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CAPITÁN DE VELERO AUTOR: OSCAR TERÁN DUBÓN CUENTO CHICAGO, IL MAYO, 2012 1 Sus leyendas quedaron entre las olas, que incansablemente bañaban la amplia playa en marea baja, y la estrecha faja de arena mezclada con caracoles, cangrejos y espuma casi deshecha, que separaba la casa de madera de Cristóbal, cuando el mar la salpicaba, inundado de misterio, en sus altas marejadas. Casa distinguida la de Cristóbal, frente y cercana a los inesperados tormentosos tumbos, de aquel mar, que renegaba al bautizo por su descubridor, de Mar Pacífico. Desafiaba a sus admiradores y poéticos cantores, a huir de sus armoniosas aguas, por sus amenazas de traidoras y misteriosas inundaciones. El mar no mentía, cumplía con exactitud el presagio de tormentas tropicales y huracanes apabulladores de las costas, y más allá, dejando su resaca de mariscos, salitre y yodados minerales. El Pacífico mar calla, no responde a los desesperados llamados de calma, que le envían sus impacientes enamorados. Pacífico mar de Cristóbal, Capitán de Velero, que nunca surcó las profundidades de su inmensa visual lejanía. Amador de sus siempre apaciguados canales y esteros, que romanceaban con la bella bahía, contemplativamente orgullosa, de su protegido puerto, respetado por su centinela isla que llamaba incansablemente la atención de despistados navegantes , con intermitentes farólicos destellos de luz, invitándolos a abordar, la seguridad que le brindaba el romántico puerto. Cuando el mar hacía desaparecer su enojo, sus pacíficas aguas, mojaban de brisas las limpias soleadas mañanas, y dormitaban en los manglares, en la oscuridad de la noche. Fue entonces, cuando el 2 mar de Cristóbal, en un secreto convivio dentro de sus apaciguados esteros, que recibían con remansa aceptación, la herida producida por la cuña de la proa del pequeño bote, de única rústica vela, asistida por un lento motor de gasolina que suplía la inconsistencia del viento, cuando le otorgó su merecido nombramiento de: Capitán de Velero. Su capitaneada nave, casi se podría decir que era insignificante, bien cuidado bote de aluminio pintado a dos colores relucientes. No más de catorce pies de eslora, por cinco de manga. Sus asientos, adelante, al medio y atrás, eran tablas de madera que cruzaban de estribor a babor. Su pequeño y liviano motor auxiliar, se acomodaba en la parte trasera, con su manual timón hacia adentro. Por delante del asiento central, el mástil de madera, construido y adaptado por Cristóbal, sostenía la blanca y vieja vela, amada y preferida de este marinero, que nunca frecuentó las inmensidades de su amado mar, quizás por no abandonar su relajado maridaje, con los embrujos de la bahía, caletas, esteros, e histórica isla, guardiana de cuentos e improvisados poemas, de un mundialista poeta. ¿Distinguida casa la del Capitán de Velero? Sí… No destacaba ninguna elegancia, pero majestuosamente estaba construida por rústica madera de Guanacaste, con cuatro amplios dormitorios, y cocina separada. Aireado salón de estar y comedor. Separados corredores hacia afuera, con hamacas que soportaban el agradable descanso de los veraneantes. Su patio lateral de entrada, adornado con enanos cocoteros y almendros, que decoraban su rancho de palma. Patio trasero, casi invisible al visitante, contenía servicios de soporte de la familia, con cuarto adicional. Cristóbal, conocedor de las inclemencias de su amado mar, cuando éste vomitaba su ira, impulsado por traicioneros huracanes, que llevaban a sus gigantescas olas, a cubrir las viviendas de sus moradores, sin contemplar la dulzura de sus amigos. Construyó su 3 casa, distinguiéndola del vecindario balneario, con la originalidad de estar sobre potentes y altas bases de concreto, que la individualizaban como: “La casa en tambo”. Por las noches, el Capitán de Velero, junto a su esposa e hijos, contemplaban el mar desde su casa. En esa profundidad donde Cristóbal no navegaba, se extasiaban, entre escasos comentarios, de las lejanas luces de los barcos camaroneros y separados pescadores domésticos, quienes no necesitaban de noches de luna, para enviar sus espectáculos luminosos, a manera del centro de una ciudad observada desde un mirador, en una oscura penumbra. Esas noches de pesca, el mar huele a destrozos de carne fresca y sabor a muerte. Alimento cadavérico que proporcionará dinero y futuro a multinacionales empresas, y diario sustento, a pobres moradores. El mar llora su parto, la desnaturalizada extracción no concebida, e inducida prematuramente, de sus productos, desde sus propias entrañas. La playa siente dolor, recibe por las mañanas, después de las noches de vela, por la muerte de los hijos del mar, fuertes vientos arrastrando sufrimiento y desesperanza, en una danza de protesta y resignación, que no es comprendida por sus vecinos, hasta que llega el tiempo de su huracanada venganza. Esteros y canaletas, en besos y abrazos con la apasionada bahía, frente al protegido puerto, esperaban todos los días al Capitán de Velero, a la hora apropiada según las mareas, solo o acompañado de su esposa y sus cinco infantiles hijos, a la acostumbrada pesca, durante su temporada de verano. Sus aguas, alegres escuchan el cantar de las gaviotas, el revoltoso papalotear de los pelícanos, al acuatizar en busca de superficiales peces. El salto fuera del agua de pargos, jureles y tilapias, anunciando y denunciando su presencia y escondite, sacrificando la seguridad de sus propias vidas. Los esteros preparan la llegada del bote del Capitán de Velero y su familia, desatando suficiente viento, para que la vela impulse su navío, y no pida auxilio al ruidoso motor. 4 Llegó la hora de la revancha, el cielo se vistió terroso y el mar violento, las olas crecieron como gigantes y la arena de la playa se revolucionaba, moviéndose en su arrastre, al escondido vientre del mar. Ahora el mar y su incondicional hermana, la playa, toman su desquite, ayudadas por los vientos huracanados, roban espacio a la tierra y su orilla fronteriza es arrasada por olas, arena y viento, ejército poderoso que aniquila viviendas y algunas vidas. Las ondas radiales truenan en sus espacios, anunciando el huracán y maremoto que se desata en el lindo puerto. Cristóbal capitaneando a su familia, y enganchando el tráiler transportador de su velero, a la parte trasera de su camioneta, escapó, a la ciudad más próxima, a sabiendas de la esperada reacción vengativa de su pacífico mar. Abandonó con tristeza, su casa, pero sobre todo su irascible adorado mar. Terminada su revancha, el mar retrocedió avergonzado a su cuna de descanso, pacífico, placentero, dulcificando sus saladas aguas para los próximos visitantes, pero imponiendo parte de su ejército, a cuidar las nuevas tierras conquistadas. Hizo desaparecer, como botín de guerra, todas las viviendas que disfrutaban en la orilla extrema de su costa, del calor veraniego, de sus olas, del tráfico de buques extranjeros, que bordeaban la visible isla, para alcanzar la comodidad y el descanso del protegido puerto. De las noches de luna de cielo estrellado, que invitaban a rodear fogatas en la costa, para escuchar melancólicas tonadas acompañadas de guitarras, rascadas por aficionados veraneantes , que a su vez, comían todo los bocadillos calentados en la hoguera y completaban su ánimo, con algunos tragos de licor nacional. Sus leyendas quedaron entre las olas, incluida la del Capitán de Velero. A espalda de las antiguas fogatas, hacia los tiernos 5 territorios conquistados, todo era destrucción, silencio de abandono y ausencia de mensaje de retorno. Se terminaban para ellos, el bullicio del balneario, de las mañanas del puerto, de los atardeceres del sol poniente. Los placeres del Capitán y su familia, en sus giras de pesca en su querido velero. El romance de los novios que acudían de noche a la playa, juntaban sus labios con embeleso en permanentes, y dulces apasionados besos. Sus manos acariciando sus respectivos cuerpos, ansiosos de placer, y sus mentes sin distracción que dañara el acercamiento, recogían la tenue melodía del mar en marea baja. No necesitaban de la luna, pues los botes pesqueros iluminados, reflejaban en el mar sus luces, llegando sus rayos a enternecer las pupilas de los enamorados. El Capitán de Velero, no permitía que nuevos pensamientos o actuales preocupaciones, se empotraran en su mente, borrando o atenuando la memoria de su mar, y su casa. La desesperación por volver al puerto, para evaluar personalmente los daños del huracán, se balanceaba; entre el aire caluroso y húmedo de la ciudad, la rutina que lo atrapa, y el agua pacífica que lo llama, con el misterioso lenguaje de los peces y las algas. Cristóbal prepara su indagatorio viaje al puerto, repleto de incertidumbre y sin vacilación, dirige su automóvil rumbo a la playa. Empieza su recorrido del balneario adjunto al puerto, por el extremo más próximo a la bahía, en dirección lineal a su casa, establecida de última, junto a la majestuosa mansión del administrador del puerto. Todo era destrucción en el balneario. Cristóbal caminaba sobre la costa y no divisaba vivienda erguida, sólo materiales de toda naturaleza en el suelo, paredes de madera o bloques de cemento en pie y sin sostener ningún techo. Tejas, zinc, asbestos sin 6 distribución alguna tirados por diferentes lugares. Suelos que fueron piso, de cemento, barro o ladrillo, arrancados de sus lechos. Árboles de cocoteros, almendros y otros, caídos en los patios y ranchos de palma doblados por la cintura, tocando la extensión del nuevo pedazo de playa, que el mar había conquistado. No había necesidad de seguir compungido, ni esperar optimistas resultados sobre su casa, pensó el Capitán, dedicándose a memorables recuerdos y estoica aceptación del presente. Cuando se acercaba al final del balneario, su sorpresa y admiración, no tuvieron límite. A corta distancia de su casa pudo identificar, la majestuosidad heroica de su construcción sobre zancos. A medida que caminaba acortando la distancia, divisaba la integridad de sus paredes externas y corredores. El patio anterior, con algunos árboles derribados, lo mismo que el rancho, descansando en el suelo. El interior de la vivienda, nítida en su estructura, aunque húmeda y sucia de arena por la visita inesperada de su entrañable y permanente amigo, el mar, a quien no podía esquivar. El suelo arenoso de los patios, que no tenían contacto con la elevada casa, estaban plagados de conchas, caracoles, materiales cálcicos de relucientes colores, estrellas de mar y cangrejos moviéndose por todas partes, reclamando la nueva posesión del conquistador, su alteza, el mar. El Capitán de Velero pensó, su casa estaba salvada. Su alta construcción sobre bases de concreto, inspiraron al implacable enemigo conquistador, a ejercer su furia abajo del piso de madera, espacio amplio que protegía la casa, del arenoso patio. Quizás, se preguntó repentinamente el Capitán, ¿No será que el mar respetó privilegiadamente mi fiel amor por él? ¿Será que se comportó esquivo en su esquizofrénica conquista, para no dañar la comodidad mía, de mi familia, de su entrañable amigo, mi velero? 7 Cristóbal meditó sin concentración, ya que el mar lo atrajo para paralizar su mirada hacia él y compartir sus sentimientos. Oyó silbar al viento, el golpe de los tumbos, a media marea, al caer de nuevo a su lecho después de levantarse con energía insospechada. Vio las nubes, gaviotas al vuelo, olas muertas en espumosos ataúdes cerca de su casa. Oleó la frescura del momento. Vio transeúntes pasando por la costa, tratando de identificar sus derribadas propiedades. La realidad lo llamó a la cordura, la devastación del balneario lo dejaba solo, aislado, triste. La dulzura de su mar, su casa, su familia, su velero, estaban prestos a asistirlo en esa soledad. El Capitán regresó a la ciudad, lleno de controversiales sentimientos. El pasar del tiempo fue calmando la angustia de la ausencia de su mar, de su bote con la vela encorvada anidando al viento que le daba trabajo y vida. De los peces resistiéndose a su caza al subirlos al velero, del puerto, las noches de luna, el faro de la isla y los camaroneros a la distancia. Un día, Cristóbal recibió una carta oficial de la Autoridad Portuaria, anunciando que era absolutamente necesario desarmar su casa, o recibir un módico pago por la misma, pues el departamento de Protección Costera del Puerto, construiría una defensa a lo largo del nuevo límite de costa, que incluye su casa, para impedir que el mar continúe su agresivo robo, de nuestra tierra municipal. El marinero tomó con desgano y lentitud aquella comunicación, no sin darle importancia, pues la melancolía que le produjo la advertencia, del final de su correría en aquel bello sitio, desvaneció sus deseos de actuar con diligencia. Pasaron pocas semanas, cuando el Capitán de Velero decidió presentarse a la Autoridad Portuaria, a compaginar sus derechos de acuerdo a la comunicación recibida. A la entrada al puerto por la vía principal, pudo divisar, a lo largo de toda la nueva costa, un 8 gigantesco y largo muro de piedras volcánicas y arena comprimida, que harían resistencia desafiante al ejército del conquistador, si pretendiera nueva invasión. Cristóbal no pudo identificar concretamente, el lugar que fuera la ubicación de su casa, se acercó despistado y a presunción, al muro de contención que ocultaba al mar, y caminando hacia su base, pudo observar una sólida estructura de cemento en la cima. Haciendo esfuerzo escaló el muro y tuvo frente así, pudiéndole tocar e identificar, una de las bases removidas de su casa, por tractores de pala y otras maquinarias pesadas, que trabajaron en la construcción del muro. Cristóbal tomó fuerzas de su propia tristeza, estiró su cuerpo frente al mar, en la cima del imponente muro, restándole al viento marítimo una prolongada inspiración, que al llegar a sus pulmones bañaron su memoria, su alma y su corazón, de agua salada vertida por su querido mar. Agradeció a las Pacíficas aguas su nombramiento de Capitán de Velero, y lanzó sus leyendas y memorias a las olas. Tomó el camino de regreso a la ciudad entusiasmado de nuevo, por la seguridad, que su velero lo esperaba. Oscar Terán Dubón Mayo, 2012. 9 10