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RECORDANDO A DOS HOMBRES, DOS PAPAS, DOS GRANDES SANTOS
Columna semanal del arzobispo Charles J. Chaput, OFM Cap.
23 de abril del 2014
En pocos días –el domingo 27 de abril– domingo de la Divina Misericordia, el papa Francisco
canonizará a dos de los más grandes líderes religiosos en muchas décadas: el beato papa Juan
XXIII y beato papa Juan Pablo II. Es un buen momento para hacer una pausa y reflexionar sobre
cada uno.
Elegido en octubre de 1958 a la edad de 77 años, el papa Juan XXIII (nacido Angelo Roncalli)
fue muy diferente de su predecesor, Pío XII. Juan XXIII provenía del campesinado italiano, y en
lugar de formalidad papal irradiaba humor y calidez. Fue Juan XXIII quien, al preguntarle un
entrevistador cuántas personas trabajaban en el Vaticano, bromeó «aproximadamente la mitad».
Por supuesto, él podía también ordenar, como lo hizo en abril de 1959 cuando prohibió a los
católicos votar por partidos que apoyan el comunismo. También fue distinguido como «justo
entre las naciones» por Yad Vashem –memorial oficial de Israel para las víctimas del
Holocausto– por su ayuda en salvar a los judíos como un nuncio papal durante la segunda guerra
mundial. Y él no tenía un pelo de tonto, como su propia Curia aprendió pronto.
Mucha gente asumió que Juan XXIII serviría para llenar el espacio en espera de un papa más
joven; pero menos de tres meses después de su elección, en enero de 1959, convocó un nuevo
concilio ecuménico, el primero en casi un siglo. Vivió para abrir el Concilio Vaticano II en 1962
pero no para cerrarlo, muriendo en 1963 sólo dos meses después de lanzar su encíclica Pacem in
Terris («Paz en la Tierra»). Pero en los breves cinco años que se desempeñó como obispo de
Roma, Juan XXIII realizó una revolución, cambiando el ministerio papal de un principito
medieval a un buen pastor, y de un señor del castillo al verdadero significado de pontifex «constructor de puentes».
No podemos entender el Concilio Vaticano II sin captar el espíritu del papa que lo convocó. Juan
XXIII fue un hombre de inusual habilidad pastoral. Estaba atento a las inquietudes de los demás.
Tenía un fuerte sentido de justicia social. Él vio la maldad de la carrera de armamentos; respetó
los logros del mundo moderno; como un ex diplomático del Vaticano, fue también un globalista.
Él entendía el sufrimiento de la gente en los países en desarrollo; la prioridad de los pobres; y la
misión de la fe católica a todas las personas, en todas las culturas, en todas las edades.
Y sin embargo él tamizó todas estas preocupaciones a través de un corazón formado por su lema
episcopal: «paz y obediencia». Juan XXIII nunca vio la Iglesia como un problema que necesita
arreglos o como una corporación en guerra civil con su alma; la iglesia católica era una realidad,
una unidad íntimamente personal resumida en su gran encíclica Mater et Magistra, publicada un
año antes del concilio: «Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal
por Jesucristo para que, en el transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud
de una vida más excelente, todos cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su
abrazo. Ella es la “columna y fundamento de la verdad”(1Tim 3,15)…»
Charles de Foucauld escribió una vez que la obediencia es el criterio del amor. Al papa Juan
XXIII, le hubiera sido imposible imaginar cualquier amor a la Iglesia que pretendiera expresarse
como desobediencia a su enseñanza.
¿Y qué del papa Juan Pablo II (nacido Karol Wojtyla) –ya conocido como «el Gran»?
El papa Juan Pablo murió durante la Semana Santa, estación en el corazón de nuestra fe, hace
nueve años. Vio de una manera única y poderosa que el secreto del amor cristiano es la
experiencia de la divina misericordia recibida a través de la Cruz. La misericordia es el amor que
va más allá de la justicia. La justicia sola no puede salvar a nadie. Si la justicia de Dios fuera
como la justicia humana, todos estaríamos condenados, porque todos somos pecadores. Estamos
atrapados en una telaraña de pecados uno contra el otro, y no podemos corregir eso exigiendo
que lo que reclamamos es ‘justo’, porque alguien más acertadamente puede juzgarnos de la
misma manera que juzgamos a los demás.
La misericordia era un principio fundamental en el pontificado del papa Juan Pablo. De hecho, el
domingo de la Divina Misericordia existe en el calendario universal de la Iglesia porque Juan
Pablo II lo colocó allí. La misericordia es el corazón de su segunda encíclica, Dives in
Misericordia («Rico en misericordia»), que hace hincapié en la necesidad de perdonar y pedir
perdón. La verdadera justicia, la justicia de Dios, fluye de la misericordia. La misericordia es una
expresión de la paternidad de Dios, de su grandeza, que tiene el poder de perdonarnos libremente
y está más allá del entendimiento natural. Solamente cuando perdonamos y mostramos
misericordia a los demás podemos contar con la misma misericordia por nosotros mismos
Después de su muerte, unas 600.000 personas desfilaron por el féretro de Juan Pablo II en el
primer día de luto oficial; más de 1,4 millones vieron el cuerpo antes de que él fuera sepultado;
casi 3 millones de personas viajaron a Roma para el funeral. ¿Por qué despertó tal emoción?
Obviamente, estaba profundamente amado y respetado y no sólo por los católicos. Pero él
también incorporó ciertas cualidades en las que todos nosotros instintivamente tenemos ansias de
creer: que una vida puede hacer una diferencia; que la belleza y la bondad son más poderosas
que la maldad y la muerte; que existe un propósito para nuestras vidas más allá de nosotros
mismos; y porque estamos todos creados por el mismo Dios, lo que compartimos en común es
más importante que lo que nos divide.
Karol Wojtyla sobrevivió dos ideologías asesinas –el nazismo y el comunismo; pero él era
igualmente crítico de la avaricia occidental, el egoísmo y el desprecio por los pobres y los por
nacer. Él era un trabajador de canteras, actor, poeta, deportista, dramaturgo, sacerdote y filósofo,
e hizo todas estas cosas bien. Él demostró por su vida las palabras de san Ireneo: que «la gloria
de Dios es el hombre totalmente vivo».
En una época de determinismo—llena de una desalmada explicación tras de otra, económica,
histórica, científica, de la persona humana— no había rastro de fatalismo en el hombre. Para
Karol Wojtyla, no había nada predeterminado excepto la soberanía de Dios y la victoria final; el
resto depende de nosotros. Tenemos la libertad para ayudar a Dios a formar el mundo; y esa
libertad refleja y refuerza la dignidad de la persona humana.
No tengas miedo. Esas palabras de Juan Pablo II suenan tan ciertas hoy en su silencio como
sonaron de sus labios en la noche de su elección. Karol Wojtyla encarnaba la esperanza en una
época con tan poca de ella, y por él, el mundo es diferente. Y también nosotros.
Que Dios nos conceda la capacidad de aprender del testimonio de estos dos grandes santos –papa
Juan XXIII y papa Juan Pablo II– y llevemos adelante su discipulado con el ejemplo de nuestras
propias vidas.