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La Programación Neurolingüística (PNL): “Una visión flexible de la psicoterapia”
Pedro Jara Vera
Psicoterapeuta (práctica privada).
Profesor Asociado en la Universidad de Murcia (España). Dpt.º de Psicología Básica y Metodología.
El presente capítulo propone al lector una serie de consideraciones y orientaciones de
tipo esencialmente metodológico, las cuales resultan de especial relevancia para todo
tipo de terapeutas (naturópatas, médicos, nutricionistas, psicólogos…), con
independencia del ámbito de la salud en el que desarrollen su labor y desde el cual
opten por incorporar los principios y pautas de la psicoenergética ortomolecular
contenidos en este libro. Deseo precisar, no obstante, que el capítulo ofrece un nivel
de lectura que también lo convierte en altamente recomendable para el examen
detenido, reflexivo, de cualquier lector con inquietud por su salud y bienestar, y
consecuentemente, interesado en el aprovechamiento personal de este tipo de
conocimientos.
De inicio considero conveniente reflexionar sobre las tres actitudes básicas que,
clasificadas a nivel didáctico, los terapeutas pueden mantener ante sus clientes:
1. El terapeuta puede optar por la aplicación relativamente rígida de ciertos protocolos
estandarizados de intervención para cada tipo de etiqueta patológica. Se trata en este
caso de los tratamientos estandarizados o protocolos de manual, que constituyen
modelos de tratamiento “empíricamente validados” por la comunidad científica para
cada tipo de cuadro diagnóstico. Por supuesto, no debería perderse de vista que se
trata de protocolos validados en el marco de unos criterios de diagnóstico, de medida y
de eficacia arbitrarios y por tanto cuestionables, que se enmarcan en un modelo y un
concepto de salud mental dominante, pero no por ello intrínsecamente superior o más
aceptable que otros modelos alternativos (Rodríguez Morejón, 2004). Estos modos de
tratamiento, avalados por la comunidad científica y/o por la propia experiencia previa
del terapeuta, constituyen así una forma segura de obtener un buen numero de éxitos
con escaso esfuerzo analítico, pero también, con toda probabilidad, una manera de
encontrar numerosos casos de resistencia y de fracaso porque, "extrañamente", el
cliente no se adapte al protocolo. Lo anterior resulta inevitable cuando pretendemos
que el cliente se ajuste a la teoría, cuando en un ámbito - y un mundo - lleno de
matices y distinciones, al no atender suficientemente a las mismas, nos empleamos
con tenacidad en unas pocas opciones pre-establecidas de respuesta. Tristemente, el
éxito repetido - también el profesional - tiende a volvernos vanidosos y a desarrollar
una falsa seguridad basada en creer que sabemos cómo funcionan las cosas (como
reza una de las leyes de Murphy: "si los hechos no se ajustan a la teoría, ignóralos").
2. En un extremo opuesto se encuentra la posibilidad de hacer esfuerzos terapéuticos
un tanto desorganizados, basados en el tanteo o ensayos de acierto y error, lo cual
supone confundir la flexibilidad con la dispersión y el desorden. Como en todas las
demás cosas de la vida, también en el trabajo terapéutico resulta peligroso perder de
vista que la flexibilidad debe estar siempre al servicio de algo más inflexible. Los
medios o estrategias empleados deben ser flexibles en aras de poder mantenernos
invariablemente orientados al objetivo curativo irrenunciable (del mismo modo que la
amortiguación de un coche es flexible para poder conservar la estabilidad del
habitáculo). Sin embargo, también en el trabajo de las terapias se cometen
demasiados errores por confundir cuál es el fin y cuál es el medio, qué es lo prioritario
y qué está al servicio de otra cosa. Un matiz esencial de nuestro trabajo consiste en
entender que el enfoque integrador o ecléctico del profesional, del que muchos
terapeutas “alternativos” (más bien habría que decir, complementarios) presumen, no
consiste simplemente en "echar mano" de un amplio saco de técnicas extraídas de
terapias y orientaciones variadas, a menudo sin un adecuado rigor en el criterio de
selección (esto supone convertirse meramente en un tecnólogo), sino que la postura
integradora requiere una cierta metodología y filosofía de trabajo de carácter
verdaderamente holístico, sistémico, que permita dotar de orden y criterio a la
selección de procedimientos de intervención en cada caso y momento. No basta con
saber que algo cura para que sea utilizado sin más, como algunos pseudo-terapeutas
pretenden, sino que es fundamental profundizar en la comprensión de cómo y porque
esa intervención cura cuando lo hace, y porque falla cuando así resulta. Saber muchas
cosas nunca es tan importante como saber usarlas, y aquí es donde se establece la
diferencia fundamental en la calidad de los distintos profesionales: no tanto en la
cantidad de conocimientos de que se hace acopio, en lo cual no es difícil equipararse
con suficiente estudio y esfuerzo, como en la manera de organizarlos, relacionarlos
mentalmente y establecer una correspondencia útil con la realidad del cliente que en
cada momento se presenta. Ello requiere algo más que estudiar nuevas técnicas y
conocimientos; requiere también meditar, observar, y sentir pasión por lo que se hace.
3. En definitiva, cabe la opción, más equilibrada, de estar abiertos a la información que
nos ofrece el caso particular que tenemos enfrente para cuestionar, complementar y
enriquecer la teoría. Ni la necesidad de rigor en el conocimiento puede confundirse
con la rigidez y el fundamentalismo cientificista de la clase dominante, cuyo primer
error suele ser considerar que el tipo de conocimiento que defiende es todo El
Conocimiento, ni la deseable individualización de los tratamientos puede reducir la
terapia al puro arte, sino que se precisa una base normativa de conocimiento desde la
que adaptarse a la irrepetible idiosincrasia de la persona particular que vamos a tratar.
Por eso la terapia es ciencia y arte en interacción. Como han señalado McDermott y
O´Connor (1996), “la medicina no es una mera colección de tratamientos, sino también
una manera de entender el mundo (…) El peligro para la medicina es quedar atrapada
en una visión “correcta” de la realidad y descartar o reprimir las explicaciones
alternativas (…) La medicina es conservadora, necesariamente. Apuesta sobre seguro
porque puede estar en juego el bienestar de la persona y tal vez hasta su vida. Al
propio tiempo, debe ser humilde; hay muchos ejemplos en los que el estamento
médico ha caído en el error de intentar reservarse el saber recibido”.
Sobre estas consideraciones básicas procedemos ahora a reflexionar sobre un modelo
sencillo y comprensivo que el terapeuta puede retener en mente para empezar a
organizar sus esfuerzos, y que aunque ha sido propuesto en el marco de la
programación neurolingüística (PNL) para la intervención psicoterapéutica, considero
que la adaptación y reflexión que aquí presento puede tener valor también en el
contexto de otro tipo de terapias.
El modelo «SCORE»
Este modelo de comprensión permite integrar gran parte de la información y práctica
realizada por los terapeutas, pues constituye una síntesis que permite organizar sus
esfuerzos y dirigir la atención hacia aquellos detalles relevantes en la evaluación y
seguimiento del caso.
El terapeuta debe evaluar:
- Los síntomas (S) del paciente, aquello que la persona no quiere, lo que trae a
consulta, el sufrimiento y el dolor que padece.
- Las causas (C) que originan y sostienen a los síntomas.
- El objetivo (O) o estado deseado como meta de salud.
- Los recursos (R) tanto internos como externos con que cuenta el cliente (y también el
terapeuta) para avanzar hacia su objetivo.
- La ecología (E) o congruencia de los resultados perseguidos con los diferentes
contextos en que se desenvuelve el cliente y con su sistema total de creencias y
valores interno.
Los Síntomas
“Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan crudamente como
nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de extrañar que nosotros hayamos
optado por olvidar el lenguaje de los síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir
engañado (…) La enfermedad nos hace sinceros”.
(Dethlefsen y Dahlke)
Lo primero con que se encuentra el terapeuta es con los síntomas del cliente, y huelga
decir que esto es también lo primero que debe ser explorado de manera exhaustiva.
Generalmente, los clientes expresan sus síntomas hablando de lo que es
particularmente molesto o limitante en ellos. El terapeuta, sin embargo, debe investigar
la existencia de otros síntomas no referidos, y quizá en áreas bien diferentes (tanto
físicas como emocionales). Puede que el cliente no recuerde estos otros síntomas o
que no los valore lo suficiente porque no sean en especial desadaptativos o molestos,
o bien porque simplemente no los relaciona con "lo que cree que es su problema",
pero es posible que algunos de ellos tengan un gran valor informativo de cara al
diagnóstico etiológico de su disfunción. Se debe considerar que el síntoma puede ser
importante tanto por su poder disruptivo como por su poder informativo, y no siempre
ambos aspectos son coincidentes.
Por ejemplo, una mujer de unos cincuenta años de edad puede relatar diversos
síntomas de ansiedad, pero quizás no mencione ciertas manifestaciones particulares
como sofocos ascendentes o picor de manos, lo cual sin embargo puede hacernos
pensar que todo tiene que ver, al menos en parte, con un síndrome premenopáusico,
lo cual requiere un tipo de intervención bien diferente a la que es apropiada para los
trastornos de ansiedad. Otro paciente puede indicar que padece problemas de
erección en su vida sexual, pero quizá no investiguemos otros síntomas
aparentemente no relacionados, como por ejemplo la hipertensión arterial; sin
embargo, si identificamos este síntoma y el hecho de que el paciente tome medicación
anti-hipertensiva durante un cierto periodo de tiempo, podemos considerar la hipótesis
de que su problema de erección sea un efecto secundario de esta medicación. En uno
de los casos tratados por mí, una chica con fuertes crisis de ansiedad, desmayos,
agorafobia y diversos desequilibrios emocionales había intentado sin éxito el
tratamiento por parte de varios psicólogos y psiquiatras; sin embargo, a nadie se le
había ocurrido preguntarle por un síntoma aparentemente tan simple como la cantidad
de agua y líquidos en general que tomaba a lo largo del día. La respuesta dejó claro
que padecía un trastorno de potomanía o adicción a los líquidos (bebía una media de
6 litros diarios de agua), lo cual seguramente estaba generando, entre otras cosas,
una fuerte desmineralización que acarreaba buena parte de sus síntomas más
llamativos. La presencia añadida en esta chica de otros fuertes desequilibrios
nutricionales, como el consumo altamente abusivo de refrescos, repostería y harinas
refinadas, hicieron que el tratamiento nutricional constituyera la base inicial de su
tratamiento y el principal motivo para la desaparición de sus síntomas.
En definitiva, la adecuada identificación y comprensión de los síntomas es lo que nos
conduce al diagnóstico etiológico. Determinadas agrupaciones de síntomas pueden
responder a tipos de causas muy diferentes, y requerir por tanto diagnósticos e
intervenciones distintas. Las diferencias sintomáticas de diferentes trastornos son a
veces sutiles, y el diagnóstico diferencial debe establecerse en función de pequeñas
diferencias sintomáticas, y de la “data”, evolución histórica y tipo de causas
encontrables. Por ejemplo, un conjunto de síntomas típicamente propios de un
trastorno ansioso-depresivo donde destaca la falta de energía física, el cansancio
excesivo, las pulsiones azucaradas, las crisis de ansiedad sin correlatos situacionales
claramente identificables, y unas circunstancias situacionales-experienciales y
componentes de tipo cognitivo (pensamientos, interpretaciones…) no demasiado
acordes con la gravedad de los síntomas físicos, hace especialmente necesario
sospechar y evaluar la probable existencia de una hipoglucemia grave, más que de
una depresión “típica”.
Las Causas
“Cuando un médico va detrás del féretro de su paciente, a veces la causa sigue al
efecto”
(Robert Koch)
Investigar las causas supone indagar en aquello que origina y sostiene los síntomas.
Por su propia definición, un síntoma no es exactamente un problema, sino una señal,
indicador o mensaje de alguna/s causa/s-problema. Atacar a los síntomas sin la
suficiente atención al desvanecimiento de sus causas resulta de una ceguera, torpeza
e irresponsabilidad tan obvia como lo que significa “matar al mensajero” porque no te
gusta aquello de lo que te informa (Dethlefsen y Dahlke, 1993). Aunque lo anterior
pueda parecer una obviedad, en la práctica parece olvidarse de forma muy habitual, y
en el ámbito específico de los trastornos emocionales genera un abuso clamoroso de
los tratamientos estrictamente sintomáticos que constituyen los fármacos
tranquilizantes y antidepresivos, cuyo principal logro suele ser la perpetuación de los
trastornos que supuestamente tratan, lo cual alimenta la necesidad de continuar por
periodos demasiado prolongados estos tratamientos (Kirsch, Moore, Scoboria y
Nicholls, 2002). De un modo similar, estimo que la medicina alopática convencional
recurre con demasiada facilidad y sentido acrítico al abuso de ciertos fármacos (antiinflamatorios, anti-hipertensivos, etc.) y modos de tratamiento que engatusan al
paciente con la inmediatez de sus efectos, pero que con excesiva frecuencia generan
más problemas que soluciones. La discusión acerca de las causas de este síntoma de
muchos profesionales (desde luego, no sólo de la medicina convencional) queda lejos
del propósito de este capítulo, pero ofrecería sin duda un buen tema para el debate y
la reflexión. Como he señalado en mi libro “La adicción al pensamiento”, que en el
momento en que escribo se encuentra en proceso de revisión editorial, “en cualquier
ámbito del comportamiento humano, y en cualquier esfera del desempeño, la
mediocridad es profundamente atractiva y tentadora porque es cómoda”. Tal vez ello
explica parcialmente la proliferación de tratamientos con una orientación meramente
sintomática, y también porqué tantos pacientes prefieren optar por este tipo de
intervenciones antes que por hacer un verdadero trabajo por “abrir los ojos”, lo cual
siempre suele resultar, de inicio, más incómodo y esforzado.
El principal peligro al hablar de la causa de un síntoma o grupo de síntomas consiste
en presuponer que la relación causa-efecto sea simple, lineal y mecánica. Sin
embargo, la mayor parte de los fenómenos son el resultado de causas múltiples,
circulares y sistémicas, más que de una sola. Las causas de la enfermedad o
desequilibrio son a menudo menos explícitas y más diversas en su naturaleza que el
síntoma particular que estamos explorando, de manera que un mismo síntoma puede
responder a tipos de causas bien diferentes, así como en ocasiones una misma causa
puede expresarse a través de síntomas muy dispares. Y lo anterior es especialmente
cierto al referirnos al ámbito más psicológico. El carácter interactivo, multidimensional
y circular entre las distintas esferas del ser humano implica, por tanto, que sólo tiene
un sentido muy relativo hablar de cuál es la causa de la enfermedad, pues planteado
así resulta una pregunta simplista. Propongo que desde una visión sistémica (u
holística) la pregunta correcta no es “cuál es la causa de lo que ocurre”, sino ¿cuál es
el área de influencia óptima en cada momento, la que se espera que produzca la mejor
interacción o reajuste global del sistema psicofísico? Responder a esta cuestión
implica identificar las técnicas o intervenciones óptimas sobre la/s variable/s óptima/s
de cara a suscitar los cambios de más amplio espectro, lo cual exige al terapeuta tener
muchas cosas en mente a la vez y no caer en un exceso de especialización. Lo
anterior es especialmente importante si queremos ser eficientes (alto rendimiento con
el menor tiempo y esfuerzo) y no sólo eficaces en el trabajo curativo. Si se tratara sólo
de eficacia, en el caso de un buen número de disfunciones psicológicas bastaría con
no hacer nada y confiar en el mero paso del tiempo. Esta necesidad de avanzar en el
conocimiento de las interacciones, a menudo complejas, entre las distintas áreas del
ser humano, es por tanto una cuestión de responsabilidad profesional para los
terapeutas. A menudo se escucha comentar entre éstos su adscripción a ciertas
formas de terapia en base a que encajan adecuadamente con la propia personalidad y
actitudes, y ello permite que se sientan cómodos en su ejercicio. Aunque este
comentario pueda parecer lógico, mi impresión es que el proceso debería ser inverso,
puesto que el profesional tiene la responsabilidad y obligación ética de aprender a
crear afinidad, gusto y simpatía por aquellos planteamientos que evidencian funcionar
de manera más eficiente. Éste es el motivo por el que un psicólogo como yo se
interesa por las repercusiones de la nutrición en el bienestar emocional. No tengo
constancia de quien refirió aquella atinada afirmación: “Las personas somos lo que
pensamos, lo que comemos y lo que respiramos”, y si alguna de esas cosas no va
bien, nada irá bien.
“En una ocasión, un hombre que había estado toda la noche sin poder dormir, con
dolor de estómago y retortijones, fue a consultar con el médico. Cuando éste le
preguntó qué había comido el día anterior, el hombre le dijo que quizá sus molestias
podían deberse a que ese día había comido muchos panecillos recién hechos y
bastante calientes. El médico entonces le extendió una receta prescribiéndole unas
gotas para los ojos.
- “Pero, ¿cómo es que me manda algo para los ojos, si lo que me duele es el
estómago?”
- “Porque su problema en realidad no es de estómago, sino de vista, ya que no ha
sabido distinguir el pan muy caliente del frío”.
(Historia oriental tradicional)
En el contexto de estas consideraciones preliminares acerca de las causas, paso a
comentar cuatro tipos de causas de enfermedad que es preciso considerar, con
especial relevancia en el ámbito de las disfunciones mentales (Dilts, 2003).
1. Las causas antecedentes, necesarias o precipitantes.
Se trata de aquellos sucesos del pasado o causas históricas que influyen en el estado
presente del paciente mediante una cadena lineal de acción-reacción. Buscar este tipo
de causas nos lleva a ver la enfermedad como el resultado o consecuencia de ciertos
acontecimientos o experiencias del pasado, según una visión mecanicista, lo cual
refleja un enfoque bastante imperante aún en la ciencia de nuestros días. Este tipo de
causas históricas son especialmente míticas en el terreno de las disfunciones
psicológicas, y están en la base de algunos enfoques de “psicoteología” o
“psicomitología” (como el psicoanálisis), más que de Psicología propiamente dicha, en
el sentido pretendidamente científico de la palabra. La proliferación de estos enfoques
ha inducido el desarrollo de la creencia, entre una buena parte de la población, de que
al concienciar los traumas originales generadores del trastorno, éste se diluiría, lo cual
en verdad está bastante lejos de lo que suele acontecer en la mayor parte de los
casos, e incluso con demasiada frecuencia ello sólo dificulta aún más el cambio. Decir,
por ejemplo, que una fobia específica está causada por una experiencia traumática
original, que una depresión está causada por la pérdida repentina de un ser querido,
que un ataque de ansiedad se ha producido por un estrés continuado largo tiempo y
una tensión emocional contenida, o que un trastorno de insomnio se generó
históricamente a partir de la experiencia de varios fallecimientos de personas cercanas
en un corto periodo de tiempo, constituyen ejemplos de referencias habituales a este
tipo de causas. A menudo, la identificación de las causas antecedentes puede
suponer, esto sí, una información determinante para elegir el tipo de abordaje
terapéutico. Por ejemplo, si la reacción depresiva se produce a partir de la pérdida o la
separación de un ser querido, puede sugerirnos una intervención psicoterapéutica con
descarte de causa físicas al menos destacables; en el caso comentado de insomnio,
podríamos sospechar e indagar sobre si se fundamenta en una especial fobia a la
muerte (tanatofobia) generada en las experiencias de pérdida, y que el sueño profundo
en plena inconsciencia sea inaceptable para la persona por su afinidad simbólica con
la muerte. De paso, este último ejemplo ilustra adecuadamente cómo el conocimiento
racional de las causas históricas del problema, y el aparente absurdo de los síntomas
para una mente inteligente, no tiene porque ser suficiente, en absoluto, para que el
problema desaparezca.
2. Las causas presentes, constrictivas o circundantes.
“Las disfunciones psicológicas son hijas de un modo autoritario y dogmático de pensar
la realidad; el individuo tiende a congelarla haciéndola invasora, redundante,
productora de soluciones intentadas fallidas”
(Nardone y Salvini)
Aunque la identificación de las causas antecedentes puede ofrecer una información
valiosa sobre la naturaleza de la alteración psicológica, con frecuencia han solido
sobrevalorarse en detrimento de otro tipo de exploraciones muy significativas, como
son los otros tipos de causas. Concretamente, las causas constrictivas hacen
referencia a aquellas relaciones presentes y condiciones circundantes que mantienen
el estado del sistema. Así, buscar las causas constrictivas consiste en examinar qué
mantiene la estructura presente de la enfermedad (con independencia de qué la ha
llevado a este punto), y supone por tanto ver el problema como resultado de las
condiciones actuales en curso. Las causas antecedentes son informativas pero
difícilmente corregibles (¿cómo cambiar el pasado?), sin embargo las causas
constrictivas pueden ser corregidas en mayor o menor medida, y es por ello
especialmente relevante evaluar cómo están “manteniendo con vida” al problema. Las
causas constrictivas nos acercan al análisis de cómo ocurre el problema, mientras que
las causas antecedentes buscaban más su porqué.
¿Por qué no toda persona que padece una pérdida traumática desarrolla una
depresión?, ¿por qué no todo el mundo responde igual al mismo nivel de estrés
situacional? Tales preguntas sólo pueden responderse atendiendo a este tipo de
causas. En el ejemplo dado de reacción depresiva cabe examinar, en relación con
este tipo de causas, cuestiones como el grado de dependencia y apego al ser perdido,
el nivel de autonomía personal tanto emocional como material, el apoyo social
existente, las creencias vigentes acerca de la muerte, la manera de responder a los
inevitables sentimientos iniciales de dolor, etc.
Básicamente, hay dos apartados que considerar en el examen de las causas
presentes (cómo se estructura y dinamiza el problema):
A. Las condiciones personales y situacionales facilitadoras del problema: Demandas e
influencias del entorno, estilo de alimentación y hábitos de salud en general, sistema
de creencias personal, relaciones afectivas y sociales vigentes, fortaleza genética y
constitucional, variables de personalidad, rutinas de comportamiento, alternativas
disponibles, etc. En este sentido, el resultado de un buen trabajo terapéutico no debe
ser, habitualmente, retornar al estado en el que el paciente se encontraba antes de
“embarrancar” en su problema, sino llegar a estar mejor de lo que, probablemente,
nunca estuvo. Al fin y al cabo, su estado y condiciones pre-trastorno constituían el
estado de vulnerabilidad o “terreno abonado” para que, al acontecer determinadas
circunstancias o detonantes, se desarrollara la disfunción. Entender esto implica
también la comprensión de que en realidad la enfermedad, y muy especialmente la
disfunción psicológica, no puede ser combatida, sino sólo trasmutada, reformulada
hacia estados de mayor equilibrio y sabiduría personal. El sentido del desequilibrio
constante es mostrarnos cómo reorientarnos constantemente hacia el equilibrio. La
enfermedad es una ocasión inevitable y sin precedentes para el aprendizaje y la
evolución personal. Nada desaparece, todo se transforma.
B. Las respuestas y soluciones intentadas o ensayadas del paciente: Algunos de los
enfoques de tratamiento psicológico que vienen mostrando mejores resultados son
aquellos que se centran en evaluar las formas en que los pacientes están intentando
solucionar sus problemas, bajo la constatación de que sus estrategias vigentes de
solución (incluidas las soluciones o ayudas intentadas por las personas del entorno)
constituyen con mucha frecuencia, de manera paradójica, el principal factor de
mantenimiento de los trastornos. En este sentido, el problema se considera la propia
solución ensayada, en una especie de círculo vicioso o circuito cerrado. Por ejemplo,
aunque las causas antecedentes del ataque de ansiedad anteriormente referido
tengan que ver con el estrés y tensión acumulada a lo largo del tiempo (causas
antecedentes), las crisis o ataques de ansiedad subsiguientes pueden estar
paradójicamente mantenidos por la forma en que la persona intenta controlar y evitar
la ansiedad que tanto le asusta (evitación de ciertas situaciones o de estar solo,
estado de vigilancia y alerta a la menor señal de ansiedad…). Aunque la depresión
también antes referida esté originada por la pérdida de un ser querido, uno de los
factores importantes para el mantenimiento y crecimiento de los síntomas puede tener
que ver con la renuncia de la persona a seguir con sus actividades habituales, dado el
estado de tristeza y apatía inicial experimentado. La persona con anorexia o bulimia
puede aumentar la rigidez de su trastorno por la forma en que su entorno familiar
intenta ayudarla a superarlo. En general, los trastornos relacionados con la ansiedad
se basan en torpes intentos presentes de solución relacionados con el control y la
evitación; los estados depresivos se fundamentan más bien en una estrategia de
renuncia o rendición; las adicciones se mantienen en buena medida como intentos de
solución o evasión a corto plazo de una variedad de problemas que la propia adicción
genera o empeora, etc.
3. Las causas finales o teleológicas.
“El propósito de la enfermedad es hacernos sanos subsanando nuestras faltas”
(Dethlefsen y Dahlke)
Este tipo de causas tienen que ver más con el “para qué” de la enfermedad que con su
porqué o su cómo. Son como el "objetivo" u objetivos que confieren sentido, relevancia
y propósito a los síntomas; por tanto, las causas finales tienen una orientación de
futuro y aluden a la necesidad o motivación que la enfermedad pretende satisfacer. Tal
enfoque puede parecer absurdo o hasta disparatado para la mayoría de los clientes, y
posiblemente también para buena parte de los terapeutas, pero la atención y
utilización de este tipo de causas finales resulta en cambio uno de los ejercicios más
valiosos que puede hacer el terapeuta. ¿Es la "intención" o propósito de la depresión
que el individuo desarrolle nuevas habilidades, y resultar así una gran experiencia
potencialmente formativa?, ¿es su propósito poner a la persona en una tesitura
inevitable para tomar nuevas decisiones?, ¿es más bien su propósito servir de castigo
y redención por los errores y deméritos acumulados?, ¿es parcialmente esta depresión
una manera eficaz de atraer la atención de otras personas, o una forma de escapar
justificadamente de ciertas situaciones y responsabilidades?... Más allá de que se dé
un tipo de respuesta u otra a estas preguntas, y más allá de que las respuestas
puedan ser en muchos casos meras creencias o presuposiciones, resulta por lo
general de extrema importancia el preguntarnos por las causas finales y, más
específicamente, asumir como creencia útil o hipótesis de trabajo por parte del
terapeuta que todo síntoma y toda patología obedecen a una motivación o intención
positiva (de protección o satisfacción de alguna forma) para quien la padece. La
premisa de una intención positiva del trastorno y sus síntomas tiene que entenderse
como que de algún modo tiene, inconscientemente, un sentido protector o benefactor
para esta persona en concreto, en función de su personal contexto y estructura mental
y corporal. Por ejemplo, la causa del dolor puede ser evitar que quien lo padece haga
ciertos movimientos y esfuerzos que podrían aumentar la lesión de su cuerpo;
prolongar la depresión del duelo puede ser, en el marco de cierta estructura de
creencias y valores personales, una forma de servir al propósito de mostrar amor,
respeto y fidelidad al ser que ha desaparecido; un consumo excesivo de productos
azucarados y excitantes puede estar “causado finalmente” por el propósito de
mantener un buen nivel de vitalidad, prestaciones y eficacia (que estos productos
parecen generar a corto plazo), por lo que el miedo a perder capacidad de rendimiento
puede dificultar poderosamente el abandono de este tipo de productos; la propia
ansiedad e hiper-excitabilidad sostenidas puede ser una – torpe – estrategia que
pretende mantener a la persona activa y controladora de los supuestos retos y
dificultades que siente que debe manejar diariamente; una cierta “anestesia afectiva”
puede servir al propósito de mantener alejada a la persona de la posibilidad de
relaciones íntimas para las que se siente profundamente vulnerable; pasar por alto
rápidamente todo aquello que se lee o escucha y que cuestiona los propios métodos y
concepciones, puede ser un intento por proteger el orgullo, negar la propia ignorancia
y evitar la incómoda confusión…
Concentrarse en la intención positiva de los síntomas como causa final significativa de
los mismos no es, ciertamente, más que un particular y opcional punto de vista acerca
del asunto, pero resulta un enfoque de trabajo poderosamente útil tanto para la
orientación de los esfuerzos del terapeuta (dirigidos a desarrollar mejores opciones
disponibles para su paciente de cara a satisfacer ese propósito) como para la propia
comprensión y actitud constructiva que el paciente tenga respecto a su trastorno. Tal
enfoque requiere por parte del terapeuta, eso sí, un buen nivel de intuición, empatía,
creatividad y posición constructiva ante cualquier alteración o resistencia con que se
encuentre por parte de su cliente. Nuestros síntomas no son una manifestación de la
maldad o de la voluntad masoquista de nuestro organismo, sino de que hace lo que
puede para cuidar de nosotros mismos. ¿Por qué enfadarnos entonces con nuestros
síntomas? En “La adicción al pensamiento” he profundizado y discutido ampliamente
esta cuestión, referida incluso a nuestras disfunciones más cotidianas.
4. Las causas formales.
“La cuestión de fondo es que los trastornos psicológicos (psiquiátricos o mentales) no
son enfermedades como otras cualquiera, como la diabetes o la artritis según se
comparan a menudo. Los trastornos psicológicos no son tipos o entidades naturales
como pueden serlo las enfermedades propiamente, sino tipos prácticos o entidades
interactivas, susceptibles de ser influenciadas por el conocimiento, interpretaciones y
explicaciones que se den de ellas”
(Marino Pérez Álvarez)
Las causas formales de una enfermedad o desequilibrio se refieren a las definiciones,
presuposiciones e intuiciones básicas vigentes acerca de la misma. Las creencias y
conceptos dominantes acerca de esa enfermedad actúan como causas formales o
conceptuales de ésta; por tanto, las causas formales nos dan en realidad mucha más
información acerca de quien percibe el hecho que del hecho mismo. Cuando se
identifican las causas formales se están mostrando las presuposiciones, premisas y
mapas mentales básicos acerca del trastorno con las que operamos, por lo cual las
causa formales suelen ser las más difíciles de identificar. Nuestra concepción y
presuposiciones acerca del trastorno determinan grandemente la configuración y
evolución del trastorno mismo, lo cual explica en buena medida el hecho de que
históricamente va cambiando de manera significativa la epidemiología psiquiátrica, y
así el tipo de trastornos que se manifiestan de manera imperante. Hace no tanto
tiempo la homosexualidad era una enfermedad, catalogada como tal en los manuales
diagnósticos, pero las presuposiciones acerca de ella cambiaron y actualmente hemos
curado “de un plumazo” tal enfermedad. Han desaparecido por completo las causas
formales que la configuraban. ¿Y qué ocurre con la depresión? ¿La abordamos como
si fuera una enfermedad, o la conceptualizamos más bien como un problema social
(como la prostitución o la delincuencia)? Ello determinará en buena medida las
características mismas de la depresión y la forma de intervenir sobre ella (por ejemplo,
de forma más curativa y medicalizada, o más preventiva y educativa). Todo lo anterior
requiere, una vez más, una seria reflexión y cuestionamiento por parte del clínico y de
la sociedad misma.
En general, la formación médica tradicional ha dado una enorme importancia a la
capacidad del clínico para dar un nombre apropiado a los síntomas que tenía delante.
Por inducción se llega a un término diagnóstico que agrupa conceptualmente el cuadro
sintomático, y así surge una ingente colección de etiquetas identificativas desde las
cuales, por deducción, se derivaban una serie de medidas terapéuticas apropiadas a
la etiqueta (“esto configura una depresión mayor, luego procede dar antidepresivos”).
El buen estudiante de medicina, o de psicología clínica, era sobre todo el que sabía
dar el nombre apropiado a las cosas; sin embargo, aunque esto puede tener sin duda
una utilidad y ofrecer una guía al terapeuta, se corre el peligro de ver la palabra más
que la realidad que pretende describir, sin considerar adecuadamente que hay
palabras comunes para realidades y procesos muy diversos. Diagnosticar es mucho
más que ponerle nombre a algo. El poner nombre a algo y a partir de ahí creer que
sabemos de qué estamos hablando viene siendo uno de los simplismos más
habituales y peligrosos de la práctica clínica (y de otras muchas prácticas cotidianas).
En cambio, la habilidad del clínico para promover cambios efectivos en la situación
patológica que se le presenta siempre ha tenido bastante más que ver con las
habilidades para desdenominar que con las habilidades para dar nombre, con la
actitud y la capacidad para quitar la etiqueta, usándola como guía pero no como
prejuicio, y entrar así en el examen detallado, minucioso y particularizado de los
diferentes, y a menudo complejos, procesos y matices del desequilibrio personal que
se le presentan. El propósito de exponer aquí el modelo SCORE es precisamente un
intento de contribuir a esa capacidad de guiarse con un criterio ordenado y aprendible
a través del terreno variado y nunca totalmente acotable de las patologías.
Los Objetivos
Una de las tareas que corresponde al terapeuta es traducir los problemas que
generalmente trae el cliente en objetivos. Una vez explorados los síntomas es
conveniente entrenar a la persona para que cambie la idea de "qué es lo que no
quiere" a "qué es lo que sí quiere". De alguna forma se trata de transformar la
representación mental del mal experimentado en la representación del bien opuesto,
de manera que todo síntoma-problema puede ser reconvertido, a nivel de formulación,
en su correspondiente síntoma-objetivo. A nivel psicológico, muchos de los problemas
que tienen las personas proceden de que no se representan lo que desean, sino
mucho más frecuentemente lo que no desean o quieren evitar. Luchan mentalmente
contra ello desconociendo el efecto paradójico de que cuanto más se intenta evitar
esos síntomas pueden tender a intensificarse más, debido al efecto sugestivo propio
de no dejar de pensar en ello ("en el mal no hay que pensar ni para negarlo"). Algunas
de las características de la atención son su poder atractivo y aumentativo: aquello a lo
que se presta atención, aunque sea para luchar contra ello, tiende a ser aumentado y
atraído hacia sí. En el ámbito de la imaginación no existen las negaciones, y
concentrarse en objetivos negativos suele crear por ello un efecto de sugestión
opuesto a nuestra voluntad. Concentrarse en “no ponerse nervioso, no fumar, no tener
dolor, etc.” puede hacer que se experimente lo que se quiere evitar, porque la persona
no deja de representarse internamente el nerviosismo, el acto de fumar o el dolor.
Podemos ayudar a que el cliente se focalice más en objetivos como “estar tranquilo y
relajado, sentirse saludable y respirando abiertamente con placer, o moverse a lo largo
del día con soltura y bienestar”.
Por otro lado, es obvio el recordatorio de que los objetivos clínicos, por lo general,
salvo alteraciones degenerativas de tipo realmente crónico, deben estar orientados no
sólo al desarrollo de “síntomas de salud” sino también, y de forma correspondiente, a
la corrección de las causas del desequilibrio. En el terreno psicológico, incluso cuando
se lleva a cabo un tratamiento directamente sintomático bajo la presuposición de que
el problema se reduce a los síntomas en sí, es habitual que el bienestar logrado sea
claramente insuficiente o que las técnicas aplicadas resulten muy largas y costosas
(raramente los antidepresivos y tranquilizantes producen una mejoría completa, como
raramente el mero entrenamiento en técnicas de relajación tiene el poder de cambiar
de forma satisfactoria a una persona ansiosa). Una completa y adecuada remisión de
los síntomas puede lograrse de este modo sólo cuando el ataque a los síntomas es
capaz de “hacer palanca” para generar un cambio global en el sistema causal
implicado, lo cual, ciertamente, puede ocurrir con notable frecuencia. Pero no se trata
en este caso de que el problema era estrictamente el síntoma, sino de que el ataque
directo al síntoma ha generado de forma sistémica e interactiva un impacto
transformador del problema global. Personalmente, no me concentro tanto en el
objetivo de ayudar a las personas a que se relajen como en enseñarlas a que no
fabriquen ansiedad, lo cual es un objetivo más difícil, completo, extensible y
fundamental.
Finalmente deseo subrayar, muy en consonancia con lo anterior, cómo lo que el
paciente quiere conseguir no siempre corresponde con lo que en verdad necesita, en
tanto en cuanto puede satisfacerlo de un modo real y duradero. En algunos casos,
puede ser preciso conducir al paciente a una profunda reformulación de sus objetivos.
¿Qué hace que lo que el paciente quiere sea en verdad importante para él?,
¿confunde sus deseos con sus necesidades? Éstas son preguntas siempre
importantes en el ámbito de las disfunciones psicológicas. Es habitual, por ejemplo,
que algunas personas busquen apoyo terapéutico para aprender a ser
“superhombres”, y mantenerse capaces de llevar adelante una serie de esfuerzos y
situaciones fuertemente estresantes por tiempo ilimitado. Obviamente, éste es objetivo
para un mago, no para un ser humano. También es frecuente la pretensión de crear
una cómoda (e imposible) adaptación asintomática a una determinadas condiciones de
vida que pueden estar siendo profundamente contradictorias e irrespetuosas con las
intrínsecas necesidades naturales de la persona en cuestión (como pretender no tener
ideación obsesiva cuando se lleva un estilo de vida que frustra absolutamente las
propias inquietudes intelectuales, o mostrarse animoso y seguro al tiempo que se
mantiene un entorno familiar absorbente y manipulativo).
Los Recursos
“El mejor médico es aquel que está convencido de lo inútiles que son las drogas”.
(J. B. Franklin)
Una vez evaluados los síntomas y sus causas, y establecidos los objetivos positivos
pertinentes, procede la evaluación y utilización de todos aquellos recursos internos
(habilidades y capacidades físicas y psíquicas) y externos (apoyo social, capacidad
económica, disposición de tiempo, medios y servicios del entorno, posibilidad de
terapias complementarias, etc.) que puedan resultar relevantes para establecer un
plan de trabajo hacia los objetivos, y ello referido tanto a los recursos del propio
terapeuta (conocimientos y medios técnicos) como del cliente. Se deben evaluar los
recursos existentes y aquellos no existentes, pero que sería posible y necesario
desarrollar, para poder establecer el plan terapéutico con éxito.
En este apartado resulta importante distinguir lo que es deseable que el paciente haga
de lo que es posible para él hacer. Un tratamiento objetivamente ideal puede ser
subjetivamente inviable, en función de ciertas carencias de recursos, lo cual debe ser
tenido en cuenta por un terapeuta sensible. Finalmente deseo destacar la necesidad
de que los terapeutas sean conscientes de sus propias limitaciones, conocimientos y
competencias, y no dejen de ajustarse a las mismas. Tristemente, la atracción del
beneficio económico atenta con demasiada frecuencia contra este principio ético, que
también incluye no pretender retener a los pacientes más tiempo del estrictamente
necesario ni demandándoles más costes de los imprescindibles. Aunque la honestidad
profesional debería presuponerse, sugiero que los pacientes deben permanecer
adecuadamente alertas y críticos con los profesionales clínicos.
La Ecología o congruencia
En última término, para que los cambios operados se mantengan en el tiempo y
facilitar así la prevención de recaídas, es necesario saber qué efecto tendrán esos
cambios en los diferentes contextos personales que maneja a diario el cliente, los
posibles beneficios secundarios - de orden habitualmente inconsciente - a que los
síntomas podrían servir, siendo especialmente relevante considerar este aspecto
cuando se trata de generar cambios de tipo conductual o emocional (adelgazamiento,
supresión de hábitos nocivos, depresión, desarrollar tranquilidad en ciertos contextos,
etc.). También puede haber importantes problemas de ecología cuando se trata de
abordar otros objetivos con componentes más somáticos como la reducción del dolor
(¿puede que la supresión del dolor implique, por ejemplo, el verse abocado a nuevas
exigencias y responsabilidades para las que el paciente no se siente capacitado?).
¿Cómo afectarán estos cambios en su ambiente y situaciones cotidianas, y en el
marco total de creencias y valores del cliente?, ¿el objetivo o cambio establecido es
relevante, viable y congruente en cada contexto personal involucrado?, ¿respeta la
causa final del trastorno? Éstas son preguntas siempre relevantes para cuidar que el
cambio buscado sea “ecológico” o congruente de cara al equilibrio del sistema total en
el que se enmarca, puesto que de lo contrario surgirán claros y, con frecuencia,
pertinaces problemas de resistencia y falta de adherencia o compromiso motivacional
con los tratamientos. Resulta obvio que ésta es una cuestión siempre relevante y
también, por lo general, deficientemente entendida y contemplada.
En relación con esto, concretamente podemos aludir a seis tipos o clases de creencias
de los pacientes que resulta esencial considerar para entender la falta de motivación,
compromiso y confianza hacia los objetivos terapéuticos (Dilts, 1998). En este punto
considero preciso recordar que lo que una persona realmente cree no es
necesariamente lo que dice creer. Las creencias que más influencia tienen en las
personas son de hecho las que no se declaran abiertamente, sino aquellas que se
manifiestan de modos encubiertos (como premisas no dichas de lo que sí se declara,
en la elección espontánea de las palabras, en el lenguaje corporal, en la emoción
experimentada...).
Creencia 1: “Quiero conseguir el objetivo, pero no quiero”.
“Si no pudiesen contar sus enfermedades, hay muchos que no estarían enfermos”
(Santiago Rusiñol)
No debemos suponer demasiado rápido y como algo obvio que el cliente desea
congruentemente curarse. “Quiero pero no puedo”, en muchas ocasiones, significa en
realidad y a un nivel generalmente no consciente “quiero pero no quiero”. Es
relativamente habitual que el cliente pueda aferrarse a su problema y mostrarse poco
capaz de seguir un tratamiento, a pesar de pedir ayuda y aparentar una gran
motivación, porque haya ciertos beneficios secundarios y, en definitiva, un conflicto
con otros objetivos y valores que también son importantes para él. Lo anterior produce
una motivación incongruente, una dirección motivacional más consciente y otra (la que
determina la resistencia) por lo general más inconsciente. Resulta en tal caso como si
logar la curación, la mejora en su estado, violara algunos principios, reglas u objetivos
importantes para él. En definitiva, el objetivo entra en conflicto con otros ocultos o
semi-ocultos y pierde buena parte de su poder motivador (pierde congruencia).
Ejemplos de esto se dan cuando, en un caso particular, una mujer obesa y/o con crisis
bulímicas intenta hacer un plan de adelgazamiento equilibrado y duradero, pero a la
vez resulta que la obesidad le permite mantener alejados a esos hombres a los que no
se siente capaz de conquistar y tratar adecuadamente, o a los que quizá tema de
alguna forma. Su capa de grasa “repelente” puede ser aquí una buena coartada
inconsciente para protegerse y mantenerse alejada del “peligro” de una íntima
afectividad con el sexo opuesto. Una cefalea puede ser una buena manera de evitar
responsabilidades que uno teme o no se siente muy capaz de afrontar. Una depresión
puede ser, parcialmente, la mejor manera en que la persona se siente capaz de
obtener atención y cariño. El tabaco puede permitir al cliente relajarse
momentáneamente, concentrarse, y producir cierto placer, aunque no sea más que
porque alivia del desequilibrio que el propio tabaco produce (todos las alteraciones que
implican un placer inmediato, como es el caso de las adicciones en general, suelen
estar especialmente sujetas a resistencias en esta creencia). En el caso del insomne
ejemplificado más arriba, desea con fuerzas poder dormir de manera profunda y
reparadora, pero no quiere perder el control consciente que eso supone porque lo
encuentra peligroso. En general, muchas personas que dicen querer relajarse también
se resisten a hacerlo porque inconscientemente asocian la relajación con dejadez,
falta de control, ineficacia, irresponsabilidad… En casos así no se trata de dar más
medicación tranquilizante ni de practicar con más énfasis las técnicas de relajación,
sino de desmontar los miedos y resistencias subyacentes que están bloqueando el
impacto apropiado de las técnicas, y saboteando su adecuada puesta en práctica. En
el caso también ejemplificado de la depresión por duelo, la persona quería en parte
superar su depresión pero en parte no quería hacerlo, porque “estar demasiado bien
demasiado pronto” significaba para ella una frivolidad, una falta de respeto y fidelidad
al ser perdido… Se podría decir entonces que hay una cierta intención positiva en la
resistencia mostrada por los clientes; al menos, tendría un sentido protector en el
marco de su sistema de valores personal. Todas las cuestiones y ejemplificaciones
referidas a las causas finales o teleológicas son por tanto especialmente relevantes a
este respecto.
Creencia 2: “Quiero el objetivo pero no tanto lo que hay que hacer para conseguirlo”.
“Las enfermedades son los intereses que se pagan por los placeres”
(John Ray)
En este caso, a diferencia de lo discutido en referencia a la creencia 1, el objetivo final
podría ser muy clara y congruentemente apetecible, pero no tanto ciertos aspectos del
método que hay que aplicar para conseguirlo. Por tanto, esta creencia hace referencia
a cómo nos incomodan ciertos aspectos concretos del plan de trabajo (más que del
objetivo en sí), estableciendo así otro tipo de conflicto: quiero el resultado, pero no lo
que es preciso hacer para obtener ese resultado. Por ejemplo, quizá el plan contempla
que debo pedir perdón a alguien para acabar con mi sentimiento de culpa, pero eso
atenta contra mi orgullo; o debo hacer dieta y ejercicio físico para adelgazar, y eso
atenta contra otros valores como la comodidad o ver la televisión, aunque adelgazar
sea congruentemente apetecible para mí.
Este tipo de conflictos se aprecian con frecuencia sobre todo en las personas más
dadas a la pereza, al ilusionismo, a la impaciencia y a creer en cierta “milagrosidad”. A
menudo se busca alivio pero no curación, porque ésta puede implicar cierto dolor,
esfuerzo, renuncia, disciplina, constancia o confusión. Es un motivo básico por el que
frecuentemente la gente sólo toma medidas cuando se encuentran muy mal. Esto
también explica porqué, en el ámbito específico de los problemas psicológicos (donde
difícilmente existen urgencias), las personas que solicitan citas urgentes a los
profesionales y les presionan para ser atendidos con la mayor prontitud, suelen ser
también los más propensos a abandonar los tratamientos en cuanto se encuentran un
poco mejor, o incluso, no llegan a aparecer en esta primera cita. Mi criterio personal en
estos casos es dar la cita soempre a varios días vista, porque aquí empieza la
reeducación y la terapia que estas personas necesitan. Es preciso comprender que
nuestra salud física y emocional tiende a ser tan equilibrada como el tipo de vida que
llevamos y hemos llevado, y esto no es adecuadamente sustituible por ningún método
terapéutico.
Creencia 3: “No creo que sea teóricamente muy posible lograr el objetivo”.
En ciertos casos, el cliente puede creer que el objetivo terapéutico en realidad no es
alcanzable, ya no para él en particular, sino de modo bastante general; en definitiva,
que no es un asunto sujeto a cambio, no es “trabajable”, no es teóricamente
alcanzable, o al menos que no lo es con el método de trabajo que se le propone. En
definitiva, habría una falta de confianza en la capacidad del método que se le propone.
En problemas como la agorafobia o el trastorno obsesivo-compulsivo se ha difundido
mucho esta impresión, y algunos clínicos han promovido la idea (infundada y refutada)
entre sus pacientes de que son trastornos para toda la vida, de los que sólo se puede
esperar una cierta mejoría. En estos casos puede que el paciente pida ayuda, pero
que “en el fondo” no haya confianza en la curación, lo cual de hecho inhibiría su
trabajo y sus recursos, confirmando posiblemente su expectativa (recordemos que la
mayoría de las creencias suelen actuar como profecías auto-cumplidoras). Esta
creencia da lugar a sentimientos de desesperanza, más que de impotencia.
Como he comentado, puede ocurrir también que no sea tanto una cuestión de creer
débilmente en que el objetivo sea alcanzable, como de que se crea que el
procedimiento en particular propuesto por el terapeuta no es demasiado apropiado ni
capaz de llevar a la curación. Si el cliente no confía lo suficiente en el método se
puede dar incluso un efecto nocebo en el tratamiento, o bien un abandono rápido para
ir a buscar otros tratamientos que le inspiren más confianza (aunque no
necesariamente esta confianza va a estar objetivamente fundada), o bien una continua
indisciplina en el seguimiento de las tareas.
Creencia 4: “No tengo la capacidad necesaria para alcanzar el objetivo”.
El cliente puede creer que el objetivo es teóricamente alcanzable con este sistema de
trabajo, pero que él personalmente no puede lograrlo porque no dispone de las
capacidades o habilidades necesarias para ello. En definitiva, se trata de una creencia
referida al grado de autoconfianza del cliente respecto a sus capacidades para
alcanzar esta meta concreta. Las relaciones de la autoconfianza con la motivación
están muy ampliamente documentadas, y tienen una grandísima importancia y
numerosos matices de complejidad que escapan al espacio de este capítulo.
Creencia 5: “No creo que alcanzar el objetivo sea básicamente responsabilidad mía”.
“Acusar a los demás de las propias desgracias es una prueba de la ignorancia
humana; acusarse a sí mismo significa empezar a entender; no acusar a los demás ni
a uno mismo es verdadera sabiduría”
(Epícteto)
Incluso en el caso de que las personas deseen congruentemente determinados
objetivos (en este caso de salud), piensen que es posible alcanzarlos, crean que el
método definido para ello es adecuado y confíen en sus propias capacidades para
desarrollar los comportamientos y acciones necesarias, es posible que duden de si es
responsabilidad suya realizar esas acciones o producir dicho resultado. El inmovilismo
o falta de colaboración del cliente también puede deberse a una cuestión más
relacionada entonces con actitudes excesivas de queja, de victimismo, atribuyendo la
responsabilidad de cambio a otras personas de su entorno (“los demás son
responsables de mi ansiedad, de mi rabia, etc.”), a aspectos externos (“la gente que
me ofrece cigarros”, “mi trabajo que no me deja”) o al trabajo del propio terapeuta (irá
entonces buscando a aquel que le solucione el problema sin darle demasiadas
responsabilidades). Es propio de personas con tendencia a buscar causas externas y
a verse a sí mismas más como “efecto” que como “causa”, a quejarse, victimizarse y
poner excusas, y suele ir muy aparejado también al exceso de acomodamiento y a la
impaciencia. Estas actitudes siempre tienen que ver con el miedo a la responsabilidad
y a la falta de excusas, que aunque suele ser algo bastante generalizado, puede darse
aquí en casos más extremos. Cuando una persona tiende a interpretar sus fracasos de
manera especialmente hiriente y auto-despreciativa, puede protegerse de esos
sentimientos creando un efecto opuesto por el que evade la responsabilidad y se la da
a otros, o a otras cosas, o quizá la atribuye a aspectos propios pero no modificables y
por tanto de los que no se siente responsable (“soy así, es mi naturaleza”). En “La
adicción al pensamiento” también he discutido ampliamente este aspecto referido a
cualquier ámbito de cambio, y el hecho de que tanto el hábito de la queja
(externamente verbalizada o a nivel mental) como la culpa (la queja con uno mismo)
son estrategias cuyo propósito muy de fondo no es tanto cambiar las cosas o
cambiarse a uno mismo como, precisamente, justificar ante la propia conciencia el
hecho de no hacer nada efectivo para cambiar, dado el esfuerzo, la incomodidad, la
crítica o el riesgo que ello puede suponer.
Creencia 6: “No creo que alcanzar este objetivo sea algo que yo merezca”.
Finalmente, esta creencia suele funcionar también en un nivel muy inconsciente. Es
propia de personas con muy baja autoestima, que buscan unas satisfacciones que en
el fondo creen no merecer, que se consideran de algún modo indignas, un fraude
personal, lo cual lleva a un cierto auto-sabotaje, a no darse permiso para cambiar, a
pesar de que deseen hacerlo e incluso quizá se sientan capaces de ello. Puede ocurrir
más frecuentemente en relación con el sufrimiento psicológico que con el físico (estas
personas no se consideran dignas de felicidad). Este tipo de clientes, muy dados a los
sentimientos de vergüenza y de culpa, pueden hallar cierto desazón e incomodidad en
que las cosas les vayan bien, y por tanto su energía puesta al servicio del cambio y la
curación es muy débil y conflictiva.
Llegados a este punto, y al hilo de muchas de las consideraciones efectuadas,
permítaseme finalizar este capítulo de corte metodológico y reflexivo con una última
cita para meditar: “El cambio y el dolor son parte de la vida, pero el sufrimiento es
optativo” (Anón).
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Nardone, G. y Salvini, A. (2006). El diálogo estratégico. Barcelona: RBA -Integral.
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