 2%, mientras que la presencia de depresión y ansiedad generalizada fueron
entre el 4-5%.
Las razones que explican el incremento de la prevalencia después de la pubertad,
especialmente en niñas, no son claras, pero podrían incluir cambios hormonales, una
madurez cognitiva mayor, cambios en el soporte social, un incremento en la cantidad de
factores estresantes en el vivir de cada día, y efectos genéticos tardíos.
Teniendo en cuenta el carácter temporal y la falta de concordancia entre padres y
maestros, resulta difícil el valorar la elevada proporción de los casos auto-descritos, pero
se podría dar el caso de que ni tan solo representaran un factor de riesgo para desarrollar
un trastorno depresivo con posterioridad. A pesar de esto, los síntomas depresivos se
encuentran asociados a delincuencia , baja autoestima, y estar alienado de los padres
(Harrington, 1995).
Etiología
No existen conclusiones definitivas en términos de raza, clase social, o factores
ambientales precipitantes, pero una historia familiar de trastorno psiquiátrico parece ser
significativa. Tal vez, podemos observar una agregación familiar específica porqué ciertas
adversidades se tienden a repetir en familias. Así, Goodyer et al. (1993), concluyeron que
familias de chicas adolescentes deprimidas parece que se vuelven predispuestas a sufrir
situaciones estresantes, debido a la psicopatología de los padres. Estudios familiares no
pueden discriminar entre una mediación genética y del ambiente, y debemos esperar hasta
que tengamos los resultados de estudios de gemelos hasta que podamos extrapolar
conclusiones de las contribuciones relativas de genes y ambiente.
Además, debemos averiguar cuales son los mecanismos a través de los cuales estos
factores estresantes externos pueden llevar a un estado afectivo interno de depresión.
Diversos modelos psicológicos se han diseñado para explicar estas relaciones, pero tal
vez, el que más influencia ha tenido a nivel de investigación en niños, es el concepto de
desesperación aprendida (“learned helplessness”; Seligman y Paterson, 1986). En
términos humanos, existiría un estado expectante de desesperanza que es generalizado a
la nueva situación. Se postula que el esperar que ocurran situaciones estresantes
negativas incontrolables puede llevar a la depresión, pero solamente si la persona las
atribuye a causas internas. Por ejemplo, “He suspendido el examen porqué soy una
calamidad”. La teoría de desesperación aprendida (”learned helplessness” y ahora
“learned hopelessness”), tiene diversas similitudes con las teorías cognitivas de depresión.
La ocurrencia de estas cogniciones ha estado documentada en diversos estudios de niños
deprimidos, en los que su estilo desfigurado de procesar información autoevaluativa los
distingue de niños con otros trastornos psiquiátricos (Kendall, 1992).
Finalmente, la hipótesis de las aminas continua siendo influyente en los intentos de
entender la patofisiología de los trastornos afectivos, demostrando que depresión resulta
de hipoactividad de los sistemas de recompensa de monoaminas. Diversos estudios de
gente joven sufriendo de trastornos depresivos han descrito anormalidades de los
marcadores biológicos que se cree reflejan la actividad de estos sistemas. (Rogeness et
al., 1992). Además, también existe una presencia significativamente menor del metabolito
de la serotonina 5-HIAA en el fluido cerebroespinal de los jóvenes que intentan suicidio, y
los que consiguen llegar a suicidarse (Asberg et al., 1986).
Dificultades Diagnósticas
En adolescentes, resulta difícil distinguir entre la tristeza que se puede catalogar como
normal, la infelicidad y sentimiento de incomprensión, y el trastorno depresivo.
Los síntomas depresivos (tristeza, desesperación, lloro) son comunes entre niños y
adolescentes con problemas emocionales, y pueden acompañar a otros trastornos, como
por ejemplo ansiedad y trastorno de conducta.
El síndrome clínico puro de depresión, desproporcionado a los factores precipitantes, y
coloreado por desesperación, autodepreciación. sentimientos de culpa, etc., es muy
inusual antes de la pubertad. En el principio de la adolescencia, cambios cognitivos como
por ejemplo el desarrollo del pensamiento operacional formal, permite que el sentimiento
de desesperación se manifieste, y se puede ver un cuadro clínico más parecido al de los
adultos. El trastorno afectivo bipolar es muy extraño que aparezca antes de la pubertad, y
comportamientos hiperexcitables o disinhibidos no parecen ser precursores de manía. De
la misma forma, manifestaciones características de depresión en gente adulta, pueden ser
factores de confusión en niños. Así, el lloro es más probable que sea causado por dolor,
miedo, o ansiedad.
Ciertas manifestaciones de depresión son mas típicas de depresión en la infancia que de
depresión en la edad adulta:
escaparse de casa
ansiedad de separación (que se puede presentar como un rechazo a ir al colegio)
dolor de cabeza, barriga o pecho, y/o ideas hipocondríacas
•fracaso escolar con una historia de buen rendimiento
•conducta antisocial (principalmente en chicos).
Por otro lado, trastornos del sueño, disminución del apetito sexual, y delirios son menos
comunes que en los casos de adultos, pero se pueden dar. El apetito puede aumentar o
disminuir, y la pérdida de peso puede estar enmascarada por el crecimiento continuado.
Las alucinaciones auditivas congruentes con sentimientos de culpa o tristeza se dan con
cierta frecuencia., al igual que quejas de “aburrimiento” o “mala memoria” (de hecho
problemas de concentración).
Anhedonia, o la inhabilidad de disfrutar de la vida, y el aislamiento social son buenos
indicadores de la presencia de depresión. Los adolescentes se pueden presentar
inicialmente con problemas debido a experimentar con drogas, pudiendo representar una
forma de automedicación.
Snaith (1993) proporciona una discusión alrededor de las escalas de auto-complexión para
utilizar en adultos, mencionando la de Hamilton, el Inventario de Depresión de Beck, y la
escala de Zung, entre otras. Para niños, Birleson et al. (1987) elaboran de manera muy
clara los diversos problemas conceptuales y metodológicos que encontramos al intentar
evaluar los cuestionarios de depresión para niños, revisando la australiana “Childrens
Depression Scale” de Tisher y Lang, y los americanos “Childrens Depression Inventory” de
Kovacs, y “Peer Nomination Inventory of Depression” de Lefcowitz et al., para finalmente
describir una validación clínica de la “Depression Self-Rating Scale for Children” (DSRCR).
Así, tal y como Harrington ha dejado my claro en sus diversos estudios de depresión en
niños y adolescentes, los cuestionarios pueden resultar muy útiles, pero no son un
sustituto de una valoración psiquiátrica.
Los problemas principales para utilizar el mismo criterio que en adultos serian:
Aspectos evolutivos: Influencia de la edad en la presentación de síntomas depresivos, con
un incremento considerable en la incidencia de síntomas depresivos en la adolescencia
en relación a la infancia, que parece estar asociado a la pubertad, un incremento del
número de suicidios y de casos de manía en jóvenes post-puberales, y un cambio en la
distribución del trastorno entre chicos y chicas alrededor de la pubertad. Todos estos
puntos indican unas claras diferencias entre los trastornos depresivos de la infancia y de
la edad adulta.
Los niños se diferencian de los adultos en su habilidad de experimentar algunas de las
características cognitivas de depresión, por ejemplo, los menores de ocho años
raramente hablan de sentirse avergonzados de ellos mismos.
Finalmente, los niños tienen limitaciones en su habilidad de describir y distinguir
emociones, y dificultades para dar información cronológica de manera precisa.
A pesar de todo, estudios longitudinales sugieren que niños deprimidos tienen un riesgo
mayor de padecer depresión más adelante, y que existen niveles elevados de depresión
entre parientes de primer grado, lo que representaría evidencia de que se trataría de un
trastorno similar al de los adultos.
Tratamiento
Niños deprimidos generalmente tienen problemas múltiples, como por ejemplo fracaso
escolar, una afectación del funcionamiento psicosocial y una comorbilidad con otros
trastornos psiquiátricos (Harrington, 1995, 1997). Además, tienden a provenir de familias
con altos índices de psicopatología, pudiendo haber sufrido recientes adversidades
(Goodyer et al., 1993) y, tal vez, como en el caso de Soledad, incluyendo abuso. Todos
estos problemas hace falta que sean identificados, de manera que las causas de cada uno
puedan ser valoradas.
La manera en que organizaremos el manejo del trastorno depresivo dependerá de la
severidad. Un intento suicida con el marco de fondo de un proceso depresivo debería ser
tomado de manera muy seria, y podría ser una indicación de admisión. Casos leves o
moderados serán tratados a través de las consultas externas, por medio de terapia
individual o familiar. Harrington (1995) ha sugerido que psicoterapia cognitiva resulta
tremendamente efectiva para tratar a adolescentes de un cierto nivel intelectual que se
encuentran deprimidos.
En casos severos, podemos utilizar antidepresivos combinados con terapia individual, que
puede consistir simplemente en dar consejo al joven y ofrecerle ayuda basada en el
sentido común y los principios de Rogers consistentes en ofrecer afecto, centrarse en el
paciente, y no juzgarlo de antemano. Por lo que hace referencia a la medicación, el error
más común consiste en administrar dosis inadecuadas. En los adolescentes hará falta que
recomendemos las mismas dosis que necesitaríamos utilizar en un paciente adulto si
queremos obtener unos niveles terapéuticos en sangre. Así, niños antes de llegar a la
pubertad probablemente necesitarán el equivalente a 100 mg. de Imipramina diariamente
(ó 1.5-2.5 mgr/Kg/día). En el caso de los tricíclicos, debemos advertir de la posible
aparición de boca seca, estreñimiento, y dificultad de orinar, que son molestias
relativamente frecuentes y mal toleradas por el niño. Los Inhibidores Selectivos de la
Recaudación de la Serotonina (“Serotonin Selective Reuptake Inhibitors”, SSRIs) o la
Lofepramina son preferidos generalmente, debido a su seguridad en sobredosis, y un buen
perfil de efectos secundarios. Es importante el tener cuidado cuando leemos sobre
resultados de estudios clínicos de efectividad de antidepresivos, como uno reciente que
sugería que los antidepresivos antiguos (por ejemplo los tricíclicos) no eran útiles, ya que
una proporción significativa de los estudios revisados no utilizaron dosis terapéuticas. Por
otro lado, hace falta que extendamos nuestro conocimiento utilizando SSRIs y los
inhibidores de la mono-amino-oxidasa, como la moclobemida, en gente joven, investigando
su eficacia en estudios controlados. Varios estudios han sugerido la utilización de
tratamiento con tricíclicos aumentado con Litio. Los resultados de estudios sin controles
son esperanzadores, pero hace falta confirmación utilizando diseños con doble ciego.
En niños y adolescentes por encima de la edad de 12 años, el Litio parece ser muy
efectivo en el tratamiento agudo y profiláctico del trastorno bipolar (Kafantaris, 1995), con
una proporción de recurrencias con Litio parecido a la de los adultos (alrededor de 1/3
durante un periodo de seguimiento de 18 meses). A pesar de estos datos satisfactorios,
hace falta resaltar que estos datos se basan en un número limitado de estudios.
Alucinaciones y delirios responden a Litio tanto como a los neurolépticos en niños y
adolescentes. En niños menores de 12 años, Kafantaris concluye que el Litio parece ser
menos efectivo, y en el intervalo entre 6 y 12 años, los menores tienden a tener más
efectos secundarios que los niños mayores. Tal y como pasa con los adultos, el Litio es
menos efectivo en los que se presentan con un episodio afectivo mixto, y en aquellos que
oscilan con gran frecuencia de mánico a depresivo y vice versa, es decir, los llamados
cicladores rápidos (más de cuatro episodios afectivos en un año). Estudios preliminares
sugieren que la presencia de comorbilidad con abuso de drogas en adolescentes, o
trastorno de la conducta en niños reduce la respuesta al Litio. Debido a los efectos
secundarios, los neurolépticos deberían ser evitados en el tratamiento de los síntomas
psicóticos mánicos en niños, ya que el Litio lleva a la resolución de los delirios y las
alucinaciones tan rápidamente como lo hacen los neurolépticos (Kafantaris, 1995), y las
benzodiazepinas añadidas son seguras y efectivas en el caso de que un poco de sedación
sea necesaria.
Finalmente, las depresiones severas en gente joven podrían responder a terapia
electroconvulsiva (TEC). A pesar de que la utilización de la TEC a gente joven levanta
dudas y temores sobre los efectos cognitivos a largo plazo, los estudios objetivos que se
han publicado hasta el momento sugieren que la TEC, cuando es administrada a gente
joven, no se encuentra asociada a efectos significativos a largo plazo en las habilidades
cognitivas (Bertagnoli & Borchardt, 1990), pero es aceptado generalmente que hacen falta
más estudios para clarificar este tema.
Pronóstico
Parece estar relacionado al momento de aparición del trastorno (edad de comienzo
precoz en el primer episodio asociándose a un pronóstico peor, Tomàs et al., 1996), y a la
severidad del trastorno (con trastornos más severos y de carácter bipolar teniendo una
tendencia mayor a recurrir). De la misma manera que ocurre en adultos, una personalidad
premórbida de tipo obsesivo o apático parece ser un indicador de pronóstico peor en
términos de tratamiento y de recurrencias.
Una conclusión parece razonablemente segura, y es que comparándolos con jóvenes no
deprimidos, los niños diagnosticados de sufrir depresión tienen una mayor probabilidad de
sufrir otros episodios depresivos. Además, sabemos que adolescentes con depresión
tienen un riesgo mayor de deprimirse al principio de la edad adulta, cuando los
comparamos con controles que han estado controlados para un número considerable de
variables, pero no tienen una mayor probabilidad de sufrir episodios no depresivos en la
edad adulta.
Comorbilidad con trastorno de conducta parece estar asociado con un riesgo reducido de
depresión en la edad adulta (Harrington et al., 1991), pero ni la comorbilidad de un
trastorno de ansiedad, ni el de un trastorno de conducta, parecen influenciar el pronóstico
de la depresión a corto plazo. Harrington concluyó que la depresión juvenil parece tener
un impacto pequeño en el funcionamiento social en la edad adulta, mientras que la
comorbilidad con un trastorno de conducta era un factor de predicción muy importante de
dificultades posteriores en la interacción social.
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