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HISTORIA DEL TRASTORNO POR DÉFICIT DE ATENCIÓN
E HIPERACTIVIDAD (TDAH) EN EL ADULTO
Eduardo Barbudo del Cura
I. INTRODUCCIÓN.
Que el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) tiende a
desaparecer espontáneamente al final de la adolescencia es una idea en declive,
gracias a los estudios de seguimiento de niños que poco a poco se han ido
sumando al cuerpo bibliográfico médico desde finales de los años 1960s.
Definitivamente, desde los años 1980s, sobre todo en el ámbito de influencia
socioeconómico más inmediato de los Estados Unidos (a saber: Australia, Canadá
y América Latina, Japón) se acepta que el TDAH se manifiesta durante todo el
ciclo vital del ser humano. El ritmo de penetración de esta idea entre neurólogos,
psiquiatras, psicólogos y médicos de atención primaria está siendo muy
heterogéneo en Europa y otros países de cultura no-occidental, donde todavía hoy
(año 2011) se topa con una fuerte oposición y suscita gran controversia pese a la
acumulación de una imparable evidencia empírica y la sorprendente emergencia
de diagnósticos formales que dan lugar a tratamiento correcto en países tan
insospechados como India o Irán. En este punto cabe destacar el hondo debate
que actualmente se da en el Reino Unido, culturalmente conectado con los
EE.UU. y a la vez dotado de profesionales muy críticos con la posibilidad del
TDAH en los adultos (les recomiendo leer el debate que mantuvieron Asherson P,
Moncrieff J y Timimi S en 2010: “Is ADHD a valid diagnosis in adults” - Head to
Head. BMJ, 2010. 340: 547-549).
La acotación del TDAH a la edad pediátrica se debió a circunstancias
históricas, es decir económicas, políticas y sociales, las cuales se tradujeron en
una determinada cultura médico-asistencial. Así se dio por hecho que el TDAH se
curaba espontáneamente, al cumplir el adolescente los 18 años de edad (o
cualesquiera que fuesen las edades de mayoría legal en distintos países), sin que
hubiera de por medio una evidencia empírica, ni siquiera un modelo hipotético de
la enfermedad, para sustentar esa práctica. El mismo corte en la prestación de
asistencia que se ha observado en otros trastornos mentales y del neurodesarrollo
más reconocidos, cuando las personas cumplen la mayoría de edad, ocurre de
manera más acusada en el TDAH. Este fenómeno puede atribuirse a varios
factores:
1) La lucha de poderes, es decir de saberes. Acontece entre las diferentes
doctrinas terapéuticas que tratan a las personas aquejadas de formas sutiles de
disfunción ejecutiva (el TDAH es una), las cuales por sí solas no parecen tener
entidad clínica suficiente pero (¡oh, misterio y sorpresa!) acaban tarde o
temprano, en el mismo individuo y en sus familiares consanguíneos,
asociándose a un conjunto de problemas sociales, legales, médicos y
neuropsiquiátricos (“comorbilidades”, dirán algunos autores), con los que
muchos profesionales estarán más familiarizados que con el escurridizo TDAH:
adicciones, trastornos del espectro ansioso-depresivo, trastornos de conducta,
trastorno de la personalidad, trastornos adaptativos, dificultades psico-sociales,
delitos, etcétera. Esa rivalidad por captar y mantener cierto grado de monopolio
sobre un bien limitado (los actos terapéuticos en pacientes son un “bien” en
sentido moral y en sentido económico) justifica roles profesionales, quita y da
puestos de trabajo. Habitamos un entorno socioeconómico caracterizado por los
recortes presupuestarios en los servicios públicos y en la inversión sanitaria: los
estados occidentales vienen haciendo estos recortes, de forma episódica pero
progresiva, de manera más o menos maquillada, desde la crisis del petróleo de
1973. A la par ha ido creciendo la virulencia de las luchas entre doctrinas y
entre colectivos profesionales por la afirmación o la negación de nuevas
entidades nosográficas. Pues algunas de esas entidades, o enfermedades, o
trastornos, cada vez más definidos en términos dimensionales que categoriales,
apuntan ya en su propia definición hacia unas terapias más que a otras que
clásicamente se venían postulando indiscutibles. Así viene sucediendo desde
mediados de los 1980s con el TDAH adulto e infantil, con el Trastorno de la
Personalidad Límite y con los Trastornos del “espectro bipolar”. En esta lucha
los profesionales nos estamos jugando algo más que el orgullo, el bien de los
pacientes y el amor a la verdad. Esta se manifiesta, entre otros modos, como
negacionismo de la entidad nosográfica, como sesgo del diagnóstico
(infradiagnóstico, sobrediagnóstico o mal-diagnóstico), como polidiagnóstico (el
negocio de las “comorbilidades” es fomentado de manera explícita por el DSMIV) y como sesgo del tratamiento, que anima a la mal-praxis y al nihilismo
terapéutico.
2) Todavía no se ha resuelto el corte asistencial que se produce al cumplir la
mayoría de edad. Ni siquiera en los países más desarrollados existen planes
de continuidad asistencial con el cambio de etapa del desarrollo. El TDAH
infantil es ampliamente reconocido en la Pediatría, pero es una entidad
inexistente todavía en las guías asistenciales de los médicos de atención
primaria y de otros especialistas médicos que asisten a los adultos. Lo mismo
pasa sorprendentemente dentro de la Psiquiatría y la Psicología: no se aplica
en la organización de la asistencia sanitaria todo el conocimiento que tenemos
acumulado sobre psicología evolutiva y esquemas del desarrollo psicosocial de
los individuos. Cuando el adolescente con TDAH sigue teniendo dificultades
después de cumplir 18 años, su ubicación es difícil dentro de los servicios de
salud mental públicos, en buena medida porque la mayoría de los psiquiatras y
de los psicólogos en España todavía niega o ignora la posibilidad del TDAH en
los adultos.
3) La novedad que este trastorno todavía tiene en el ámbito de la salud
mental infantil, y más aún en la de adultos. Todavía desconocemos mucho
de sus causas, de los métodos para detectarlo y del mejor modo de tratarlo.
4) En España el TDAH aparece como una novedad en un momento histórico
más complicado que en otros países. Desembarcó en el ámbito de la
Psiquiatría y de los oficios orientados a la Salud Mental durante los años 1980s,
cuando estaba arrancando la Reforma Psiquiátrica, en consonancia con un
definitivo cambio estructural de la sociedad, que decía adiós a cuatro décadas
de dictadura. Por entonces aparecían entidades clínicas e ideas que competían
por la hegemonía dentro del discurso médico-asistencial, y que eclipsaron el
paradigma del TDAH durante al menos dos décadas: estas fueron la
popularización de los ansiolíticos benzodiazepínicos y de los nuevos
antidepresivos ISRSs (Inhibidores Selectivos de la Recaptación de la
Serotonina), fármacos pregonadamente seguros y de apariencia multiuso; las
corrientes renovadoras en psicoterapia relacional, que dieron al viejo
psicoanálisis (que justo entonces finalizaba su inexorable declive dentro de las
universidades y de los hospitales públicos de los EE.UU. y de Europa) una
apariencia menos elitista, más “conductista”, “vincular”, empática, pragmática y
financiable; la vertiginosa difusión de una novedosa entidad diagnóstica: el
Trastorno de la Personalidad de tipo Límite, o “Borderline”, que vendría a
legitimar el uso incuestionable de las “nuevas” psicoterapias tanto como la
prescripción fuera de ficha técnica de los nuevos antidepresivos ISRSs; el
consumo indiscriminado entre las clases sociales medias y bajas, con carácter
pandémico, de nuevas substancias adictivas, muy ligadas a los movimientos
juveniles contraculturales del momento: el cannabis, la heroína y los derivados
anfetamínicos (algo más tarde, la cocaína). Para cada uno de estos fenómenos
inmediatamente se creaban dispositivos asistenciales específicos, con gran
bombo y plantillo, político y mediático. Todavía hoy operan en nuestra sociedad,
aunque hayan cambiado substancialmente las necesidades, los problemas y las
condiciones para las que fueron creados. Todos estos hechos confluentes
venían a competir, pero sobre todo a enmascarar, una entidad que se postulaba
primariamente neurológica (¡no era producto de la educación, ni de la situación
social, justo cuando las ideas sociogénicas y el axioma de la tabula rasa eran
dogmas de fe!), cuyo diagnóstico exigía paciencia y sutileza, que había sido
descrita ya desde finales del siglo XVIII en el mundo angloparlante, que estaba
ampliamente reconocida en Canadá y empezaba a estarlo también en los
Estados Unidos: el TDAH de los adultos.
II. HISTORIA DEL TDAH EN LOS ADULTOS.
II.1. (1902-1976). Desde los orígenes hasta la Disfunción Cerebral Mínima
(DCM): las primeras sospechas de “comorbilidad” psiquiátrica ulterior, la
primera formulación de la hipótesis disejecutiva y los primeros casos de
tratamiento en adultos.
Existe mucha menos información sobre la historia del TDAH en los adultos
que en los niños y adolescentes porque durante la mayor parte del siglo XX se
consideraba que este era estrictamente un trastorno de la infancia. El interés
popular, incluido el de muchos médicos y psiquiatras, sobre la posibilidad de que
los adultos pudieran tener TDAH, prosperó después de que en 1994 se publicara
el “best-seller” de Edward Hallowell y de John Ratey: “Driven to Distraction” (ver
Tabla 1: Criterios de Hallowell y Ratey). Pero los artículos científicos en los que
se reconoce la versión del TDAH en los adultos en rigor datan desde finales de los
años 1960s, y desde antes si añadimos matices.
En el Módulo 1 contábamos con detalle la formulación que George Still hizo en
1902. Si bien se limitó a describir niños y adolescentes, y dejando aparte los casos
de lesión cerebral adquirida en la infancia, él pensaba que el “defecto mayor del
control moral” era crónico, señalando así indirectamente la posibilidad de que el
síndrome análogo al TDAH que había descrito podría persistir en la edad adulta.
Los primeros artículos científicos que de manera explícita y formal abordaron
el problema del TDAH en los adultos aparecieron a partir de 1967. En esa época
este síndrome todavía se conocía como DCM (Daño o Disfunción Cerebral
Mínima), y su posible existencia en los adultos se planteó a partir de tres fuentes
de información:
a) Estudios, realizados por las pediatras, que mantenían el seguimiento de
los niños con DCM hasta que estos cumplían edades en torno a los 25
años de edad. Demostraron que los síntomas de DCM/hiperactividad persistían
hasta la edad adulta en muchos de los casos (Menkes MM, Rowe JS y Menkes
JH, 1967; Jonhson y Stewart, 1971).
b) Investigaciones que demostraban que los padres de niños con DCM
tenían ellos mismos probabilidades más altas de haber sido ellos mismos
hiperactivos, así como de estar teniendo en la edad adulta sociopatía, histeria
y alcoholismo (Cantwell, 1972; Cantwell, 1975; Morrison & Stewart, 1973). En
estudios posteriores se fue demostrando que estos padres también tenían
alteraciones en la atención, en el control de los impulsos y en los niveles de
actividad (Alberts-Corush, Firestone, Goodman, 1986); en este último estudio
por primera vez se enfatizó sin ambages que había muchas probabilidades de
que los niños con síntomas de TDAH tuvieran padres con síntomas de TDAH
todavía, lo que implicaría que el TDAH se reconocía como un trastorno que
podría existir en los adultos.
c) Estudios sobre muestras de pacientes adultos que creían tener DCM.
c.1) El primero en probar la persistencia de la DCM podría haber sido el trabajo
de Hartocollis (1968), si este no hubiera usado los datos empíricos
(evaluaciones neuropsicológicas y psiquiátricas de 15 adolescentes y adultos
jóvenes de entre 15-25 años atendidos en la clínica Menninger con unos
perfiles psicométricos idénticos a los de la DCM ya conocida en niños) para
formular un análisis estrictamente ceñido al modelo psicoanalítico en boga,
pues propuso que este trastorno surgía de un defecto precoz y posiblemente
congénito del aparato del ego en su interacción con unos padres de éxito
ocupados y orientados a la acción (no obstante, es de resaltar esta hipótesis
integradora bio-psico-social, que contempla cómo un error congénito de la
meta-cognición habrá de interaccionar con un patrón de relación y un estilo
de crianza específico para se dé lugar a una DCM: aunque todavía no ha
sido probada científicamente, esta hipótesis se mantiene, con ligeros matices
pero más o menos igual, entre quienes hoy cuestionan el fundamento
principalmente neurológico del TDAH).
c.2) Un año más tarde Quitkin y Klein (1969) describieron dos de los
síndromes conductuales en los adultos que pueden estar relacionados
con la DCM. Los autores estudiaron 105 adultos de un hospital de Nueva
York en buscas de de signos conductuales de “organicidad” (criterio de daño
o disfunción cerebral), junto con síndromes conductuales que pudiesen
considerarse signos neurológicos menores propios de ese síndrome; también
obtuvieron
electroencefalogramas
(EEG),
psicometría
y
datos
pormenorizados de la historia clínica que permitieran distinguir estos
síndromes de otras psicopatologías del adulto bien definidas. Para ello
seleccionaron aquellos casos que tenían una historia en la infancia sugestiva
de daño del SNC, como conducta hiperactiva e impulsiva precoz, que según
ellos podría reflejar la probabilidad de tener DCM. Luego clasificaron a esos
pacientes en tres grupos conforme a sus perfiles de conducta actuales: los
de conducta desagradable y destructiva (n=12), los de conducta impulsiva y
destructiva (n=19), y un grupo “límite” que no encajaba en los extremos
(n==11).
x Encontraron que hasta el doble de casos con un perfil de conducta
clasificable como “orgánico” tenían alteraciones en el EEG y
deterioros significativos en la psicometría, con respecto al grupo
control.
x También descubrieron que haber tenido una historia precoz de conducta
hiperactiva o impulsiva o con falta de atención fue un factor altamente
predictivo
de
ser
finalmente
incluido
el
grupo
de
adultos
“impulsivos/destructivos”, lo que probaba una evolución persistente de
este patrón de conducta desde la infancia hasta la edad adulta.
x Destacaron que de los 19 pacientes del gurpo “impulsivo/destructivo”, 17
habían recibido previamente un diagnóstico clínico de Trastorno de la
Personalidad
(principalmente
de
los
tipos
“emocionalmente
inestables”), comparados con sólo 5 en el grupo de “socialmente
desagradables”, que eran de tipo predominantemente esquizoide y pasivodependiente.
x Quitkin y Klein discreparon con la hipótesis psicoanalítica de Hartocollis y se
mostraron de acuerdo con la postura original de Still: que el entorno
familiar podría no ser el responsable de ese síndrome, que los padres
así descritos a lo sumo intensificarían la dificultad, pero que estos no
eran necesarios para la formación del síndrome impulsivo/destructivo, y
que otros autores podrían haber enfatizado excesivamente el papel
modelador del entorno psicosocial.
El primer artículo que se centró específicamente en los casos que
acudían a consulta ya adultos, definiéndolos claramente con criterios de
DCM frente al concepto anterior, más difuso, de “organicidad”, puede haber sido el
de Shelley y Riester (1972). Estos autores fueron los encargados de atender
varones de 18-23 años en la consulta psiquiátrica de una base de entrenamiento
de las Fuerzas Aéreas, 16 de los cuales acudían porque tenían dificultades para
adecuarse a las normas y el ritmo de entrenamiento: describían importantes
problemas de concentración, labilidad emocional, pánico a perder el control de los
impulsos e irritabilidad importante, ansiedad y baja autoestima; tenían además
importantes problemas de aptitud motora, y tiempos de reacción lentos; el EEG y
la exploración neurológica básica era normal en todos los casos, pero se percibía
una sutil torpeza y signos “subjetivos” de “trastorno neurointegrativo” en el
equilibrio, la lateralidad y la coordinación. 14 de los 16 cuando eran niños habían
tenido frecuentes explosiones de berrinche, y 12 de ellos (75%) además habían
tenido una conducta compatible con el Síndrome Hipercinético de la Infancia.
Un año después (1973) la
psiquiatra de Harvard Anneliese
Pontius
resumió
las
observaciones clínicas de más de
100 adultos con DCM que seguían
teniendo una conducta hiperactiva
e
impulsiva.
formuló
Por
primera
una
fisiopatológica
acorde
vez
hipótesis
con
los
actuales modelos de TDAH como
“trastorno de la función ejecutiva”:
Pontius supuso que una disfunción
Anneliese A. Pontius
del lóbulo frontal y del caudado provoca la:
“(…) incapacidad de construir planes de acción, de esbozar el objetivo
de la acción, de mantenerlo en mente durante algún tiempo como una
idea prioritaria y de seguir ese objetivo a través de todas las acciones
necesarias siguiendo la guía constructiva de esa planificación”
(pag.286).
La DCM del adulto surge de una disfunción en la red frontal/caudado, por tanto se
debe asociar la incapacidad para “reprogramar una actividad en curso y cambiar
según los principios de acción cuando sea necesario”. Veinte años después otros
autores demostrarían que tenía razón: una abundante literatura científica sobre
neuroimagen prueba que realmente hay menor tamaño y distorsión funcional de la
red prefrontal/caudado; asimismo tenemos hoy a la teoría de la disfunción
ejecutiva como el modelo más integrador y aceptado para explicar las causas y las
líneas de tratamiento del TDAH.
En 1975 Morrison y Minkoff propusieron que los adultos con “trastorno
de personalidad explosiva” o “síndrome de pérdida de control episódica”
pueden representar el tipo de evolución en la edad adulta del síndrome del niño
hiperactivo. Una año después Mann y Greenspan (1976) pensaron que los
adultos con DCM tienen una entidad diagnóstica distinta (Disfunción Cerebral del
Adulto), basándose en muy pocos casos clínicos y partiendo del hecho de que
junto a los síntomas cardinales (inatención, impulsividad, hiperactividad)
también tenían depresión y ansiedad, y lo que es más importante:
respondían igual de bien a los estimulantes y a algunos antidepresivos
(imipramina), igual que como en 1974 ya había propuesto hacer Hans Huessy.
Por aquella época todavía no se disponía de la amplia información epidemiológica
que hoy tenemos, la cual prueba que las “comorbilidades” psiquiátricas más
frecuentes de los adultos con TDAH, muy por delante de otros trastornos
tradicionalmente vinculados (sobre todo los trastornos de la personalidad, las
adicciones y los problemas psico-sociales) son los trastornos afectivos
monopolares (depresión mayor y distimia) y los trastornos del espectro ansioso:
ansiedad generalizada, fobias, trastorno por pánico y TEPT (Kessler et al, 2006;
Fayyad et al 2007; Barkley RA, 2008).
II.2. (1976-1995). Los ensayos sistemáticos de tratamiento, el primer
desarrollo de criterios de investigación y el reconocimiento explícito del
TDAH completo en los adultos a partir del DSM-III.
Ya habían existido ensayos no sistemáticos de tratamiento en adultos con
DCM (Shelley, Reister, 1972; Pontius, 1973; Mann, Greenspan, 1976). Sin
embargo el primer estudio sistemático con método doble ciego controlado
con placebo para evaluar fármacos en adultos con DCM fue realizado por
Wood, Reimherr, Wender y Johnson en 1976. Midieron la respuesta a
metilfenidato en 11 de 15 pacientes (8 de los 11 respondieron favorablemente),
que luego fueron tratados en un estudio abierto mediante pemolina (otro
estimulante) y antidepresivos (imipramina y amitriptilina): 10 de los 15 tratados en
la fase abierta tuvieron respuesta positiva tanto a pemolina como a los
antidepresivos.
A partir de aquel estudio se fueron sucediendo otros similares, también con
escaso tamaño muestral, partiendo de este supuesto: que la hipercinesia y la DCM
en el adulto era en todo equivalente a la ya conocida en los niños, y que por tanto
los mismos fármacos que habían funcionado en los niños también servirían en los
casos de los adultos (Rybak, 1977; Packer, 1978 Gomez, Janowsky, Zetin, 1981).
Sin embargo hasta los años 1990s la psiquiatría profesional del adulto no ha
empezado a reconocer, de un modo menos anecdótico, y seriamente, la
equivalencia en el adulto del TDAH que ya se conoce en la infancia. Y por lo tanto
a recomendar el tratamiento específico de estos casos con estimulantes o con
ciertos antidepresivos. El escepticismo aún continúa dominando la práctica clínica
de adultos en la mayoría de las consultas, a pesar de que los riesgos de una
confusión diagnóstica son menores que en la población infantojuvenil, en la que un
supuesto TDAH tiene más riesgo de acabar siendo el substrato o el síndrome de
avanzadilla de un trastorno bipolar o de una esquizofrenia.
Por coyunturas históricas durante los años 1980s empezaba a popularizarse
entre los psiquiatras el uso como diagnóstico principal de unas categorías
diagnósticas que hasta entonces habían tenido escaso predicamento. Eran
etiquetajes que hasta entonces habían carecido de un tratamiento específico, y
que de hecho presagiaban el fracaso de las terapias convencionales: eran los
trastornos de la personalidad. Sin embargo la disponibilidad de los antipsicóticos y
de nuevos antidepresivos, más el resurgir del psicoanálisis como una “nueva
técnica”, idónea y única para estos casos, generó lo que a mi entender es el actual
sobrediagnóstico de trastornos de la personalidad. En este contexto se entiende
que en el estudio de Gómez y colaboradores (1981), de 100 pacientes
psiquiátricos adultos el 32% tuviese antecedentes de síndrome hipercinéticoinatento en la infancia, comparado con el 4% del grupo control; y que de ese 32%,
un 20% mantuviera los síntomas en la edad adulta, comparado con ningún caso
en el grupo control. No nos debe ya sorprender que la mayor incidencia de estos
síntomas se encontró en el 47% de los pacientes diagnosticados de trastorno del
carácter.
El método diagnóstico cierto y los tratamientos específicos
no se podrían demostrar en los adultos hasta que no hubiese un
algoritmo y unos criterios definitorios específicos del TDAH en
los adultos, con validez y fiabilidad. Paul A. Wender entre 19931995 inició un avance histórico en este sentido, pues para
organizar los primeros ensayos clínicos controlados de fármacos tuvo que diseñar
esos criterios explícitos para establecer el diagnóstico de los casos a tratar. Estas
son las aportaciones de Wender:
x Se oponía de manera firme y explícita a la opinión clínica prevalente de que el
cuadro remitía al terminar la infancia.
x Detectó un grave problema en los criterios diagnósticos propuestos para el
Síndrome Hipercinético de la Infancia (DSM-II, 1968) y para el Trastorno con
Déficit de Atención (DSM-III, 1980): ninguno estaba adaptado a las
características evolutivas de la edad adulta. Si bien aquellos dos manuales ya
admitían que podía haber una afección residual en algunos adultos, y que podía
diagnosticarse como tal, en aquel momento no se reconocía la existencia de un
trastorno completo en los adultos, ni había criterios concretos para demostrarlo.
La extrapolación de criterios extraídos de la investigación de niños generaba un
gran infradiagnóstico. Wender fue el primero que planteo la necesidad de unos
criterios de TDAH específicos para la edad adulta, una labor que todavía hoy
nadie ha conseguido llevar a fin con la aprobación mayoritaria de la comunidad
psiquiátrica (Russell A. Barkley es quien actualmente prosigue esa línea de
trabajo con mayor ahínco).
x El método de diagnóstico sistemático de TDA en adultos de Wender, que luego
usaría en varios ensayos de fármacos, exigían entrevistar al paciente y también
a un informante (preferiblemente uno de los dos progenitores) para evaluar
retrospectivamente el diagnóstico cierto, probable o posible de TDA en la
infancia. También buscaba pruebas del deterioro funcional persistente causado
por los síntomas. Se propusieron siete síntomas para identificar el TDAH en el
adulto: 1) falta de atención, 2) hiperactividad, 3) labilidad emocional, 4)
irritabilidad y mal carácter, 5) mala tolerancia al estrés y la espera, 6)
desorganización,
7)
impulsividad.
Además
debían
quedar
excluidas
cualesquiera otros trastornos mentales y del comportamiento como las
adicciones, los trastornos de la personalidad y los trastornos afectivos mayores
mono o bipolares, amén de las psicosis. Estas normas diagnósticas, conocidas
mundialmente como “Criterios de Utah de Wender”, o “Criterios de Utah” a
secas, en definitiva exigían: a) diagnóstico retrospectivo en la infancia
(arrastrado, y si no también realizable en la edad adulta mediante entrevista o la
escala WURS); b) determinación minuciosa de los síntomas actuales mediante
la entrevista con el paciente; c) idem, mediante entrevista con terceras
personas como informadoras de las conductas en la infancia y en la edad
adulta; d) dificultades continuas en la atención y en la hiperactividad, y al menos
dos más de los otros cinco síntomas; e) exclusión de psicopatologías que
puedan confundirse con el TDAH (ver los criterios de Utah en la Tabla 2).
x Para facilitar el cribado y el diagnóstico retrospectivo de TDAH en la infancia,
Wender diseñó la Escala de Puntuación de Utah de Wender (Wender Utah
Rating Scale, WURS), aunque se podían usar otras, como la de Conners.
A partir de 1995 las directrices de Wender (entrevista a terceros, diagnóstico
retrospectivo, etc) se convirtieron en la práctica estándar para la mayoría de los
investigadores del TDAH en los adultos. Sin embargo con el tiempo se fueron
viendo algunos problemas en su conjunto de criterios diagnósticos: 1) excluyen a
los individuos con el subtipo predominantemente inatento, 2) privan de diagnóstico
a multitud de pacientes con TDAH porque presentan comorbilidad psiquiátrica o
toxicológica, 3) dan mucha importancia a la dimensión de irritabilidad/labilidad/mal
carácter y a los trastornos de conducta, habiéndose demostrado ya que estos dos
factores covarían de manera independiente de los síntomas cardinales del TDAH,
que ambos tienen otro tipo de deterioros psico-sociales específicos y que se
asocian más los problemas derivados de un entorno social adverso, llegando a
predecir resultados finales en el adulto que tradicionalmente se vinculaban de
forma
directa
al
TDAH
(delincuencia,
consumo
de
drogas,
conductas
antisociales…), pero que hoy sabemos que dependen de la mediación de factores
inespecíficos y ajenos al propio TDAH. Permitiendo que las dimensiones de
irritabilidad/labilidad y mal carácter codifiquen en igualdad con los otros síntomas
cardinales, se crean confusiones diagnósticas entre el TDAH, el Trastorno
Oposicionista-Desafiante, los Trastornos de Conducta, el Trastorno Antisocial de
la Personalidad, el Trastorno Borderline de la personalidad y las formas
hipomaníacas mixtas/disfóricas de los trastornos del espectro bipolar. Según
algunos autores las restricciones han sido útiles precisamente para minimizar este
sesgo en los estudios de investigación y para evitar el sobrediagnóstico, el mal
diagnóstico y el abuso del concepto de “comorbilidades del TDAH”. Según otros
autores esas restricciones impiden diagnosticar de TDAH a la una parte
considerable de los adultos que lo tienen, pues en esa parte abundan quienes
están diagnosticados de algún trastorno mental o de la conducta, el cual suele ser
además la forma en que contactan con los servicios de salud mental. La realidad
que hoy sabemos es que una minoría importante de niños y adultos con TDAH
son diagnosticables de Trastorno Depresivo Mayor y, sobre todo, de Distimia (20-
20%), también de trastornos de la personalidad en la edad adulta (10-24%) y
altísimas tasas de trastornos del espectro ansioso y depresivo (más que los niños)
cuando los adultos van a consultar por primera vez en las consultas
especializadas en TDAH. Tampoco se ha adaptado la puntuación umbral de
diagnóstico de la escala WURS a la evolución del adulto que la cumplimenta de
manera autoaplicada, por lo que esta podría estar pasando por alto falsos
negativos (Barkley, 208). Estas son las razones de que los criterios de Utah se
estén abandonando, y también la escala WURS (todavía indispensable en
España, a falta de la adaptación de otras con función análoga). En su lugar han
ido apareciendo escalas más modernas y mejor construidas (como la de Conners),
que son más específicas para los adultos; y algunas de ellas vienen adaptadas a
los criterios del DSM-IV, que están muy actualizados a partir de estudios empíricos
y por tanto han vuelto a ser el conjunto estándar de criterios para establecer el
diagnóstico.
II.3. Años 1990s en adelante: estudios de neuroimagen en adultos, nuevos
tratamientos farmacológicos, el diseño de psicoterapias específicas y la
lucha por la validación de criterios diagnósticos específicos del adulto.
El primer estudio con neuroimagen funcional de adultos con TDAH, definidos
rigurosamente, se publicó en 1990, marcando un hito histórico. Zametkin y su
equipo estudiaron el metabolismo cerebral de la glucosa de 25 adultos que habían
sido hiperactivos desde la infancia, y los compararon con 50 adultos normales de
control. Mediante Tomografía por Emisión de Positrones (PET) determinaron que
los adultos hiperactivos tienen un menor metabolismo global, sobre todo en las
cortezas premotora y prefrontal. A partir de la publicación de este artículo se
sucedieron investigación similares durante los años 1990s que llevaron al TDAH a
ser reconocido como un trastorno psiquiátrico de la edad adulta válido y distinto de
otras entidades morbosas.
En 1998 Spencer y su equipo demostraron mediante estudios exhaustivos que
la atomoxetina, originariamente un antidepresivo, era efectiva tratando el TDAH
de los adultos, logrando su aprobación con tal indicación específica por la FDA.
Más adelante, durante los años 2000s, se estudiarían formas de liberación
retardada del metilfenidato en pacientes adultos que ya cuentan con tal uso
aprobado en los EEUU, uso específico que todavía espera una indicación
definitiva y clara en Europa aunque el metilfenidato se pueda usar en adultos sin
trabas legales. Los ensayos clínicos llevados a cabo en Alemania y Holanda,
principalmente, dentro de ámbitos académicos y asistenciales estrictamente
europeos, vienen a probar lo que los norteamericanos ya vienen diciendo desde
hace tiempo: que el TDAH afecta a los adultos, que es tratable con metilfenidato y
que la mejoría se produce en varios ámbitos de disfunción si se administra la dosis
suficiente (Retz, 2011).
Durante la segunda mitad de los 1990s y hasta la actualidad ha habido
una preocupación constante por continuar la labor iniciada por Paul Wender,
en cuanto a redactar unos criterios diagnósticos específicos para el TDAH
adulto que tengan en cuenta cómo la evolución del sujeto modifica la
expresión de los síntomas cardinales. A diferencia de Wender, lo que se
busca mediane soporte empírico es la compatibilidad de los descriptores de
trastorno con los factores evolutivos de la persona, así como la aplicabilidad de
estos en la práctica clínica inmediata, y no solamente en la investigación como
pretendía Wender. Russell A. Barkley desde 1995 viene haciendo este esfuerzo y
finalmente ha propuesto unos criterios definitorios de TDAH en adultos con vistas
a que sean tenidos en cuenta durante la elaboración del manual DSM-V que será
editado hacia 2013 (Murphy, 1995; Barkley, 2009; Barkley, 2010). Uno de sus
focos de insistencia es la disfunción ejecutiva como aspecto nuclear y diferencial
del TDAH, que permite hacer un diagnóstico diferencial con otras entidades
similares (Barkley, 2010a)y hasta cuestionar los criterios diagnósticos actuales del
TDAH infantil (Barkley, 2010b).
Las terapias psicológicas y conductuales son muy usadas con los
adultos con TDAH desde hace años, pero todavía no disponemos de ensayos
clínicos controlados que avalen con certeza tales terapias. Hoy día las
psicoterapias más desarrolladas pertenecen al modelo cognitivo-conductual,
familiar (Barkley,1992) y psicoeducativo (Safren, 2006; Ramsay, 2007 y 2011). Los
especialistas de orientación más biológica empiezan a reconocer que el
tratamiento farmacológico no suele resolver todos los dominios de deterioro
asociados al TDAH y que, particularmente en la población adulta, son
imprescindibles las terapias psico-sociales coadyuvantes (Joselevich, 2004;
Phillipsen, 2010).
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